2000 Leguas. Capítulo 3-6

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CAPÍTULO 3

EL MEDITERRÁNEO EN CUARENTA Y OCHO HORAS


El 12 de febrero por la mañana, el Nautilus ascendió a la superficie. En el acto subí a
cubierta. Tres millas al sur se dibujaba la silueta de Pelusa. Un torrente nos había
transportado de un mar a otro, pero aquel túnel, fácil en el descenso, debía ser impracticable
en sentido inverso.
Ned Land y Conseil no podían creer que estábamos en el Mediterráneo y que durante la
noche, en unos cuantos minutos, hubiéramos atravesado aquel istmo al parecer
infranqueable. Cuando se convencieron de que, en efecto, era así, que podíamos divisar la
costa egipcia y las costas de Port-Said, el canadiense me propuso de nuevo abandonar el
submarino.
-Estamos en Europa -alegó Ned Land-, y antes de que los caprichos del capitán Nemo nos
lleven hasta el Polo Norte o nos vuelvan a Oceanía, les pido que huyamos del Nautilus.
He de confesar que este tema me cohibía siempre. No quería limitar la libertad de mis
compañeros, pero, por otra parte, no experimentaba el menor deseo de separarme del
capitán Nemo. Gracias a él, gracias al submarino iba completando día a día mis
observaciones y perfeccionando un libro relativo a las profundidades marinas en su propio
elemento. ¿Encontraría alguna vez otra ocasión semejante para observar las maravillas de
los mares? Por tanto, no estaba de acuerdo con la idea de abandonar el Nautilus.
Así se lo dije a Ned Land, que permaneció silencioso unos momentos, aunque era visible
por sus gestos que no estaba de acuerdo con mi decisión. Por fin, acepté su plan de huida si
la ocasión se mostraba favorable.
Por la tarde me encontré a solas con el capitán Nemo en el salón. Me pareció taciturno,
como preocupado. Después ordenó abrir las claraboyas de aquella habitación, yendo de una
a otra y observando con atención la masa de las aguas. ¿Para qué? No podía adivinarlo, y
decidí dedicarme al examen de los peces que cruzaban ante mi vista.
Mis miradas estaban fijas en aquellas maravillas del mar cuando, de súbito, vi una aparición
inesperada. Entre las aguas surgió un hombre cuya cintura colgaba una bolsa de cuero. que
buceaba y de cuya cintura colgaba una bolsa de cuero.

Me volví hacia el capitán Nemo y exclamé: - ¡Un hombre! ¡Un náufrago...! ¡Hay que
salvarle!
El capitán, sin hacerme caso, se acercó a la claraboya y apoyó una mano en el cristal. A su
vez, el nadador se aproximó tanto al Nautilus que casi pegó el rostro al vidrio.
Con gran estupor vi que el capitán le hizo una señal, El buceador le respondió con la mano,
se remontó a la superficie y desapareció.
-No tema usted -me dijo el capitán-. Ese hombre es Nicolás, del cabo Matapán, muy
conocido en todas partes. Un buzo de los más valientes...
Y sin decir más el capitán Nemo se dirigió a un mueble, colocado cerca de una de las
paredes del salón. Junto al mueble vi un cofre reforzado con abrazadera de hierro, cuya tapa
llevaba la insignia del Nautilus, con su divisa "Móvil en lo móvil".
El capitán, sin preocuparse de mi presencia, abrió el mueble, que contenía un gran número
de lingotes de oro.
¿Dónde habría recogido aquel oro y qué iba a hacer con él?
Fue tomando los lingotes y colocándolos en el cofre. Una vez lleno, Nemo escribió en su
tapa una dirección en unos caracteres que debían ser de escritura griega moderna.
Poco después oprimió un timbre, cuyos hilos comunicaban con el departamento de los
marineros. En seguida acudieron cuatro hombres que sacaron el cofre del salón. Luego oí
que lo levantaban por medio de poleas por el hueco de una escalera de hierro.
No cabía duda: aquellos millones eran transportados fuera del Nautilus, pero a ¿qué lugar?
¿Quién sería en tierra el corresponsal del capitán? ¿Y en qué se emplea- ría aquella fortuna?
No había modo de contestar a tales interrogantes. Después de almorzar volví al salón y me
puse a trabajar hasta las cinco de la tarde.
El Mediterráneo, el mar azul por excelencia, el gran mar de los hebreos, el mar de los
griegos, el "mare nostrum" de los romanos, bordeado de naranjos, cactos y pinos
marítimos, embalsamado por el perfume de las flores, encuadrado por elevadas y ásperas
montañas, saturado de un aire puro y diáfano, pero influido incesantemente por la ignición
terrestre, es un verdadero campo de batalla en el que Neptuno y Plutón continúan
disputándose el dominio del mundo.
Pero a pesar de sus bellezas, sólo pude tomar un rápido bosquejo de aquel vasto recipiente
cuya superficie cubre dos millones de kilómetros cuadrados. Hasta me faltó la ayuda de los
conocimientos personales del capitán Nemo, toda vez que el enigmático personaje no se
dejó ver en el transcurso de aquella frenética y veloz travesía. Estimo en unas seiscientas
leguas la distancia que recorrió el Nautilus sobre las ondas del Mediterráneo, realizando tal
viaje en cuarenta y ocho horas.
Indudablemente, el Mediterráneo disgustaba al capitán; debía de aportarle demasiados
recuerdos, si no demasiados pesares.
Echaría de menos aquella libertad de acción, aquella independencia en las maniobras que le
permitían los océanos, y el navío se sentiría estrecho entre las próximas costas de África y
Europa.
Así, nuestra velocidad fue de veinticinco millas hora. Ned Land, bien a pesar suyo, hubo de
renunciar a sus proyectos de fuga. No era posible utilizar la canoa, arrastrada a una
velocidad de doce o trece metros por segundo. Abandonar el Nautilus a tal velocidad
hubiera equivalido a tirarse de un tren en marcha.
En la tarde del 16 pasamos entre Sicilia y la costa de Túnez. En aquel angosto espacio,
comprendido entre el cabo Bon y el estrecho de Mesina, el fondo del mar se eleva de
pronto, formando una verdadera cresta sobre la cual no hay más de diecisiete metros de
agua, mientras que a sus lados la profundidad es de ciento sesenta. El Nautilus debió
maniobrar con prudencia, para no chocar con aquella barrera natural.
Le indiqué a Conseil, en la carta de navegación, el lugar exacto que ocupa el extenso
arrecife.
-Pero esto, señor, es como un verdadero istmo que une a Europa con África -observó mi
criado.
-Exactamente-contesté-; obstruye por completo el estrecho de Liguria y se ha demostrado
que los continentes estuvieron unidos en época remota entre el cabo Bon y el cabo Furina.
-Es muy posible -dijo Conseil.
-Además -proseguí-, entre Gibraltar y Ceuta existe otra barrera semejante que, en los
tiempos geológicos, cerraba por completo el Mediterráneo.
-¡Caramba! -exclamó Conseil-. Pues si algún fenómeno volcánico elevase algún día esas
dos barreras por encima de las aguas...
-No es probable, Conseil. La violencia de las fuerzas subterráneas va disminuyendo
progresivamente. Los volcanes, tan numerosos en los primeros días del mundo, se apagan
poco a poco; el calor interior se debilita, la temperatura de las capas inferiores desciende
bastante por siglo en detrimento del planeta, porque ese calor es su vida.
Durante la noche del 16 al 17 de febrero navegaba del Mediterráneo más abundante por la
parte naufragios. Tuve ocasión de contemplar numerosos restos sobre el suelo arenoso,
enterrados unos, otros tan sólo con una ligera capa de moho; anclas, cañones, proyectiles,
mástiles, hélices, trozos de máquinas, cilindros des- hechos y cascos, todo se veía flotar
entre las aguas.
El 18 de febrero, a las tres de la madrugada, el Nautilus atravesaba el estrecho de Gibraltar,
y salíamos, para quizás no volver nunca más, del añorado mar Mediterráneo.

