La Ultima Bruja de Escocia - Judith Torquemada Min

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JUDITH TORQUEMADA MINGUELA

A tantas, tantas, tantas mujeres

A todas las brujas

Para ti, mamá, que me sigues dando la vida cada día


Prólogo

1770

Había una mujer frente al mar.


Las olas rompían en la orilla con una serenidad impropia de un día de
invierno. Aquella tarde, el viento había concedido un respiro a ese rincón de
la costa escocesa, también la lluvia había dejado de caer. Así llegaron a la
playa, arrastrados por la promesa de un clima amable, pero se detuvieron
antes de poner un pie en la arena, porque entonces la vieron: una mujer,
arrodillada frente al mar. Hacía frío, esa clase de frío que se te cuela en las
entrañas, aun sin viento ni lluvia, la clase de frío que cuesta sacudirse de
encima, pero esa mujer no exhibía síntomas de malestar. Muy al contrario,
parecía tan serena como esas olas que rompían prácticamente en silencio.
Esa mañana, los dos hermanos habían acompañado a sus padres al
mercado. Fue allí donde escucharon los rumores: había una bruja en el
pueblo. Su padre había sacudido la cabeza y su madre había agitado las
manos. Eso son pamplinas, había dicho. Por supuesto que eran pamplinas,
las brujas ya no existían, eso lo sabía todo el mundo.
Cuando le contaron a Daniel lo que habían escuchado, él mismo dijo:
— Las brujas ya no existen. —Pero después añadió—: ¿No?
— No —respondió ella.
— Claro que no —constató el hermano, mayor y por tanto más sabio,
más valiente—. Las quemaron a todas.
Pero una vez en la playa, con la promesa del juego ya truncada,
observando a esa extraña, por si acaso, y en voz baja, lo que dijo fue:
— Vámonos. No me gusta.
Su hermana ignoró su advertencia y mantuvo la mirada clavada en la
mujer que descansaba frente al mar, dando la sensación de estar emitiendo
una plegaria o una maldición, aunque las brujas no existieran ya, aunque tal
vez nunca hubieran existido.
— Tu hermano tiene razón. —La niña se giró para escuchar a su amigo
—. Deberíamos irnos. Además, se está haciendo tarde.
Los dos tenían miedo, pero ninguno lo dijo. No hacía falta: podía
reconocer ese miedo en los ojos azules del uno y en la orden suplicante del
otro. Deliberó unos instantes: ¿tenía ella miedo? Decidió que no, así que
fijó los ojos de nuevo en aquella mujer arrodillada frente al mar.
Como si se supiera espiada, con esa clase de intuición que advierte a uno
que está siendo observado, giró la cabeza. Los tres se sobresaltaron, pero no
había nada de particular en su rostro, pensó la niña, salvo quizá una
extendida tristeza, visible incluso en las quince o veinte zancadas que las
separaban.
— ¡Bruja! —gritó alguien a espaldas de todos.
Los tres críos se sobresaltaron de nuevo. Daniel cogió la mano de ella,
que entonces sí apartó la mirada de la playa. Giró su cuerpecito, tan
pequeño ante la inmensidad del mar, y observó a una pareja de ancianos
mientras se alejaba. Fue un grito singular aquel, pensaría más tarde, una
especie de grito susurrado, una exclamación que no pretende ser escuchada
porque, en el fondo, el odio expresado nace del miedo, y quién podría
desear que otro escuchase los alaridos de su miedo.
La niña se preguntó a qué tendría todo el mundo miedo. Ella no lo
sentía. Como mucho, lo que sentía era una tristeza contagiada por esa
mujer. No era una anciana o, en cualquier caso, no tanto como la pareja que
la había increpado, y sin embargo parecía profundamente vieja. Ha vivido
mucho, decretó, con la vehemencia reveladora propia de la infancia. Fijó la
mirada en sus pies descalzos que, el uno junto al otro, sostenían el peso de
su cuerpo. De rodillas, estaba de rodillas.
Le impresionaba aquello: de rodillas, descalza, frente al mar.
Creyó descubrir que los dedos de esos pies se retorcían hasta distorsionar
la que debía haber sido su forma natural, provocando que no parecieran, no
del todo, dedos. No habría podido decir si contaba ocho o nueve, pero había
aprendido a contar hacía bien poco, y además estaba a veinte zancadas de
distancia, así que podía estar equivocada.
¿Sabría contar esa mujer? ¿De dónde era? ¿Por qué todos estaban tan
convencidos de que se trataba de una bruja? ¿Sería por los dedos de sus
pies?
¿No las habían matado a todas? ¿Era aquella la última bruja de Escocia?
Tantas preguntas, tenía tantas preguntas siendo apenas una niña.
— Yo me voy, ¡haced lo que queráis!
El mayor se incorporó y, pese a su aparente desentendimiento, agarró a
su hermana del brazo y la obligó a incorporarse. La siguieron unos ojos
azules, como siempre hacían.
— ¡Suéltame! —dijo ella.
No fue un grito susurrado, sino un grito propiamente dicho.
La mujer frente al mar volvió a girarse. Anciana y niña se miraron
durante unos instantes. La niña pensó que a lo mejor lo que quería esa bruja
era que el mar se llevase el olor de las hogueras.
Capítulo 1
1788

La vida de Cassandra ya había comenzado a girar en torno a la muerte


de un hombre cuando aquella mañana abrió los ojos.
El primer sonido del que tomó conciencia provenía de los
ventanales. Tardaría todavía unos segundos en comprender que
Florence, apostada junto a ella en la cama, pronunciaba su nombre con
cierta urgencia. Primero, las gotas de lluvia: cloc, cloc, cloc. Cielo
santo, la violencia con la que llovía en esa tierra y lo altas que habían
ardido las hogueras. ¿No era que el agua se llevaba por delante el
fuego? ¿Era el fuego aún más violento que esas gotas que martilleaban
sus ventanales sin descanso, día y noche?
Con delicadeza, Florence colocó una mano sobre las mantas que
cubrían su cuerpo. Cloc, cloc, cloc, cloc, cloc, repiqueteaba la lluvia.
— Cassandra, ha ocurrido algo…
Abrió los ojos y los clavó en el rostro consternado de la doncella.
Esperó por el desventurado suceso, el asunto por el que reclamaba su
atención cuando el día aún no había despuntado, a juzgar por la escasa
claridad que se colaba en el dormitorio. Cloc, cloc, cloc. En vista del
silencio, se incorporó, apoyándose en los almohadones a su espalda.
— ¿Qué ocurre? —preguntó.
Las primeras señales de una reconocida jaqueca martilleaban su
cabeza como la lluvia martilleaba la ventana. Escrutó la mirada de
Florence, todavía en silencio. La observaba con un tipo de temor que
no conocía pero que sí podía, de algún modo, reconocer. La clase de
temor que acompaña a la tragedia. Cloc, cloc, cloc, cloc, cloc. Encogió
las piernas hasta abrazarse a ellas, hasta abrazarse con ellas. Doncella
y señora de la casa intercambiaron una última mirada en silencio hasta
que la primera, con los labios apretados, anunció:
— El señor… le han hallado muerto, Cassandra. En las cuadras.
Cassandra esperó, con la mirada de Florence sobre ella. No habría
sabido responder, de haber sido preguntada por ello, qué estaba
esperando durante esos segundos que transcurrieron desde que
Florence pronunció las últimas palabras, en las cuadras, hasta que
finalmente consiguió asentir. Abrazó sus piernas con firmeza, casi se
diría que con pasión, y apoyó la barbilla en las rodillas, desviando la
mirada hacia el mobiliario que ocupaba el fondo del dormitorio.
— Herbert ha mandado llamar al señor Walter.
Asintió de nuevo.
Cloc, cloc, cloc, cloc, la lluvia no concedía un respiro.
Cómo era posible que no hubiera apagado todas esas hogueras del
pasado.
— Lo lamento, Cassie.
Asintió una tercera vez cuando volvió a posar sus ojos sobre
Florence.
Su esposo estaba muerto.
Los primeros compases de la mañana transcurrieron bajo un
silencio absoluto, a excepción del cloc, cloc, cloc que perseguía a
Cassandra allá donde iba. Recorrió las estancias del palacete en
soledad, acariciando los muebles de madera reciente y asombrándose
con la pulcritud de su propio hogar, hasta que se decantó por tomar una
taza de té en la biblioteca, donde esperaría la llegada de Walter Sayer.
De haber solicitado la presencia del mayordomo, Herbert, este habría
compartido con Cassandra todo lo relativo a la muerte de ese esposo a
quien había visto, por última vez con vida, la tarde anterior. Por temor
o por una indiferencia final, eligió el desconocimiento absoluto.
Tomó té en silencio, con la mirada puesta en el exterior. Cloc,
sonaba, cloc, aunque la cadencia era más sosegada, menos violenta que
al amanecer. Escuchaba, acompañando a la lluvia, el crepitar del
fuego, algo así como crack, y una pequeña pausa, crack, y el silencio,
cloc, crack, crack, cloc. Aquel sillón que había pertenecido a Edmund
conservaba su perfume. Ignoró como pudo las náuseas, se incorporó y
dirigió sus pasos hacia las cristaleras.
De ese modo la encontró Walter Sayer cuando ingresó en la
biblioteca: junto a los ventanales. Cassandra volteó todo su cuerpo
para enfrentar a su cuñado, todo seguridad y agresividad, todo
violencia y fuego. Caminó hasta la chimenea, donde depositó la taza
de té sobre la repisa, y tomó la gruesa manta de lana que Edmund
había mandado tejer para ella unos cuantos años atrás.
— ¿Dónde está? —preguntó Walter.
Walter no lamentaba que Cassandra hubiera perdido a su esposo,
consciente como era de que no existía tal dolor en ella. Sintiendo una
extraña incomodidad por ese saber compartido, la joven dirigió una
mirada hacia Herbert, situado en la puerta. Cuando el sirviente
entendió que era él quien debía ofrecer la información que Walter
esperaba, se apresuró a responder:
— En los establos, señor. El mozo de cuadras ha sido quien ha
hallado su cuerpo. Queríamos esperar a que usted llegase para…
— Cierra la puerta al salir y espera mis órdenes.
— Sí, señor.
Herbert era educado, discreto, servicial. Cassandra pensó que ella
era la señora de la casa y que era ella quien debía disponer órdenes
entre esas cuatro paredes, pero no tenía pensado entrar en conflicto un
día como aquel. Vaciló entre aproximarse de nuevo a las ventanas o
sentarse en ese sillón que olía a su esposo fallecido.
— ¿Qué ha sucedido, Cassandra?
«Sin deferencia, de acuerdo».
— ¿Cómo podría saberlo, Walter?
Colocó la manta sobre sus piernas al acomodarse entre el perfume.
— Uno espera que una buena mujer cuide de su esposo.
— Hay lugares a los que, como bien comprenderás, no podía
acompañarlo.
Walter torció la boca en una sonrisa que indicaba desprecio. Avanzó
hasta sobrepasar la posición de Cassandra y, observó esta por el rabillo
del ojo, se colocó frente a los ventanales, con las manos en la espalda
y, suponía, el fuego en la mirada. Cloc, cloc, cloc. Uno espera que la
lluvia apague las hogueras, pero esa lluvia maldita no hacía sino
alimentarlas.
— No quiero que abandones esta casa —dijo Walter.
— ¿Disculpa?
Se volvió de nuevo y la miró desde arriba.
— No voy a repetirlo. Ahórrate el intento —añadió, imaginando la
iniciativa de protesta que iba a tomar Cassandra—. No es tu seguridad
lo que me preocupa.
— ¿Qué es lo que te preocupa, en ese caso?
Se miraron.
Walter emitió un largo suspiro, con las manos todavía guardando
sus espaldas. Cassandra se preguntó cómo hace frente al dolor un
hombre tan frío como era su cuñado, qué caminos se elegían, desde esa
posición, para transitarlo o erradicarlo.
— Mi hermano ha sido asesinado, Cassandra. De tener que
aventurarte, ¿qué dirías que podría preocuparme en estos momentos?
No tuvo que pensarlo mucho: la venganza.
Guardó silencio. Walter deshizo sus manos unidas y los brazos
cayeron a ambos lados de su cuerpo. A Cassandra le pareció que
estaba ante una imagen muy fidedigna de un hombre sumido en la
impotencia, y que la contención en sus palabras no era sino la
contención de toda la ira que guardaba dentro.
«Hazme la pregunta que deseas hacer: pregúntame quién ha sido».
¿Qué respondería, llegado el caso? Tal vez una verdad: que no le
importaba.
— ¿Cuándo fue la última vez que viste a mi hermano con vida?
Cassandra desvió la mirada hacia la chimenea. Crack, crack,
crackcrack, crack.
Sobre todo: cloc, cloc, cloc.
— Ayer, poco después del almuerzo. Edmund me acompañó a casa
de Sarah Grant, donde permanecí hasta que comenzaron los festejos.
Ignoro qué hacía Edmund en los establos. No compartió nada
conmigo, salvo que tenía compromisos que atender. Dormíamos, como
imaginarás, en cuartos separados, por lo que no eché en falta su
presencia al acostarme. No hay mucho que pueda contarte, Walter.
— ¿No ha ocurrido nada extraño en los últimos días?
— No lo sé. Si estaba inquieto, o preocupado, no era algo que
compartiera conmigo.
Walter la miró. Si la relación con su esposo se había asentado en un
vacío sólo ocupado con violencia, su cuñado había sido, durante
aquellos años, una presencia amenazadora pero silenciosa en su vida.
Nunca había reparado demasiado en ella, pero en esos momentos supo
que la detestaba con todas sus fuerzas.
— ¿Para qué podría querer una esposa que ni calentaba su cama, ni
le daba descendencia, ni se cuidaba de escuchar sus preocupaciones?
Apretó los labios y alzó la cabeza lo justo para que Walter lo
apreciara. No dijo nada.
— Mandaré llamar a nuestro reverendo de York para el funeral.
Ofreceremos un servicio sobrio y respetuoso. —Hizo una pausa—. Por
el momento, permanecerás aquí hasta que arroje más luz sobre lo
sucedido.
— No tienes derecho a darme esa orden.
— Y sin embargo lo estoy haciendo.
— No tienes ninguna autoridad sobre mí, Walter.
— Y sin embargo vas a obedecerme. —Levantó la voz—.
Considéralo la última voluntad de un pobre hombre al que has
condenado a permanecer para siempre en esta miseria pueblerina.
Walter Sayer abandonó la estancia antes de que Cassandra tuviese
oportunidad de réplica. Permaneció allí sentada, con la taza de té
enfriándose en la repisa de la chimenea, la manta de lana todavía
cubriendo sus piernas, el cuerpo reposando en ese maldito sillón cuyo
perfume contenido, en ese momento y no antes, le provocó una nausea.
Se obligó a recomponerse. Suspiró, y se obligó a sí misma a
recomponerse.
Quiso pensar que Herbert se había encargado de comunicar los
hechos a su propia familia. Stuart Burns se cubriría la parte inferior del
rostro con una mano, mientras se decantaba por la expresión más
estoica posible para reaccionar a la noticia. Liam, en cambio, no
encontraría manera de esconder su júbilo, ni la sensación de justicia
que sin duda lo embargaría. Edmund Sayer asesinado, diría para sí, qué
excelente final. A Dios gracias que Cassandra había heredado más el
temple de su padre, ese que le permitía calibrar cuándo exhibir u
ocultar sus emociones, que la impulsividad de su madre, que sobre
todo había ido a parar a su hermano mayor.
«Madre. Qué habría sentido madre».
De lo que sucedería de ese momento en adelante, poseía una idea
muy limitada, pero sí podía suponer que el descanso, la paz anhelada,
quedaba lejos. Un hombre de la talla de Edmund Sayer habría sido
enterrado con todos los honores que correspondían a su posición, y su
familia lo habría llorado durante meses, pero Edmund no se había
ganado el respeto de esa miseria pueblerina ni había formado una
familia. Sólo estaba ella, Cassandra, así como Walter, su hermano
pequeño.
Los Sayer habían dejado York una década atrás para aprovechar la
expansión del Imperio. Fue entonces cuando tomaron las
oportunidades que ofrecían los puertos de esa región de Escocia, en
aquella época conocida como Haddingtonshire, en uno de cuyos
pueblos se habían asentado. Nunca habían hecho más que eso:
asentarse. Los escoceses no eran de su agrado, ni siquiera los del sur,
ni siquiera los que habían abrazado la Unión. Ni siquiera la mujer, ni
mucho menos la familia, con la que se había desposado el mayor de
ellos.
Cassandra poseía una idea muy limitada de lo que sucedería de ese
momento en adelante, pero sabía que Walter Sayer perseguiría el
crimen. Lo entendía, a decir verdad, por mucho que pesase sobre ella
una cierta incomodidad por empatizar con ese hombre. Lo entendía
porque ella tampoco podría dejar estar el asesinato de su hermano. Ni
siquiera era capaz de abandonar las muertes de todas esas mujeres que
nunca había conocido.
Si pudiera sacarlas a todas de la hoguera… Crack, crack, crack,
crepitaba el fuego. Si pudiera sacarlas a todas de la hoguera alcanzaría
la paz anhelada, entonces sí la alcanzaría.
Cloc, cloc, cloc, cantaba la lluvia en las ventanas. La lluvia canta, le
había dicho Daniel una vez, la lluvia canta en esta tierra, ¿o es que no
la escuchas? Cloc, cloc, Cassandra ya sí lo escuchaba. La lluvia
cantaba, esa mañana gris, algo parecido a un canto de libertad.
No podía decirse que se sintiera dichosa. No era dicha lo que
llevaba dentro, no era el júbilo que sí sentiría su hermano cuando
conociese lo sucedido. Tampoco era, en cualquier caso, tristeza ni nada
que se le pareciese. Los recuerdos de noches sin dormir, esperando una
violenta visita a su cuarto que tal vez llegara o tal vez no, el hedor del
alcohol, y del perfume, los golpes en la oscuridad, el temor a que uno
de esos golpes fuera el último… Todo aquello conducía a la única
verdad que importaba, más allá del júbilo, más allá de la tristeza. Más
allá estaba ese canto de libertad que creía escuchar en la lluvia: la vida
de Edmund había terminado y por ello, quizá, la de Cassandra pudiese
por fin comenzar.
Capítulo 2

El segundo lunes de noviembre, Cassandra enterró al hombre que


había sido su esposo mientras pensaba en quien podría haberlo sido.
La lluvia no era tan habitual en ese rincón de Escocia como lo era
hacia el oeste, donde de algún modo la tierra se volvía más salvaje,
más imprevisible, o hacia el norte, donde había nacido su madre, entre
clanes que desaparecían y pueblos que se marchaban hacia el oeste,
todavía más hacia el oeste. Allí, en ese punto que los mapas situaban
en la esquina este de la gran isla escocesa, la lluvia no era tan
constante, pero había llovido diez días sin descanso. Había llovido
desde que Edmund Sayer había fallecido, sin respiro, cloc, cloc, cloc,
sin descanso, a veces golpeando con furia las cristaleras del palacete
en el que Cassandra había permanecido encerrada.
Aferrada al brazo de Liam, aguardaba las indicaciones rituales de
ese reverendo de York de mirada perversa y voz grave que, al margen
de apreciar esos dos detalles, no pudo despertar en ella una mayor
indiferencia. Su madre, católica de nacimiento, habría echado pestes
de los ingleses y hasta de sus compatriotas protestantes, estando como
estaban en ese delicado momento en el que la fe abrazada no parecía
importar tanto como el crecimiento del Imperio, aunque unos y otros
se amparasen en lo primero a la hora de escoger sus lealtades. Qué
sabía Cassandra, en cualquier caso, si no era más que una mujer que no
había sabido calentar la cama de su esposo ni escuchar sus
preocupaciones ni tampoco darle un heredero.
Liam se enderezó a su lado, como sobresaltado por lo que debían
ser sus propios pensamientos. Cassandra lo observó. La cuidada barba.
Los mechones grisáceos que habían empezado a aflorar tiempo atrás,
siguiendo los pasos de su progenitor. Su hermano siempre había sido el
más agraciado de los dos, con esos grandes y expresivos ojos marrones
que Cassandra había deseado para sí, con esa sonrisa amplia y cálida.
Empezaba a envejecer, no obstante, más pronto de lo que debería ser.
Aún no había cumplido treinta años, pero sus ojos reflejaban un
cansancio que valía por el doble de vida transcurrida. Era el cansancio
propio de los hombres del campo, el mismo cansancio que arrastraba
su padre. El comercio del lino marchaba bien, tan bien como Edmund
en persona había prometido tiempo atrás, pero eso significaba, durante
la mayor parte del año, viajes constantes que conducían a Liam a la
extenuación. Los meses en los que no viajaba, debían cosechar, tiempo
en que el agotamiento era diferente pero existía de igual modo.
Cassandra se lo tenía advertido: no vería crecer a sus hijos si
continuaba por ese sendero. Qué otra cosa podía hacer, en cualquier
caso. Era lo único que tenían. Cultivar, cosechar, hilar, comerciar.
Ese día, bajo la lluvia y aferrada a su brazo, soporte y apoyo,
encontró a su hermano más cansado que de costumbre.
— ¿Incluso en un día como hoy debo ser yo quien presuma de tener
mejor ánimo? —Susurró Cassandra, sólo para ellos—. ¿No has
considerado por un momento que deberías ser tú quien me consolase
en el entierro de mi esposo?
Liam sonrió, sólo para ellos. Después dejó de hacerlo.
— No me gusta que haya venido, Cassie.
Hasta ese momento, había ignorado tanto como había podido la
presencia de Daniel Loughty, pero las palabras de su hermano la
encontraron con la guardia baja y sin pretenderlo buscó entre la
multitud, actuando desde el más genuino de los impulsos, ese rostro
antaño querido. Al encontrarlo, al mirarlo con plena conciencia de
estar haciendo aquello, el corazón de Cassandra empezó a latir
desbocado, llevado por un nerviosismo infantil y también por lo
mucho que pesaba el tiempo, la pérdida.
En apenas un segundo tomó una decisión: la decisión de permitirse
a sí misma examinar sus facciones, de reconocer esos dos grandes ojos
azules que dominaban un rostro hermoso, de facciones dulces. Dos
grandes ojos azules que la habían observado, tiempo atrás, mucho
tiempo atrás, con toda la ternura que tenía dentro ese muchacho
amable y atento que había cogido su mano, al principio, cuando nadie
miraba; más tarde a la vista de todos.
Casi como si el vínculo que un día existió entre ellos tuviese vida
propia, esos dos grandes ojos azules encontraron su camino hasta las
pequeñas esferas marrones de Cassandra. Se observaron durante unos
instantes en la distancia, en silencio, sin manifestar un solo gesto. Al
cabo de unos segundos, Cassandra entreabrió los labios, como si todas
las palabras que alguna vez había contenido o fuera a contener
pugnaran por salir.
Fue Daniel quien rompió ese momento.
Entonces Cassandra volvió a respirar, si es que su siguiente esfuerzo
podía considerarse como tal. Se dijo de inmediato que prefería
asfixiarse en esa mirada que sospecharse indiferente ante él,
significase eso lo que significase, así que lo buscó de nuevo. No podía
estar haciendo aquello, no en ese lugar, no ese día, pero lo hizo. Buscó
a Daniel y en su rostro se quedó, respirando la herida, los años
perdidos y esa dolorosa distancia, la elección impuesta, la pérdida.
Su hermano le propinó un disimulado codazo.
— Cassie, no lo empeores. —Liam apoyó la mano sobre la que
Cassandra tenía reposando en su brazo, con la que se sostenía a su lado
—. No debería haber venido. En el pueblo hablarán de esto.
— Han venido como señal de respeto. Por encima de todo, son
amigos de padre.
Daniel no había acudido solo. Andrina, la madre que hacía pastas de
almendras para Cassandra, y Ramsay, el padre que la había tomado
tantas veces en brazos para subirle a la yegua de la familia, estaban
también allí.
Liam no lo aprobaba. En esa ocasión, fue Cassandra quien sacudió a
su hermano.
— Deja de observarlos de ese modo.
— No me gusta.
— Son familia. Pueden estar aquí, y agradezco que estén.
— ¿No crees que la gente hablará? No me gusta.
— Eso ya lo has dicho.
— No mires más.
— Mira que eres.
Cassandra no tenía pensado sumarse a las inquietudes de su
hermano. Habían pasado siete años desde la última vez que había
tenido oportunidad de observar con libertad, sin obstáculos, a Daniel,
siete años desde aquella última noche en la que llovía a cántaros, en la
que la lluvia cantaba una canción de despedida mientras Daniel
lanzaba súplicas y Cassandra negaba con la cabeza, casi al compás de
la lluvia, cloc, no puede ser, cloc, lo siento, cloc, yo tampoco deseo
esto, cloc, tenemos que aceptarlo, cloc, tienes que marcharte, cloc.
Siete años desde ese último encuentro, desde esa noche en la que
Cassandra recordaba haberse dicho que cuando mejor lucían los ojos
de Daniel era bajo la luz del sol, a poder ser entre las ramas de su
bosque, así que ni siquiera había podido despedirse de estos en su
mejor versión.
Ese día lluvioso de cielos encapotados, la mirada de Daniel
destacaba como la nota de color en un paisaje gris.
Cassandra se había prometido, hacía ya mucho tiempo, mantener
una relación de honestidad innegociable consigo misma. Se había
prometido no caer en la trampa de enmascarar sus debilidades, o sus
dolores, con fútiles distracciones o pensamientos banales. Además, los
pocos modales de una dama que le habían impuesto al casarse con
Edmund se los había arrancado su esposo a base de golpes. En aquella
tesitura, podía reconocerse a sí misma cualquier emoción, pues había
perdido el decoro o la vergüenza, incluso el miedo, ante lo que pudiera
encontrar en lo más hondo de su ser. No era temor, por tanto, lo que le
impedía poner nombre a todo aquello que estaba sintiendo ese día,
frente a esos ojos: era una inusitada incapacidad de reconocerlo. No
sabía lo que sentía al mirar a Daniel.
Sí sabía, en cambio, que Walter había terminado de transformar su
dolor en rabia. Situado unos pasos por delante, más cerca del cuerpo
de Edmund de lo que lo estaba quien había sido su esposa, apretaba los
puños, que mantenía pegados a un cuerpo por lo demás inmóvil.
Suponía que la unión entre los hermanos había sido, a su modo,
sincera, claro que esa lealtad no tenía por qué nacer del amor. Podía
encontrar su razón de ser en el compromiso o, más aún, en el orgullo
del apellido compartido, en el poder que perseguían por igual.
Desconocía si se habían querido o si tan solo habían deseado lo mismo
y se habían unido en torno a ello. De lo que sí estaba prácticamente
convencida era de que Walter sentía ese crimen como una ofensa. Si
no le dolía la pérdida desde el amor, desde luego esa afrenta lo estaría
torturando. El apellido mancillado. La privación de poder que
demostraba el crimen.
Liam apretó de nuevo la mano que Cassandra apoyaba en su brazo,
como acompañando sus pensamientos. Tú no estás sola, no estás sola
desde el amor, parecía querer decir.
En realidad, había estado sola siempre, primero desde la
incomprensión que acompañaba a toda mujer en ese mundo de
hombres. Más tarde sola en el dolor, cuando hubo de cumplir con sus
obligaciones como hija en edad de casamiento. Tiempo después, sola
en la resignación de saberse atrapada en un matrimonio que durante los
primeros meses había sido infeliz, por la mutua indiferencia que se
profesaban, por el desaliento que sentía Cassandra y la necesidad de
Edmund de imponerse ante ella, ignorando su miseria y haciendo valer
los derechos que ese mundo le había concedido desde su mismo
nacimiento. Nunca se había molestado en tratar de conocer a la joven
con la que se había desposado: sólo había prestado atención a su
obediencia o la ausencia de ésta, a lo que significaba para él, al modo
en que Cassandra debía servirle. Así, más tarde y hasta el final, ese
matrimonio había pasado a ser, además de infeliz, violento.
Y Cassandra había estado sola, siempre sola, siempre dando vueltas
a un mismo asunto: por qué tantas mujeres.
Por fortuna, en algún momento había sabido encontrar el camino
hasta la reconciliación con la única familia que sí podía acompañarla,
la que ahora le ofrecía el brazo como soporte y apoyo, la que apoyaba
las manos en sus hombros y susurraba en su oído:
— Ya queda menos, hija.
Su padre, Stuart Burns, se había situado tras ella desde el inicio de
aquel ritual. Muy cerca, Sarah y Robert permanecían en pie, en
silencio. Robert mantenía la cabeza baja. Su amiga, en cambio, la
buscaba con preocupación de forma constante.
Y frente a ella, dos ojos azules esquivaban su presencia. Sabía que
la ignoraba de forma deliberada, que se estaba forzando a ello, que no
deseaba que sus miradas volvieran a encontrarse. Sonrió al
comprender que lo importante era que ella podía mirarlo, ¡ah!, podía
observarlo con libertad. Podía detenerse a contar los pequeños
mechones de pelo que caían por su frente, y eso era todo cuanto
necesitaba porque era un privilegio, era otro canto de libertad. Admirar
el rostro de Daniel, entretenerse en desentrañar la emoción, el
sentimiento, que nacía con esa mirada, darse una respuesta que tuviera,
incluso, una consecuencia, permitirse transformar ese amor de niños en
un anhelo adulto.
— Eres mi primer amor, y yo el tuyo —había dicho Cassandra en
una ocasión, en los últimos días que habían pasado juntos, sin saber
que serían los últimos—. Es bonito.
Estaban apoyados sobre el tronco de un árbol caído en el bosque, de
camino a Dirleton. Había gravedad en la mirada de Daniel cuando
respondió:
— Y el último.
Era ese recuerdo, ese recuerdo concreto, el que había ocupado los
pensamientos de las últimas noches de Cassandra, justo antes de
rendirse a otro sueño intranquilo. La forma en que Daniel la había
mirado entonces, entre ofendido y asustado, con toda la determinación
que cabía en ese cuerpo de diecisiete años que no se había mostrado
esquivo o misterioso en la conquista, si es que esta se había producido
en algún momento.
— No tienes que conquistarme, Daniel —había dicho en otra
ocasión.
Paseaban por el mercado. Hablaban sobre los tiempos que debían
seguir, sobre los pasos adecuados. ¿Eran demasiado jóvenes para
unirse en matrimonio? Sabían que en el Norte se comprometían a
edades tempranas y que incluso, en ocasiones, antes de formalizar la
unión ya les estaba permitido convivir juntos. Allí, en el Sur, las cosas
eran distintas. Una pareja no solía desposarse hasta no haber cumplido
veinte años de edad. Pero entre ellos era diferente, ¿no? Se conocían
desde que eran unos críos, sus familias ya eran familias, ambos lo
deseaban.
— Ni siquiera he tenido capacidad de decisión —continuó
Cassandra, entrelazando sus meñiques—. Soy tuya desde que era una
niña.
Daniel había sonreído con timidez ante esa afirmación rotunda.
Tiempo después, ya separados, Cassandra había entendido por qué no
se mostró del todo complacido con esa declaración. Se conocían desde
críos, se repetía. Las casas de ambos estaban separadas por unos pasos
de distancia. Habían crecido juntos, habían dado sus primeros pasos
juntos, en todos los sentidos. Se habían tomado de la mano a los doce
años, cuando ni siquiera entendían del todo qué significa aquello, y no
se habían soltado hasta que no habían sido forzados a hacerlo. Se
habían dado su primer beso a los catorce, un beso fugaz, inocente. Se
habían besado más adelante con una cierta determinación, explorando
aquello, explorando al otro, explorándose a sí mismos, pero nunca
habían sido más que dos críos que no habían conocido otra cosa. ¿Era
suficiente con conocer al otro, para toda la vida? ¿Era aquello amor?
Tener la fortuna de nacer y crecer junto a tu alma complementaria.
¿Así de sencillo?
Recordaba esos momentos con la mayor de las nostalgias, pero
tiempo atrás empezó a preguntarse si no había sido otra clase de
imposición. La que fuerza el espacio común, el tiempo común, la que
concede la cercanía y la costumbre. Leía a escondidas sobre pasiones
que devoraban el interior de las personas y comprendía que no había
sentido por Daniel más que un corazón lleno… Y ahí se detenía. ¿De
qué había estado lleno ese joven corazón? ¿De qué estaba formado el
amor, en cualquier caso, qué era lo que había sentido por ese
muchacho, que era lo que sentía en ese momento en que por fin podía
volver a mirarlo?
Había crecido, era indudable. Se había hecho un hombre. Algo
quedaba de ese muchacho espigado que paseaba con ella por el
bosque, algo en su porte y sobre todo en esos ojos, pero no sabía
cuánto había cambiado. Tal vez ciertos pequeños hábitos se habían
perdido por el camino, tal vez ya no torciera la sonrisa cuando algo le
agradaba, quizá ya no se sumiera en el silencio como lo hacía cuando
miraba encandilado a Cassandra, tal vez ya no le gustase la lluvia,
quizá ya no encontrase música en esta, tal vez incluso había aprendido
a mentir, o a contar una historia sin atropellarse a sí mismo. Todo
aquello podía haberse perdido, todo aquello podía haber cambiado,
todas esas pequeñas cosas que durante años llenaron el corazón de
Cassandra.
No sabía, de veras no sabía, si habían sido demasiado jóvenes para
amarse como juraban hacer, como creía que habían hecho sus padres
hasta el fallecimiento de su madre. Sí sabía que lamentaba que le
hubieran arrebatado la posibilidad de descubrir cómo habría
evolucionado ese sentimiento que buscaba con ansia en sus recuerdos
y que no terminaba de hallar.
Al principio había soñado sin descanso con un futuro para ambos.
Lo había imaginado de todas las formas posibles. Lo había deseado
con tanta fuerza que habría podido romperse de dolor. Había recreado
la forma en la que se escaparía de ese palacete para fugarse juntos, se
había imaginado a sí misma llegando a hurtadillas a casa de Daniel,
con el vestido empapado por el barro del camino, encontrando un
hogar definitivo en esos brazos familiares, en las promesas que sin
duda le ofrecería. Había imaginado tanto esa nueva primera vez para
ellos… Tanto, tanto, tanto.
Sus deseos en torno a Daniel fueron, en los primeros tiempos tras su
matrimonio, una especie de vida imaginaria en la que refugiarse.
Paseaba por el jardín fantaseando con la idea de ser su esposa y no la
de Edmund, bajaba al pueblo imaginando que acudía a su encuentro, se
echaba en la cama de su dormitorio y casi creía ver cómo aparecía al
otro lado de la puerta, con esa sonrisa torcida y el brillo en sus ojos. Lo
imaginaba tumbándose sobre ella, cubriéndola con su cuerpo. Lo
imaginaba, lo deseaba, si se esforzaba lo suficiente casi podía sentir
que era real. Pero algún detalle la sacaba siempre del embrujo, algún
elemento que nunca hubiera formado parte de la vida que habría
construido al lado del Daniel que conocía. Nunca habrían dispuesto de
un jardín en propiedad, eso desde luego. Siempre acudía al pueblo en
compañía de Florence, que formaba parte de un servicio que tampoco
nunca habrían tenido. Nunca hubiera sido tan poco libre a su lado, en
cualquier caso. Habría andado y desandado a placer sin una obligada
compañía.
La puerta de su cuarto se abría de tanto en tanto, pero no era amor
lo que asomaba al otro lado, era el demonio.
Tantas mujeres en las hogueras y el demonio seguía habitando en
las casas.
Recordó la mirada triste de aquella mujer arrodillada frente al mar.
¡Bruja!, habían gritado a sus espaldas. Daniel la había cogido de la
mano y se habían mirado como se debían mirar por entonces, con
curiosidad y complicidad. Era ese recuerdo el que dominaba su vida.
Ese recuerdo, junto al otro. El primer amor, el último, la última
bruja de Escocia. Recuerdos, creencias que había mantenido toda su
existencia.
Cassandra desvió la mirada hasta esas manos ya adultas de Daniel.
Descansaban unidas, la una sobre la otra, ante su cuerpo. Volvió a
sentirse esa joven que fantaseaba con su imagen tras la puerta. Buscó
sus ojos. Azules, tan azules. El día gris y esos ojos azules destacando
incluso en la distancia. Tragó saliva. Se obligó a ser honesta consigo
misma, a enfrentarse a la realidad.
Daniel iba a casarse con otra mujer. Una joven inglesa cuya familia
había recordado de pronto sus raíces escocesas, ahora que los puertos
de la costa estaban abiertos y dispuestos. Se habían conocido de
casualidad, un día cualquiera, y ella se había prendado al instante.
¿Qué habría pensado aquella familia inglesa, lo había aceptado sin
reticencias? Daniel, como ella, pertenecía al pueblo que trabajaba el
lino, el campo, el pueblo que dormía con las yeguas en sus casas.
Ninguno hubiera imaginado ese cierto ascenso económico años atrás.
La de ella era una familia venida a menos, según le había dicho su
hermano, pero tenía una cierta reputación. Así que no importaban
posiciones, ni herencias. Se casaban por amor.
Ese pensamiento se clavó en lo más profundo de Cassandra y dolió.
Le arrebataba todas sus fantasías, sus cuentos y sus ensoñaciones, la
imagen de Daniel tras la puerta y sus ojos azules recitando que sería su
primer y último amor. Si era amor lo que había sentido durante todo
ese tiempo, poco importaba. Cassandra recordaba, pero Daniel nunca
había tenido por qué hacerlo.
Capítulo 3

Muy a su pesar, Cassandra comprendió en las horas posteriores al sepelio


que todavía quedaba un hombre con vida dispuesto a condenar la suya.
La lluvia por fin había concedido una tregua. A cambio, el sol
presidía lo alto de un cielo despejado, un cielo azul, tan azul… Tan
frío, pensaba Cassandra, tan frío. Hacía frío aquella mañana. Se sentía
presa del sueño, del mal dormir, y sospechaba que así permanecería lo
que restaba de día. Había dedicado la noche a dar vueltas sobre la
cama, incapaz de cerrar los ojos porque al cerrarlos… Los cerraba y
aparecía aquella mujer de su infancia sentada en la arena, arrodillada
ante el mar, devolviéndole la mirada mientras ella sostenía la mano de
Daniel. Ese recuerdo, siempre ese recuerdo. Cuántas veces había
vuelto a él a lo largo de su vida, con o sin ojos azules a su lado.
Esa noche volvió, volvió una y otra vez, una y otra vez, esa noche
silenciosa y fría que dio paso a una fría mañana en la que, sin embargo,
tomó la decisión de salir a pasear por el jardín, buscando más silencio,
buscando su propia calidez.
El reflejo que le devolvía el estanque no decía demasiado. Se
inclinó hacia este y colocó la palma de la mano sobre las aguas, sin
llegar a tocarlas. Un solo roce y perturbaría la calma conjunta. Eso le
satisfacía de algún modo, saberse poseedora de ese poder sobre algo.
Le agradaba estar allí. Era uno de los pocos rincones que había
encontrado para ella en la casa que Edmund había adquirido en su
pueblo, tan lejos de este como había sido posible. Porque él no
pertenecía al pueblo, como tampoco pertenecía ese palacete que
desentonaba con las pequeñas construcciones que poblaban la orilla
del mar, habitadas por pescadores y pequeños comerciantes, y también
con las que miraban hacia los campos que se extendían hacia el sur.
Ese palacete no pertenecía ni a un mundo ni a otro, y ella,
acostumbrada a las limitadas dimensiones de la casa de sus padres, a la
ausencia de privacidad y silencio, sintió aquel lugar, en sus primeros
días, colosal. Inabarcable. Amenazador, incluso. Pero esa inmensidad
ayudó a sofocar la sensación de asfixia que se trasladó con ella al
unirse en sagrado matrimonio con El Inglés, como en un principio lo
había llamado Liam, entre bromas y desprecios. El Inglés y Su
Hermano. Cassandra sonrió ante ese recuerdo.
A veces sentía que no era nada más que eso: recuerdos. Los suyos y
los de otras mujeres, los de las brujas.
Ahora su rostro, al posar la mano sobre el agua, se mostraba
deforme. A su madre le hubiera gustado el brillo que esa mañana
soleada le había regalado a su cabello. Durante buena parte de su
adolescencia se había cuestionado en un sinfín de ocasiones su
aspecto. Cuando empezó a crecer, cuando sus pechos empezaron a
emerger, con una timidez impropia en ella, cuando sus caderas
comenzaron a ensancharse, Cassandra empezó a inquietarse. No se
veía bella, no en el sentido más aceptado de la palabra. Tenía los ojos
demasiado pequeños y de un color anodino; los de Liam, más claritos,
grandes y expresivos, sí eran hermosos. Siempre había tenido, además,
el rostro demasiado severo para una niña, y no se había endulzado con
los años. No había nada notable en ella, como sí ocurría con otras
muchachas del pueblo.
Pero un día su madre le había dicho que su sonrisa era sincera, y eso
le había tranquilizado. Podía vivir con eso. Una sonrisa sincera era
mucho mejor que un rostro hermoso, a su modo de ver las cosas. Podía
expresar cosas bellas con esa sonrisa, cosas de verdad. Para qué
necesitaba ser bella, en cualquier caso.
Daniel le había dicho en una ocasión que tenía la sonrisa más bonita
de la isla, claro que tampoco había visto muchas más. Pero confiaba en
sus declaraciones, sobre todo porque Daniel no sabía mentir, y además
sí parecía encontrarla hermosa. En muchas ocasiones la había
observado en silencio, sonriendo él, dando la sensación de sentirse
cautivado por la persona que tenía delante.
Él tenía los ojos más azules y bellos que ella había visto jamás,
claro que tampoco había visto muchos más. Eran unos ojos sinceros
que no sabían mentir, unos fieles transmisores de su disgusto, su dicha
o su entusiasmo. Al menos, así era antes.
Suspiró. Destrozó la tranquilidad de esas aguas con un dramático
manotazo. Numerosas gotas salpicaron su vestido, de negro impoluto
para acompañar el luto, y se incorporó. Al dar media vuelta, dispuesta
a encarar el camino de regreso hacia el palacete, con la mente puesta
en el sabor del té y en la compañía de Florence, encontró a Walter
Sayer aproximándose. Suspiró de nuevo. Lo último que deseaba era su
presencia allí, pero dado que todavía no había levantado su inicial
prohibición de abandonar ese lugar, y considerando que Cassandra era
consciente de que justo o no debía obedecer, al menos esperaba poder
discutir aquel día ese asunto, y darlo por zanjado. Esperaba la libertad.
— Buenos días, Walter —dijo, acudiendo a su encuentro—. ¿Cómo
estás?
Walter se detuvo para guardar con ella una cierta distancia. En lugar
de compartir su mirada, suspiró y dirigió sus ojos hacia la derecha,
hacia el lugar donde, a lo lejos, se intuía el mar. Los ojos de Walter
también eran azules, pero de un horrible y frío color azul, de un azul
diferente a los de su Daniel.
— He estado conversando con el servicio y no me gusta nada lo que
me han contado.
Cassandra se tragó otro suspiro.
— Me vas a disculpar, pero no sé a qué te refieres.
Walter, entonces sí, clavó esos horribles y fríos ojos sobre ella.
— Te pregunté si había tenido lugar algún hecho inusual en los
últimos días.
— Sí.
— Y tú olvidaste mencionar que tu hermano se presentó aquí días
antes del asesinato.
— No sé qué puede tener ese hecho de destacable.
— No te hagas la tonta, Cassandra. Ambos sabemos que tu familia
se ha cuidado mucho de poner un pie en esta casa. ¿De qué hablasteis
esa tarde?
— Las conversaciones que mantengo con mi hermano no son de tu
incumbencia.
— Resulta que sí lo son. Me han asegurado que tu hermano profirió
un sinfín de voces, ¡que gritaba calamidades! —exclamó teatralmente
—. Te vieron visiblemente afectada cuando se marchó. ¿Por qué,
Cassandra? No me hagas forzarte a hablar con sinceridad.
Cassandra había tomado para sí un par de lecciones de aquellos
años de violencia. No tendría porqué ser de ese modo, pues no era otra
cosa que la víctima de un hombre cruel sin escrúpulos ni moral, pero a
ella ser una víctima le había hecho alzar la cabeza tras cada golpe.
Había orgullo en ese gesto, pero sobre todo dignidad. Lo había
adoptado como una manera de demostrarle a su esposo que, sin
importar cuantas veces la denigrase, de tantas formas como encontrase
para hacerlo, no iba a acabar con su humanidad.
En ese momento, a pesar del miedo, alzó la cabeza. Por orgullo y
dignidad.
— Liam se marchaba de viaje al día siguiente. Supongo que aquella
tarde me encontraba impresionable. —Se encogió de hombros—. Ya
sabes: la debilidad de las mujeres.
Walter la miraba impasible.
— ¿Dónde se encontraba tu hermano cuando asesinaron a Edmund?
Alzó aún más la cabeza, esperando que Walter, tan perceptivo, tan
atento, tan calculador, lo entendiera. Lo entendió, y al hacerlo asintió,
guardándose una sonrisa para sí.
— ¿Qué ocurrió hace dos semanas, Cassandra?
— No estamos teniendo nuestro día más comunicativo, me temo.
De nuevo, no te sigo.
Se acercó a ella.
— Hace dos semanas, te paseaste por el pueblo…
Pero se detuvo. Qué podía decir en cualquier caso. ¿Hace dos
semanas, maldita bruja, te paseaste por el pueblo sin ocultar los
cardenales que Edmund te había regalado el día anterior?
— ¿Sí? —le animó—. ¿Cómo me paseé por el pueblo, Walter?
— No juegues conmigo.
— Hay cuestiones que deberías habérselas preguntado a tu
hermano. ¿Qué esperas que confiese? Edmund me golpeaba, eres
consciente de ello, ya entonces eras plenamente consciente. Con toda
probabilidad el pueblo entero sabía de sus arrebatos de violencia, así
que no descubrí nada en ese paseo.
— No —aceptó, con una fingida benevolencia—, tan solo lo hiciste
público.
— ¿Cómo conviertes que tu hermano me golpease en mi problema?
— Lo que ocurre entre un hombre y su esposa es un asunto privado
de ambos y debe permanecer en la intimidad.
Salvo cuando se trataba de perseguir a las brujas que hechizaban a
sus maridos, que en ese caso sí era un asunto de todos.
No podía dejar de pensar en todas ellas.
— De veras, Walter, no te sigo.
Avanzó otro paso. Y susurró:
— El pueblo entero te vio, Cassandra. ¿Crees que alguien pudo
querer vengar a la insolente niña que pasea su intimidad de ese modo?
— Tú mismo no pareces tenerlo claro. ¿Una insolente niña
despierta sed de venganza o ira por su insolencia? —Walter apretó la
mandíbula—. Deja que sea yo la que responda: hasta donde llega mi
experiencia, ni este lugar ni ningún otro se ha mostrado nunca
comprensivo con los… Asuntos que se dan entre un hombre y su
esposa. Tampoco mi hermano, así que no lo incluyas en tus patosas
sospechas.
— Veo que por fin me sigues.
Cassandra calló, pues un regusto amargo le subió por la garganta
cuando entendió que no había vuelta de hoja. Las sospechas de Walter
se concentraban en Liam.
— En los próximos días, un abogado llamado Lewis Drummond
llegará al pueblo. Viene desde Edimburgo, con amplios contactos y
experiencia demostrable. He solicitado sus servicios para dar con el
asesino de Edmund y llevarlo así ante la justicia. A la horca. —Hizo
una pausa—. Espero que lo recibas como es apropiado que hagas y que
colabores con lo que se te pida. —Avanzó otro paso. Empezaba a
resultar asfixiante—. Mi hermano, tu esposo, ha sido asesinado,
Cassandra. Todavía no sé quién lo hizo, ni sé por qué, pero no creas
que voy a quedarme de brazos cruzados. Y déjame decirte una cosa…
—Se llevó la mano a la coronilla y sus dedos de señorito inglés
rascaron con furia su cuero cabelludo—. Sé que lo odiaste desde el
primer día. Reclamaré lo dispuesto en la herencia, desde luego, pero
por el momento eres una de las principales beneficiarias de su muerte.
No me pongas las cosas difíciles.
Walter esperó un efecto en ella. Lo que hizo Cassandra fue alargar
el cuello.
— ¿O qué, Walter? ¿Vas a mandarme a la hoguera?
Una ronca carcajada emergió de la garganta del hombre.
— Tú y tus estúpidas brujas. —Se pasó la lengua por los labios y se
quedó ahí plantado, sonriendo, mirándola con esa furia anterior—. Sé
lo que te traes últimamente, todos en el pueblo lo saben, estúpida niña.
Deja el pasado en paz y céntrate en lo que importa porque de lo
contrario, sí, Cassandra, voy a mandarte a la hoguera, ¿crees que me
va a temblar la mano?
— Oh, sé que en tu familia no os tiemblan las manos. —Ladeó la
cabeza—. A menos que empinéis el codo. En ese caso, os tiemblan un
poco, pero siguen siendo funcionales.
Walter la miró. Cassandra pensó que iba a abofetearla. Edmund la
hubiera abofeteado.
Lo que hizo, sin embargo, fue dar media vuelta y dejarla allí.
Cassandra dio por levantada la prohibición de abandonar el hogar
conyugal.
Capítulo 4

