La Ultima Bruja de Escocia - Judith Torquemada Min
La Ultima Bruja de Escocia - Judith Torquemada Min
La Ultima Bruja de Escocia - Judith Torquemada Min
1770
Mañana
Era imposible ofrecer pruebas definitivas que demostrasen que una mujer
no era una bruja. Así comenzaba la última carta que habían recibido. Lìosa
sostenía el papel en alto, ella misma incorporada. Dirigía miradas, a medida
que avanzaba en la lectura, a las mujeres que conformaban el círculo. Lìosa
había aprendido a leer pronto y cuando lo hacía para todas proyectaba la
voz con una facilidad admirable. Era toda una narradora.
Su familia y ella habían abandonado las Tierras Altas hacía ya más de
veinte años pero, mientras que sus padres y sus hermanos mayores no se
habían desprendido del marcado acento del Norte que trajeron consigo,
Lìosa había crecido con otros sonidos a su alrededor, así que para muchos
era más una chica de esa orilla del mar que una chica del pueblo que había
abandonado. Pero era del Norte, como lo había sido la madre de Cassandra.
Cassandra colocó las manos sobre el ejemplar de la Biblia que
descansaba en su regazo. Notaba sus pensamientos distraídos, vagando en
diferentes e irreconciliables direcciones. Por un lado, el encuentro con
Daniel le había provocado sensaciones que rozaban lo desagradable cuando
se decía que formaban parte de deseos irrealizables. Por otro lado, el último
encuentro con Walter le había dejado de lo más inquieta, preguntándose si
debía advertir a su hermano, tal vez incluso a Daniel, de las intenciones de
su cuñado, o si por el contrario debía dejarlo estar, no inmiscuirse más de la
cuenta.
Y ahora estaba allí, y Lìosa recitaba un caso más de una mujer más que
había terminado sus días en la hoguera por… ¿Cuál era la acusación en esa
ocasión?
— Hechizar a su vecino para que mantuviese con ella… —Lìosa
carraspeó—. Bueno, no lo expresa con demasiada claridad, pero se refiere a
relaciones íntimas.
Cada vez recibían más cartas de mujeres que provenían de todos los
rincones de Escocia. Habían iniciado esa cadena de correspondencia
después de lo que había sido una inocente conversación entre Cassandra,
Lìosa y Hariet. Se encontraban en los festejos del pueblo, tres años antes.
La hoguera ardía en el centro de la plaza, para conmemorar y sobre todo
para protegerse de la llegada del invierno, del paso de la luz a la oscuridad,
de esos días cortos y esas noches largas que comenzaban. Cassandra
observaba las llamas ascender al cielo y en cada una de ellas creía ver a la
mujer arrodillada frente al mar de su infancia. Había hablado de ella con
Sarah en alguna ocasión, pero en lo que respectaba al resto… Era su
pequeño secreto, su secreta condena, esa mujer, las plegarias que imaginaba
y su tristeza.
Esa noche de festejos, Lìosa la tomó de la mano cuando vio que lloraba.
— ¿Qué pasa, Cassie?
Atrapó la lágrima antes de que resbalase por su barbilla y buscó a su
esposo entre la multitud. Edmund charlaba, ajeno a su presencia, con dos
hombres. El matrimonio se había unido a las festividades porque, decía El
Inglés, los hombres eran más dados a los negocios cuando estaban
contentos, y no le importaban más que sus negocios.
Cassandra habló esa tarde, por primera vez con Lìosa y Hariet, de la
mujer que había poblado las pesadillas y los sueños de su infancia. No
podía dejar ir su tristeza, les explicó, sentía que esa tristeza contenía la
tristeza de otras muchas mujeres. Sentía que aquella había sido la última
bruja de Escocia.
Resultó que Lìosa también pensaba en ellas. Quizá no tanto como
Cassandra, pero ciertas noches en las que no podía dormir se imaginaba a sí
misma gritando en una hoguera.
— No sé cuál es la razón de esas pesadillas —confesó—. Es como si
sintiera muy adentro que es un destino que me pertenece, o que me hubiera
pertenecido. Al que pertenezco.
Resultó que Hariet también se había quedado conmocionada, durante su
infancia, con esa mujer que había aparecido un día en el pueblo para
arrodillarse frente al mar. Fue entonces cuando descubrió que una
antepasada directa, la madre de su abuela, había acabado sus días entre
llamas, tildada, como tantas otras, de bruja.
— ¿De qué se la acusaba?
— Mi madre no tenía por costumbre hablar de ello. —Hariet bajó la
cabeza; había fallecido dos años atrás—. Pero una vez me dijo que su
pecado había sido negarse a obedecer.
— ¿Cómo se llamaba? —preguntó Cassandra.
Su amiga la observó en silencio unos segundos antes de responder:
— No lo sé.
Cassandra miró de nuevo hacia la hoguera. Les quitaron incluso los
nombres, reflexionó en ese momento. También pensó que algún día
querrían conocerse todos esos nombres de todas esas mujeres malogradas, y
que algún día alguien tendría que pedir perdón por aquellos crímenes.
No fue hasta meses más tarde cuando esa primera idea se convirtió en
algo más que una idea. Comenzó con una carta dirigida a ese antiguo
pueblo de Lìosa. Cuántas historias de brujas se contarán en el Norte, se
preguntaba entonces.
Años más tarde sabía que habían sido cientos las mujeres que habían
muerto en las hogueras, porque cada semana llegaban nuevas cartas, nuevas
historias. Algunas se repetían. Algunas se conocían en rincones distantes
entre sí. Esas mujeres tenían nombre, incluso apellido. Eran brujas que
habían permanecido en la memoria colectiva.
La mayoría, sin embargo, eran mujeres anónimas, sólo recordadas por
descendientes tardíos, o por mujeres como Cassandra, que encontraba en
ese pasado una parte de quien era en el presente.
Tantas mujeres. Por qué tantas mujeres.
— ¿Cassie?
Despertó del trance al escuchar su nombre. Lìosa, Hariet y Sarah, las tres
la miraban. Se encontraban en casa de esta última. Habían cambiado su
lugar de reunión tiempo atrás, cuando el esposo de Sarah, como el hermano
de Cassandra, había empezado a ausentarse por sus viajes relacionados con
ese comercio del lino que tantas alegrías estaba proporcionando a la región.
Ahora se reunían en esa casa en las afueras del pueblo, sintiendo una mayor
intimidad, rodeadas de granjas y extensiones de tierras de labor que
propiciaban que ese mar ante el que arrodillarse se sintiese un poco más
lejos.
Los rumores sobre esas cuatro mujeres habían empezado a circular, pero
el discurso oficial había sido que se reunían para leer la Biblia, una
actividad que nadie en su sano juicio podría reprochar, aunque no hubiese
hombres involucrados, y que tampoco nadie se atrevía a poner abiertamente
en entredicho. Cassandra dio un par de golpecitos a su ejemplar.
— Disculpad —susurró—. ¿Qué decíais?
Lìosa trató de retomar el asunto, pero Sarah alzó la mano, todavía
mirándola.
— ¿Estás bien, Cassie?
Sarah era su amiga más antigua y, a pesar de la gran relación que le unía
a Lìosa y Hariet, la más íntima. De edades semejantes, sus casas familiares
no se encontraban muy lejos la una de la otra, así que habían compartido
parte de su vida. Sarah había trabajado en el campo desde bien pequeña, y
las tierras de su familia quedaban lejos de la tierra de Stuart Burns, por lo
que no se veían tan a menudo como les hubiera gustado, pero siempre que
se encontraban se escapaban juntas. Así habían llegado a desarrollar la
confianza que otorga haberse lanzado barro la una a la otra, algo impropio
de dos señoritas, cuando todavía podían contar su edad con los dedos de las
manos. Eso es algo que une de por vida. Confiaba en ella más de lo que
confiaba en nadie, con la única excepción de Lìosa y Hariet.
— ¿Quieres hablar de…? —comenzó Hariet, pero se detuvo ahí.
Cassandra se encogió de hombros.
— Estoy bien —dijo al principio por toda respuesta. Después se obligó a
relajar su postura y ofrecer la comunicación que pedían sus amigas—. No
tengo que fingir con vosotras, así que puedo deciros que, por encima de
cualquier otra emoción, siento alivio.
— Desde luego que sientes alivio, Cassie. Ese malnacido no va a ponerte
nunca más una mano encima.
Lìosa y su habitual ferocidad. Cassandra casi sonrió.
— No soy capaz de conciliar el sueño y cuando lo consigo es para
perderme en pesadillas. —Hizo una pausa—. Seguramente las conserve de
por vida.
— En un tiempo te sentirás más tranquila, Cassie —aseguró Hariet.
— ¿Qué se sabe? —preguntó Sarah.
— Nada, por el momento. Al menos, nada que su hermano quiera
compartir conmigo.
Un sonido procedente del exterior las indujo al silencio. Poco a poco, la
puerta se entornó y la más pequeña de las cabezas se asomó por el espacio
creado.
— ¿Sarah?
Cassandra sonrió ante esa voz: se trataba de la hermana pequeña de su
amiga.
— ¿Connie? Pasa, ¿qué ocurre?
Connie entró con timidez. Las manos en la espalda, una sonrisa a medio
hacer.
— Madre pregunta si mañana podrías acompañarnos al mercado. Y si
podrías traer la cesta que Robert hizo para nosotras.
— Claro que sí, hermana.
Connie asintió.
— Vale, bueno, pues, ¡adiós!
Connie era la hermana pequeña de Sarah. Tenía diez años, catorce menos
que Sarah y Cassandra. Estaba en edad de empezar a explorar sola el pueblo
y aprovechaba cualquier ocasión que se le presentaba para visitar el hogar
de su hermana. Sarah no conseguía concebir, y empezaba a sentirse muy
disgustada por ello, así que agradecía su compañía.
Cassandra hacía tiempo que había renunciado a esa posibilidad. Tal vez
ni siquiera fuese ya una posibilidad. Dudaba, incluso, de que alguna vez lo
hubiese sido; tal vez su cuerpo, en una inmensa demostración de rebeldía,
se había rebelado contra esa razón de ser que algunos atañían a las mujeres.
O tal vez, después de todo, se había estropeado a sí misma con brebajes y
remedios y rituales y rezos para no llevar dentro al hijo de Edmund. Al
principio lo había hecho por sí misma: era demasiado joven, no se sentía
preparada para ser madre, se sentía abrumada y desgraciada. Después lo
había hecho por él. No iba a entregarle un hijo al demonio, ni iba a entregar
una criatura indefensa a ese mundo lleno de peligros.