CAPITULO 5
LOS BANCOS DE HIELO
Hacia las once de la mañana del día siguiente, aproximadamente, y cuando el Nautilus se
hallaba navegando sobre la superficie, la nave se vio de pronto envuelta en un tumultuoso
tropel de ballenas. El encuentro no me sorprendió, porque sabía que dichos animales,
perseguidos con saña, habían acabado por refugiarse en los parajes marinos escasamente
frecuentados por la navegación. El instinto de conservación le había obligado a ello.
Aquel día nos hallábamos sentados en la plataforma contemplando la tranquilidad del mar,
que estaba especialmente sereno. El canadiense, que no podía equivocarse, señaló de pronto
una ballena en el horizonte. Mirando con atención hacia el este, podía verse efectiva- mente
una gran mole negruzca, que se elevaba y descendía alternativamente sobre las olas, a unas
cinco millas del Nautilus.
-¡Ah! -exclamó Ned Land. ¡Qué buena ocasión para encontrarse a bordo de un ballenero!
¡Qué magnífico animal...! Fíjese usted, señor Aronnax, en las columnas de aire y de vapor
que arroja por sus respiraderos. ¡Diablos!, ¿por qué habré de estar enjaulado en este
armatoste de acero?
- ¡Cómo! -le contesté-. ¿Es qué aún conservas tus aficiones de arponear?
-¡Miren! ¡Observen! -exclamó entonces el canadiense, con la voz alterada por la emoción-.
¡Se acerca! ¡Viene hacia nosotros! ¡Es como si quisiera provocarme, como si supiera que
no puedo hacer nada contra ella!
Después de unos instantes de silencio y de mirada contemplativa, Ned volvió a hablar, pero
esta vez casi con euforia.
- ¡Pero si no es una ballena sola! -exclamó-. ¡Son por lo menos diez... o veinte..., una
auténtica manada! ¡Y pensar que no puedo hacer nada! ¡Es como si me encontrara atado de
pies y manos!
- ¿Pero, amigo Ned -le propuso Conseil-, y por qué no le pide usted al capitán Nemo que le
permita atrapar a uno de estos cetáceos?
Sin esperar a que terminara la frase, Ned Land se precipitó por la escotilla, en busca del
capitán. Instantes después se presentaron ambos en la plataforma.
El capitán Nemo fijó su mirada en el tropel de cetáceos, que se movía sobre las aguas, a una
milla del submarino.
-Son ballenas australes -dijo-. Harían la fortuna de una flotilla de balleneros.
-Mi capitán -dijo el canadiense, ¿podría darles caza, siquiera para recordar mi profesión de
arponero?
-¿Para qué? -objetó el capitán-. No tiene sentido cazar por el solo afán de destruir. El aceite
de ballena no lo usamos a bordo.
-Sin embargo, capitán -replicó el canadiense-, bien nos autorizó en el mar Rojo a perseguir
un dugongo.
-Entonces se trataba de procurar carne fresca a la tripulación. Ahora sería matar por matar.
Bien sé que éste es un privilegio reservado al hombre, pero soy contrario a esos
pasatiempos mortíferos. Destruyendo la ballena, ser inofensivo y tranquilo, tanto usted
como sus partidarios cometen una acción indigna. Así han despoblado ya toda la bahía de
Baffin y acabarán por exterminar una clase de animales útiles. Deje usted en paz a esos
infelices cetáceos; demasiados enemigos naturales tienen en los cachalotes, los peces
espada y los peces sierra, para que au- mente usted el número.
Imagínense la cara que pondría el canadiense después de aquel curso de moral. Hacerle
semejantes reflexiones a un cazador es predicar en balde. Ned Land silbó entre dientes una
canción popular yanqui, se metió las manos en los bolsillos y nos volvió la espalda.
Había temido que Ned Land se dejara llevar por algunos de sus arrebatos, lo cual hubiera
tenido consecuencias deplorables. No obstante, a partir de aquel día observé con creciente
inquietud que las disposiciones de nuestro arponero con respecto al capitán Nemo eran cada
vez más agresivas.
En vista de ello, y pensando que nada bueno podía traernos semejante actitud, determiné
vigilar lo mejor posible todos los actos e incluso ademanes del indomable canadiense.
El Nautilus continuó su imperturbable y tranquila marcha hacia el sur, a una considerable
velocidad. ¿Nos dirigíamos hacia el polo? Era poco factible, puesto que has- ta ahora
habían fracasado todas las tentativas. Por otro lado, la estación del año estaba muy
avanzada.
Sin embargo, el 14 de marzo distinguí hielos que flotaban.
No tardaron en aparecer témpanos de mayor volumen, cuyo brillo cambiaba según los
caprichos de la bru- ma. Algunas de esas moles presentaban líneas verdes, cuyas
ondulaciones se parecían a las venas del cuerpo; otras, parecidas a enormes cristales,
filtraban la luz.
A medida que bajábamos hacia el sur, las islas flotantes aumentaban en tamaño y número.
Durante aquella navegación entre hielos, el capitán Nemo pasaba largos ratos en la
plataforma, observando atentamente aquellos desolados parajes. En ocasiones, su mirada
parecía animarse. ¿Se imaginaría que en los mares polares, inaccesibles al hombre, estaba
en sus do- minios, dueño absoluto de aquellos infranqueables espacios? Tal vez. Pero no
hablaba. Permanecía inmóvil, hasta que se sobreponían en él los instintos de piloto.
Entonces dirigía al Nautilus con mucha destreza, esquivaba hábilmente los choques con
aquellas masas, algunas de las cuales medían varias millas de longitud, con altitudes que
sobrepasaban los setenta metros. De vez en cuando el horizonte aparecía completamente
cerrado.
A la altura de los 70 grados de latitud había desaparecido todo paso que nos permitiera
seguir avanzando; pero el capitán Nemo, buscando con cuidado, tardaba poco en dar con
alguna estrecha abertura por la que se deslizaba con audacia, aun sabiendo de modo cierto
que se cerraría tras él y podría impedirle el regreso.
Así fue como el Nautilus, guiado por mano experta, rebasó la línea de los hielos.
La temperatura era de sólo dos o tres grados bajo cero; pero íbamos forrados de pieles de
foca. El interior del sub- marino, caldeado por sus aparatos eléctricos, podía desafiar los
fríos más intensos. Por otra parte, le hubiera bastado sumergirse unos cuantos metros para
hallar una temperatura soportable.
El 15 de marzo rebasamos la latitud de las islas Shetland del Sur y de las Orkney del Sur. El
capitán Nemo me informó que, tiempo atrás, aquellas tierras las habitaban numerosas tribus
de focas; pero los balleneros ingleses y americanos, en su afán destructor, habían acabado
con ellas, dejando tras de sí el silencio de la muerte, que ahora contemplábamos.
El 16 de marzo, a las ocho de la mañana, el Nautilus, siguiendo el meridiano 55, cortó el
círculo polar antártico. Los hielos nos rodeaban y cerraban el horizonte; pero el capitán
Nemo seguía impertérrito su avance.
Confieso que aquella excursión no me desagradaba. No encuentro frases para describir mi
admiración ante las bellezas de aquellas regiones.
El capitán Nemo, guiado por el instinto, aprovechan- do el más ligero indicio, descubría
nuevos pasos. Jamás se equivocaba al observar los delgados surcos de agua azulada que
atraviesan los icebergs, lo cual me hizo pensar que no era la primera vez que el Nautilus
navegaba por los mares antárticos.
Sin embargo, ese mismo día, las heladas llanuras nos interceptaron totalmente el paso. Aún
no se trataba del continente mismo, sino de vastos icebergs detenidos en su movimiento por
la baja temperatura. El submarino penetró como una cuña en la quebradiza masa, que se
partió con un crujido.
Por fin, sin embargo, el 18 de marzo, el Nautilus quedó definitivamente detenido;
estábamos ante una interminable barrera formada por montañas soldadas entre sí. Era el
mar de hielo. El sol apareció un momento, a eso del mediodía, y el capitán Nemo pudo fijar
con bastante exactitud nuestra posición.
A la vista no se notaba la menor apariencia de mar, de superficie líquida. Bajo el espolón
del Nautilus se extendía una dilatada y accidentada llanura, un laberinto de confusas moles
de hielo.
A pesar de todos los poderosos medios utilizados p disgregar las masas de hielo, el
submarino quedó reducido a la inmovilidad. Ahora bien, a quien le es imposible avanzar le
queda siempre el recurso de dar marcha atrás. en nuestro caso resultaba tan imposible, Sin
embargo, avanzar como retroceder, debido a que los canales abiertos se habían cerrado tras
nuestro paso, y a poco que submarino permaneciera estacionado, no tardaría en ver- se
bloqueado.
Lo que ocurrió precisamente a las dos de la tarde, pues el hielo se amontonó en sus
costados con asombrosa rapidez. Debo confesar que la conducta del capitán Nemo
traspasaba los límites de la más elemental prudencia.
En aquel momento estábamos en la plataforma. El capitán, que observaba la situación
desde hacía rato, me dijo:
- ¿Qué le parece a usted eso, señor profesor?
-Pues que nos hemos atascado, capitán.
- ¡Atascado! ¿A qué se refiere?
-A que no podemos ir hacia adelante ni hacia atrás, ni a derecha ni a izquierda.
-¿Así, pues, señor Aronnax, supone usted que no podremos salir del atolladero y que hemos
topado con una enorme dificultad?
-Así es, capitán, porque la estación está ya muy avanzada para poder contar con el deshielo.
-Siempre será usted el mismo, señor Aronnax -re- plicó el capitán en tono irónico-. ¡En
todo ve usted in- convenientes y obstáculos! Pues bien: yo le aseguro que no sólo
saldremos de aquí, sino que saldremos avanzando.
- ¿Hacia el sur
-Sí, señor, hasta el polo.
- ¡Al polo! -exclamé, sin poder reprimir un gesto de incredulidad.
-Sí-contestó el capitán-; al polo antártico, a ese punto desconocido en que cruzan todos los
meridianos de la tierra. Ya sabe usted que hago lo que quiero con el Nautilus. Allí donde
otros han fracasado, yo venceré. Ja- más he paseado mi submarino por regiones tan aparta-
das; pero, se lo repito, continuaremos avanzando por los mares australes, y lo haremos por
debajo.
Había comprendido. Las maravillosas propiedades del Nautilus iban a servirle, una vez
más, en aquella sobrehumana empresa.
Inmediatamente el capitán mandó llamar a su segundo, el cual comprendió en seguida. Y
ambos conversaron en su incomprensible lengua, y fuese porque el subordinado estuviese
prevenido o porque el proyecto del capitán le pareciera realizable, el caso es que no opuso
el menor reparo.
En todo caso, el segundo no se comportó más tranquilamente Conseil cuando le notifiqué el
propósito de avanzar hacia el polo. Un "como usted guste" acogió mi noticia. En cuanto al
canadiense, se limitó a encogerse de hombros.
-Créame, señor Aronnax-me dijo-; tanto usted como el capitán Nemo me inspiran
compasión. Están locos.
-Pero iremos al polo, amigo Ned. Comparto la con- fianza del capitán.
Entretanto, habían dado comienzo los preparativos de la audaz tentativa. Las potentes
bombas del submarino introducían aire en los depósitos, almacenándolo a gran presión. A
las cuatro de la tarde el capitán anunció que iban a ser cerradas las escotillas de la
plataforma.
Diez marineros, provistos de picos, se situaron a am- bos lados del submarino y rompieron
el hielo que lo rodeaba. La operación se hizo con rapidez. Una vez con- cluida,
embarcamos todos, los recipientes se llenaron con el agua que se mantenía líquida
alrededor de la línea de flotación, y el Nautilus empezó a descender.
Instalados en el salón, acompañado por Conseil, con- templamos las capas inferiores del
océano austral, a través del mirador.
Como había previsto el capitán Nemo, a unos trescientos metros de profundidad,
flotábamos bajo la ondulada superficie del mar de hielo. Sin embargo, el Nautilus sguió
sumergiéndose hasta alcanzar una profundidad de ochocientos metros.
-Salvando siempre la opinión del señor -dijo Conseil-, creo que pasaremos.
-Sin duda alguna-contesté convencido.
Ya en mar libre, el Nautilus hizo rumbo al polo directamente.
Durante una parte de la noche, Conseil y yo permanecimos tras la vidriera, atraídos por la
novedad de la situación. Las irradiaciones eléctricas del reflector iluminaban el mar,
completamente desierto. No existían peces en aquellas aguas frías y cautivas.
A las cinco de la mañana, la corredera eléctrica me in- dicó que el submarino había
moderado la marcha. Se re- montaba hacia la superficie, aunque con muchas precauciones.
Mi corazón latió apresuradamente. ¿Emergeríamos al fin, encontrando la atmósfera libre
del polo?
No. Un choque me advirtió que habíamos tropezado con la base del banco de hielo, muy
grueso aún, a juzgar por la gravedad del ruido. Teníamos un techo de hielo sobre nuestras
cabezas.
Durante todo el día el Nautilus repitió varias veces la operación, chocando siempre contra
la muralla por encima de él.
Por la noche no sobrevino cambio alguno en la situación. El hielo comenzó a oscilar entre
cuatrocientos y quinientos metros de profundidad. La disminución era evidente, pero, Iqué
barrera, aún, la interpuesta entre nosotros y la superficie del mar
Yo no apartaba los ojos del manómetro. Continuábamos subiendo, trazando una diagonal, a
la resplandeciente superficie, que centelleaba al fulgor del potente reflector. El hielo iba
cediendo por encima y por debajo, formando dilatadas pendientes y haciéndose más
delgado de milla en milla.
Por fin, a las seis de la mañana del 19 de marzo, se abrió la puerta del salón... y el capitán
se presentó exclamando:
- ¡El mar libre!