Al día siguiente, Cassandra recibió la visita de una ensoñación en


forma de hombre.
Daniel Loughty entró en la estancia dubitativo, con las manos en la
espalda y la boca entreabierta. Parecía estar preguntando, en silencio,
si aquello estaba bien, si ese era un encuentro apropiado o si, por el
contrario, se había equivocado.
Cassandra se incorporó cuando tomó conciencia de que esa imagen,
Daniel al otro lado de la puerta, no pertenecía a ningún tipo de
ensoñación, que estaba allí, que de veras estaba allí, en la biblioteca de
la casa que ahora le pertenecía por entero, avanzando hacia el centro
de la estancia como quien avanza por un lodazal, con la sospecha de
que no tardarás en tropezar y caer.
— Daniel —dijo ella, con sorpresa, casi con adoración.
— Cassandra —dijo él, con una cierta resignación.
Poco después de desposarse con Edmund, Daniel había tratado de
arreglar un encuentro entre ambos que no llegó a producirse. Cuando
El Inglés advirtió que el antiguo pretendiente de su esposa merodeaba
en torno a su palacete, se encargó de que este recibiera, en los días
siguientes, una paliza que lo mantuvo en cama una semana. Aprendida
la lección, Daniel no volvió a presentarse por allí.
No hasta meses más tarde, al menos, cuando tuvo noticias de un
viaje por el que Edmund tenía previsto ausentarse unos días. Ninguna
de las personas del servicio nacidas en esa región sentía más respeto
por El Inglés del que podía sentir por Cassandra, la única hija de Stuart
Burns. O por Daniel, el buen muchacho de Ramsay Loughty. Así que
Daniel, en esa ocasión y con ayuda, consiguió llevar a Cassandra hasta
la fachada que quedaba más oculta a la vista de cualquiera que tuviese
la inoportuna idea de pasar ese anochecer por allí.
Llovía con fuerza. Cassandra por entonces estaba ya más que
comprometida, al resignado estilo escocés, con el destino que le había
tocado: se había desposado con otro hombre, así que debía olvidar a
Daniel. No importaba que apenas tuviese relación con su esposo. Sus
escasos encuentros se limitaban a las visitas nocturnas de él, un par de
noches por semana. Entendía que no era amor, ni siquiera búsqueda del
placer, lo que motivaba ese acto: lo que sobre todo parecía desear era
concebir un hijo con ella. Por lo demás, Edmund se mostraba del todo
indiferente a la presencia de Cassandra en su vida.
Pero no toleraría el desagravio. Dado que todavía no había sufrido
la magnitud de su carácter violento, lo que temía Cassandra no era
tanto que ese encuentro furtivo pudiese acabar con su vida como que
pudiese acabar con la de Daniel, y aquello sí que no estaba dispuesta a
sacrificarlo. Por ello, al compás de la lluvia, cloc, le dijo que aquello
no era lo correcto, cloc, que lo sentía pero que era una mujer unida a
otro hombre, cloc, que no había sido su deseo pero respetaría sus
obligaciones, cloc, así que debía marcharse y no regresar. Sabía que
Daniel deseaba tanto estar con ella que hubiera aceptado cualquier
propuesta: convertirse en amantes, encuentros esporádicos en la
oscuridad, incluso fugarse juntos. Pero qué sería de ellos. Qué sería de
ellos, no eran más que dos críos. ¿A dónde irían? ¿De qué vivirían?
Daniel no merecía aquello, Cassandra no podía condenarlo a esa vida.
Merecía la plenitud, una vida a la luz del sol.
Cassandra contuvo el dolor y lo rechazó todo hasta que Daniel se
marchó y no volvió.
Hasta ese momento.
— Por Dios, Daniel, estás empapado —dijo ella.
— Los caprichos de este clima —dijo él.
Y le regaló una de aquellas sonrisas torcidas. Cassandra reparó en
las gotas deslizándose por los mechones de pelo que cruzaban su
frente, recordó cuánto le había agradado siempre la lluvia a Daniel y
sintió que ella también se deslizaba un poco, pero hacia sus propios
infiernos, los que reservaba para su soledad, hacia su condena, la de la
pérdida, la del desapego absoluto por todo lo que no fueran sus brujas.
Avanzó hasta su muchacho convertido en hombre.
— Lo cierto es que empieza a ser insoportable.
— ¿Disculpa? —preguntó él, algo desconcertado.
— La lluvia de estos últimos días, quiero decir.
Habían mantenido esa conversación cientos de veces. Cassandra
detestaba el clima de esa isla. Anhelaba rayos de sol, días claros y
luminosos. Daniel se burlaba de ella.
— Recuerdo inviernos peores.
— No debería llover tanto a estas alturas del año.
— Y tú deberías rendirte. —Sonrió—. No puedes mantener una
guerra eterna contra el clima.
— No es contra el clima.
— ¿Contra qué es, sino?
— Contra esta isla, de forma general.
— ¿También contra los bellos días soleados de los que disfrutamos?
— Muy de cuando en cuando —puntualizó ella.
— Lo bueno, si breve…
— ¿Vamos a discutir sobre el tiempo?
Daniel bajó la mirada, escondiendo lo que parecía una sonrisa
sincera.
— No, supongo que no.
Cassandra había añorado tanto, tanto, tanto esa sonrisa. Lo miró
cautivada por el momento, por el recuerdo, por ese rostro amable que
tenía el poder de provocar que sus defensas, que con tanto ahínco
había construido aquellos años, le resultasen innecesarias. Un estorbo,
incluso.
Avanzó otro paso hacia él en el instante exacto en el que Daniel
alzaba de nuevo la mirada.
— Me alegra mucho verte, Daniel. De veras. Temía que…
«Que me odiaras. Temía que me odiaras, que sintieras por mí el más
profundo de los desprecios, o peor, después de todo este tiempo, la
más profunda de las indiferencias».
No dijo nada de todo aquello. A cambio, preguntó:
— ¿Cómo has estado?
— Bien —respondió, y esperó unos segundos antes de añadir—:
Quería… Quería trasladarte mis condolencias en persona. Me
parecía… lo adecuado.
— Por supuesto, te lo agradezco.
— También mis padres te mandan su cariño.
Cassandra sonrió.
— Agradéceselo, por favor. Quizá un día de estos pueda visitarlos.
Mantuvo la sonrisa, llevada por la expectativa de volver a estar en
su compañía.
Después recordó que Daniel se había comprometido con otra mujer
y que, siendo así, su familia preferiría mantener a Cassandra como una
figura perteneciente al pasado. Como un recuerdo y nada más.
Entonces la sonrisa se congeló.
— ¿Tú te encuentras… bien? —preguntó él.
Se miraron.
— Me encuentro bien, Daniel, gracias.
— ¿No…?
Movió la cabeza de un lado a otro, silenciándose a sí mismo, y bajó
de nuevo la mirada. Los ojos de Cassandra siguieron ese movimiento
hasta terminar posados en sus manos, que arrugaban con nerviosismo,
ante sí, la boina que ese día llevaba. La reconoció por la banda azul
que cruzaba uno de los laterales. Esa boina pertenecía, o había
pertenecido, a Ramsay, el padre de Daniel. Este solía robársela cuando
era un crío, jugando así a hacerse mayor, a ser un adulto que paseaba
por el pueblo vendiendo todo tipo de productos traídos del campo. A
esto me dedicaré, decía, seremos afortunados y no nos faltará de nada.
Cassandra se quedó sin aire. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por
dejar de lado la melancolía y concentrarse en el momento presente.
— ¿Qué querías preguntar? —le animó.
Daniel volvió a mirarla y ella pudo ver en esos ojos su debate
interno.
Al final se decidió:
— No quiero entrometerme, Cassandra, pero… ¿Estás en peligro?
Ella abrió la boca para responder, podía quedarse tranquilo porque
no se encontraba en peligro, pero se detuvo cuando comprendió,
cuando comprendió de verdad, que a Daniel le preocupaba la
posibilidad de que ella también fuera asesinada. Se sintió devastada,
derrotada por esa tierna inquietud.
Siempre había sido así: un muchacho tierno, de ideas sensibles y
corazón dulce, que hablaba sin pudor de lo que sentía. Aunque había
sabido congeniar con el resto de los jóvenes del pueblo, se había
diferenciado de ellos desde bien temprano. Quizá congeniaba porque
incluso aquellos brutos apreciaban lo que ellos no podían ser. No solo
el buen corazón, sino la ausencia de brutalidad. Daniel tomaba su
mano con delicadeza y le regalaba flores sin necesitar de un pretexto
para ello, no por caballerosidad o por convenciones sociales sino
porque así nacía en él. Cada día le preguntaba cómo había sido su
jornada, incluso cuando todas eran iguales. Así era Daniel.
¿Así seguía siendo Daniel? De ser así, con gusto se hubiera
arrodillado ante el milagro de que su espíritu no se hubiera agriado.
— No sabemos qué ha sucedido —respondió al fin—, pero
seguramente guarde relación con los negocios de Edmund. Así que no,
no creo estar en peligro.
Giró sobre sí misma y comenzó a caminar por la estancia, por hacer
algo, por soportar de alguna manera el impulso que sentía de abrazarlo.
¿Cómo sería hacerlo después de tanto tiempo, cómo se sentiría? Había
crecido, había ganado en altura y sus hombros se habían ensanchado.
Se imaginó colocando las manos sobre su nuca, apoyando la frente en
su barbilla, en su mejilla, descansando su cuerpo, su peso, todo su
peso, sobre el pecho de Daniel. Ahogó un suspiro.
Qué guapo estaba. En verdad se había convertido en un hombre
hermoso. Su cabello se había oscurecido un poco, su rostro se había
curtido. Sí había perdido algo de la inocente dulzura de la juventud,
pero sus ojos todavía tenían ese brillo que no había vuelto a ver en
otros.
Tiró de sus dedos, uno a uno, nerviosa, con el mismo nerviosismo
con el que Daniel arrugaba su boina heredada. Se dijo aquello mismo,
que sus nervios eran evidentes, que Daniel debía estar percibiendo ese
estado de inquietud, y también que no poseía ningún tipo de defensa
para él. No podía enmascarar lo que sentía.
Bien, ¿qué sentía?
Lo miraba. Él también la miraba a ella. Lo que sentía no era que se
encontrasen manteniendo una conversación en silencio, diciéndose
cosas sin decirlas, sino más bien que estaban reconociéndose el uno al
otro. Pensó que tal vez todos los pensamientos y todas las emociones
que se agolpaban en su interior, él también, desde su perspectiva, los
estuviese experimentando.
Llevaban siete años sin encontrarse de ese modo, uno frente a otro.
Siete años sin mirarse a los ojos. Siete largos años. El tiempo había
transcurrido pesado y lento hasta llegar a ese momento. Claro que
deseaban reconocerse, claro que se miraban el uno al otro. Qué sentía
Daniel, pensaba Cassandra, y después dirigía los pensamientos hacia sí
misma.
¿Qué sentía ella?
Daniel dio un paso hacia adelante.
— Cassie…
— ¿Sí?
Los segundos en silencio pesaron como la más pesada de las losas.
Al final, dijo:
— Si necesitases cualquier cosa… Mi familia, yo… —Carraspeó—.
En todo lo que podamos ayudarte.
Cassandra sonrió. «Iba a decir algo diferente, pero, fuera lo que
fuera, se lo ha pensado mejor». Pero sonrió porque entendió que seguía
conociendo, un poco, ese corazón dulce. Su indecisión, su forma de
expresarse.
No pensaba ni mucho menos señalar aquello, pero, en cualquier
caso, no hubiera tenido oportunidad, porque la puerta se abrió en ese
momento.
Walter Sayer se detuvo en el umbral al advertir la presencia de
Daniel en la estancia, a quien observó con la boca torcida y la sorpresa
en los ojos. La misma sorpresa que había sentido Cassandra al verlo
aparecer, pero con matices contrarios.
Daniel se cuadró, como si estuviera ante alguien de mayor rango y
posición, y dijo:
— Señor Sayer, he venido a presentar las condolencias de parte de
mi familia. Lo traslado también a usted. Lamento su pérdida.
Walter asintió, pero no en dirección a Daniel, no para aceptar esas
condolencias, sino hacia sí mismo, como si hubiera decidido qué
significaba su presencia allí. Al final, avanzó hasta el centro mismo de
la estancia, miró al joven y, con una sonrisa de fingida cortesía,
ordenó:
— Si nos disculpas.
Daniel dirigió una última mirada a Cassandra antes de dirigirse
hacia la puerta.
— Gracias, Daniel —dijo ella, cuando todavía no la había cruzado
—. Abraza a tus padres de mi parte, por favor.
— Así lo haré. Buenos días.
Cerró al salir. Walter se volvió hacia Cassandra.
— ¿Qué es lo que acabo de presenciar?
La observó con una curiosidad genuina. Ella se alisó los pliegues
del vestido. Carraspeó y se encaminó hacia la puerta.
— Nada más que a un viejo amigo trasladándome sus condolencias
y las de su familia, tal como él mismo te ha explicado.
Walter asintió despacio.
— Ya… —arrastró aquella única sílaba, con la mirada fijada en
Cassandra—. Si te trae sin cuidado la memoria de mi hermano…
— Walter —lo interrumpió—, no ha sido más que una
conversación.
Pero Walter parecía perdido en sus propias conclusiones,
deliberando en torno a la implicación de Daniel en el crimen,
recopilando las razones que tendría para ello, y con toda probabilidad
sentenciándolo. Cassandra notó otra vez aquel regusto amargo
ascendiendo por su garganta. Se llevó una mano al estómago y los ojos
de Walter vagaron con ella hasta posarse allí. Después la miró a los
ojos.
«Fantástico, ahora piensa que estoy en cinta».
— Por Dios —dijo, antes de disponerse ella también a abandonar la
estancia.
No estaba dispuesta a soportar tonterías.
Su cuñado se desplazó veloz y, tomándola del brazo, la obligó a
detenerse.
— ¿Comprendes la situación en la que te hallas?
— Mi esposo acaba de fallecer, mi situación es la de una viuda
desconsolada.
La escrutó de nuevo, tratando de leer en sus ojos las intenciones que
tenía, tal vez tratando de adivinar cómo habían sido sus últimos días.
Walter hacía aquello. No era impulsivo, como su hermano, ni tampoco
era prudente, como Daniel. Era calculador y condenadamente receloso.
Los ojos de Edmund no habían sido fríos, aunque tampoco cálidos.
En las horas muertas de las primeras semanas en aquel palacete,
Cassandra había sentido necesario precisar qué era lo que encontraba
en los ojos de El Inglés, para que sus actitudes o su comportamiento,
en apariencia indiferentes en todo momento, no la tomasen por
sorpresa. Al fin, durante una noche, supo puntualizar el matiz que la
había desconcertado: no era frío lo que había en esos ojos, era vacío.
Eran dos ojos carentes de emoción que observaban el mundo sin
especial interés ni afecto.
La mirada de Walter sí era una mirada fría, perteneciente a un
hombre calculador que observaba el mundo con recelo.
Cassandra trató de zafarse de su agarre.
— ¿Serías tan amable de devolverme el brazo, por favor?
La liberó. No era que Walter no fuera violento. Según tenía
entendido Cassandra, su cuñado cedía con la misma facilidad que
Edmund a sus ataques de ira. A ella nunca le había puesto la mano
encima, eso era asunto de su hermano, pero más tarde se diría que si
no lo había hecho aquellos primeros días en los que Edmund ya no
estaba no había sido por falta de ganas. Lo que sucedía, casi con
seguridad, era que no quería desviar la atención hacia un incidente
menor.
Así que Walter la liberó y dio un paso atrás, como temiendo caer en
la tentación de decorar su rostro.
Por qué tantas mujeres, se preguntaba Cassandra una y otra vez.
— No quiero que tu viejo amigo vuelva a poner un pie en esta casa.
— Es mi casa, Walter. Soy la señora de esta casa, no vas a interferir
en mis decisiones.
Era consciente de que provocar a ese hombre, mostrarse insolente o
desconsiderada con lo sucedido, era peligroso, pero ya a esas alturas
estaba demasiado exhausta como para cuidarse de ese modo.
— Sí, supongo que eso es exactamente lo que está pensando ese
imbécil. —Torció la boca. Hacía mucho aquello. Era su manera de
anunciar una de sus suspicacias—. Que ahora, por fin, es tu casa.
Se encogió de hombros y se dirigió al escritorio.
Cassandra no supo qué responder. Se había preparado para transitar
muchos caminos. Sabía que muchos ojos se posarían sobre su
hermano, que tantas veces en público había mostrado su rechazo a
Edmund, y que por tanto tendría que defender su inocencia. Se había
preparado para ser acusada ella misma, tomando en consideración que
su desdicha, después de haber paseado su maltrato por el pueblo, era
en esos momentos un asunto de relevancia pública. Desde que
Florence le había despertado aquella mañana con la noticia en la boca
y el miedo en los ojos, se había preparado para los interrogatorios de la
Kirk y de las personas que Walter dispusiera para averiguar lo
sucedido.
No estaba preparada, sin embargo, para que Daniel se viera
salpicado por ese crimen. No era algo que hubiera reflexionado o tan
siquiera considerado. Lo creía a salvo del peligro, a salvo de las
maquinaciones de su cuñado. Su reciente compromiso descartaba
cualquier interés que pudiera tener en recuperar su relación con
Cassandra.
Pero Walter no sabía aquello. Tal vez por respeto a su padre, por
respeto a los vínculos que unían a ambas familias, Daniel había
decidido postergar el anuncio público. Asintió para sí. De acuerdo,
Daniel quedaría exculpado pronto, tan pronto como se conociera
aquello.
Cuando recobró el sentido de su presencia allí, Walter sostenía un
par de papeles amarillentos que consultaba con lo que parecía ser
atención, en apariencia ignorando que Cassandra seguía en la
biblioteca. Se metió de nuevo en el papel de la señora de esa casa y
carraspeó. Walter alzó las cejas, tal como hacía su hermano, pero no la
miró.
Estaban librando una guerra.
— Si no te importa, voy a retirarme a descansar un poco antes del
almuerzo. —Walter no dijo nada. Cassandra se mordió el carrillo
interno—. Gracias por tu visita. Puedes quedarte tanto como desees.
— Claro que puedo —respondió él, todavía sin levantar la mirada.
Cassandra entendió que había perdido esa batalla cuando se vio a sí
misma abriendo la puerta de la biblioteca con una rabia inusitada que
no se permitía mostrar en público. Por poco no salió corriendo hacia el
dormitorio. Ascendió por la escalinata con premura, asiéndose los
bajos del vestido y con las lágrimas acumulándose en los párpados.
Entró al cuarto del mismo modo y se apoyó contra la puerta al cerrarla,
momento en el que liberó esas lágrimas y con ellas el cansancio, que la
arrastró hasta el suelo. Dobló las rodillas y se abrazó a sí misma.
La presencia de Daniel, sus inquietos y desconcertados y dulces
ojos, su compromiso, las insinuaciones de Walter, el cada vez más
evidente hecho de que tendría que colaborar con la investigación del
crimen, las mujeres que seguían escribiendo, tantas mujeres, de tantos
lugares.
Fue este pensamiento lo que le devolvió la serenidad, casi de golpe.
Dirigió su mirada hacia el tocador y allí estaba: un sobre cerrado. Se
incorporó y, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, se liberó
un poco de todas las preocupaciones propias. Se aclaró la garganta y lo
abrió. Leyó:

Mañana

Lo dobló y lo lanzó a la chimenea, donde el fuego crepitaba con


tanta fuerza que parecía intentar comunicarse con ella.
Capítulo 5

Era imposible ofrecer pruebas definitivas que demostrasen que una mujer
no era una bruja. Así comenzaba la última carta que habían recibido. Lìosa
sostenía el papel en alto, ella misma incorporada. Dirigía miradas, a medida
que avanzaba en la lectura, a las mujeres que conformaban el círculo. Lìosa
había aprendido a leer pronto y cuando lo hacía para todas proyectaba la
voz con una facilidad admirable. Era toda una narradora.
Su familia y ella habían abandonado las Tierras Altas hacía ya más de
veinte años pero, mientras que sus padres y sus hermanos mayores no se
habían desprendido del marcado acento del Norte que trajeron consigo,
Lìosa había crecido con otros sonidos a su alrededor, así que para muchos
era más una chica de esa orilla del mar que una chica del pueblo que había
abandonado. Pero era del Norte, como lo había sido la madre de Cassandra.
Cassandra colocó las manos sobre el ejemplar de la Biblia que
descansaba en su regazo. Notaba sus pensamientos distraídos, vagando en
diferentes e irreconciliables direcciones. Por un lado, el encuentro con
Daniel le había provocado sensaciones que rozaban lo desagradable cuando
se decía que formaban parte de deseos irrealizables. Por otro lado, el último
encuentro con Walter le había dejado de lo más inquieta, preguntándose si
debía advertir a su hermano, tal vez incluso a Daniel, de las intenciones de
su cuñado, o si por el contrario debía dejarlo estar, no inmiscuirse más de la
cuenta.
Y ahora estaba allí, y Lìosa recitaba un caso más de una mujer más que
había terminado sus días en la hoguera por… ¿Cuál era la acusación en esa
ocasión?
— Hechizar a su vecino para que mantuviese con ella… —Lìosa
carraspeó—. Bueno, no lo expresa con demasiada claridad, pero se refiere a
relaciones íntimas.
Cada vez recibían más cartas de mujeres que provenían de todos los
rincones de Escocia. Habían iniciado esa cadena de correspondencia
después de lo que había sido una inocente conversación entre Cassandra,
Lìosa y Hariet. Se encontraban en los festejos del pueblo, tres años antes.
La hoguera ardía en el centro de la plaza, para conmemorar y sobre todo
para protegerse de la llegada del invierno, del paso de la luz a la oscuridad,
de esos días cortos y esas noches largas que comenzaban. Cassandra
observaba las llamas ascender al cielo y en cada una de ellas creía ver a la
mujer arrodillada frente al mar de su infancia. Había hablado de ella con
Sarah en alguna ocasión, pero en lo que respectaba al resto… Era su
pequeño secreto, su secreta condena, esa mujer, las plegarias que imaginaba
y su tristeza.
Esa noche de festejos, Lìosa la tomó de la mano cuando vio que lloraba.
— ¿Qué pasa, Cassie?
Atrapó la lágrima antes de que resbalase por su barbilla y buscó a su
esposo entre la multitud. Edmund charlaba, ajeno a su presencia, con dos
hombres. El matrimonio se había unido a las festividades porque, decía El
Inglés, los hombres eran más dados a los negocios cuando estaban
contentos, y no le importaban más que sus negocios.
Cassandra habló esa tarde, por primera vez con Lìosa y Hariet, de la
mujer que había poblado las pesadillas y los sueños de su infancia. No
podía dejar ir su tristeza, les explicó, sentía que esa tristeza contenía la
tristeza de otras muchas mujeres. Sentía que aquella había sido la última
bruja de Escocia.
Resultó que Lìosa también pensaba en ellas. Quizá no tanto como
Cassandra, pero ciertas noches en las que no podía dormir se imaginaba a sí
misma gritando en una hoguera.
— No sé cuál es la razón de esas pesadillas —confesó—. Es como si
sintiera muy adentro que es un destino que me pertenece, o que me hubiera
pertenecido. Al que pertenezco.
Resultó que Hariet también se había quedado conmocionada, durante su
infancia, con esa mujer que había aparecido un día en el pueblo para
arrodillarse frente al mar. Fue entonces cuando descubrió que una
antepasada directa, la madre de su abuela, había acabado sus días entre
llamas, tildada, como tantas otras, de bruja.
— ¿De qué se la acusaba?
— Mi madre no tenía por costumbre hablar de ello. —Hariet bajó la
cabeza; había fallecido dos años atrás—. Pero una vez me dijo que su
pecado había sido negarse a obedecer.
— ¿Cómo se llamaba? —preguntó Cassandra.
Su amiga la observó en silencio unos segundos antes de responder:
— No lo sé.
Cassandra miró de nuevo hacia la hoguera. Les quitaron incluso los
nombres, reflexionó en ese momento. También pensó que algún día
querrían conocerse todos esos nombres de todas esas mujeres malogradas, y
que algún día alguien tendría que pedir perdón por aquellos crímenes.
No fue hasta meses más tarde cuando esa primera idea se convirtió en
algo más que una idea. Comenzó con una carta dirigida a ese antiguo
pueblo de Lìosa. Cuántas historias de brujas se contarán en el Norte, se
preguntaba entonces.
Años más tarde sabía que habían sido cientos las mujeres que habían
muerto en las hogueras, porque cada semana llegaban nuevas cartas, nuevas
historias. Algunas se repetían. Algunas se conocían en rincones distantes
entre sí. Esas mujeres tenían nombre, incluso apellido. Eran brujas que
habían permanecido en la memoria colectiva.
La mayoría, sin embargo, eran mujeres anónimas, sólo recordadas por
descendientes tardíos, o por mujeres como Cassandra, que encontraba en
ese pasado una parte de quien era en el presente.
Tantas mujeres. Por qué tantas mujeres.
— ¿Cassie?
Despertó del trance al escuchar su nombre. Lìosa, Hariet y Sarah, las tres
la miraban. Se encontraban en casa de esta última. Habían cambiado su
lugar de reunión tiempo atrás, cuando el esposo de Sarah, como el hermano
de Cassandra, había empezado a ausentarse por sus viajes relacionados con
ese comercio del lino que tantas alegrías estaba proporcionando a la región.
Ahora se reunían en esa casa en las afueras del pueblo, sintiendo una mayor
intimidad, rodeadas de granjas y extensiones de tierras de labor que
propiciaban que ese mar ante el que arrodillarse se sintiese un poco más
lejos.
Los rumores sobre esas cuatro mujeres habían empezado a circular, pero
el discurso oficial había sido que se reunían para leer la Biblia, una
actividad que nadie en su sano juicio podría reprochar, aunque no hubiese
hombres involucrados, y que tampoco nadie se atrevía a poner abiertamente
en entredicho. Cassandra dio un par de golpecitos a su ejemplar.
— Disculpad —susurró—. ¿Qué decíais?
Lìosa trató de retomar el asunto, pero Sarah alzó la mano, todavía
mirándola.
— ¿Estás bien, Cassie?
Sarah era su amiga más antigua y, a pesar de la gran relación que le unía
a Lìosa y Hariet, la más íntima. De edades semejantes, sus casas familiares
no se encontraban muy lejos la una de la otra, así que habían compartido
parte de su vida. Sarah había trabajado en el campo desde bien pequeña, y
las tierras de su familia quedaban lejos de la tierra de Stuart Burns, por lo
que no se veían tan a menudo como les hubiera gustado, pero siempre que
se encontraban se escapaban juntas. Así habían llegado a desarrollar la
confianza que otorga haberse lanzado barro la una a la otra, algo impropio
de dos señoritas, cuando todavía podían contar su edad con los dedos de las
manos. Eso es algo que une de por vida. Confiaba en ella más de lo que
confiaba en nadie, con la única excepción de Lìosa y Hariet.
— ¿Quieres hablar de…? —comenzó Hariet, pero se detuvo ahí.
Cassandra se encogió de hombros.
— Estoy bien —dijo al principio por toda respuesta. Después se obligó a
relajar su postura y ofrecer la comunicación que pedían sus amigas—. No
tengo que fingir con vosotras, así que puedo deciros que, por encima de
cualquier otra emoción, siento alivio.
— Desde luego que sientes alivio, Cassie. Ese malnacido no va a ponerte
nunca más una mano encima.
Lìosa y su habitual ferocidad. Cassandra casi sonrió.
— No soy capaz de conciliar el sueño y cuando lo consigo es para
perderme en pesadillas. —Hizo una pausa—. Seguramente las conserve de
por vida.
— En un tiempo te sentirás más tranquila, Cassie —aseguró Hariet.
— ¿Qué se sabe? —preguntó Sarah.
— Nada, por el momento. Al menos, nada que su hermano quiera
compartir conmigo.
Un sonido procedente del exterior las indujo al silencio. Poco a poco, la
puerta se entornó y la más pequeña de las cabezas se asomó por el espacio
creado.
— ¿Sarah?
Cassandra sonrió ante esa voz: se trataba de la hermana pequeña de su
amiga.
— ¿Connie? Pasa, ¿qué ocurre?
Connie entró con timidez. Las manos en la espalda, una sonrisa a medio
hacer.
— Madre pregunta si mañana podrías acompañarnos al mercado. Y si
podrías traer la cesta que Robert hizo para nosotras.
— Claro que sí, hermana.
Connie asintió.
— Vale, bueno, pues, ¡adiós!
Connie era la hermana pequeña de Sarah. Tenía diez años, catorce menos
que Sarah y Cassandra. Estaba en edad de empezar a explorar sola el pueblo
y aprovechaba cualquier ocasión que se le presentaba para visitar el hogar
de su hermana. Sarah no conseguía concebir, y empezaba a sentirse muy
disgustada por ello, así que agradecía su compañía.
Cassandra hacía tiempo que había renunciado a esa posibilidad. Tal vez
ni siquiera fuese ya una posibilidad. Dudaba, incluso, de que alguna vez lo
hubiese sido; tal vez su cuerpo, en una inmensa demostración de rebeldía,
se había rebelado contra esa razón de ser que algunos atañían a las mujeres.
O tal vez, después de todo, se había estropeado a sí misma con brebajes y
remedios y rituales y rezos para no llevar dentro al hijo de Edmund. Al
principio lo había hecho por sí misma: era demasiado joven, no se sentía
preparada para ser madre, se sentía abrumada y desgraciada. Después lo
había hecho por él. No iba a entregarle un hijo al demonio, ni iba a entregar
una criatura indefensa a ese mundo lleno de peligros.
¿Cómo sería el mundo cuando Connie alcanzase la edad adulta? ¿Cómo
sería el esposo que le tocaría para acompañar sus días? ¿Sería amable y
pasional, como Liam? ¿Sería de una brutalidad afable, como Robert? ¿Sería
como Edmund? ¿Seguirían las mujeres, catorce años en adelante,
necesitando un marido al que pertenecer, un esposo que las tomase en
propiedad y guiase su vida?
¿Cuántos nombres de brujas se conocerían?
— ¿Por dónde íbamos? —preguntó, recordando su propia guía de vida.
Después recordó la pregunta que le había surgido al comenzar aquella
última carta—. ¿Cómo podían defender su inocencia si es, en efecto,
imposible ofrecer algún tipo de prueba que demuestre que una mujer no es
una bruja? ¿No se trataba, más bien, de una creencia, de algo en lo que
deseaban creer?
— Por no hablar de lo que tantas refieren: que ni siquiera podían
defenderse —dijo Sarah—. Dijesen lo que dijesen, si eran señaladas casi
con total seguridad terminarían condenadas. No importaban las pruebas. —
Hizo una pausa—. Es como si necesitasen llenar esas hogueras.
— De mujeres inocentes —añadió Lìosa.
— Pero… ¿Por qué? —preguntó de nuevo Cassandra.
Las cuatro callaron. Por qué tantas, tantas, tantas mujeres.
Capítulo 6

Al día siguiente, Cassandra recibió tres visitas de tres hombres diferentes.


El primer hombre que la visitó fue Magnus Lobban. Era uno de los
Ancianos más respetados, o temidos, cualquiera que fuera el término
correcto, de la congregación. Nadie sabía con exactitud qué edad tenía. Su
mujer había fallecido años atrás, una angina de pecho que se la llevó rápido.
Le quedaban dos hijos, al otro lado de la isla, los dos flamantes habitantes
de la creciente ciudad de Glasgow. Uno de ellos, según decían, estaba
acercándose a ese nuevo proyecto de guardias de la ciudad que estaba
creciendo y que allí, millas al este, resultaba tan extraño como
extraordinario. Ambos llevaban años sin aparecer por ese pequeño pueblo
de Haddingtonshire. Todo cuanto le quedaba a Magnus Lobban, por tanto,
era ese lugar y sus habitantes, a quienes perseguía (él diría que guiaba) con
el objetivo de lograr una sociedad recta y devota.
— Buenas tardes, joven —saludó Magnus Lobban, al ingresar en la
biblioteca.
Caminaba despacio, apoyado en una bonita vara de madera que concluía
en forma de cabeza de águila, animal dado a surcar los cielos escoceses en
los días despejados. Cassandra se incorporó para recibirlo.
— Buenas tardes, señor Lobban. ¿Cómo se encuentra?
— Bien, bien.
— Tome asiento, por favor.
El interés de la congregación era del todo inevitable. Tenía veinticuatro
años, había enviudado y durante siete años de matrimonio no había dado un
heredero a su esposo. Parte de las posesiones de Edmund, incluido ese
palacete, habían pasado a su poder. Eso generaría interés, desde luego. Por
no hablar de que en el pueblo se había comenzado a hablar de aquellas
reuniones de mujeres, o de que no hacía ni un mes que Cassandra se había
paseado por las céntricas calles mostrando cardenales en el rostro. Los
Ancianos, y también la Kirk, la Iglesia de Escocia, querrían tener una
conversación con ella.
Magnus Lobban tomó asiento en el butacón que solía ocupar Edmund.
Desde aquella primera mañana Cassandra lo evitaba, porque de veras seguía
conservando su perfume.
Ella se decantó por el modesto sofá situado a la derecha de este, frente a
la necesaria chimenea encendida de comienzos de noviembre.
— A decir verdad, me encuentro preocupado por el futuro que te
aguarda.
— Por supuesto.
No tenía pensado librar una guerra aquel día. Estaba inmersa en la
lectura de un sentido poema de una tal Jean Elliot que Lìosa había
conseguido para ella. Las batallas militares que había perdido o ganado su
isla no le interesaban en lo más mínimo, pero aquellos versos tenían algo
cautivador. “Las flores del bosque están todas marchitas”, recitó para sus
adentros. Lo había leído en cinco ocasiones desde el almuerzo. Pensaba
continuar cuando el hombre abandonase su casa. ¿Cuánto de maleducado
era desear que se marchase?
— ¿Y bien? —preguntó Magnus Lobban.
Si había dicho algo más, no lo había escuchado. Aquellos días se sentía
más distraída que de costumbre, como si no estuviera del todo allí, con el
alma, el corazón, la conciencia pesando en exceso. Carraspeó y se irguió en
el sofá. Colocó las manos sobre las rodillas y miró a Magnus Lobban con
toda la candidez que fue capaz de reunir.
— Comprendo que pueda preocuparos, señor Lobban. Todo cuanto
puedo hacer es transmitirle mi tranquilidad. Mi vida no parece correr
peligro. Sea lo que sea lo que le ocurrió a mi esposo… Fue una tragedia,
pero parece que estuvo relacionada en exclusividad con él. Es bien sabido
que los negocios turbios pueden tener desenlaces oscuros.
Magnus Lobban la contempló con desaprobación. Mandíbula marcada,
rostro severo, ojos azules que, en otro tiempo, debían haber sido
penetrantes, incluso hermosos. Parecían estar cerca de apagarse, pero
todavía transmitían emociones.
— No creo que juzgar los negocios de tu esposo sea lo adecuado,
Cassandra.
Negó de inmediato.
— No, por supuesto que no.
Qué sabía ella.
— Nuestro interés reside en conocer qué harás a partir de ahora, así
como en guiarte en tus próximos pasos.
¿Qué haría? Bien, lo cierto era que no había pensado demasiado en ello.
Es decir, había pensado en ello, pero lo más lejos que había llegado era
hasta ese bosque que había estado prohibido durante años, sospechando
como sospechaba Edmund que allí podrían darse con facilidad encuentros
con su anterior amor. Quería pasear por ese lugar, ese era su plan de futuro
más inmediato. No había pensado más allá porque, en realidad, no había
nada que deseara salvo aquella recién adquirida sensación de libertad. Todo
lo demás se desarrollaría de algún modo con el paso de los días.
Claro que para todos los demás aquella era una respuesta insuficiente.
Según la última voluntad de Edmund, lo relativo a los negocios quedaba en
manos de su hermano, pero había dispuesto para Cassandra una
considerable fortuna. Imaginaba que podría hacer traslado de todo lo que no
deseara a Walter, lo que tal vez, incluso, calmase su ánimo persecutorio. Ni
siquiera tenía especial interés en seguir viviendo en aquella casa, aunque no
había encontrado una alternativa prometedora. ¿Regresaría a la vivienda de
sus padres y compartiría el resto de sus días con el viejo Stuart Burns? El
buen hombre se mostraría más que complacido con la idea. Tampoco a ella
le desagradaba, no por completo, pero, en ese caso, ¿qué pasaría con
Florence y todos los demás? ¿Perderían ese trabajo que les proporcionaba
los ingresos necesarios para mantener a sus familias? Herbert no tenía
familia, no en ese continente. ¿Qué harían? ¿Los mantendría Walter,
abandonaría su vivienda para instalarse en aquella casa? Al final, tuvo que
admitir lo evidente.
— Todavía no he tomado decisiones, señor Lobban. Comprenderá que
han sido semanas confusas y complejas.
De sentir esa comprensión, Magnus Lobban se cuidó de expresarla.
— No es apropiado que una joven viva sola en una casa tan grande, sin
familia, con posesiones de importancia en su haber. Aunque contraer otro
matrimonio a tan avanzada edad… —Parecía estar reflexionando en alto—.
En cualquier caso, no tiene ni los conocimientos ni las capacidades, ni
cuenta con nuestro beneplácito, para continuar por este sendero. ¿Su madre
no dispuso otro proyecto para usted en caso de fallecimiento del primer
esposo?
Cassandra parpadeó estupefacta.
— Mi madre, señor Lobban, falleció antes de mi matrimonio.
— Ah.
— Fue mi padre quien arregló el compromiso.
Se recostó contra el butacón, como si aquello cambiara las cosas.
— Visitaremos a su padre en los próximos días, por descontado, para
acordar con él…
— Disculpe, señor. No creo que sea necesario. Tomaré las decisiones…
— Es usted demasiado joven para tomar ninguna decisión importante.
— Creía que lo que le preocupaba era mi avanzada edad.
Al final sí tendría que librar una guerra aquel día.
Magnus Lobban la miró. Cruzó las piernas con despreocupación y
Cassandra pensó que no, que aquello no iba a ser una guerra, porque no es
una guerra si no hay dos contrincantes, y Magnus Lobban no la consideraba
una contrincante. Como mucho la consideraba una molestia. Por muchas
discusiones que se celebrasen, por irreverente que se mostrase la joven, no
había conflicto posible. Al final del día, Cassandra haría lo que un puñado
de hombres, cualesquiera, su padre y los Ancianos, su cuñado y su
hermano, dispusieran para ella. Porque ella no tenía ni los conocimientos ni
las capacidades para tomar decisiones. Presentarse allí, hablar con ella, no
era un acto de preocupación: era un acto de conmiseración. Era una manera
de demostrar que los emisarios de Dios atendían las vidas de las figuras
desvalidas y desamparadas de la comunidad.
Como ella, como tantas mujeres que necesitaban guía y gobierno.
Las llamas prendieron su cuerpo, allí mismo, en silencio.
— Son muchas las cuestiones que me tienen preocupado —continuó
aquel generoso anciano—. ¿Qué destino le aguarda a una mujer que ha
enviudado, que no tiene hijos, y que se muestra reticente a aceptar una
nueva guía?
— ¿La hoguera?
— ¡No digas sandeces, niña! —Descruzó las piernas, endureció el rostro
y, entonces sí, se mostró incómodo—. Ya me habían advertido de que te
andabas con esas. Hablaremos con tu padre y decidiremos…
— Señor Lobban…
— Necesitas un hombre, Cassandra.
La risa se le escapó. Si algo necesitaba Cassandra era que todos los
hombres la dejasen tranquila, con sus poemas, con sus cartas, con los
nombres de esas mujeres que quería reunir y dignificar, que le dejasen con
el único propósito que alguna vez había tenido.
— Déjeme ver qué le parece esto, señor Lobban —dijo, conciliadora de
nuevo—: podría encargarme de abrir una escuela para niñas, para
enseñarlas a leer, y a escribir, aquí, en el pueblo —improvisó,
considerándolo, además, una propuesta más que aceptable para su propia
alma—. La mayoría de las mujeres no saben escribir, sería una iniciativa
valiosa que contribuiría al crecimiento de la comunidad.
Magnus Lobban la miró impasible. Al no parecer entusiasmado con la
idea, y sintiendo de nuevo un intenso fuego en su interior, Cassandra
añadió:
— También puedo dedicarme a elaborar cerveza.
— Bueno, ya está bien, se acabó. —Magnus Lobban se incorporó con
más brío del que le permitía su edad, pero tomó su vara para estabilizarse y
se encaminó hacia la puerta—. Será tu padre con quien hablaremos, viendo
que no habrá manera de hacerte entrar en razón. Buenas tardes, niña.
Las últimas palabras se perdieron con sus pasos. Cassandra sonrió.
«Sometida y bajo el gobierno de su marido», recitó el servicio
matrimonial de otro tiempo, dirigiéndose de nuevo hacia el sofá, «mientras
ambos vivan». Estaba convencida de que Magnus Lobban había hecho un
esfuerzo de contención para no señalar que era una mujer sin amo y que
aquello era lo que necesitaba, lo que ya había tanteado: un nuevo guía, un
nuevo gobierno.
Lo dejó correr y volvió a su poema, pero los minutos en soledad fueron
escasos.
El segundo hombre que la visitó fue Liam Burns, su querido hermano.
Se saludaron con un cálido abrazo, cerraron la puerta de la biblioteca y se
sentaron, ambos, en el sofá frente al hogar todavía encendido. Liam tomó
las manos de Cassandra y esta advirtió el cansancio en sus siempre amables
ojos marrones. Se había recogido la cabellera y eso le confería un aspecto
de lo más elegante.
— Estás muy guapo.
— Estoy viejo.
— Un estilo muy inglés —añadió, mordiéndose la sonrisa.
Liam entrecerró los ojos.
— No he venido a que me insultes, hermana. Dime, ¿cómo estás tú?
— ¿No te has cruzado con Magnus Lobban? Ha decidido honrarme con
su presencia.
— Cuánto lo lamento. Hace unas semanas también visitó a Abigail.
— Oh, no. ¿Con qué propósito?
— ¿Cuántos años tiene Shannon? ¿Tenemos ya planes matrimoniales
para ella?
— Por Dios, pero si es una niña, no tiene ni once años.
Liam se encogió de hombros.
— Creo que Abigail mintió con mucha decencia.
Cassandra sonrió. Le agradaba su cuñada. Por las discrepancias entre
Edmund y su hermano, más bien por la intolerancia mutua, no había tenido
muchas oportunidades de pasar tiempo en su compañía. No tenían la
estrecha relación que habrían tenido en otras circunstancias, pero se habían
tomado cariño en los escasos momentos que habían compartido y sobre
todo se respetaban, o eso sentía Cassandra. Tenía la sensación de que se
entendían, de que se veían la una a la otra.
— Me gustaría pasar más tiempo con vosotros, ahora que puedo.
— Claro que sí, Cassie. —Liam apretó sus manos todavía unidas—.
Sabes que estaríamos encantados de que vengas a visitarnos. Shannon te
adora.
— No sé por qué, apenas nos conocemos.
— Porque eres su tía, y de su tía se cuentan muchas cosas que pueden
despertar la mirada inquieta y curiosa de una joven. —Cassandra escondió
una sonrisa, resistiendo el impulso de preguntar qué era aquello que se
contaba—. ¿Qué vas a hacer, Cassie?
— ¿Tú también?
Liam chasqueó la lengua, mirándola con disgusto.
— No es más que una pregunta. No tengo ninguna intención de
entrometerme.
— Debes ser el único.
— ¿Has visto a padre?
— Aún no. No he salido de esta casa, Liam. No quería llamar la
atención.
— Eso es nuevo. —Ambos sonrieron—. Sé que Daniel estuvo aquí. —
Se miraron en silencio—. ¿Te contó…?
— No —cortó, antes de que Liam pronunciase la palabra
“compromiso”—. Quería… ¿Cómo dijo? Ah, sí: trasladarme sus
condolencias en persona.
— Es un buen hombre.
— Siempre lo ha sido —susurró.
Aunque no lo había conocido como hombre, desde luego, sino como
niño. Como joven, como mucho. El recuerdo de su visita todavía pesaba
sobre ella, sus consecuencias, el deseo revivido, acaso el deseo recién
nacido. Esos ojos azules brillantes, la sonrisa torcida, la primera que veía en
años, la que tan bien recordaba, esos mechones mojados cayéndole por la
frente… Había soñado con él todas las noches desde ese encuentro.
— No debería estar… rondando. No en estos momentos.
— No está rondando.
— Ha venido a verte, Cassie. ¿Sabes lo que parece a ojos del resto?
Cassandra suspiró y retiró sus manos de las de Liam. Al final tendría que
ser ella quien pronunciase aquella palabra. Con esa facilidad se rompían sus
fantasías.
— Cuando anuncie su compromiso, nada de lo que se haya podido decir
tendrá valor.
— Lo que me lleva a preguntarme: ¿por qué no lo han anunciado aún?
— Por respeto, por supuesto.
— O porque algo ha cambiado.
Volvieron a mirarse.
— ¿Qué quieres decir?
— No lo sé. —Liam la miraba de una forma concreta. Cassandra
advirtió la duda en su rostro, la interrogación en la boca, la sospecha
flotando entre ambos—. ¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó al
fin.
— ¿Qué insinúas?
— Tienes que admitir que visto desde fuera… Bueno, se dijo que esto
pasaría, ¿no?
Cassandra se incorporó y se alejó de su hermano. Se acercó a la
chimenea, crack, crack, crack, y una vez sintió el calor de las llamas se giró
de nuevo hacia él.
— No puedes estar hablando en serio. ¿De veras crees que esto es cosa
de Daniel? Por Dios, Liam, es Daniel de quien estás hablando. Se sentía una
persona desgraciada cuando corríamos por el pueblo y tenía la mala fortuna
de pisar una hormiga.
Liam abandonó el sofá.
— Sólo digo que así lo creerán muchos, más aún si se presenta aquí
como si…
— Como si… ¿Qué, Liam? Lo conozco desde que teníamos… ¿cuántos
años? Es mi amigo más antiguo, fue mi amigo más valioso.
— Y mucho más que eso, Cassandra.
— Estaba preocupado por mí.
— Debería guardárselo para sí.
— Oh, por favor.
Liam tomó sus manos.
— Y tú deberías tener más cuidado.
— ¿O qué? ¿Terminaré en una hoguera?
— No… ¿Por qué dices eso? ¿Por qué estás tan empecinada con ese
asunto?
— No lo sé, Liam. A lo mejor lo llevo en la sangre. ¿No fue aquí donde
todo comenzó? Con ese gran juicio, con el gran rey clamando por los
cuerpos del demonio. —Hizo una pausa, pero decidió continuar con la
provocación—: A lo mejor nos dejó a todas una marca real en el cuerpo, de
las que se mantienen con las décadas.
— No deberías hablar tan a la ligera.
— Si yo lo llevo en la sangre, tú también.
— ¡Cassie! ¡Estoy hablando en serio! —Soltó sus manos sólo para
tomarla de los hombros—. ¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó de
nuevo—. No soy quien para juzgar, no voy a hacerlo. Estoy preocupado por
lo que pueda sucederte, eso es todo.
— Pues guárdatelo para ti.
Se alejó de él.
— Cassandra, escúchame. —Liam cambió el tono, de la comprensión a
la autoridad, del hermano al hombre—. Soy tu hermano mayor, no…
— Lo que, por supuesto, te da todo tipo de derecho sobre mí.
— ¡Basta ya, Cassie, soy yo! ¡No soy Edmund, no soy uno de los
Ancianos, soy yo! ¡Mírame! —Cassandra se giró a tiempo de ver cómo los
hombros de Liam caían, cómo toda su postura corporal cambiaba hasta
pasar a ser una de derrota—. No tienes que defenderte de mí, no estoy
atacándote. Si quieres que tengamos una relación de confianza, una relación
de iguales, tenemos que ser sinceros el uno con el otro. O no serlo en
absoluto, tú decides.
Cassandra suspiró, cerró los ojos y asintió. Entonces, y solo entonces,
Liam prosiguió:
— Soy tu hermano mayor —repitió, pero añadió—: no puedes esperar
que me quede de brazos cruzados mientras siento cómo tu vida se complica.
Porque me preocupo por ti, Cassandra, no porque quiera manejarte en modo
alguno.
Sabía que era sincero, que sentía aquellas palabras pronunciadas, que se
preocupaba por ella y su bienestar, del mismo modo que sabía que Liam
llevaba dentro, aun sin sospecharlo, lo que todos los hombres de su
alrededor: esa creencia de que sabía más y mejor que ella cómo construir su
vida. Quizá su creencia no pasara por considerar que Cassandra era débil de
espíritu, como sin duda consideraba Magnus Lobban y quienes durante años
encendieron las hogueras, pero Liam seguía viendo a su hermana como una
mujer incapaz de enfrentar por sí sola los peligros a su alrededor, necesitada
de protección y ayuda. De guía, ¿de gobierno?
— ¿Qué hacéis en esas reuniones? —preguntó de pronto, en vista de que
Cassandra callaba—. Y no me digas que leer la Biblia.
— Ya sabes lo que hacemos.
Se lo había contado hacía tiempo.
— ¿Nada más? ¿Cartearos con mujeres?
— Nada más, Liam. ¿Qué crees que hacemos? ¿Encender calderos y
cocinar niños?
— Cassie… No puedes hablar así, ¿no lo entiendes?
— No, no lo entiendo. Supongo que por ahí pasa todo, ¿no? Por el hecho
de que no entiendo absolutamente nada.
Por qué tantas mujeres, se preguntó de nuevo, por qué tantas, tantas
mujeres.
— No sé si eres capaz de ver la situación qu…
— ¿Qué dice la gente? Adelante, ilumíname.
Liam calló unos segundos, pero después habló:
— Nadie ha acudido a mí con sus sospechas, por descontado, pero
Abigail tiene buen oído y no se habla de otra cosa.
— ¿Qué dicen? —insistió.
— Que el responsable fue Daniel, que nunca habéis dejado de veros.
Que fue él quien cometió el crimen, con tu ayuda.
— ¿Hechizado por mí?
— No he dicho eso. He dicho: con tu ayuda. O con tu… aprobación. Con
tu apoyo.
Cassandra sonrió. Liam se mordió el labio inferior.
— ¿Por qué sonríes, Cassie?
— Porque es ridículo. ¿Qué tiene que ver todo esto con mis reuniones?
— ¿Cómo?
— Has relacionado ambos hechos. La muerte de Edmund y mis
reuniones, me estás hablando de ambas cuestiones. ¿Cómo los están
relacionando las honorables personas de este pueblo, cómo los relacionas
tú? ¿Por qué debería dejar de reunirme con mis amigas para leer cartas de
otras mujeres?
Liam abrió la boca. Después la cerró y tendió la mano hacia ella:
— Estás a la defensiva, de nuevo.
— Contéstame —exigió.
No tenía pensado ceder posiciones.
— No son dos hechos relacionados, ¿de acuerdo? Sólo digo que ambas
situaciones en las que estás involucrada pueden generar una opinión
contraria hacia ti, nada más. No es que Edmund fuera una persona querida
en el pueblo, pero ha dado trabajo a muchos y un asesinato siempre se
condena, siempre se castiga, ¿no crees? ¿A quién van a condenar en tales
circunstancias?
— No siempre.
— ¿Cómo?
— Un asesinato no siempre se condena, Liam. Se han cometido muchos
asesinatos en esta isla que nunca se han condenado.
Liam ignoró sus alusiones y continuó por su lado.
— Si es tan evidente para todos que Daniel…
— Si es tan evidente para todos que Daniel es quien cometió el crimen
entonces es que no le conocen en absoluto, o que ceden ante el morbo de la
situación —declaró, con esa vehemencia que arrastraba desde la infancia—.
Además, va a casarse con otra mujer. Tan pronto como se conozca su
compromiso no habrá motivos para señalarlo, porque qué sentido tendría
que lo hiciera ahora que por fin va a formar su propia familia.
— Bueno, Cassie, lo cierto es que yo sí le encuentro un sentido.
Cassandra no respondió, ni siquiera le preguntó por ese sentido, agotada
como estaba.
— No voy a dejarlo, Liam —dijo, al fin, volviendo a lo único que tenía
una verdadera importancia en su vida—. No voy a dejar esas cartas, ni esas
reuniones. Es mi deber y no voy a dejarlo.
— ¿Tu deber? ¿Por qué, en el nombre del Creador Todopoderoso, sientes
que esto es tu deber?
— ¡Porque no tengo otro! Porque un día un hombre violento al que no
conocía decidió casarse conmigo y ahora me paso los días encerrada aquí,
deseando que ninguna otra mujer corra este destino, preguntándome por qué
tantos hombres antes decidieron que el destino de miles de mujeres
inocentes fuera la hoguera, y he temido tanto, ¡tanto!, que lo fuera el mío.
No tengo nada más que hacer, estoy cubierta de dinero, tengo todo el
tiempo del mundo, así que mi deber es hacer lo que otras no pudieron, ni
pueden, ni podrán. Recordarlas a todas, al menos. Sacarlas de las hogueras,
de alguna forma. Apagarlas todas. ¿Lo entiendes?
Se acercó a ella.
— Todo eso terminó hace sesenta años, Cassie. Esa estúpida persecución
se acabó.
— No te equivoques, Liam. No ha terminado.
El tercer hombre que ese día la visitó fue Walter Sayer. Entró en la
biblioteca de pronto, tal como solía presentarse, sin anuncio previo. Con la
seguridad de quien se sabe con el derecho de abrir las puertas de su casa e
ingresar en las estancias de su casa, salvo que esa no era su casa. Pero
interrumpió de igual modo una conversación que, por lo elevada de la
misma, habría escuchado desde el otro lado.
Se plantó entre ambos con una sonrisa que sólo podía ser calificada
como diabólica.
— ¿Disputas familiares? ¿Algo en lo que pueda ayudarle, señor Burns?
¿Algún conflicto interno, moral? ¿Algún temor que desee poner en común?
Liam dejó vagar sus ojos entre Walter y Cassandra. Al final, se acercó a
su hermana y besó su mejilla. Después la tomó de las manos. Era la tercera
vez aquel día que hacía aquello.
— Ven a vernos, Cassie.
Se marchó sin despedirse de Walter. Guardar las formas no era uno de
los fuertes de Liam. Tampoco nadie se lo había enseñado, ni se lo había
impuesto nunca, así que para él la educación era más sencilla que toda esa
pantomima de las clases bien dispuestas: si no te habías ganado su respeto,
no iba a mostrártelo.
Walter se aproximó a Cassandra.
— Últimamente esta biblioteca está de lo más animada.
— ¿Qué quieres, Walter?
La paciencia de Cassandra estaba agotada, demasiados hombres aquel
día. Su evidente irritación debía poner contento a su cuñado, porque sonrió.
— Informarte de que he recibido noticias de Lewis Drummond. Se
encontraba en Edimburgo, preparado para tomar la siguiente diligencia, así
que podemos esperar que llegue de forma inminente. Nos reuniremos los
tres tan pronto como esté aquí.
— Pues es una excelente noticia, Walter. Pronto tendrás a tu
investigador.
— Y tú también, Cassie —pronunció su apelativo con retintín—. Tú
también.
Capítulo 7