¿Cómo sería el mundo cuando Connie alcanzase la edad adulta? ¿Cómo
sería el esposo que le tocaría para acompañar sus días? ¿Sería amable y
pasional, como Liam? ¿Sería de una brutalidad afable, como Robert? ¿Sería
como Edmund? ¿Seguirían las mujeres, catorce años en adelante,
necesitando un marido al que pertenecer, un esposo que las tomase en
propiedad y guiase su vida?
¿Cuántos nombres de brujas se conocerían?
— ¿Por dónde íbamos? —preguntó, recordando su propia guía de vida.
Después recordó la pregunta que le había surgido al comenzar aquella
última carta—. ¿Cómo podían defender su inocencia si es, en efecto,
imposible ofrecer algún tipo de prueba que demuestre que una mujer no es
una bruja? ¿No se trataba, más bien, de una creencia, de algo en lo que
deseaban creer?
— Por no hablar de lo que tantas refieren: que ni siquiera podían
defenderse —dijo Sarah—. Dijesen lo que dijesen, si eran señaladas casi
con total seguridad terminarían condenadas. No importaban las pruebas. —
Hizo una pausa—. Es como si necesitasen llenar esas hogueras.
— De mujeres inocentes —añadió Lìosa.
— Pero… ¿Por qué? —preguntó de nuevo Cassandra.
Las cuatro callaron. Por qué tantas, tantas, tantas mujeres.
Capítulo 6
Esa misma tarde, Cassandra desoyó los consejos de un hombre para acudir
al encuentro de otro.
Sabía que encontraría a Daniel en casa. No quedaba mucho para que
empezase a oscurecer, así que los tres estaban allí: Daniel, Andrina y
Ramsay. La mujer compartió con ella un fuerte abrazo y también el hombre,
después de superar unos instantes de cierta confusión, al fin y al cabo
llevaba años sin tratar con ella, la estrechó entre sus brazos con fuerza.
Cuando Cassandra se volvió para observar a Daniel, este contemplaba la
escena con gesto serio, casi se diría que severo. Le pidió conversar en
privado.
En esa casa no había privacidad, por supuesto, por lo que salieron a
enfrentarse al frío exterior. Daniel cerró la puerta tras de sí y echó a andar
sin mediar palabra. Cassandra lo siguió hasta que este se detuvo, a la
entrada de uno de los senderos que conducían a la playa.
— Estás molesto —advirtió Cassandra—, pero no sabría decir si te
molesta mi presencia o que me tome la libertad de…
— No deja de sorprenderme verte aquí, eso es todo.
— No, eso no es todo.
Se miraron. Recordaría siempre aquella mirada como la mirada que
reflejó por primera vez toda la tristeza que guardaba dentro Daniel. Quiso
tomar su rostro y acariciarlo, consolar ese corazón que Liam había pintado
lleno de pesares para ella.
Quizá se había equivocado al ir en su búsqueda, pero una inquietud se
había instaurado en su pecho y no le había dejado tranquila ni un instante
desde que su hermano se había marchado. Sus reflexiones, sus sospechas, la
intranquilidad transmitida… Si Liam apuntaba en la dirección de Daniel
con semejante contundencia a pesar de conocer su noble corazón, entonces
podría ser fácil determinar por alguien que no lo conociera que era el
principal sospechoso del crimen, y Cassandra no podía permitir eso.
— ¿Qué necesitas?
— Necesito que seas sincero, que cuentes la verdad. Creía que eras
consciente del peligro al que te expones, pero ya no estoy del todo segura.
Daniel ladeó la cabeza.
— No sé si te entiendo.
— Tu prometida debe decir la verdad, Daniel, antes de que cualquier
sospecha que pese sobre ti se haga más grande. —Para cuando Cassandra
terminó de decir aquello, él ya le había retirado su mirada—. Comprendo a
lo que se expone si su familia descubre vuestros encuentros, pero, aún más,
ella debe comprender a lo que te expones tú.
— Cassandra, no he hecho nada, ¿de acuerdo? Yo no fui.
— Ya lo sé, Daniel, no es eso lo que estoy poniendo en duda.
— Me pides que sea sincero. Es lo que estoy haciendo: ser sincero.
— Te pido que seas sincero, pero no conmigo. Con Drummond, con
Walter. Por favor —suplicó—. Empiezo a temer que tenga consecuencias
graves para ti.
— No he cometido ningún crimen —repitió.
Cassandra comprendió que era la única defensa a la que podía recurrir:
su palabra, su sinceridad, su honor. Daniel estaba convencido de la clase de
persona que era y creía que con eso bastaba para librarse de cualquier
enjuiciamiento. Pero no bastaba, no en esas circunstancias. Dio un paso
hacia él.
Cielo santo, ardía en deseos de tomar ese rostro entre sus manos y
contemplar esos ojos azules tan cerca como fuese físicamente capaz. Apretó
los puños y los pegó a su cuerpo, imaginando una cadena invisible en torno
a ella que frenase ese impulso.
— Lo sé, te aseguro que lo sé. Necesitamos que ellos lo sepan tamb…
— ¿Necesitamos?
Daniel volvió a mirarla. Cassandra había visto ese azul antes. En el mar,
en los días en los que las aguas estaban en calma. En ciertos tonos del cielo,
en los días despejados.
Sacudió la cabeza. No podía pensar con claridad.
Tenía que hacerlo. Se cuadró.
— Si no hablas tú con Lewis Drummond, lo haré yo —sentenció.
Esos eran los límites de los que hablaba Liam. Sabía que aquello
enfadaría a Daniel, que lo alejaría de ella, ese dominio que Cassandra
pretendía ejercer sobre su vida. Estaba siendo el hombre de los dos,
tomando decisiones en su nombre. Estaba haciendo con Daniel lo que
tantos habían querido hacer con ella. Lo estaba forzando a que actuase en
contra de sus deseos, creyendo que sabía, mejor que él, lo que debía hacer.
«Pero es que lo sé». Y alzó la cabeza.
— Me prometiste no entrometerte —dijo él, a modo de lamento—. Te lo
pedí, Cassandra. No han transcurrido ni cinco días desde esa conversación.
Promete que dejarás que sea yo quien lo solucione, te dije, y tú respondiste:
te lo prometo.
— Y tú prometiste, mucho antes, que ibas a hacer todo lo posible por
zanjar cualquier tipo de sospecha sobre tu persona y, sin embargo, aquí
estamos: discutiendo porque no quieres contar la verdad.
— No hay ninguna acusación.
— La habrá.
— ¿Cómo estás tan segura?
— ¡Porque hasta mi hermano sospecha de ti, Daniel!
Su expresión viró hacia el desconcierto.
— ¿Liam?
Cassandra cerró los ojos.
— Sin juicios de por medio —dijo, todavía sin mirarlo—, solo cree que
no te faltan razones. Que él, de ser tú, lo habría hecho. Yo sé que no fuiste
tú. —Dio otro paso hacia adelante, elevó la mano a la altura de su pecho y
la dejó ahí, sin atreverse a posarla—. Lamento mucho tener que colocarte
en esta posición, Daniel, pero estoy aterrada. De pronto, estoy aterrada.
Siento que va a sucederte algo.
Daniel avanzó un paso. Estaban tan cerca. Tan cerca que cuando él subió
los brazos, mucho antes de que decidiera tomarla con ellos o no, ya la había
tocado. Colocó las manos sobre los hombros de Cassandra y alargó los
dedos para rozar su cuello. Lo acarició.
— Cassie, no va a sucederme nada porque no he cometido ningún
crimen —repitió, pero Cassandra pensó que en esa ocasión lo hizo para
convencerse a sí mismo—. No puedes involucrarte. Te lo estoy pidiendo. Si
lo haces, si hablas con Drummond… todo se complicará.
Cassandra le retiró la mirada, tratando de buscar, lejos de esos ojos, un
sentido para todo aquello. ¿De qué modo podría complicar que Cassandra
contase la verdad? De acuerdo, esa verdad no le pertenecía, pero tanto daba
que la transmitiese ella como su prometida mientras fuese transmitida.
Dioses, no podía pensar en ella, en esa otra mujer…
Se alejó un paso y las manos de Daniel cayeron. Cuando volvió a
mirarlo, lo entendió.
— Estás mintiéndome.
— ¿Cómo?
— No estás siendo sincero. —Daniel no dijo nada—. ¿Dónde estabas esa
tarde?
— Ya te he dicho dónde estaba.
— Pero no es verdad. Me has mentido.
Y lo veía, lo veía en sus ojos. La veía en sus ojos: la mentira.
— No tienes ningún derecho a… juzgarme. Ni tampoco a pedirme
explicaciones. Ni siquiera a pedirme que me cuide, Cassandra, ni siquiera a
mostrarte así de preocupada —continuó, evitando que lo interrumpiera,
asestando el golpe por el que Cassandra se pensaría dos veces el intervenir
—. No tienes ningún derecho. Contarte o no la verdad, ser o no sincero, es
algo que me corresponde decidir a mí.
Llevaba razón. No tenía ningún derecho a hacer aquello. No era solo que
no tuviese derecho a controlar sus actos, o a reclamar la verdad; se trataba,
también, de que no tenía derecho a mostrar de manera abierta su
preocupación, no después de tanto tiempo.
Así que eso era todo, en eso iba a consistir su vida a partir de ese
momento: en esperar que Daniel no terminase en la horca sin poder hacer
nada por él. En respetar sus decisiones y su espacio como él había respetado
el de ella cuando así se lo pidió.
— De acuerdo —consiguió decir, al fin.
Se abrazó a sí misma, de pronto era muy consciente del frío que hacía,
de que la noche empezaba a caer sobre el pueblo y de que aún le esperaría
un camino hasta su casa.
— Lamento haberte molestado —dijo, y lo sentía con sinceridad.
Se sentía mal de un modo que le costaría esclarecer, concretar.
— No se trata de eso.
— Lo entiendo, de veras. Comprendo que no debería entrometerme ni lo
más mínimo. Es solo que me está superando el sentir que esto podría
hacerte… —Pero calló, porque él ya había dejado clara su postura. La
preocupación que Cassandra sentía o dejaba de sentir, debía guardarla para
sí—. No importa.
— Deberías hablar con tu padre, Cassie.