CAPITULO 6
EL POLO SUR
En cuanto oí aquellas palabras del capitán Nemo me encaminé apresuradamente a la
plataforma. En efecto, se trataba del mar libre. Dirigí la vista en todas las direcciones
posibles, y pude comprobar que apenas si se divisaban algunos témpanos esparcidos aquí y
allá.
- ¿Estamos ya en el polo? -le pregunté al capitán con el corazón palpitante.
-La verdad es que lo ignoro -me contestó. Al mediodía trataremos de determinar nuestra
posición.
-Es que cree usted lucirá el sol a través de esas brumas?
-Con poco que se aclaren, me bastará...
A unas diez millas del Nautilus, en dirección sur, se elevaba una especie de islote solitario a
una altura de dos- cientos metros. Avanzamos hacia él, pero con extrema prudencia,
teniendo en cuenta que aquel mar podía es- tar sembrado de escollos.
Una hora después llegamos al islote, y pasadas otras dos lo habíamos rodeado por
completo.
Ante el temor de que el Nautilus embarrancara, se hizo alto a unos tres cables de un arenal
que estaba a un costado del islote, dominado por un amontonamiento de rocas. Botamos
una canoa para acercarnos; embarcamos en ella el capitán, dos de sus subordinados,
Conseil y yo. Eran las diez de la mañana, pero Ned Land no había dado señales de vida. Sin
duda no quería retractarse de sus opiniones en presencia del polo sur.
Unas cuantas remadas llevaron al bote hasta la arena, en donde quedó encallado. En el
momento en que Conseil se disponía a saltar a tierra, me apresuré a retenerle.
-Capitán Nemo-dije al comandante del Nautilus-, es a usted a quien corresponde el honor
de ser el primero en pisar este territorio.
-Lo haré, señor Aronnax -contestó el capitán-, pero sepa usted que, si no me niego a pisar
este suelo del polo, es sencillamente porque, hasta el momento, ningún ser humano lo ha
marcado con sus pasos.
Y dicho esto, saltó sobre la arena. Era evidente que se hallaba presa de una gran emoción.
Se encaramó a un picacho y desde allí, cruzando los brazos y con la mirada chispeante,
pareció tomar posesión de todas aquellas tierras australes.
Después de permanecer así durante unos cinco minutos dirigió a nosotros, diciéndome:
-Cuando usted guste, señor Aronnax...
Desembarqué, seguido por Conseil, dejando a los dos marineros en la canoa. El aire estaba
envuelto en espesas brumas que no dejaban ver mucho alrededor, ni menos al sol. En
realidad, aún no sabíamos a ciencia cierta dónde estábamos, y desde luego jamás podríamos
asegurar- nos de estar en el polo sur, si no llegábamos a determinar nuestra posición. Pero,
para eso, necesitábamos al sol.
Cuando me reuní con el capitán Nemo, lo encontré apoyado sobre la saliente de una roca
mirando silenciosamente al cielo. Parecía como impaciente y contraria- do. Pero... ¿qué
otra cosa podía hacer si no era esperar? Aquel hombre, tan audaz como poderoso, no
dominaba al sol de la misma manera que al mar. De pronto se volvió hacia mí para
decirme:
-Aplazaremos nuestra comprobación hasta mañana. Y regresamos al Nautilus envueltos en
un torbellino de nieve.
El temporal de nieve duró hasta el día siguiente, haciendo imposible que nos asomáramos a
la plataforma. El Nautilus, sin embargo, no permaneció inmóvil. Bordeando la costa avanzó
unas diez millas más hacia el sur.
Al otro día, 20 de marzo, cesó la nevada. El frío era un poco más intenso, pues el
termómetro marcaba dos grados bajo cero. Las nieblas se desvanecieron, dándonos la
esperanza de que aquel día podría el capitán Nemo efectuar sus observaciones referidas a
nuestra posición.
Pero nuevamente cambió el tiempo y fue imposible determinar dónde estábamos.
Era una fatalidad. De nuevo se frustraba la observación y de no realizarse al día siguiente,
habría que renunciar definitivamente a conocer nuestra posición.
Comuniqué mi pesimismo al capitán.
-Tiene usted razón, profesor -me dijo-; si mañana no obtengo la altura del sol, no podré
verificar esta posición hasta transcurridos seis meses, por efectos de la noche polar, que
dura exactamente seis meses. En cambio, y precisamente por ser mañana 21 de marzo, si el
sol se hace visible, será posible determinar nuestra posición.
A las cinco de la mañana del 21 de marzo estaba ya en la plataforma. El capitán Nemo se
me había anticipado.
-El tiempo tiende a despejar -me dijo-. Tengo buenas esperanzas. Después del desayuno
bajaremos a tierra para elegir nuestro puesto de observación.
Terminado el desayuno, emprendimos el camino hacia tierra. El Nautilus se había internado
unas cuantas millas durante la noche. Estaba en alta mar, a una legua de una costa
dominada por un agudo picacho de cuatro- cientos o quinientos metros de altura. La canoa
que nos conducía al capitán Nemo, a los marineros y a mí, transportaba también los
instrumentos, consistentes en un cronómetro, un anteojo y un barómetro.
Hacia las nueve atracamos en tierra. El cielo había aclarado, las nubes huían en dirección
sur y las brumas se disipaban sobre la helada superficie de las aguas. El capitán se dirigió al
picacho, en cual parecía querer establecer el observatorio. La ascensión fue penosa.
Dos horas invertimos en alcanzar la cima de aquel pico, mezcla de rocas sólidas y sueltas.
El capitán Nemo, al llegar a la cúspide, calculó con minuciosidad su altura, valiéndose del
barómetro. Poco después, provisto de un anteojo de retículas que con el auxilio de un
espejo corregía la refracción del sol, observó el astro diurno, que trasponía con lentitud el
horizonte siguiendo una diagonal muy pronunciada. El corazón me latía aceleradamente. Si
la desaparición del disco so- lar coincidía con las doce del cronómetro, nos encontrábamos
en el mismísimo polo.
- ¡Las doce! -grité.
- ¡El polo sur! -respondió el capitán, con acento solemne, dándome el anteojo, a través del
cual pude ver el sol cortado en dos mitades exactamente idénticas por el horizonte.
El capitán Nemo apoyó su mano en mi hombro y dijo:
-Nadie hasta hoy ha llegado al grado 99, o sea, el polo sur. Pues bien; hoy, 21 de marzo de
1868, tomo posesión de esta parte del globo, equivalente a la sexta parte de los continentes
conocidos."
¿En nombre de quién, capitán?
-En el mío, profesor-contestó con orgullo.
Y al decirlo, el capitán Nemo desplegó una bandera con una "N" bordada en oro en su
centro.