Al día siguiente, Cassandra visitó a dos hombres y se encontró con un


tercero.
Walter Sayer había estado realizando sus propias indagaciones, a la
espera de la llegada de Lewis Drummond. Tal como le había explicado a
Cassandra la tarde anterior, aquellos días había recorrido un par de puertos
de Haddingtonshire, los que más frecuentaba Edmund, en busca de posibles
respuestas. Buscando negocios en los que hubiera estado involucrado su
hermano y que no se hubieran resuelto de manera conforme, buscando
hombres que hubieran desaparecido de la noche a la mañana tras el crimen.
Cassandra escuchó exhausta, consumida por el desinterés. Al menos, hasta
que Walter mencionó a su padre.
El bueno de Stuart Burns había discutido con Edmund, días antes del
asesinato, en público. Nadie, en las jornadas que siguieron a esa discusión,
había compartido ese hecho con Cassandra. Era improbable que no hubiese
llegado a los oídos de Florence, así que lo que había sucedido, casi con toda
seguridad, era que la doncella, una amiga cercana en la intimidad, no había
querido añadir más carga en los hombros de una Cassandra que ya tenía
bastante con dos brutales palizas, una exposición pública de su desgracia y
un esposo asesinado en plenos festejos.
Esa mañana, por primera vez en mucho tiempo, caminaba sola hacia el
pueblo. Herbert se había mostrado reticente, pero ella había insistido. Al
parecer, los miembros del servicio de esa casa, que era la suya, compartían
la preocupación de Liam y Daniel por su seguridad, convencidos como
estaban de que la muerte de Edmund había sido una cuestión de dinero y
que, siendo así, la vida de Cassandra también podía correr peligro. Ella
restó importancia a sus inquietudes y marchó con una sonrisa que escondía
todo un abanico de dudas.
Del cielo le llegaba una fina lluvia que no descansaba. Cloc, cloc, cloc.
Escuchaba sus pasos sobre el camino embarrado. El palacete no se
encontraba a gran distancia del resto de las construcciones, pero sí debía
recorrer un pequeño tramo, solitario y silencioso, que le proporcionaba,
además, una hermosa panorámica de las pequeñas casas que salpicaban la
orilla. Era tal el silencio, sólo interrumpido por el cloc, cloc, cloc, un
silencio tan diferente al que experimentaba en casa, que Cassandra se
atrevió desde dentro, desde muy adentro, como llenándose con ese gesto de
aliento. Cerró los ojos, siguió avanzando, tropezó con una piedra, sonrió.
Aquel día la lluvia tenía para ella, de nuevo, un canto de libertad.
Abordaba el pueblo desde el sur, desde un camino perpendicular a la
línea que trazaba la costa. El ajetreo comenzó a notarse desde que puso el
primer pie entre las humildes casas de piedra, y también entonces sonrió. Se
cruzó con rostros a los que reconocía, a los que había conocido en otro
tiempo, y saludó cada vez con amabilidad, pero comedida. Era una mujer
viuda, al fin y al cabo, no podía mostrarse alegre. Muchos devolvieron su
saludo; algunos se lo negaron.
Su rabia se encendía con cada saludo negado por una mujer. Los
hombres no le importaban, pero ellas sí. Eran, con toda probabilidad,
mujeres que habrían escuchado los rumores, o que condenaban la ofensa
que Cassandra había cometido días atrás, poco antes del fallecimiento de su
esposo, al revelar sus intimidades. Mujeres que debían haber cuidado de su
rostro amoratado, que con toda probabilidad no sufrían un trato contrario, y
que sin embargo la observaban como si se hubiese convertido en un
problema para ellas, para el pueblo, para esa sociedad recta y devota. Como
si fuese el mal. Una bruja de un nuevo tiempo.
El primer hombre al que Cassandra visitó fue su padre. Lo encontró en
casa. No era una construcción de gran tamaño, pero sabía que, desde que su
hermano tenía su propio hogar junto a Abigail, desde que ella misma había
tenido que marcharse, aquel espacio se le quedaba inmenso.
Sonrió al ver entrar a su hija.
— Hola, Cassie.
Su padre era un hombre de aspecto afable, de pelo gris y ojos oscuros
pero cálidos. La estrechó entre sus brazos y ella cerró los ojos. Jamás podría
perdonarle del todo la vida que le había forzado a tener y, abrazando la
innegable contradicción que suponía aquello, sentía también que no
quedaba nada por perdonar.
— Padre, ¿cómo está?
— Bien, cariño. ¿Quieres unirte?
Le había enseñado a hilar cuando era una niña.
Tomó la antigua rueca de su madre, un banquete de madera y se sentó
con gusto a su lado. Sus dedos se movieron dubitativos al principio, hacía
mucho tiempo que no hacía aquello, pero terminaron por encontrar el
camino. Esa actividad rutinaria, que una vez entendida se realizaba sin
pensar, la sumió durante unos minutos en un estado de paz olvidado.
Charlaron sobre el tiempo, sobre las noticias que Liam había traído de su
último viaje a Edimburgo, sobre el barco que había partido de la vecina
Dunbar y que había desaparecido en el mar del Norte. Fue esto último lo
que devolvió a Cassandra a la realidad. Miró a su padre, que seguía
concentrado en la tarea.
— Padre, en realidad estoy aquí porque hay un asunto sobre el que
debemos hablar.
— ¿Mmm? —respondió, distraído.
Stuart Burns ni siquiera levantó la cabeza, y para Cassandra esa fue la
confirmación de que algo había sucedido.
— ¿Qué ocurrió con Edmund, padre? Su hermano no deja de buscarme
las cosquillas. Estos días ha sabido que tuvisteis una fuerte discusión en el
puerto. Al parecer, todo el que pasaba por allí en esos momentos fue testigo
de ello.
— No tienes nada de lo que preocuparte.
— Está a punto de llegar un hombre con la responsabilidad de investigar
lo que sucedió. Viene desde Edimburgo, así que podemos estar seguros de
que no trae consigo ningún apego por la gente de este pueblo. A mi modo
de ver las cosas, todos tenemos mucho de lo que preocuparnos. —Tomó
aire antes de preguntar—: ¿dónde estabas el día que mataron a Edmund?
Recuerdo verte en los festejos, ¿dónde fuiste después? ¿Dónde estuviste
antes?
Sus propias palabras le sonaron a interrogatorio. Tal vez había sido
demasiado dura, demasiado tajante. Stuart se rascó la cabeza, con una
mueca en el rostro. Dejó la labor y miró a su hija.
— Estuve en el campo. Haciendo labores de limpieza y preparando las
tierras.
— ¿Y después de los festejos?
— Después vine a casa, junto a Ramsay.
— ¿No fue más tarde a ningún otro lugar?
— ¿Dónde más quieres que fuera?
Cassandra se desanimó.
— Supongo que nadie puede probar que pasase el resto de la noche en
casa. O que estuviese durante el día en el campo. ¿Llevó a algún muchacho
consigo?
— No, pero yo puedo probar eso, con mis palabras.
— No es suficiente.
— Tendrá que serlo, porque es la verdad. —Sus manos regresaron a la
rueca, con despreocupación, como si estuviera muy seguro de sí mismo—.
Quien sí me preocupa es tu hermano.
— ¿Liam?
— Se ha estado comportando de forma extraña, como si tuviera… cosas
en la cabeza.
— Está cansado, padre. Eso es todo. Demasiados viajes…
Pero Stuart chasqueó la lengua, un gesto que su hermano había
heredado. Hacían aquello cuando no estaban de acuerdo pero no querían
decir abiertamente que no estaban de acuerdo.
— Nunca se ha cuidado de expresar su desagrado hacia ese malnacido
en público.
— Pero eso era todo por su parte. Piense en él. Liam jamás haría algo
así.
— Puede que lleves razón, pero… —Todavía negaba con la cabeza—.
No lo sé, tal vez sean cosas mías. Me hago mayor, Cassandra, empiezo a
pensar demasiado.
— ¿En qué? ¿En que su hijo es un asesino?
En esa ocasión, Stuart chistó.
— No se te ocurra decir eso como si nadie pudiese escucharte.
— Estamos en casa…
— Sí, y en este pueblo todo el mundo tiene siempre una oreja puesta. —
Cassandra sonrió ante la observación de su padre, el primero en tener unas
orejas bien dispuestas para la tarea—. No me malinterpretes: no se lo
reprocharía. —Siguió hilando con calma, como si no estuviese hablando de
la posible implicación de su hijo en el asesinato del esposo de su hija—. Si
lo hubiera hecho, quiero decir. No se lo reprocharía. A menos que termine
en la horca por ello. No pienso ver morir a mi hijo.
— No va a morir nadie, padre. No tiene nada que sospechar. Liam ha
sido siempre muy aprensivo. Puede que fuese agresivo con Edmund, pero
sólo de palabra. Jamás se involucraría en nada que incluyese un mínimo de
sangre.
Ras, ras, ras, sonaba la rueca.
— Lo cierto es que de los tres siempre fuiste la más valiente.
Cassandra se detuvo.
— ¿De los tres?
Su padre la miró, pero no más de un segundo. Cassandra entendió.
— Daniel —susurró.
Ras, ras, ras, continuaba su padre.
— ¿Sabemos dónde estaba nuestro querido Daniel el día que…?
Se detuvo ahí.
— ¿Usted también, padre?
— Sólo digo que…
— Daniel estuvo en los festejos, lo vi. En la distancia, quiero decir.
— A mí también me viste y bien que andas chismorreando.
— ¿Chismorreando? ¿En serio cree que ese es el término adecuado?
— Bueno, bueno, como sea. —Cassandra sonrió de nuevo—. ¿Que hay
de Daniel?
— ¿Que hay de qué, padre? Por favor, basta. No estáis pensando con
claridad, ni usted ni su querido hijo. ¿Qué interés tendría Daniel en hacer
algo así? Ahora que está cerca de contraer matrimonio, ¿o es que no se ha
enterado? No volváis a decir una cosa así.
Dijo aquello con un enfado tan mayúsculo que su padre alzó las manos.
— No he dicho nada.
Se notó enfadada, sí, pero comprendió al instante que ese enfado no
estaba dirigido contra su padre, ni contra Liam. Notó que la rabia le recorría
el cuerpo, con las llamas y con el recuerdo, y se dijo a sí misma que lo que
le enfadaba de todo aquello no era la sospecha sobre Daniel sino la
evidencia de que le faltaban razones para llevar a cabo algo así.
¿Lo haría? ¿Lo habría hecho? No lo hizo cuando todavía tenía una
importancia para él, tras esa noche de lluvia y despedidas. Aceptó el destino
de ambos, se alejó, lo olvidó, la olvidó, y ahora iba a casarse con otra mujer.
Ras, ras, ras, Cassandra estaba exhausta. Estaba tan cansada…
— ¿Vas a contarme por qué discutisteis Edmund y tú?
— Siempre has sido una chica muy lista. Seguro que puedes adivinarlo.
Por supuesto: aquella penúltima paliza de Edmund y la exhibición por el
pueblo de Cassandra. Se había cuidado de dar aquel paseo un día que su
hermano estuviese fuera y, como cada lunes tras el descanso obligatorio de
los domingos, su padre tendría faena en el puerto de Dunbar. No quería que
ninguno tuviera que verse en la difícil situación de encontrarse con ella.
Había intentado protegerlos, pero esa arriesgada iniciativa de Cassandra
había terminado por llegar a oídos de ambos. Durante aquellos años, había
dado por hecho que la decisión de su padre era mantenerse al margen de lo
que ocurriera en aquel matrimonio, pero supuso que incluso un hombre
sometido tenía su límite.
— ¿Lo hacía a menudo? —preguntó de pronto, con un hilo de voz.
No la miró. A Cassandra le recorrió un escalofrío que desplazó al enfado
y a las llamas. «Siente vergüenza». Tuvo por primera vez la impresión de
que su padre había convivido con un dolor hondo, de esos que te esfuerzas
por esconder, causado por la vida a la que había condenado a su hija, por no
haberla salvado de ese matrimonio impuesto cuando empezó a ser evidente
la clase de hombre que era Edmund.
— Sí —dijo ella.
Podría haberle ahorrado la verdad, pero hacía tiempo había aprendido
que cada quien debía cargar con su responsabilidad. El bueno de Stuart
Burns sólo asintió. Continuó la labor, en silencio. Después comentó,
sabiendo lo mucho que su hija apreciaba aquello, que parecía que estaba
saliendo el sol.
El segundo hombre al que visitó Cassandra fue su hermano.
— Con qué disciplina has cumplido mis órdenes. Ven a vernos, Cassie
—recitó sus palabras del día anterior—. Y aquí está Cassie, más obediente
de lo que cualquiera diría.
— ¿Te has despertado de buen humor, Liam?
Shannon, su sobrina, se lanzó a sus brazos en cuanto cruzó el umbral. La
apretó contra sí misma con tanta fuerza que temió romperla. Cerró los ojos
por tercera vez aquel día.
— ¿Dónde está Munro? —preguntó, todavía con Shannon apoyada en su
pecho.
— Con su madre, en el mercado. Quería ver a ese hombre a caballo.
— Así que el espectáculo continúa.
El espectáculo venía sucediendo desde hacía un par de meses.
— Creo que en la ciudad no pueden imaginar lo entretenida que es la
vida aquí.
Liam marchaba a Edimburgo, de nuevo, durante la madrugada del lunes,
pero aquella mañana de sábado lucía descansado y animado. Cassandra le
pidió un paseo en soledad. Tenían asuntos que discutir. Shannon se quedó a
regañadientes en casa, pero se animó un poco cuando su tía le entregó el
mismo poema que había estado leyendo, sin descanso, la tarde anterior.
— Te encantará.
Caminaron hasta la playa. Como cada vez que ponía un pie en ese largo
arenal, Cassandra pudo ver, a través del tiempo, con una claridad absoluta, a
esa mujer arrodillada frente a las olas, que ese día, como aquel de su
infancia, rompían con calma contra la orilla.
Sacudió esa imagen de su cabeza cuando se adentraron en la arena,
directos al mar. Miró a su hermano.
— He estado con padre.
— ¿Cómo lo has visto?
— Mayor. Y preocupado por ti.
— ¿Por mí?
Liam la miró sorprendido.
— ¿Sabías que padre había discutido con Edmund?
Llevó su mirada al frente.
— Algo me contó. —Bajó la cabeza—. Cassie, entiende que… ¿Por qué
lo hiciste?
— ¿Hacer el qué?
Su hermano no respondió, así que tuvo que adivinarlo. Se pasaba la vida
adivinando las pretensiones y los propósitos de los hombres, sintiendo que
la mayoría ni siquiera era capaz de hablar con franqueza.
— ¿Pasearme por el pueblo con la cara de colores?
— No le encuentro la gracia, Cassandra.
— Porque no la tiene, Liam. Edmund me golpeaba. En las peores
épocas, cada día. Por las mañanas, por las tardes, sobre todo por las noches.
— Cassie…
— ¿No quieres escucharlo? Entonces no preguntes. No puedo darte sólo
las respuestas que son cómodas de oír.
Liam tampoco la miraba. Como su padre, no podía hacerlo.
— Lo siento. Puedes contarme lo que quieras, es solo que…
«Que te come la culpa. La vergüenza de haberlo permitido».
— Nadie quiere escuchar que un ser querido ha vivido en el infierno —
completó ella, con lo que él no se atrevía a decir.
Llegaron hasta la orilla misma del mar. Cassandra miró hacia el
horizonte. Hacía rato que las nubes habían empezado a abandonar el cielo.
Su padre tenía razón: estaba saliendo el sol. Iniciaron el paseo en paralelo a
las aguas, dejando el puerto a sus espaldas.
— ¿Quieres saber por qué lo hice? Porque estaba agotada, Liam. Sobre
todo, estaba agotada de esconder los pecados de mi esposo. Me golpeaba, y
no estaba bien, y no tenía por qué esforzarme por esconderlo, porque si
alguien de los dos debía sentir vergüenza, era él, y si alguno de los dos
debía haberse escondido, pudriéndose en la culpa de ser como era, era él.
Su hermano asintió.
— Siento lo que has tenido que pasar. Yo… no…
— No importa, Liam.
— No, Cassie, escucha. —Se detuvo, y la cogió del brazo. Pero,
Cassandra lo entendió al instante, no sabía bien qué decir—. Ni padre ni yo
sabíamos hasta qué punto… cuánto de… La gravedad de lo que sucedía.
— Pero podíais imaginarlo.
Liam la miró.
— Sí.
Cassandra asintió.
— Nunca lo hemos hablado entre nosotros. Era un asunto… Hemos
hablado mucho de ti, nos hemos contado cómo estabas, cómo te habíamos
visto cuando teníamos la fortuna de hacerlo, pero…
«Pero no había nada que pudierais hacer. Dilo, Liam, di que no había
nada que pudierais hacer».
Se preguntó cómo habrían logrado conciliar, durante aquellos años, esa
necesidad masculina de protección para con sus mujeres, ese deber que se
autoimponían, con la evidencia de que no podían proteger a su hermana, a
su hija, porque había otra figura masculina por encima a la que tendrían que
enfrentarse para ello.
— ¿Lo entiendes? —preguntó ella.
— ¿El qué, Cassie?
Lo pensó.
— Te pregunto por dos cuestiones. ¿Entiendes que mi esposo me
golpease?
— ¿Cómo pued…? ¡No! Claro que no.
— ¿No encuentras una manera de justificar sus golpes? He sido una
esposa insolente, jamás lo he amado, no escondí que pensaba en otra
persona. No calentaba su cama, ni escuchaba sus preocupaciones, ni
siquiera fui capaz de darle un heredero.
Repitió una por una las palabras de Walter.
— ¿Y qué, Cassandra? ¿Qué intentas…?
— Te pregunto si lo entiendes, Liam. Si puedes entender que un hombre,
en esas circunstancias, golpee a su esposa.
Liam permaneció callado unos segundos. Casi podía escuchar el corazón
de su hermano latiendo con desasosiego. Sabía que le estaba poniendo en
una encrucijada por la sencilla razón de que jamás en toda su vida se había
cuestionado tal cosa.
— No, no lo entiendo —dijo, al fin—. Ese desgraciado no te respetaba.
Le gustó que no hablase de amor, le gustó que se decantase por lo
primordial del respeto.
— ¿Entiendes por qué me paseé ese día por el pueblo como lo hice?
En esa ocasión, lo que percibía eran los engranajes de su juicio, de su
sensatez, reflexionando una respuesta, buscando la adecuada, ese por qué.
Pareció dar con ello:
— De alguna manera, sí.
— Tú no estabas ese día en el pueblo. Me cuidé de que así fuera. No
quería que me vieras. —Liam fue a hablar, pero no lo permitió—. ¿Qué
pensaste? ¿Quién te lo contó?
— Abi. Fue Abi. Lo escuchó en el mercado, como siempre. De veras te
digo que me he casado con una mujer que tiene un don.
Cassandra sonrió. Esa forma de hablar se parecía un poco al respeto,
incluso al amor.
— ¿Qué pensaste al saberlo?
Liam la miró con mucha seriedad.
— Que iba a matar a ese malnacido.
Asintió y continuaron el paseo.
— ¿Dónde estabas ese día? Cuando lo mataron.
— ¿Por qué me preguntas eso? Estaba regresando de la ciudad, ya lo
sabes.
— Te lo pregunto porque van a preguntártelo.
Liam se detuvo de nuevo.
— No estarás diciendo…
— Walter ha contratado a un hombre de Edimburgo para que investigue
lo sucedido. —Cogió a Liam por los hombros—. Creo que debes tener
cuidado, hermano. Lamento decirte que van a señalarte. Si tienes algo que
esconder…
— No tengo nada que esconder, Cassandra.
— A mí no tienes que mentirme.
— ¿Qué…? No estoy mintiéndote.
— No necesito que compartas conmigo tus asuntos privados, sólo estoy
advirtiéndote. No me interesa si tienes algún negocio más ilegal que otro,
pero ten cuidado, porque tal vez tengas que esconderlo, un poco, unos días.
— Pero ¿quién te crees que soy, Cassie? Llevo el negocio de padre, el
negocio de siempre. ¿Qué negocio, en cualquier caso? Sembramos lino,
comerciamos con ello, somos gente de campo, gente honrada, ¿qué…?
¿Cómo puedes decir algo así?
— No he dicho nada.
La señaló con el dedo. Lo había ofendido.
— Lo has dicho todo, Cassie, todo. Soy un hombre honrado, ¿de
acuerdo?
— Ahora vas a decirme que no tienes encuentros con otras mujeres.
— ¡Pero si ni siquiera tengo tiempo, Cassandra, por Dios!
Ella se echó a reír con ganas y él se relajó.
— Te estás quedando conmigo.
— Por supuesto que me estoy quedando contigo, Liam. Cada vez es más
sencillo hacerlo, de veras te haces viejo. —Lo tomó del brazo, sonriendo.
Siguieron andando—. No me importaría, en realidad.
— ¿El qué?
— Si lo hubieras hecho. —Liam la miró. Cassandra no dijo nada más
porque, aunque estaban solos en la playa, en ese pueblo todo el mundo tenía
siempre una oreja puesta—. Lo entendería, lo habría entendido. No pensaría
nada horrible de ti. Yo lo haría por ti.
— Ya lo sé —dijo Liam, y Cassandra pensó que se le habían atragantado
un poco las palabras al decirlo—. Le pegaste una buena patada en sus
honorables partes a ese muchacho de los Belton cuando intentó robarme
aquella vez, ¿te acuerdas?
— No he vuelto a verlo, ¿crees que sigue conmocionado?
— Creo que se marchó a vivir al Norte.
— Me pregunto cómo habrá encajado allí.
Se preguntaba aquello a menudo. Cómo encajarían todos ellos en el
Norte, donde había nacido su madre, donde había crecido, donde se había
convertido en la mujer que había sido. Una mujer con carácter, con
determinación, sin miedo, así la recordaba Cassandra. ¿Qué mujer hubiese
sido ella en el Norte? ¿Habría corrido la misma suerte?
— Y tú, ¿hay algo que quieras contarme? —Cassandra no respondió—.
Ah, ahora se hace la misteriosa.
Primero negó con la cabeza, después con la voz.
— No hay nada que quiera contarte. Lo cierto es que no me importa
nada de todo esto. Lo único que quiero es vivir por fin en paz.
— Así mereces vivir. No permitas que los asuntos de los hombres te
afecten.
— Pero, Liam —respondió ella—, si esa es la única vida que conozco.
Acompañó a su hermano a casa. Abigail y Munro estaban de vuelta. Su
pequeño sobrino era mucho más vergonzoso que Shannon, pero, aun con
todo, la abrazó con la fuerza de la infancia. Su cuñada y ella intercambiaron
palabras amables y miradas de complicidad. Abigail la tomó de la mano y
apretó los labios.
— Vas a estar bien —le dijo.
Asintió, pensando en lo segura que se mostraba de esa afirmación.
Porque se veían la una a la otra, pensó también, porque Abigail lo entendía.
El hombre con el que Cassandra se encontró ese día fue Daniel. Se
vieron el uno al otro como guiados por la intuición, pues Cassandra había
caminado hasta ese momento con la cabeza gacha, rebosante de incómodos
pensamientos, pero en un momento dado había decidido alzarla y frente a
ella, unos pasos por delante, estaba Daniel, que en ese momento preciso
había mirado en su dirección. Charlaba con un matrimonio. Los Belton,
concretamente. Cassandra sonrió por la casualidad del encuentro.
No era la primera vez que se encontraban. En ese tiempo de distancia
forzada se habían cruzado en numerosas ocasiones. Habían coincidido en
los festejos, así como en otros eventos sociales a los que Cassandra siempre
había acudido acompañada de Florence, no de su esposo. Los primeros años
se había esforzado por ignorar la presencia de Daniel, determinada a
generar entre ellos la distancia necesaria para el olvido. En los últimos,
había sido él quien se había esforzado por evitar, de cualquier modo, mirar
en la dirección en la que se encontraba ella.
Ese día, Cassandra, todavía mirándolo, lo saludó con la mano, con
discreción pero segura. Daniel la observó unos segundos sin hacer nada.
Después torció la sonrisa y alzó la mano. A Cassandra se le llenó el
corazón, y después se vació, entero, allí mismo. Volvió a bajar la cabeza y
aceleró el paso. Estaba exhausta. Estaba tan cansada.
Capítulo 8

Cassandra ahogó un grito cuando advirtió que había un hombre en su


cuarto.
Los recuerdos de las noches que Edmund la visitaba adquirieron un peso
real. Se había prometido no volver a sentirse de ese modo, se había
tranquilizado con ello. No volverás a sentir ese miedo, no volverás a
sentirte vulnerable, no volverás a sentir ese asco, ni esa amenaza, porque
Edmund está muerto, se había dicho.
Repitió esas palabras decidida a creer en ellas. Edmund estaba muerto y
ella estaba a salvo. Se incorporó lo justo para tener una visión más completa
del cuarto, todavía aferrando con fuerza la colcha que cubría su cama en las
noches de invierno. La figura masculina se acercó a ella, abandonando así
la penumbra. Cassandra descubrió a Walter Sayer observándola con gesto
impenetrable.
— Nada perturba tu sueño, ¿no es así, Cassandra?
Su cuñado caminó hasta los ventanales con afectación. Una burla fugaz,
qué dramático podía llegar a ser aquel hombre, relajó sus pensamientos, al
menos un poco. Aprovechó que Walter le daba la espalda para respirar
hondo. Una, dos, tres veces, mientras él descorría las cortinas para permitir
que entrasen las primeras luces del día.
— Le arrebaté a tu doncella el gusto de despertarte. —Se sentó en la
cama, a cierta distancia—. Caray, cómo duermes, Cassandra. Casi podría
decirse que lo haces en absoluta paz.
Cassandra levantó la barbilla.
— Por favor, sal del dormitorio, Walter.
Él alzó las cejas, entre divertido y ofendido.
— ¿Es así como me recibes?
— ¿Es que acaso te he recibido? ¿No es esta una intromisión?
Lo peor no eran los dardos verbales de Walter Sayer: lo peor eran sus
silencios. Cuando no decía nada, cuando sólo observaba y Cassandra no
tenía claro si estaba considerando dejarla tranquila o, por el contrario,
agravar el alcance del conflicto. Era imprevisible en sus comportamientos,
aunque no tanto en sus palabras, con las que procuraba buscar la
provocación y la incomodidad de quien tenía delante, para, de ese modo,
alzarse con el poder y con el dominio de la situación.
Aquello era lo que había pretendido Walter Sayer al despertarla:
provocarla, incomodarla y hacerse con el control. Cassandra lo entendió
cuando, tras segundos de silencio, dijo:
— El señor Drummond se unirá a nosotros en el desayuno. Arréglate y
baja. —Se incorporó y se dirigió hacia la puerta, pero en el último momento
se giró y, con una sonrisa, añadió—: ¿Estás hambrienta? He mandado que
nos preparen todo tipo de delicias.
Y, sin más, abandonó el cuarto. Cassandra no habría sabido decir cuánto
tiempo permaneció paralizada, llorando en silencio toda la tensión y el
miedo del primer instante, una tensión y un miedo antiguos.
Cómo sería vivir sin miedo, se preguntaba mientras cumplía órdenes,
cómo sería despertarse una mañana y sentirse a salvo, sentirse dueño de ese
día y de todos los que lo seguirían. Los cantos de libertad que había estado
escuchando en la lluvia en las últimas semanas le parecieron entonces un
engaño, una trampa en la que había creído con la esperanza propia de una
necia. Ella no era una necia, así que cómo era posible que se hubiese
permitido albergar la privilegiada esperanza de sentirse libre. Edmund
estaba muerto, pero Cassandra no era libre. Fue esa mañana cuando lo
comprendió, cuando pudo verlo con una claridad absoluta, cuando lo
reflexionó y lo interiorizó con vehemencia, al menos hasta que Florence
ingresó en el cuarto apurada, deshaciéndose en disculpas, con el alma en los
pies. Cassandra la liberó de toda culpa, porque la culpa no era suya. La
culpa no era suya.

Lewis Drummond era un hombre apuesto. Más que apuesto, elegante.


Cassandra pensó, en un primer vistazo, que vestía como debía vestir la ley,
aunque no habría sabido desarrollar esa tajante sensación que tuvo.
Estrecharon sus manos con formalidad, con los ojos de Drummond
clavados en los de Cassandra y los de Cassandra clavados en el poblado
bigote que destacaba en su rostro. Minutos después, cuando tomaron
asiento frente a la gran mesa del comedor, pensaría que tenía una mirada
amable.
Walter Sayer ocupó la posición que hasta ese momento había ocupado su
hermano, la del hombre de la casa, y Cassandra se dijo de nuevo que no,
que por supuesto que no era libre. Saboreó el té, las pastas del día y esa
seguridad dañina que se había instalado en lo más profundo de su ser.
Mientras, el señor Drummond charlaba con naturalidad sobre el trayecto
desde Edimburgo hasta ese rincón de la isla, trayecto que había realizado
inmerso en una conversación en torno al comercio del tabaco y el azúcar,
que se habían adueñado de Glasgow prácticamente por entero. Drummond
esperaba que no sucediera otro tanto con la ciudad que custodiaba los
grandes eventos del este, Edimburgo, bella y literaria, decía. Walter Sayer
no parecía demasiado interesado en ninguno de esos asuntos, pero
escuchaba e incluso intervenía con cortesía. Cuando el desayuno tocó a su
fin, condujo a la señora de la casa y a su invitado hacia la biblioteca.
En pocas ocasiones antes se había sentido Cassandra tan a merced de un
hombre. La treta de Walter había surtido efecto. Seguía trastocada por ese
despertar, siguiendo los pasos dictados, incumpliendo las promesas que
había adquirido consigo misma días atrás. Tomó asiento en el sofá, colocó
las manos sobre las rodillas y se dijo que, al menos, estaría ofreciendo una
imagen de viuda desconsolada y conmocionada tras la pérdida de su
marido.
— Dígame, Cassandra, ¿cómo se encuentra? —preguntó Lewis
Drummond.
Se había sentado en ese maldito sillón perfumado. Cassandra lo miró y
se forzó a construir una sonrisa que estuviera a medio camino entre la
amabilidad y la tristeza.
— Estoy atravesando unas semanas difíciles —respondió, el discurso
aprendido—, pero me encuentro bien. Gracias.
Lewis Drummond dirigió una mirada a Walter Sayer antes de continuar.
— ¿Les parece que hablemos sin rodeos? Bien. —Se llevó la mano
derecha a la barbilla en lo que Cassandra advirtió como un gesto asimilado
para el acto de pensar—. Empecemos por reconstruir lo que sabemos. Si no
me equivoco, el mozo de cuadras encontró el cadáver de Edmund Sayer una
mañana, a primera hora, en la granja que su esposo tenía en posesión. El día
anterior habían tenido lugar las celebraciones propias del fin de la cosecha.
Cassandra, ¿cuándo fue la última vez que vio a su esposo?
— Esa misma tarde. Caminó conmigo hasta la casa familiar de una joven
del pueblo con la que tengo una estrecha relación. Nos despedimos en la
puerta. Él marchaba a las cuadras, por eso me había acompañado hasta allí.
Tenía un compromiso que atender, me dijo. No supe más de él.
— ¿No fue a las celebraciones?
— No, que yo sepa.
— ¿Sabe dónde tenía pensado pasar el resto de la jornada?
— No, señor Drummond. No solía compartir conmigo sus actividades.
Asintió.
— Usted entró en esa casa, aquella tarde, y no volvió a verlo.
— Así es.
— ¿Puedo preguntarle por qué motivo y cuánto tiempo permaneció allí?
— Sí. En días ocasionales, varias mujeres del pueblo nos reunimos para
leer la Biblia.
Walter Sayer bramó una risa.
— Por favor, todos estamos al tanto de que ese no es el motivo por el
que os reunís.
— Disculpe, señor Sayer, ¿a qué se refiere?
— ¿Quieres contárselo tú?
Walter y Cassandra se miraron. Ella entendió que no tenía alternativa.
— Lo cierto es que no solo leemos la Biblia, señor Drummond,
discúlpeme. Desde hace un tiempo, nos carteamos con mujeres de otros
lugares de Escocia con las que compartimos impresiones y reflexiones.
Después, lo ponemos en común en esas reuniones.
— ¿Puedo preguntar por el carácter de esas reflexiones?
— Asuntos de mujeres, señor Drummond. Ante todo, compartimos
historias populares y consejos sobre el cuidado del hogar. Nada que deba
preocuparle.
— Si es preocupante o no debe decidirlo él —inquirió Walter, señalando
hacia el butacón.
Cassandra reflexionaría más tarde sobre ese momento, porque fue en ese
momento, o así lo creía ella, cuando el señor Drummond decidió hacia
dónde se inclinarían sus simpatías, si es que en algún momento debían
inclinarse.
Los observó a ambos en silencio antes de responder:
— Lo cierto es que no encuentro por qué debe ser preocupante, ni
tampoco relevante para el caso que nos ocupa. Dice, Cassandra —continuó,
dando por zanjado aquel asunto—, que no volvió a ver a su esposo. ¿Puedo
preguntarle por el lugar en cuestión en el que tuvo lugar la reunión?
— Se trata de la casa de Sarah Grant y Robert Deuchar, un matrimonio
amigo.
Drummond asintió. No parecía extrañarle que Sarah no hubiese
adoptado el apellido de él. Supuso que también en las grandes ciudades
seguía haciéndose de esa manera, una herencia que ella misma tuvo que
abandonar al casarse con un inglés que de ningún modo iba a aceptar
aquello. Edmund no había estado interesado en la unión entre familias, sino
en apoderarse de todo cuanto pudiera, en engullir apellidos, de ser
necesario, en engullir identidades.
— Se encuentra entre las últimas construcciones del sur del pueblo —
continuó Cassandra—, justo antes de alcanzar las tierras de labor.
— ¿Podrían confirmarme sus palabras las mujeres con las que se reunió?
Que usted estuvo allí después de que Edmund Sayer la acompañase hasta la
misma puerta.
Cassandra adoptó el papel de quien hace memoria.
— Sarah salió a recibirme. Supongo que pudo ver cómo Edmund se
marchaba. Por lo demás, las tres pueden confirmar que pasé allí parte de la
tarde.
— ¿Dónde fue tras esa reunión?
— A los festejos del pueblo.
— ¿Sola o acompañada?
— Florence, mi doncella, me esperaba en la puerta de la casa de Sarah,
tal como había dispuesto Edmund. Nos marchamos las cinco a la plaza,
pero Lìosa y Hariet se ausentaron unos minutos para pasar por sus
respectivos hogares antes de unirse de nuevo a nosotras.
— Retrocedamos un momento. Si he entendido bien, su esposo le pidió a
su doncella que esperase en la puerta a que concluyese esa reunión para
después ir juntas a las celebraciones.
— Así es.
— ¿Era eso algo habitual? Es un pueblo pequeño.
— No era partidario de que caminase sola.
— Y de esas reuniones, ¿era partidario? ¿Estaba mi hermano conforme?
—intervino Walter, mirando a Drummond—. Me cuesta creerlo.
— ¿Por qué dice eso, señor Sayer?
Walter apretó la mandíbula, pero no dijo nada. Cassandra no tuvo claro
si lo que le sucedía era que no quería exponer de ningún modo el férreo
control que Edmund había tratado de ejercer sobre ella, o si, por el
contrario, lo que le martirizaba a ese hombre era evidenciar que su hermano
no había sabido poner fin a las reuniones de brujas que su desobediente
esposa había mantenido delante de sus propias narices. En cualquier caso,
se sumió en el silencio.
Cassandra lo aprovechó para responder ella a esa cuestión planteada:
— No creo que nuestras reuniones le importasen lo más mínimo. Verá,
señor Drummond, si a mi esposo le preocupaba algo relacionado con mi
persona, créame que no tenía nada que ver con el hecho de que me reuniera
con tres mujeres del pueblo.
— Insinúa que no consideraba preocupantes esos asuntos de mujeres.
— Así es. No somos más que cuatro jóvenes intercambiando
pensamientos.
Lewis Drummond asintió. Parecía conforme, casi convencido. «Parece
satisfecho», sentenció Cassandra. Cambió de postura en el sofá, pero
empezaba a encontrarse más relajada. Como si los efectos de la grave
impresión del despertar estuviesen por fin desapareciendo.
— ¿Qué opinión guardaba de su esposo, Cassandra?
Tuvo que hacer un gran esfuerzo de contención para no reflejar sus
emociones.
— Preferiría tener esta conversación en privado, señor Drummond.
— Ni lo sueñes.
Walter Sayer permanecía con los brazos cruzados, de pie frente a ellos,
junto a la chimenea. Cassandra miró a Drummond, que negó de forma casi
imperceptible con la cabeza, lo suficiente para que ella entendiera.
— Muy bien, de acuerdo. —Cassandra carraspeó—. Edmund no era un
hombre amable, o agradable, pero sí educado. Siempre muy preocupado por
mantener las formas, por guardar las apariencias. Estaba volcado en sus
negocios, en la oportunidad que tenía dentro del Imperio. Creo que ese fue
el motivo por el que vino aquí, para aprovechar un puerto que aún no se
estaba explotando del todo. —Hizo una pausa—. Apenas nos veíamos. Casi
nunca se encontraba en casa.
— ¿Qué le parecía a usted su ausencia?
Cassandra sonrió con tristeza.
— En la intimidad, Edmund era agresivo y violento. Su ausencia era un
descanso.
— ¿Ese es el respeto que muestras por tu esposo asesinado?
Walter elevó un poco la voz, inclinándose hacia Cassandra. Ella lo retó
con la mirada, amenazando con la vergüenza que podía suponer hablarle del
respeto que había tenido por ella su esposo.
Claro que para su cuñado jamás sería motivo de vergüenza. Su hermano
había estado en todo su derecho de querer corregir, aunque fuera a base de
golpes, a esa obstinada muchacha.
— Por favor, señor Sayer —intercedió Drummond—. Si no va a poder
comportarse, en ese caso, sí le voy a tener que pedir que nos deje conversar
a solas. —Walter recobró su postura inicial, pero Cassandra advirtió en su
mirada que ya había encendido la hoguera—. Deduzco, Cassandra, que no
les unía una buena relación
— No —respondió, sin andarse con rodeos—. Nuestros únicos…
encuentros, por llamarlos de algún modo, no eran agradables.
— ¿Tiene familia, Cassandra?
— Mi padre aún vive y tengo un hermano mayor, sí. Tiene esposa y dos
hijos que también considero mi familia.
— Usted no tiene hijos —advirtió él. Después añadió—: No tuvo hijos
con el fallecido señor Sayer.
— No.
— ¿Por alguna razón en particular?
— Quiero pensar que así lo dispuso Dios.
Walter bufó, pero no dijo nada.
— ¿Sabe de alguien que pudiera querer hacer daño a su esposo?
— Me consta que, en los últimos tiempos, Edmund había tenido
contratiempos con ciertos negocios, aunque no sé si lo bastante graves
como para convertirse en un problema. Estaba más malhumorado que de
costumbre, pero quizá no guarde relación con ello. —Cassandra hizo
memoria—. Hace un tiempo tuvo una gran disputa pública por la…
comercialización, no sé tampoco cómo referirme a esto, de personas.
— ¿Vendía esclavos, quiere decir?
Cassandra asintió. Walter suspiró.
— Mi hermano no se comunicaba contigo, pero de alguna forma has
sido capaz de reunir un amplio conocimiento de sus hechos y actividades.
— Como bien sabes, Walter, Edmund no controlaba su boca cuando
estaba ebrio. Eso no es comunicarse: es incontinencia verbal. Creo que
puede preguntar en el pueblo y en los alrededores por los problemas que ese
defecto de carácter le acarreó a Edmund, señor Drummond.
— ¿Bebía, su esposo?
— Así es.
— Bueno, basta ya. —Walter descruzó los brazos, hizo algo parecido a
pellizcarse la nariz, como si en ese pequeño gesto pudiese volcar toda su
rabia, y esos nervios que perdía se colaron en su voz al volver a hablar—:
Mi hermano acaba de ser asesinado y sin embargo es quien está siendo
juzgado aquí. ¿Cómo es eso posible?
— Intento hacerme una idea general, señor Sayer. Tomar un poco de
contexto.
— ¿Quiere contexto? Muy bien: Cassandra, ¿por qué no le hablas del
señorito Loughty?
Cassandra se encogió. Recapacitó de inmediato, esperando que ninguno
lo hubiese percibido. Tragó saliva, respiró, procuró calmarse.
— Porque no hay nada que decir, Walter.
Pero cuando miró al señor Drummond, en su rostro vio que no era
suficiente con la negación. Walter Sayer había abierto un camino que
tendrían que recorrer.
— Por favor, Cassandra —pidió Lewis Drummond, con amabilidad.
— Daniel no es más que un viejo amigo.
— Daniel Loughty fue su prometido —corrigió Walter, sin dar un
segundo de tregua—. Su compromiso sólo se rompió cuando Stuart Burns,
su padre, acordó este matrimonio, pero me parece evidente que su relación
no concluyó como nos hicieron creer.
— Estás muy equivocado. No hemos tenido un solo encuentro en los
últimos siete años. —Cassandra miró a Drummond—. Si lo desea, puede
hablar con el señorito Loughty. Comprenderá de inmediato que no tiene
nada que ver con lo que ha sucedido.
— Me temo, Cassandra, que eso sí es algo que deberé juzgar en su
debido momento.
Contó hasta diez antes de ofrecer una réplica.
— Créame cuando le digo que cualquier tipo de relación, o de
compromiso, que pudo haber entre Daniel Loughty y yo, terminó cuando
puse un pie en esta casa.
— Supongo que fue una casualidad que el otro día lo encontrase aquí
mismo.
— Acudió a ofrecer sus condolencias, Walter, en nombre de él y de toda
su familia. Lo sabes perfectamente.
— Claro.
Walter sonrió.
Cassandra tenía la confesión en la punta de la lengua: Daniel iba a
casarse con otra mujer. En los segundos siguientes, tuvo que determinar que
tal vez ser poseedora de un conocimiento que no habían compartido con
nadie podía complicar las cosas aún más. Terminó por callar. Si Lewis
Drummond consideraba la figura de Daniel sospechosa, él mismo
descubriría, en una breve conversación, por qué no tenía ningún sentido que
fuera así.
El señor Drummond se aclaró la voz antes de intervenir.
— De acuerdo, muy bien. Creo que, por el momento, no necesitaré nada
más de usted, Cassandra, aunque mucho me temo que no será esta la última
vez que nos veamos.
— Quedo a su disposición, señor Drummond.
Este asintió, observándola.
— ¿Me acompaña a la puerta, señor Sayer? Con usted sí tendré que
volver a reunirme. Con respecto a los negocios de su hermano, quisiera…
Por segunda vez aquel día, Cassandra permaneció sentada, sintiendo de
nuevo su cuerpo rígido, incapaz del movimiento. Mientras observaba en la
distancia cómo los dos hombres se perdían por las estancias del palacete se
preguntó, también por segunda vez aquel día, cómo sería vivir así, sin
miedo, sintiéndose uno a salvo, con la seguridad de la victoria, sin
amenazas constantes.
El fuego crepitaba frente a ella, crack, crack, crack. Concentró su mirada
en las llamas, se perdió en ellas.
Segundos más tarde, Walter reapareció, pero no cerró la puerta de la
biblioteca. No pensaba, por tanto, mantener una conversación larga.
Cassandra lo miró. Él también la miraba.
— ¿Eso es todo lo que tienes que decir de tu esposo?
— Podría añadir un par de cosas más, si así lo deseas.
Walter emitió un sonido que no terminaba de ser una risa.
— Te crees intocable, ¿no es así?
— Lo cierto es que intocable no es la palabra que emplearía. El tiempo
que he pasado en esta casa me ha probado que en absoluto lo soy.
— ¿Crees que no sé lo que ha pasado, Cassandra? —Se acercó a ella
porque, a solas, ya sí podía buscar intimidarla a placer—. Sé que ha sido
alguien cercano a ti, sé que estás encubriendo a alguien. Todavía no sé de
quién se trata, pero sé que uno de ellos perdió el control y sé que tú… —
Colocó un dedo en su frente—. Lo sabes.
Sonrió.
— Puedo presumir de saber unas cuantas cosas, pero lamento decirte
que, en lo que respecta a los hombres, lo que os conduce a actuar de una
forma u otra… Todavía es algo que se me escapa.
Walter Sayer apretó la mandíbula.
— Crees que sí, Cassandra, pero no tienes poder.
Se hizo más grande ante ella, como si ganase en tamaño. Por un
momento, temió que empujara su cuerpo hacia el suyo, que emplease la
fuerza para someterla, para humillarla, para lanzarla a las llamas que
cantaban cerca de ellos.
Cómo sería vivir sin miedo, sintiéndose a salvo. Cómo sería vivir con
poder.
— Verás qué pronto lo terminas de entender.
Capítulo 9

Al día siguiente, Cassandra buscó, sin atreverse del todo a hacerlo, a un


hombre.
Bajó sola al pueblo. Al comunicarlo, el siempre correcto Herbert no
pudo evitar que su rostro reflejase una decidida disconformidad. Estaba al
tanto, por supuesto, no solo de la investigación en curso sino también de las
sospechas de Walter, como era también conocedor de las direcciones hacia
las que apuntaban esas sospechas, así que cuando Cassandra anunció que
bajaría sola al pueblo, Herbert, con la confianza que le habían otorgado los
años para tratar con la señora de la casa, se mostró disconforme. Cassandra
sonrió.
— Estaré bien. Es hora de recuperar un poco de independencia.
Pero Herbert mantuvo esa expresión hasta el final, hasta que Cassandra
se marchó. El cielo estaba cubierto de nubes, pero no llovía. Lo tomó como
una señal de buen augurio.
¿Qué buscaba cuando bajó, aquel día, al pueblo? Se dijo a sí misma en
tantas ocasiones, recorriendo ese solitario sendero, que no buscaba nada,
que no buscaba a nadie, que para cuando alcanzó las primeras
construcciones casi había creído en ello. Buscaba pasear, se decía. Buscaba
recorrer esas calles sin rumbo, por el placer de caminar, por el placer de
sentirse con la libertad implícita en ese acto nimio de dirigir sus pasos hacia
donde le placiera, sin tener que ofrecer explicaciones a nadie. El encuentro
de la mañana anterior había puesto en evidencia que aún vivía encadenada a
la vida que había creído dejar atrás, al paso de Edmund por ese mundo y sus
consecuencias, pero eso no era todo. No podía ser todo.
¿Qué buscaba Cassandra? Nada en particular, se decía, pero sus ojos
vagaban ansiosos por las calles esperando hallar una mirada azul entre todas
las que se posaban sobre ella.
Encontró a Lìosa cerca del puerto, despidiendo a su hermano, que
marchaba unas semanas hacia el Mar del Norte. Conversaron unos minutos,
y después regresó sobre sus pasos. Se detuvo a observar la alta torre de la
iglesia, pensando que aún no había sido convocada por la Kirk, algo cuanto
menos sorprendente. Recordó el encuentro con Magnus Lobban y se
reprendió un poco por no saber contener el fuego que tenía dentro.
Continuó con el paseo. Su sobrino jugaba al otro lado de la plaza,
alborotando todo junto a dos compañeros de correrías. Sonrió, pero no se
acercó. Los juegos de niños no estaban hechos para ser interrumpidos.
Cuando dio media vuelta, pensando en los beneficios de un paseo por la
arena en un día como aquel, se produjo algo parecido al encuentro que
deseaba en secreto.
Andrina Balfour, la madre de Daniel, caminaba siguiendo una línea recta
hacia ella, sin reparar, en cualquier caso, en su presencia. Cassandra
contuvo el aliento, y no solo porque se tratase de una mujer ligada a su
deseo. Al perder a su madre, nueve años atrás, teniendo en cuenta los
estrechos lazos que le habían unido a la familia de Daniel, las tardes de
invierno que había pasado junto al fuego de su hogar y las mañanas en las
que acompañaba a las mujeres a las tierras de labor, Andrina era lo más
parecido que le quedaba a una figura materna. Permaneció quieta,
esperando que fuese ella quien dispusiese el trato que debía existir entre
ellas.
Cuando los ojos de Andrina se posaron finalmente sobre su rostro, la
mujer sonrió.
— ¡Cassandra! —Salvó la distancia entre ambas y la tomó de las manos
—. Pero qué alegría verte, querida, mi querida Cassandra. ¿Cómo estás?
Oh, cuánto lamento…
Cassandra negó con la cabeza.
— Ni se moleste.
Al tomar conciencia de sus manos unidas, de que aquellos ojos azules
que había heredado Daniel la seguían observando con el cariño de siempre,
los suyos propios se llenaron de lágrimas.
— No sabe cuánto me alegro de verla, Andrina —pronunció su nombre
casi con adoración.
— Oh, cariño, ven aquí.
Se abrazaron unos instantes. Apenas fueron unos segundos, pero había
anhelado tanto el abrazo de esa mujer que cerró los ojos en sus brazos y
respiró.
— Ven conmigo. Prepararé algo caliente en casa y conversaremos tú y
yo, ¿quieres?
— No sé si…
— Absolutamente sí. Andando.
Era tan mandona y tan tozuda como lo había sido su propia madre, pero
menos beligerante, menos impulsiva, y desde luego menos norteña. Sus
rasgos eran amables, si bien es cierto que el color de esos ojos en un rostro
tan pálido como el suyo podía causar una buena impresión.
Caminó de su brazo hasta la pequeña vivienda cuyas formas aún
recordaba bien. Diez, quince pasos más adelante, se hallaba la que había
sido su casa, donde ahora vivía su padre en soledad. Por el camino
charlaron sobre asuntos insustanciales: el hombre que recorría el mercado a
caballo ofreciendo un extraño espectáculo, la inclemencia del tiempo de los
días pasados, las últimas noticias traídas por su hermano de Edimburgo, que
era algo de lo que todo el mundo parecía conversar. Liam se había
convertido en una especie de noticiario para las dos familias, porque entre
ellos seguían en contacto como si no hubiera sucedido nada. Era Cassandra
la que los había abandonado.
Para cuando ingresaron en su hogar, donde el calor del fuego la golpeó
con ánimo después del frío exterior, Cassandra pensó que si Andrina
Balfour había sabido de la llegada de Lewis Drummond al pueblo, no había
dicho una sola palabra al respecto.
— Ven, siéntate. Aquí, aquí, donde solías hacer.
El paso del tiempo y el abandono caían sobre sus hombros, sobre unas
piernas que ya no era capaz de encajar con naturalidad en ese pequeño
tablero de madera que tantas veces había usado de asiento, sobre unos
lagrimales que amenazaban con dejarse vencer por el peso de las lágrimas
acumuladas, sobre unas manos que, inquietas, no dejaban de buscar el
contacto con esa mujer.
Andrina preguntó a Cassandra cómo había estado. En principio, fue una
pregunta dirigida hacia aquellos primeros días como viuda de Edmund.
Procuró ser todo lo sincera que demandaba la confianza compartida. Tras su
primera respuesta, Andrina extendió la pregunta a esos siete años de tiempo
y abandono, pero antes de que Cassandra pudiera ofrecer una respuesta, fue
ella la que habló:
— Es una lástima tan grande… Siento que dejásemos de disfrutar de tu
compañía. Ha pasado mucho tiempo, podemos hablar de ello, ¿verdad? —
Cassandra asintió—. Te hemos extrañado, Cassie. Además, sin Caitlin, sin
tu madre… Se hizo aún más notable cuando faltaste.
Andrina también se había quedado sola. Habían sido ellos siete, casi
como una misma familia. Cassandra, su hermano, padre y madre. Daniel,
Ramsay y Andrina. Con el fallecimiento de Caitlin y la marcha de
Cassandra tras su matrimonio con Edmund, Andrina era la única mujer que
había quedado entre los hombres.
No sabía qué asuntos habían compartido esas dos mujeres, en encuentros
privados y paseos al mercado, en los tiempos muertos en el campo, pero sí
que las unía el mismo tipo de vínculo que tenían ella y Sarah, la confianza
que regala el paso de los días en compañía de la otra.
— ¿Crees que a partir de ahora podrás hacernos alguna visita? De tanto
en tanto, para que esta mujer que se hace mayor pueda disfrutar de tu
juventud.
— Nada me haría más feliz, Andrina, se lo aseguro.
Pesaba tanto todo aquello, le pesaban tanto las manos, las piernas, el
tiempo, que creyó que, entonces sí, rompería a llorar. Pero la puerta se
abrió, Cassandra se giró y allí estaba Daniel, provocando que cualquier
emoción sentida hasta ese momento quedase suspendida. Haciendo florecer
otras nuevas. Su rostro reflejó una sorpresa mayúscula.
— Daniel —dijo ella, por todo saludo.
Él miró en dirección a su madre y cerró la puerta.
— Cassandra. Qué sorpresa.
Se sintió una intrusa, una perturbadora de la paz de ese hogar. Entonces
se incorporó de un salto, dispuesta a abandonarlo. Miró a Andrina, que
sonrió. Ella también sonrió un poco.
— Nos hemos encontrado en el pueblo. Tu madre… Bueno, ya la
conoces. No puede dejar de ser la mujer más amable de esta isla. —Apoyó
una mano en su brazo, con esa necesidad de tocar cuerpos familiares—.
Pero ya me iba. Muchas gracias por todo, Andrina.
— Prométeme que vendrás a verme.
— Se lo prometo —balbuceó Cassandra.
Andrina la arrastró hacia sus brazos y Cassandra volvió a cerrar los ojos.
En la puerta esperaba Daniel. La boca entreabierta, los brazos cayendo a
ambos lados de su cuerpo, como si a él también le pesase el tiempo y el
abandono. La seguridad de pertenecer a ese hogar, tanto como Daniel
pertenecía al suyo, apareció sin previo aviso. Pertenecían al hogar del otro y
siempre sería de ese modo sin importar el tipo de compromiso que existiera
entre ellos, al margen de la pasión surgida o no, al margen del amor roto o
no. Así lo sentía, así habría querido gritarlo a los cuatro vientos, pero,
cuando se acercó a él, frente a la puerta de salida de ese hogar al que
pertenecía, lo único que pudo decir fue:
— Lo siento, yo…
Daniel rechazó la disculpa con un movimiento negativo de cabeza y,
como si pudiera colarse en los más profundos pensamientos de Cassandra,
lo que respondió fue:
— Esta siempre ha sido tu casa, Cassandra. Eres bienvenida.
Supo que lo estaba mirando con el amor más genuino que una mujer rota
como ella podía sentir. Tal vez se tratase de un amor heredado de la
infancia, pero era amor.
Sobrepasada por ese conjunto de seguridades, la pertenencia y el
sentimiento, todo lo que pudo hacer fue asentir, balbucear unas torpes
palabras de despedida y marcharse a llorar el tiempo perdido a las frías
calles de ese pueblo, de esa maldita isla en la que sólo llovía y llovía.
Se cubrió la boca al salir al exterior, como si aquel gesto pudiera servir
de contención para sus emociones, como si pudiese aguantarlas, impedir
que se desbordasen durante el trayecto que le quedaba por cubrir hasta el
palacete. Se encerraría en su dormitorio lo que restaba de día. Sentía
tanto… Sentía tanto todo.
Podría marcharse. Huir. Abandonar ese pueblo y dejar atrás todos los
recuerdos a los que de otra manera se encontraría siempre encadenada. No
eran malos recuerdos, pero eran de igual modo dolorosos, dañinos en lo
más profundo. Se clavaban, en días como aquel, como el más afilado de los
puñales. Los anhelaba y ya no eran suyos. No era libre. Una persona que ha
de mirar a los ojos a un pasado deseado pero perdido no puede ser libre.
— ¡Cassie!
Se detuvo. Había escuchado su voz en el aire. ¿Hasta tal punto llegaba su
deseo?
Pero una mano se posó en su hombro, convirtiendo ese deseo en
realidad, y cuando se giró allí estaba, su pasado deseado y perdido,
mirándola a los ojos.
Se limpió las lágrimas. Demasiado tarde. Daniel ya había reparado en
ellas.
— Cassie…
— Lo siento de veras. Me encontré con tu madre, no sabía…
— Por Dios, pero si está encantada de verte.
— Pero…
— Cassie —pronunciando su nombre, Daniel detuvo cualquier intento
de truncar esa declaración anterior—, está bien. Lo he dicho de corazón,
siempre vas a ser bienvenida. Siento haberme mostrado… Ha sido una
sorpresa, pero no hay modo de que no nos alegre verte, a los tres.
— A mí también me alegra veros, a los tres.
Todavía con la emoción en la garganta, aquello no fue mucho más que
un susurro. Pero Daniel escuchó, asintió y sus ojos transmitieron el mismo
cariño que sus palabras.
— ¿Cómo te encuentras? Preguntamos a tu padre cada día, pero ya sabes
que es un hombre de pocas palabras.
— Como la mayoría. —Cassandra sonrió—. Me encuentro bien. Gracias
por…
— Quizá no deberías… Andar sola.
Cassandra sonrió.
— No corro ningún peligro, podéis quedaros todos tranquilos.
— No creo que hayas tenido nunca un verdadero instinto para
determinar qué es peligroso y que no.
Lo dijo con toda naturalidad. Cassandra trataba de contener sus
observaciones, de no mostrarse cercana en exceso, y sin embargo Daniel,
que siempre había sido el más precavido de los dos, no podía evitar recurrir
a ese pasado en común para comunicarse con ella.
Al advertirlo, claro, agachó la cabeza.
— Lo siento, no…
— Está bien —atajó Cassandra, imitando su manera de restar
importancia a aquello de lo que no podían hablar—. De todos modos, llevas
razón.
Sonrió y buscó su mirada. Al encontrarse, Daniel se contagió de ella.
Las campanas de la iglesia tronaron, deshaciendo el hechizo. Al tiempo,
el anciano señor Reid pasó a espaldas de Daniel, saludó con una inclinación
de cabeza y continuó su camino, no sin antes lanzar un último vistazo por
encima del hombro. Cassandra lo siguió con la mirada. El gesto del anciano
era inequívoco: llamaban demasiado la atención.
Las campanas tronaban, clon, clon, la hora del almuerzo. El corazón de
Cassandra latía con fuerza. Cometía un error dejándose ver con Daniel.
— Debo marcharme.
Pero Daniel se inclinó hacia ella.
— ¿Qué ocurre?
Al parecer, todavía sabía leer la inquietud en su voz. O tal vez era
Cassandra quien no se cuidaba de esconder sus emociones en su presencia.
No estaba segura de poder, en cualquier caso. Qué defensas puede tener
nadie en el lugar que siente como su lugar seguro en el mundo. Daniel había
sido su lugar seguro en ese mundo, no tenía defensas para él.
Él sí debía tener defensas.
— Debes saber algo —susurró.
— ¿Sí?
— Ha llegado un hombre al pueblo para investigar la muerte de
Edmund.
De qué forma eso me atañe a mí, parecía preguntarse.
— Cuánto lo siento, Daniel. Walter le habló de…
El rostro de Daniel fue cambiando a medida que adivinaba las palabras
que Cassandra no podía pronunciar. Apartó sus ojos de ella y llevó su
mirada hacia ninguna parte, hacia lo lejos, hacia el horizonte. Suspiró.
Después, asintió.
— Querrá hablar contigo. No sé cuándo sucederá, pero…
— Pero mejor que esté preparado.
— Lo siento tanto. De ningún modo querría que…
— Está bien, lo entiendo. No debes preocuparte.
Alzó su brazo derecho con la intención de tocarla, de arroparla. No llegó
a completar el gesto. La mano abierta de Daniel cayó junto a Cassandra,
que se estremeció con solo imaginar su roce. Se sentía del todo presente
allí, en ese lugar, en ese momento, frente a él, atenta a cada sensación,
apresando cada una de ellas. Respiró. Las respiraría más tarde, todo, lo
respiraría más tarde.
Habló de nuevo:
— Haré todo lo que esté en mis manos para no…
Pero Daniel no le permitió continuar:
— Cassie. —Se inclinó hacia ella, los ojos muy abiertos, la boca a medio
abrir—. No hay nada de lo que debas preocuparte. No debes preocuparte
por mí. Debes… Pensar en ti misma, ¿de acuerdo? Cuidarte.
«Cielo santo, me va a consumir».
El inmenso deseo que tenía de abrazarlo, de estrecharlo entre sus brazos,
de enredar los dedos en sus cabellos, de apoyar el rostro contra el suyo y
sentir todo su calor, y cerrar los ojos, y quedarse ahí. Iba a consumirla, esa
noche, así como todas las que seguirían, y esa misma tarde, cuando por fin
estuviese sola en su dormitorio.
— De acuerdo —concedió, ignorándose a sí misma—. Pero tú también
debes hacerlo, Daniel. Comprendo lo desagradable que puede llegar a ser,
pero, por favor, muéstrate colaborativo con Walter Sayer. Demuestra que no
tienes nada que ver con nada de lo que ha sucedido.
Daniel sonrió con tristeza.
— No tengo nada que ver.
— Lo sé. Demuéstralo.
Sonrió de nuevo. Un pensamiento parecía habitar esa sonrisa.
Cassandra se atrevió a preguntar.
— ¿Qué ocurre?
— Que siempre ha sido así, ¿no? No puedo preocuparme más que tú. —
Cassandra frunció el ceño y Daniel rompió a reír—. Siempre fuiste la
protectora. “Cassie, ten cuidado”, te decía. “No, Daniel, yo estoy bien, eres
tú el que debe tener cuidado”, me respondías.
— Bueno, teniendo en consideración que siempre has sido el más torpe
de los dos…
— Ah, así que es una cuestión de torpeza y no una cuestión del deseo de
una señorita de querer controlar todo cuanto sucede a su alrededor.
— ¿De qué señorita hablas?
— Tienes razón, debo haberme confundido.
Cassandra se mordió el carrillo para no imitar la sonrisa de Daniel. Iba a
atesorar por siempre, sin importar cuánto tiempo transcurriese o el rincón
de la isla desde el que tuviese que rescatar ese recuerdo, aquel momento de
complicidad renacida entre ambos. Que la encadenasen a él, de acuerdo, lo
aceptaría. Descansaría sobre el dolor que le provocaría, sobre el dolor que
ya le producía ver cómo la sonrisa de Daniel se deshacía poco a poco,
porque él, como ella, sentía el peso del tiempo y la distancia, pero él, al
contrario que ella, no estaba dispuesto a encadenarse a ello.
Cuando volvió a mirarla, había levantado ya esa barrera de distancia y
tiempo.
— Ten cuidado, ¿de acuerdo?
Cassandra asintió.
— Te concedo que seas el último en decirlo.
Daniel sonrió con los ojos. «Todavía hay amor en ellos».
El pensamiento la golpeó en el pecho y en el estómago, y permaneció
mucho tiempo ahí, una vez que Daniel ya se había marchado, una vez que
ella misma emprendió el camino de regreso a su propia casa, y de nuevo en
el palacete, recostada en la cama de su dormitorio, ese pensamiento todavía
seguía ahí, presionando el pecho y el estómago, enredándose con ese deseo
inmenso de abrazarlo, con la sospecha de que seguía existiendo entre ellos
un vínculo que no se deshacía ante tiempos transcurridos ni ante distancias
impuestas.
Capítulo 10

