La Providencia - Castell
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La Providencia - Castell
Como un día rutinario entré a esa enorme casa con un jardín magnífico, una puerta grande de
madera hecha a mano, con una perilla desgastada por el uso. El distintivo aroma a café de olla
saliendo del salón, mismo que estaba lleno de libros, ventanales transparentes y una vieja silla
mecedora.
– ¡Buenos días, señora Chepa! – Dije entrando al salón y depositando una canasta de pan recién
hecho en una mesita.
– ¡Buenos días mijita! ¿Ya desayunaste? – Me contestó la dulce ancianita que se encontraba
leyendo el periódico del día, sentada frente al ventanal.
– Si, muchas gracias. Antes de venir aquí, fui a la panadería del zócalo, le traje su cocol de anís, está
en la canasta.
Un par de años atrás solía ir a "La providencia" un pintoresco café donde servían el mejor panque
de nata que he probado en toda mi vida. Siempre captó mi atención aquella ancianita que se
sentaba en la mesa del balcón donde mejor daba la luz al atardecer con un libro en mano, un café
de olla y un cocol de anís. Al causarme curiosidad, me acerqué a hablarle y posteriormente
desarrollamos una relación que la describiría como cercana. Como es producto del inevitable
tiempo, los años continuaban haciéndose presentes a través de sus canas, ella enfermando e
impidiéndole continuar ir a aquel café.
Durante los siguientes años estuve visitando a la señora Josefina en su casa, ya que no lo podía
hacer en el café, ella una persona bastante sencilla en comparación a las comodidades que poseía.
Nunca se cansaba de contar como habían sido sus años de juventud al lado de su marido, quién
provenía de una familia acomodada. Ambos disfrutando de en las mañanas recorrer las caballerizas,
las pláticas inefables que se compartían en las reuniones dominicales, y los recorridos en los
huertos de la finca acompañados de la recolección de las frutas temporales. Relataba con tanto
detalle, añorando con un brillo en los ojos al recordar aquellos tiempos de oro.
Algún día me senté en el piso al lado de unos polvorientos álbumes de fotografías, recorriendo las
páginas intentando imaginar quiénes serían las personas que se encontraban retratadas.
– ¿Te gustan las fotos mija? Mira, él era mi marido. – Exclamó señalando a un apuesto joven con
un bigote enroscado. – Ay mi corazón, cuánta falta me haces. –
La señora Josefina había quedado viuda durante una noche con una tormenta incontrolable y el
exceso de las copas.
– ¡Ah! Y él es mi hijo. – Dijo y me mostró la fotografía de un chico con el cabello rizado y una
sonrisa contagiosa. – Le ha ido muy bien en el extranjero trabajando como agente de bienes raíces,
se casó y me dio unos nietos hermosos. Hace mucho que no sé realmente de él ni de esos pequeños,
desde que se fue, lo único que me llega es una carta navideña firmada por la familia –.
– ¡Buenos días Sra. Chepa! ¡Buenos días Sra. Rufinita! – Les dije con una sonrisa y les preparé
algunos bocadillos.
La señora Rufinita había sido mejor amiga de la infancia de doña Chepa y mucho tiempo después
coincidieron al ser vecinas y retomaron su amistad. Ella solía venir a compartir alguna taza de té y
el chisme más reciente del vecindario.
Estuve tanto tiempo en esa casa que la consideraba más mi hogar que mi propia casa, las pláticas
con la señora Josefina eran particularmente interesantes, al ser una persona muy culta y siempre
tener un libro debajo del brazo, podía hablarme desde el proceso de extracción y cuantificación de
la clorofila en las plantas, el funcionamiento de la criptografía o el sentido de la vida.
Su compañía era bastante agradable, poseía un humor bastante sencillo que podía reírse hasta de si
su perro hacía alguna expresión inusual. Me compartía sus libros con la intención de que yo
llegara a tener la mitad de los conocimientos que ella tenía, aunque nunca me di la oportunidad de
leerlos. Y siempre vio a la vida como algo que hay que disfrutar, disfrutar de las cosas tan sencillas
y rutinarias como lo son los atardeceres, un buen baño con agua caliente u oír a los infantes
jugando en la calle. Tomándose el tiempo para darle la atención necesaria a cada una de estas
cosas.
Un día, creyendo que sería como algún otro, llegué a la casa, me percaté que la puerta estaba
abierta, pensé que alguien podría haber entrado para robar, pero la cerradura no estaba forzada.
– ¡Buenos días Sra. Chepa! Dije al aire esperando por una respuesta.
– ¿Hola? ¿Sra. Chepa? –. Volví a exclamar.
Vi a la señora Rufinita hecha un mar de lágrimas y me acerqué a preguntarle si estaba todo bien.
– ¿Nadie te dijo verdad mi niña? –. Me preguntó.
– Disculpe, ¿Decirme qué?
Dio un respiro profundo secándose las lágrimas de sus ojos y me dijo –Mi Chepa falleció entre ayer
y hoy por causas naturales.
Hubo un silencio eterno.
Ese día ella se llevó una parte de mí, un vacío que nada ni nadie pudieron llenar.
Conocí a su hijo que vino desde el extranjero para el funeral, aunque no parecía sorprendido
cuando en la lectura del testamento el abogado dijo que la casa ahora era mía.
No recuerdo mucho de los siguientes años, más que a diario seguía entrando a la casa diciendo
"Buenos días Sra. Chepa" con la esperanza de escuchar su saludo de regreso. Recorrer los pasillos
en un estado que ni yo me reconocía. No pudiendo salir, dormir ni comer. Ella era lo más cercano
que tenía a familia y me dio miedo pensar que nuevamente tendría que continuar sola.
Fue un proceso difícil, tardó más de lo que estaría orgullosa de reconocer. Era irresistible el dolor
de llegar cada día a esa casa y seguir viéndola en mi mente sabiendo que no había nada. Tomé mis
cosas, cerré la puerta y me decidí a no regresar.
Estoy consciente de que la vida continuaría con o sin mí, tenía que hacer algo, así que me mudé,
terminé mis estudios, hice mi vida, una muy buena vida. Encontré lo que buscaba, pero siempre
extrañando el lugar donde crecí.
Muchos años después regresé a mi hogar, a esa hermosa casa que estuvo abandonada por décadas,
me interesé en los libros que ella tenía en el salón y comencé a leerlos. Volví a aquel pintoresco
café, aunque ya no me veía para nada igual a como lo solía hacer cuando entré por primera vez.
Hasta que caí en cuenta que ahora era yo quién me encontraba sentada en el balcón donde llega la
mejor luz al atardecer en el café "La providencia" con un fascinante libro, un café de olla y mi
cocol de anís.