CAPÍTULO
ESCASEZ DE AIRE
El Nautilus se hallaba completamente rodeado, por lo tanto, de un impenetrable muro de
hielo. Era como si nos encontráramos prisioneros del banco.
Ned Land, al enterarse de nuestra situación, descargó un airado puñetazo sobre la mesa.
Conseil, por el contra- rio, permaneció en silencio. Y yo me limité a mirar al ca- pitán, cuya
fisonomía había recobrado su habitual im- pasibilidad. Estaba cruzado de brazos y en una
actitud meditativa.
El Nautilus permanecía en la quietud más absoluta. El capitán Nemo pareció dispuesto a
decirnos algo.
VEINTE MIL LEGUAS
DE VIAJE SUBMARINO
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162
=
-Señores -dijo con voz reposada-, teniendo en cuenta
nuestra posición, creo mi deber advertirles c te nos puede llegar de dos maneras...
que la muer
Se interrumpió y guardó silencio durante unos segun- dos. Lo miré y pude darme cuenta de
que tenía el aire de un profesor de matemáticas que se disponía a demostrar
un teorema a sus alumnos.
asfixia. La
-La primera de ellas -prosiguió diciendo- consiste en morir aplastados, y la segunda en
perecer por posibilidad de morir de hambre no la considero porque el Nautilus cuenta con
bastantes provisiones.
-La asfixia no creo que sea un peligro tan probable -dije-, desde el momento en que los
depósitos de aire
están llenos.
-Así es -replicó el capitán Nemo-, pero no nos podrán suministrar oxígeno para más de dos
días, debiendo te- ner en cuenta que llevamos treinta y seis horas sumergi- dos. En
resumen, dentro de cuarenta y ocho horas ha- bremos agotado todas nuestras reservas.
-Está bien, capitán... En ese caso, tratemos de hacer lo que sea antes de ese tiempo.
-Lo intentaremos, por supuesto, aunque sólo sea tra- tando de perforar la muralla que nos
rodea.
-¿Y por qué parte va a intentarlo? -le pregunté.
-Eso lo decidiré después que haya realizado un son- deo. Mi idea es varar al Nautilus sobre
el banco inferior, y