Al día siguiente, Cassandra fue finalmente reclamada por los hombres de la


Iglesia de Escocia y, aunque no lo sabía, otro hombre la esperaba en casa al
llegar de esa cita.
Acudió a ese encuentro en serenidad, aplacando los fuegos internos. No
confiaba en poder agachar la cabeza cuando quisieran imponerse como
sospechaba que harían, pero tampoco era necesario empeorar la opinión
contraria que ya tendrían de ella. No ganaba nada con la Kirk en su contra.
De hecho, tenía todas las de perder.
No había tenido mucho trato con el ministro, Dave Smith, no más allá
del que se había dado en los sermones, a los que Cassandra había asistido
con regularidad y solemnidad. En apariencia, y por lo que sabía, no era un
mal hombre. Al menos, se alejaba de la imagen formada con el paso de los
años de todos los hombres de Dios intransigentes y autoritarios, de todos
esos hombres que habían declarado culpables a mujeres inocentes. Tantas
mujeres inocentes.
Sacudió la cabeza. Debía mostrarse tan solícita como fuese capaz o
tendría problemas. En ese encuentro no solo estaría presente el ministro: lo
acompañaría también Magnus Lobban, en representación de la
congregación de Ancianos, y ya había tenido una conversación de lo más
desafortunada con él. En ocasiones deseaba ser capaz de adecuarse a lo que
se esperaba de ella y, en efecto, agachar la cabeza, pero en esas mismas
ocasiones, sin apenas excepción, detestaba la sola presencia de esa idea en
su conciencia.
Era como si al haber aceptado, tiempo atrás, ese matrimonio, algo dentro
de sí, contenido en lo más profundo, se hubiese estropeado de una vez por
todas y para siempre, una especie de cerca en la que había permanecido
encerrada desde su nacimiento, un redil donde no se cometían las
insensateces que cometía ella. En una ocasión lo habló con Hariet. ¿Era
valentía, osadía, o una despreocupación absoluta por las consecuencias lo
que llevaba a Cassandra a dirigirse a todos aquellos hombres como si les
hubiera perdido el respeto?
Hariet no mostró confusión cuando Cassandra le preguntó aquello. Ella
también estaba casada. Se llamaba Alan. Aquel había sido un matrimonio
entre lo arreglado y lo deseado. No podía decir que se sintiera enamorada
de su esposo, pero tampoco se sentía desgraciada, y cuatro años atrás había
sido madre por primera vez de una preciosa niña. Dos años más tarde, nació
su precioso hijo. Eso la salvó de cometer insensateces.
¿Cassandra era valiente, osada o despreocupada? Hariet había
respondido así:
— Creo que han perdido tu respeto.
Nadie salvo una mujer sería capaz de comprenderla, nunca del todo,
porque nadie salvo una mujer, una mujer fuera del redil, podría haberla
librado de toda culpa para pasársela a ellos. No se trataba de Cassandra, se
trataba de lo que habían hecho los hombres. Eso fue lo que había querido
decir Hariet, con su aplomo habitual.
El templo estaba en silencio cuando ingresó en él. Se persignó como le
había enseñado a hacer su padre, como haría que el alma de su madre
católica se revolviese allá donde estuviese. ¿Creía Cassandra en Dios?
¿Creía Dios en ella? Era una relación compleja. La escasa educación que
había recibido, en ese pueblo que abrazó pronto y sin demasiadas dudas el
protestantismo, la había conducido a asumir la fe como quien asume su
cuerpo: sin ningún tipo de duda de que se encuentra allí, allí mismo. La
pregunta era, por tanto, si Dios había dejado de creer en ella.
Y estaba aquella otra pregunta: por qué tantas, tantas, tantas mujeres
inocentes habían muerto en la hoguera bajo su nombre. ¿Qué Dios
permitiría que sucediera algo así?
Cassandra avanzaba despacio hacia el púlpito cuando Dave Smith salió a
recibirla, proveniente de uno de los cuartuchos de los laterales. Había sido
una sorpresa que no estuviera esperándola en la puerta de la iglesia. Quizá
aquello significaba que no era del todo bienvenida, pero la sonrisa del
pastor indicaba lo contrario.
— Cassandra, acompáñame.
Su voz retumbó en la iglesia, desprovista como estaba de todo objeto.
Caminó veloz hasta ella, se colocó a su altura, posó la mano en su espalda y
así, conduciéndola, continuaron avanzando hacia el púlpito. El templo no
tenía ni un siglo de antigüedad, siendo como era el sustituto de uno anterior
que había sido devorado por las llamas, tal como narraban las crónicas de la
época. Puede que ese hubiera sido, después de todo, el castigo de Dios para
ese pueblo. Por los juicios de North Berwick. Por aquel año atroz que en
cierto modo inició las restantes atrocidades. El ministro Smith, ajeno a los
pensamientos de Cassandra, presumía de su iglesia.
— Impresiona verla vacía, ¿no es así? Aún no me acostumbro a sus
dimensiones.
Dave Smith llevaba cuatro años en esa parroquia. ¿O eran ya cinco? Lo
que sabía Cassandra era que llegó cuando Edmund ya había dejado
establecidas las normas en su matrimonio, es decir, él bebía y se desquitaba
con ella, ella podía o no rebelarse por ello. Lo recordaba porque, en un
momento dado, Cassandra se había planteado confesar ante el ministro los
pecados de su marido, esperando no que lo absolviera sino que lo
condenase. Lìosa le arrebató la idea de la cabeza. ¿A quién crees que
condenarían, Cassie?, le preguntó. Y sólo esa pregunta bastó para que
Cassandra desechara la idea y nunca más volviera a concebirla.
Ingresaron en el pequeño cuarto situado a la derecha del púlpito, que
Cassandra rebasó sin mirar. Magnus Lobban los esperaba sentado sobre una
silla de grandes dimensiones, con el águila de su vara de madera mirando
en dirección a la puerta.
— Señor Lobban.
Este inclinó la cabeza a modo de saludo, pero no pronunció palabra.
— Toma asiento, Cassandra, por favor. —Dave Smith era todo
amabilidad, eso había que reconocerlo—. Cuéntanos cómo has estado.
— Todavía desconcertada, reverendo.
— Faltaría más, Cassandra, faltaría más. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido
desde que sucedió…?
— Tres semanas.
— Mmm —gruñó Magnus Lobban.
Cassandra no tuvo muy claro el motivo.
— Te encontré decaída durante el pasado servicio, Cassandra. ¿De qué
forma podemos ayudarte? ¿Cómo podemos tenderte la mano, guiarte hacia
un renovado estado?
Sonrió, y no fue todo falsedad.
— No se trata más que de una cuestión de tiempo. Las tragedias pueden
descolocar el alma.
— El alma siempre ha de ser uno solo, Cassandra. Y siempre tendrás
contigo el amor más importante de todos. —Tendió la mano hacia el
Anciano, que no dejaba de observarla—. Me contaba nuestro buen señor
Lobban que la congregación se siente inquieta por todos los negocios que el
señor Sayer, tu esposo, dejó pendientes antes de… fallecer.
Ella asintió, contagiada del espíritu servicial de Dave Smith.
— Le aseguré que trataría esos asuntos cuando se resuelva lo primordial.
— ¿Qué es lo primordial? —intercedió el pastor—. Si me permites
preguntar.
— Averiguar qué ha sucedido.
— Faltaría más.
Cassandra les puso al tanto de la llegada de Lewis Drummond y se
entretuvo en compartir todos los detalles que estaban en su poder, con el
objetivo de ofrecer no solo una imagen de una viuda consternada por la
tragedia, sino también de una esposa decidida a resolver aquello. Dave
Smith escuchó con atención, cruzado de piernas y con una sonrisa cordial,
pero Magnus Lobban la miraba como si buscase algo. Una marca de bruja,
tal vez.
Las únicas marcas que tenía Cassandra eran cortesía de Edmund. Puede
que al anciano incluso le alegrase saber aquello. Su esposo la pegaba, de
acuerdo, pero al menos no era una bruja.
La más dolorosa de todas aquellas marcas era una cicatriz que
conservaba en el costado izquierdo, fruto de una ocasión en que la empujó
contra el tocador y derramó uno de sus perfumes, que se hizo mil pedazos al
encontrar el suelo. Recibió muchas pequeñas cortadas, por todo el cuerpo, y
aquella de gran tamaño.
— Cuéntanos de qué tratan esas reuniones que te traes con Sarah Grant y
el resto de jóvenes del pueblo.
Faltaría más.
— Son reuniones inofensivas, señor Lobban, me sorprende que les
conceda importancia.
— Concedemos importancia a todo lo que sucede en la parroquia,
Cassandra.
Asintió, colocando las manos sobre las rodillas con candidez e
inocencia. Hacía mucho aquello. A los hombres les agradaba tenerlas de ese
modo. Humildes, cándidas, inofensivas.
— Mis señores, en esos encuentros leemos la Biblia y conversamos
sobre sus pasajes. —Decidió que, dado que habría llegado a sus oídos el
verdadero motivo por el que se reunían, tanto mejor mostrarlo abiertamente
—. Y, como con toda probabilidad sabrán, hace un tiempo iniciamos
correspondencia con mujeres de otros rincones de la isla con las que
compartimos impresiones, reflexiones e historias.
— ¿Qué clase de historias? —inquirió el Anciano.
Historias de brujas, tenía en la punta de la lengua.
— Historias de sus pueblos —dijo, en cambio.
— Cassandra —respondió de inmediato el ministro, como si quisiera
evitar la que sin duda hubiera sido, por su gesto, una respuesta hostil de
Magnus Lobban—, no puedo decir convencido que las historias que
compartís vayan en contra de la doctrina de nuestra Iglesia, pero, por lo que
me ha llegado, me preocupa su carácter… Errático, digámoslo así.
De modo que lo sabían. Conocían la naturaleza de esas cartas.
Seguramente habrían interceptado algún escrito para evaluar su carácter.
Cassandra permaneció muy quieta, a la espera de una acusación formal.
— Nos preocupa que tu mente termine nublada con cuentos…
— Bueno, no son cuentos —interrumpió, abriendo la puerta del redil
para salir a enfrentarse al mundo—. Son hechos que vivieron mujeres de
toda la isla.
— ¿Es que acaso no sabes lo inconveniente que puede ser remover el
pasado?
— Supongo que eso dependerá de a quién se le pregunte.
Magnus Lobban golpeó el suelo con el bastón.
— ¡Te dije que había que hacer algo!
«Meterme en el redil, eso es lo que deseáis hacer».
— Lo que sucedió con todas aquellas mujeres, en numerosos casos, y así
se ha venido reconociendo desde hace décadas, fue un gravísimo error,
Cassandra. Entendemos que pueda despertar la fascinación de jóvenes
inquietas y curiosas, pero sabes bien que todas aquellas actividades que
puedan estar relacionadas con las creencias paganas…
— No creo en las brujas, se lo aseguro. ¿Creen ustedes?
Callaron. Los dos callaron.
Magnus Lobban creía, claro que creía. Con toda probabilidad aquel
anciano habría sido testigo, siendo un infante, de las últimas acusaciones, y
casi seguro las habría presenciado con el miedo propio de la época, incluso
con el fervor previo al encendido de las hogueras.
— Mi querida Cassandra, no quiero que este encuentro concluya
teniendo que imponer nada a una mujer que acaba de perder a su esposo.
Conozco bien ese sentimiento de desamparo y pérdida, te sientes como se
han sentido otras muchas viudas en tu posición, carentes de protección y
guía. Confía en que no deseamos más que lo mejor para tu porvenir.
Cassandra tomó aire, frunció los labios. Ardían hogueras a su alrededor,
hogueras de rabia e injusticia. La amabilidad que hacía unos minutos se le
había contagiado le quemaba por dentro. Porque Dave Smith estaba siendo
verdaderamente amable, aquellas palabras salían de su corazón, de su
preocupación sincera, y eso le enfadaba, ese error de juicio, esa creencia de
que las mujeres eran por nacimiento débiles de espíritu, ese instinto de
salvación para con ellas que nacía, al final, de la seguridad de sentirse
superiores.
— No es mi deseo que dejes de buscar el apoyo en jóvenes cercanas a ti,
muy al contrario. Por favor, continúa celebrando esas reuniones, me haría
muy dichoso. Entre mujeres os ofreceréis, con toda seguridad, una clase de
abrigo necesario —la animó—. Me haría muy dichoso poder presenciar
alguno de esos encuentros —añadió, con media sonrisa que heló la sangre
de Cassandra—, pero, ante todo, debo pedirte que dejes el pasado atrás.
Personalmente, lo que más anhelo para esta parroquia es una colección de
familias felices. Podemos concertar, a este respecto, una reunión con tu
padre. No faltarán pretendientes para una mujer como tú, hermosa y sana,
en buena posición. Tienes mucha vida por delante, no la desperdicies con
asuntos que pertenecen a otro tiempo.
Se mordió el carrillo. Contó hasta cinco, contuvo su rabia. Después, con
un interés sincero, preguntó:
— ¿Por qué sucedió todo lo que sucedió, reverendo?
— Niña, ¿es que no has escuchado nada?
— Espere, espere, señor Lobban. No hay inconveniente en hablar de
ello. Cassandra es una joven curiosa, creo que puedo ofrecerle respuestas.
No era mucho mayor que ella, pero la trataba como a una niña.
— Cuando el miedo se instaura en la sociedad, se cometen errores de
juicio y personas inocentes salen perjudicadas por el daño causado por
otros. No quiero decir con esto que aquellas personas que infringieron ese
daño fueran conscientes del mismo: en la mayoría de los casos se habían
alejado del sendero de Dios sin pretenderlo, sin comprender lo que había
sucedido. Nuestra Iglesia piensa en ellos, en el mejor modo de ofrecer una
ayuda. —Su descanso fue de lo más dramático—. Eran tiempos diferentes,
Cassandra, tiempos confusos. Eso es lo más importante. Entender que
vivimos en otra época.
«Fascinante, no ha dicho una sola palabra de peso».
— Comprende, niña, que en muchos casos fue la compasión lo que
movió a las personas, y así es como debe vivir una persona de fe, movida
por la compasión y la piedad. Si el demonio vive dentro… Eso no es vida,
Cielo Santo, ni para la criatura que padece ni para quienes la rodean —
añadió Magnus Lobban, ganándose una mirada reprobatoria del ministro.
Cassandra escondió una sonrisa. Le parecía de lo más triste que Magnus
Lobban justificase como una obra de Dios, incluso como una obra de una
persona compasiva y piadosa, el crimen cometido contra tantas mujeres
inocentes, a las que ellos por supuesto se referían como personas, sin
distinción de género, porque ni siquiera aquello podían reconocer. Pero la
imagen completa le invitó a sonreír. Ahí estaban dos hombres enfrentados
sin saberlo, uno aferrado a creencias sobrenaturales que la doctrina
presbiteriana condenaba, el otro dirigiendo todas esas creencias hacia
errores humanos, unidos por la causa común de dominar a una mujer. Si
algo podía unir a dos hombres era aquello.
Y las ganancias fruto de la expansión del Imperio, faltaría más.
Sólo consiguió respirar una vez que abandonó el templo. Se había
salvado, al menos por el momento. No habría escarnios públicos y parecían
haber olvidado todo lo referente a las posesiones que Cassandra había
heredado. Lo último que le apetecía era discutir sobre aquello, sobre todo
teniendo en consideración que más temprano que tarde tendría que tener esa
conversación con Walter. Cuando la investigación concluyese, sería lo
próximo.
De vuelta en el palacete, Herbert le comunicó que tenía una visita
esperándola en la biblioteca. Cassandra se sentía agotada, exhausta,
exhausta desde hace semanas, desde hace años, pero acudió a la sala de
igual modo. Cuál fue su sorpresa al descubrir que eran dos ojos azules los
que esperaban por ella.
— Daniel.
Sonrió, una sonrisa de las que eran de verdad. Él se la devolvió.
— Eres la última persona a la que esperaba ver aquí.
— No es una mala noticia ser capaz de sorprenderte.
Esta se quitó los guantes, cerró la puerta y caminó hasta la chimenea
para dejarlos sobre la repisa. Daniel se encontraba cerca, con las manos
entrelazadas delante de su cuerpo, golpeando el pulgar sobre estas con
evidente nerviosismo.
— Tú siempre has sido capaz de sorprenderme, Daniel. —Se colocó
frente a él, también nerviosa, pero disimulando mejor—. ¿Qué te trae por
aquí?
Su gesto, hasta entonces casi risueño, viró hacia una dirección más
oscura.
— Me temo que llevabas razón. Ayer tarde tuve el cuestionable placer de
conocer al señor Drummond. He de decir que, por lo menos, es un hombre
agradable. —Cassandra asintió—. Creo que vas a escuchar muchas cosas
estos días, Cassie. No debes hacer caso a lo que se pueda decir, sólo…
Confía en nosotros.
Cassandra sintió un arrebato en el corazón, pero se obligó a pasarlo por
alto.
— No sé si te entiendo, Daniel.
Dio un paso hacia ella.
— Hay un… —Carraspeó—. El día que asesinaron a tu esposo, estuve
en el campo toda la mañana, con mi padre. Regresamos a casa, comimos
con mi madre y me tumbé un rato. Quería estar descansado para los
festejos. Cuando me desperté, salí… Tenía algo que… Hacer. Después
regresé a casa y fui con mi madre a encontrarme con todos. Volvimos a casa
juntos, ella y yo.
Se miraron unos instantes. Cassandra reprodujo para sí las palabras
pronunciadas, hasta que comprendió el motivo de su inquietud. Se cruzó de
brazos.
— ¿Dónde fuiste esa tarde? ¿Qué tenías que hacer ese día?
Daniel torció el gesto.
— Eso es a lo que me refiero. Durante un breve periodo de la tarde… —
Abrió la boca, tomó aire, volvió a cerrarla, volvió a abrirla—. No puedo
explicar dónde estuve.
— ¿Disculpa?
Se acercó a ella.
— Nada de lo que escuches…
— Daniel, ¿de qué estás hablando?
— Yo no fui, Cassandra. No maté a tu esposo, ¿de acuerdo?
— ¿Crees que me importa?
Fue un grito susurrado. Como aquel que escucharon aquella tarde de su
infancia en la playa, aquel proferido por esa pareja de ancianos que gritó
“¡bruja!” con miedo, aquel día que Daniel la tomó de la mano mientras
ambos observaban a esa mujer arrodillada frente al mar.
— De veras, Daniel, ¿crees que me importaría si lo hubieses hecho?
¿Sabes el infierno que me hizo sufrir ese hombre? —No dio opción a
respuesta—. Lo que me importa es lo que estás insinuando. Estás
insinuando que hay un periodo de tiempo en el que no puedes demostrar
dónde o con quién estuviste.
— Sí.
— ¿Eso lo has compartido con el señor Drummond?
Guardó un instante de silencio.
— No exactamente.
— ¿Qué quiere decir “no exactamente”?
— Quiere decir que no he afirmado, pero tampoco negado, ese hecho.
— ¡Daniel!
— ¡No sé mentir, Cassandra! Lo sabes muy bien.
Torció la sonrisa. Qué demonios le parecía tan divertido como para
regalarle esa sonrisa que tanto le gustaba. Cassandra hizo presión con los
dedos sobre sus costados, todavía con los brazos cruzados. Presión sobre
esa cicatriz que recorría uno de ellos, presión sobre su piel. Suspiró, una,
dos veces.
— ¿Dónde estabas, Daniel?
— Yo no fui, Cassie.
— Ya sé que no fuiste tú, por supuesto que no. ¿Dónde estabas?
Apartó la mirada. Tardó tanto en darle una respuesta que, por un
momento, Cassandra se dijo que no iba a hacerlo, que no iba a ser sincero ni
siquiera con ella.
— Estaba con Margaret —dijo, al final, dirigiendo la mirada hacia los
ventanales.
— ¿Margaret?
Cloc, cloc, cloc, había empezado a llover.
— Ah —dijo, después, Cassandra, entendiendo.
Estaba con su prometida.
Colocó el dolor, el tiempo, la distancia, los celos y el amor perdido en un
lugar al que regresar más adelante, porque en ese momento todo lo que
importaba era:
— Entonces sí tienes a una persona que pueda confirmar dónde estabas.
Daniel arrugó la frente.
— La familia de Margaret es muy… Jamás aceptaría que tuviésemos
encuentros a solas cuando todavía no se ha anunciado el compromiso.
— A ver qué tal aceptarían esto: un prometido en la horca. —Daniel
volvió a mirarla—. ¿Es que no lo comprendes? Si no puedes explicar dónde
estuviste, con quién estuviste, el día exacto en el que asesinaron al esposo
de quien fuera tu prometida, y disculpa que hable con tanta claridad, pero…
¿Qué destino crees que te espera, Daniel?
— Yo no fui.
— Ya sé que tú no fuiste, pero ellos no lo saben. ¿Qué crees que va a
pensar Walter Sayer, qué consideras que…?
Cassandra miró hacia el techo, hacia el cielo, hacia Dios.
— Encontraré la forma de salir bien parado, pero no voy a involucrar a
nadie.
La miró fijamente y, sólo cuando volvió a hablar, Cassandra entendió
que había estado debatiendo consigo mismo si decir lo siguiente:
— Tu padre también debe estar atento. Y ser cauto.
Lo miró de nuevo. No dejaban de hacer aquello. Mirarse, dejarse de
mirar. Volver. Marcharse. Regresar al rostro del otro, esconder el propio.
— ¿Mi padre? ¿Por qué dices eso?
— Tengo la sensación de que… No se va a mostrar colaborativo. —
Daniel cerró los ojos y movió la cabeza de lado a lado—. Esa actitud puede
perjudicarlo.
Pero Cassandra sabía que Daniel sabía algo que no estaba compartiendo
con ella.
— ¿Me estás mintiendo?
Daniel la miró.
— Confía en mí.
— No me has respondido.
Sonrió un poco.
— A mi manera, lo he hecho.
Cassandra dio un paso hacia atrás.
— ¿Has hablado con él? Con mi padre.
— Ayer, después de…
Lo dejó en el aire. Después de encontrarla en su casa, después de
conversar con Drummond. Cassandra suspiró. De pronto ese pueblo
tranquilo no dejaba de ser testigo de numerosos acontecimientos.
— ¿Qué dice Liam? —preguntó ella.
— Sigue en Edimburgo. Creo que tiene previsto regresar el lunes.
— Walter también lo ha señalado como posible culpable.
Cassandra emitió un largo y profundo suspiro.
— Escúchame. —Daniel la tomó por los brazos, ese gesto que no había
completado en su último encuentro. Dejó ahí sus manos, unas manos
grandes, firmes, manos amables, familiares—. Lo solucionaré, ¿de
acuerdo?
— Me preocupo por ti.
— Lo sé.
— Nunca he dejado de hacerlo.
— Lo sé.
Se miraron. ¿Quería decirle todo o quería no tener que confesar jamás
que vivía encadenada a recuerdos? Al fin y al cabo, tampoco tenía claro que
ese pensamiento que revoloteaba dentro, la posibilidad de retomar la vida
que les habían arrebatado, era lo que quería para sí. Un nuevo matrimonio,
un nuevo hombre. ¿Lo quería, después de todo? ¿Lo merecía? ¿Quién
tomaba el mando dentro de sí cuando renacía ese deseo? ¿Era la Cassandra
adulta la que adoraba esos dos ojos azules o era la Cassandra niña, que
había retenido ese amor para hacer sobrevivir a su corazón de algún modo?
Todo lo que quería Cassandra era que ese hombre estuviese a salvo.
— Por favor, Daniel… Más que el honor, mucho más que el decoro…
Importa tu vida. Margaret debe comprenderlo, debe hablar con Drummond.
Por favor.
— Lo solucionaré. No tienes que hacerlo tú, ¿de acuerdo? Promételo.
Cassandra… —Se inclinó hacia ella. Ese azul, tan cerca—. Te conozco.
Promete que dejarás que sea yo quien lo solucione. No hables con
Drummond, ni con nadie. Promételo.
— Te lo prometo —concedió, tras sopesarlo, pero añadió—: Pero si tú
vida corre peligro, ten por seguro que moveré cielo y tierra para sacarte de
donde sea que estés.
Daniel sonrió, una sonrisa bellísima. Acarició sus brazos. Después la
soltó.
— No me cabe ninguna duda.
Cassandra bajó la cabeza.
— Tiene algo de irónico, si lo piensas.
— ¿El qué?
— Que la liberación que me ha supuesto la muerte del hombre que más
he odiado pueda salpicar a los tres únicos hombres que alguna vez me han
importado.
Se despidieron sin más gestos de cariño. Cassandra se desplomó sobre el
sillón perfumado una vez que Daniel se perdió por la puerta. Aspiró ese
olor. Muerto, muerto, muerto.
Pensó en aquella ironía, en aquella broma inmensa. La vida de Edmund
había terminado, tal vez la de Cassandra pudiese, por fin, comenzar, y tal
vez eso significase llevarse por delante otra. Una que de verdad le
importaba.
Capítulo 11

Al día siguiente, Cassandra disfrutó por fin de la compañía de una mujer.


El cielo se mostraba curiosa y amablemente despejado, así que, a pesar
de las bajas temperaturas, era un buen día para salir a pasear entre árboles.
Hacía años que no visitaba el pequeño bosque que circundaba el pueblo por
el suroeste. Más que un bosque, se trataba de una arboleda, pues aquel lugar
no era frondoso ni de gran tamaño, al menos no como los que su madre
había referido allá en el Norte. Pero era todo lo que conocían en esa orilla
del mar y desde bien pequeños lo habían tomado como un bosque con todas
las de la ley. Había sido, durante el tiempo en que se forman las ideas, lo
bastante grande para esos críos que lo correteaban todo.
Cassandra, que se sentía todo recuerdos, conservaba algunos de los
mejores en ese lugar. De cuando comenzó a descubrirlo junto a Liam, de
cuando lo paseaba con Sarah, de cuando Daniel y ella…Tantos recuerdos.
Esa mañana, los recordó a ambos apoyados contra el tronco de un árbol de
considerable grosor, su espalda sobre la corteza y la mano de Daniel sobre
su costado, ejerciendo una sutil presión sobre la tela de su vestido, sin dejar
de besarla como siempre la había besado él, esperando el consentimiento de
ella antes de cada movimiento.
Se rozó la cicatriz que ahora conservaba en ese costado roto y después
sacudió la cabeza. Hacía buen día, no era momento de ponerse melancólica.
Preguntó a Florence si deseaba acompañarla.
— No es una orden, ni siquiera una petición —aclaró—. Es una
invitación.
La muchacha era menor que Cassandra, pero habían compartido algunas
tardes de juegos en la infancia. No llegaron, en ese tiempo, a ver florecer
una amistad entre ellas, pero se conocían lo suficiente como para que se
sintiera extraño que Florence pasara a ser su doncella cuando Cassandra se
instaló en el palacete como señora de la casa. Esa extrañeza pronto devino
en confianza, precisamente por conocerse desde tiempo atrás. Cuando
Edmund sentenció que Florence debía ser la irrebatible y constante
compañía de Cassandra, terminaron por hacerse todo lo amigas que
posibilitaban las circunstancias de ambas.
Florence no siempre se mostraba de acuerdo con las ideas de Cassandra.
Muy al contrario: algunos de sus pensamientos la escandalizaban hasta el
sonrojo. Cassie, decía entonces, tal vez no deberías hablar de ese modo. Lo
que sí hacía Florence era mostrarse curiosa: curioseaba con esas ideas,
preguntaba más, se escandalizaba de cuando en cuando, entrecerraba los
ojos, reflexionaba. Cassandra sabía que reflexionaba, como sabía que no
estaba, no del todo, allí, en ese espacio, junto a ella. Pero estaba cerca, y eso
era suficiente.
Tenía que decidir el futuro de las personas que formaban parte del
servicio del palacete. No se sentía cómoda con la idea de seguir
manteniéndolos en esos papeles, la señora de la casa y su servicio, pero
tampoco encontraba la forma de conciliar esa incomodidad, que no sabía
bien de dónde nacía, con la evidencia de que no sería capaz de mantener ese
lugar por sí misma. ¿Quería conservarlo, en cualquier caso? ¿Era en ese
lugar donde quería pasar el resto de sus días? No había terminado de decidir
aquello.
¿Qué pasaría con todos ellos si se marchaba? Estaba Florence, Herbert,
la cocinera Beryl, a quien a veces acompañaba su hija, y el muchacho que
se paseaba entre las cuadras y la casa, atendiendo lo que pudiese surgir en
uno y otro lado.
Las cuadras. Olvidaba esa otra propiedad, quizá incluso de manera
consciente, o quizá al contrario: desde lo más profundo de su inconsciente,
para así evitar pensar que aquel había sido el lugar donde Edmund había
respirado por última vez.
Eran tantas las cuestiones a resolver… Esperaba que Walter estuviera
ocupándose.
«No, son mis asuntos. Es mi casa, ahora son mis posesiones. Tendré que
hacerme cargo». Era solo que no sabía por dónde empezar.
Pero hacía buen día, no era momento de andarse con resoluciones.
Cassandra y Florence caminaron sin prisa hasta la arboleda. Abordaron
primero el pueblo y desde allí tomaron el mismo sendero que, de haberlo
deseado, les hubiera conducido hasta Edimburgo. Las diligencias eran cada
vez más frecuentes y había quien vaticinaba que pronto serían diarias.
Cassandra había estado en la ciudad en dos ocasiones. Florence la había
visitado cuando era muy pequeña, llevada por la curiosidad de su padre,
pero lo único que recordaba de la ciudad era su fuerte olor, decía. ¿A qué
olía?, le preguntó Cassandra, la primera vez que tocaron ese tema. A todo,
respondió Florence.
¿Podía ser Edimburgo un buen lugar para Cassandra, para empezar una
nueva vida? Se lo había estado preguntando cada vez con más frecuencia,
aquellos días. ¿Qué haría allí? Podía buscar alguna escuela para niñas con la
que cooperar. Si estaban surgiendo en numerosas parroquias de pequeño
tamaño, debían estar floreciendo a montones en la ciudad. Allí podría seguir
buscando a todas esas mujeres que la obsesionaban, tanto Liam como su
padre podrían visitarla de tanto en tanto, más aún Liam, con la excusa de
los viajes de comercio.
Jugueteaba cada vez más con la idea de marcharse, sintiendo no tanto
que aquel lugar se le quedase pequeño sino más bien al contrario: se le
estaba haciendo grande y de tan grande como era la estaba engullendo,
entre recuerdos y perfumes del pasado.
Aquel día, la incesante brisa arrastraba el olor del mar. Cuando aún no
habían dejado atrás las últimas construcciones del pueblo, se cruzaron con
un hombre, el señor Willeam Barton, que a pesar de su avanzada edad
seguía tomando su bote de remos para salir a pescar. Era conocido por
todos. Cassandra y Florence lo saludaron, casi se diría que con efusividad, y
este apenas sí alzó la cabeza para devolverles el gesto. Cassandra sonrió.
— Hace unas semanas, Lìosa recibió una carta desde Aberdeen —
comenzó a relatar, una vez que Willeam Barton se había perdido a sus
espaldas—. Era de una mujer que nos contaba la historia de la abuela de la
abuela de su esposo, o algo parecido. Era un caso de hace casi doscientos
años.
— ¿Doscientos años? Tiene que ser… sorprendente, cuando encontráis
algo así.
Florence estaba al tanto de esas reuniones desde tiempo atrás, cuando
Cassandra se animó a compartir con ella sus primeras indagaciones. Meses
más tarde, pidió estar presente en uno de sus encuentros. Cassandra se había
negado. Deseaba mantenerla al margen para no generarle problemas, pero
Florence había insistido tanto que había terminado por aceptar que a veces
valía más la curiosidad que la seguridad. No regresó después de aquella
tarde, en cualquier caso, aunque sabía que en ocasiones acudía antes de que
Cassandra terminase y escuchaba, con disimulo, a través de la puerta.
Terminó por valer más la seguridad, pero sabía que, de igual modo, la
curiosidad estaba ahí.
— Lo es. Y también es muy triste. Acusaron a esta mujer de, entre otras
cosas, no devolver como se debe el saludo de un hombre que murió el
mismo día que le negó ese saludo. De modo que si hoy me sucediera algo…
Cassandra hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia el paso invisible
que Willeam Barton había dejado tras de sí. Ambas se echaron a reír.
— ¿Qué pasó con ella? Con esa mujer.
Cassandra calló. Su silencio fue la respuesta. Llamas.
— Pero no podía ser tan sencillo.
— Pues lo era.
— Me resulta…
— ¿Incomprensible? ¿Ridículo?
— Terrorífico. No puedo imaginarlo. Si siguiera siendo… —Florence
calló, giró la cabeza para constatar que no había nadie tras ellas, y entonces
continuó—: Si siguiera siendo una realidad, si esa ley siguiera existiendo,
¿cuántas veces habría acabado yo en la hoguera? Me negué a casarme con
ese primo de mi padre, y no creo que haya saludado nunca a Magnus
Lobban.
— Cuidado con esa gran ofensa —dijo Cassandra, pero ambas, incluso
Florence, sonrieron—. Supongo que tiene que ver con lo que nos contaba
en una carta otra de esas mujeres. ¿Cómo lo expresó? Ah, sí: es imposible
ofrecer pruebas definitivas de que una mujer no es una bruja —recitó—.
Creían lo que querían creer o, más bien, lo que les era más conveniente
creer.
— No tenía nada que ver con el demonio.
— No, no tenía nada que ver con el demonio.
Tantas mujeres. Tantas, tantas, tantas mujeres.
Continuaron caminando en silencio. Ya alejadas del ajetreo propio de un
día en el pueblo, se escuchaba a los pájaros trinar y, afinando un poco el
oído, podía escucharse incluso el mar tratando de alcanzar la orilla.
— Cassie, siento… Fue Adam quien le dijo a Walter Sayer lo de aquella
conversación con tu hermano, ese día antes de…
Cassandra asintió. Debía haber imaginado que había sido el muchacho
de los caballos, quien sin duda estaba menos acostumbrado al ambiente
tenso que se respiraba en esa casa. Tuvo que admitir, ahí mismo, que había
sido una imprudencia haberse derrumbado aquel anochecer con Liam, a la
vista de todos, como había sido una imprudencia permitir que clamase a los
cuatro vientos venganza contra el señor de la casa, en su propia casa.
— No se lo tengas en cuenta, por favor —continuó Florence—, es un
buen muchacho, pero anda siempre tan despistado que parece no ser capaz
de determinar cuándo es el momento de cerrar el pico.
— Adam no tiene nada de qué preocuparse, puedes decírselo de mi
parte. No me he molestado en tratar de saber quién dijo qué, no me importa.
Comprendo vuestra posición.
— Me temo que metió en problemas a tu hermano.
— Bueno, creo que Walter habría sabido encontrar cualquier otra excusa
para involucrarlo en el crimen. —Hizo una pausa—. Más allá de esa
conversación que presenciasteis, que, lo confieso, sí fue un tanto
dramática… —Cassandra arrugó el rostro—. Esa madrugada, Liam se
marchó a Edimburgo. No regresó hasta días más tarde, no estaba en el
pueblo cuando ocurrió.
Eso quería pensar Cassandra, al menos. Liam regresó de madrugada, el
día que el crimen fue perpetrado, de acuerdo, pero ya entrada la madrugada,
siempre lo hacía así, siempre viajaba así, de madrugada. Lo sucedido lo
tomó en el camino, regresando de Edimburgo, con la compañía de alguien
que podría demostrar que, en efecto, Liam no estaba en el pueblo en ese
momento.
Se guardó para sí aquello que se repetía como una oración.
— Nuestra lealtad está contigo, Cassie.
Florence dijo aquello llenándose de orgullo. Cassandra no pudo por
menos que sonreír. La tomó de la mano, fría como un témpano, y balanceó
sus brazos unidos.
— Lo sé.
Después la soltó.
— Hay otra cosa que debes saber.
Cassandra la miró. Florence estaba muy hermosa ese día. Había
cumplido veinte años hacía poco. El pelo recogido, de un dorado
esplendoroso, dejaba a la vista un rostro de facciones finas, con la punta de
su pequeña nariz apuntando hacia arriba, concediéndole una gracia, una
inocencia, encantadora. Sus ojos eran marrones, como los de Cassandra,
pero grandes y expresivos.
— Días antes de… El señor Sayer, una tarde… Trató de forzar a
Marianne.
Marianne era la hija de Beryl, la cocinera. Pasaba de vez en cuando por
el palacete para llevar a su madre lo que pudiese estar necesitando, para
aprender de ella un oficio que parecía en camino de heredar o para disfrutar
del animado ambiente que, entre su madre y el resto, a veces incluso
Herbert en ausencia de Edmund, se formaba. Cassandra escuchaba en
ocasiones el jolgorio desde la biblioteca, sonriendo para sí, temiendo unirse
e interrumpir ese trato cercano.
¿Cuántos años tenía Marianne? No podía haber cumplido más de quince.
— Había venido a traernos algo, no recuerdo el qué. Beryl le pidió que
saliese un momento al cobertizo y debió cruzarse con… —Cassandra bajó
la cabeza, al tiempo que Florence la alzaba—. Herbert acudía en ese
momento también al cobertizo.
— ¿Herbert los encontró?
Florence se encogió de hombros, como si aquello no fuera un hecho
sorprendente.
Herbert había sido testigo de las heridas visibles de Cassandra, sabía
cómo se las gastaba el señor de esa casa, sabía a qué clase de hombre
servía. Con toda probabilidad lo había descubierto en muchas situaciones
similares. Jamás había emitido juicio alguno, aunque tampoco nunca se
había posicionado de su parte. Callaba, pero trataba a Cassandra con respeto
y atención.
Claro que no decía nada, nadie decía nada. Todos lo sabían, todos
callaban.
— Más tarde, Marianne le contó a Beryl que Edmund apestaba a
alcohol.
— No necesitaba esa excusa —susurró Cassandra.
— No, sé que no.
— ¿Cómo se encuentra Marianne?
— Aún asustada, pero mejor.
Guardaron silencio.
— ¿Ha sucedido algo parecido en más ocasiones? Nunca me habías
dicho…
— Bastante tenías que soportar, Cassie. Además, ¿qué podías hacer?
Rió con tristeza. No podía impedir que la forzase a ella, no había podido
zafarse de él ni una sola de las ocasiones en las que, armada de fuerza y
valor, lo había intentado, así que cómo impedir que forzase a otras, a niñas
desprotegidas, a saber a cuántas desconocidas en los puertos, pueblos y
ciudades, en las tabernas y los burdeles, que había frecuentado esos años.
Edmund era un hombre que creía poder tomar lo que deseaba sin permisos
ni límites. Claro que habría sucedido en más ocasiones, lo que no esperaba
era que hubiera sucedido tan cerca, bajo su mismo techo, tal vez con ella
misma presente en alguna otra estancia.
¿Por qué tantas mujeres? Por hombres como Edmund.
— En muchos de los casos que nos han llegado, las mujeres eran
acusadas de seducir a hombres en contra de su voluntad. Delitos de
seducción, creo que lo llamaban. La acusación aseguraba que esas brujas
habían forzado a los hombres a tener encuentros con ellas, los habían
forzado a amarlas. Esos pobres hombres que tenían esposa, familia… El
demonio los había tentado, ellos no lo deseaban —dijo, burlona. Después
suspiró—. Se consideraba algo diabólico, esa seducción. A la hoguera. —
Cassandra miró al frente, hacia esos árboles que abordaba y reconocía tan
bien. Se palpó la cicatriz, oculta bajo las ropas de invierno—. Pero cuando
un hombre toma a una mujer en contra de su voluntad no es un acto
diabólico. Sólo es un hombre siendo un hombre, y nunca sucede nada
después. No hay hogueras. —Otra pausa—. No puedes demostrar que no
eres una bruja, no puedes demostrar tampoco que los hombres lanzan sus
demonios contra ti, no puedes demostrar que te fuerzan, que te humillen
está lejos de ser un crimen… No tenemos forma de defendernos, ni como
acusadas ni como víctimas.
Cassandra estaba exhausta. Libraba una guerra contra una isla al
completo, contra esa que había quemado a miles de mujeres, libraba una
guerra contra un mundo que no conocía pero donde, sospechaba, las cosas
no funcionaban de forma diferente. Pensó en los ojos tristes de su infancia,
esa mujer arrodillada frente al mar, los dedos deformes de sus pies,
soportando el peso de todo su cuerpo. Era curioso cómo el paso del tiempo
había provocado que esa imagen se presentase en su memoria con más
claridad de la que había tenido al presenciarla. Era todo recuerdos.
Se había preguntado en tantas ocasiones por el destino de esa mujer, por
su pasado. Le había preguntado sin descanso a su madre durante semanas
después de ese encuentro. Madre, ¿era esa señora una bruja? Madre, ¿de
dónde era esa mujer? Madre, ¿qué fue de aquella mujer que vi en la playa?
Madre, ¿por qué en el mercado, en el puerto, en las calles, la llamaban
bruja, cómo podían saberlo?
Ahora Cassandra lo sabía. No era una bruja, del mismo modo que sí lo
era, lo era para el resto. Lo fue hasta el último de sus días, sin importar
dónde concluyeran.
— Pienso encontrarla, Florence. Pienso encontrar a la última mujer a la
que lanzaron a esas hogueras. Pienso devolverle su nombre, rescatar su
historia y con ello poder decir: hasta aquí. Hasta este día, hasta este año,
llegó vuestro crimen.
Florence miró hacia atrás antes de responder:
— Ojalá lo hagas, Cassandra. Pero pon cuidado en lo que haces…
Se miraron y Florence sonrió. Cassandra también sonrió, pero lo hizo
mientras pensaba que su amiga tenía que mirar a sus espaldas antes de
poder decir aquello, y que ni siquiera podía decirlo de corazón, porque
pesaba más el miedo, y pesaba más la resignación, y eso la entristeció tanto
que no volvió a sonreír, al menos no con la sinceridad con la que había
comenzado la mañana, en ese día soleado.
Capítulo 12

Para Cassandra, aquellas reuniones de las cuatro habían sido un respiro, un


espacio seguro donde tomar un aliento que debía conservar y condurar hasta
el siguiente encuentro, hasta el siguiente desahogo, hasta el siguiente
instante de paz. En buena medida, seguía siendo de ese modo, pero la
presencia de aquellas mujeres en su vida se había reducido, y se había
complicado, desde el crimen, hasta cruzar un umbral doloroso. Necesitaba
el descanso que siempre había supuesto aquel espacio donde conversar,
acaso donde reír, con la seguridad de saberse a salvo. En las últimas
semanas, las horas de sus días las ocupaban la lucha, las pesadillas y los
hombres.
Y aquellas reuniones empezaban a ser cada vez más un motivo de
inquietud. No solo porque el pueblo hubiese empezado a hablar de sus
actividades como algo sospechoso, aunque no le hacía ni pizca de gracia
que sus compañeras pudieran sufrir represalias que en muchos casos podían
proceder de sus familias o incluso de sus esposos. Una nunca podía saber
quién iba a volverse contra ti en los momentos de duda, a pesar de que los
tres maridos de sus tres amigas parecían, en el mejor de los casos, esposos
comprensibles que aceptaban esos encuentros y, en el peor de los casos, tal
vez el de Hariet, esposos indiferentes. El peor de los casos hubiera sido en
otro tiempo un alivio para Cassandra.
Pero esas reuniones empezaban a inquietarle por otra razón: por las
preguntas que no dejaban de martillearle la sien. Por qué tantas mujeres, por
qué tantas, tantas, tantas mujeres, qué podemos hacer, qué puedo hacer,
quién será la siguiente en sufrir las hogueras, cómo apagarlas, quién estaba
sufriéndolas en aquellos momentos. ¿Alguna de sus allegadas? ¿Estaba
Beryl, su alegre y deslenguada cocinera, a salvo de la violencia? ¿Era el
suyo un matrimonio tranquilo? ¿Alguna otra mujer del pueblo? Quizá
muchas de las que se arrodillaban ante la autoridad de los hombres de la
Kirk, de esos hombres que predicaban fe, rectitud y piedad, quizá muchas
de las que miraban por encima del hombro a las mujeres sobre las que
pesaba la sospecha de la rebelión, de la brujería, no vivían algo distinto a lo
que Cassandra había vivido. Esas mujeres sufrían una violencia que de
algún modo salvaguardaban. Cassandra no las culpaba, pero tampoco podía
absolverlas. Las compadecía, pero consciente de que muchas de ellas
hubieran encendido las hogueras por voluntad propia.
¿Cuántas, en cuántos lugares, estaban pasando por todo aquello? ¿Cómo
se llamaban?
Ni siquiera esas reuniones aliviaban ya la presión en el pecho. No eran
suficientes.
— Euphame MacCalzean fue declarada culpable y quemada viva el 25
de junio de 1591 en la ladera sur de la colina del castillo de Edimburgo —
terminó de leer Lìosa, en pie.
Después se hizo el silencio. Su silencio, el de Lìosa, era el más
significativo de todos porque ella, como había sido Euphame MacCalzean
en su tiempo, era la mujer responsable de ayudar a otras mujeres a traer a
sus hijos e hijas al mundo. Doscientos años antes, Euphame había sido
acusada de asesinar a su primo mediante encantamientos, por una disputa
con su tío en relación a unas tierras que poseían al sur de Edimburgo. Los
acusadores habían explicado, en el juicio que se llevó a cabo, que Euphame
también había tratado de asesinar a su marido, a su padre y a otros
miembros de su familia, empleando para ello la ayuda del maligno.
— Podría haber sido yo —dijo Lìosa, al fin, tomando asiento. No
conmocionada, pero sí pensativa—. Hace setenta años, si hubiese nacido
hace setenta años, con esa estúpida ley todavía… Hubiera estado permitido
mandarme a la hoguera por menos que una sospecha.
Euphame MacCalzean también había sido acusada de aliviar el dolor
divino de las mujeres que daban a luz. Sarah se cruzó de brazos y piernas,
todo al mismo tiempo. Hariet, madre de dos, se preguntó:
— ¿Aliviar el dolor en el alumbramiento es… impío?
Esa pregunta flotó unos instantes entre ellas. Tantas preguntas, tantas,
tantas, tantas.
Euphame MacCalzean tenía treinta y tres años cuando la lanzaron a la
hoguera. Cassandra dejó de escuchar. Estaba cerca de cumplir los
veinticinco. Sarah celebraría pronto la llegada de esa cifra, tanto Hariet
como Lìosa no se encontraban muy lejos. A Cassandra apenas le quedarían
ocho años de vida de correr ese mismo destino. ¿Qué había hecho hasta ese
momento además de consumirse en un palacete frío atada a la voluntad de
un hombre que la maltrataba de todos los modos imaginables?
— ¿Cassie?
— ¿Sí?
— ¿Podrías escribir a la mujer que menciona, la hermana de su madre?
Vive en la región de Gowrie… Gobharaidh —Lìosa sostenía todavía el
mensaje cuando se le dibujó una pequeña sonrisa en el rostro—. Cielo
santo, qué bien sienta leer algo en mi gaélico. —Se quedó ahí, un instante.
Después regresó a la tarea—: Esta mujer puede contarnos un par de casos
famosos en la zona. Nos explica cómo ponernos en contacto.
Lìosa le tendió la carta a Cassandra.
— ¿Te encargas tú?
Cassandra asintió, observando la carta en cuestión. Tenía una letra
preciosa.
Sintió el roce de Sarah en su brazo. La miró.
— ¿Estás bien? —preguntó su amiga.
Cassandra lo pensó.
— Estoy cansada, eso es todo.
No era suficiente. Lo que hacían era bastante, era valioso, y aún así no
era suficiente.
Capítulo 13

Al día siguiente, Cassandra volvió a recibir a un hombre en casa.


Su hermano cerró la puerta de la biblioteca, todavía sin pronunciar
palabra, y se encaminó hacia el escritorio ante el que estaba sentada
Cassandra. Lo había ordenado de tal modo que pareciese que nadie
salvo ella había estado nunca allí. Todo rastro de Edmund había sido
borrado, enterrado en cajones que revisaría más adelante, cuando se
sintiese con fuerzas de enfrentarse a todos los asuntos que había dejado
abiertos.
Terminó de escribir una frase y levantó la mirada a tiempo de ver a
su hermano plantarse ante ella. Al reparar en las ojeras de Liam, se
dijo que aquello, visitarla, había sido con toda probabilidad lo primero
que había hecho tras su regreso de Edimburgo.
— Caray, Liam, la ciudad está acabando contigo. ¿Has descansado?
— Sí —mintió—. ¿Cómo estás?
La sala de la biblioteca se estrechaba hasta formar aquel pequeño
espacio conformado por una robusta mesa de madera y un sillón
esbelto donde tomar asiento, allí donde Edmund se había sentado a
revisar esos asuntos que ahora había heredado su viuda. Estaba
convencida de que no había un ápice de cariño o cuidado en esa
herencia, tan solo el deseo de Edmund de dejar su nombre en buen
lugar, el de un esposo comprometido que permitía a su esposa
permanecer en esa casa incluso aunque no le hubiera proporcionado
herederos.
Liam cogió una silla de una esquina y tomó asiento de forma
contraria a como era norma, es decir, apoyando su torso en el respaldo.
Colocó cada una de sus piernas, abiertas, en los extremos y miró a
Cassandra, que sintió aquello como un gesto familiar y en
consecuencia sonrió.
— ¿Qué haces? —preguntó Liam de nuevo, sin darle tiempo a
responder a lo anterior.
— Atender la correspondencia —dijo, toda inocencia.
Estaba leyendo la carta de una mujer de Wick con la que la
comunicación estaba siendo interesante cuanto menos, pues no tenía
un gran dominio del escocés de Cassandra, ni muchísimo menos del
inglés que empezaba a ganar terreno en las Tierras Bajas. El idioma
natal de esa mujer que escribía era el gaélico. Nada, estando como
estaba en la punta más norteña de la isla, aislados de cualquier
influencia del sur, había conseguido arrebatarle esa lengua. Esa mujer,
que respondía al nombre de Eilidh, se había esforzado en su escrito y
había subrayado las palabras para las que no había encontrado
traducción, para que, al menos, su receptora supiese dónde el discurso
podía perder sentido.
Si su madre estuviese allí… Les había hablado en gaélico, entre
susurros, desde niños, pero en un momento dado, con todo lo sucedido
en las Tierras Altas, comenzó a estar demasiado mal considerado, un
vestigio del catolicismo, como para hablarlo en las calles. Tanto
Cassandra como Liam lo olvidaron. Tenía nociones, pero nada lo
bastante certero como para considerar comunicarse a partir de ahí.
Tendría que pedir ayuda a Lìosa, que a su vez buscaría la ayuda de su
padre.
— Veo que los Ancianos no han logrado convencerte de que dejes
tu tarea.
— ¿En qué me habría convertido dejarme intimidar por ellos? Ni
siquiera de niña me afectaba lo que pudieran decir. Empezar a
escucharles ahora sería como traicionar quién soy.
— Eso es cierto.
— A ti, por el contrario…
— No puedes negar que ese viejo Stewart la tenía tomada conmigo.
Stewart Boyle había presidido la congregación hasta su
fallecimiento, momento en el que Magnus Lobban se situó al frente.
Por la razón que fuera, el viejo Stewart había tenido siempre un ojo
puesto en lo que pudiera hacer o dejar de hacer el bueno de Liam
Burns, que se había mostrado solícito y obediente con la congregación
sin excepción alguna.
— Con lo formal que eras de niño. No como ahora, ¿qué son esas
maneras de sentarse?
Ambos sonrieron.
— ¿Cómo estás? —volvió a preguntar él.
— ¿Quieres que sea sincera o prefieres que mienta como haces tú
cuando te pregunto por tu descanso? —Todavía mirándose, volvieron a
sonreír—. Estoy bien, Liam, así como convencida de que tengo mejor
aspecto del que tienes tú.
— Gracias, hermana, siempre es un placer verte.
— De modo que sobre esos surcos de terrible color negro sigues
conservando tus ojos.
— ¿Por qué será que en esta familia nos levantamos de tan buen
humor?
— Será que somos poseedores de vidas tranquilas y felices. —
Cassandra apoyó los brazos sobre el escritorio y la cabeza encima de
estos. Se perdió en los ojos de su hermano, cálidos, reconfortantes—.
Me gusta tenerte aquí. Hubiera sido más sencillo si hubierais podido
venir a menudo.
— Ah, ahora nos ponemos tiernos. —Sonrió. Después se revolvió
en el asiento—. Padre me ha contado que ha estado hablando con ese
tal Lewis Drummond.
— ¿Cuándo, por todos los Santos, has tenido tiempo de hablar con
padre?
— Dormir es un lujo que no puedo permitirme. ¿Has hablado con
él?
— ¿Con padre o con Lewis Drummond?
Liam lo pensó.
— Con ambos, supongo.
— Con ambos, sí, aunque no sé si en los tiempos por los que me
estás cuestionando.
Su hermano suspiró.
— Estoy intranquilo, Cassie.
— Puedo verlo.
— ¿Qué crees que va a suceder? Siento que todos estamos… en el
punto de mira.
— Lo estáis —lamentó Cassandra, y toda la alegría se perdió en ese
lamento—. Pero, aunque Walter haya apuntado hacia vosotros, no
tenéis nada de qué preocuparos. Sólo tenéis que contar la verdad. No
pueden condenar a hombres inocentes.
En el instante exacto en que pronunció aquello, comprendió que ese
era precisamente el mal contra el que estaba luchando. Habían
condenado a miles de mujeres inocentes.
Al posar su mirada sobre Liam, supo que él también lo había
pensado. Había pensado, como ella, en sus brujas, y en el poco
significado que tenía esa afirmación en apariencia incontestable. «No
se puede condenar a personas inocentes, excepto que sí se puede».
— ¿Has vuelto a encontrarte con Daniel? —preguntó, de pronto.
Cassandra deseó mentir, porque sabía lo que vendría a continuación,
pero no lo hizo. Después se diría que no lo hizo porque estaba, de
hecho, deseosa de hablar de esos encuentros.
— En un par de ocasiones.
— Cassie…
— ¿Qué?
— Eso mismo: ¿qué? ¿Qué es lo que pretendes con ello?
— Nada. Me encontré con Andrina en el pueblo, me llevó a su casa
y charlamos. No sabes lo que necesitaba pasar tiempo con esa mujer,
fue casi como volver a estar con madre. —Su hermano bajó la mirada,
pero ella continuó—. Daniel llegó y yo me marché de inmediato, pero
debió verme afectada, así que salió tras de mí. Conversamos un par de
minutos, nada más. —Hubiera deseado mentir pero, de nuevo, no lo
hizo—. Unos días más tarde vino a verme, sólo para contarme que
había estado hablando con Drummond.
— Ah, estupendo. Disculpa, Cassandra, el hombre que está
investigando el asesinato de un hombre al que odiaba ha venido a
cuestionarme por mi posible implicación, y sólo para tranquilizarnos a
todos he decidido venir a hablar con su esposa, que es mi anterior
prometida. ¿Eso fue lo que te dijo?
Cassandra ladeó la cabeza.
— Lo cierto es que fue algo así, sí.
— ¿Habéis perdido la cabeza? ¿Los dos? ¿Al mismo tiempo?
— ¿Sí? ¿No? No lo sé, pero no importa, en realidad. Voy a ser muy
sincera, Liam. —Cassandra alzó el cuerpo y se recostó contra el
asiento—. Creo que tanto Daniel como yo estamos necesitando vernos,
sí. Charlar, mirarnos, no lo sé, pero es por completo inocente. Soy
consciente de que está comprometido con otra mujer, y Daniel es
consciente de que yo soy consciente, no está sucediendo nada que no
tenga que ver con el encuentro entre dos viejos amigos que se
quisieron de forma especial.
— ¿Crees que os estoy juzgando, Cassandra? Nada me haría más
feliz que eliminar esa inocencia de vuestros encuentros.
— No seas desagradable, por favor, eres mi hermano.
— No os estoy juzgando, pero alguien tiene que ser el adulto en
todo esto. Y, como de costumbre, me toca a mí. —Liam se inclinó
hacia Cassandra, con los ojos muy abiertos—. No es momento de
reencuentros, ¿es que no lo ves? Además…
Pero no añadió nada.
— ¿Qué?
Liam miró largo rato a Cassandra antes de continuar.
— ¿Cómo puedes saber que no fue Daniel quien lo hizo?
— ¿Disculpa? ¿Por qué no me respondes tú, Liam? ¿Crees que
Daniel, ese muchacho al que conoces desde que eras un crío, podría
hacer algo así?
— Sólo digo que… —Suspiró—. Escucha, Cassie, tú no lo
entiendes. No le has visto todos estos años… Daniel no ha vuelto a ser
el mismo desde lo que pasó. Durante muchísimo tiempo, no fue más
que una sombra que se levantaba del catre porque su responsabilidad
hacia sus padres era una fuerza más poderosa que su tristeza, pero no
hacía nada que no tuviera que ver con… —Llenó su boca de aire—.
¿Cómo puedo explicarte? Tú eras su vida, Cassie. Te amaba, de veras
lo hacía.
— Liam…
— No, escúchame, déjame terminar. He visto a Daniel en estados
que no puedes imaginar. Sé que parece que ahora, con el compromiso
y todo lo demás… Me ha hablado de Margaret. Creo que siente cariño,
respeto, hacia ella, pero no eres tú. No significa lo que significas tú. —
Calló unos segundos—. Él se compromete con otra persona, se siente,
incluso, con la capacidad de formar una familia, de tener un cierto tipo
de amor, y entonces se encuentra, como todo el pueblo, contigo
siendo…
— Dilo, Liam.
No dijo nada. Cassandra pensó que la palabra que buscaba era
“maltratada”.
— ¿Cómo crees que pudo afectar a Daniel conocer lo infeliz que
eras, Cassie? Piénsalo. ¿Crees que podría dejarle indiferente? ¿Crees
que no sería capaz de acabar con la vida del hombre que te estaba
haciendo eso? ¿Crees que no se sentiría culpable por abandonarte, por
permitir que eso sucediera, mientras él se estaba comprometiendo con
otra mujer, mientras se estaba permitiendo soñar con un tipo de
felicidad?
»Ya no conoces a Daniel, Cassandra, no del todo. Conocías al
muchacho tierno y torpe que era, pero ese muchacho se quedó sin la
vida que pensaba que iba a vivir cuando te comprometiste con ese
malnacido. Ha tenido que vivir todos estos años sin saber cómo
hacerlo, renunciando a ti después de esa paliza de muerte que le
propinaron. Ha crecido, Cassie, y sigue siendo un buen hombre, sin
duda lo es, pero puedes estar segura de que su alma se ha llenado de
cosas horribles, de sentimientos horribles, porque también es el
hombre que te perdió, que tuvo que vivir sin ti y que, cuando por fin se
decide a tener una segunda oportunidad, descubre el infierno en el que
estás viviendo tú. Y no me malentiendas, no estoy juzgando nada que
haya podido hacer. No es nada que no hubiera hecho yo mismo de
haber sabido cómo lograrlo sin que te salpicase.
Cassandra se tragó las lágrimas.
— Así que crees que fue Daniel quien lo mató.
— Sólo digo que no faltan razones para que así fuera —susurró—.
Y que si esos repentinos encuentros entre vosotros siguen
produciéndose a la vista de todos pueden comprometeros a los dos.
— ¿Cuál es tu sugerencia? ¿Que desprecie cualquier intento de
acercamiento? Porque no sé si puedo hacer tal cosa.
— ¿Despreciar? No, claro que no. Pero establece unos límites,
explícale el riesgo.
— Creo que es muy consciente del riesgo que corre, Liam.
— ¿Y vas a permitirlo? Sabes que no puede evitarlo, Cassie. Sabes
que vendrá, que acudirá a ti, una y otra vez, que permanecerá tan cerca
de ti como le permitas. Siempre ha sido así.
— ¿Quieres decir que…?
Cassandra no se atrevió a preguntar aquello. No se atrevió a
preguntar si eso significaba que seguía amándola como Liam
aseguraba que había hecho una vez, no con un amor fruto de esa unión
de niños, sino desde una mirada adulta y despierta. No quiso indagar
en aquella posibilidad porque una respuesta alentadora podría
colocarla en una posición en la que destruiría cualquier tipo de respeto
por su reciente compromiso.
— ¿Quiero decir que…?
— Olvídalo, eso no importa. La cuestión, Liam, es que no sé si soy
capaz de alejarme. No si él, después de todo, quiere acercarse. Extraño
tanto…
Pero, de nuevo, se detuvo ahí. Cuánto le costaba hablar de aquello,
a ella, que no le costaba hablar de ningún otro asunto. Pero cómo
poner en palabras lo mucho que extrañaba su sonrisa, sus manos, sus
ojos, el sonido de su risa, los suspiros a los que recurría de forma
constante, por motivos muy diferentes entre sí. Extrañaba la forma en
la que Daniel apoyaba la mejilla sobre su frente, cómo colocaba una
mano en su nuca para atraerla hacia sí, para abrazarla. La forma en la
que colocaba la cabeza de Cassandra sobre su pecho, como diciendo:
aquí puedes descansar. Ahí podía dejar de luchar, lo sabía.
— Lo sé. —La voz de Liam sonó grave al decir aquello—. Pero
ahora mismo sólo os traerá problemas, a los dos. Deja que pase el
tiempo. Más tarde podréis… Ser amigos.
Cassandra dejó escapar una amarga carcajada.
— Sí, estoy convencida de que, teniendo todo esto en
consideración, podríamos ser grandes amigos. Va a casarse con otra
mujer, Liam. No solo se trata de que él me perdiera a mí.
«Se trata de que yo también lo perdí a él».
Liam asintió, asimilando esa última insinuación. Seguía recordando,
tal vez amando. Daniel estaba a punto de comenzar una nueva vida
junto a otra mujer y ese hecho bien podía terminar de romper un
corazón herido desde hacía tiempo.
— Buena charla, Liam. Gracias. Muy agradable. Como decía, un
gusto tenerte aquí.
Liam rió, un poco. Cassandra lo miró una última vez antes de cerrar
esa conversación.
— ¿De veras crees que pudo haber sido él?
Liam también la miró una última vez de ese modo.
— Sí.
Capítulo 14