El enfado en los ojos de Daniel había desaparecido. En su lugar, sólo
quedaba esa tristeza velada, creyó ver también cariño, una pizca de
preocupación.
— Es la segunda vez que insinúas que mi padre podría estar en
problemas.
— Es que no sé si…
Daniel cambió el peso de su cuerpo, de un pie a otro. Cassandra debatió
consigo misma. Pedirle esa verdad, una verdad que involucraba a su padre,
¿era cruzar los límites del tiempo y la distancia? Se mantuvo a la espera.
El silencio era brutal en ese punto del pueblo, en los límites de las calles,
de las casas, de la humanidad. Solo el mar de fondo, el viento que hacía rato
se había levantado, la respiración de Daniel, nada más. La noche seguía
cayendo.
— Mi padre me contó… —Daniel suspiró una última vez antes de
animarse con aquella verdad—. El día que asesinaron a… tu esposo —
masticó esas dos palabras—, durante los festejos del pueblo, nuestros
padres estuvieron conversando largo rato. Los vi de lejos, me pareció que
estaban alterados. Pregunté a mi madre por ellos, pero dijo algo de asuntos
del campo, y en realidad ya sabes cómo pueden llegar a ponerse. Lo dejé
estar —carraspeó—, pero al día siguiente pregunté a mi padre por ello. Y
me dijo que…
Daniel miró a Cassandra, pero después bajó la cabeza.
— ¿Qué te dijo?
— Lo último que deseo es hablar de esto, traer el pasado hasta el
presente, no quiero… No quiero que hablemos de ello. —Volvió a mirarla
—. Promételo, pero que esta sea una promesa de las que cumples.
— Lo prometo.
Cassandra, en ese momento, sólo pensaba en su padre. Daniel suspiró.
— Tu padre no está llevando bien mi compromiso. Se siente culpable.
Siempre se ha sentido culpable, creo, eso cree mi padre también, pero
ahora… —Negó con la cabeza—. Yo mismo le di la noticia. Sé que no
tendría por qué haber sido así, pero me siento de alguna manera parte de
vuestra familia, y creía que… Bueno, que era lo que debía hacer. Me
pareció, ya ese día, que no se lo tomó bien. No porque considerase nada
malo de mí, sino… Por sí mismo, ¿comprendes? —Cassandra asintió—.
Esa mañana, conversando con mi padre… Me dijo lo mismo.
»La tarde anterior, esa conversación que yo había visto de lejos…
Estaban hablando de todo lo que sucedió, de todo lo que nos pasó. Hablaron
de la unión entre nuestras familias, del futuro tan diferente que podríamos
haber tenido. Stuart estaba contento por mí, pero también infeliz por ti, por
lo que… nos hizo.
»Tu padre no está bien, Cassie. A veces bebe demasiado. Esa tarde bebió
demasiado. Mi padre dice que de veras no podía con la culpa de haberte
arrebatado… todo lo que nos quitó. Lo acompañó a casa, incluso entró con
él. Quería asegurarse de que se acostaba decentemente, de que no seguiría
bebiendo. Me contó que no paraba de hablar sobre… hacer algo. Sobre una
segunda oportunidad, sobre alejarte de esa vida. No paraba de repetir que
ese malnacido te golpeaba y que él no estaba haciendo nada.
»Mi padre me lo contó a la mañana siguiente preocupado por Stuart, por
la forma en la que se estaba sintiendo y por cómo podía afectar a su relación
contigo. Estaba preocupado por ti, hablamos mucho sobre… Bueno, sobre
todo esto. No sabíamos lo que había pasado, nos enteramos horas después.
Padre acudió corriendo a vuestra casa. Después me contó que encontró a
Stuart tranquilo, sentado a la mesa de la sala, pelando patatas. Cuando le
preguntó por lo sucedido, se encogió de hombros y dijo… Supongo que por
fin alguien ha hecho algo.
Cassandra lo miró con la boca abierta. Después se cubrió el rostro con
las manos.
— Esto es una pesadilla. Esto es una pesadilla, necesito despertar.
— Cassie…
Daniel llevó una mano hasta su nuca y la acarició. Despacio, la condujo
hasta su cuerpo, donde Cassandra encontró el refugio añorado. Descansó la
cabeza en su pecho y cerró los ojos.
— Siento la preocupación que te he generado, pero… Tienes que
entender que no es por mí por quien debes estar inquieta. —La tomó del
rostro y lo alzó hasta que sus ojos se encontraron—. Lamento lo que he
dicho antes.
Cassandra podría haberse desvanecido allí mismo. Apoyó las manos en
el pecho de Daniel, se aferró a la lana con la que cubría su piel y la estrujó
entre sus dedos hasta hacerse daño. Daño porque no era su piel lo que
estaba tocando. Se dejó caer de nuevo sobre él. La rodeó con los brazos y
apoyó la mejilla en su frente. Lo escuchó suspirar.
— Te extraño tanto, Daniel.
Lo dijo sin pensar. Él no dijo nada, pero se tensó, todavía abrazando a
Cassandra. Aquel podía llegar a ser el último abrazo que compartieran, así
que lo rodeó ella también, con los brazos, a la altura de la cintura, y apoyó
las manos en su espalda.
Cuánto había crecido, lo podía notar en cada forma de su cuerpo. Los
brazos, la espalda, el pecho, Daniel se había convertido en un hombre.
— Deberías regresar.
Su voz había cambiado, había crecido. Se había hecho más grave, más
profunda.
— Se ha hecho de noche, tienes todavía un camino hasta casa.
Colocó ambas manos en las caderas de Cassandra y la alejó de su
cuerpo. Quedaron cerca, aun así, muy cerca, demasiado cerca para ella,
pensó, al sentir cerca no solo sus ojos sino también sus labios, sus labios a
un movimiento de distancia.
Se inclinó hacia ellos, pero Daniel colocó una mano en su mejilla, el
dedo pulgar sobre los labios de ella, y la frenó.
— Cassandra —dijo, sólo eso.
Cassandra, los ojos fijos en esos labios que habían pronunciado su
nombre, necesitó de unos segundos para aceptar el rechazo. Daniel la estaba
rechazando. Estaba comprometido, iba a casarse con otra mujer y ella no
tenía ningún derecho a hacer lo que había intentado hacer.
Se alejó de inmediato, con un movimiento brusco. Caminó dos pasos
hacia atrás, sin mirarlo. Dioses, era incapaz de conciliar el deseo que sentía
su cuerpo con la compostura que debía mantener.
«Compórtate, se lo debes».
— Lo siento, perdóname. —Lo miró a los ojos, aferrándose a ese deber
—. No tendría que haber hecho eso, lo lamento. Lo lamento mucho, Daniel.
Él movió la cabeza de un lado a otro.
— No importa.
— Pero sí importa, porque no tengo ningún derecho. Y lo lamento.
— Me has prometido que no íbamos a hablar de ello.
Se acercó a ella, casi se diría que seguro de sus movimientos. O tal vez
era lo que había dicho su hermano: no podía evitarlo. Nunca podría evitarlo.
Acercarse. Mientras estuviera allí, donde fuera, él iría.
— No quiero que hablemos del pasado. Tienes un presente, y quiero que
en ese presente estés bien, Cassie. Yo también me preocupo por ti. Quiero
que tengas una vida feliz, que puedas superar… Todo. Que vengas a
visitarnos, tanto como quieras, y que nos cuentes que estás bien, ¿vale? —
Tomó sus manos—. ¿Vale?
Cassandra asintió.
— Vale, sí.
Apretó sus manos y se inclinó hacia ella para darle un beso en la frente.
— Vamos, te acompaño hasta casa.
— No. Si nos ven juntos no traerá más que problemas. Estaré bien, no te
preocupes, me conozco ese sendero al dedillo —dijo, atropellándose a sí
misma—. Da recuerdos a tus padres.
— Ven a vernos pronto y se los das tú misma.
Volvió a asentir.
— De acuerdo.
Se miraron.
— Adiós, Daniel.
Él sonrió un poco. Sólo un poco. «Eres mi primer amor, y yo el tuyo».
— Adiós, Cassie.
Capítulo 15
Cassandra se plantó ante ese hombre de ojos azules con los brazos
cruzados.
Cuando Daniel comprendió que se encontraba tras él, allí, en la tierra
que trabajaba cada día, soltó el rastrillo y la miró con asombro.
— Cassie, ¿qué haces…?
— ¿Sabes? Mi hermano me dijo hace tiempo que dejase de actuar como
si aún te conociera, y no me tembló el pulso a la hora de defender que aún
lo hacía. Qué manía la mía de creer firmemente en aquello en lo que creo.
Daniel negó con la cabeza.
— Cassandra…
— Sentía que a pesar del tiempo, a pesar de la distancia, aún sabía quién
eras. Hace apenas cinco días tú me señalaste eso mismo: todavía te
conozco. —Daniel se acercó a ella—. De modo que fue un asombro
mayúsculo descubrir que tú, Daniel Loughty, un hombre que siempre ha
sido físicamente incapaz de mentir, llevas semanas haciendo todo lo
posible, incluso aunque eso concluya contigo cerca de la horca, por ocultar
que esa maldita tarde fuiste a buscarme.
Daniel Loughty, el hombre incapaz de mentir, se cruzó de brazos.
— Bueno, esto era lo que quería evitar.
— ¿Esto era lo que querías evitar?
— Sí, Cassandra, esto mismo: que te plantases ante mí como si tuvieras
el derecho de sonsacarme mis pensamientos o mis sentimientos más
profundos.
— ¡Fuiste a buscarme, Daniel! Siete años de silencio y esa tarde fuiste a
buscarme.
— Sí, Cassandra, esa tarde fui a buscarte. Y más tarde me arrepentí de
ello.
— ¿Qué querías? —Daniel negó con la cabeza—. ¡Cielo santo, Daniel!
¡Sé valiente!
— ¿Valiente? ¿Valiente, como tú? No, Cassandra, ese no soy yo, lo
siento.
— Lo fuiste esa tarde. —Cassandra dio un paso hacia él—. ¿Qué
querías?
Daniel no dijo nada. Cassandra se dijo que ella tampoco era todo lo
valiente que él consideraba que era, porque ese día había acudido ella en
busca de él para confesarle sus sentimientos, para pedirle (suplicarle era el
término) que cancelase ese compromiso, que tomase su mano y que no la
soltase jamás, pero en el camino hacia ese evento se había descubierto a sí
misma incapaz de pronunciar aquellas palabras. Dos sencillas palabras.