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entonces varios de mis hombres, provistos de escafandras, cavarán el iceberg por su parte
menos consistente.
pondré manos a la obra y a sus órdenes,
-Pues yo me capitán -dijo Ned.
-Muy bien.
Y así en efecto se hizo. Antes de proceder a la perfora- ción de las murallas, el capitán
ordenó practicar unos cuan- tos sondeos, a fin de garantizar la máxima eficacia para el
esfuerzo de todos los que iban a trabajar. Terminados los sondeos, casi toda la tripulación,
provista de trajes especiales y escafandras, se puso a cavar.
En vez de excavar en torno a la nave, el capitán Nemo hizo trazar la extensa fosa a ocho
metros de la banda de estribor. Seguidamente, los marineros taladraron al mis- mo tiempo
en diferentes puntos.
Después de dos horas de incesante y brioso trabajo, Ned Land se retiró rendido por el
esfuerzo, lo mismo que el res- to de los marineros. Pero el capitán había preparado turnos
de trabajo, así es que aquellos fueron prontamente reem- plazados por nuevos operarios,
entre los que figuramos Conseil y yo, dirigidos ahora por el segundo del Nautilus.
El agua me pareció muy fría, pero el manejo de la pi- cota me provocó una pronta reacción.
Mis movimientos eran muy sueltos, a pesar de producirse bajo una presión de treinta
atmósferas.
Dos horas después volví al submarino para reponer fuerzas y descansar un poco. Su
ambiente interior empe-
WEINTE
MIL LEGUAS
DE VIAJE SUBMARINO