Esa misma tarde, Cassandra desoyó los consejos de un hombre para acudir
al encuentro de otro.
Sabía que encontraría a Daniel en casa. No quedaba mucho para que
empezase a oscurecer, así que los tres estaban allí: Daniel, Andrina y
Ramsay. La mujer compartió con ella un fuerte abrazo y también el hombre,
después de superar unos instantes de cierta confusión, al fin y al cabo
llevaba años sin tratar con ella, la estrechó entre sus brazos con fuerza.
Cuando Cassandra se volvió para observar a Daniel, este contemplaba la
escena con gesto serio, casi se diría que severo. Le pidió conversar en
privado.
En esa casa no había privacidad, por supuesto, por lo que salieron a
enfrentarse al frío exterior. Daniel cerró la puerta tras de sí y echó a andar
sin mediar palabra. Cassandra lo siguió hasta que este se detuvo, a la
entrada de uno de los senderos que conducían a la playa.
— Estás molesto —advirtió Cassandra—, pero no sabría decir si te
molesta mi presencia o que me tome la libertad de…
— No deja de sorprenderme verte aquí, eso es todo.
— No, eso no es todo.
Se miraron. Recordaría siempre aquella mirada como la mirada que
reflejó por primera vez toda la tristeza que guardaba dentro Daniel. Quiso
tomar su rostro y acariciarlo, consolar ese corazón que Liam había pintado
lleno de pesares para ella.
Quizá se había equivocado al ir en su búsqueda, pero una inquietud se
había instaurado en su pecho y no le había dejado tranquila ni un instante
desde que su hermano se había marchado. Sus reflexiones, sus sospechas, la
intranquilidad transmitida… Si Liam apuntaba en la dirección de Daniel
con semejante contundencia a pesar de conocer su noble corazón, entonces
podría ser fácil determinar por alguien que no lo conociera que era el
principal sospechoso del crimen, y Cassandra no podía permitir eso.
— ¿Qué necesitas?
— Necesito que seas sincero, que cuentes la verdad. Creía que eras
consciente del peligro al que te expones, pero ya no estoy del todo segura.
Daniel ladeó la cabeza.
— No sé si te entiendo.
— Tu prometida debe decir la verdad, Daniel, antes de que cualquier
sospecha que pese sobre ti se haga más grande. —Para cuando Cassandra
terminó de decir aquello, él ya le había retirado su mirada—. Comprendo a
lo que se expone si su familia descubre vuestros encuentros, pero, aún más,
ella debe comprender a lo que te expones tú.
— Cassandra, no he hecho nada, ¿de acuerdo? Yo no fui.
— Ya lo sé, Daniel, no es eso lo que estoy poniendo en duda.
— Me pides que sea sincero. Es lo que estoy haciendo: ser sincero.
— Te pido que seas sincero, pero no conmigo. Con Drummond, con
Walter. Por favor —suplicó—. Empiezo a temer que tenga consecuencias
graves para ti.
— No he cometido ningún crimen —repitió.
Cassandra comprendió que era la única defensa a la que podía recurrir:
su palabra, su sinceridad, su honor. Daniel estaba convencido de la clase de
persona que era y creía que con eso bastaba para librarse de cualquier
enjuiciamiento. Pero no bastaba, no en esas circunstancias. Dio un paso
hacia él.
Cielo santo, ardía en deseos de tomar ese rostro entre sus manos y
contemplar esos ojos azules tan cerca como fuese físicamente capaz. Apretó
los puños y los pegó a su cuerpo, imaginando una cadena invisible en torno
a ella que frenase ese impulso.
— Lo sé, te aseguro que lo sé. Necesitamos que ellos lo sepan tamb…
— ¿Necesitamos?
Daniel volvió a mirarla. Cassandra había visto ese azul antes. En el mar,
en los días en los que las aguas estaban en calma. En ciertos tonos del cielo,
en los días despejados.
Sacudió la cabeza. No podía pensar con claridad.
Tenía que hacerlo. Se cuadró.
— Si no hablas tú con Lewis Drummond, lo haré yo —sentenció.
Esos eran los límites de los que hablaba Liam. Sabía que aquello
enfadaría a Daniel, que lo alejaría de ella, ese dominio que Cassandra
pretendía ejercer sobre su vida. Estaba siendo el hombre de los dos,
tomando decisiones en su nombre. Estaba haciendo con Daniel lo que
tantos habían querido hacer con ella. Lo estaba forzando a que actuase en
contra de sus deseos, creyendo que sabía, mejor que él, lo que debía hacer.
«Pero es que lo sé». Y alzó la cabeza.
— Me prometiste no entrometerte —dijo él, a modo de lamento—. Te lo
pedí, Cassandra. No han transcurrido ni cinco días desde esa conversación.
Promete que dejarás que sea yo quien lo solucione, te dije, y tú respondiste:
te lo prometo.
— Y tú prometiste, mucho antes, que ibas a hacer todo lo posible por
zanjar cualquier tipo de sospecha sobre tu persona y, sin embargo, aquí
estamos: discutiendo porque no quieres contar la verdad.
— No hay ninguna acusación.
— La habrá.
— ¿Cómo estás tan segura?
— ¡Porque hasta mi hermano sospecha de ti, Daniel!
Su expresión viró hacia el desconcierto.
— ¿Liam?
Cassandra cerró los ojos.
— Sin juicios de por medio —dijo, todavía sin mirarlo—, solo cree que
no te faltan razones. Que él, de ser tú, lo habría hecho. Yo sé que no fuiste
tú. —Dio otro paso hacia adelante, elevó la mano a la altura de su pecho y
la dejó ahí, sin atreverse a posarla—. Lamento mucho tener que colocarte
en esta posición, Daniel, pero estoy aterrada. De pronto, estoy aterrada.
Siento que va a sucederte algo.
Daniel avanzó un paso. Estaban tan cerca. Tan cerca que cuando él subió
los brazos, mucho antes de que decidiera tomarla con ellos o no, ya la había
tocado. Colocó las manos sobre los hombros de Cassandra y alargó los
dedos para rozar su cuello. Lo acarició.
— Cassie, no va a sucederme nada porque no he cometido ningún
crimen —repitió, pero Cassandra pensó que en esa ocasión lo hizo para
convencerse a sí mismo—. No puedes involucrarte. Te lo estoy pidiendo. Si
lo haces, si hablas con Drummond… todo se complicará.
Cassandra le retiró la mirada, tratando de buscar, lejos de esos ojos, un
sentido para todo aquello. ¿De qué modo podría complicar que Cassandra
contase la verdad? De acuerdo, esa verdad no le pertenecía, pero tanto daba
que la transmitiese ella como su prometida mientras fuese transmitida.
Dioses, no podía pensar en ella, en esa otra mujer…
Se alejó un paso y las manos de Daniel cayeron. Cuando volvió a
mirarlo, lo entendió.
— Estás mintiéndome.
— ¿Cómo?
— No estás siendo sincero. —Daniel no dijo nada—. ¿Dónde estabas esa
tarde?
— Ya te he dicho dónde estaba.
— Pero no es verdad. Me has mentido.
Y lo veía, lo veía en sus ojos. La veía en sus ojos: la mentira.
— No tienes ningún derecho a… juzgarme. Ni tampoco a pedirme
explicaciones. Ni siquiera a pedirme que me cuide, Cassandra, ni siquiera a
mostrarte así de preocupada —continuó, evitando que lo interrumpiera,
asestando el golpe por el que Cassandra se pensaría dos veces el intervenir
—. No tienes ningún derecho. Contarte o no la verdad, ser o no sincero, es
algo que me corresponde decidir a mí.
Llevaba razón. No tenía ningún derecho a hacer aquello. No era solo que
no tuviese derecho a controlar sus actos, o a reclamar la verdad; se trataba,
también, de que no tenía derecho a mostrar de manera abierta su
preocupación, no después de tanto tiempo.
Así que eso era todo, en eso iba a consistir su vida a partir de ese
momento: en esperar que Daniel no terminase en la horca sin poder hacer
nada por él. En respetar sus decisiones y su espacio como él había respetado
el de ella cuando así se lo pidió.
— De acuerdo —consiguió decir, al fin.
Se abrazó a sí misma, de pronto era muy consciente del frío que hacía,
de que la noche empezaba a caer sobre el pueblo y de que aún le esperaría
un camino hasta su casa.
— Lamento haberte molestado —dijo, y lo sentía con sinceridad.
Se sentía mal de un modo que le costaría esclarecer, concretar.
— No se trata de eso.
— Lo entiendo, de veras. Comprendo que no debería entrometerme ni lo
más mínimo. Es solo que me está superando el sentir que esto podría
hacerte… —Pero calló, porque él ya había dejado clara su postura. La
preocupación que Cassandra sentía o dejaba de sentir, debía guardarla para
sí—. No importa.
— Deberías hablar con tu padre, Cassie.
El enfado en los ojos de Daniel había desaparecido. En su lugar, sólo
quedaba esa tristeza velada, creyó ver también cariño, una pizca de
preocupación.
— Es la segunda vez que insinúas que mi padre podría estar en
problemas.
— Es que no sé si…
Daniel cambió el peso de su cuerpo, de un pie a otro. Cassandra debatió
consigo misma. Pedirle esa verdad, una verdad que involucraba a su padre,
¿era cruzar los límites del tiempo y la distancia? Se mantuvo a la espera.
El silencio era brutal en ese punto del pueblo, en los límites de las calles,
de las casas, de la humanidad. Solo el mar de fondo, el viento que hacía rato
se había levantado, la respiración de Daniel, nada más. La noche seguía
cayendo.
— Mi padre me contó… —Daniel suspiró una última vez antes de
animarse con aquella verdad—. El día que asesinaron a… tu esposo —
masticó esas dos palabras—, durante los festejos del pueblo, nuestros
padres estuvieron conversando largo rato. Los vi de lejos, me pareció que
estaban alterados. Pregunté a mi madre por ellos, pero dijo algo de asuntos
del campo, y en realidad ya sabes cómo pueden llegar a ponerse. Lo dejé
estar —carraspeó—, pero al día siguiente pregunté a mi padre por ello. Y
me dijo que…
Daniel miró a Cassandra, pero después bajó la cabeza.
— ¿Qué te dijo?
— Lo último que deseo es hablar de esto, traer el pasado hasta el
presente, no quiero… No quiero que hablemos de ello. —Volvió a mirarla
—. Promételo, pero que esta sea una promesa de las que cumples.
— Lo prometo.
Cassandra, en ese momento, sólo pensaba en su padre. Daniel suspiró.
— Tu padre no está llevando bien mi compromiso. Se siente culpable.
Siempre se ha sentido culpable, creo, eso cree mi padre también, pero
ahora… —Negó con la cabeza—. Yo mismo le di la noticia. Sé que no
tendría por qué haber sido así, pero me siento de alguna manera parte de
vuestra familia, y creía que… Bueno, que era lo que debía hacer. Me
pareció, ya ese día, que no se lo tomó bien. No porque considerase nada
malo de mí, sino… Por sí mismo, ¿comprendes? —Cassandra asintió—.
Esa mañana, conversando con mi padre… Me dijo lo mismo.
»La tarde anterior, esa conversación que yo había visto de lejos…
Estaban hablando de todo lo que sucedió, de todo lo que nos pasó. Hablaron
de la unión entre nuestras familias, del futuro tan diferente que podríamos
haber tenido. Stuart estaba contento por mí, pero también infeliz por ti, por
lo que… nos hizo.
»Tu padre no está bien, Cassie. A veces bebe demasiado. Esa tarde bebió
demasiado. Mi padre dice que de veras no podía con la culpa de haberte
arrebatado… todo lo que nos quitó. Lo acompañó a casa, incluso entró con
él. Quería asegurarse de que se acostaba decentemente, de que no seguiría
bebiendo. Me contó que no paraba de hablar sobre… hacer algo. Sobre una
segunda oportunidad, sobre alejarte de esa vida. No paraba de repetir que
ese malnacido te golpeaba y que él no estaba haciendo nada.
»Mi padre me lo contó a la mañana siguiente preocupado por Stuart, por
la forma en la que se estaba sintiendo y por cómo podía afectar a su relación
contigo. Estaba preocupado por ti, hablamos mucho sobre… Bueno, sobre
todo esto. No sabíamos lo que había pasado, nos enteramos horas después.
Padre acudió corriendo a vuestra casa. Después me contó que encontró a
Stuart tranquilo, sentado a la mesa de la sala, pelando patatas. Cuando le
preguntó por lo sucedido, se encogió de hombros y dijo… Supongo que por
fin alguien ha hecho algo.
Cassandra lo miró con la boca abierta. Después se cubrió el rostro con
las manos.
— Esto es una pesadilla. Esto es una pesadilla, necesito despertar.
— Cassie…
Daniel llevó una mano hasta su nuca y la acarició. Despacio, la condujo
hasta su cuerpo, donde Cassandra encontró el refugio añorado. Descansó la
cabeza en su pecho y cerró los ojos.
— Siento la preocupación que te he generado, pero… Tienes que
entender que no es por mí por quien debes estar inquieta. —La tomó del
rostro y lo alzó hasta que sus ojos se encontraron—. Lamento lo que he
dicho antes.
Cassandra podría haberse desvanecido allí mismo. Apoyó las manos en
el pecho de Daniel, se aferró a la lana con la que cubría su piel y la estrujó
entre sus dedos hasta hacerse daño. Daño porque no era su piel lo que
estaba tocando. Se dejó caer de nuevo sobre él. La rodeó con los brazos y
apoyó la mejilla en su frente. Lo escuchó suspirar.
— Te extraño tanto, Daniel.
Lo dijo sin pensar. Él no dijo nada, pero se tensó, todavía abrazando a
Cassandra. Aquel podía llegar a ser el último abrazo que compartieran, así
que lo rodeó ella también, con los brazos, a la altura de la cintura, y apoyó
las manos en su espalda.
Cuánto había crecido, lo podía notar en cada forma de su cuerpo. Los
brazos, la espalda, el pecho, Daniel se había convertido en un hombre.
— Deberías regresar.
Su voz había cambiado, había crecido. Se había hecho más grave, más
profunda.
— Se ha hecho de noche, tienes todavía un camino hasta casa.
Colocó ambas manos en las caderas de Cassandra y la alejó de su
cuerpo. Quedaron cerca, aun así, muy cerca, demasiado cerca para ella,
pensó, al sentir cerca no solo sus ojos sino también sus labios, sus labios a
un movimiento de distancia.
Se inclinó hacia ellos, pero Daniel colocó una mano en su mejilla, el
dedo pulgar sobre los labios de ella, y la frenó.
— Cassandra —dijo, sólo eso.
Cassandra, los ojos fijos en esos labios que habían pronunciado su
nombre, necesitó de unos segundos para aceptar el rechazo. Daniel la estaba
rechazando. Estaba comprometido, iba a casarse con otra mujer y ella no
tenía ningún derecho a hacer lo que había intentado hacer.
Se alejó de inmediato, con un movimiento brusco. Caminó dos pasos
hacia atrás, sin mirarlo. Dioses, era incapaz de conciliar el deseo que sentía
su cuerpo con la compostura que debía mantener.
«Compórtate, se lo debes».
— Lo siento, perdóname. —Lo miró a los ojos, aferrándose a ese deber
—. No tendría que haber hecho eso, lo lamento. Lo lamento mucho, Daniel.
Él movió la cabeza de un lado a otro.
— No importa.
— Pero sí importa, porque no tengo ningún derecho. Y lo lamento.
— Me has prometido que no íbamos a hablar de ello.
Se acercó a ella, casi se diría que seguro de sus movimientos. O tal vez
era lo que había dicho su hermano: no podía evitarlo. Nunca podría evitarlo.
Acercarse. Mientras estuviera allí, donde fuera, él iría.
— No quiero que hablemos del pasado. Tienes un presente, y quiero que
en ese presente estés bien, Cassie. Yo también me preocupo por ti. Quiero
que tengas una vida feliz, que puedas superar… Todo. Que vengas a
visitarnos, tanto como quieras, y que nos cuentes que estás bien, ¿vale? —
Tomó sus manos—. ¿Vale?
Cassandra asintió.
— Vale, sí.
Apretó sus manos y se inclinó hacia ella para darle un beso en la frente.
— Vamos, te acompaño hasta casa.
— No. Si nos ven juntos no traerá más que problemas. Estaré bien, no te
preocupes, me conozco ese sendero al dedillo —dijo, atropellándose a sí
misma—. Da recuerdos a tus padres.
— Ven a vernos pronto y se los das tú misma.
Volvió a asentir.
— De acuerdo.
Se miraron.
— Adiós, Daniel.
Él sonrió un poco. Sólo un poco. «Eres mi primer amor, y yo el tuyo».
— Adiós, Cassie.
Capítulo 15

Más hombres, al día siguiente. Cassandra pensaba en uno cuando otro


acudió a visitarla.
No había dormido. Numerosas mujeres referían aquello, en sus cartas,
como un tipo de tortura de la que se tenía constancia en todos los rincones
de la isla. La privación del sueño. Obligaban a las acusadas a permanecer
despiertas en contra de su voluntad hasta que, al parecer, enloquecían. ¿Era
en ese momento cuando llegaban las confesiones que esperaban con las
hogueras ya encendidas?
La confesión de Cassandra era que pensaba en Daniel no como un
recuerdo sino como un hombre de su presente. Recostada sobre el sofá de la
biblioteca, con la mirada clavada en el crepitar del fuego, sintiendo las
oleadas de calor que desprendían las llamas, mientras la lluvia caía fuera,
pensaba en Daniel. Crack, cloc, crack, cloc, y los pensamientos de
Cassandra revoloteando en torno a las manos de Daniel sobre su cuerpo,
esos ojos tan cerca, y sus labios, y todo ese deseo que, se decía aquel día, no
era un deseo infantil, ni era un recuerdo de un deseo anterior, era un deseo
en tiempo presente, un deseo para el que no terminaba de encontrar las
palabras con las que explicarse, y también era algo más. Esa necesidad de
tomar el rostro de aquel hombre entre sus manos, y acariciarlo, y besar…
Besarlo todo, besar incluso sus párpados cerrados mientras dormía, en una
muestra de profundo… ¿qué? ¿De profundo amor?
¿Era amor aquello? Tanto tiempo privada de esa clase de sentir que ni
siquiera era capaz de concederle un nombre, y tampoco tenía importancia
porque no estaba legitimada a abrazar nada de todo aquello. No podía ya
cuidar de él, no podía protegerlo, acompañarlo, no tenía derecho alguno y
eso generaba en ella unos sentimientos terribles, un profundo malestar. Se
sentía desgraciada y capada de alguna manera, privada de algo que, sentía,
le pertenecía, de algo que era suyo, y al mismo tiempo sintiendo que se
inmiscuía en un espacio donde ya no era bien recibida, donde su presencia
ya no tenía lugar. Daniel había sido tajante con ello. No tenía derecho.
Claro que siempre podía conservar todo aquello para sí. Podía abrazarse
a sí misma y abrazar ese amor, porque sí, sí era amor, por supuesto que era
amor, un amor de niños que no se había ido y que como ella había
evolucionado y crecido, lo que no tenía nada que ver con desaparecer. Lo
sentido, lo vivido, en los años de la infancia no es menos real por ser menos
tangible, tal vez incluso al contrario.
Pensó en la tristeza de esa mujer arrodillada frente al mar: había guiado
cada uno de los pasos que había dado en los últimos años porque lo que
sintió en ese momento, al verla, fue genuino. Otro tanto sucedía con Daniel.
Lo había conservado como un episodio pasado de paz y felicidad, pero no
lo rescataba, esa mañana, no después de volver a encontrarse con él, como
pasado, sino como presente. No era ya un amor seguro, ni sereno, ni
cómodo, era un amor doliente y ardiente, por las circunstancias y por el
tiempo transcurrido, pero un amor real.
Un amor como el que Daniel podía haber sentido tiempo atrás, cuando
trataba de convivir con las heridas y el abandono de Cassandra. No puede
ser, le había dicho ella, lo siento, cloc, tienes que marcharte, pero él no se
había marchado, no, él se había quedado, pero lejos. ¿Cuánto tiempo le
duró esa espera, ese dolor y ese ardor? ¿Cuándo desapareció? ¿Cuándo
hubiera sido el momento idóneo para que Cassandra regresara a su vida sin
que ni el tiempo ni la distancia le hubieran arrebatado el deseo de estar con
ella? ¿Había existido para ellos, después de todo, un segundo momento, una
segunda oportunidad?
Deseaba tanto estar con él. «Cielo santo, deseo tanto tenerlo aquí
conmigo, preguntarle al anochecer cómo ha ido el día y despertar a la
mañana siguiente arropada con su cuerpo». Con la mirada clavada en las
llamas, crack, crack, crack, Cassandra sentía el deseo crepitar dentro.
Así la encontró Lewis Drummond. La puerta de la biblioteca estaba
abierta, por lo que permaneció ante el umbral, seguido de cerca por Herbert.
Durante un breve instante, ambos no hicieron otra cosa que observar a esa
muchacha que contemplaba las llamas con algo parecido a la desolación. Al
final, Herbert carraspeó y anunció al recién llegado.
Cassandra despertó de la ensoñación y se incorporó. Se saludaron
estrechando sus manos. Pensó que estaba allí para discutir asuntos que de
forma natural trataría con un hombre, y se preguntó si aquella deferencia
del abogado era buena o mala. Si buscaba atraparla o liberarla.
— Tome asiento, por favor.
Le cedió el sillón perfumado. Esa mañana había pensado que, si
finalmente decidía quedarse y habitar ese palacete, se desharía de aquel
maldito asiento.
— La encuentro pensativa.
Cassandra lo miró. Si bien era educado, Lewis Drummond no era un
hombre criado bajo el amparo de modales refinados, lo que podía explicar
la naturalidad con la que se movía por los espacios y la forma en la que se
saltaba todas las normas de conversación. Quien no conoce las múltiples
ofensas de los espacios distinguidos de la sociedad no teme ofender, así de
sencillo. Lewis Drummond se cruzó de piernas y sonrió.
Cassandra señaló hacia las cristaleras. Cloc, cloc, cloc.
— Una mañana así invita a la reflexión, ¿no cree?
— ¿Le agrada la lluvia?
— Ni lo más mínimo, señor Drummond.
Este sonrió.
— ¿Puedo preguntarle en qué pensaba, por tanto? ¿Ideas pesimistas,
quizá?
Ella también sonrió.
— ¿Por qué tantas mujeres? ¿Se lo ha preguntado alguna vez?
Drummond no dio muestras de confusión, tampoco hizo ninguna
pregunta. Parecía ser un hombre que permitía que su interlocutor se
explicase antes de sacar conclusiones precipitadas, así que permitió que
Cassandra diera sentido a aquella pregunta.
— Esa ley de brujería de siglos pasados… Tantísimas personas
condenadas a la hoguera y apenas sí se conocen casos de hombres. —
Drummond cambió el gesto; se tornó interesado—. Verá, encuentro
ofensivo e insuficiente aquello de que las mujeres somos más débiles de
espíritu, más propensas a que el demonio se nos lleve. ¿Quién llegó, por
todos los Santos, a esa conclusión? Mi padre y mi madre trabajaban por
igual en las tierras, y al llegar a casa mi madre se hacía cargo de que esta no
se cayera a pedazos. Nos enseñó a leer a mí y a mi hermano, y en muchos
sentidos era más recta y sensata que mi buen padre. No puedo concebir un
rincón de esta isla en el que no se haya observado esto mismo en otros
matrimonios, así que ¿de dónde nace todo esto, esta creencia? ¿Por qué las
mujeres y por qué tantas, tantas, tantas? ¿Se lo ha preguntado alguna vez?
—Hizo una pausa—. Yo me lo pregunto cada día. Tengo la impresión de
que, de haber nacido un siglo antes, yo misma hubiera terminado en una
hoguera. ¿A eso ha venido, señor Drummond?
El hombre entrelazó las manos sobre su regazo y todavía esperó unos
segundos antes de responder. Crack, crack, crack, cantaba el fuego. ¿Canta
el fuego, tal como canta la lluvia?, pensó Cassandra, justo antes de que
Lewis Drummond le contase su propia historia.
— Si le soy sincero, siempre me ha resultado repugnante. La ley de
brujería, la implicación pasada de la Corona, la ignorancia demostrada…
¿Sabe dónde nací, Cassandra? —Ella negó con la cabeza—. Nací en un
pequeño pueblo de Cataibh, aunque seguramente usted conozca esa región
como Sutherland. Cuando era un crío, mi buena madre me llevaba con una
anciana a que me curase los males. Dolores de estómago, siempre he sido
muy dado a estos ardores. —Se llevó una mano a su torso ancho, sin retirar
la sonrisa—. Era una mujer muy amable aquella. Me hacía beber brebajes
de todo tipo. Algunos sabían a mala muerte y otros eran insípidos hasta el
aborrecimiento. Me acariciaba el cabello mientras lo hacía. ¿Cómo era
aquello que decía? —Hizo memoria, no fue una representación—. “Pasa,
pasa, ya está pasando”. Viví parte de mi infancia temiendo que la mataran,
por bruja.
— ¿Sucedió?
— Oh, no, esa estúpida ley ya era agua pasada, pero conocía las
historias, claro. Por todos los Santos, ¿cuántos años cree que tengo? Hace
más de sesenta que se derogó. —Sonrió de un modo genuino y Cassandra
se disculpó agitando las manos—. Años antes de que yo naciera, en
cambio… ¿Cuántos pueden ser, una década? Algo más, supongo. Entonces
sí hubo un caso muy sonado en Dòrnach… Apuesto que fue de los últimos.
Creo que dejó un poso en el corazón de mi buena madre. Se llamaba
Magaidh.
— Es un nombre precioso —observó Cassandra—. ¿Habla usted
gaélico?
— ¿Me guardaría el secreto?
— No se preocupe: se quedará conmigo.
Lewis Drummond la miró con una sonrisa escondida.
— Mi familia fue de las últimas en abandonar el Norte. Jamás volví a
ver a mi padre jurar de la manera en que lo hizo en el primer día de camino
hacia Edimburgo. —Sonrió con tristeza—. Conservamos con nosotros lo
que nos pertenecía, y por fortuna ciertas cosas nunca se olvidan.
— Se quedaron en la isla. —Drummond, entonces sí, la miró sin
comprender—. Tengo entendido que la mayoría de las familias marcharon
al Nuevo Continente.
— Bueno, sigue siendo nuestra isla, ¿no es así? No podíamos seguir
habitando esa porción de tierra que había sido nuestra, pero no creo que mis
padres se planteasen nunca marcharse del todo. En cualquier caso… —
Dirigió una mirada hacia el fuego—. Intento demostrarle con esto,
Cassandra, que no tengo ningún interés particular en perseguirla a usted.
Vengo de un lugar donde la mayor parte de quienes creíamos en las brujas
lo hacíamos para suplicar su ayuda, ya ve.
«Creíamos en las brujas». Cassandra sonrió.
No confiaba, no del todo. No podía hacerlo, ¿qué hubiera dicho de sí
misma entregarle con tanta facilidad su confianza a un extraño? Pero lo
cierto era que Lewis Drummond no despertaba su antipatía. Era consciente
de que hombres como él estarían enseñados a manipular a las personas a su
antojo, a llevarles incluso a creer que estaban de su lado. Sería prudente,
por tanto.
Y si estaba jugando con Cassandra, sería un juego de ida y vuelta.
— ¿Mejoraron esos males de estómago?
— Son tan impredecibles como este clima. —Ambos sonrieron y
prestaron atención, al tiempo, al cantar de la lluvia, que parecía haber
arreciado un poco—. ¿Ha encontrado respuesta a su pregunta? Por qué
tantas mujeres.
Cassandra lo pensó.
— Lo cierto es que no estoy del todo segura de ser capaz de hallarla en
este tiempo.
— No creo que se encuentre muy lejos de la respuesta, Cassandra, pero
me temo que no puedo ayudarla: yo tampoco la poseo. —Tras decir esto, su
tono cambió de manera perceptible—: Y, aunque en cualquier otra
circunstancia encontraría esta conversación de lo más placentera,
comprenderá que he acudido a usted por otros motivos. No cuento con
mucho tiempo, así que me va a permitir que vaya directo al asunto que me
trae aquí.
— Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
— En primer lugar, me gustaría que hablase conmigo de una cuestión
que ya señaló su cuñado. Por lo que usted me ha dado a entender, y por la
imagen que me he formado en estos días que han transcurrido desde mi
llegada, su esposo no era un hombre de buen talante. Permítame que le haga
esta observación, pero me resulta curioso que estuviera conforme con sus…
reuniones de mujeres. Sé que aseguró que así era, pero muchos podrían
considerar sus actividades problemáticas, y Edmund Sayer encaja en ese
perfil.
— Cuatro jóvenes reunidas, qué peligroso. Casi parece una reunión de
brujas.
Lo dijo con sorna. Lewis Drummond sonrió, pero también dijo:
— Lo cierto es que sí, Cassandra.
— ¿Lo encuentra peligroso?
— Lo encuentro problemático. Sobre todo, me cuesta encontrar creíble
que su esposo no lo encontrase de ese modo. No estoy juzgando sus
acciones, por favor, entiéndame, no estoy hablando en mi nombre. Me
refiero…
— Comprendo a qué se refiere, descuide. —Cassandra adoptó esa
postura cándida que tanto agradaba a los hombres, aunque no estaba segura
de que fuera a ser efectiva con aquel—. Mi esposo no mostraba ningún
interés en mis actividades, señor Drummond. Mientras estuviera
acompañada, a distancias decentes de otros hombres para no mancillar
nuestra unión, tanto más le daba si estaba recogiendo setas venenosas o
conversando con tres muchachas del pueblo. No debe olvidar que
llevábamos las Sagradas Escrituras con nosotras.
Sonó a burla mucho más de lo pretendido.
— Según tengo entendido, en el pueblo ya se había empezado a
comentar el verdadero carácter de esas conversaciones. ¿Tampoco eso
molestó a su marido?
Cassandra se encogió de hombros. Para esa mentira sí se había
preparado.
— Si llegó a escuchar algo al respecto, no me lo hizo saber —respondió
con tranquilidad—. Como le he dicho, la última vez que vi a Edmund con
vida fue mientras me acompañaba a uno de esos encuentros. No parecía
insatisfecho. No más de lo habitual, quiero decir.
— Comprendo. Bien —cambió de nuevo el tono—, ¿ha llegado algo
hasta sus oídos desde la última vez que hablamos? Tal vez alguien que haya
confesado haber sido testigo de una disputa, algo que haya recordado de los
últimos días con vida de su esposo, un comportamiento más extraño de lo
habitual…
— No.
No dijo más, y entendió segundos más tarde que fue un error. Cassandra
era dada a la palabra. Lewis Drummond frunció el ceño.
— No parece interesada en saber qué ha sucedido, Cassandra.
«Sé tan sincera como puedas, este hombre agradece la honestidad».
— ¿Puedo ser franca?
— Lo agradecería.
«Ahí está».
— Sólo quiero descansar, señor Drummond. No sé en qué líos andaba
Edmund, pero no me interesan. No estoy celebrando su pérdida, pero, como
ve, tampoco estoy llorándola. No ha sido un matrimonio dichoso.
— Ponga cuidado, Cassandra, esa indiferencia podría confundirse con
otra cosa.
— ¿Culpabilidad? —preguntó.
— O encubrimiento.
— Es una suerte, en ese caso, tener con nosotros a un hombre tan
intuitivo como parece ser usted. Estoy convencida de que su instinto no le
envía en esa dirección.
Lewis Drummond sonrió. «Me lo he ganado».
— ¿Podría, yo también, formular una pregunta esperando la más
absoluta de las franquezas por su parte?
— Por supuesto.
— Sabré si me miente porque, sí, tengo intuición para estos asuntos. —
Cassandra asintió y concentró toda su atención en sus gestos—. ¿Sabe si
alguna persona cercana a usted tuvo que ver con el asesinato de su esposo?
— No, señor Drummond —contestó al instante, sin necesidad de mentir
—. Si me permite ir más lejos, estoy convencida de que ninguna persona
cercana a mí cometió el crimen.
— Parece muy segura.
— Lo estoy. Nadie lo había hecho hasta ahora, ni mi padre, ni mi
hermano, ni Daniel Loughty, a quien Walter seguro se empeña en señalar, y
no tendrían más motivos ahora de los que podrían haber tenido hace un par
de años. No creo que usted piense que lo que sucedió fue un arrebato. —
Esperó su silenciosa aprobación—. Por supuesto que no lo piensa, porque
parece evidente que mi esposo se había citado con alguien en las cuadras,
¿por qué otra razón acudiría allí, sino? No, no fue un arrebato. Lo hiciera
quien lo hiciera, sabía bien lo que hacía. —Otra pausa—. Las personas
cercanas a mí, señor Drummond, nunca han tenido el arrojo necesario para
llevar a cabo un acto de este tipo.
— Regresemos a los motivos. ¿No tenían mayores motivos ahora,
Cassandra? —El abogado se inclinó hacia ella, interrumpiendo su discurso
—. Su esposo la golpeaba, y usted lo hizo público.
Cassandra tragó saliva.
— Así es.
— ¿Qué piensa su padre de ello, qué piensa su hermano?
— ¿Por qué no se lo pregunta a ellos?
— Ya lo he hecho.
— ¿Cuál ha sido su respuesta?
— Rabia, malestar. Vergüenza. —Ella asintió—. Aquel día que bajó al
pueblo con el rostro cubierto de cardenales, con una visible cojera, ¿por qué
lo hizo, Cassandra?
— Porque no eran mis pecados, señor Drummond, y estaba cansada de
esconderlos.
— ¿No cree que eso pudo tener algún efecto en quienes la aprecian?
— No estoy segura. ¿Visibilizar una situación sirve de algo o sólo hace
más presos a los cómplices de su rabia, su malestar y su vergüenza?
Drummond sonrió.
— Es usted una mujer muy interesante, Cassandra. ¿Cree que eso es
bueno?
Cassandra lo pensó.
— No lo tengo claro, a decir verdad.
— Yo tampoco —coincidió—. Pero, desde luego, hablar con usted es un
placer, incluso en tales circunstancias. Por eso lamento tener que
marcharme, pero me temo que tengo más cuestiones que atender.
Lewis Drummond se incorporó, no sin esfuerzo. Parecía tan agotado
como ella misma. En el exterior, seguía lloviendo, cloc, cloc, las llamas
comenzaban a apagarse, crack, crack, mujer y hombre estrecharon sus
manos, de nuevo, al despedirse.
— Le agradezco su amabilidad, señor Drummond. Por favor, hágame
caso: sé que hay quien anda empeñado en señalarlos, pero ninguno de los
nombres que persigue es el culpable de lo sucedido. No es ahí donde debe
buscar.
Este la miró fijamente.
— ¿Dónde me aconsejaría buscar?
Cassandra se mordió la lengua. «En los pecados de Edmund».
— Mi padre, mi hermano… Son buenos hombres, me quieren, sin duda,
pero escúcheme cuando le digo que les falta coraje. Se han resignado a la
vida que les ha tocado. Dicen que así es como vivimos aquí, en esta isla.
Esa resignación me incluye a mí y mis circunstancias. No lo harían por mí.
No lo hicieron por mí. —Suspiró—. No se trata de que Edmund no fuera un
buen esposo: no era un buen hombre. Creo que esa es la cuestión que debe
tener en cuenta.
Lewis Drummond asintió.
— Entiendo su vehemencia, Cassandra, pero permítame decirle una
cosa: lo mejor para usted sería que no pusiera la mano en el fuego por
nadie.
Cassandra sonrió.
— Créame cuando le digo que no tengo ninguna intención de acercarme
a las llamas.
Capítulo 16

Mientras Cassandra se encaminaba a casa de un hombre, pensaba en él.


Lo cierto era que había dedicado mucho tiempo a pensar en la decisión
que su padre había tomado: la de entregarla a Edmund Sayer. En un primer
momento, en pos de agrandar su dolor; al fin y al cabo, no tenía otra cosa
con ella que ese desconsuelo. Más tarde lo que buscaba era entender esa
decisión, incluso perdonarla.
Estaba a punto de cumplirse el primer año tras el fallecimiento de la
madre de Cassandra cuando Edmund Sayer, El Inglés, llegó con su
hermano, Walter Sayer, al pueblo. Se instalaron en una casa cerca del mar,
una clásica construcción de marineros que aborrecían, hasta que cada uno
pudo adquirir una vivienda que sentían más adecuada para ellos. Edmund
obtuvo ese palacete de una familia que había partido al Nuevo Continente,
siguiendo a los miles de personas que estaban haciendo lo mismo desde las
Tierras Altas. Los desplazamientos forzosos de familias, obligadas a dejar
su tierra con la caída de los clanes y la renovación del sistema agrícola tras
la Unión, seguían produciéndose, todavía en tiempos de Cassandra, a modo
de goteo. Ella tenía que agradecer su existencia a este suceso: si su madre
no hubiese abandonado su Dingwall natal para instalarse en ese rincón de
Haddingtonshire junto a su familia, Stuart Burns jamás la habría conocido y
Cassandra jamás habría sido concebida.
Caitlin M'Gilligen era una mujer de fuerte carácter, corazón grande y fe
católica. ¿Era su madre una de esas jacobitas convencidas y perseguidas?
Para cuando se asentó en el sur, estaba cansada de las guerras y los
levantamientos del Norte, pero sentía una antipatía absoluta por la Unión,
por los ingleses y por todo lo que significase una pérdida de identidad.
Buena parte de esos sentimientos tenía que esconderlos, allí, tan al sur,
donde habían abrazado el protestantismo y el gaélico no era más que un
idioma ajeno.
Tan al sur, decía de vez en cuando, y Cassandra sonreía para sí
imaginando las millas de tierra que quedaban hasta la frontera con
Inglaterra. Pero claro que aquello era el sur para su madre, que era una
norteña de pura cepa.
Cuando falleció, el sur y todo lo demás le quedaron grandes a su padre,
Stuart Burns, que no solo había visto cómo Caitlin M'Gilligen había puesto
patas arriba su tranquila vida el día que decidió comprometerse con él,
también se había dejado cuidar y guiar por esa mujer de fuerte carácter y
corazón grande. Sobre todo por esto último la había amado hasta el fin de
sus días, cuando, después de semanas de dolores de pecho y fiebres
incapacitantes, falleció.
Y porque le hacía reír. Cassandra había visto a su padre riendo a
carcajadas junto a su madre. Muchas veces se preguntaba si alguna vez
amaría tanto como para que una pérdida la destrozase como sucedió con él.
En ocasiones lo deseaba, ese amor. En otras, la pérdida le parecía
insostenible y entonces sólo quería vivir en paz.
Stuart Burns, con un hijo recién prometido con una buena pero modesta
muchacha del pueblo, con una hija que apenas había cumplido diecisiete
años y que no tenía un porvenir diferente, con unas tierras que trabajar para
las que no daba a basto, con un hogar que no entendía y unas transacciones
que no terminaba de ver beneficiosas para tanto trabajo, y con esa pérdida
tan grande que destrozó su maduro corazón, vio un camino iluminado
cuando, un día como otro cualquiera, conoció a Edmund Sayer en el puerto.
Con una pinta sobre la mesa, Edmund Sayer expuso ante varios hombres
del pueblo las bondades de ese Imperio en expansión y de su propio imperio
en particular. Tenía un par de barcos en posesión, acababa de participar en
la adquisición de una fábrica de tabaco en Glasgow, y aseguró sin
miramientos que los animales con cierto raciocinio eran todavía un buen
negocio. Edmund Sayer compraba y vendía personas. Él mismo había
comprado a Herbert, a quien se llevó consigo desde la inglesa York, muchos
años atrás
Era 1782 y Escocia estaba transformándose. Debían quedar todavía
jacobitas que creían en ese reinado para Gran Bretaña, pero Bonnie Prince
Charlie llevaba años sin pisar la isla y sus partidarios, de existir todavía,
existían en silencio. Lo que les importaba a los escoceses, se decía por
entonces en las calles, era prosperar. Y en ese rincón de costa y puertos que
era la región de Haddingtonshire tenían mucha proyección. Edmund Sayer
se encargaría de lograr que su trabajo en las tierras mereciera la pena.
Mejores contratos, más beneficios, nuevos contactos y caminos, capacidad
de expansión, todo eso proyectaba para ese rincón de la isla, «este rincón
donde incluso se llega a ver el sol algunos días, según me habían contado y
según he podido comprobar yo mismo». Tal vez fuera lo único que
compartía con Cassandra: Edmund Sayer, que consideraba que la isla al
completo era una sola nación, aborrecía la lluvia.
Cuando ese día se despidieron, Stuart Burns y Edmund Sayer se dieron
la mano. El Inglés no sonrió, en raras ocasiones lo hacía. Semanas más
tarde estrecharon las manos de nuevo, en un encuentro casual en el pueblo.
Stuart Burns ya había vendido sus productos a Edmund Sayer, que había
respondido a esa transacción mejor de lo que nadie había hecho antes. En
aquella ocasión en que se vieron, Cassandra acompañaba a su padre al
mercado. Fue aquel día cuando Edmund la vio por primera vez. No era
bella en el sentido más estricto de la palabra, pero había una fuerza en sus
ojos jóvenes, en la mirada que le dedicó, entre la curiosidad y el desprecio,
que no le desagradó. Necesitaba una esposa con la que integrarse en ese
lugar y quería un hijo que heredase su imperio particular. Estaba más cerca
de la cuarentena que de cualquier otra cifra, el tiempo arreciaba. Tanto más
le daba que fuera ella, podría haber sido cualquier otra. Fue la primera en la
que reparó y por eso fue ella.
Ramsay Loughty era para Stuart Burns poco menos que un hermano.
Como sucedería más tarde con sus propios hijos, se habían criado juntos.
Sus hogares lindaban el uno con el otro así que compartían rutinas y en
muchas ocasiones el escaso tiempo libre que les dejaba el cuidado de esas
tierras que ambos poseían. Sus hijos se entendían. Es más, sus hijos
parecían amarse. Cassandra y Daniel compartían largas conversaciones,
Liam los seguía a todas partes y los contemplaba con la aprobación de un
hermano mayor satisfecho. Pero Ramsay Loughty, como el propio Stuart
Burns, no tenía porvenir. Con Daniel, Cassandra se dejaría la vida, como
había sucedido con su madre antes, entre las tierras de labor y el cuidado de
la casa, y no quería aquello para su hija.
¿Qué habría querido Caitlin, esa norteña católica y jacobita que
despreciaba la Unión? ¿Qué habría decidido Caitlin? No habría aceptado a
un inglés, eso por descontado, pero Edmund Sayer, pese a ese defecto
impuesto por nacimiento, no parecía una mala apuesta.
Si Stuart hubiera sido un hombre dado a la palabra, hubiera reflexionado
junto a ella sobre cómo el amor no basta en la precariedad. Lo que ofreció,
en cambio, fueron motivos prácticos: Edmund Sayer podía garantizar un
futuro estable y cómodo, alejado de la carencia en la que nunca dejaba de
sentirse Stuart. Ella no tendría que levantarse con el alba y acostarse con
insufribles dolores de cuerpo. Tanto él como Liam podrían vivir un poco
mejor. Daniel y ella, al fin y al cabo, eran dos grandes amigos que siempre
podrían seguir teniéndose de esa forma. Ni siquiera estaban del todo
comprometidos.
Cassandra lloró durante dos días. Al tercero, dejó de llorar y retiró la
palabra a su padre, pero cumplió con la voluntad de ese hombre que, hasta
el momento de entregarla a su esposo, era el hombre que debía guiar su
vida. Cassandra obedeció porque qué otra cosa podía hacer. En aquel
tiempo ya pensaba con frecuencia en todas esas mujeres que habían sido
arrojadas a las llamas, pero fue a partir de entonces cuando se convirtió en
su obsesión.
Stuart Burns jamás hubiera imaginado que Edmund Sayer llevaba el
demonio dentro. Era un hombre de rostro severo, pero educado, de buenos
modales. Encajaba con lo que parte de esa isla, en silencio o abiertamente,
de un modo genuino o desde el más puro de los egoísmos, parecía querer
para sí: prosperar de la mano de los ingleses. Puede que jamás fuera a hacer
reír a su hija, pero tendría un plato sobre la mesa sin dejarse las manos
arrancando patatas de la tierra.
Siete años más tarde, no había nada de esa decisión que Cassandra no
comprendiera, pero si su padre le hubiera preguntado, le habría dicho que
quizá el amor no bastase en la precariedad, que quizá no quedasen ganas de
abrazarse al llegar molido de las tierras, pero que tampoco la riqueza tenía
ningún valor en la desdicha. Cassandra lo había tenido todo durante siete
años y al mismo tiempo no había tenido nada.
Estuvo muy cerca de decírselo aquel día. Encontró a su padre hilando,
como de costumbre. Se sentó junto a él, junto al fuego, y tomó en sus
manos labor suficiente para pasar la tarde. Así permanecieron, en silencio,
largo rato. Preocupada por lo que Daniel le había contado, preocupada por
las insinuaciones de Lewis Drummond, con todo lo que era Cassandra y lo
incapaz que se sentía de abordar ese tema con su progenitor.
Hizo un esfuerzo por comenzar, cuando ya las palabras la comían desde
dentro.
— Ayer me visitó Lewis Drummond —comenzó, con la mirada fija en la
tarea.
— ¿Mmm?
— ¿Ha tenido usted oportunidad de hablar con él, padre?
— Hemos hablado en un par de ocasiones, así es.
— ¿Tiene algo que contarme?
— No, hija. Nada que tenga que preocuparte.
Cassandra lo miró. No podía ser más reservado, aquel hombre.
— Padre, si hay algo que deba saber…
— Es un hombre muy amable, ese señor Drummond. ¿Es del Norte,
tengo entendido?
— Así es.
— Como tu madre. Puede que por eso nos estemos entendiendo.
Cassandra detuvo la rueca, decidida por fin.
— ¿Podemos hablar, por favor, padre?
— Estamos hablando, Cassandra.
— Stuart Burns.
Pronunció su nombre de tal manera que se sorprendió a sí misma,
aunque el más sorprendido en esa casa fue aquel hombre que arqueó una
ceja al mirarla.
— Has sonado a tu madre.
— Era la intención. ¿Podemos hablar, por favor? Estoy preocupada.
— No hay nad…
— Oh, ¿podría callarse un segundo?
Hizo una mueca con la boca, se pasó los dedos por esta y alzó las manos
con inocencia. Había envejecido, el cabello era ya grisáceo en su totalidad,
las arrugas en torno a los ojos eran cada vez más evidentes, y sin embargo
Cassandra lo encontró muy joven en ese gesto.
— Bien. ¿Dónde estuvo esa noche, padre? Daniel me contó que tuvo una
conversación trascendente con Ramsay y que tras esta se quedó preocupado
por usted. Cuando le visitó al día siguiente, insinuó que tal vez hubiera
tenido algo que ver con… —Su padre la observaba—. Ya lo sabe, no me
haga decirlo. En este pueblo todo el mundo tiene siempre una oreja puesta.
Stuart Burns sonrió al bajar la cabeza, y Cassandra se contagió de esa
sonrisa.
— Esa tarde… Sí, esa tarde me confesé con Ramsay. Todo lo que me
había estado guardando estos años, toda esa… culpa. —Tomó aire, dejó él
también la labor sobre la mesa y se pasó una mano por el rostro—. Siento
en el alma la decisión que tomé, Cassandra. Te obligué a vivir una vida que
no deseabas, una vida que… te ha lastimado mucho. Te aparté de Daniel,
que es un gran muchacho y además… Os amabais, ¿no es así?
Cassandra se mordió la cara interna del carrillo.
— Eso creo, padre, pero no éramos más que dos críos.
Lo había dicho en tantas ocasiones antes que aquella vez, aunque ya no
creyera que sus sentimientos habían sido sólo una cosa de niños, no fue
diferente.
— Bueno, pero os queríais de corazón. Y yo te lancé a los brazos de ese
indeseable…
Negó con la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no
derramó una sola. Las atajó antes. A Stuart Burns, como a Cassandra, no le
gustaba llorar delante de nadie. Mucho menos delante de su hija.
— Daniel vino a verme para contarme lo de su compromiso, ¿sabes?
Qué buen muchacho ha sido siempre, todavía se sentía con la
responsabilidad de comunicármelo en persona. Fue entonces cuando…
Cuando has hecho algo terrible, por mucho tiempo que pases ignorando ese
hecho, hay un momento en que te golpea, ¿no es así? Cassie…
Estiró los brazos por encima de la mesa. Cassandra le ofreció sus manos
y su padre las tomó, todavía con la mirada inundada.
— Lo siento tanto, hija.
Cassandra apretó esas manos antiguas, familiares.
— Está bien, padre, ahora eso no importa.
— Claro que importa, cariño. Te arruiné la vida. —Dos estoicas lágrimas
cayeron por su rostro—. Eras una muchacha tan alegre, Cassie, tenías tanta
vida. Ibas y venías del campo a casa, de casa a la playa, ibas al mercado tan
contenta. Incluso a las tierras ibas contenta, eras tan alegre… No espero que
algún día me perdones, pero…
— No queda nada por perdonar. Entiendo lo que hizo.
— Lo entiendes porque eres muy consciente del mundo que habitas,
pero el entendimiento y el perdón son dos cosas muy diferentes, no necesito
haber tenido una gran educación para saber esto. —Bajó la cabeza—. Así
que no, no espero que puedas perdonarme, pero sí me gustaría pedirte…
Intenta volver a ser quien eras, ¿quieres? Ahora que sólo estás tú. Vive la
vida que quieras vivir. Hazlo por este viejo que lo que más desea es volver a
ver que sonríes como sonreías antes.
¿Era eso posible? ¿Se podía recuperar la alegría tras el paso por el
infierno? ¿Existía esa posibilidad? Cassandra no quería otra cosa que ser
libre. Era lo que se había repetido en las últimas semanas. Quería ser libre,
vivir en paz, pero no se había dicho nada a sí misma sobre la felicidad,
sobre la sonrisa. Sacudió la cabeza.
— Escúcheme, le prometo que… —No supo bien cómo continuar, así
que simplemente dijo—: Se lo prometo. Pero tiene que contarme dónde
estuvo aquella noche, después de esa conversación. ¿Se quedó en casa?
¿Tiene alguna forma de demostrar que no estuvo implicado en lo que
sucedió? Porque, de no ser así, tendremos que pensar algo.
— Llegué a casa junto a Ramsay, sí. Incluso se preocupó de meterme en
el catre, pero… no podía conciliar el sueño, me sentía derrotado, estaba
tan… —Soltó las manos de su hija—. Sabía que algunos hombres se
reunían en esa taberna cerca del puerto, la que regenta… Bueno, la que no
tiene buena fama.
— Se refiere al burdel.
— Ya sé que no es un buen lugar, lo sé. No es un lugar que me agrade,
de hecho, pero esa noche necesitaba compañía. Sabía que estaría abierto, así
que fui con ellos. Lamento que tengas que escuchar esto. No quería… No
hice nada deshonroso.
— Ahórrese las explicaciones. Es un hombre adulto, sabrá usted dónde
deja transcurrir su tiempo.
— Nunca antes había…
— Padre, eso no importa ahora —interrumpió ella—. Escúcheme, ¿sólo
estuvo allí?
— Sí, hija, sólo estuve allí.
— ¿Durante cuánto tiempo?
— No puedo precisarlo.
— Pero estuvo siempre acompañado.
La miró.
— Sí.
Cassandra asintió.
— Durante todo el día acompañado.
— Sé lo que parece…
— ¿Hay alguien que pueda demostrar que estuvo allí, contigo?
— Unos cuantos hombres, aunque eso les meta en problemas con sus
esposas. —Stuart Burns se echó hacia atrás y se cruzó de brazos—. Pero,
Cassandra, como te he dicho, no hay nada de lo que tengas que preocuparte:
para mi enorme vergüenza, me confesé por completo con Lewis
Drummond. Hasta las lágrimas, debo añadir.
— Vaya, eso sí me sorprende.
La señaló con el dedo.
— No te burles. —Cassandra sonrió—. Supongo que ya se habrá
encargado de confirmar con los nombres que le ofrecí que estuve con ellos
hasta bien entrada la madrugada. En cualquier caso… No habría sido ya…
¿No habría sido asesinado a esas horas?
Cassandra se encogió de hombros.
«Así que no es de padre de quien sospecha Drummond», pensó.
«Liam», pensó después.
«Aún peor: Daniel».
Daniel y su estúpido honor, su estúpida y tierna preocupación por el
decoro de su prometida. Pero también recordó esa sensación que había
tenido en su último encuentro. No le había dicho toda la verdad, estaba
convencida de ello.
Volvió a mirar a su padre, que había retomado la tarea, disimulando todo
el dolor que le había dejado ver durante unos instantes. Al menos, él estaba
a salvo. Consumido por la culpa, pero a salvo de la horca. Que cada quien
lidiase con sus demonios, de eso Cassandra no podía encargarse, pero sí
podía evitar que los hombres de su vida corriesen un destino fatal por los
pecados de Edmund y por los suyos propios.
Pensó con tristeza que en lugar de rescatar a todas aquellas mujeres del
fuego estaba luchando por unos hombres que ni siquiera entenderían jamás,
no del todo, aquello de las hogueras. La invadió un profundo cansancio.
Después siguió hilando junto a su padre. Qué otra cosa podía hacer.
Capítulo 17