Tres, en realidad, pues le parecía adecuado añadir el componente temporal.
«Todavía te amo», porque siempre lo había hecho y aún lo hacía.
Lo pensó de nuevo, al mirarlo. Quería decirlo, pero necesitaba que le
concediera una cierta licencia para ello, y eso pasaba por que confesase él
primero el motivo por el que aquella tarde había ido a buscarla.
Porque tal vez, al fin y al cabo, estuviese equivocada, tal vez también
Liam lo estuviese. Tal vez las razones que habían llevado a Daniel hasta un
palacete que había tenido prohibido durante siete años no tenían nada que
ver con los sentimientos que aún conservaba por Cassandra, y siendo así
entonces ella tampoco podía revelar los suyos.
¡Ah, valentía! Estuvo a punto de romper a reír. No, no era tan valiente
como pensaba.
Dio otro paso hacia él. El cielo estaba cubierto de nubes, pero aquel día
gozaba de una luz preciosa que potenciaba el ya de por sí precioso brillo de
los ojos de Daniel. Estaba limpiando una acequia. Se había deshecho del
abrigo de lana y la camisa con la que cubría su torso estaba desgastada y
permitía adivinar las formas de su piel. Qué deseo tan grande se apoderó de
Cassandra en aquel momento, al percatarse de ello.
«Cómo voy a concentrarme en nada si lo único que deseo es lanzarme a
sus brazos».
Retiró la mirada de su cuerpo y lanzó un suspiro insonoro, mientras
Daniel, en apariencia indiferente, volvía a la tarea. Al cabo de unos
segundos, obligada a serenarse, se aproximó a él de nuevo.
— Sólo deseo…
— ¿Qué, Cassandra? —Fue una pregunta, pero también una
exclamación—. ¿Qué es lo que deseas? ¿Acaso importa más tus deseos que
los míos?
Negó con la cabeza.
— No, por supuesto que no.
— ¿Qué te ha llevado, entonces, hasta aquí? Porque, según me parece
evidente, mi deseo de ocultar ese hecho que te empeñas en desentrañar tiene
que ver con lo mucho que deseo pretender que nunca tuvo lugar.
Daniel soltó de nuevo el rastrillo, pero en esa ocasión lo lanzó hacia el
suelo con fuerza. Se llevó una mano a la frente y la dejó ahí, como si con
ella sostuviera su cabeza y sus pensamientos. Cerró los ojos.
— Te lo suplico, Cassie. —Los abrió para mirarla—. Déjalo estar.
— Aún te amo —dijo ella.
Así fue como salió: de pronto, sin pretenderlo, sin consentimiento por
parte de él.
Apretó los labios, contuvo la respiración. Daniel no dijo nada. Viró su
cuerpo hasta quedar del todo frente a ella. La mano que sostenía sus
pensamientos cayó a un extremo. Cassandra pensó que era la viva imagen
de un hombre derrotado. Bajó la cabeza, suspiró. Colocó sus brazos sobre
sus caderas y miró hacia su derecha. Después a su izquierda. Cambió el
peso de su cuerpo, del pie derecho al izquierdo, y viceversa, en dos
ocasiones, en apenas unos segundos. Suspiró de nuevo. La miró. Cassandra
dio un paso hacia él.
— Sé que estás comprometido, sé que ha pasado mucho tiempo…
— No sigas.
— Pero es que…
— Cassandra, por favor.
Dio otro paso hacia él.
— Si tan solo…
— ¡No! Te lo estoy pidiendo. —Y había, en efecto, súplica en su voz—.
No tienes derecho a hacer esto que estás haciendo, consciente como eres de
que, sí, ¡claro que aún me conoces, claro que sabes quién soy y quién soy
contigo! Pero se acabó, Cassandra. Voy a casarme. Yo te respeté a ti, ¿por
qué no puedes respetarme tú a mí?
Cassandra se tragó las lágrimas.
— Es muy diferente, Daniel. A mí me forzaron. Me obligaron a casarme
con un hombre que no amaba. Pero tú tienes la capacidad de elegir.
— Y quieres que te elija a ti.
Cassandra rio.
— Por supuesto que quiero que me elijas a mí. Yo te hubiera elegido a ti.
— Pero no lo hiciste. Podríamos…
— ¿Qué, Daniel? ¿Qué podríamos haber hecho sin que nuestras familias,
además, sufrieran las consecuencias? Por Dios, éramos dos críos.
— No me importaba. Quererte era todo lo que me importaba, pero tú
decidiste…
— No fue una decisión, fue lo que estuve obligada a hacer. Por mi bien,
pero también por el tuyo. Elegí romper con aquello que amaba para no
condenarnos a una vida de penurias, a una vida de oscuridad.
— La he vivido de todos modos —espetó.
— Y yo también —respondió ella, de un mismo modo—. No cargues
sobre mis hombros la culpa de lo que nos sucedió, hice lo que debía hacer.
No fue mi elección, no tengo elección, ¿o es que no te das cuenta? Tú
podrías forzarme a casarme contigo, de mil maneras, pero yo no puedo
hacer eso. Yo lo único que puedo hacer es pedirte… —Dio otro paso hacia
adelante—. Que consideres la posibilidad de tener una vida conmigo, ahora
que podemos.
— ¿Ahora sí podemos tenerla? ¿Ahora que tú lo deseas? Ahora no
importa que haya compromisos en marcha o responsabilidades que…
— Sí, sí importa, pero no se te ocurra por ello ser injusto conmigo.
— Eres tú la que estás tratándome con injusticia. Pidiéndome esto,
después de tanto tiempo, ahora que la decisión difícil me corresponde a mí.
— No hables como si estos años me hubieran resultado un paseo. He
sufrido un auténtico calvario, he estado atrapada en él. Pero ahora soy libre,
y quiero ser libre contigo.
Daniel no hizo intento alguno de esconder las lágrimas. Dejó que
inundaran sus ojos, torció la mandíbula. Su gesto era un reflejo de dolor, y
también de algo más.
— ¿Y si te dijera que fui yo quien lo maté?
La pregunta la tomó desprevenida, pero respondió sin dudar.
— Pues sabría que estás mintiéndome de nuevo.
Daniel la miró desde su altura particular, con la boca entreabierta, el
cabello cayendo a ambos lados de su frente.
— ¿Por qué dices esa estupidez?
— ¿No lo has considerado ni siquiera durante un instante?
— No, Daniel, claro que no lo he considerado.
— ¿Por qué no? Todo el mundo así lo cree, incluso tu hermano.
Tenía la respiración entrecortada. Lo miró a los ojos, sin comprender por
qué estaba diciendo aquello, qué deseaba conseguir con esa insinuación.
¿Desviar la atención?
— Te mentí, Cassandra. ¿Ni siquiera entonces dudaste?
— No.
Entrecerró los ojos.
— ¿Por qué?
— Porque sé que no eres esa clase de hombre.
— ¿Todavía me conoces? Te mentí. —Cassandra negó con la cabeza, y
Daniel se acercó aún más—. ¿Te gustaría que fuera así?
— ¿Cómo dices?
— ¿Te gustaría que hubiera sido yo? —Se acercó a ella—. Que, esa
tarde, desesperado, me hubiera citado con él y lo hubiera asesinado, por ti,
para recuperarte. Como en los cuentos de princesas y caballeros que nos
contábamos de pequeños.
Se acercó más. Cassandra posó la mirada en sus labios.
— ¿Por qué me dices todo esto? —susurró—. Sé que no fuiste tú.
Entrecerró los ojos, de nuevo.
— Sabes quién fue, ¿no es así?
Se miraron.
— No, claro que no.
Daniel sonrió.
— Yo también te conozco a ti, Cassandra. Sé cuándo mientes. —Dio un
paso atrás—. La diferencia entre tú y yo es que yo no voy a reclamarte tu
verdad, ni tampoco tus secretos.
Daniel deseaba demostrarle que él sí respetaba la distancia impuesta, eso
deseaba. Por supuesto que conocía… Quizá no tanto sus mentiras, pero sí a
la Cassandra huidiza. Pero la respetaba. Sus silencios, y sus secretos.
Cassandra permaneció allí, sintiendo su corazón en el pecho, pum, pum,
pum, preguntándose por qué ella era incapaz de respetarle de igual modo,
por qué no podía respetar sus límites, sus decisiones, por qué tenía que
rebelarse, por qué tenía que avivar el fuego, por qué no podía simplemente
resignarse. ¿No era aquello, la resignación, propio de esa isla?
— No creas que no lo deseé —dijo Daniel, de pronto—. Durante años,
cada día. Que ese malnacido muriese de cualquier enfermedad de las que te
consumen con urgencia, o que se lo llevase el mar en alguna travesía. —
Cassandra volvió a aproximarse—. No lo hice, pero no porque no estuviera
dispuesto a hacer cualquier cosa por ti. No lo hice porque, por encima de
ese deseo, respeté tu decisión. —Se giró de nuevo—. Tienes que marcharte,
me dijiste. ¿Lo recuerdas? Así que me marché. Te estoy pidiendo lo mismo
que me pediste tú en su día. ¿Puedes hacerlo?
Cassandra se mordió el carrillo. No dijo nada.
— No, supongo que no puedo esperar lo mismo por tu parte. ¿Deseas
una confesión? ¿Me liberarás después? —continuó sin esperar una
respuesta—. No sé por qué fui a buscarte esa tarde, Cassandra. Desperté
tras una hora de pesadillas, sintiendo un dolor en el pecho que… Me
levanté y fui a buscarte, sin pensarlo. Creo que sólo deseaba… —Negó con
la cabeza—. No sé qué deseaba. Verte, creo, nada más que eso. Había
escuchado, como todo el mundo, que días antes habías…
Daniel se detuvo ahí.
«El paseo por el pueblo, mi cara repleta de cardenales, mi infierno. No
sabe ni cómo hacer referencia a ello».
— Pero llegué allí, a esa casa ridícula, y no estabas, y comprendí el error
de todo aquello. Estoy comprometido con otra mujer, y no puedo faltarle al
respeto de ese modo. No puedo seguir buscándote, ni siquiera siendo
consciente de que siempre voy a desearlo. Terminó para nosotros,
Cassandra. No quiero una reacción por tu parte, por eso te he estado
mintiendo. Sólo deseo olvidar la debilidad que sentí esa tarde y ser el
hombre que Margaret merece que sea.
Cassandra negó con la cabeza.
— ¿Por qué? ¿Por honor? ¿Por orgullo?