zaba a notarse cargado de anhídrido carbónico. Ahora bien, en doce horas sólo habíamos
rebajado un metro de la superficie delimitada. En el supuesto que efectuára- mos el mismo
trabajo cada doce horas, precisaríamos de cinco noches y cuatro días para rematar la tarea,
lo cual
sería apenas suficiente.
Al día siguiente reemprendí el trabajo de minero, ahon- dando el quinto metro. Las paredes
laterales y la base del banco engrosaban visiblemente y se juntarían antes de poder romper
aquel círculo de hielo. Apenas quedaban diez metros de agua de popa a proa. La
congelación gana- ba terreno por todos lados. Pues si bien angostábamos el hielo al cavar,
por el frío que. hacía siempre había más agua congelándose, haciéndose inútiles gran parte
de nuestros esfuerzos. Y apenas sí disponíamos de aire para un par
de días más.
Al llegar la noche se había excavado otro metro de zan- ja. Cuando volví a bordo
estuvieron a punto de asfixiar- me las emanaciones de anhídrido carbónico de que se
hallaba saturado el aire. Aquella misma noche el capitán hubo de abrir las puertas de los
depósitos y dar salida a algunas columnas de aire puro. Sin semejante precau- ción no
habríamos despertado.
Al día siguiente, 26 de marzo, reanudé el trabajo. Las paredes laterales y la base del banco
de hielo engrosaban rápidamente. Era indudable que se juntarían antes de que el Nautilus
lograra salir de aquel cerco de hielo. La deses- peración me asaltó por un momento. ¿Para
qué continuar cavando si había de perecer ahogado, estrujado por aquella suplicio masa de
agua convertida en piedra, víctima de un que ni la ferocidad más salvaje hubiera ideado?
JULIO