Esa mañana, el hombre a caballo del mercado condujo a Cassandra hasta


otro hombre.
Lo había visto en un par de ocasiones antes. Se paseaba entre los puestos
gritando a viva voz lo que iba encontrando a su paso, subido en aquel
imponente animal de color negro, sin que nadie supiera quién era o qué
hacía exactamente. Al cabo de unas semanas de paseos que animaban las
mañanas, la gente comenzó a ofrecerle piezas de fruta y pescado. Según le
había contado Florence, todos los pueblos y aldeas de Haddingtonshire lo
conocían ya. No tenía nombre. Tan solo era el hombre a caballo.
Esa mañana, el hombre a caballo miró a Cassandra a los ojos y lo que
vociferó fue:
— ¡Una joven de ojos tristes, ojos tristes y oscuros, pasea entre los
puestos sin saber qué llevarse consigo! ¿Eres de por aquí, muchacha?
¡Caray, qué ojos tan oscuros!
Cassandra negó con la cabeza sonriendo, bajó la mirada, y continuó
caminando. El cielo estaba cubierto de nubes, entre las que se colaba de vez
en cuando algún frío rayo de sol, pero esa mañana se había despertado
deseosa de un buen paseo, así que se encaminaba hacia la arbolada de
Dirleton, hacia su bosque. El pueblo se preparaba para la festividad de San
Andrés, pero Cassandra no asistiría, por el luto que guardaba. Y por la
serenidad que necesitaba. No quería más festejos. Demasiados recuerdos.
Todavía sonriendo al amparo de esa serenidad, apenas había dejado el
mercado atrás cuando una mano aferró su brazo. Se detuvo para encontrarse
con los ojos claros de Daniel. La más profunda de las dichas sustituyó
pronto a la sorpresa inicial. Ambos sonrieron.
— Sabía que ese hombre a caballo se había topado contigo —dijo él.
— ¿Por los ojos tristes o por la oscuridad impropia de esta tierra?
— Por eso de no saber qué llevarte contigo. —Hizo una pausa, pausa en
la que Cassandra se deshizo. Después, Daniel preguntó—: ¿Quieres
compañía en tu paseo?
— ¿Cómo sabes que me dispongo a pasear?
Daniel suspiró.
— No hace demasiado frío, estás tomando el sendero hacia el bosque y
tu deseo de disfrutar de días soleados te impide ver que va a llover. Todo
parece dispuesto para un paseo.
Cassandra sonrió. Después asintió. Después comenzaron a andar.
Al principio lo hicieron en silencio. Ella no sabía bien qué decir.
Agradecía la compañía de Daniel, pero temía las consecuencias. Las
sospechas, y el peso sobre su propio corazón. Tampoco sabía qué leer en
sus intenciones. ¿Acaso se sentía mal por haberla rechazado en su último
encuentro? Comprendía que Daniel jamás buscaría una disputa entre ellos,
pero no le parecía que un acercamiento como aquel, que podía ser
considerado íntimo tomando en consideración su pasado, fuera una buena
idea si lo que buscaba era establecer las bases de una nueva y amistosa
relación. ¿Podían ser amigos, Cassandra y Daniel? ¿Podría ser Cassandra
amiga de Daniel si este así se lo pedía? ¿Sería capaz de enfrentar esos ojos
claros y anular todo ese deseo que brotaba en lo más profundo de su ser al
mirarlo?
— Siento si fui demasiado duro en nuestro último encuentro, Cassie.
Ah, así que ahí estaba. Era eso lo que le atormentaba.
— Jamás querría lastimarte —añadió.
— Lo sé. No seas tan severo contigo mismo, no dijiste nada que no fuese
verdad.
Lo observó a su lado. No había pensado demasiado en la altura que
había ganado con el paso de los años quien fuera su esmirriado muchacho,
pero había crecido por lo menos un palmo.
— ¿No te parece cuanto menos asombroso que en estos siete años tú
hayas alcanzado la altura de un roble y yo me haya quedado al ras de un
cardo?
Lo repentino de aquella pregunta provocó que Daniel regalase a
Cassandra una sonora carcajada. Después la miró, todavía divertido, sin
dejar de caminar. Qué bello estaba aquel día, con la luz del sol colándose
entre las nubes, entre los árboles que ya custodiaban el sendero, con el
cabello meciéndose sobre la frente al compás del viento. De poder escoger
una última imagen que ver en vida, aquella sin duda hubiera sido una buena
elección: Daniel, todo lo hermoso que era, sonriendo después de siete años
a la entrada del bosque que había sido suyo.
— Sabes cuál es la causa, ¿verdad? Es la lluvia. Me hace crecer. No
esperes grandes resultados mientras te sigues empeñando en huir de ella.
— No huyo, me escondo.
— Mucho mejor.
— ¿A quién le agrada mojarse, Daniel? Además de a ti, quiero decir.
— Soy escocés. Me gusta mi tierra y pasearla bajo la lluvia que la hace
posible. —Apuntó a Cassandra con el dedo índice. Ella sonrió porque lo
sentía flotar, ahí, entre ambos: un componente mágico que no desaparece—.
Eres tú quien tiene el problema.
— Así que sigues haciéndolo. —Daniel la miró—. Pasear cuando llueve.
— De hecho, en ocasiones estoy días enteros sin salir. El sol… ese
enemigo.
Arrugó el rostro fingiendo malestar, pero no pudo ocultar una sonrisa.
— Ese enemigo tuyo debe estar preguntándose cómo es que hoy te has
dignado a mostrarte en su presencia.
— Hoy me esperaba el más agradable de los paseos, de modo que he
cedido. —Sonrió, pero al instante eliminó cualquier gesto alegre y bajó la
cabeza—. No tendría que haber dicho eso.
— Déjame decirte que ha sido un buen comentario —susurró Cassandra.
Pero Daniel se detuvo. Cassandra reparó en el piar de los pájaros, en la
respiración de él, de nuevo en los rayos que se colaban entre nubes y
árboles. Qué preciosa imagen, se repitió. Se sentía flotando en una
ensoñación. ¿Lo era? Estar allí, con Daniel, poder mirarlo con tranquilidad.
Bromear a su lado. Hacerlo reír, como su madre había hecho reír a su padre.
— Tal vez no deberíamos hacer esto, Cassie.
— ¿Pasear?
Había dejado en el pueblo, al otro lado del sendero, todas las guerras que
libraba desde hacía años. Las brujas de las hogueras, los hombres de su
presente. La confusión, la culpa, el dolor pasado, la preocupación por su
destino más inmediato, la amenaza cercana de la horca. En esos momentos,
allí, estaba en paz. ¿No era eso lo que había buscado, lo que había ansiado?
¿No era por aquello por lo que había peleado?
Claro que Daniel había librado sus propias batallas, y por ello lo que dijo
fue:
— Sabes bien a lo que me refiero.
— Podemos volver, si lo deseas.
— Pero es que no…
Pero es que no lo deseo, completó Cassandra para sí, porque Daniel no
podía decirlo.
A cambio, se revolvió sobre sí mismo, incómodo, turbado. Se pasó una
mano por el cabello, sin dejar de mirarla, compungido y sin embargo allí,
frente a ella.
Fue en ese momento cuando Cassandra comprendió que viviría siempre
a merced de un hombre: aquel. Estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de
conservar a Daniel cerca. Aceptaría la relación que él quisiera establecer
entre ambos, la cercanía, la confianza que deseara la desearía ella también.
Acataría su decisión. Podría ser su amiga, sí. Todo lo que deseaba era
tenerlo así, frente a ella, llena no solo de deseo sino de la paz y del calor
que le aportaba su compañía, su simple presencia, el lugar seguro que
suponía su existencia.
— Pasé mucho tiempo sufriendo tu ausencia, Cassandra —continuó él,
llevando su discurso al lado opuesto de los pensamientos de ella—, tratando
de convencerme a mí mismo de que la vida que deseaba estaba fuera de mi
alcance y que, por tanto, tenía que dejarla ir. —Tendió una mano hacia ella
—. Tenía que dejarte ir. Y ahora estás aquí.
— Pensaba que no querías hablar de ello.
Su rostro reflejó una dolorosa resignación.
— De eso se trata. Establecí conmigo mismo una serie de promesas para
poder avanzar y alcanzar una cierta felicidad, pero te encuentro y no hay
promesas que valgan. —Hizo una pausa—. Creía haber comenzado a
superar todo lo que sucedió, he conocido a una buena mujer con la que me
he comprometido, pero te encuentro y cualquier tipo de promesa pierde
fuerza.
— Sólo estamos paseando, Daniel.
— Sí, pero estamos paseando tú y yo. Tú y yo.
— ¿No podemos ser amigos? —preguntó, tal como se había preguntado
a sí misma.
— Cassie… No hay nada que desee más que tu compañía. Siempre ha
sido así.
En ese nada cabían tantas cosas que cabía un futuro matrimonio con otra
mujer.
Durante unos instantes, sólo se miraron. Cassandra desarrolló en esa
mirada dos verdades que le acompañarían en los días sucesivos. Daniel era
un hombre de honor, un hombre de promesas, y se había comprometido con
otra persona, a la que incluso, tal vez, amase. Pero eran, Cassandra y
Daniel, el uno para el otro, el primer amor, y tal vez, de algún modo, el
último, como él mismo había dicho años atrás. Lo que existía entre ambos
había comenzado con la adoración propia de la infancia, de la juventud,
adoración nacida entre el descubrimiento y la emoción de los primeros
sentimientos, pero esos sentimientos eran reales y sólidos. Se habían amado
no por haber sido el primero en la vida del otro sino porque sus almas
encajaban de ese modo, y por esa razón siete años más tarde Cassandra era
capaz de bajar todas sus defensas en compañía de ese hombre y Daniel
todavía bromeaba a su lado sin poder establecer un límite entre ambos.
— Sigo siendo quien fui contigo —dijo él, como si quisiera sentenciar
aquello en lo que había reparado ella—, lo soy de un modo irremediable,
pero no debe ser así. Me sigues conociendo tan bien, Cassie… Siento que
yo también te conozco todavía. Es como si no hubiera pasado el tiempo…
Pero ha pasado mucho tiempo.
— Créeme, lo sé.
— ¿Está bien, por tanto, que hagamos esto?
— No puedo darte una respuesta, me temo. No estoy segura de que
pueda importarme, en estos momentos, lo que está bien y lo que está mal.
—Cassandra bajó la mirada—. Pero me alegra que hayas conocido a una
buena mujer, y comprendo que merezca la pena protegerlo.
Daniel tomó el rostro de Cassandra entre sus manos y lo alzó hasta que
sus ojos se encontraron. Había en esas miradas una intensidad inaudita.
Cuando la abrazó, no lo hizo con la delicadeza, con el tiento, del pasado
encuentro. La abrazó con fuerza. La cubrió con su cuerpo y Cassandra unió
sus manos sobre su espalda, cerró los ojos y lo estrechó con el mismo amor
que estaba recibiendo. Sabía todo lo que Daniel quería decirle con aquel
abrazo. Te quiero, estaba diciéndole, siempre te voy a querer, le decía, pero
ha terminado.
— He hecho una promesa, Cassie.
A una buena mujer, se repitió ella. Después añadió que era también una
mujer cuyo honor estaba dispuesto a proteger y defender hasta que no
quedase más remedio, quizá incluso después, y que él merecía lo mismo por
parte de ella. La misma clase de sacrificio.
— Ella también debería honrar esa promesa.
Daniel deshizo el abrazo.
— ¿Qué quieres decir?
— Quiero decir que esa buena mujer debería estar dispuesta a contar la
verdad por ti, aun a riesgo de dañar su reputación. —Cassandra comprendía
la disputa que abrían esas palabras, pero no las pronunció desde el campo
de batalla, sino desde la preocupación sincera—. Sé que eres inocente, de
veras que lo sé, pero si no puedes zanjar este asunto pronto, puede que
cuando quieras hacerlo sea demasiado tarde para ello.
— Creía que habíamos establecido que…
— Lewis Drummond sospecha de ti, Daniel. ¿Qué es lo que no estás
comprendiendo?
Apretó los labios.
— ¿Le has hablado de Margaret?
Cassandra rió con desesperación.
— Así que no estás comprendiendo nada. ¿Eso es lo único que te
preocupa?
— Sí, eso es lo único que me preocupa. ¿Le has hablado de ella?
Negó con la cabeza.
— No lo he hecho. Lo creas o no, te respeto.
— Sé que lo haces. Tanto como te permite tu necesidad de salvar al
resto, al menos.
— No tendría que salvarte si te mostraras tú mismo dispuesto a ello.
— Siempre has querido hacerlo, incluso cuando no lo he necesitado,
como es el caso.
— ¿No lo necesitas ahora? ¿La horca te parece una amenaza poco
contundente? —Daniel se cruzó de brazos—. Respeto tus decisiones, tu
modo de afrontar la vida, incluso ese estúpido honor. Pero si en mi próximo
encuentro con ese hombre se refiere a ti en términos preocupantes dejará de
importarme cuánto de leal le seas a tu prometida, porque yo no le debo
nada.
— Podrías considerar que me lo debes a mí, después de todo.
— Exacto, Daniel. Lo que te debo es una vida, así que no pienso ponerla
en peligro.
— ¿Es una cuestión de peligro, Cassandra, o lo que te mortifica es que
esté dispuesto a correr riesgos por otra mujer?
A Cassandra le ardía el pecho, esa hoguera dentro, la tensión que se
había instaurado entre ambos y que les había conducido a dar, cada uno, un
paso hacia atrás, allí, en el bosque que era suyo. Si andaban diez, veinte,
treinta pasos hacia adelante, alcanzarían el árbol en el que Daniel había
posado la mano sobre el costado de Cassandra, buscando su piel, anhelando
su contacto.
Tal vez las brujas, después de todo, sí habían sido brujas, tal vez sí
habían abrazado al demonio en su interior. Tal vez habían tenido que
soportar demasiado, cicatrices donde antaño había deseo, y en un momento
dado decidieron dejar de hacerlo.
Cassandra abandonó a Daniel y se internó en la arbolada.
— ¡Sé que esperas que te persiga, pero juro que no pienso hacerlo,
Cassandra!
— ¡Ni yo pienso quedarme a presenciar cómo acabas con tu propia vida!
Daniel la persiguió, porque cuando estaba a su lado no había juramentos
que valieran.
La agarró del brazo al alcanzarla. Fue un gesto un tanto brusco que
corrigió de inmediato al tomar su cara con delicadeza.
— No va a sucederme nada, Cassie.
— Me puede mortificar que ames a otra mujer, sí, de acuerdo —aceptó
—. Pero no se trata de eso, Daniel, ¡abre los malditos ojos! Han asesinado a
Edmund y no puedes limpiar tu nombre. ¿Qué ocurre contigo? ¿De veras
estás dispuesto a ser condenado porque tu prometida no quiere disgustar a
su remilgada familia?
— No se trata de eso.
— ¿Ah, no? ¡Y de qué se trata!
— ¡No estaba con ella, Cassie!
Daniel cerró los ojos. El aire se escapó por su nariz cuando apretó los
labios y se cubrió el rostro con las manos. Cassandra negó repetidas veces
con la cabeza antes de poder reaccionar, pero en el fondo lo sabía, lo había
sabido desde el principio. La mentira.
— ¿Dónde estabas?
Cogió sus manos, obligando a que se descubriera.
— No tengo por qué decírtelo.
— Daniel…
Se miraron. Entonces la abrazó de nuevo, llevado, supo ella, por un
impulso que le nacía de las entrañas. Enredó una mano en el cabello de
Cassandra, recogido en un moño bajo, y clavó los dedos en su nuca, los
labios cerca de su oído. Cassandra sentía su respiración acelerada, la forma
en la que los dedos de esa mano posada en su nuca se movían ansiosos
buscando su piel.
— Es tan sencillo —musitó, con un inconfundible dolor en la voz.
Cassandra tomó su rostro y lo alejó de ella para poder mirarlo a los ojos,
brillantes, azules como el mar en los días de calma.
— ¿Qué es sencillo?
Daniel se inclinó hacia ella. Dejó los labios sobre los suyos, pero no la
besó. Respiró cerca de ella, agitado, con lo que parecía ser una lucha interna
que Cassandra estaba lejos de comprender. No estaba protegiendo a su
prometida, no estaba, tampoco, contándole la verdad. ¿Estaba con otra
mujer?
No la besaba, pero no se alejaba. No la soltaba.
— ¿Qué es sencillo? —repitió.
— ¿No deseas hacerme otra pregunta?
Cassandra lo entendió. Lo entendió porque conocía a ese muchacho.
Reuniendo toda la fuerza que tenía dentro, volvió a separarse de él.
— No necesito hacerte ninguna pregunta. Sé muy bien que no fuiste tú.
—Él no dijo nada—. Tú no eres así, por eso te he querido siempre. Porque
tú no enciendes hogueras, Daniel, tú las apagas. —Le cogió de nuevo el
rostro—. Cuéntame qué está sucediendo. Estás intentando confundirme,
¿por qué?
— Sucede lo que ha sucedido siempre, Cassie. —Rozó su mejilla, y sus
ojos, tan azules y tan brillantes, sonrieron con tristeza—. Que solo existes
tú. No frunzas el ceño. —Sonrió un poco, acarició su frente, deshizo el
nudo entre sus cejas y después deslizó el dedo pulgar por el rostro de
Cassandra, que lo miraba confundida y maravillada—. Hablaré con
Drummond.
— Daniel, pero, qué… No entiendo una sola palabra.
— Mejor así.
— No, por supuesto que no.
— Cassie, déjalo estar. Así es como son las cosas ahora, así es como
deben ser. He hecho una promesa que no voy a romper. —Puso fin a todo
contacto entre ellos y dio un paso atrás—. Nadie me llevará a la horca. No
lo hagas tú, por favor. Deja que me vaya. Por favor —añadió, antes de que
fuera ella quien añadiese nada.
Se abrazó a sí misma, retiró su mirada y asintió.
— Tú también deberías irte, Cassie —dijo Daniel, antes de regresar por
el sendero recorrido—. Va a empezar a llover.
Capítulo 18

Pocas veces antes un hombre había sorprendido a Cassandra como sucedió


aquel día.
Era el primer día de diciembre. Había transcurrido un mes desde que
Edmund Sayer había sido hallado muerto. La vida de Cassandra seguía
girando en torno al crimen y los hombres que, de un modo u otro, se habían
visto implicados en su resolución. Hacia media mañana, y a través de la
lluvia que golpeaba los ventanales de su dormitorio, cloc, cloc, cloc, vio a
Lewis Drummond avanzando hacia la entrada del palacete. Emitió un largo
suspiro, porque había amanecido con un dolor de cabeza punzante y no
estaba segura de poder soportar el peso de una conversación con aquel
hombre de mirada inquisitiva. Pese a todo, descendió hasta el piso inferior y
lo recibió a los pies de la escalinata.
Lewis Drummond tomó el elegante sombrero que aquel día llevaba,
empapado tras lo que habría sido un paseo bajo el chaparrón, y avanzó
hacia Cassandra.
— Señora —saludó, con un movimiento de cabeza.
— Señor Drummond, ¿en qué puedo ayudarle?
— Tiene usted mal aspecto.
Sonrió con cortesía.
— No es más que un ligero dolor de cabeza. ¿Conversamos en la
biblioteca?
Lewis Drummond fue el primer hombre que ese día sorprendió a
Cassandra.
— En realidad, me gustaría hablar con algunas personas del servicio.
Cassandra sintió que el corazón le golpeaba, desde dentro, golpeaba su
pecho, pum, pum, pum, como queriendo salir. Lewis Drummond sonrió y
añadió:
— Si no es mucho inconveniente.
— Por supuesto que no.
Acompañó a Lewis Drummond hasta el gran comedor, donde Herbert y
Florence estaban enredados en una discusión sobre la disposición de los
adornos florales. Florence ni siquiera calló cuando la señora de la casa
ingresó en la sala.
— Considero que estarían mucho mejor cerca de la ventana, pero qué
sabré yo.
Herbert sí se cuadró, un poco, al verlos aparecer. Su rostro no reflejó
sorpresa alguna cuando Drummond le pidió conversar en privado, muy al
contrario de lo que sucedió con Florence, que se acercó a Cassandra, la
tomó del brazo y le preguntó con inquietud por lo que estaba sucediendo. El
corazón de Cassandra latía con fuerza, pum, pum, lo sentía en el pecho,
golpes secos.
Negó con la cabeza.
— Me temo que lo desconozco.
Cassandra esperó impaciente en la biblioteca, temiendo el peor de los
escenarios. Walter había expresado sus sospechas tras conocer esa maldita
conversación que Cassandra y su hermano habían mantenido en el jardín,
sin cuidarse de ojos indiscretos. Había sucedido días antes del crimen, el
servicio había sido testigo. Pero Liam se había marchado a Edimburgo y
había regresado la madrugada en la que ya se había perpetuado el asesinato.
No tenían motivos para considerarlo culpable. Ese día no estaba en el
pueblo. Regresó de madrugada. Cassandra lo repetía sin descanso. No
estaba en el pueblo, no estaba aquí. Liam viajaba casi siempre acompañado.
Su acompañante habría testificado a su favor. Estaba viajando. Ese día,
estaba viajando. No estaba aquí. Pum, pum, pum.
Confiaba en Herbert. No solo porque fuera un hombre discreto y sensato,
cualidades sin duda unidas al destino como sirviente que Edmund Sayer le
había obligado a tener. Cassandra de veras consideraba que tenía buen
corazón. El modo en que había tratado de sanar algunas de sus heridas…
No eran las formas de un hombre de mal corazón, no, al contrario. No
esperaba que ocultase esa dramática conversación de la que habían sido
testigos, pero sí esperaba que sus referencias de Liam fueran las adecuadas.
Era un buen hombre. Bruto, de mal carácter, por supuesto, todos allí lo eran,
pero jamás haría algo así, Herbert, todos, debían saberlo. Liam ni siquiera
estaba en el pueblo. No estaba en el pueblo. Pum, pum, pum, el corazón casi
se salió de su pecho cuando, minutos después, Lewis Drummond ingresó en
la biblioteca.
Cassandra se puso en pie. Avanzó dos pasos y advirtió que Herbert
esperaba en el umbral de la puerta. La expresión de su rostro era
indescifrable. Sereno, correcto, tal como siempre se mostraba. Pero asintió
en su dirección. Inclinó un poco la cabeza, indicó que le llamasen de
necesitar algo, y se perdió por el pasillo. Cassandra lo observó marcharse
con el corazón en la boca. Se obligó a recuperar la compostura y señaló el
maldito sillón.
— Siéntese, por favor.
— No se preocupe, lo que quiero compartir con usted no le robará
mucho tiempo. Me temo, además, que tengo algo de prisa: ahora tengo dos
crímenes que investigar. —Cassandra abrió mucho los ojos—. Oh, no se
preocupe, se trata de un robo en una de las granjas cercanas. Creo que han
aprovechado mi paso por aquí. Pero vayamos a lo nuestro.
Lewis Drummond se apoyó en la repisa junto a la chimenea. Se pasó la
mano por la barbilla, pensativo. Después la observó con un interés que no
había captado antes en su rostro. Cassandra pensó en Herbert. Qué había
confesado, que podía confesar.
No fue Herbert, ni tampoco Lewis Drummond, quien ese día sorprendió
a Cassandra: fue Daniel.
— Déjeme decirle, Cassandra, que desde un principio manejé la
hipótesis más simple, porque suele ser la más acertada. Un amante que no
soporta ver a la mujer amada compartiendo vida con un esposo que,
además, no se está comportando como corresponde en un matrimonio.
«Daniel». Se cruzó de brazos, más por asirse el estómago, los costados,
la cicatriz, que porque quisiera adoptar esa posición de defensa.
— La imposibilidad del señorito Daniel Loughty de concretar dónde se
encontraba durante un periodo de la tarde, el día que su esposo fue
asesinado, señalaba en su dirección, a pesar de que usted me resultara
ciertamente sincera al asegurar que no habían mantenido relación en los
últimos años, y que, yendo aún más lejos, el señorito Daniel no tenía
razones para cometer un crimen que, tal vez años atrás, sí hubiera sido,
desde su perspectiva, más razonable. O más deseable, digámoslo así. Pero
su implicación terminó de descuadrarme al conocer que, días antes del
crimen, se había comprometido con otra mujer.
Cassandra cambió el peso de su cuerpo. Le pesaban las extremidades, el
vestido, le pesaban las horquillas con las que había atrapado los mechones
de su cabello. Estaba asistiendo a la exposición del recorrido que había
seguido Lewis Drummond hasta llegar a un veredicto. Terminaría con una
palabra. Culpable o inocente.
— Ayer tarde, tuve oportunidad de conversar con él. Acudió a buscarme
al lugar donde me hospedo porque quería tratar un par de cuestiones que
habían quedado en el aire.
Cassandra reprimió un gemido. Se le quedó atorado en la garganta, se
esforzó por dejarlo ahí. Clavó sus uñas en ambos costados y entreabrió la
boca para expulsar el aire retenido. Lewis Drummond miraba hacia el
exterior, todavía apoyado en la repisa, casi se diría que con aspecto relajado.
— Esa tarde vino a visitarla a usted, Cassandra.
— ¿Disculpe?
Lewis Drummond se alejó de la chimenea.
— Supongo que su sorpresa termina de añadir credibilidad a todas las
versiones escuchadas. —Drummond bajó la cabeza—. Lo cierto es que el
señorito Daniel no me dio la impresión, en nuestro primer encuentro, de ser
una persona capaz de cometer este tipo de crímenes. Me parecía, más bien,
un hombre que podía dejarse consumir por su desdicha, no alguien
dispuesto a ponerla fin.
— Señor Drummond… ¿Daniel vino a visitarme?
— Así es.
Cassandra lo pensó.
— Pero yo no me encontraba aquí, me encontraba…
— En una de sus reuniones, así es. No pudo verla a usted, pero tanto el
señor Herbert como la señora Beryl… Vaya cocinera tan resuelta tiene
usted, por cierto. —Se rascó la barbilla—. Ambos han podido dar crédito de
su presencia aquí. También la señorita Florence, con quien caminó hasta el
pueblo una vez que comprendió que no la hallaría en casa.
— ¿Florence? ¿Florence estuvo con Daniel esa tarde?
— Así es.
— Pero ninguno de ellos…
— Según tengo entendido, el señorito Daniel pidió que ese intento de
encontrarse con usted permaneciese como una confidencia entre el servicio
y él mismo. Esa es la razón por la que, según parece, no compartió ese
detalle en nuestro primer encuentro.
— Pero… ¿Por qué?
Cassandra escuchó su propio lamento. Lewis Drummond frunció los
labios.
— Me temo que no tengo una respuesta para esa pregunta. —Avanzó un
paso hacia ella—. He podido confirmar con todas las personas involucradas
que la versión del señorito Daniel es cierta, y eso es todo cuanto me
compete. —Colocó una mano sobre el brazo de Cassandra. Esta distinguió
una velada aflicción en sus ojos—. Informaré al señor Sayer de esto,
Cassandra. Puede dejar de preocuparse por su amigo, me consta que le tiene
aprecio. Y me consta también que es mutuo.
Cassandra rompió a reír. Al parecer, todos allí tenían algo que ocultar.
Daniel, repitió su nombre para sí, siete años de silencio y de repente…
«¿Por qué viniste a verme esa tarde? ¿Por qué te arrepentiste después?».
Lewis Drummond se despidió con no más de cuatro palabras de cortesía,
comprendiendo que la había sumido en un estado de incomprensión
absoluto y que necesitaba reflexionar lo descubierto.
Daniel llevaba semanas ocultando ese intento de encontrarse con ella.
Había mentido para encubrir esa escapada al palacete, le había hecho creer
que estaba junto a su prometida, incluso había alargado ese estado de
sospecha constante sobre su persona para no revelar que, en realidad, lo que
había estado haciendo era… buscándola. Es tan sencillo, había dicho en
aquel último encuentro. Cassandra rescató su voz. Sigo siendo quien fui
contigo, le había dicho, en la entrada al bosque que había sido suyo.
Daniel, el muchacho que acudía a buscarla cada día, que la perseguía por
las calles del pueblo, hasta la playa, hasta el bosque, que la hubiera seguido
a cualquier parte, que, de hecho, la seguía a todas partes. La respuesta a su
mayor misterio de esas semanas había estado ahí. Es tan sencillo, había
dicho, salvo que no era en absoluto sencillo.
¿Qué quería Daniel esa tarde y por qué, días después, el único secreto
que protegía era que había deseado encontrarse con ella después de siete
años de silencio?
Capítulo 19

Todavía ese día, Cassandra recibió la visita de otro hombre.


Lo recibió en el dormitorio. Había subido a acostarse poco después
de la marcha de Lewis Drummond. Si la jaqueca estaba siendo
terrorífica hasta ese momento, descubrir ese secreto de Daniel, sencillo
y terrible, había terminado por sumirla en un estado de incapacidad
absoluta. Pero su hermano era su hermano, así que lo recibió.
Cualquiera habría pronosticado que Cassandra no tendría
demasiadas ganas de hablar. Sin embargo, cuando Liam tomó asiento
junto a ella, cuando tomó sus manos y le pidió que le pusiera al
corriente de todo cuanto había sucedido en su ausencia, vomitó un
acontecimiento tras otro.
Le habló de su padre, de ese sentimiento de culpa confesado y de
que lo había visto derramando lágrimas por primera vez desde la
muerte de su madre. Liam confirmó que Stuart no lo había pasado
bien, pero confesó de igual modo que no pensaba que cargase con todo
aquello dentro, al menos no de esa manera.
— Me gustaría hablar con él —dijo Cassandra—. Quiero decir: me
gustaría que nos sincerásemos de veras, el uno con el otro. Apenas sí
intercambiamos dos frases al respecto, las justas para conocer el estado
en el que nos hallamos. No esperaba su dolor, y estaba demasiado
empeñada en limpiar su nombre, así que siento que no respondí
adecuadamente. —Tomó aire al tiempo que posaba una mano sobre su
frente—. Me gustaría hablar con él, es solo que no sé bien qué podría
decirle sin dañarlo.
— ¿Lo has perdonado?
— Creo que llevaba razón en algo que dijo: jamás podré perdonarlo
del todo. Perdonarlo sería rendirme, resignarme, aceptar, de algún
modo, que esta es la vida que merezco —reflexionó—. Sin embargo,
me siento también en paz con ello. Y lo quiero, Liam. Es un buen
hombre, incluso ha sido todo lo buen padre que puede esperarse dadas
las circunstancias. No podía saber la vida que me esperaría tras la
decisión que tomó, y no hizo más que tomar la decisión que todos los
padres de esta isla hubieran tomado.
— Quizá puedas decirle todo esto —respondió su hermano,
mirándola con sus dos grandes ojos marrones. ¿No podría haber tenido
Cassandra esos ojos amables tan vivos?—. Creo que padre, en el
fondo, es consciente de todo cuanto dices.
— Así lo creo, sí. —Los pensamientos de Cassandra volaron hacia
el tercer hombre de su vida—. Daniel vino a verme esa tarde, la tarde
que Edmund murió. Lo he sabido esta mañana. Ya puedes levantar
todas tus sospechas sobre tu viejo amigo.
Liam encajó el golpe con dignidad.
— Como bien quise expresar en un principio, mi concepción de
Daniel no cambiaría de ser el responsable de lo sucedido. Lo único que
despertaba su implicación en mí era preocupación por ti, eso es todo.
— Bien, pues no existe tal implicación. Daniel estaba aquí. Al
tiempo que yo despedía a Edmund junto a Sarah, mientras veía a mi
esposo por última vez, Daniel estaba aquí, buscándome. Después
regresó al pueblo, acompañado de Florence. Lo vio tomar el camino a
su casa, que no puede ser más contrario al de las cuadras donde
encontraron el cuerpo.
Cassandra había conversado con Florence tras la marcha de
Drummond. Su amiga se había disculpado con ella de tantas formas
como había encontrado, pero Cassandra no dejaba de sentir traicionada
su confianza. Florence, Herbert, todos ellos, habían prometido a Daniel
su silencio, al amparo de la creencia de que se trataba de lo mejor para
ambos, pero aun así…
— ¿Nuestro buen señor Drummond conoce estos hechos?
— Nuestro buen señor Drummond ha tenido constancia antes que
yo misma, de hecho. Ha sido él quien me ha comunicado la feliz
noticia: Daniel está libre de toda sospecha.
— Pareces contrariada, sin embargo.
— ¿Cómo no estarlo? Lleva días mintiéndome.
— Cassie… Lo cierto es que no tenía por qué…
— ¿Contarme la verdad? No, supongo que no, sobre todo teniendo
en cuenta que esa verdad tiene consecuencias. —Cassandra suspiró—.
¿Qué podía querer, Liam?
— Puede que comunicarte su compromiso. Como hizo con padre, o
conmigo.
— No, debe tratarse de algo más. De ser eso, habría esperado mi
regreso, o lo habría intentado de nuevo. Desde luego no lo hubiera
ocultado. ¿Qué sentido tiene que lo haya ocultado de este modo, Liam?
Estaba decidido a que no lo descubriese.
Liam reflexionó la respuesta.
— ¿Arrepentimiento?
— Por su compromiso —añadió Cassandra, en un susurro—. ¿Se
arrepiente? Pero, en ese caso, ¿por qué acudir a mí? No había nada que
pudiera hacer por él.
— Cassie… En ocasiones no necesitamos una solución, ¿no crees?
Vives tan empeñada en la acción que no comprendes que no
necesitamos… En ocasiones, lo único que un hombre desea es sentirse
acompañado, amado. Puede que Daniel no esperase que solucionases
el embrollo en el que se ha metido comprometiéndose con una mujer a
la que seguramente no ame como puede amarte a ti, puede que sólo
desease sentir que seguías estando ahí. O saber que no se estaba
equivocando.
Cassandra bajó la cabeza, decidiendo que ese gesto se llevase sus
deseos de compartir lo sucedido dos días antes, en el bosque. Esa
intimidad les pertenecía a ellos dos en exclusiva, así que se lo quedaría
para sí.
Reflexionó, en cambio, sobre lo manifiestos que eran sus
sentimientos, los suyos y los de Daniel. Su padre, su hermano, incluso
Andrina, durante aquel fugaz encuentro al calor del hogar. Para todos
ellos era incuestionable que existía entre Daniel y Cassandra un amor
insuperable en el más puro de los sentidos.
— ¿Qué debería hacer? —preguntó a su hermano mayor—. No
estaba segura de amarlo, ni siquiera de haberlo hecho en algún
momento, no de este modo, no desde una posición adulta. Me he dicho
muchas veces que lo nuestro no fue más que una cosa de niños, y que
me aferraba a su recuerdo para escapar del presente que estaba
viviendo, pero creo que sólo estaba diciéndome lo que me convenía.
Pasar tiempo con él, tenerlo cerca… Lo amaba cuando era una niña
tanto como puede hacer una niña, y ahora siento que todavía conozco
su corazón y que todavía lo amo.
Liam apoyó la mano en su mejilla y asintió.
— Lo sé.
— ¿Lo sabes? ¿Lo has sabido siempre? Porque para mí no era así
de evidente.
— Supongo que hay ocasiones en las que puede resultar más
sencillo inventarse una historia que nos consuele que afrontar la
realidad. Decirte a ti misma que no era amor puede ser menos doloroso
que reconocerte perdiendo ese amor, sobre todo teniendo en cuenta que
no sabes estarte quieta. —Cassandra lo miró—. ¿Crees que hubieras
aceptado dejarlo ir sin un discurso convincente de por medio?
— ¿De dónde has sacado esa inteligencia? No termina de
agradarme. —Liam rió, ella bajó la cabeza—. Si me convencía de que
se trataba de un asunto de niños podía dejarlo atrás, en la infancia, y no
sentir la necesidad de buscarlo en el presente, donde no está a mi
alcance. —Suspiró—. Descubierto el engaño perpetrado por mí
misma, y en tales circunstancias, ¿debería pedirle que…? Suplicarle
puede ser el término más preciso —corrigió, con una sonrisa que
anunciaba una cierta esperanza—. ¿Debería suplicarle que anule su
compromiso? Ahora que tenemos una oportunidad. —Miró a su
hermano—. ¿Qué debería hacer?
— ¿Me estás invitando a aconsejarte? Deja que me tome unos
minutos para asimilarlo, por favor. —Liam viró por completo su
cuerpo hasta quedar frente a ella—. Creo, hermana, que debes ser
honesta con respecto a tus sentimientos. El modo en que los reciba
Daniel, lo que desee hacer o no con estos… Bueno, eso le corresponde
a él.
Cassandra se mordió el labio inferior, asintiendo. ¿Podía una mujer
presentarse en casa de un hombre y confesar sus sentimientos, como
sin duda sucedería al revés si fuera el caso? ¿Tenía la mujer el derecho
a tomar esa iniciativa con expectativas de futuro o era un derecho
reservado a los hombres?
No solo sentía la injusticia alrededor: en los peores momentos, en
los momentos de duda, llegaba a sentirse un individuo errático que
violaba leyes naturales.
No, se dijo después, no, eran los demás quienes estaban
equivocados.
— ¿Por qué tantas mujeres? —dijo, y miró a su hermano—. Tú
tampoco te lo cuestionas, ¿verdad, Liam? Eres un hombre bueno, pero
no te cuestionas la posición en la que nos hallamos. La consideras
natural, lo que debe ser.
— ¿A qué viene eso, Cassandra?
— No es más que una pregunta.
— Quizá no deberías hacer tantas preguntas inadecuadas.
— Inadecuadas —repitió ella.
— Sí, inadecuadas. Por Dios, Cassie, ¡soy tu hermano! ¿Qué crees
que deseo para ti?
— No se trata solo de tu hermana, Liam.
— ¿Se trata de las brujas, entonces? Tienes que dejarlo, Cassandra,
fue un error, no…
— Un error. —Cassandra rió—. No fue un error, no lo reduzcas tú
también a eso.
— ¿Por qué la tomas, de pronto, conmigo? Sabes que no pienso de
ese modo.
— En realidad, no sé lo que piensas. Ni siquiera estoy siempre
convencida de lo que yo misma pienso. ¿Estoy equivocada
considerando que no merecemos este lugar insignificante al que con
tanto afán se empeñan en relegarnos? De veras, respóndeme, lo
pregunto con sinceridad. ¿Estoy equivocada? Porque, de ser así, tal vez
algo esté mal conmigo. Tal vez estoy rota, tal vez, como mujer, esté
funcionando mal, rechazando a mi esposo, exponiendo sus golpes,
destrozando mi cuerpo con tal de no llevar dentro un hijo suyo,
carteándome con otras mujeres para tratar de entender…
— Cassandra, escúchame, detente. —Liam la tomó de los hombros.
Dos ojos castaños, grandes, amables, le transmitieron un calor
necesario—. No hay nada malo en ti.
— Y por qué estoy tan sola.
Liam suspiró.
— No creo que, después de todo, estés tan sola como a veces
puedes sentirte. ¿Cómo explicas sino ese centenar de cartas que habéis
recibido? Esa correspondencia me trae de cabeza, por los conflictos
que sin duda va a generar, y sin embargo…
— ¿Y sin embargo…? —lo empujó Cassandra.
— Puede que llevéis razón. De lo contrario, no habría
correspondencia alguna.
Cassandra sonrió un poco.
— ¿Estoy educándote, Liam?
— Siempre estás educándome, no me digas que no es tu mayor
deseo. Educarnos, hacer que entendamos, obligarnos a entender. —
Inclinó la cabeza hacia ella y ella escondió una sonrisa—. No lo
entiendo del todo, Cassie. No puedo… No estoy ahí. Todo lo que sé es
que quiero lo mejor para Shannon, lo mejor para mi esposa, y lo mejor
para mi hermana.
No es suficiente, quiso decir, pero no lo dijo, porque Liam nunca lo
entendería del todo, porque no podía, porque no estaba ahí, donde
ellas, donde tantas mujeres.
Pero se conformó con tener ese apoyo, ese calor. Cogió la mano que
descansaba cerca de ella y besó su palma.
— No puedo olvidar los ojos tristes de esa mujer.
— ¿Qué mujer?
— La mujer que vimos frente al mar, cuando éramos unos críos. No
puedo olvidarla.
Cassandra vio el recuerdo, a medida que fue recuperándolo, en los
ojos de Liam.
— Decían que era…
— Una bruja —completó ella.
— Los dedos de sus pies… Recuerdo reparar en ellos y asustarme.
No os lo dije, porque era el mayor y tenía que ser el más valiente, pero
sentí miedo.
— Nunca fuiste el más valiente. Ni siquiera lo eras más que Daniel,
lo que ya es decir.
Ambos sonrieron.
— ¿Crees que lo era? —Liam la miró fijamente—. Una bruja.
— ¿Crees que las brujas existieron? ¿Crees que existen? Porque yo
creo que fueron, más bien, mujeres con un destino desgraciado que un
día decidieron que no iban a acatarlo. O mujeres que se negaron a
seguir desde un principio ese destino impuesto, ese lugar que nos
corresponde ocupar. No está bien que una mujer rechiste, una mujer
debe obedecer. —Reflexionó—. No, no eran brujas. No fueron más
que mujeres que dijeron “no”, en algún sentido. Mujeres que no se
resignaron, que hicieron preguntas, que las buscaron o que las
ofrecieron.
Leyó las palabras en los ojos de Liam: como tú. Lo supo porque
arrugó la expresión, en una curiosa mezcla de tristeza y amor.
Cassandra sonrió y se llevó esa mano que había besado a su mejilla.
Volvió a besarla y después arropó su rostro con ella, cubriendo la mano
de su hermano con la suya propia,
— Ahora veo que no me condenas —dijo—, sólo temes lo que
pueda sucederme.
— Eres mi hermana pequeña. Puede que seas más valiente, más
fuerte, más inteligente… —Miró en otra dirección, Cassandra sonrió
—. Puede que seas todo eso, está bien, pero soy yo quien debe cuidar
de ti. Siempre voy a temer lo que pueda sucederte. —Se miraron—. Te
dejo descansar. No quería mencionarlo, pero tienes un aspecto
horrible, querida.
— Cada vez te expresas con más finura. ¿No te estarás volviendo
del sur?
Liam se incorporó. Se colocó sus ropas y la miró con fingido
desdén.
— Sólo intento encajar en esta isla que es cada vez más
contradictoria. Pero si te preocupan mis modales finos, siempre puedo
romper el mobiliario de camino a la puerta.
Cassandra rió a carcajadas.
— Descansa, hermana.
Ella asintió, pero llevaba sin descansar tanto tiempo que había
olvidado cómo hacerlo.
Capítulo 20

El sobre apareció en algún punto de la noche. Cassandra lo había visto al


despertar de madrugada. Alzó la cabeza y lo intuyó en la oscuridad. Sobre
el tocador. Dos sobres, en realidad. Los abrió con las primeras luces del
alba. Uno contenía el mensaje que les gustaba dejarse las unas a las otras:
“mañana”. Sólo eso. Con ello sabían que alguna de ellas había recibido una
nueva carta y por tanto tenían que acudir a casa de Sarah, al día siguiente,
poco después del almuerzo. El otro sobre provenía de Glasgow. Era de una
mujer, Jennie, con la que llevaba carteándose un tiempo. Tenían edades
semejantes, pensamientos similares. Jennie estaba casada, por decisión de
su familia, con un hombre al que no amaba. No era un mal hombre, decía.
Invitaba a Cassandra a visitarla. “En Glasgow conocerías a otras mujeres
que compartirían encantadas su historia”, rezaba su carta.
Cassandra la guardó bajo el colchón, donde también escondía un
ejemplar de Newes for Scotland de 1591 que Lìosa había conseguido hacía
tiempo. Lìosa conseguía tantas cosas… a veces se preguntaba cómo lo
hacía. Newes for Scotland era un pequeño libelo que recogía el relato de los
juicios a las brujas de North Berwick, los mismos que hacían sospechar a
Cassandra que su destino estaba atado a su propio nacimiento, al inexorable
hecho de haber nacido en ese rincón de la isla. Tenía la sangre del Norte de
su madre y también la sangre de todas esas mujeres que quemaron allí
doscientos años antes.
Cassandra llegó la primera. Sarah la recibió con un abrazo.
— Robert se ha marchado poco antes del almuerzo. Pasará entre diez y
once días fuera. Tenemos tiempo para nosotras. —Sonrió—. He de
confesar, Cassie, que no me desagrada tenerlo por aquí. Aunque sea un
incordio, ya sabes, pero tengo la sospecha de que anda echándome de
menos en esos viajes y los reencuentros son… interesantes.
Sarah acompañó la insinuación con una sonrisa y Cassandra sonrió a su
vez. Robert tampoco era un mal hombre. Unos años mayor que ellas, era un
bruto, por supuesto, un bruto que vociferaba en cada conversación que
mantenía, que juraba duelos cuerpo a cuerpo cada vez que sentía una ofensa
cerca, lo que sucedía a menudo, que bebía cerveza a destajo y que no
pronunciaba una palabra adecuada sin acompañarla de otra malsonante,
pero en la intimidad, con Sarah, o así lo aseguraba ella, eran todo ternura y
atenciones.
— Me alegra que seas la primera en llegar —continuó su amiga,
tomando asiento en el círculo de sillas ya dispuestas para la lectura—.
Tengo que contarte algo. A finales de la pasada semana vino a visitarme
Lewis Drummond. —Cassandra arrugó el gesto—. Oh, no, no te preocupes.
Fue una visita cordial. Lo cierto es que fue… agradable, de algún modo.
Fuiste nuestro principal tema de conversación, así como tu relación con
Edmund, pero también quiso saber de mi vida en el pueblo. —Sarah ladeó
la cabeza—. No me pareció un mal hombre.
Cassandra asintió. Comprendía a qué se refería.
— ¿Hablasteis de nuestras reuniones?
— Sí. No dije nada que no fuera cierto, pero en ningún caso toda la
verdad. —Sonrió—. Parecía, sobre todo, interesado en… ¿Cómo lo llamó?
Ah, sí: nuestro círculo de apoyo. Sí, eso dijo. ¿Será posible que ese hombre
esté de tu parte?
Cassandra lo pensó.
— Lo creo posible, sí.
— ¿Ha averiguado… algo? Sobre lo que sucedió.
— No.
Se miraron en silencio.
Hariet llegó instantes más tarde, la siguió Lìosa apenas unos minutos
después. Ambas habían recibido cartas desde lugares dispares del Norte.
Aunque sentían que los casos en el sur habían sido más acusados, en los
últimos tiempos se habían esforzado por lograr testimonios que proviniesen
de esas tierras indomables. Y los relatos compartidos no eran diferentes a
los que estaban acostumbradas a leer. De hecho, una de aquellas cartas
refería la historia de Margaret Bane, historia que ya habían conocido con
anterioridad. Una mujer que ejercía de comadrona en las proximidades de
Obairreadhain, acusada de brujería por primera vez en torno a 1570 y
acusada de nuevo dos décadas más tarde, momento en el que finalmente fue
condenada. Cassandra recordó haber hablado de ella con Florence días
atrás: fue la mujer que no devolvió el saludo a aquel hombre que falleció
ese mismo día.
— Al menos seis mujeres acusadas señalaron a Margaret como cómplice
de sus actividades —leyó Lìosa, y después levantó la cabeza—. ¿Por qué se
acusarían las unas a las otras? ¿Por qué condenar a otras mujeres a ese
destino?
— ¿Podemos considerar la posibilidad de que estos señalamientos entre
mujeres no fueran lo que hicieron creer que eran? —apuntó Sarah—.
Quiero decir, ¿qué era lo que se entendía por señalar a otras mujeres? ¿Un
asentimiento de cabeza en un momento oportuno mientras herían su cuerpo
con una barra de hierro ardiendo? ¿Es posible que fueran manipuladas de
tal modo que terminaran realizando una confesión que no era tal, solo un
conjunto de palabras buscadas por los acusadores? En cualquier caso,
¿pueden considerarse válidas las confesiones realizadas con una amenaza
de muerte pesando sobre tus hijas? Eso era lo que hacían, ¿no es así?
Confiesa lo que sabemos que haces o tu familia pagará por ello —clamó,
con rabia—. No había escapatoria posible. Flota en el agua, y sabremos que
eres una bruja, y te quemaremos por ello…
— Húndete, y se acabó el problema —concluyó Líosa.
— Cuando se trata de reunir confesiones, no creo que siguieran una
dinámica diferente. Las condujeron por el camino que deseaban que
transitaran, camino que habían decidido que transitaban de antemano.
Habían sido sentenciadas previamente, y ellas lo sabían, pero su confesión
podía salvar otras almas.
Lo pensaron.
— Lo cierto es que creo que estaría dispuesta a cualquier cosa con tal de
proteger a mis hijos —señaló Hariet—. Sarah tiene razón: podía tratarse de
eso. El deseo de proteger a sus familias, sin importar el coste.
Lìosa se inclinó hacia Hariet, divertida.
— Así que me enviarías a la hoguera por tu familia, mi muy querida
amiga.
— ¿Quién ha dicho nada de Alan? Sólo he hablado de mis hijos.
Las cuatro rieron.
— ¿Cómo se porta últimamente? —preguntó Cassandra.
— ¿Alan? Oh, ya sabéis. Tiene días en los que es encantador y se
desvive en atenciones con los niños, incluso conmigo. En otras ocasiones,
está tan exhausto que no me dirige la palabra. —Se encogió de hombros—.
Me las apaño.
Eso es todo, pensó Cassandra. Apañárselas. Tener un círculo de apoyo en
el que poder hablar con libertad, sin temer represalias, amar a tus hijos y
apañárselas. ¿Eso era todo? Después pensó en Daniel, en cómo sería todo
con él.
Aquella última bruja que había centrado sus atenciones se llamaba como
su prometida. Pensó en ella. ¿Cómo sería Margaret? ¿Cómo sería Daniel
con ella, cómo sería ella con él? Siendo inglesa, sin duda más delicada, más
refinada, menos abiertamente hostil. Tal vez no necesitase de círculos de
apoyo.
No, se dijo después, todas las mujeres necesitaban círculos de apoyo.
La odiaba. No quería hacerlo, Cassandra no encontraba un camino para
justificar aquella animadversión que sentía cuando pensaba en un nombre
para el que ni siquiera tenía un rostro, pero lo cierto era que sentía un
profundo desprecio, una envidia profunda, por esa mujer. Por eso procuraba
no pensar en ella. Sentía odio, y después se sentía mal por sentir ese odio.
— ¿Qué pensáis de lo que ha dicho Sarah? —prosiguió Lìosa—. Todas
estas mujeres, acusándose entre sí. ¿No era más que otra trampa?
— Bueno, si tomamos en consideración que su máxima parecía ser que
cuantas más mujeres tanto mejor para el pueblo… ¿No parece evidente que
tenían un especial interés en reunir nombres? —apuntó Sarah—. De hecho,
encuentro injusto que demos credibilidad a esta cadena de acusaciones entre
ellas, al menos en lo que respecta al momento del juicio. Desde luego que
muchas mujeres acusaron a otras de comportamientos perniciosos, de
brujería, desde luego que muchas sentían el mismo miedo que los hombres,
y deseaban acabar con sus vecinas, con sus allegadas, pero entre brujas…
No. Entre brujas, no —concluyó—. Mi punto de vista es que no se trataba
de otra cosa que parte de ese entramado creado por los mismos hombres
que las llevaron a las hogueras. Sólo era un mecanismo más.
— Estoy de acuerdo —constató Hariet—. Esos señalamientos a los que
hacen referencia… No, no creo en ellos. Creo que debemos conservar la
máxima de que eran mujeres inocentes, en todos los sentidos. También
cuando se trataba de confesar según qué cosas. Debían tener sus razones
para hacerlo.
— Aun en el caso de que alguna de esas mujeres encontrasen algo de
beneficioso en el acto de acusar a otra de brujería… —comenzó Cassandra,
tratando de ordenar sus pensamientos—. Sí, creo que podríamos tratarlo
como un caso aislado. Creo que todo lo que se dijo bajo las amenazas de
quienes acusaban no merece credibilidad alguna por nuestra parte.
— Fue otro enredo, otra maquinación—sentenció Lìosa—. Nos querían
en la hoguera. Cuantas más, mejor.
¿Por qué? Se preguntó Cassandra. Ya se encontraban lo bastante atadas a
sus familias primero, a sus esposos después. Incluso cuando hallaban algún
camino hacia la libertad, no podían transitarlo nunca del todo. ¿Por qué,
además, robarles la vida? ¿Por qué robarles de ese modo la dignidad, por
qué despojarlas de su humanidad afirmando que en ellas habitaba el
demonio? ¿Qué podían haber pensado, durante aquellos aciagos años? ¿Qué
podían haber temido con tanto ahínco como para aplaudir mientras una
mujer indefensa gritaba, consumida por las llamas?
Cassandra sintió un escalofrío. Edmund tampoco se había detenido,
nunca, ni una sola vez, cuando ella gritaba bajo su cuerpo, bajo sus golpes.
Casi como si fuese otro más de sus derechos: escuchar esos gritos. Casi
como si encontrase algo de placer en ese dolor.
Poder, era una cuestión de poder. ¿No era eso lo que todos los hombres
deseaban? Poder. Le pareció una conclusión certera y se animó a
desarrollarla ante sus compañeras, pero a ese pensamiento le surgió una
gran pregunta en la que se enredó antes de poder compartir nada. Podía
tratarse de una cuestión de poder, pero quién y por qué, al inicio de los
tiempos, había decidido que debían ser los hombres quienes lo ostentaran.
Observó a esas tres mujeres, pensó en todas las que había conocido. Su
madre, su resuelta cocinera Beryl, o Florence, decidida e inteligente,
incluso ella misma. No eran menos que su padre, que su hermano o que
Herbert. ¿Por qué se situaban debajo de ellos, por qué ellos se colocaban
encima, en qué momento se había decidido aquello, quién había sido el
primer hombre que había cogido la vara de poder y había decidido que así
sería para siempre?
Qué estaba mal en ella, se preguntó después, para cuestionarse de ese
modo los mismos cimientos de la sociedad en la que se encontraba
viviendo. ¿Estaban los demás equivocados o era ella quien observaba el
mundo desde una perspectiva errónea?
Se cuadró sobre la silla, buscando prestar de nuevo atención a sus
compañeras. Lìosa reflexionaba en ese momento sobre la necesidad de
hallar relatos en los que las mujeres se hubieran defendido entre sí, y
cuando concluyó su exposición, Cassandra carraspeó y se dispuso a
compartir con su círculo de apoyo aquellos últimos pensamientos.
Capítulo 21