— ¿Orgullo? ¿Crees que me queda algo de orgullo? ¿Alguna vez lo he
tenido?
— No tienes que ser ninguna clase de hombre para nadie. Estamos aquí.
Estamos vivos. —Cassandra rió entre lágrimas contenidas—. Creo que no
entiendes lo que significa eso para mí, estar viva, haber sobrevivido a ese
maldito matrimonio. No lo entiendes. Tengo una segunda oportunidad. —Se
cubrió la boca, pero después continuó—. Te estoy pidiendo que la vivas
conmigo.
— ¿Qué hay de mi segunda oportunidad, Cassandra?
— ¿Es eso lo que deseas? Esa clase de segunda oportunidad, ¿es la que
deseas? Casarte por obligación, casarte sin amor. —Se acercó a él—.
Olvídate de los compromisos, Daniel. Olvídate de las convenciones,
olvídate de los miedos, por favor, los miedos encienden hogueras. —Le
cogió el rostro—. ¿Qué deseas?
La miró unos segundos. Después se inclinó hacia ella y apoyó los labios
en su frente. No la besó, sólo los dejó ahí. Cassandra cerró los ojos.
Contuvo el aliento. Esperó.
— Deseo que te marches —dijo, al fin—. Por favor.
Daniel se mantuvo ahí, sobre ella. A pesar de haber pedido su marcha, se
mantuvo ahí. Fue Cassandra quien tuvo que hacer efectiva la decisión que
él había tomado. Le costó separarse de él, pero lo hizo.
Cobarde, le salió pensar, fuera injusto o no. Cobarde, no era más que
otro cobarde.
Lo miró. Daniel no podía hacer lo mismo. Sus ojos iban y venían, de
Cassandra al horizonte, del horizonte a Cassandra. Era la viva imagen de un
hombre derrotado. Así lo había decidido, en cualquier caso. Era eso lo que
elegía.
Lo miró una última vez.
— Estúpidos hombres —musitó.
Y, tal como Daniel le había pedido, se marchó.
Capítulo 22
Días más tarde, dos hombres citaron a Cassandra en la escena del crimen,
pero ella sólo podía pensar en un tercero.
¿Estaba Cassandra molesta con Daniel Loughty? Bueno, era mucho más
que una molestia. Era una rabia que contaba con siglos de antigüedad, una
rabia que había encontrado otra salida en ese rechazo de un hombre que
parecía desear una vida junto a ella, pero que elegía las imposiciones por
delante del amor.
Esa mañana, Cassandra se descubrió libre de todo odio hacia su
prometida. Es más, se dijo, no había tenido ningún derecho a odiarla en
primer lugar. Envidiaba su próxima situación, compartir lecho con esos ojos
azules y que esos ojos azules prometieran cuidar de ella, como seguramente
harían incluso aunque su corazón perteneciese a otra persona. Pero no la
odiaba, ya no. Tampoco ella conocería el amor verdadero, porque iba a
desposarse con un hombre incapaz de proporcionárselo. Se le ocurrían unas
cuantas injusticias de mayor calibre pero, pensó esa mañana, esa le dolía de
forma particular.
¿Odiaba Cassandra a Daniel Loughty, después de todo? Bueno, por
supuesto que no. Con cada nuevo encuentro se hacía firme en su creencia
de no haber dejado nunca de amarlo, pero estaba molesta con él. En primer
lugar, por haber tenido la poca consideración de comparar su actual
situación con la que en su día vivió Cassandra, que no era más que una niña
que debía obedecer a su padre, a toda una sociedad, a todo un entramado
perpetuado con los siglos. Cassandra jamás había tenido elección. Daniel sí
tenía elección, incluso aunque se tratase de una decisión compleja.
Podría haber aceptado que no la amase, pero no era el caso. Siendo así,
lo que no podía era aceptar que la rechazase sin desear hacerlo.
Así que, no, Cassandra no odiaba a Daniel Loughty, pero sí estaba
molesta con él.
De igual modo, se decía, se sentía a su merced como, sentía, él había
estado tiempo atrás. Se encontraba esperando un cambio de parecer,
esperando un fuguémonos juntos, incluso esperando un veámonos en la
oscuridad. Ahora entendía esa disposición anterior de Daniel. ¿Debería
haber ofrecido Cassandra una opción semejante, años atrás? Entonces no
era más que una niña, se obligó a recordar. No era más que una niña
enrabietada, lastimada en lo más hondo, paralizada por el miedo de que le
sucediese algo a Daniel si se mantenía cerca, paralizada por la furia y el
poder de Edmund, preocupada por la integridad de una familia a la que ni
siquiera podía visitar.
¿Qué podría suceder si Daniel se atrevía a romper su compromiso? Lo
meditó mucho. Reconoció en numerosas ocasiones que tal vez le estuviese
pidiendo un sacrificio similar al que no había concebido para sí. Pero en las
mismas ocasiones se dijo que ella había sido una niña en un mundo de
hombres, y que Daniel era un hombre en un mundo hecho a su medida.
Qué días tan melancólicos fueron aquellos, días fríos, soleados y
melancólicos que transcurrieron en su mayor parte con ella apostada junto a
los grandes ventanales de ese palacete, pensando que Daniel no saldría de
casa con el enemigo vigilando sus movimientos desde lo alto del cielo, pero
temiendo abandonar aquel lugar por si le daba por regresar y no la
encontraba, como había sucedido aquella tarde en que la buscó. ¿Cómo
hubiera sido todo de haber estado allí? Si esa tarde hubiera podido recibirlo,
si esa tarde hubiera atendido su desesperación. Cassandra no había estado,
qué enorme tontería, se decía, había estado muchas otras. Y esa tarde, esa
tarde en particular, no podía haber estado presente para nadie porque estaba
asistiendo a su cita con el destino.
Estaba enredada en estos pensamientos cuando Herbert ingresó en la
biblioteca.
— Señora, ha llegado Adam, el muchacho de las cuadras. El señor Sayer
quiere reunirse con usted. La espera allí mismo, junto a Lewis Drummond.
Cassandra se guardó un suspiro y asintió.
Podía contar con los dedos de las manos las veces que había pisado esa
propiedad de Edmund, las cuadras. Había llegado de York siendo
propietario de dos caballos y había adquirido un tercero una vez asentado
allí. Montaba de forma habitual, pero casi nunca por afición. Era, más bien,
su modo de desplazamiento, también su forma de vanagloriarse ante el
resto, una muestra más de su patrimonio y riqueza.
Las cuadras se encontraban en la frontera sur del pueblo, en paralelo al
palacete. De haber querido atravesar las tierras, habría llegado en un
santiamén, pero tomó el sendero habitual hasta el pueblo y desde ahí el
camino dispuesto para alcanzar esas últimas construcciones del sur. Lo
conocía bien: era el mismo que le conducía hasta casa de Sarah. Podría
visitarla después.
Para cuando llegó, Walter Sayer y Lewis Drummond mantenían una
conversación cordial, no muy animada, sobre el apasionante oficio de los
comerciantes, cuyas funciones y responsabilidades no hacía más que crecer.
Drummond parecía ciertamente interesado en la materia, o quizá era
consciente de que era una de las pocas conversaciones que podría mantener
con un hombre como Walter. Este se encontraba apoyado en la piedra que
daba forma a la construcción, con gesto despreocupado. Drummond tenía
las manos guardadas en los bolsillos, también relajado.
— Señora.
El inspector le tendió la mano. Cassandra se la estrechó bajo la mirada
de su cuñado.
— Buenas tardes a los dos. Dígame, señor Drummond, ¿para qué se me
requiere?
— Acompáñenos, por favor.
Entraron. El espacio era de reducido tamaño: tres cubículos que daban
cobijo a los animales, un cuarto que empleaban para guardar materiales. El
muchacho, Adam, lo tenía bien cuidado. Lo felicitaría más tarde por su
labor, entendiendo que no se podía hacer más de lo que ya estaría haciendo
con el olor que desprendían tanto los animales como sus necesidades más
básicas. «Lo prefiero al perfume, en cualquier caso».
Drummond se situó en el centro del pequeño pasaje que separaba los
cuartuchos.
— Estas tierras pertenecían a su esposo, ¿no es así?
Cassandra frunció los labios.
— Eso tengo entendido. No sé cuánto ocupa su extensión, en cualquier
caso.
Drummond asintió.
— El señor Sayer ha pedido que nos reunamos en este lugar con la
esperanza de encontrar algún elemento destacable que pueda ser de ayuda
en la investigación, pero antes… —Colocó sus manos, entrelazadas, delante
de su cuerpo—. Aprovecharé que ambos se encuentran aquí y compartiré
con ustedes dos avances. Por un lado, he podido conversar con el hombre
con el que suele realizar sus viajes a la ciudad el señor Liam Burns, su
hermano. —Extendió el brazo hacia Cassandra—. Me ha confirmado que,
el día que se cometió el crimen, abandonaron Edimburgo con las
campanadas de las ocho de la noche, por lo que no llegaron aquí hasta bien
entrada la madrugada. Lo dejó en su casa y continuó el camino, en su carro,
hasta Dunbar.
Cassandra suspiró, pero se cuidó de no emitir el más mínimo ruido.
— Lo que no quiere decir que no pudiera cometer el crimen al llegar —
apuntó Walter.
Lewis Drummond se encargó de refutar aquella estúpida ocurrencia con
más delicadeza de la que merecía ese hombre.
— Es alto improbable que fuera así, señor Sayer. Su hermano fue visto
por última vez poco después del almuerzo. Es evidente que se citó con
alguien aquí, y que fue entonces cuando perdió la vida. De lo contrario, no
habría permanecido todo el día desaparecido, menos aún siendo un día de
festejos—dijo, con mucha tranquilidad—. Bien, Cassandra, ya que hemos
vuelto a este lugar, ¿encuentra algún detalle que pueda servir de revelación?
El cuerpo de Edmund fue hallado aquí.
El inspector apuntó con el dedo y Cassandra siguió la indicación con la
mirada. Gotas de sangre salpicaban la piedra que daba forma a la
construcción. Un desagradable escalofrío la invadió al proyectar una
imagen del cadáver. Edmund tirado sobre el suelo, con la boca entreabierta
y la confusión reflejada en el semblante. Se obligó a serenarse.
— No puedo concretar cuándo fue la última vez que estuve aquí.
Edmund y yo salimos a montar juntos en los inicios de nuestro matrimonio,
pero no fueron más que un par de ocasiones aisladas.