En aquel momento, el capitán Nemo, que dirigía el trabajo, pasó a mi lado. Le toqué con la
mano y le señalé las paredes de nuestra prisión. El muro de estribor había avanzado a
menos de cuatro metros del casco de la nave.
El capitán
me comprendió y me hizo señas de que le Volvimos a bordo, nos quitamos las escafandras
y pasamos al salón.
siguiera.
-Señor profesor -me dijo-, hay que apelar a cualquier recurso si no queremos morir
emparedados entre los hie- los, como en un bloque de cemento.
-Es cierto -contesté-; pero ¿qué hacer?
-No podemos contar con la ayuda de la naturaleza, a la sino con nuestros propios medios.
Hay que oponerse a solidificación. Ya no sólo se va estrechando la distancia entre las
paredes laterales, sino que apenas quedan tres metros de agua a proa y a popa del Nautilus.
-¿Para cuánto tiempo tenemos aire en los depósitos?
-Pasado mañana estarán vacíos -dijo.
El capitán Nemo permaneció pensativo unos instan tes, silencioso, inmóvil. Una idea
parecía agitar su men- te. Al fin escaparon las palabras de sus labios.
-Estamos encerrados en un espacio muy reducido. ¿No cree usted que si las bombas
arrojaran constante- mente chorros de agua hirviendo elevarían la tempera- tura de ese
medio y retrasarían la congelación? Tal vez así podemos salvarnos.
DE VIAJE SUBMARING
VEINTE MIL LEGUAS

166
-Probémoslo -dije resueltamente.
El termómetro marcaba siete grados bajo cero en el exterior. El capitán Nemo me condujo
hacia las cocinas del Nautilus, donde funcionaban los aparatos destiladores que proveían de
agua potable por evaporación. Se llena- ron de líquido y se concentró todo el poder calórico
en las pilas a través de serpentines. A los pocos minutos el agua llegó a los cien grados.
Entonces se encauzó hacia las bombas, mientras el agua fría penetraba de nuevo en los
receptáculos a medida que brotaba la caliente. Así, a las tres horas logramos llegar a seis
grados bajo cero, pero durante la noche la temperatura alcanzó a un grado. No pudo
elevarse más. Sin embargo, como la congelación del agua no se produce hasta los dos
grados bajo cero, me tranquilicé un poco a este respecto.
Al día siguiente se habían vaciado ya seis metros de zanja. Tan sólo faltaban cuatro, pero
que representaban cuarenta y ocho horas de trabajo. La atmósfera de la nave ya no podía
renovarse. A las tres de la tarde, la sensación de angustia que me dominaba llegó a su
límite.
En tan intolerable situación, general a todos nosotros, icon qué precipitación, con qué
alegría nos embutíamos las escafandras para reemprender el turno de trabajo! Los brazos se
cansaban, las manos se desollaban, pero ¿qué importancia tenían aquellas fatigas, qué
significaban las heridas? El aire vivificante entraba en los pulmones. ¡Se alentaba, se
respiraba!
Sin embargo, nadie prolongaba la tarea más allá de los límites fijados. Terminada la labor,
cada cual entregaba a sus jadeantes compañeros el depósito de aire que debía
JULIO
VERNE