Cassandra se plantó ante ese hombre de ojos azules con los brazos
cruzados.
Cuando Daniel comprendió que se encontraba tras él, allí, en la tierra
que trabajaba cada día, soltó el rastrillo y la miró con asombro.
— Cassie, ¿qué haces…?
— ¿Sabes? Mi hermano me dijo hace tiempo que dejase de actuar como
si aún te conociera, y no me tembló el pulso a la hora de defender que aún
lo hacía. Qué manía la mía de creer firmemente en aquello en lo que creo.
Daniel negó con la cabeza.
— Cassandra…
— Sentía que a pesar del tiempo, a pesar de la distancia, aún sabía quién
eras. Hace apenas cinco días tú me señalaste eso mismo: todavía te
conozco. —Daniel se acercó a ella—. De modo que fue un asombro
mayúsculo descubrir que tú, Daniel Loughty, un hombre que siempre ha
sido físicamente incapaz de mentir, llevas semanas haciendo todo lo
posible, incluso aunque eso concluya contigo cerca de la horca, por ocultar
que esa maldita tarde fuiste a buscarme.
Daniel Loughty, el hombre incapaz de mentir, se cruzó de brazos.
— Bueno, esto era lo que quería evitar.
— ¿Esto era lo que querías evitar?
— Sí, Cassandra, esto mismo: que te plantases ante mí como si tuvieras
el derecho de sonsacarme mis pensamientos o mis sentimientos más
profundos.
— ¡Fuiste a buscarme, Daniel! Siete años de silencio y esa tarde fuiste a
buscarme.
— Sí, Cassandra, esa tarde fui a buscarte. Y más tarde me arrepentí de
ello.
— ¿Qué querías? —Daniel negó con la cabeza—. ¡Cielo santo, Daniel!
¡Sé valiente!
— ¿Valiente? ¿Valiente, como tú? No, Cassandra, ese no soy yo, lo
siento.
— Lo fuiste esa tarde. —Cassandra dio un paso hacia él—. ¿Qué
querías?
Daniel no dijo nada. Cassandra se dijo que ella tampoco era todo lo
valiente que él consideraba que era, porque ese día había acudido ella en
busca de él para confesarle sus sentimientos, para pedirle (suplicarle era el
término) que cancelase ese compromiso, que tomase su mano y que no la
soltase jamás, pero en el camino hacia ese evento se había descubierto a sí
misma incapaz de pronunciar aquellas palabras. Dos sencillas palabras.
Tres, en realidad, pues le parecía adecuado añadir el componente temporal.
«Todavía te amo», porque siempre lo había hecho y aún lo hacía.
Lo pensó de nuevo, al mirarlo. Quería decirlo, pero necesitaba que le
concediera una cierta licencia para ello, y eso pasaba por que confesase él
primero el motivo por el que aquella tarde había ido a buscarla.
Porque tal vez, al fin y al cabo, estuviese equivocada, tal vez también
Liam lo estuviese. Tal vez las razones que habían llevado a Daniel hasta un
palacete que había tenido prohibido durante siete años no tenían nada que
ver con los sentimientos que aún conservaba por Cassandra, y siendo así
entonces ella tampoco podía revelar los suyos.
¡Ah, valentía! Estuvo a punto de romper a reír. No, no era tan valiente
como pensaba.
Dio otro paso hacia él. El cielo estaba cubierto de nubes, pero aquel día
gozaba de una luz preciosa que potenciaba el ya de por sí precioso brillo de
los ojos de Daniel. Estaba limpiando una acequia. Se había deshecho del
abrigo de lana y la camisa con la que cubría su torso estaba desgastada y
permitía adivinar las formas de su piel. Qué deseo tan grande se apoderó de
Cassandra en aquel momento, al percatarse de ello.
«Cómo voy a concentrarme en nada si lo único que deseo es lanzarme a
sus brazos».
Retiró la mirada de su cuerpo y lanzó un suspiro insonoro, mientras
Daniel, en apariencia indiferente, volvía a la tarea. Al cabo de unos
segundos, obligada a serenarse, se aproximó a él de nuevo.
— Sólo deseo…
— ¿Qué, Cassandra? —Fue una pregunta, pero también una
exclamación—. ¿Qué es lo que deseas? ¿Acaso importa más tus deseos que
los míos?
Negó con la cabeza.
— No, por supuesto que no.
— ¿Qué te ha llevado, entonces, hasta aquí? Porque, según me parece
evidente, mi deseo de ocultar ese hecho que te empeñas en desentrañar tiene
que ver con lo mucho que deseo pretender que nunca tuvo lugar.
Daniel soltó de nuevo el rastrillo, pero en esa ocasión lo lanzó hacia el
suelo con fuerza. Se llevó una mano a la frente y la dejó ahí, como si con
ella sostuviera su cabeza y sus pensamientos. Cerró los ojos.
— Te lo suplico, Cassie. —Los abrió para mirarla—. Déjalo estar.
— Aún te amo —dijo ella.
Así fue como salió: de pronto, sin pretenderlo, sin consentimiento por
parte de él.
Apretó los labios, contuvo la respiración. Daniel no dijo nada. Viró su
cuerpo hasta quedar del todo frente a ella. La mano que sostenía sus
pensamientos cayó a un extremo. Cassandra pensó que era la viva imagen
de un hombre derrotado. Bajó la cabeza, suspiró. Colocó sus brazos sobre
sus caderas y miró hacia su derecha. Después a su izquierda. Cambió el
peso de su cuerpo, del pie derecho al izquierdo, y viceversa, en dos
ocasiones, en apenas unos segundos. Suspiró de nuevo. La miró. Cassandra
dio un paso hacia él.
— Sé que estás comprometido, sé que ha pasado mucho tiempo…
— No sigas.
— Pero es que…
— Cassandra, por favor.
Dio otro paso hacia él.
— Si tan solo…
— ¡No! Te lo estoy pidiendo. —Y había, en efecto, súplica en su voz—.
No tienes derecho a hacer esto que estás haciendo, consciente como eres de
que, sí, ¡claro que aún me conoces, claro que sabes quién soy y quién soy
contigo! Pero se acabó, Cassandra. Voy a casarme. Yo te respeté a ti, ¿por
qué no puedes respetarme tú a mí?
Cassandra se tragó las lágrimas.
— Es muy diferente, Daniel. A mí me forzaron. Me obligaron a casarme
con un hombre que no amaba. Pero tú tienes la capacidad de elegir.
— Y quieres que te elija a ti.
Cassandra rio.
— Por supuesto que quiero que me elijas a mí. Yo te hubiera elegido a ti.
— Pero no lo hiciste. Podríamos…
— ¿Qué, Daniel? ¿Qué podríamos haber hecho sin que nuestras familias,
además, sufrieran las consecuencias? Por Dios, éramos dos críos.
— No me importaba. Quererte era todo lo que me importaba, pero tú
decidiste…
— No fue una decisión, fue lo que estuve obligada a hacer. Por mi bien,
pero también por el tuyo. Elegí romper con aquello que amaba para no
condenarnos a una vida de penurias, a una vida de oscuridad.
— La he vivido de todos modos —espetó.
— Y yo también —respondió ella, de un mismo modo—. No cargues
sobre mis hombros la culpa de lo que nos sucedió, hice lo que debía hacer.
No fue mi elección, no tengo elección, ¿o es que no te das cuenta? Tú
podrías forzarme a casarme contigo, de mil maneras, pero yo no puedo
hacer eso. Yo lo único que puedo hacer es pedirte… —Dio otro paso hacia
adelante—. Que consideres la posibilidad de tener una vida conmigo, ahora
que podemos.
— ¿Ahora sí podemos tenerla? ¿Ahora que tú lo deseas? Ahora no
importa que haya compromisos en marcha o responsabilidades que…
— Sí, sí importa, pero no se te ocurra por ello ser injusto conmigo.
— Eres tú la que estás tratándome con injusticia. Pidiéndome esto,
después de tanto tiempo, ahora que la decisión difícil me corresponde a mí.
— No hables como si estos años me hubieran resultado un paseo. He
sufrido un auténtico calvario, he estado atrapada en él. Pero ahora soy libre,
y quiero ser libre contigo.
Daniel no hizo intento alguno de esconder las lágrimas. Dejó que
inundaran sus ojos, torció la mandíbula. Su gesto era un reflejo de dolor, y
también de algo más.
— ¿Y si te dijera que fui yo quien lo maté?
La pregunta la tomó desprevenida, pero respondió sin dudar.
— Pues sabría que estás mintiéndome de nuevo.
Daniel la miró desde su altura particular, con la boca entreabierta, el
cabello cayendo a ambos lados de su frente.
— ¿Por qué dices esa estupidez?
— ¿No lo has considerado ni siquiera durante un instante?
— No, Daniel, claro que no lo he considerado.
— ¿Por qué no? Todo el mundo así lo cree, incluso tu hermano.
Tenía la respiración entrecortada. Lo miró a los ojos, sin comprender por
qué estaba diciendo aquello, qué deseaba conseguir con esa insinuación.
¿Desviar la atención?
— Te mentí, Cassandra. ¿Ni siquiera entonces dudaste?
— No.
Entrecerró los ojos.
— ¿Por qué?
— Porque sé que no eres esa clase de hombre.
— ¿Todavía me conoces? Te mentí. —Cassandra negó con la cabeza, y
Daniel se acercó aún más—. ¿Te gustaría que fuera así?
— ¿Cómo dices?
— ¿Te gustaría que hubiera sido yo? —Se acercó a ella—. Que, esa
tarde, desesperado, me hubiera citado con él y lo hubiera asesinado, por ti,
para recuperarte. Como en los cuentos de princesas y caballeros que nos
contábamos de pequeños.
Se acercó más. Cassandra posó la mirada en sus labios.
— ¿Por qué me dices todo esto? —susurró—. Sé que no fuiste tú.
Entrecerró los ojos, de nuevo.
— Sabes quién fue, ¿no es así?
Se miraron.
— No, claro que no.
Daniel sonrió.
— Yo también te conozco a ti, Cassandra. Sé cuándo mientes. —Dio un
paso atrás—. La diferencia entre tú y yo es que yo no voy a reclamarte tu
verdad, ni tampoco tus secretos.
Daniel deseaba demostrarle que él sí respetaba la distancia impuesta, eso
deseaba. Por supuesto que conocía… Quizá no tanto sus mentiras, pero sí a
la Cassandra huidiza. Pero la respetaba. Sus silencios, y sus secretos.
Cassandra permaneció allí, sintiendo su corazón en el pecho, pum, pum,
pum, preguntándose por qué ella era incapaz de respetarle de igual modo,
por qué no podía respetar sus límites, sus decisiones, por qué tenía que
rebelarse, por qué tenía que avivar el fuego, por qué no podía simplemente
resignarse. ¿No era aquello, la resignación, propio de esa isla?
— No creas que no lo deseé —dijo Daniel, de pronto—. Durante años,
cada día. Que ese malnacido muriese de cualquier enfermedad de las que te
consumen con urgencia, o que se lo llevase el mar en alguna travesía. —
Cassandra volvió a aproximarse—. No lo hice, pero no porque no estuviera
dispuesto a hacer cualquier cosa por ti. No lo hice porque, por encima de
ese deseo, respeté tu decisión. —Se giró de nuevo—. Tienes que marcharte,
me dijiste. ¿Lo recuerdas? Así que me marché. Te estoy pidiendo lo mismo
que me pediste tú en su día. ¿Puedes hacerlo?
Cassandra se mordió el carrillo. No dijo nada.
— No, supongo que no puedo esperar lo mismo por tu parte. ¿Deseas
una confesión? ¿Me liberarás después? —continuó sin esperar una
respuesta—. No sé por qué fui a buscarte esa tarde, Cassandra. Desperté
tras una hora de pesadillas, sintiendo un dolor en el pecho que… Me
levanté y fui a buscarte, sin pensarlo. Creo que sólo deseaba… —Negó con
la cabeza—. No sé qué deseaba. Verte, creo, nada más que eso. Había
escuchado, como todo el mundo, que días antes habías…
Daniel se detuvo ahí.
«El paseo por el pueblo, mi cara repleta de cardenales, mi infierno. No
sabe ni cómo hacer referencia a ello».
— Pero llegué allí, a esa casa ridícula, y no estabas, y comprendí el error
de todo aquello. Estoy comprometido con otra mujer, y no puedo faltarle al
respeto de ese modo. No puedo seguir buscándote, ni siquiera siendo
consciente de que siempre voy a desearlo. Terminó para nosotros,
Cassandra. No quiero una reacción por tu parte, por eso te he estado
mintiendo. Sólo deseo olvidar la debilidad que sentí esa tarde y ser el
hombre que Margaret merece que sea.
Cassandra negó con la cabeza.
— ¿Por qué? ¿Por honor? ¿Por orgullo?
— ¿Orgullo? ¿Crees que me queda algo de orgullo? ¿Alguna vez lo he
tenido?
— No tienes que ser ninguna clase de hombre para nadie. Estamos aquí.
Estamos vivos. —Cassandra rió entre lágrimas contenidas—. Creo que no
entiendes lo que significa eso para mí, estar viva, haber sobrevivido a ese
maldito matrimonio. No lo entiendes. Tengo una segunda oportunidad. —Se
cubrió la boca, pero después continuó—. Te estoy pidiendo que la vivas
conmigo.
— ¿Qué hay de mi segunda oportunidad, Cassandra?
— ¿Es eso lo que deseas? Esa clase de segunda oportunidad, ¿es la que
deseas? Casarte por obligación, casarte sin amor. —Se acercó a él—.
Olvídate de los compromisos, Daniel. Olvídate de las convenciones,
olvídate de los miedos, por favor, los miedos encienden hogueras. —Le
cogió el rostro—. ¿Qué deseas?
La miró unos segundos. Después se inclinó hacia ella y apoyó los labios
en su frente. No la besó, sólo los dejó ahí. Cassandra cerró los ojos.
Contuvo el aliento. Esperó.
— Deseo que te marches —dijo, al fin—. Por favor.
Daniel se mantuvo ahí, sobre ella. A pesar de haber pedido su marcha, se
mantuvo ahí. Fue Cassandra quien tuvo que hacer efectiva la decisión que
él había tomado. Le costó separarse de él, pero lo hizo.
Cobarde, le salió pensar, fuera injusto o no. Cobarde, no era más que
otro cobarde.
Lo miró. Daniel no podía hacer lo mismo. Sus ojos iban y venían, de
Cassandra al horizonte, del horizonte a Cassandra. Era la viva imagen de un
hombre derrotado. Así lo había decidido, en cualquier caso. Era eso lo que
elegía.
Lo miró una última vez.
— Estúpidos hombres —musitó.
Y, tal como Daniel le había pedido, se marchó.
Capítulo 22

Días más tarde, dos hombres citaron a Cassandra en la escena del crimen,
pero ella sólo podía pensar en un tercero.
¿Estaba Cassandra molesta con Daniel Loughty? Bueno, era mucho más
que una molestia. Era una rabia que contaba con siglos de antigüedad, una
rabia que había encontrado otra salida en ese rechazo de un hombre que
parecía desear una vida junto a ella, pero que elegía las imposiciones por
delante del amor.
Esa mañana, Cassandra se descubrió libre de todo odio hacia su
prometida. Es más, se dijo, no había tenido ningún derecho a odiarla en
primer lugar. Envidiaba su próxima situación, compartir lecho con esos ojos
azules y que esos ojos azules prometieran cuidar de ella, como seguramente
harían incluso aunque su corazón perteneciese a otra persona. Pero no la
odiaba, ya no. Tampoco ella conocería el amor verdadero, porque iba a
desposarse con un hombre incapaz de proporcionárselo. Se le ocurrían unas
cuantas injusticias de mayor calibre pero, pensó esa mañana, esa le dolía de
forma particular.
¿Odiaba Cassandra a Daniel Loughty, después de todo? Bueno, por
supuesto que no. Con cada nuevo encuentro se hacía firme en su creencia
de no haber dejado nunca de amarlo, pero estaba molesta con él. En primer
lugar, por haber tenido la poca consideración de comparar su actual
situación con la que en su día vivió Cassandra, que no era más que una niña
que debía obedecer a su padre, a toda una sociedad, a todo un entramado
perpetuado con los siglos. Cassandra jamás había tenido elección. Daniel sí
tenía elección, incluso aunque se tratase de una decisión compleja.
Podría haber aceptado que no la amase, pero no era el caso. Siendo así,
lo que no podía era aceptar que la rechazase sin desear hacerlo.
Así que, no, Cassandra no odiaba a Daniel Loughty, pero sí estaba
molesta con él.
De igual modo, se decía, se sentía a su merced como, sentía, él había
estado tiempo atrás. Se encontraba esperando un cambio de parecer,
esperando un fuguémonos juntos, incluso esperando un veámonos en la
oscuridad. Ahora entendía esa disposición anterior de Daniel. ¿Debería
haber ofrecido Cassandra una opción semejante, años atrás? Entonces no
era más que una niña, se obligó a recordar. No era más que una niña
enrabietada, lastimada en lo más hondo, paralizada por el miedo de que le
sucediese algo a Daniel si se mantenía cerca, paralizada por la furia y el
poder de Edmund, preocupada por la integridad de una familia a la que ni
siquiera podía visitar.
¿Qué podría suceder si Daniel se atrevía a romper su compromiso? Lo
meditó mucho. Reconoció en numerosas ocasiones que tal vez le estuviese
pidiendo un sacrificio similar al que no había concebido para sí. Pero en las
mismas ocasiones se dijo que ella había sido una niña en un mundo de
hombres, y que Daniel era un hombre en un mundo hecho a su medida.
Qué días tan melancólicos fueron aquellos, días fríos, soleados y
melancólicos que transcurrieron en su mayor parte con ella apostada junto a
los grandes ventanales de ese palacete, pensando que Daniel no saldría de
casa con el enemigo vigilando sus movimientos desde lo alto del cielo, pero
temiendo abandonar aquel lugar por si le daba por regresar y no la
encontraba, como había sucedido aquella tarde en que la buscó. ¿Cómo
hubiera sido todo de haber estado allí? Si esa tarde hubiera podido recibirlo,
si esa tarde hubiera atendido su desesperación. Cassandra no había estado,
qué enorme tontería, se decía, había estado muchas otras. Y esa tarde, esa
tarde en particular, no podía haber estado presente para nadie porque estaba
asistiendo a su cita con el destino.
Estaba enredada en estos pensamientos cuando Herbert ingresó en la
biblioteca.
— Señora, ha llegado Adam, el muchacho de las cuadras. El señor Sayer
quiere reunirse con usted. La espera allí mismo, junto a Lewis Drummond.
Cassandra se guardó un suspiro y asintió.
Podía contar con los dedos de las manos las veces que había pisado esa
propiedad de Edmund, las cuadras. Había llegado de York siendo
propietario de dos caballos y había adquirido un tercero una vez asentado
allí. Montaba de forma habitual, pero casi nunca por afición. Era, más bien,
su modo de desplazamiento, también su forma de vanagloriarse ante el
resto, una muestra más de su patrimonio y riqueza.
Las cuadras se encontraban en la frontera sur del pueblo, en paralelo al
palacete. De haber querido atravesar las tierras, habría llegado en un
santiamén, pero tomó el sendero habitual hasta el pueblo y desde ahí el
camino dispuesto para alcanzar esas últimas construcciones del sur. Lo
conocía bien: era el mismo que le conducía hasta casa de Sarah. Podría
visitarla después.
Para cuando llegó, Walter Sayer y Lewis Drummond mantenían una
conversación cordial, no muy animada, sobre el apasionante oficio de los
comerciantes, cuyas funciones y responsabilidades no hacía más que crecer.
Drummond parecía ciertamente interesado en la materia, o quizá era
consciente de que era una de las pocas conversaciones que podría mantener
con un hombre como Walter. Este se encontraba apoyado en la piedra que
daba forma a la construcción, con gesto despreocupado. Drummond tenía
las manos guardadas en los bolsillos, también relajado.
— Señora.
El inspector le tendió la mano. Cassandra se la estrechó bajo la mirada
de su cuñado.
— Buenas tardes a los dos. Dígame, señor Drummond, ¿para qué se me
requiere?
— Acompáñenos, por favor.
Entraron. El espacio era de reducido tamaño: tres cubículos que daban
cobijo a los animales, un cuarto que empleaban para guardar materiales. El
muchacho, Adam, lo tenía bien cuidado. Lo felicitaría más tarde por su
labor, entendiendo que no se podía hacer más de lo que ya estaría haciendo
con el olor que desprendían tanto los animales como sus necesidades más
básicas. «Lo prefiero al perfume, en cualquier caso».
Drummond se situó en el centro del pequeño pasaje que separaba los
cuartuchos.
— Estas tierras pertenecían a su esposo, ¿no es así?
Cassandra frunció los labios.
— Eso tengo entendido. No sé cuánto ocupa su extensión, en cualquier
caso.
Drummond asintió.
— El señor Sayer ha pedido que nos reunamos en este lugar con la
esperanza de encontrar algún elemento destacable que pueda ser de ayuda
en la investigación, pero antes… —Colocó sus manos, entrelazadas, delante
de su cuerpo—. Aprovecharé que ambos se encuentran aquí y compartiré
con ustedes dos avances. Por un lado, he podido conversar con el hombre
con el que suele realizar sus viajes a la ciudad el señor Liam Burns, su
hermano. —Extendió el brazo hacia Cassandra—. Me ha confirmado que,
el día que se cometió el crimen, abandonaron Edimburgo con las
campanadas de las ocho de la noche, por lo que no llegaron aquí hasta bien
entrada la madrugada. Lo dejó en su casa y continuó el camino, en su carro,
hasta Dunbar.
Cassandra suspiró, pero se cuidó de no emitir el más mínimo ruido.
— Lo que no quiere decir que no pudiera cometer el crimen al llegar —
apuntó Walter.
Lewis Drummond se encargó de refutar aquella estúpida ocurrencia con
más delicadeza de la que merecía ese hombre.
— Es alto improbable que fuera así, señor Sayer. Su hermano fue visto
por última vez poco después del almuerzo. Es evidente que se citó con
alguien aquí, y que fue entonces cuando perdió la vida. De lo contrario, no
habría permanecido todo el día desaparecido, menos aún siendo un día de
festejos—dijo, con mucha tranquilidad—. Bien, Cassandra, ya que hemos
vuelto a este lugar, ¿encuentra algún detalle que pueda servir de revelación?
El cuerpo de Edmund fue hallado aquí.
El inspector apuntó con el dedo y Cassandra siguió la indicación con la
mirada. Gotas de sangre salpicaban la piedra que daba forma a la
construcción. Un desagradable escalofrío la invadió al proyectar una
imagen del cadáver. Edmund tirado sobre el suelo, con la boca entreabierta
y la confusión reflejada en el semblante. Se obligó a serenarse.
— No puedo concretar cuándo fue la última vez que estuve aquí.
Edmund y yo salimos a montar juntos en los inicios de nuestro matrimonio,
pero no fueron más que un par de ocasiones aisladas.
Cassandra escuchó a Walter suspirar a sus espaldas. «Está preparado
para cuestionar o condenar cada palabra que salga de mi boca por el simple
hecho de que soy yo quien las pronuncia». Empezaba a resultar
exasperante, un zumbido molesto y constante en los oídos.
— Eso me temía. —Drummond miró más allá de Cassandra, hacia el
evidente inductor de ese encuentro—. No sé si usted, señor Sayer, podría
compartir algo.
Walter Sayer la sobrepasó, de nuevo con los brazos cruzados.
— ¿Conoce su amigo, el señorito Daniel Loughty, este lugar?
Cassandra entrecerró los ojos.
— ¿Cómo podría yo saberlo?
— Tengo entendido que su relación se ha estrechado. Encuentros,
visitas, paseos…
Sayer clavó sus fríos ojos en ella, pero Cassandra miró a Drummond, en
cuyo rostro advirtió una ligera contrariedad. ¿Será posible que ese hombre
esté de tu parte?, había preguntado Sarah, días antes. Cassandra lo
consideraba cada vez una posibilidad mayor.
— Señor Sayer, tal como le informé hace unos días, el señorito Loughty
no pudo tener una implicación directa en el crimen, severos testigos lo
sitúan…
— No hace falta que lo repita, lo escuché bien la primera vez. ¿Cuánto
podemos fiarnos, en cualquier caso, de cuatro testigos con una clara
inclinación de simpatías? ¿No sería más lógico pensar que están
encubriendo al amante de su señora?
— Walter, lamento tener que decir esto, créeme, pero jamás fui infiel a tu
hermano.
— Señor Sayer, nos hemos reunido aquí para…
— ¡Nos hemos reunido aquí para que confiese de una maldita vez por
todas qué pasó con mi hermano! —Cassandra se sobresaltó cuando Walter
perdió los nervios. Dio un paso hacia atrás, pero este la acorraló contra uno
de los cubículos—. Fue ese desgraciado, ¿verdad? ¿Cuánto habéis pagado
al servicio para que hable a vuestro favor? Porque puedo doblar esa cifra.
No creas que vais a libraros de la horca, Cassandra.
Alzó la cabeza y sostuvo su mirada, tal como se había enseñado a hacer.
— Señor Drummond, ¿puede continuar, por favor? —pidió, ignorando el
arrebato.
Pero la mano de Walter voló hasta la madera que daba forma al cuarto
del animal, un golpe seco que sobresaltó a la criatura. El corazón de
Cassandra también sintió ese golpe, pum, pum, pum.
— Estabas esperando este momento, ¿no es así? Desde el principio,
cuando te metió en esa casa siendo una cría. Estabais esperando que se
sintiera lo suficientemente confiado como para no levantar sospechas.
¿Quién lo hizo, Cassandra? ¿Quién conspiró contigo para quedaros con lo
que pertenecía a mi hermano?
Elevó el tono de voz hacia el final. Cassandra desvió la mirada, sólo un
instante.
— Ni siquiera fui yo, Walter. Fue tu hermano quien me eligió, porque así
funcionan las cosas, y fue otro hombre quien tomó la decisión por mí, así
que, dime, ¿qué hago yo aquí soportando tus voces?
— ¿Quién lo hizo, Cassandra? Cumpliendo tus deseos, de eso no me
cabe ninguna duda, pero ¿quién lo llevó a cabo? —Se acercó tanto a ella
que tuvo que girar el rostro para que no la engullera su apestoso olor a
tabaco—. ¿Fue tu padre, ese estúpido viejo sin ánimo ni beneficio?
— Señor Sayer, le voy a tener que pedir que rebaje su tono. Puedo
constatar que el señor Stuart se encontró en todo momento lejos de…
— Ah, ese viejo no tiene nada que perder, ¿no es así?
— Deja de buscar culpables en mi familia, Walter, y empieza a
preguntarte si tu hermano hizo algo para merecer ese patético final.
Cassandra lo supo antes de que sucediera: que Walter cargaría contra
ella. Aplastó su cara contra la madera, clavó las uñas en su mandíbula y
pegó el rostro al suyo.
— Vas a volver al lugar al que perteneces, bruja.
— ¡Señor, Sayer! —repetía sin parar Lewis Drummond—. ¡Suelte a la
muchacha, hombre! ¿Qué cree que está haciendo?
Walter Sayer se separó con el mismo impulso seco con el que se había
pegado a ella. Cassandra reconoció la sangre brotando de su piel magullada,
pero no la limpió. Levantó de nuevo la cabeza, más arriba, aún más arriba
todavía, y miró a los ojos a ese desgraciado que representaba todo lo que
más odiaba, también todo lo que más temía.
— ¿Es que acaso no lo sabes, Walter? Las brujas no pertenecemos a
ningún lugar.
Sostuvo su mirada unos segundos, y entonces se marchó.
Capítulo 23

El día no terminó ahí para Cassandra: aún tendría que encontrarse con otro
hombre.
Deshizo el camino andado hasta el pueblo. Podría haber atravesado las
tierras. No lo pensó. Echó a andar con toda la rabia acumulada y cuando se
dio cuenta estaba abordando las primeras calles del centro. El sol empezaba
a caer. Cassandra sentía las llamas dentro, una furia tan arrebatadora que le
hacía caminar con los puños apretados. Tal vez por eso no percibió, al
menos no en un primer momento, la voz que pronunciaba su nombre.
Demasiada ira como para estar presente, como para que las voces a su
alrededor fueran poco más que un eco. Cuando una mano tomó su puño
cerrado, deteniendo su paso, el eco se hizo tangible. Se convirtió en un
hombre de ojos azules y rostro desencajado.
— ¿Qué ha ocurrido? Por Dios, Cassandra, ¿qué te ha sucedido?
Sólo entonces se llevó la mano al rostro. No era más que un raspón, pero
ocupaba la totalidad de su mejilla derecha. La sangre estaba seca, pero
debía llamar mucho la atención en ese rostro pálido. Se palpó con cuidado.
Un raspón, sólo eso.
— Cassandra. —Daniel acunó su rostro y se miraron—. Ven conmigo.
Caminaron de la mano hasta su casa, sin prestar atención a las miradas
curiosas. Con la furia descendiendo en su interior, como descendía también
la luz del día, Cassandra se encontraba sobre todo desorientada. Había sido
una estúpida. Una estúpida por creer que todo había terminado. Un hombre
como Edmund no puede morir sin dejar un rastro de odio y violencia tras de
sí. Había sido una estúpida, tan estúpida.
Daniel no soltaba su mano. Caminaba en silencio, un paso por delante de
ella, tirando de su cuerpo, llevándola consigo. Observó sus manos unidas y
se mordió el carrillo para no romper a llorar. Estaba cansada, tan cansada…
Estaba exhausta.
— ¿Dónde están tus padres? —preguntó Cassandra, ya en casa.
Hacía frío.
— No tardarán en llegar —respondió Daniel, que ya había tomado un
trozo de tela, en apariencia limpia, y la había empapado de agua. Sus
movimientos eran los de un hombre preso de los nervios—. Ven, apóyate
aquí.
Cassandra caminó hasta la pequeña mesa de madera desgastada del
centro de la estancia y apoyó la parte baja de la espalda sobre esta. Frente a
ella, un grupo de cacerolas colgaban de unos clavos improvisados. Se
concentró en ellos mientras Daniel limpiaba la herida con agua cercana al
punto de congelación.
— ¿Qué ha pasado? —repitió la pregunta, aunque Cassandra no estaba
segura de si lo hacía para que ella respondiera o para sí mismo.
Era extraño estar allí, los dos, en soledad, después de la conversación
mantenida días atrás, después de la declaración de Cassandra y el definitivo
rechazo de Daniel. Y, sin embargo, no querría tampoco estar en ningún otro
lugar. Lo miró a los ojos.
— Ha sido Walter. Me ha citado en las cuadras, la conversación ha
subido de tono y me ha golpeado contra una viga de madera. ¿Tiene muy
mal aspecto?
Daniel tardó en responder, quizá asimilando lo escuchado.
— Tienes un buen raspón, pero sanará en unos días.
Cassandra asintió.
— No va a dejarlo. Ahora lo sé: no va a dejarlo. Creía haberme librado
por fin de esto, qué estúpida fui, qué manera de condenarme tan estúpida,
he entregado mi alma para nada, para que un hombre sustituya a otro —
maldijo, atropelladamente, casi riendo—. Estaba convencida de que Walter
estaba dolido por haber perdido a su hermano, ahora creo que sólo está
furioso porque siente que le han arrebatado su poder. Es curioso que
Edmund pudiese vivir sin restricciones, sin límites de violencia o maldad, y
que Walter no cuestionase ni una sola de sus acciones, y que un suceso
contrario le conceda el derecho de poner las vidas de todos a disposición de
la horca. —Negó con la cabeza—. Claro que Edmund está muerto, supongo
que eso vale más que cualquier otra cosa.
Daniel dejó el trozo de tela teñido de un rojo apagado sobre uno de los
respaldos de la silla. Lo hizo por cortesía, porque después de aquello no
tendría un segundo uso. Después se colocó a su lado, empleando el borde de
la mesa de apoyo. Cassandra se movió hacia la izquierda para concederle
más espacio. Sus brazos se tocaron. ¿En qué momento había reparado en
ella? Ni siquiera recordaba dónde se encontraba cuando la había
interceptado. ¿Cuál había sido su primer pensamiento al verla así,
magullada y con los puños apretados?
Bajó la cabeza. Lo cierto era que Cassandra no era una buena apuesta
matrimonial.
— ¿Quieres preguntarme si me alegro de que esté muerto?
Lo miró. El gesto de Daniel se movía entre la gravedad y la tierna
preocupación.
— No, Cassandra, yo…
— Hazlo, Daniel. Pregúntame, seré sincera contigo. Puedes
preguntarme, incluso, quién lo mató. Puedes adentrarte en mis secretos. —
Pero Daniel no abrió la boca. Cassandra pensó en lo mucho que la respetaba
—. Si existe un infierno, entonces habrá un lugar en él reservado para
torturar las almas de las personas que arrebatan la vida de otros, no creo que
exista un pecado mayor. —Calló unos segundos—. Y sin embargo este
pecado ha conseguido que por fin mi alma encuentre algo de descanso.
Daniel se incorporó, despacio. La observó con el ceño fruncido.
Cassandra lo miró a los ojos, sin miedo, sin defensas, porque no tenía
defensas para su primer amor, que con toda seguridad iba a ser el último.
Ahí estaba, una bruja más. No volvería a desposarse, no volvería a amar, no
tenía ningún interés en seguir ninguna convención planteada por los
Ancianos, por la Kirk, por su familia incluso, tanto más le daba lo que
pensaran.
— Estoy cansada, Daniel. Estoy exhausta. Siento el peso de todas las
mujeres que se sienten como yo: atrapadas, juzgadas, condenadas, perdidas,
maltratadas. Estoy cansada de que sigan llegando cartas, de que el registro
de nombres siga creciendo, no puedo ver un solo nombre más, y no puedo
quitarme este miedo de aparecer ahí, algún día, de que alguien me lance a
una hoguera, no puedo leer una sola historia más y sin embargo no puedo
dejarlo, no puedo hacer otra cosa porque esto es todo lo que tengo, es todo
lo que siento que puedo hacer, y estoy dispuesta a cualquier cosa, estoy
dispuesta a tanto para dejar de ver los nombres de todas esas mujeres que…
— Cassie, detente. Tranquila.
Daniel tomó su rostro como había aprendido a hacer aquellos días, como
siempre pero también diferente. Con los pulgares firmemente apoyados en
sus mejillas, con la ternura pasada y la urgencia presente, llevando los
dedos hasta su nuca.
Ella sonrió un poco.
— Qué debes pensar de mí. ¿Alguna vez imaginaste que me convertiría
en esto? No debe ser agradable verme de ese modo. —Daniel negó con la
cabeza y dio un paso hacia ella—. Era mucho más dulce cuando era una
niña, aunque ni siquiera entonces lo fui del todo.
— Te has convertido en una mujer extraordinaria, Cassandra. Eso es lo
que veo.
Retiró su mirada de él.
— Ya no me conoces, Daniel. Esa es la verdad.
Tenía que marcharse. Fue en ese momento exacto cuando lo decidió, con
las manos de Daniel todavía sosteniendo su rostro, escuchando cerca su
respiración, mirándose sus propias manos, extendidas a lo largo de los
muslos, todavía manchadas de la sangre que en algún momento se había
limpiado ella misma de la mejilla.
Walter no iba a dejarlo. Ella tampoco podía dejarlo.
— Debería marcharme.
Pero cuando se incorporó, el cuerpo de Daniel bloqueó el suyo. Alzó la
mirada y ahí estaban: brillantes, azules, suplicantes. Cassandra pensó que
sufría. Que con cada encuentro entre ambos algo en él se resquebrajaba, y
que aquello no era justo, que era también del todo injusto que ciertas
personas tuvieran la capacidad de romper a otros de ese modo, ya fuera con
violencia o ya fuera con amor. Ella rompía a Daniel, y era injusto que así
fuera.
Acarició su rostro, un poco. Quiso dejarlo ahí, pero Daniel no necesitó
más que ese roce para inclinarse hacia ella y abrazarla con fuerza,
escondiendo la cabeza en su cuello. Su nariz rozó su piel y Cassandra pensó
que estaba respirando sobre ella. Con una mano en la nuca de él, lo atrajo
hacia sí.
Qué sensación aquella, la de sus cuerpos unidos de esa manera, qué
agradable escalofrío. Cassandra pensó en la cantidad de sensaciones tan
diferentes entre sí que puede experimentar un cuerpo en contacto con otro.
Después pensó que tenía que marcharse.
— Siento el compromiso en el que te he colocado, Daniel. Siempre has
sido el más bueno de los hombres conmigo, no es justo que yo… Lo
lamento de veras.
Las manos de Daniel bajaron por la espalda de Cassandra al tiempo que
él alzaba la cabeza. Besó su sien, apoyó la nariz en su frente y sus manos
hicieron presión sobre sus caderas.
— Cassie…
— Lo sé. Lo siento.
Se retiró de ella y la miró a los ojos. Rozó el golpe de su mejilla, con
cuidado, y también más allá, su nuca, sus cuellos, sus labios. Se detuvo ahí,
unos instantes. Al final se inclinó sobre ella y la besó. Fue un beso, primero,
de reconocimiento. Allí estaban, siete años después, todavía siendo el amor
del otro.
Después fue un beso que nacía de una profunda e imparable urgencia.
Cassandra enredó las manos en el cabello de Daniel y este volvió a dejar las
suyas sobre la espalda de ella. Pegó su cuerpo al de ella.
Y entonces se apartó.
«Está sufriendo. No quiere hacer esto».
Cuando volvió a acercarse, fue ella quien lo frenó.
— Deja que me vaya, Daniel.
Apoyó las manos en su pecho para abrirse paso, pero él no cedió. Se
quedó ahí, ahora apoyado en su frente, con los ojos cerrados. Volvió a
besarla y volvió la urgencia. Se separó de nuevo, pero era, Cassandra lo
veía, lo sentía, incapaz de alejarse.
Quería hacerlo, pero era incapaz. Lo pidió de nuevo:
— Daniel… Deja que me vaya.
— No, quédate —dijo, la voz ronca—. Quédate. Quédate.
Le cogió la cara. Si sus miradas se encontraban, si Daniel tomaba
conciencia de lo que estaba haciendo, tal vez se obligaría a detenerse. Pero
cuando Cassandra encontró esos ojos, lo que advirtió en ellos fue un intenso
fuego.
Hay muchas maneras de ser devorado por las llamas.
Entreabrió la boca para decir algo, pero en ese momento la puerta emitió
un sonido y Daniel dio un paso atrás.
Andrina y Ramsay entraron en silencio. El rostro del segundo evidenció
la sorpresa que sintió al encontrar a Cassandra en su casa, pero Andrina
sonrió como si supiera que iba a estar allí. O como si aquello fuera lo
natural, lo que debía ser. Al reparar en su rostro magullado, soltó la cesta
que llevaba consigo y se acercó a ella.
— Pero, cariño, ¿qué te ha ocurrido?
La palpó como sólo una mujer sabe hacer. Cassandra sonrió.
— Me tropecé y la caída no fue muy buena.
La incredulidad se reflejó en el rostro del bueno de Ramsay Loughty.
— Tropezar… ¿Tú? ¿Acaso estos muchachos te han vendido su torpeza?
Cassandra sonrió de nuevo.
Daniel tenía el rostro contrito, preso del pánico y la culpa. Pero, al
contrario de lo que había sucedido en el campo días atrás, en esa ocasión sí
podía mirar a Cassandra. La miraba con empeño, de forma constante. La
miró mientras Andrina curaba de nuevo esa herida.
— No me fío un pelo de las artes de mi hijo —aseguró.
La miró mientras conversaban sobre asuntos de ninguna relevancia. La
miró mientras se despedía de los tres. No dejó de mirarla en el tiempo que
pasó allí, entre esas paredes de piedra, al calor del fuego que Ramsay
Loughty había encendido, bajo las atenciones de Andrina Balfour, con el
cariño de esa familia que también era, en parte, la suya.
Cassandra tocó su brazo al despedirse. Daniel sólo la miró, sólo la
miraba.
Se marchó pensando que ese fue el día en que empezó a conocerla de
nuevo.
Capítulo 24

Al día siguiente, un hombre acudió a ver a Cassandra por última vez.


Se encontraba en el jardín, paseando bajo un cielo encapotado del que,
de cuando en cuando, se escapaban gotas de lluvia. Se sentía muy
desanimada, con sus pensamientos girando en torno a la mejilla magullada,
en torno a la ira de Walter Sayer, en torno a los labios de Daniel.
Sobre todo en torno a esas manos sosteniendo su rostro mientras curaba
su herida.
Fue Herbert quien la avisó de que debía interrumpir su paseo: Lewis
Drummond la esperaba en la biblioteca. Cassandra había dado por hecho
esa visita después del incidente del día anterior. Drummond no había hecho
demasiado por detener a Walter, no parecía ser un hombre de acción, pero
se había mostrado en contra de la violencia ejercida. ¿Era suficiente
aquello, el apoyo velado de un hombre de la ley? No, pero era todo lo que
tenía.
— Señor Drummond.
Estrecharon sus manos. Los ojos del inspector se posaron al instante
sobre su mejilla.
— Señora, cuánto lamento lo sucedido ayer. —Cassandra asintió,
aceptando esas disculpas—. ¿Podría cerrar la puerta de la sala, si no es
mucho pedir?
De modo que no era solo una visita de cortesía.
— Por supuesto. Tome asiento mientras, por favor.
Señaló aquel sillón perfumado. Ya no aborrecía su presencia. Ahora que
iba a marcharse, no era más que otro objeto inanimado que pertenecía a una
casa que no era suya.
— Cassandra —comenzó Lewis Drummond, una vez que ambos se
miraron—, vengo a informarle de que voy a dar por concluida la
investigación del crimen de Edmund Sayer.
Cassandra tuvo que controlar la sorpresa que de otro modo hubiera
bañado su rostro.
— Todavía no he comunicado al señor Walter Sayer las últimas
pesquisas, pero quería hablar antes con usted —continuó—. Verá, como
insinuó en nuestros primeros encuentros, Edmund Sayer había contraído
preocupantes deudas en los últimos meses. Cerró negocios con hombres con
los que no debería haberse juntado, con los que contraer deudas puede ser,
en fin, peligroso. Hasta donde he podido saber, se había embarcado en una
empresa de contrabando de bebidas alcohólicas, a partir de la Ley de
Destilería de hace un par de años que… —Qué expresión debía tener
Cassandra para que Drummond sonriese—: Quiere que le ahorre los
detalles, ¿no es así?
— Nunca me han interesado los entresijos de sus negocios, pero puede
continuar.
Lewis sonrió con mayor amplitud.
— Pondremos el foco en los posibles culpables, por tanto. Se trata de
una banda de los bajos fondos de Edimburgo que la ley viene persiguiendo
desde hace tiempo. Uno de los muchachos de la región, asociado de esta
banda en cuestión, desapareció el día posterior al crimen. Nadie ha vuelto a
verlo. Varios testigos aseguran que días antes lo había amenazado en
público, en una de las tabernas del puerto. A sus espaldas, según he podido
conocer, acarrea varios crímenes. Ese es el nombre que voy a
proporcionarle a su cuñado.
Cassandra asintió, estoica.
— ¿Va a ir tras él para detenerlo?
— Bueno, eso ya no me corresponde a mí. El acuerdo que estipulé con el
señor Walter incluía la investigación de lo sucedido y la entrega del nombre
del posible culpable.
Cassandra volvió a asentir. No sabía bien cómo sentirse al respecto.
¿Significaba aquello que había concluido para ella, que su nombre y el de
sus tres hombres estaban limpios, a salvo? ¿Significaba que un nombre
cualquiera cargaría con la culpa?
— ¿Cómo se encuentra, Cassandra? —preguntó Drummond, llevándose
sus propias preguntas—. Ahora que mis servicios caducan, puede
responderme con sinceridad.
Cassandra sonrió, con la duda en el cuerpo. ¿Había sido todo aquello una
trampa destinada a conseguir que se relajase, que bajase las defensas, que
confesase? Anduvo con tiento pero, tal como había hecho hasta el
momento, respondió con tanta sinceridad como sus secretos le permitieron.
— Bien, señor Drummond. Me encuentro bien. La conmoción de los
primeros días pasó. Como ya le expresé con anterioridad, lo que deseo es
vivir en paz.
Él asintió.
— Es probable que el incidente de ayer vuelva a repetirse.
— Lo sé.
— Walter Sayer está convencido de que usted y su entorno son los
responsables del crimen. No hay modo de hacerle entrar en razón ni
siquiera después de haber demostrado la imposibilidad de que sus tres
hombres lo llevasen a cabo.
«Mis tres hombres». Cassandra se mordió el carrillo.
— Puedo vivir con el peso de la sospecha, señor Drummond.
— Debe andarse con ojo, no permita que se inmiscuya demasiado en su
vida. Pero vivirá —aseguró—. En eso consiste todo, ¿no es así, Cassandra?
En vivir.
Se miraron. Cassandra aguardó con la respiración contenida a que Lewis
Drummond añadiese algo, lo siguiente, la condena a la que la había
conducido, con paciencia y tino, durante ese tiempo a su lado. Sus
siguientes palabras, sin embargo, fueron:
— Bien, he de marcharme. —Se incorporó y Cassandra lo hizo con él—.
Aún debo reunirme con su cuñado, lo que no será tarea fácil. Y me gustaría
pasear por la impresionante playa que tienen ustedes aquí. En Edimburgo
tenemos lo nuestro, pero el silencio… Ah, el silencio de este lugar. Eso es
lo que más echo de menos del Norte.
Drummond se acercó a una conmocionada Cassandra. Conmocionada
porque lo veía en sus ojos, veía en los ojos de Drummond que este veía en
los suyos lo que había ocurrido. Pero se estaba marchando. Estaba dejando
a Cassandra allí.
La estaba dejando marchar.
— Una última cosa, Cassandra. ¿Cómo valoraría mi conclusión final?
Tragó saliva. Volvió a decantarse por ofrecer toda la honestidad que le
era posible.
— Edmund Sayer se buscó su propio final. En muchos sentidos, es el
único culpable.
La miró unos segundos. Después, le tendió la mano por última vez.
— Déjeme decirle que no me desagradaría del todo la idea que Walter
Sayer ha mantenido todo este tiempo. Ya sabe: que ha estado protegiendo a
quien lo hizo. —Colocó sus dos manos sobre las de Cassandra, ella apretó
los labios—. Cuídese. Se lo pide un amigo.
Capítulo 25

Fue en el último trayecto hasta casa de Sarah cuando Cassandra pensó en lo


mucho que le desagradaban las despedidas. Tener que abrazar a una persona
siendo consciente de que será la última vez en un largo periodo de tiempo, o
quizá incluso para siempre, era una idea que llegaba a paralizar sus
movimientos. De tener otra alternativa, sin duda la tomaría. Podría escribir
un buen puñado de cartas. A Sarah, Hariet y Lìosa, a Florence, a su padre y
su hermano. Escribiría también a Daniel. Dejaría por escrito cuanto sentía y
cuanto había sentido por él. Una sonrisa le cruzó el rostro cuando pensó en
escribir a Walter Sayer para burlarse de ese hombre que no había sido capaz
de atrapar a la bruja.
Con ese pensamiento comprendió que la tentativa de marcharse de aquel
rincón de Haddingtonshire era cada vez menos una tentativa y cada vez más
un hecho futuro. Tenía que disponer bien lo que sucedería con Florence y
todos los demás, pues no iba a permitir que perdieran su trabajo y su
salario. Podían quedarse ese estúpido sillón, llevárselo con ellos, venderlo a
buen precio. O dejarlo allí. Esa ya no era su casa, no le importaba.
Glasgow, pensó. «Por qué no. Visitaré a todas esas mujeres de Glasgow
y después subiré al Norte, a conocer la tierra de madre».
Rompería en mil pedazos el viejo corazón de su padre, su hermano se
sentiría conmocionado y tal vez molesto. Los hombres de su vida la
querían, la querían con el corazón y ella lo sabía, pero jamás entenderían los
porqués de su existencia, ni siquiera su existencia misma, y ahora que no
tenía una mayor ocupación ni una mayor preocupación iba a volcarse por
entero en esa tarea de sacar a todas las mujeres de todas las hogueras de
Escocia. Recuperar sus nombres y sus historias. Sabía que le traería
problemas y, de permanecer en su pueblo natal, tal vez estos problemas
terminarían repercutiendo en esos hombres de su vida. Sonrió. En realidad,
siempre había sido ella quien los había protegido a ellos, a pesar de ser
quien había estado en peligro constante.
— Lo que mi madre recordaba con mayor claridad de su propia madre,
mi abuela, era su olor —leía Lìosa—, pues la menta era lo que empleaba en
la mayor parte de sus preparados y había terminado por impregnar su
cuerpo y la pequeña casa donde vivían. Eso me contaba mi madre.
Recordaba que solía narrarle un cuento sobre un hombre que se quedaba
atrapado en el reino de las hadas, y que le hacía meter el dedo pequeño en
los pasteles que preparaban para que así no se la llevasen a ella también.
»Mi madre siempre mantuvo que mi abuela fue una mujer buena, que
frecuentaba los bosques de West Gallobha en busca de plantas curativas con
las que preparar remedios para ayudar a los demás, y que en ocasiones la
llevaba consigo, y entonces ella correteaba entre los árboles con cuidado de
no pisar las plantas que pudieran serle de utilidad. Decía también que
elaboraba un pan para chuparse los dedos. Nunca quiso hacer daño a nadie.
Su máximo pecado fue rechazar el matrimonio con uno de los ancianos que
reclamaban su propiedad después del fallecimiento de su primer esposo,
quien sería mi abuelo, a quien una fiebre se llevó poco después del
nacimiento de mi madre. Me consta que mi abuela era querida en el pueblo,
pero había palabras que valían más que otras. Fue acusada de brujería en
1705 y quemada un mes después”.
Lìosa hizo una pausa y cambió el tono de su voz, pues una parte del
relato había concluido. Siguió leyendo.
— Escribo esto en nombre de mi madre, la nieta de esta bruja buena,
quien, a sus sesenta y siete años, no sabe escribir ni leer. Yo, Fiona, estoy
cerca de cumplir cuarenta y tres, también estoy cerca de ser abuela. Me
sorprendo en ocasiones mirando a otras mujeres de la región y pensando
que todas somos hijas, o nietas, de esas brujas que quemaron en las
hogueras, que todas arrastramos esa marca. Rara vez lo pronuncio en voz
alta, por eso es un alivio poder expresarme así, como lo estoy haciendo. —
Lìosa hizo otra pausa, pues tenía la voz tomada por la emoción—.
Agradecemos haber recibido vuestra carta y esperamos una respuesta y, de
ser posible, que compartáis más historias como la nuestra, para saber que, al
menos, no estamos solas.
Cassandra percibió la mirada de Sarah clavada sobre ella así que llevó
los ojos hasta su amiga. Al encontrarse, Sarah sonrió y le tendió la mano. Se
la tomó y sintió cómo la emoción también le cogía a ella la garganta. Lìosa
carraspeó, buscando también esa mirada, y Cassandra se la ofreció mientras
la narradora tomaba asiento de nuevo, todavía con la carta en sus manos.
Hariet carraspeó, sollozó, suspiró.
— Es el testimonio más cercano a una bruja que hemos tenido jamás —
dijo Lìosa, todavía mirando el papel en sus manos—. Hasta ahora casi todo
han sido historias, pero esto… Es la nieta de una mujer condenada. Nunca
llegó a conocerla, pero de cualquier modo…
— Se siente más real —añadió Hariet—. Se siente como si no fuera un
cuento, ni una historia de siglos pasados, como nos intentan hacer creer,
sino algo que le ha sucedido a una mujer que todavía vive.
— Debemos responder —continuó Lìosa—, preguntarle cómo fue todo a
partir de entonces. La madre de Fiona quedó huérfana después de la
condena, con un padre ya desaparecido, y esa sospecha sobre ella… No
debió ser fácil salir adelante. Pobre mujer.
Lìosa apretó tanto el papel que sostenía que a punto estuvo de hacerlo
añicos.
— ¿Podría responder yo? Creo que soy capaz, llevo semanas practicando
—dijo Hariet—. En mi familia también hubo una bruja.
Todas asintieron. Era la única, que ellas supieran, cuyo linaje contaba
con una bruja. Cassandra, tal vez por la misma razón por la que había
empezado a levantar la cabeza cada vez que Edmund la golpeaba, sentía ese
hecho como un hecho del que estar orgullosa. Una bruja en la familia. Una
proscrita, una condenada, y sin embargo algo que reivindicar con orgullo.
Porque no eran los pecados de ellas, se dijo.
«Como tampoco fueron los míos».
— No estamos solas —leyó Lìosa de nuevo.
Ella, como Sarah, fijó su mirada en Cassandra. Esta sonrió.
— ¿Sabéis qué fue lo último que le dije a Walter Sayer? —Todas
esperaron—. Que las brujas no pertenecemos a ningún lugar.
Y procedió a contarles que iba a marcharse. Porque le desagradaban en
lo más profundo las despedidas, pero esas mujeres, sus tres mujeres,
merecían saberlo, y también poder abrazar a su amiga con fuerza, fuera o no
la última vez.
Capítulo 26

Ese día, Cassandra recibió la visita más importante de un hombre que jamás
había recibido.
Se encontraba en la biblioteca, tratando de redactar la carta en la que
anunciaría su próxima presencia en Glasgow. Esa era la decisión que había
tomado: Glasgow. Con la ayuda de Herbert, se había informado de los
pormenores del viaje y calculaba que tardaría más de una quincena en
alcanzar esa creciente ciudad de la que tanto había escuchado hablar.
Estaría allí para dar la bienvenida al nuevo año.
No había escrito más que las primeras líneas de cortesía de esa carta
cuando Daniel Loughty ingresó en la sala. Cassandra se incorporó despacio,
lamentando tener que hacer frente al día en que se despediría de él, y acudió
a su encuentro.
Se miraron mientras salvaban los pasos de distancia que existían entre
ambos. Una vez cerca, Daniel fijó sus ojos en la mejilla de Cassandra. La
rozó con el pulgar, un segundo. Curvó sus labios hacia arriba.
— Te he visto en peor estado —dijo.
Cassandra sonrió.
— He estado en peor estado —confirmó.
El semblante de Daniel se ensombreció.
— ¿Podríamos hablar?
Cassandra asintió, ya sin un ápice de sonrisa.
Caminaron por el jardín, hasta el estanque, en silencio. Una perezosa
lluvia caía sobre ellos, tan fina que apenas sí tenía efecto palpable.
Cassandra era consciente de que tenían asuntos por tratar, asuntos que
debían discutir y zanjar, esa era la razón por la que, de hecho, Daniel estaba
allí, pero deseaba disfrutar de su presencia y su compañía un rato más sin
entrar en ningún tipo de debate, dolor o despedida, sin tener que decretar de
nuevo una distancia que, empezaba a sentirlo, no era natural entre ellos. No
era natural que esas dos almas estuvieran distanciadas en modo alguno,
porque encajaban tal como había reflexionado días atrás: como si fueran lo
mismo, como si pertenecieran a un mismo lugar.
Aunque las brujas no pertenecieran a ninguna parte.
«Con él logro pertenecer, bruja o no».
Daniel se detuvo antes de alcanzar las aguas. Cassandra se giró para
mirarlo. Quiso acariciar ese rostro teñido de preocupaciones. Tal vez esa
fuera la última vez que le tendría delante, así que se decidió a hacerlo.
Colocó ambas manos sobre su cara y sonrió.
— ¿Qué te tiene preocupado? —preguntó.
— Terminaría antes enumerando qué cuestiones no me preocupan.
— Bien, ¿qué cuestiones no te preocupan?
— Que puedas caminar bajo la lluvia como si nada. —Extendió el brazo
hacia adelante, colocando la palma de su mano de tal modo que pudieron
ver cómo unas finas gotas se posaban sobre esta—. Por fin eres escocesa.
Cassandra sonrió.
— Siempre he sido escocesa. ¿De dónde saco mi rebeldía, sino?
Voy a marcharme, pensó, y dirigió las palabras hacia Daniel. «Voy a
marcharme, así que no tendrás nada de lo que preocuparte, te dejaré
tranquilo y en paz».
Pero lo miraba y era incapaz de pronunciarlas, pese a tenerlas dentro. De
acuerdo, un rato más, se dijo, alargaría ese encuentro un rato más y después
se despediría.
— Cassandra, hay… —Daniel bajó la cabeza, sus ojos azules clavados
en el suelo—. Sentémonos, ¿quieres?
Señaló la fuente. Las gotas de lluvia caían de forma visible sobre el
pequeño estanque. Dado que Daniel no podía evitar esconder su
nerviosismo, Cassandra decidió que se mojaría el vestido si tomar asiento
propiciaba que se sintiera un poco más seguro.
Se colocaron el uno junto al otro, Daniel con la cabeza todavía gacha.
Cassandra apoyó una mano en su brazo.
— Lo que sucedió el otro día… —comenzó ella.
Él levantó la cabeza.
— No es eso de lo que necesito hablarte.
Qué azules tenía los ojos aquel día, el último de sus días. Los recordaría
siempre así, bajo un manto de lluvia perezosa, clavados en ella,
compasivos, cálidos, hermosos hasta la extenuación.
— No puedo siquiera imaginar por lo que has pasado, Cassie. Si
pudiera… —Bajó de nuevo la mirada, después la posó en el cielo—. Si
pudiera volver atrás en el tiempo, jamás hubiera aceptado dejarte sola.
Jamás… Si tuviera una segunda oportunidad, no me hubiera marchado.
Elegí el camino fácil, no…
— Elegiste el camino sensato. —Apretó su brazo. La miró de nuevo—.
Ni aunque tuviera la oportunidad de vivir cien vidas, te condenaría a una de
secretos. Mereces algo más. Mereces lo que vas a tener.
Negó con la cabeza.
— Cassie…
— Daniel, escúchame. —Acercó la cabeza a su hombro. Quería apoyar
ahí la barbilla, mirarlo desde esa posición, pero se abstuvo. No podía
permitirse una muestra tan evidente de intimidad—. Vas a estar bien. Vas a
formar una familia, vas a…
— No, Cassie, escúchame tú a mí, no es eso… —Se acercó más y giró el
cuerpo por entero hacia ella. Cogió sus manos—. No es eso. Lo que quiero
que sepas es que… —Tomó aire, pero incluso esa respiración ansiada se le
entrecortó—. Lo sé. Lo sé, y quiero que sepas que lo entiendo. Estoy aquí.
Hubiera estado aquí. Yo mismo lo hubiese hecho.
Cassandra se liberó de esas manos y se alejó. Un peso extraño se asentó
en su estómago. No tenía defensas para él.
— No sé de qué hablas.
— Alguien tiene que decírtelo, Cassie. Tienes que escucharlo de alguna
boca. —Apartó la mirada de él y con un extraño rechazo se alejó aún más
—. No te vayas. Ven, mírame. Estoy aquí.
Cogió de nuevo sus manos, pero al instante soltó una de ellas y la apoyó
en su rostro. Lo giró hasta que se miraron de nuevo. Cassandra aguantó la
respiración, pero no aguantaría esa mirada compasiva, amable, tan azul
como el cielo de esa isla en el mejor de sus días.
Ella negó con la cabeza.
— Lo entiendo —dijo él—. Quiero que sepas que lo entiendo.
Pero Cassandra siguió negando, porque de entre todas las personas de
ese lugar, quien menos deseaba que la viera de ese modo era él. No quería
que la viera con claridad, como la asesina en la que se había convertido.
Pero era él, de entre todas las personas de ese lugar, quien siempre había
sabido verla.
— Era él o yo —dijo.
Cassandra lloró todas sus llamas, por fin, en brazos de alguien.
Capítulo 27

Muchos días antes en el tiempo, esto fue lo que sucedió.