Cassandra escuchó a Walter suspirar a sus espaldas. «Está preparado
para cuestionar o condenar cada palabra que salga de mi boca por el simple
hecho de que soy yo quien las pronuncia». Empezaba a resultar
exasperante, un zumbido molesto y constante en los oídos.
— Eso me temía. —Drummond miró más allá de Cassandra, hacia el
evidente inductor de ese encuentro—. No sé si usted, señor Sayer, podría
compartir algo.
Walter Sayer la sobrepasó, de nuevo con los brazos cruzados.
— ¿Conoce su amigo, el señorito Daniel Loughty, este lugar?
Cassandra entrecerró los ojos.
— ¿Cómo podría yo saberlo?
— Tengo entendido que su relación se ha estrechado. Encuentros,
visitas, paseos…
Sayer clavó sus fríos ojos en ella, pero Cassandra miró a Drummond, en
cuyo rostro advirtió una ligera contrariedad. ¿Será posible que ese hombre
esté de tu parte?, había preguntado Sarah, días antes. Cassandra lo
consideraba cada vez una posibilidad mayor.
— Señor Sayer, tal como le informé hace unos días, el señorito Loughty
no pudo tener una implicación directa en el crimen, severos testigos lo
sitúan…
— No hace falta que lo repita, lo escuché bien la primera vez. ¿Cuánto
podemos fiarnos, en cualquier caso, de cuatro testigos con una clara
inclinación de simpatías? ¿No sería más lógico pensar que están
encubriendo al amante de su señora?
— Walter, lamento tener que decir esto, créeme, pero jamás fui infiel a tu
hermano.
— Señor Sayer, nos hemos reunido aquí para…
— ¡Nos hemos reunido aquí para que confiese de una maldita vez por
todas qué pasó con mi hermano! —Cassandra se sobresaltó cuando Walter
perdió los nervios. Dio un paso hacia atrás, pero este la acorraló contra uno
de los cubículos—. Fue ese desgraciado, ¿verdad? ¿Cuánto habéis pagado
al servicio para que hable a vuestro favor? Porque puedo doblar esa cifra.
No creas que vais a libraros de la horca, Cassandra.
Alzó la cabeza y sostuvo su mirada, tal como se había enseñado a hacer.
— Señor Drummond, ¿puede continuar, por favor? —pidió, ignorando el
arrebato.
Pero la mano de Walter voló hasta la madera que daba forma al cuarto
del animal, un golpe seco que sobresaltó a la criatura. El corazón de
Cassandra también sintió ese golpe, pum, pum, pum.
— Estabas esperando este momento, ¿no es así? Desde el principio,
cuando te metió en esa casa siendo una cría. Estabais esperando que se
sintiera lo suficientemente confiado como para no levantar sospechas.
¿Quién lo hizo, Cassandra? ¿Quién conspiró contigo para quedaros con lo
que pertenecía a mi hermano?
Elevó el tono de voz hacia el final. Cassandra desvió la mirada, sólo un
instante.
— Ni siquiera fui yo, Walter. Fue tu hermano quien me eligió, porque así
funcionan las cosas, y fue otro hombre quien tomó la decisión por mí, así
que, dime, ¿qué hago yo aquí soportando tus voces?
— ¿Quién lo hizo, Cassandra? Cumpliendo tus deseos, de eso no me
cabe ninguna duda, pero ¿quién lo llevó a cabo? —Se acercó tanto a ella
que tuvo que girar el rostro para que no la engullera su apestoso olor a
tabaco—. ¿Fue tu padre, ese estúpido viejo sin ánimo ni beneficio?
— Señor Sayer, le voy a tener que pedir que rebaje su tono. Puedo
constatar que el señor Stuart se encontró en todo momento lejos de…
— Ah, ese viejo no tiene nada que perder, ¿no es así?
— Deja de buscar culpables en mi familia, Walter, y empieza a
preguntarte si tu hermano hizo algo para merecer ese patético final.
Cassandra lo supo antes de que sucediera: que Walter cargaría contra
ella. Aplastó su cara contra la madera, clavó las uñas en su mandíbula y
pegó el rostro al suyo.
— Vas a volver al lugar al que perteneces, bruja.
— ¡Señor, Sayer! —repetía sin parar Lewis Drummond—. ¡Suelte a la
muchacha, hombre! ¿Qué cree que está haciendo?
Walter Sayer se separó con el mismo impulso seco con el que se había
pegado a ella. Cassandra reconoció la sangre brotando de su piel magullada,
pero no la limpió. Levantó de nuevo la cabeza, más arriba, aún más arriba
todavía, y miró a los ojos a ese desgraciado que representaba todo lo que
más odiaba, también todo lo que más temía.
— ¿Es que acaso no lo sabes, Walter? Las brujas no pertenecemos a
ningún lugar.
Sostuvo su mirada unos segundos, y entonces se marchó.
Capítulo 23
El día no terminó ahí para Cassandra: aún tendría que encontrarse con otro
hombre.
Deshizo el camino andado hasta el pueblo. Podría haber atravesado las
tierras. No lo pensó. Echó a andar con toda la rabia acumulada y cuando se
dio cuenta estaba abordando las primeras calles del centro. El sol empezaba
a caer. Cassandra sentía las llamas dentro, una furia tan arrebatadora que le
hacía caminar con los puños apretados. Tal vez por eso no percibió, al
menos no en un primer momento, la voz que pronunciaba su nombre.
Demasiada ira como para estar presente, como para que las voces a su
alrededor fueran poco más que un eco. Cuando una mano tomó su puño
cerrado, deteniendo su paso, el eco se hizo tangible. Se convirtió en un
hombre de ojos azules y rostro desencajado.
— ¿Qué ha ocurrido? Por Dios, Cassandra, ¿qué te ha sucedido?
Sólo entonces se llevó la mano al rostro. No era más que un raspón, pero
ocupaba la totalidad de su mejilla derecha. La sangre estaba seca, pero
debía llamar mucho la atención en ese rostro pálido. Se palpó con cuidado.
Un raspón, sólo eso.
— Cassandra. —Daniel acunó su rostro y se miraron—. Ven conmigo.
Caminaron de la mano hasta su casa, sin prestar atención a las miradas
curiosas. Con la furia descendiendo en su interior, como descendía también
la luz del día, Cassandra se encontraba sobre todo desorientada. Había sido
una estúpida. Una estúpida por creer que todo había terminado. Un hombre
como Edmund no puede morir sin dejar un rastro de odio y violencia tras de
sí. Había sido una estúpida, tan estúpida.
Daniel no soltaba su mano. Caminaba en silencio, un paso por delante de
ella, tirando de su cuerpo, llevándola consigo. Observó sus manos unidas y
se mordió el carrillo para no romper a llorar. Estaba cansada, tan cansada…
Estaba exhausta.
— ¿Dónde están tus padres? —preguntó Cassandra, ya en casa.
Hacía frío.
— No tardarán en llegar —respondió Daniel, que ya había tomado un
trozo de tela, en apariencia limpia, y la había empapado de agua. Sus
movimientos eran los de un hombre preso de los nervios—. Ven, apóyate
aquí.
Cassandra caminó hasta la pequeña mesa de madera desgastada del
centro de la estancia y apoyó la parte baja de la espalda sobre esta. Frente a
ella, un grupo de cacerolas colgaban de unos clavos improvisados. Se
concentró en ellos mientras Daniel limpiaba la herida con agua cercana al
punto de congelación.
— ¿Qué ha pasado? —repitió la pregunta, aunque Cassandra no estaba
segura de si lo hacía para que ella respondiera o para sí mismo.
Era extraño estar allí, los dos, en soledad, después de la conversación
mantenida días atrás, después de la declaración de Cassandra y el definitivo
rechazo de Daniel. Y, sin embargo, no querría tampoco estar en ningún otro
lugar. Lo miró a los ojos.
— Ha sido Walter. Me ha citado en las cuadras, la conversación ha
subido de tono y me ha golpeado contra una viga de madera. ¿Tiene muy
mal aspecto?
Daniel tardó en responder, quizá asimilando lo escuchado.
— Tienes un buen raspón, pero sanará en unos días.
Cassandra asintió.
— No va a dejarlo. Ahora lo sé: no va a dejarlo. Creía haberme librado
por fin de esto, qué estúpida fui, qué manera de condenarme tan estúpida,
he entregado mi alma para nada, para que un hombre sustituya a otro —
maldijo, atropelladamente, casi riendo—. Estaba convencida de que Walter
estaba dolido por haber perdido a su hermano, ahora creo que sólo está
furioso porque siente que le han arrebatado su poder. Es curioso que
Edmund pudiese vivir sin restricciones, sin límites de violencia o maldad, y
que Walter no cuestionase ni una sola de sus acciones, y que un suceso
contrario le conceda el derecho de poner las vidas de todos a disposición de
la horca. —Negó con la cabeza—. Claro que Edmund está muerto, supongo
que eso vale más que cualquier otra cosa.
Daniel dejó el trozo de tela teñido de un rojo apagado sobre uno de los
respaldos de la silla. Lo hizo por cortesía, porque después de aquello no
tendría un segundo uso. Después se colocó a su lado, empleando el borde de
la mesa de apoyo. Cassandra se movió hacia la izquierda para concederle
más espacio. Sus brazos se tocaron. ¿En qué momento había reparado en
ella? Ni siquiera recordaba dónde se encontraba cuando la había
interceptado. ¿Cuál había sido su primer pensamiento al verla así,
magullada y con los puños apretados?
Bajó la cabeza. Lo cierto era que Cassandra no era una buena apuesta
matrimonial.
— ¿Quieres preguntarme si me alegro de que esté muerto?
Lo miró. El gesto de Daniel se movía entre la gravedad y la tierna
preocupación.
— No, Cassandra, yo…
— Hazlo, Daniel. Pregúntame, seré sincera contigo. Puedes
preguntarme, incluso, quién lo mató. Puedes adentrarte en mis secretos. —
Pero Daniel no abrió la boca. Cassandra pensó en lo mucho que la respetaba
—. Si existe un infierno, entonces habrá un lugar en él reservado para
torturar las almas de las personas que arrebatan la vida de otros, no creo que
exista un pecado mayor. —Calló unos segundos—. Y sin embargo este
pecado ha conseguido que por fin mi alma encuentre algo de descanso.
Daniel se incorporó, despacio. La observó con el ceño fruncido.
Cassandra lo miró a los ojos, sin miedo, sin defensas, porque no tenía
defensas para su primer amor, que con toda seguridad iba a ser el último.