16/
transmitirles vida. El capitán Nemo daba ejemplo como ninguno, siendo el primero en
someterse a la rígida disci- plina, sin denotar el menor desaliento, sin formular la más
leve queja.
A los seis días de dura labor, el capitán Nemo, consi- derando muy lenta la obra de los
picos, decidió atravesar de una vez la congelada capa que nos separaba de la masa líquida.
Aquel hombre conservaba la serenidad y la ener- gía. Pensaba, combinaba, se movía.
El submarino fue aligerado, y extraído de la masa de hielo mediante un cambio de su centro
de gravedad. Una vez a flote, fue tirado por la marinería hasta colocarlo exac- tamente
encima de la zanja abierta a la medida de su perímetro. Luego se llenaron los depósitos y el
submari- no descendió.
Seguidamente, toda la tripulación se trasladó hacia el interior de la nave. El Nautilus flotaba
en aquel momen- to sobre una capa helada que apenas medía un metro de espesor, y que
estaba agujereada en varios sitios por la sonda.
Todos aguardábamos, expectantes, olvidando los su- frimientos y conservando aún la
esperanza. Nos jugába- mos entre la vida y la muerte.
A pesar de los zumbidos que resonaban en mi cabeza, percibí ciertos estremecimientos bajo
el casco de la nave. poco tiempo se produjo un desnivel. El hielo crujió de un modo raro, y
el submarino empezó a resbalar.
ΑΙ
-¡Pasamos! -murmuró Conseil a mi oído.
VEINTE MIL LEGUAS
DE VIAJE SUBMARINO

168
No pude contestarle. Tomé su mano y la apreté. De pron- to, arrastrado por el exceso de su
carga, el submarino se hundió en las aguas como una bala, es decir, cayó como
si descendiera en el vacío.
A los pocos minutos se detuvo la caída, cambiándose en ascenso. La hélice, girando a toda
velocidad, hizo re- tumbar el casco hasta en sus remaches y nos impulsó hacia
el norte.
Pero ¿cuánto tiempo se prolongaría la navegación bajo el banco de hielo hasta encontrar
mar libre?
Consulté el manómetro: sólo estábamos a seis metros de la superficie. Sólo nos separaba
del oxígeno un débil campo de hielo. Muy poco, pero tal vez demasiado.
¿Lograríamos romperlo? De cualquier modo, el Nautilus iba a intentarlo.
Advertí que la nave adquiría una posición oblicua, le- vantando el espolón. La entrada de
una corriente de agua había sido suficiente para romper su equilibrio. Después, impulsado
por su potente hélice, embistió por debajo al iceberg, como un cohete formidable,
perforándolo poco a poco. Hizo marcha atrás para repetir su embestida a toda velocidad,
hasta que, impulsado por un supremo arranque, se lanzó contra la capa de hielo que cedió a
su empuje.
Se abrió, o mejor se forzó la escotilla y el aire puro entró a oleadas en todos los rincones del
submarino.

CAPÍTULO
9
LOS PULPOS
No tardamos mucho en recuperar nuestras fuerzas y, al mirar a mi alrededor, consciente ya,
pude advertir que estábamos solos en la plataforma, a donde no había sali- do ni uno solo
de los tripulantes del Nautilus. ¡Ni siquie- ra el capitán Nemo!
Al parecer, los extraños marineros de la nave se confor- maban con el aire que debía haber
comenzado a circular en el interior, desechando el deleite de respirar la maravi- llosa brisa
marina.
Era impredecible lo que el capitán Nemo iba a hacer aho- habiendo descendido por ra,
aunque todo indicaba que, el Atlántico, se dirigiría ahora al anchuroso océano que
LEGUAS
DE VIAJE SUBMARINO

baña las costas de Asia y América. De esta forma com- pletaría su vuelta al mundo
submarino, regresando a los mares en que el Nautilus podía navegar con mayor liber- tad.
Ahora bien, si volvíamos al Pacífico, en qué iban a quedar los planes de escapatoria de Ned
Land?
Pronto sabríamos a qué atenernos. El Nautilus nave- gaba rápidamente, de forma que no
tardó en franquear el círculo polar, poniendo proa en dirección al cabo de Hornos, a cuya
altura llegamos el día 31 de marzo, a las siete de la tarde.
Como el capitán Nemo no había vuelto a aparecer por la plataforma, la tarea de fijar la
posición del submari- no era realizada por el segundo de a bordo. De esta for- ma pude
comprobar que, ya en el cabo de Hornos, nos dirigíamos hacia el norte, pero por la ruta del
Atlántico. Como es lógico, me apresuré a informar el resultado de mis observaciones al
canadiense y a Conseil.
-En efecto, la noticia es buena -reconoció Ned-, pero ahora nos falta por saber hacia qué
punto exactamente se dirige el Nautilus.
-Creo
tiempo...
que no lo podremos saber hasta que pase cierto
-Porque supongo -prosiguió diciendo el canadiense que ahora no se le ocurrirá al capitán
Nemo llevarnos al polo norte y regresar al Pacífico
noroeste...
el famoso por
paso
del
-No lo diga usted muchas veces... por si acaso -dijo Conseil, en tono supersticioso.
ERNE

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