Una mañana como otra cualquiera, cuando las festividades con las
que daban la bienvenida al invierno estaban cerca de comenzar, uno de
los Ancianos interceptó a Edmund Sayer camino del puerto para
preguntarle por las actividades moralmente inaceptables que estaba
llevando a cabo desde hacía unos meses su esposa. Se había empezado
a correr la voz: cuatro mujeres se reunían para tratar asuntos de
mujeres, significase lo que significase aquello. ¡Es casi una reunión de
brujas!, le había susurrado aquel hombre recto, digno, honorable y
preocupado por el bienestar de Cassandra, por la posible corrupción de
su alma.
Edmund Sayer no estaba preocupado por la posible corrupción del
alma de Cassandra, pero no iba a permitir que su esposa ensuciase en
modo alguno su nombre.
La encontró en su dormitorio, donde solía pasar las horas, sentada
junto al ventanal, leyendo sabía Dios qué. Le arrebató el libro de las
manos y lo lanzó contra la pared. Antes de que Cassandra pudiese
decir nada, le propinó un sonoro bofetón con el que le partió el labio.
El labio sangraba mucho, había aprendido Cassandra aquellos años.
Cuando se llevó la mano a este, tirada en el suelo, con la silla volcada
sobre ella, entendió que al día siguiente tendría un buen corte. Y pensó
que tendría que limpiar la sangre del suelo.
Edmund la tomó de los hombros y la incorporó. La insultó, ¡bruja!,
la insultó otra vez, ¡maldita bruja!, y la sacudió. Le dio otro bofetón.
Un molesto zumbido se instaló en su oído izquierdo, acallando las
siguientes palabras de Edmund. Cerró los ojos, pero se los abrió con
otro golpe. Sintió la sangre brotar desde la ceja, correr por su rostro,
caer hasta el suelo. Más sangre, pensó Cassandra. Después pensó: está
hablando de las brujas.
Alzó la cabeza. Edmund aprovechó ese gesto para tomarla del
cuello.
— No voy a aguantar uno más de tus insultos. ¡Este es el último!
Vas a quedarte aquí encerrada hasta que me des un hijo y si en dos
meses no has quedado en cinta, estúpida bruja, entonces te lanzaré al
mar y me buscaré a otra.
Como para hacer constar sus palabras, le propinó otro bofetón.
Cassandra cayó al suelo. Un dolor profundo se había instalado en su
cabeza, en su cuerpo, en su alma. Edmund le había golpeado con
fuerza en numerosas ocasiones, así que la sensación era reconocible,
pero percibió algo distinto en esa amenaza. Una especie de
determinación.
— Fíjate lo que me costaría —añadió.
Y se marchó.
Al día siguiente, en contra de su propio estado y de las indicaciones
de todas las personas que la rodeaban, bajó al pueblo. Se paseó con el
rostro hinchado, repleto de cardenales y cortes, cojeando. Soportó las
miradas conmocionadas de quienes habían sido sus vecinos, antes de
que se trasladase a vivir al palacete, y dejó que hablasen. Si algún día
terminaba en el mar, al menos sabrían quién había sido el culpable.
Después se dijo que no iba a terminar en el mar. Se dijo que no iba a
soportarlo más, que ese día, cuando Edmund descubriese su nuevo
insulto, ese paseo a plena luz del día por el pueblo, recibiría la última
paliza que iba a recibir. Que si habían decretado que era una bruja,
entonces cumpliría con su papel.
Esa idea germinó y tomó peso regresando a casa, acompañada de
una Florence que no sabía si tomarla del brazo por miedo a hacerle
más daño.
Cuando Edmund regresó, la golpeó de nuevo. Por un momento se
dijo que iba a matarla, pero Dios sabe qué lo llevó a frenar. Lo hizo y
repitió la amenaza.
Cassandra pasó los siguientes cinco días en cama, reflexionando.
Entendió que Edmund valoraba, por encima de todo, su imagen, esa
imagen de El Inglés, el señor bien educado, de negocios prósperos y
gran poder. Su separación hubiera sido tomada como un escándalo,
como una demostración de que esa salvaje niña escocesa no había
sabido quererlo. Es más: una demostración clara de que él no había
sabido domarla. Ni siquiera había conseguido que cumpliera con sus
obligaciones maritales de darle un heredero. Todo aquello podía ser un
borrón en su nombre, sobre todo fuera de esas fronteras. Por ello,
pensaba Cassandra, Edmund Sayer siempre había preferido esconder
su fracaso matrimonial, enmascararlo o excusarlo de algún modo.
Quizá por eso la había mantenido con él, a pesar de todo. Cassandra
aprovecharía ese punto débil.
Al día siguiente, pidió a Herbert que acudiese en busca de su
hermano. Este se presentó en la residencia poco antes del anochecer. A
duras penas, Cassandra consiguió desplazarse hasta el jardín, bajar la
pequeña escalinata para tener algo de intimidad y soportar la ira
descarnada de Liam, que juraba y perjuraba, conocedor ya de esos
golpes convertidos en asunto público, acabar con la vida de Edmund
Sayer. Al día siguiente tenía que partir a Edimburgo, de donde había
regresado esa misma mañana, y se dedicó a maldecir cada instante que
habían pasado en ese pueblo.
Cassandra negó repetidas veces con la cabeza.
— Liam, tranquilízate, escúchame —le dijo—. Necesito que le
entregues esta carta a Sarah Grant. No quiero meter en problemas a
Florence, necesito que seas tú.
Liam tomó el papel y lo miró.
— Cassie… ¿Más problemas?
— No —aseguró ella—. El fin de ellos.
Se guardó el papel en el bolsillo.
— ¿Puedo saber qué pone?
Cassandra sostuvo su mirada.
— Que la hoguera se encenderá la primera noche del invierno. —
Liam negó con la cabeza. Cassandra lo tomó de los hombros antes de
que pudiese añadir nada—. Confía en mí. Todo va a mejorar a partir de
ahora.
Esas palabras llevaron a Liam hasta otra cuestión. Bajó la cabeza y
se esforzó por encontrar el modo adecuado de transmitir la noticia que
también había conocido esa misma mañana. Como si ambos hechos
guardasen relación.
Miró a su hermana pequeña con todo el amor que pudo reunir.
— Daniel va a contraer matrimonio, Cassie. Lo anunciarán después
de las festividades. —Se lo pensó dos veces antes de añadir—: Lo
siento.
Cassandra lo miró con la mayor de las incomprensiones. Justo
ahora, pensó. Antes de que pudiera darse cuenta, antes de que pudiera
siquiera entender de dónde afloraban esas emociones, se encontró a sí
misma llorando sobre el pecho de su hermano. Lloró largo rato. Por
Daniel, por el pasado, por el presente robado, por las hogueras
encendidas.
Cuando se separó de él, lo hizo aún más determinada a cumplir su
destino. Compartieron un último abrazo y Cassandra ingresó, de
nuevo, en el palacete. Herbert reparó en sus ojos hinchados, pero no
dijo nada. Se encerró en su dormitorio y durmió durante horas.
A la mañana siguiente, acudió a la biblioteca mientras Edmund
Sayer atendía sus asuntos. Se sentó frente al escritorio y este la
observó con reprobación, con un rechazo evidente que Cassandra
debía esforzarse por convertir en tolerancia en los días siguientes.
Le habló del perdón. Le habló de las dificultades de haberse
separado de su familia justo después del fallecimiento de su madre. Le
habló de vivir lejos del pueblo, lejos del mar. Le habló de la ausencia
de cometidos, de labores, ella, que había ido a trabajar desde siempre a
las tierras con buen ánimo, que disfrutaba hilando, que disfrutaba
incluso de los días en que amanecía trabajando en el campo. Le habló
de sentirse insuficiente para traer una criatura a este mundo, por todo
lo anterior. Le habló, de nuevo, del perdón. Concluyó su discurso
diciendo:
— Pero ahora sí seré la esposa que mereces, te lo prometo.
Edmund Sayer la miró con desconfianza, pero nunca antes se había
expresado de aquel modo, nunca antes había tratado de acercarse a él,
nunca antes había hablado en esos términos, así que aquello debía
significar algo. Tal vez la hubiese corregido, por fin.
Cassandra añadió lo último que, creía, necesitaba para convencerlo,
que era también el inicio del segundo acto de su obra particular.
— Dejaré esas reuniones. No volveré a asistir a ninguna de ellas.
Sólo te pido que me acompañes a casa de Sarah Grant, para devolverle
los libros que me ha prestado este tiempo. No quiero tenerlos más
conmigo. —Despacio, Edmund asintió—. Es más: le explicaré que no
quiero volver a tener ningún trato con ellas. Les expondré lo que me
has hecho comprender, lo que he comprendido estos días de reflexión:
que esas reuniones van en contra de lo que Dios ha dispuesto para
nosotras. No quiero que vuelvan a intentar contactarme. —Cassandra
sonrió con decoro, interpretando su mejor papel—. Tal vez podríamos
acudir antes de los festejos. Pero no quiero que nadie te encuentre allí
—añadió rápidamente, negando con la cabeza, fingiendo preocupación
—. ¡Ah! Tal vez puedas esperarme en las cuadras, no están lejos de esa
casa maldita. Así nadie tendrá que verte en sus proximidades. ¿Te
apetece que cabalguemos? Como hicimos en alguna ocasión, ¿lo
recuerdas? Podríamos cabalgar hasta el anochecer, y después asistir a
los festejos. No mandes ensillar los caballos, lo haremos nosotros
mismos. Recuperemos el tiempo. —Sonrió—. Todo va a mejorar, mi
señor. Lo prometo.
Aunque todavía con la desconfianza instaurada en su mirada,
Edmund asintió guiado por la convicción de que eso era exactamente
lo que merecía: una esposa entregada y sumisa.
Cassandra se preguntó qué verdad habría encontrado en esa sonrisa
que, le había dicho alguna vez su madre, rebosaba sinceridad. Terminó
por decirse que ese hombre, en su arrogancia, veía lo que quería ver.
Ansiaba el poder y Cassandra por fin se lo estaba ofreciendo. Por fin la
mujer arrodillada.
— ¿Puedo ayudarte, mi señor?
Edmund negó con la cabeza, todavía sorprendido.
— Con que cumplas lo que has dicho, estás haciendo lo que debes
hacer. —Se inclinó en el escritorio—. Quiero un hijo, Cassandra.
Esta se mordió el labio inferior, a pesar del corte que todavía le
palpitaba. Llevó a cabo una ensayada caída de ojos y sonrió con
comedida picardía.
— Puede que ese paseo a caballo sea buen momento para intentar
concebir.
Edmund Sayer no dijo nada. La miró unos segundos, y después
regresó a su tarea.
Cassandra se dijo que lo había conseguido.
La noche antes de Samhain, salió a pasear por el jardín. Deambuló
durante largos minutos, haciendo ver a todo aquel que pudiera estar
contemplándola que no tenía rumbo fijo. Con la misma languidez tomó
el sendero hacia el exterior, cuidándose de que nadie la siguiera.
Atravesó las puertas de entrada, permaneció allí unos segundos y
después se giró de nuevo hacia el interior. Antes de ingresar en la
propiedad, se acercó al muro y palpó las piedras inferiores. Tardó un
par de minutos en dar con lo que buscaba, pero allí estaba. Sarah había
cumplido su parte, siempre cumplía.
Guardó el pequeño recipiente en el escote del vestido y regresó al
jardín tal como había entrado, con despreocupación. Cuando Herbert le
preguntó por ese largo paseo, con curiosidad genuina, le explicó que le
apetecía contemplar las estrellas en esa noche despejada, justo antes de
la llegada del invierno. Él asintió, con media sonrisa. Casi como si
entendiera. Era extraño ver a Herbert sonreír.
A la mañana siguiente, durante las horas de luz que darían paso a la
primera noche del invierno, Cassandra y Edmund desayunaron juntos.
Llevaban un par de días haciéndolo. Después, ella lo acompañó en sus
labores en la biblioteca. Mientras él redactaba la correspondencia
oportuna, ella leía los tratados anglicanos que Edmund conservaba en
las estanterías. Su madre habría querido arrancarse los ojos al verla
con aquellos textos en sus manos, pero en realidad Cassandra se
encontraba sumida por completo en sus pensamientos.
Almorzaron juntos. Al concluir, Cassandra le pidió que le
acompañase de nuevo a la biblioteca, pues quería comunicarle algo.
Edmund se sentó en el sillón junto al fuego mientras ella le servía una
copa del mejor whisky escocés. Dudó un segundo antes de verter el
contenido de adormidera acordado con Sarah tiempo atrás, cuando
habían establecido esa resolución desesperada para Cassandra.
No lo habían hablado más que en un par de ocasiones, la segunda de
ellas para compartirlo con Hariet y Lìosa. Nunca había ocultado, no
con ellas, su infelicidad, el maltrato al que era sometida, el tipo de
hombre que era Edmund. Cuando, durante uno de esos encuentros,
Cassandra no encontró la forma de hacer menos visible el
desagradable golpe que manchaba su sien, Sarah, conteniendo las
lágrimas, aseguró que no iba a permitir que ese desgraciado acabase
con su amiga. Nunca le había explicado cómo tenía previsto conseguir
la adormidera, pero tampoco nunca dudó de sus habilidades.
Sí dudó, ese mediodía, un segundo. No habría marcha atrás después
de aquello.
Cuando comprendió aquello fue cuando se decidió.
Respiró y se dio la vuelta con media sonrisa. Tendió la copa a
Edmund, que bebió sin sospecha. ¿Por qué iba a sospechar? Su esposa
por fin se comportaba como debía.
Ella se sentó en el sofá y le explicó que al día siguiente, si estaba
conforme con ello, acudiría a hablar con Magnus Lobban, el Anciano
cabecera de la congregación, solicitando además la presencia del
ministro. Quería una guía más firme en su camino hacia ser una mejor
esposa. Edmund Sayer había relajado el rostro desde el día anterior. Se
mostraba, al menos, tranquilo con la actitud recién adquirida de
Cassandra. Aprobó esa iniciativa. Cassandra teatralizó su siguiente
movimiento:
— ¿Te parece oportuno si le pido a Florence que me acompañe?
Por supuesto, dijo Edmund, como debe ser. Cassandra asintió
sonriente.
— Te dejo disfrutar de tu trago en soledad, mi señor. Buscaré a
Florence para comunicarle esto. Después, tomo los libros de los que
quiero deshacerme y caminamos hasta esa casa para dejar atrás todo
esto, ¿sí?
Sí, dijo Edmund.
Cassandra se incorporó y lo observó una última vez, allí, en su
sillón, con la copa de whisky en la mano y la postura relajada de quien
se siente con el poder. Sonrió.
Encontró a Florence en la cocina, conversando con Beryl. La
cocinera examinó el corte del labio, decretó que había mejoría en la
herida, que era costra en su mayoría, y que el morado del rostro había
empezado a devenir en amarillo.
— Lo cubriré para acudir a los festejos. —Sonrió Cassandra—.
Florence, tengo que asistir a un encuentro en casa de Sarah. Edmund
me acompañará, después debe reunirse con alguien. Negocios. —
Sonrió de nuevo—. ¿Te importaría esperarme a la salida de esa
reunión? No estaremos más de dos horas y después acudiremos juntas
a los festejos.
Florence frunció el ceño. Le parecía extraño todo aquello, esa buena
disposición de Edmund Sayer después de unos días de lo más
turbulentos, después de toda una vida de violencia, pero terminó por
pensar, como había deducido el resto, que ese matrimonio había
encontrado una forma de entenderse, así que asintió. Aborrecía al
señor de la casa, al esposo de su querida amiga, pero asintió.
Cassandra se despidió con ánimo de ambas.
Edmund seguía en la biblioteca, a punto de dejarse vencer por el
sueño.
— ¿Nos vamos, mi señor?
Él se sobresaltó y se incorporó. Caminaron juntos hasta casa de
Sarah, Cassandra cargada de ejemplares de corte inmoral que tenía
escondidos en su cuarto. Llovía. Ella no dejó de conversar durante el
camino, pero él callaba a su lado.
— ¿La soñera después del almuerzo? —preguntó Cassandra, toda
dulzura.
— Eso parece —dijo Edmund, alzando las cejas—. Te espero en las
cuadras. No quiero que tardes.
— No, mi señor. Será rápido. No quiero perder un instante más.
Edmund dejó a Cassandra a dos calles de la casa de Sarah y se alejó
a paso veloz, en dirección a las cuadras. No quería que nadie le
descubriera en la puerta de la casa de una bruja, tal como Cassandra
había implantado en sus creencias.
Se preguntó si, en el fondo, les tendría miedo. Seguramente sí.
Cuando ingresó en casa, todas estaban ya allí. Sarah le tendió ropa
de Robert, Hariet un pañuelo para cubrirse la cabeza, y también una
boina. A esas horas, antes de los festejos, lloviendo como llovía, era
poco probable que alguien anduviese en aquel límite del pueblo, pero
nadie podía asegurarlo así que lo que debía hacer ella era asegurarse de
que su identidad fuese, al menos, difícil de distinguir. Tanto más si
parecía un hombre.
Lìosa le tendió el puñal. Tenía tallado el emblema del clan al que
había pertenecido su familia, allá en las Tierras Altas. Pensó en su
madre. La sentía un poco allí, con ellas.
Cassandra respiró con esfuerzo y advirtió, en cada compás de esa
respiración, los nervios que dominaban su cuerpo. Tomó aire una vez
más, llenándose de determinación, con sus tres mujeres observándola.
Eran muchas las cuestiones que podían salir mal, pero debía intentarlo.
Si no lo hacía, terminaría por morir más temprano que tarde.
Estaba eligiendo vivir, por delante de otra vida.
Miró a sus compañeras, asintió a una pregunta no realizada y abrió
la puerta de casa. Asomó la cabeza. No había nadie en aquellos
últimos caminos del pueblo. Llovía con fuerza. Temblaba. No dudó en
esa ocasión. Se lanzó a la lluvia.
No tardó en llegar a las cuadras. Encontró a Edmund con la cabeza
entre las manos, apoyado sobre uno de los cubículos donde un caballo
rumiaba su alimento con tranquilidad, ajeno al destino de aquel
hombre. Estaba visiblemente mareado, aturdido.
— ¿Qué me has dado? —susurró, al ver aparecer a Cassandra.
Se dio la vuelta hacia ella. Ella no le concedió tiempo para una
posible reacción. Se acercó a él y clavó el puñal en su pecho. Edmund
abrió los ojos con sorpresa y se deslizó por la madera hasta el suelo.
Trató de luchar, pero fue en vano. No dejaba de mirarla. Cassandra
extrajo el puñal. Edmund dejó escapar un alarido agónico. Volvió a
clavarlo, en esa ocasión en el estómago.
Lloraba, pero no por aquel hombre. No. Lloraba porque aquel
hombre la había convertido en una asesina. Pero era él o ella.
No le dijo nada. Ni una sola palabra. No tenía nada que decirle.
Cuando cerró los ojos, Cassandra se marchó.
Regresó a casa de Sarah y se desvistió a gran velocidad. Tiró el
pañuelo a las llamas, que lo devoraron con ganas. Lìosa se encargó de
limpiar el puñal, con resolución y empeño.
Cuando tomó asiento, Sarah y Hariet cogieron sus manos.
— Era él o yo —repetía, en un llanto constante pero silencioso—.
Era él o yo.
— Lo sabemos. —Sarah acariciaba su rostro—. Está bien, Cassie.
Iba a matarte.
Cassandra asintió. Iba a matarla. Tarde o temprano, quizá no de
forma premeditada, pero se había sentido cerca de morir en numerosas
ocasiones. Edmund bebía y la golpeaba, la forzaba, la asfixiaba
mientras la tomaba, mientras abusaba de su cuerpo, la golpeaba
mientras la embestía. No era un hombre, era un demonio, y en una de
aquellas ocasiones no controlaría su fuerza, su ira, y todo terminaría
para ella, y no era justo, no era justo, otra mujer más en la hoguera, no
era justo. Era él o ella, y había sido él.
Lìosa la tomó de los hombros.
— No ha acabado, Cassandra. Tenemos que seguir.
Asintió. Aún faltaba el tercer acto.
Sarah había dispuesto que su hermana pequeña las visitara aquel
día, para que un testigo más, uno inocente, pudiera constatar que las
cuatro estaban allí, con las Biblias sobre el regazo. Con su timidez
habitual, no se dirigió a ellas, pero las cuatro realizaron en su presencia
algún comentario, para que así la niña posara sus ojos sobre cada una y
pudiera recordar que, sí, esas cuatro mujeres estaban allí, ¿dónde sino
iban a estar?
Florence acudió a buscarla tiempo después. Parecía pensativa, pero
se unió a sus conversaciones. Las dirigía Lìosa, consciente de su papel.
Tenía que evitar que Cassandra se perdiese en sus pensamientos, en sus
remordimientos. Se dirigieron, las cinco, hacia las calles. Hariet se
desvío para buscar a su marido, Lìosa hizo otro tanto con su madre.
Robert, el esposo de Sarah, se encontraba de viaje, así que pasaría el
resto de la tarde con Cassandra y Florence.
Cassandra tenía una jaqueca terrible y un profundo dolor en el
estómago. Había devuelto sobre las llamas el almuerzo, y la infusión
que Sarah le había preparado no había servido de mucho. Pero
mantuvo la compostura. Durante horas conversó, bailó, observó las
llamas de la primera noche del invierno protagonizando la imagen de
la plaza. Había llovido durante prácticamente todo el día, pero la lluvia
dejó de caer cuando la hoguera se encendió.
Vio a su padre, en la distancia. Conversaba con Ramsay Loughty,
ambos parecían ebrios. Vio llegar a Daniel, acompañado de su madre.
Él parecía conmocionado. Apenas lo miró. Ese día, más que nunca
antes, no se atrevía a hacerlo. Se sentía sucia, marcada de por vida.
Vio también, en una ocasión, a unos pasos de distancia, a Walter
Sayer. No parecía echar en falta a su hermano, aunque sin duda se
estaría preguntando dónde estaba. «Lo he enviado al infierno». Su
cuñado miraba a las más jóvenes del pueblo con un desagradable
deseo.
Por qué tantas mujeres, se preguntó Cassandra, por qué tantas,
tantas mujeres. Por muchas explicaciones que buscase para aquello
jamás llegaba a tener una respuesta ni siquiera mínimamente
satisfactoria. No bastaba el odio, no bastaba el poder. No era
suficiente. ¿Cómo podía serlo? ¿Cómo podía explicar el odio o el ansia
por el poder el hecho de que tantas, tantas, tantas mujeres…? No, no
era suficiente. Nunca lo sería. Y no había nada que pudieran hacer.
Salvo, quizá, convertirse en bruja para librarse de la hoguera.
Las llamas de Samhain se apagaron y la noche dio paso al invierno.
Capítulo 28

Cassandra se confesó con el único hombre con el que no necesitaba


confesión.
Fue un relato entrecortado, interrumpido por las lágrimas que ese día sí
dejó que brotaran delante de alguien, porque, al fin y al cabo, ese alguien
era su lugar seguro. Se desahogó como no había podido hacer hasta aquel
momento, ni siquiera con sus mujeres, por temor a que oídos ajenos e
indiscretos escucharan. Pero allí, en ese rincón del palacete que era suyo,
casi escondidos, entre susurros, y sin soltarse de las manos, Cassandra no
temía represalias. No temía demasiado, a decir verdad.
Los ojos de Daniel perseguían cada uno de sus movimientos, ya fueran
tomadas de aire o cambios de posición, ya se inclinase sobre sí misma para
dejarse vencer por el llanto o alzase la cabeza para seguir el movimiento de
las nubes en el cielo. Daniel la seguía como había hecho siempre.
Cassandra habló de culpa, habló de las pesadillas que acosaban sus
noches, de ese sillón que todavía conservaba el perfume de Edmund Sayer,
de que sentía corrupta su moral y de que, al tiempo, sentía que era el único
camino que podía haber tomado después de todo. Le habló de todo lo que
había ingerido para no quedar en cinta, de que tal vez su interior se hubiera
echado a perder, del asco que sentía al pensar en la posibilidad de concebir
un hijo de ese hombre. Habló de los golpes constantes, del terror nocturno,
del miedo a que la noche en que la visitaba apestase demasiado a alcohol y
no pudiese controlar su fuerza. Era él o ella.
En los días previos al hecho en sí, se había hecho fuerte en aquella idea,
no para autoconvencerse de los beneficios de llevarlo a cabo, no era anhelo
de libertad lo que la movía por entonces: había creído en aquella idea desde
el más grande de los instintos de supervivencia, a partir de haber estado en
contacto con demasiadas mujeres sin nombre que habían terminado en las
hogueras. Ella podía ser la siguiente en ser sacrificada con el beneplácito de
una sociedad donde no valían un penique. Cassandra no quería terminar en
una hoguera, no quería que su cuerpo llegase un día a la playa de su pueblo
natal y que Sarah o Hariet o Lìosa tuvieran que arrodillarse ante su cadáver.
No quería convertirlas en esa mujer a la que vio, aquel día de su infancia,
llorar sus pérdidas.
— No intento justificar mis actos o mis decisiones —continuó, con la
mirada fija en sus manos todavía unidas a las de Daniel—, pero quiero que
comprendas que no se trataba de desear otra vida para mí. Se trataba de
asegurarme una, la que fuera. —Se atrevió a mirarlo a los ojos, acuosos
como debían verse los suyos—. Tarde o temprano iba a matarme.
Los labios de Daniel temblaron unos segundos. Soltó las manos de
Cassandra para posar una en su mejilla, en una herida que era otro recuerdo
del infierno soportado. Un par de lágrimas se escaparon de esos ojos azules,
se acercó a ella y susurró:
— Lo siento muchísimo, Cassandra.
Ella rompió a reír, todavía sin abandonar el llanto.
— ¿Sientes en lo que me he convertido?
— Siento haberte dejado sola.
Cassandra bajó la cabeza.
— Bueno, no he estado sola.
Sus mujeres. Sus brujas.
— Yo mismo lo hubiera hecho, de haber sabido…
Cassandra volvió a mirarlo, con una cierta diversión en la mirada. Su
dulce Daniel… Jamás hubiera podido hacerlo. Ni siquiera era capaz de
romper una promesa en favor de su felicidad.
— Tú no eres esa clase de hombre, Daniel.
— Tú tampoco eres una asesina. —Hizo una pausa, después añadió—:
Ni su bruja.
Sintió un vuelco en el estómago.
— ¿No lo soy?
Daniel negó con la cabeza.
— No, no eres lo que ellos piensan.
Cassandra sabía lo que eso significaba. No eres una mujer malvada, no
llevas el demonio dentro, no tienes esa marca, no eres una proscrita, ni una
pecadora. Eso estaba diciéndole.
— Pero sí lo soy. Así lo siento. Soy la hija, la nieta, la descendiente de
todas esas brujas que quemaron, y lo que hice también lo hice en parte por
todas ellas, por todas las que no pudieron vivir, por las que murieron a
manos de hombres como él, por decisiones de hombres como él, por todas
las que seguro siguen muriendo, porque puede que la ley ya no ampare esos
crímenes pero tampoco los condena. Reivindico el título de bruja —dijo,
entre lágrimas—. Estoy cansada de que otras mujeres inocentes tengan que
llevarlo como una condena. Yo no soy inocente, pienso llevarlo con honor.
—Bajó la cabeza, después lo miró—. Soy todo esto, Daniel.
Él abrió mucho los ojos.
— Lo sé —dijo, con tranquilidad—. Siempre lo has sido. Pero no eres su
bruja.
Cassandra entendía el matiz. Sonrió. Después dejó de hacerlo.
Tampoco quería equipararse a todas esas mujeres inocentes, no podía
hacerlo.
— He matado a un hombre. He matado a mi esposo.
Pronunció aquellas palabras con la crueldad que correspondía al acto
realizado.
— A un mal hombre —añadió él—. A un terrible esposo.
— ¿Acaso puede tomarse eso como una justificación? No soy quien para
decidir quién vive o quién muere, pero lo decidí. —Sacudió la cabeza—.
No tengo pensado vivir sin remordimientos, ni pretender que mi moral es
impoluta. He cometido el peor de los crímenes, el que tanto me esfuerzo por
condenar cuando se trata de mujeres…
— Mujeres inocentes —interrumpió él—. Ese desgraciado no tenía nada
de inocente.
Lo miró, bajó la mirada de nuevo, después volvió a mirarlo con media
sonrisa.
— Yo ya no lo soy, Daniel. No soy una mujer inocente. No puedes
quitarme la culpa.
— No puedes impedir que lo intente.
La media sonrisa se convirtió en una completa. Extendió la mano para
tocarle el rostro, pero en el último momento se arrepintió. Como si, ahora
que los secretos habían sido revelados, estuviera demasiado sucia para una
piel como la suya, para un corazón como el suyo.
Entendiendo la disputa interna de Cassandra, Daniel cogió esa mano y la
llevó hasta su mejilla izquierda. La dejó ahí, unos segundos. Después la
tomó y besó su dorso. Cassandra sintió una oleada de amor profundo, amor
verdadero, recorriendo todo su cuerpo.
— ¿Cuándo lo supiste? —preguntó, sin atreverse del todo a hacerlo.
— Te conozco, Cassie. Me dijiste que ya no te conozco, pero sí lo hago.
Conozco tus modos de hablar, la manera en la que te enfrentas al mundo. Sé
cuándo no estás diciendo algo que quieres decir, sé cuándo lo dices sin
decir. Entendí pronto que sabías más de lo que estabas contando. —Cuando
ella retiró su mirada de esos ojos, él provocó que se encontraran de nuevo
—. Y entiendo a qué te refieres cuando hablas de entregar tu alma.
Cassandra rescató, casi como si fuese un recuerdo de otro, las palabras
que pronunció en su último encuentro, ante la mirada atónita de un Daniel
que escuchó lo más parecido que podía ofrecer a una confesión.
— Te conozco desde que no podía ponerme en pie, Cassie, sé quién eres,
así que…
— Una asesina.
— No. Una mujer preparada para salvarse a sí misma, llegado el
momento. Creo que siempre lo he sabido, pero lo entendí por completo el
otro día. Hiciste lo que nadie más se atrevía a hacer. Ni tu padre, ni tu
hermano. Ni yo. —La miró fijamente—. Lo siento.
Lloró sin pretenderlo, sin poderlo evitar. Quería a ese hombre, lo quería
y lo estaba perdiendo. Seguramente nunca, en toda su vida, pudiera amar a
otro, porque Daniel era, siempre lo había sido, el alma que le correspondía,
el que debía haberle correspondido, al menos, y también su lugar seguro. En
un país en el que sentía las llamas a cada paso, no había nada más
importante para Cassandra que sentirse a salvo. Con él se sentía de ese
modo. Y tenía que dejarlo, porque allí todavía quedaba un hombre que no le
dejaría vivir a ella.
— ¿Sabes? Me ofende un poco que Walter no me tenga en
consideración, que no haya pensado que… —Negó con la cabeza,
concluyendo los sollozos—. Es una estupidez, porque me beneficia.
Contaba con ello, contaba con que nadie posara sus ojos sobre mí, pero creo
que me ofende. En el fondo, no deja de ser otra prueba de la manera en la
que se nos observa. Yo jamás podría haber hecho algo así, jamás podría
haber reunido la valentía o la fuerza para ello. El papel de conspiradora,
quizá, pero en la cabeza de Walter el ejecutor no podía ser otro que un
hombre. Un hombre que vengase a una mujer que le pertenecía de algún
modo. —Miró al cielo—. Una mujer, por sí misma, carece de lo necesario
para hacer algo así.
— Claramente no te conoce.
Los ojos se le inundaron de nuevo de lágrimas.
— No quiero ser esa figura indefensa e incapaz que los hombres como
Walter piensan que soy, pero tampoco quiero ser una asesina.
— Lo sé.
Sollozó un segundo. Después se obligó a serenarse, de nuevo.
— Creo que Lewis Drummond sí lo supo, al final. Lo que había
sucedido. —Daniel frunció el ceño, ella negó con la cabeza—. Creo que lo
entendía. Puedo estar equivocada, pero me transmitió esa sensación, justo
antes de marcharse. —Bajó la cabeza, no podía decir aquello mirándole—.
Yo también voy a marcharme, Daniel. No hay lugar para mí aquí. Walter no
me dejará respirar, y yo no puedo seguir pretendiendo que puedo recuperar
el tiempo perdido. Me marcho a Glasgow, por el momento. Está lo bastante
lejos como para que nadie me conozca. Y quiero subir al Norte, a conocer
la tierra donde nació mi madre.
Se miraron. Había una determinación feroz en esa mirada de Daniel.
— Iré contigo.
— No, por supuesto que no. —Sonrió con tristeza—. Tienes promesas
que cumplir.
— Haría cualquier cosa por ti, Cassie, ¿acaso no lo ves? Lo he intentado,
pero soy incapaz de dejarte en el pasado. Te amo —añadió, de golpe—.
Desde que éramos unos críos, desde que me cogías de la mano y me
llevabas al bosque a mancharnos de barro. Siempre has sido tú.
— Pero no siempre he sido yo. Hemos estado demasiado tiempo
separad…
— ¿Qué importa eso? —interrumpió él—. Seguimos siendo tú y yo.
Ella sonrió.
— Eso sí es cierto. —Cassandra se perdió en sus ojos, y entonces dijo—:
yo también te amo, Daniel. Desde que éramos unos críos. Eres mi lugar
seguro, tú, tu corazón. —Se acercó a ella, como llevado por esas palabras, y
apoyó su frente en la de Cassandra—. No puedes dejarte arrastrar por mi
destino, no puedes seguirme más. Tienes que tener el tuyo propio. —Le
cogió la cara—. Te prometo que volveré. Y te escribiré. Estaremos siempre
juntos, de alguna manera.
Daniel se inclinó y besó sus labios. Cassandra le correspondió al
instante, pero después detuvo cualquier tentativa de hacer de aquel roce un
beso propiamente dicho. Si se encontraban de ese modo, sería imposible
decir adiós.
— Tienes que ser feliz, ¿de acuerdo?
Pero rió con tristeza. Cassandra notó en sus propias mejillas las lágrimas
de él.
— No puedo hacer esto. Te voy a querer siempre, Cassie —dijo, con la
voz tomada.
— Como yo a ti. Eres mi primer amor, y yo soy el tuyo, ¿recuerdas?
— No, es más que eso.
Se alejó un poco, lo justo para mirarla a los ojos y que ella entendiera.
Eran más que una frase pronunciada en la juventud. Eran un amor adulto,
un amor consciente. Ninguno había olvidado, ninguno había soltado, y al
reencontrarse nada entre ellos había cambiado. Seguían siendo Cassandra y
Daniel, las mismas almas, incluso con los pecados añadidos.
— Vas a estar bien.
Pero Daniel sólo negaba con la cabeza, suspirando como siempre hacía
cuando no encontraba el modo de gestionar la situación adversa que tenía
ante sí.
En esa ocasión, la situación adversa era despedirse como no pudieron en
su día, aceptando ambos que debían asumir destinos diferentes, destinos
irreconciliables. Cassandra viviría para recuperar el nombre de todas sus
brujas, pues era el único camino que había encontrado para dar un sentido a
su vida después de arrebatar una ajena. Daniel, en cambio, merecía una
existencia tranquila, una existencia feliz, un retoño con sus mismos ojos con
quien jugar en la playa, como antes habían hecho sus padres con él.
Él también lloró, abrazado a ella. Lloraba su amor y su culpa, la culpa
que sentía por haber dejado que su gran amor se enfrentase sola al demonio,
la culpa que sentía al pensar en la culpa que no podía arrebatarle a
Cassandra, en esos pecados que a sus ojos no eran más que una decisión
necesaria tomada en el límite de su tiempo. Ahora Daniel lo veía con
claridad, todo lo que no había podido ver aquellos años, consumido por la
pena y la orden de Cassandra de marcharse. Consumido por el desamor y su
propia desdicha, no había sabido ver lo que Cassandra estaba viviendo en
ese infierno. Pero ahora veía con claridad que había estado a punto de
perderla, que había estado muy cerca de asistir a su funeral, y se decía que
se habría enterrado con ella. Seguiría a esa mujer a cualquier lugar, a la
oscuridad misma, a la muerte.
Fue Cassandra quien los separó. Siempre había sido la valiente de los
dos. Limpió el rostro empapado de Daniel, incapaz a esas alturas de
pronunciar palabra. Besó sus labios, una vez. Él cerró los ojos. Maldijo su
destino, el de ella, el de ambos.
— Está anocheciendo —susurró—. Deberías regresar.
Él asintió, pero todavía ella tuvo que empujarlo, conducirlo hasta la
salida. Lo llevó de la mano. Daniel la aferraba con fuerza. Lo sentía muy
dentro: no podía dejarla marchar. No otra vez. Ya lo hizo una vez.
Cassandra dijo: tienes que marcharte. Y él se marchó. La dejó allí, sola, la
dejó asomada a un abismo del que, de haberse caído, no hubiera podido
regresar. A duras penas estaba regresando con tan solo haber estado cerca
del precipicio.
Cuando se detuvieron frente a la puerta de salida, Daniel negó con la
cabeza. Cassandra preguntó, pero él no respondió. Se inclinó, besó sus
labios. Fue un beso comedido, pero después volvió a besarla y no hubo en
ese segundo roce ninguna moderación. Besó a Cassandra con ganas. La
tomó de la cintura y la besó con ganas. Después se separó, negó de nuevo y
dejó escapar una risa.
— ¿Qué ocurre? —preguntó ella, desconcertada.
— Está lloviendo —dijo él. Ella subió la cabeza—. Ni siquiera te habías
dado cuenta.
Lo miró. Sonrió. «Cuando la lluvia canta una canción de amor no es tan
molesta».
Capítulo 29

La última carta que recibió Cassandra, aquellos días, contaba una historia
que reconocía, que creía o quería reconocer. Era la historia de una mujer
como tantas otras. Había vivido en Dòrnach, servido a una familia,
contraído matrimonio y engendrado hijos. Entrada la vejez, había sido
acusada de brujería y quemada por ello apenas sesenta años antes del
tiempo que habitaba Cassandra. Tal vez se tratara de aquella mujer que
había referido Lewis Drummond, días atrás, cuando narraba su propio
pasado en contacto con el temor a las hogueras. Sesenta años antes, con la
Ley de Brujería a punto de quedar extinta, a punto de ser un error de
tiempos pasados. Todavía quedaban personas vivas que sentían su historia
no como una historia sino como parte de lo que eran, de lo que era el lugar
que habitaban.
Esa historia no tenía nada de extraordinaria. La mujer que escribía se la
había escuchado narrar a su madre en muchas ocasiones, a veces desde la
amenaza, portaos bien o vendrá a por vosotras, a veces desde la fascinación
por las historias, desde ese alma de narradores que poseían allá en el Norte.
Pero había algo, un detalle…
Cassandra arrugó el papel entre las manos. Aquellas palabras narraban
cómo la hija de esa bruja tardía había logrado escapar y cómo, allá donde
iba, llevaba consigo una marca del mal, en su propio cuerpo. Los pies
deformes, consecuencia de los hechizos de su madre.
Los pies deformes. Como esa mujer de su infancia que se arrodillaba
frente al mar.

Afrontó las últimas despedidas aquella tarde. Dos días después del
último encuentro con Daniel, con el corazón encogido, tomado por una
tristeza nunca antes experimentada, pero de algún modo liberada y con
grandes deseos de poner un pie en el camino, determinó injusto no
despedirse de los otros dos hombres de su vida.
Visitó a su padre a primera hora de la mañana. Con él fueron todo
promesas. La promesa de regresar, la promesa de cuidarse, la promesa de
escribir. La promesa de visitar la tierra de su madre. No se marchaba para
siempre, aseguró, solo una temporada, solo hasta que el ánimo de Walter
Sayer se calmara, solo hasta que el pueblo hubiera olvidado lo suficiente
como para recibirla de nuevo como Cassandra y no como la viuda de El
Inglés.
Quería que los demás olvidasen, era ella quien debía recordar, quien
debía no perdonarse. No pretendía vivir sin remordimientos, ni ignorar las
pesadillas recurrentes. Sabía que nunca se desharía de ellas y no se
esforzaría ni lo más mínimo por desprenderse de las emociones o las
cuestiones morales que habían nacido con la decisión tomada. No le
importaba vivir con eso. Estaba viviendo, eso era lo que le importaba.
No le dijo la verdad a su padre. Jamás se la diría. Esa verdad era suya.
Tampoco le contó la verdad a su hermano. Liam no hubiera adoptado
una postura diferente a la que había visto, días atrás, en Daniel, pero tal
como le sucedió con su padre, sintió que aquella era su verdad, una que
quería conservar para sí.
Quizá lo que sucedía era que estaba siendo egoísta, que estaba
preservando la imagen que aquellos dos hombres tenían de ella, quizá lo
que sucedía era que no quería ensuciar esa imagen, ese recuerdo, no quería
mancillar su nombre ante ellos. Tampoco aquello le importaba demasiado.
Muchos nombres habían sido mancillados en vano, por todos ellos
conservaría el suyo inmaculado.
Su hermano no aceptó de buen grado su partida. Su padre no la celebró,
pero se mostró mucho más transigente con ella, quizá porque, en el fondo
de ese viejo corazón, lo único que deseaba era que su hija estuviese bien. Y
sabía lo que sabía Cassandra: que no había, no de momento, lugar para ella
en ese pueblo, donde viviría a medio camino entre un palacio que no era
suyo y unas calles que no podía ocupar del todo, cohabitando con el amor
de su vida entregado a una vida con otra mujer.
Explicó todo esto a su hermano, que, a pesar de dar muestras de
entendimiento, no dejó de mostrarse reacio a su decisión.
— ¿De qué vivirás?
— Tengo una buena pensión anual, Liam. No debes preocuparte.
— Me refiero a… ¿Qué vas a hacer? ¿Perseguir mujeres?
— No lo digas como si fuera un acto vandálico.
— No es vida para una dama.
— Soy una bruja, Liam, no una dama.
— Cassie…
Pero ella sonrió, y al final él también lo hizo.
Se despidió de ellos el penúltimo lunes de diciembre. Cerró los ojos al
abrazarlos.
Capítulo 30

Cassandra abrió los ojos en su bosque, su bosque de siempre.


Sólo estaba ella. Se había detenido en el sendero que conducía al
punto de encuentro con la diligencia que le llevaría hasta Edimburgo,
ciudad a partir de la que seguiría su camino. Llovía un poco, pero
quiso empaparse de esas últimas gotas que caían sobre su pueblo, así
que se detuvo, alzó la cabeza y cerró los ojos. Cloc, cloc, cloccloc,
sobre su rostro. Abrió los ojos. Sólo estaba ella. Aquello podía ser
peligroso, una pésima idea, y al mismo tiempo la mejor de las ideas
que había tenido jamás. Porque por fin, por fin, por fin, sólo estaba
ella, sin verse en la obligación de rendir cuentas ante nadie, sin ofrecer
más explicaciones que las que siguieran a sus acciones, sin…
— Tiene que ser lo que tú decidas, ¿no es así?
Se giró y allí estaba él. Dos ojos azules bajo la fina lluvia.
— Daniel…
— Tienes que marcharte, y me marcho. No puedes venir conmigo,
así que no voy contigo. De eso nada. De eso nada, Cassandra. —Se
detuvo ante ella y soltó la alforja, que cayó con un golpe seco—. No se
trata de un impulso. Lo supe la pasada noche, pero también sé que en
ocasiones es imposible razonar contigo, eres tan… —Suspiró, pero una
pequeña sonrisa delató una ausencia de contrariedad que tranquilizó a
Cassandra—. ¿De veras pretendías que te dejase ir? Después de todo,
de veras, Cassandra, ¿después de todo pretendías…?
— Sé cuánto supone para ti —razonó, como pudo, más aturdida de
lo que se había sentido en mucho tiempo—. Y también cuán injusta he
sido pidiéndote…
— En tus cálculos, dime, Cassandra, ¿en tus cálculos has incluido
también lo que supone para mí ver cómo te marchas, sola, ver cómo te
pierdo una vez más?
Se mordió el carrillo.
— Tengo miedo por ti, Daniel —dijo, por toda respuesta—. Y no
quiero…
Sí quería, claro que quería. Había anhelado ese momento, había
soñado con Daniel allí, pronunciando esas mismas palabras y las que
sospechaba que vendrían, lo había soñado sin atreverse a decirse,
faltando así a su promesa de innegociable honestidad consigo misma,
que lo soñaba desde el anhelo, desde la esperanza, incluso. Lo deseaba,
claro que lo deseaba. Deseaba que tomase la alforja y su mano y se
marchasen juntos, tan lejos como fuera posible. Pero no podía hacer
frente, ni sabía cómo explicarle, lo mucho que, de igual modo, le
aterrorizaba la posibilidad de que un día se despertase a su lado, la
mirase y viese en ella a una bruja. No podría sobrevivir a aquello.
Pero lo que aquel día soñado dijo Daniel, ajeno a sus temores,
asentado en los suyos propios, fue:
— ¿Me quieres, Cassandra? ¿Puedes quererme? Después de todo,
quizá no puedas, pero…
Cassandra arrugó la frente.
— ¿Después de todo?
— Después de lo que te han hecho. De lo que has vivido. Puedo
esperar —añadió, con precipitación y decisión—. Puedo esperar, y
también puedo ser solo… quien esté a tu lado. Pero esto es lo que
deseo, Cassie. Estar a tu lado.
Dio un paso al frente. Pum, pum, pum, el corazón de Cassandra latía
a toda velocidad. Dejó ella también la alforja a sus pies.
— ¿Qué haces aquí, Daniel?
— ¿Qué consideras que hago aquí?
Esa sonrisa torcida.
— Daniel…
— Tan solo… Dime, ¿deseas que vaya contigo?
— ¿De veras? ¿De veras puedes quererme tú a mí, después de todo?
— Sí. —Otro paso adelante—. Hace unos días me pediste que
eligiera una vida contigo… ¿Acaso ya no la deseas? Yo sí la deseo,
Cassandra. ¿Por qué no me lo pediste esa noche, en el jardín? ¿Por qué
me pediste, otra vez, que me marchara?
— ¿Por qué es tu decisión la que ha cambiado, con todo lo que
ahora sabes? Deseabas respetar tu compromiso, la mujer que…
— No quiero abandonarte, ni perderte. Nunca debí haberlo hecho.
—Otro paso hacia adelante—. Lo que deseo es estar a tu lado. No es
responsabilidad —añadió, con premura—. No es compromiso, es…
Deseo estar a tu lado. Deseo esa vida contigo. ¿No quieres que nos
marchemos juntos, empezar juntos, lejos de aquí? ¿Por qué no me lo
pediste?
Su nerviosismo era evidente, sincero, tierno. Cassandra sonrió con
tristeza.
— Daniel… ¿Y si ya no soy quien recuerdas?
— No estoy viviendo de recuerdos, Cassie. Sé que has cambiado, sé
que has vivido una vida que puede ennegrecer el corazón de
cualquiera, y aun así lo amo. Sé quién eres, sé de qué está hecho ese
corazón. —Cassandra se mordió el labio, sin ánimo alguno de
esconder su emoción. Recordaba haberle dicho esas palabras exactas a
su hermano, semanas atrás—. Sé lo que tiene para mí. Sé quién soy
cuando estoy contigo, sé lo que somos.
— Pero después de todo, después de lo que sabes…
— Lo entiendo. —Se acercó a ella—. Necesito que tú lo entiendas.
Entiendo lo que hiciste. No puedo arrebatarte la culpa, de acuerdo,
pero no eres culpable para mí.
— No sé si debería ser así.
— Solo hay un culpable.
— No es…
— Cassie. —Se acercó más—. Eras tú o él. No voy a ceder en eso.
Calló. Él avanzó un paso más hasta ella.
— Ni siquiera necesito que me correspondas, solo quiero estar a tu
lado.
Cassandra rió.
— Por supuesto que te correspondo.
— ¿Puedes quererme?
— Por supuesto, Daniel, yo…
— Podría esperar. Años, de ser necesario. Solo quiero…
— Daniel. —Lo interrumpió, dando ella un paso al frente—. No se
trata de eso. No creo… Creo que no estoy rota, no de esa manera.
Puedo quererte. Te quiero —corrigió al instante—. Pero también… No
me siento limpia para ti.
— No digas tonterías, siempre has estado cubierta de barro y te he
querido de igual modo.
— Sabes a lo que me refiero.
— Y no me importa lo más mínimo, así que me vas a permitir que
lo ignore.
— No puedes ignorarlo.
— En ese caso, te absuelvo.
Casi sonrió.
— Voy a perseguir brujas, voy a sacarlas de las hogueras. Me
meteré en problemas.
— Nunca me he atrevido a dudar de ello.
— Te meteré en problemas, Daniel.
— Vale, Cassandra, pero ¿te casarías conmigo?
El eco de esas palabras resonaron en lo más hondo de Cassandra
durante unos segundos, invadiendo cada recoveco de su interior, hasta
que tomó auténtica conciencia de ellas. No hizo nada por impedir que
los ojos se le inundasen de lágrimas, pero bajó la cabeza y se cubrió el
rostro. No recordaba si alguna vez antes había llorado de felicidad.
— ¿Eso es un no? —preguntó Daniel.
Cassandra la alzó de nuevo y miró a aquel hombre. Se echó a reír.
— ¿No? ¿Sí?
Dio un paso más, el definitivo, hasta sus brazos, y entonces lo
abrazó con fuerza. Cerró los ojos. Los abrió. Lo besó. Cubrió su rostro
de besos fugaces, besos rápidos y alegres que se mezclaban con las
gotas de lluvia. Daniel la sostuvo por la cintura, sonriendo a su vez.
— ¿Eso es un sí?
— Por supuesto que es un sí.
Enredó las manos en su cabello y Daniel la levantó del suelo.
Caminó hacia atrás, hasta que pudo apoyarse contra uno de aquellos
árboles, acaso contra el que se habían recostado años atrás. Se besaron
con una seguridad liberadora.
— ¿Estás seguro?
Daniel asintió de inmediato, sin tiempo que esperar ni distancia que
establecer.
— Primer y último amor. —Suspiró sobre ella, con los ojos
cerrados—. Estoy seguro.
Cassandra también suspiró, suspiró un canto de amor y libertad, ahí
mismo, con la nariz apoyada en los labios de Daniel y los ojos
cerrados, sonriendo, con la lluvia cayendo, cantando con ellos,
cantando con ella, llevándose, por fin, un poco, el olor de las hogueras.
NOTA HISTÓRICA

Se considera que la última mujer de Gran Bretaña que fue condenada a la hoguera por brujería
fue Janet Horne, en Dornoch. No se conoce con exactitud el año. Algunas crónicas sitúan la fecha en
1722, otras en 1727. Menos de una década más tarde, se abolió una Ley de Brujería que, se calcula,
terminó con la vida de más de 2500 personas en Escocia. Un 84% eran mujeres.

Janet Horne fue acusada, entre otras cosas, de convertir a su hija en poni, de cabalgar sobre ella
hasta el lugar donde se reunía con el diablo y de no ser capaz de devolverla a su forma humana,
deformando en el pro ceso los dedos de sus manos y de sus pies. Su hija escapó de la hoguera. No se
tiene más constancia de su vida.

Es muy probable que esa última mujer que murió en la hoguera no se llamase Janet Horne. Este
nombre, con su variante Jenny Horne, era uno genérico que los habitantes de las Tierras Altas de
Escocia usaban para referirse a las brujas
Agradecimientos.

Gracias, en primer lugar, a mi madre. Fuiste la primera en leer esta historia que escribí, en
julio de 2018, sin más pretensiones que regalarte algo entretenido para pasar el verano. Gracias
también a Jose, Paqui y mi tía Mari, que leísteis la primera versión, como mi madre, cuando
toda vía no había brujas involucradas. Me contagiasteis vuestra emoción y en parte por eso
estamos hoy aquí.

Gracias, Lore, por convertir mis sueños en algo que pueden ver mis ojos. Por la paciencia,
el talento y por ser mi amiga, que es lo que más valoro de todo, ¡y mira que valoro lo otro!
Perdón por hacerte trabajar, pero ojalá te tenga siempre conmigo.

Gracias a las primeras lectoras de esta versión de brujas. Evawyn, Andrea, María, gracias
de corazón. Cris: gracias, gracias, gracias. Gracias a las cuatro por ayudarme y por tratarlo
todo con tanto cariño.

Por lo demás, a la gente que tengo cerca. Mi hermana, mi padre, mi familia. Ro, por todo
lo de siempre. Ana, Eva, todas las Encalas: os quie ro con todo mi corazón. Los pilotos de
avión de la Unión y los Encalos. Xabier, por hacerme siempre las mejores preguntas y por
todas las con versaciones (que después nunca recuerdas). Gracias también a Sergio, la gente
fascinante y las malas segovianas. Gracias por el apoyo, los con sejos, el interés, pero sobre
todo gracias por recordarme siempre que tengo una vida que adoro cuando no estoy
escribiendo.

Y, como no sé hacerlo sin música, gracias a Florence Welch.


JUDITH TORQUEMADA MINGUELA
Me llamo Judith y nací un 22 de noviembre de 1993, en Segovia. He pasado mi vida entre campos y
pinares cabezolanos, las madrileñas calles de Malasaña y el Atlántico de Corcubión, pero siempre
soñándome un poco en Escocia.

Además de escritora, soy una periodista apasionada de la cultura.

La última bruja de Escocia es mi primera novela de ficción.


©Todos los derechos reservados.
©La última Bruja de Escocia
©Judith Torquemada Minguela WEB/REDES SOCIALES

Diseño de portada: Lorena Sacristán


Maquetación: Lorena Sacristán

Primera edición: 29 de Julio de 2024


ISBN: 9798333713834

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