Ahí estaba, una bruja más. No volvería a desposarse, no volvería a amar, no
tenía ningún interés en seguir ninguna convención planteada por los
Ancianos, por la Kirk, por su familia incluso, tanto más le daba lo que
pensaran.
— Estoy cansada, Daniel. Estoy exhausta. Siento el peso de todas las
mujeres que se sienten como yo: atrapadas, juzgadas, condenadas, perdidas,
maltratadas. Estoy cansada de que sigan llegando cartas, de que el registro
de nombres siga creciendo, no puedo ver un solo nombre más, y no puedo
quitarme este miedo de aparecer ahí, algún día, de que alguien me lance a
una hoguera, no puedo leer una sola historia más y sin embargo no puedo
dejarlo, no puedo hacer otra cosa porque esto es todo lo que tengo, es todo
lo que siento que puedo hacer, y estoy dispuesta a cualquier cosa, estoy
dispuesta a tanto para dejar de ver los nombres de todas esas mujeres que…
— Cassie, detente. Tranquila.
Daniel tomó su rostro como había aprendido a hacer aquellos días, como
siempre pero también diferente. Con los pulgares firmemente apoyados en
sus mejillas, con la ternura pasada y la urgencia presente, llevando los
dedos hasta su nuca.
Ella sonrió un poco.
— Qué debes pensar de mí. ¿Alguna vez imaginaste que me convertiría
en esto? No debe ser agradable verme de ese modo. —Daniel negó con la
cabeza y dio un paso hacia ella—. Era mucho más dulce cuando era una
niña, aunque ni siquiera entonces lo fui del todo.
— Te has convertido en una mujer extraordinaria, Cassandra. Eso es lo
que veo.
Retiró su mirada de él.
— Ya no me conoces, Daniel. Esa es la verdad.
Tenía que marcharse. Fue en ese momento exacto cuando lo decidió, con
las manos de Daniel todavía sosteniendo su rostro, escuchando cerca su
respiración, mirándose sus propias manos, extendidas a lo largo de los
muslos, todavía manchadas de la sangre que en algún momento se había
limpiado ella misma de la mejilla.
Walter no iba a dejarlo. Ella tampoco podía dejarlo.
— Debería marcharme.
Pero cuando se incorporó, el cuerpo de Daniel bloqueó el suyo. Alzó la
mirada y ahí estaban: brillantes, azules, suplicantes. Cassandra pensó que
sufría. Que con cada encuentro entre ambos algo en él se resquebrajaba, y
que aquello no era justo, que era también del todo injusto que ciertas
personas tuvieran la capacidad de romper a otros de ese modo, ya fuera con
violencia o ya fuera con amor. Ella rompía a Daniel, y era injusto que así
fuera.
Acarició su rostro, un poco. Quiso dejarlo ahí, pero Daniel no necesitó
más que ese roce para inclinarse hacia ella y abrazarla con fuerza,
escondiendo la cabeza en su cuello. Su nariz rozó su piel y Cassandra pensó
que estaba respirando sobre ella. Con una mano en la nuca de él, lo atrajo
hacia sí.
Qué sensación aquella, la de sus cuerpos unidos de esa manera, qué
agradable escalofrío. Cassandra pensó en la cantidad de sensaciones tan
diferentes entre sí que puede experimentar un cuerpo en contacto con otro.
Después pensó que tenía que marcharse.
— Siento el compromiso en el que te he colocado, Daniel. Siempre has
sido el más bueno de los hombres conmigo, no es justo que yo… Lo
lamento de veras.
Las manos de Daniel bajaron por la espalda de Cassandra al tiempo que
él alzaba la cabeza. Besó su sien, apoyó la nariz en su frente y sus manos
hicieron presión sobre sus caderas.
— Cassie…
— Lo sé. Lo siento.
Se retiró de ella y la miró a los ojos. Rozó el golpe de su mejilla, con
cuidado, y también más allá, su nuca, sus cuellos, sus labios. Se detuvo ahí,
unos instantes. Al final se inclinó sobre ella y la besó. Fue un beso, primero,
de reconocimiento. Allí estaban, siete años después, todavía siendo el amor
del otro.
Después fue un beso que nacía de una profunda e imparable urgencia.
Cassandra enredó las manos en el cabello de Daniel y este volvió a dejar las
suyas sobre la espalda de ella. Pegó su cuerpo al de ella.
Y entonces se apartó.
«Está sufriendo. No quiere hacer esto».
Cuando volvió a acercarse, fue ella quien lo frenó.
— Deja que me vaya, Daniel.
Apoyó las manos en su pecho para abrirse paso, pero él no cedió. Se
quedó ahí, ahora apoyado en su frente, con los ojos cerrados. Volvió a
besarla y volvió la urgencia. Se separó de nuevo, pero era, Cassandra lo
veía, lo sentía, incapaz de alejarse.
Quería hacerlo, pero era incapaz. Lo pidió de nuevo:
— Daniel… Deja que me vaya.
— No, quédate —dijo, la voz ronca—. Quédate. Quédate.
Le cogió la cara. Si sus miradas se encontraban, si Daniel tomaba
conciencia de lo que estaba haciendo, tal vez se obligaría a detenerse. Pero
cuando Cassandra encontró esos ojos, lo que advirtió en ellos fue un intenso
fuego.
Hay muchas maneras de ser devorado por las llamas.
Entreabrió la boca para decir algo, pero en ese momento la puerta emitió
un sonido y Daniel dio un paso atrás.
Andrina y Ramsay entraron en silencio. El rostro del segundo evidenció
la sorpresa que sintió al encontrar a Cassandra en su casa, pero Andrina
sonrió como si supiera que iba a estar allí. O como si aquello fuera lo
natural, lo que debía ser. Al reparar en su rostro magullado, soltó la cesta
que llevaba consigo y se acercó a ella.
— Pero, cariño, ¿qué te ha ocurrido?
La palpó como sólo una mujer sabe hacer. Cassandra sonrió.
— Me tropecé y la caída no fue muy buena.
La incredulidad se reflejó en el rostro del bueno de Ramsay Loughty.
— Tropezar… ¿Tú? ¿Acaso estos muchachos te han vendido su torpeza?
Cassandra sonrió de nuevo.
Daniel tenía el rostro contrito, preso del pánico y la culpa. Pero, al
contrario de lo que había sucedido en el campo días atrás, en esa ocasión sí
podía mirar a Cassandra. La miraba con empeño, de forma constante. La
miró mientras Andrina curaba de nuevo esa herida.
— No me fío un pelo de las artes de mi hijo —aseguró.
La miró mientras conversaban sobre asuntos de ninguna relevancia. La
miró mientras se despedía de los tres. No dejó de mirarla en el tiempo que
pasó allí, entre esas paredes de piedra, al calor del fuego que Ramsay
Loughty había encendido, bajo las atenciones de Andrina Balfour, con el
cariño de esa familia que también era, en parte, la suya.
Cassandra tocó su brazo al despedirse. Daniel sólo la miró, sólo la
miraba.
Se marchó pensando que ese fue el día en que empezó a conocerla de
nuevo.
Capítulo 24
Ese día, Cassandra recibió la visita más importante de un hombre que jamás
había recibido.
Se encontraba en la biblioteca, tratando de redactar la carta en la que
anunciaría su próxima presencia en Glasgow. Esa era la decisión que había
tomado: Glasgow. Con la ayuda de Herbert, se había informado de los
pormenores del viaje y calculaba que tardaría más de una quincena en
alcanzar esa creciente ciudad de la que tanto había escuchado hablar.
Estaría allí para dar la bienvenida al nuevo año.
No había escrito más que las primeras líneas de cortesía de esa carta
cuando Daniel Loughty ingresó en la sala. Cassandra se incorporó despacio,
lamentando tener que hacer frente al día en que se despediría de él, y acudió
a su encuentro.
Se miraron mientras salvaban los pasos de distancia que existían entre
ambos. Una vez cerca, Daniel fijó sus ojos en la mejilla de Cassandra. La
rozó con el pulgar, un segundo. Curvó sus labios hacia arriba.
— Te he visto en peor estado —dijo.
Cassandra sonrió.
— He estado en peor estado —confirmó.
El semblante de Daniel se ensombreció.
— ¿Podríamos hablar?
Cassandra asintió, ya sin un ápice de sonrisa.
Caminaron por el jardín, hasta el estanque, en silencio. Una perezosa
lluvia caía sobre ellos, tan fina que apenas sí tenía efecto palpable.
Cassandra era consciente de que tenían asuntos por tratar, asuntos que
debían discutir y zanjar, esa era la razón por la que, de hecho, Daniel estaba
allí, pero deseaba disfrutar de su presencia y su compañía un rato más sin
entrar en ningún tipo de debate, dolor o despedida, sin tener que decretar de
nuevo una distancia que, empezaba a sentirlo, no era natural entre ellos. No
era natural que esas dos almas estuvieran distanciadas en modo alguno,
porque encajaban tal como había reflexionado días atrás: como si fueran lo
mismo, como si pertenecieran a un mismo lugar.
Aunque las brujas no pertenecieran a ninguna parte.
«Con él logro pertenecer, bruja o no».
Daniel se detuvo antes de alcanzar las aguas. Cassandra se giró para
mirarlo. Quiso acariciar ese rostro teñido de preocupaciones. Tal vez esa
fuera la última vez que le tendría delante, así que se decidió a hacerlo.
Colocó ambas manos sobre su cara y sonrió.
— ¿Qué te tiene preocupado? —preguntó.
— Terminaría antes enumerando qué cuestiones no me preocupan.
— Bien, ¿qué cuestiones no te preocupan?
— Que puedas caminar bajo la lluvia como si nada. —Extendió el brazo
hacia adelante, colocando la palma de su mano de tal modo que pudieron
ver cómo unas finas gotas se posaban sobre esta—. Por fin eres escocesa.
Cassandra sonrió.
— Siempre he sido escocesa. ¿De dónde saco mi rebeldía, sino?
Voy a marcharme, pensó, y dirigió las palabras hacia Daniel. «Voy a
marcharme, así que no tendrás nada de lo que preocuparte, te dejaré
tranquilo y en paz».
Pero lo miraba y era incapaz de pronunciarlas, pese a tenerlas dentro. De
acuerdo, un rato más, se dijo, alargaría ese encuentro un rato más y después
se despediría.
— Cassandra, hay… —Daniel bajó la cabeza, sus ojos azules clavados
en el suelo—. Sentémonos, ¿quieres?
Señaló la fuente. Las gotas de lluvia caían de forma visible sobre el
pequeño estanque. Dado que Daniel no podía evitar esconder su
nerviosismo, Cassandra decidió que se mojaría el vestido si tomar asiento
propiciaba que se sintiera un poco más seguro.
Se colocaron el uno junto al otro, Daniel con la cabeza todavía gacha.
Cassandra apoyó una mano en su brazo.
— Lo que sucedió el otro día… —comenzó ella.
Él levantó la cabeza.
— No es eso de lo que necesito hablarte.
Qué azules tenía los ojos aquel día, el último de sus días. Los recordaría
siempre así, bajo un manto de lluvia perezosa, clavados en ella,
compasivos, cálidos, hermosos hasta la extenuación.
— No puedo siquiera imaginar por lo que has pasado, Cassie. Si
pudiera… —Bajó de nuevo la mirada, después la posó en el cielo—. Si
pudiera volver atrás en el tiempo, jamás hubiera aceptado dejarte sola.
Jamás… Si tuviera una segunda oportunidad, no me hubiera marchado.
Elegí el camino fácil, no…
— Elegiste el camino sensato. —Apretó su brazo. La miró de nuevo—.
Ni aunque tuviera la oportunidad de vivir cien vidas, te condenaría a una de
secretos. Mereces algo más. Mereces lo que vas a tener.
Negó con la cabeza.
— Cassie…
— Daniel, escúchame. —Acercó la cabeza a su hombro. Quería apoyar
ahí la barbilla, mirarlo desde esa posición, pero se abstuvo. No podía
permitirse una muestra tan evidente de intimidad—. Vas a estar bien. Vas a
formar una familia, vas a…
— No, Cassie, escúchame tú a mí, no es eso… —Se acercó más y giró el
cuerpo por entero hacia ella. Cogió sus manos—. No es eso. Lo que quiero
que sepas es que… —Tomó aire, pero incluso esa respiración ansiada se le
entrecortó—. Lo sé. Lo sé, y quiero que sepas que lo entiendo. Estoy aquí.
Hubiera estado aquí. Yo mismo lo hubiese hecho.
Cassandra se liberó de esas manos y se alejó. Un peso extraño se asentó
en su estómago. No tenía defensas para él.
— No sé de qué hablas.
— Alguien tiene que decírtelo, Cassie. Tienes que escucharlo de alguna
boca. —Apartó la mirada de él y con un extraño rechazo se alejó aún más
—. No te vayas. Ven, mírame. Estoy aquí.
Cogió de nuevo sus manos, pero al instante soltó una de ellas y la apoyó
en su rostro. Lo giró hasta que se miraron de nuevo. Cassandra aguantó la
respiración, pero no aguantaría esa mirada compasiva, amable, tan azul
como el cielo de esa isla en el mejor de sus días.
Ella negó con la cabeza.
— Lo entiendo —dijo él—. Quiero que sepas que lo entiendo.
Pero Cassandra siguió negando, porque de entre todas las personas de
ese lugar, quien menos deseaba que la viera de ese modo era él. No quería
que la viera con claridad, como la asesina en la que se había convertido.
Pero era él, de entre todas las personas de ese lugar, quien siempre había
sabido verla.
— Era él o yo —dijo.
Cassandra lloró todas sus llamas, por fin, en brazos de alguien.
Capítulo 27
La última carta que recibió Cassandra, aquellos días, contaba una historia
que reconocía, que creía o quería reconocer. Era la historia de una mujer
como tantas otras. Había vivido en Dòrnach, servido a una familia,
contraído matrimonio y engendrado hijos. Entrada la vejez, había sido
acusada de brujería y quemada por ello apenas sesenta años antes del
tiempo que habitaba Cassandra. Tal vez se tratara de aquella mujer que
había referido Lewis Drummond, días atrás, cuando narraba su propio
pasado en contacto con el temor a las hogueras. Sesenta años antes, con la
Ley de Brujería a punto de quedar extinta, a punto de ser un error de
tiempos pasados. Todavía quedaban personas vivas que sentían su historia
no como una historia sino como parte de lo que eran, de lo que era el lugar
que habitaban.
Esa historia no tenía nada de extraordinaria. La mujer que escribía se la
había escuchado narrar a su madre en muchas ocasiones, a veces desde la
amenaza, portaos bien o vendrá a por vosotras, a veces desde la fascinación
por las historias, desde ese alma de narradores que poseían allá en el Norte.
Pero había algo, un detalle…
Cassandra arrugó el papel entre las manos. Aquellas palabras narraban
cómo la hija de esa bruja tardía había logrado escapar y cómo, allá donde
iba, llevaba consigo una marca del mal, en su propio cuerpo. Los pies
deformes, consecuencia de los hechizos de su madre.
Los pies deformes. Como esa mujer de su infancia que se arrodillaba
frente al mar.
Afrontó las últimas despedidas aquella tarde. Dos días después del
último encuentro con Daniel, con el corazón encogido, tomado por una
tristeza nunca antes experimentada, pero de algún modo liberada y con
grandes deseos de poner un pie en el camino, determinó injusto no
despedirse de los otros dos hombres de su vida.
Visitó a su padre a primera hora de la mañana. Con él fueron todo
promesas. La promesa de regresar, la promesa de cuidarse, la promesa de
escribir. La promesa de visitar la tierra de su madre. No se marchaba para
siempre, aseguró, solo una temporada, solo hasta que el ánimo de Walter
Sayer se calmara, solo hasta que el pueblo hubiera olvidado lo suficiente
como para recibirla de nuevo como Cassandra y no como la viuda de El
Inglés.
Quería que los demás olvidasen, era ella quien debía recordar, quien
debía no perdonarse. No pretendía vivir sin remordimientos, ni ignorar las
pesadillas recurrentes. Sabía que nunca se desharía de ellas y no se
esforzaría ni lo más mínimo por desprenderse de las emociones o las
cuestiones morales que habían nacido con la decisión tomada. No le
importaba vivir con eso. Estaba viviendo, eso era lo que le importaba.
No le dijo la verdad a su padre. Jamás se la diría. Esa verdad era suya.
Tampoco le contó la verdad a su hermano. Liam no hubiera adoptado
una postura diferente a la que había visto, días atrás, en Daniel, pero tal
como le sucedió con su padre, sintió que aquella era su verdad, una que
quería conservar para sí.
Quizá lo que sucedía era que estaba siendo egoísta, que estaba
preservando la imagen que aquellos dos hombres tenían de ella, quizá lo
que sucedía era que no quería ensuciar esa imagen, ese recuerdo, no quería
mancillar su nombre ante ellos. Tampoco aquello le importaba demasiado.
Muchos nombres habían sido mancillados en vano, por todos ellos
conservaría el suyo inmaculado.
Su hermano no aceptó de buen grado su partida. Su padre no la celebró,
pero se mostró mucho más transigente con ella, quizá porque, en el fondo
de ese viejo corazón, lo único que deseaba era que su hija estuviese bien. Y
sabía lo que sabía Cassandra: que no había, no de momento, lugar para ella
en ese pueblo, donde viviría a medio camino entre un palacio que no era
suyo y unas calles que no podía ocupar del todo, cohabitando con el amor
de su vida entregado a una vida con otra mujer.
Explicó todo esto a su hermano, que, a pesar de dar muestras de
entendimiento, no dejó de mostrarse reacio a su decisión.
— ¿De qué vivirás?
— Tengo una buena pensión anual, Liam. No debes preocuparte.
— Me refiero a… ¿Qué vas a hacer? ¿Perseguir mujeres?
— No lo digas como si fuera un acto vandálico.
— No es vida para una dama.
— Soy una bruja, Liam, no una dama.
— Cassie…
Pero ella sonrió, y al final él también lo hizo.
Se despidió de ellos el penúltimo lunes de diciembre. Cerró los ojos al
abrazarlos.
Capítulo 30
Se considera que la última mujer de Gran Bretaña que fue condenada a la hoguera por brujería
fue Janet Horne, en Dornoch. No se conoce con exactitud el año. Algunas crónicas sitúan la fecha en
1722, otras en 1727. Menos de una década más tarde, se abolió una Ley de Brujería que, se calcula,
terminó con la vida de más de 2500 personas en Escocia. Un 84% eran mujeres.
Janet Horne fue acusada, entre otras cosas, de convertir a su hija en poni, de cabalgar sobre ella
hasta el lugar donde se reunía con el diablo y de no ser capaz de devolverla a su forma humana,
deformando en el pro ceso los dedos de sus manos y de sus pies. Su hija escapó de la hoguera. No se
tiene más constancia de su vida.
Es muy probable que esa última mujer que murió en la hoguera no se llamase Janet Horne. Este
nombre, con su variante Jenny Horne, era uno genérico que los habitantes de las Tierras Altas de
Escocia usaban para referirse a las brujas
Agradecimientos.
Gracias, en primer lugar, a mi madre. Fuiste la primera en leer esta historia que escribí, en
julio de 2018, sin más pretensiones que regalarte algo entretenido para pasar el verano. Gracias
también a Jose, Paqui y mi tía Mari, que leísteis la primera versión, como mi madre, cuando
toda vía no había brujas involucradas. Me contagiasteis vuestra emoción y en parte por eso
estamos hoy aquí.
Gracias, Lore, por convertir mis sueños en algo que pueden ver mis ojos. Por la paciencia,
el talento y por ser mi amiga, que es lo que más valoro de todo, ¡y mira que valoro lo otro!
Perdón por hacerte trabajar, pero ojalá te tenga siempre conmigo.
Gracias a las primeras lectoras de esta versión de brujas. Evawyn, Andrea, María, gracias
de corazón. Cris: gracias, gracias, gracias. Gracias a las cuatro por ayudarme y por tratarlo
todo con tanto cariño.
Por lo demás, a la gente que tengo cerca. Mi hermana, mi padre, mi familia. Ro, por todo
lo de siempre. Ana, Eva, todas las Encalas: os quie ro con todo mi corazón. Los pilotos de
avión de la Unión y los Encalos. Xabier, por hacerme siempre las mejores preguntas y por
todas las con versaciones (que después nunca recuerdas). Gracias también a Sergio, la gente
fascinante y las malas segovianas. Gracias por el apoyo, los con sejos, el interés, pero sobre
todo gracias por recordarme siempre que tengo una vida que adoro cuando no estoy
escribiendo.