Pizarro Primeras

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álber vázquez

Pizarro
y la conquista del Imperio Inca
La increíble historia de los hombres
que dominaron un continente

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La travesía del Atlántico
Abril de 1514 - junio de 1514

L a culpa de todo fue de Balboa. De Vasco Núñez de Balboa, quien,


un año antes, en 1513, había tenido la ocurrencia de enviar una
carta al rey Fernando contándole que allí, en el Darién «los ríos son
de oro, fulguran los tejados de las casas y los indios tan siquiera se
molestan en guardar los lingotes, de tantos que poseen». Se trataba,
por otro lado, del carácter de Balboa: un tanto fanfarrón y bastante
temerario. Se le fue la cabeza mientras escribía y, digamos, exageró.
Cualquiera que lo conociera podría haberse hecho a la idea: «¿Bal-
boa? De lo que dice, créete la mitad». Pero los españoles de España se
lo creyeron todo, desde el principio hasta el final, y hasta les dio por
pensar que el bueno de Balboa estaba siendo precavido en sus expli-
caciones al rey.
No vaya el Darién a llenársenos de muertos de hambre ávidos
de riquezas. Que fue, precisamente, lo que sucedió.
«Mandadnos refuerzos y partiremos en busca del reino de Da-
daibe», rogó. Dicho y hecho. El rey Fernando, que desde el primer
viaje de Cristóbal Colón no había soltado ni un maravedí para los
asuntos de la exploración, conquista y población del nuevo mundo,
se tomó muy a pecho lo informado por Balboa. «¿Cómo? ¿Ríos de
oro, vetas bajo la hierba, hombres de piel brillante? Vayamos y no
reparemos en gastos», sentenció. Y fueron y no repararon en gastos.
Pusieron una veintena de barcos en el muelle de las Mulas, allá
en Sevilla, y los armaron con tal mimo y dedicación que hasta el mis-
mo rey acabó ocupándose de asuntos más que intrascendentes. «¿Te-

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nemos suficientes morriones para todos los hombres?», preguntaba
tomado por una genuina ansiedad. A los que tenían que soportarlo,
ganas les daban de pedirle que los dejara trabajar en paz, que ellos,
mejor que nadie, sabían cómo pertrechar armadas. Pero, claro, aún
no había nacido el guapo que le plantara cara a un rey con la estam-
pa de Fernando. «Setecientos cincuenta llevamos», contestaron, pues.
«Van a ser pocos», gruñó el rey. «Van a ser pocos...».
A la veintena de barcos encaramaron dos mil personas* en lo
que, sin duda, se trató de la expedición más nutrida y ambiciosa em-
prendida hasta la fecha. Dos mil personas entre las que se contaban,
porque allí se iba a poblar, hombres de guerra y funcionarios, pero
también mujeres, artesanos, médicos, curas, contables, mineros, mú-
sicos, orfebres y, en fin, cualquier oficial que consideraron necesario
para fundar ciudades y defenderlas. Llevaban, incluso, niños, ya que
el castellano que quisiera embarcarse acompañado de su familia al
completo tenía preferencia sobre el resto.
Por fin, los hombres de la Contratación dieron el visto bueno
definitivo y la gran armada completó parsimoniosa el recorrido fluvial
hasta Sanlúcar de Barrameda. Y el 11 de abril de 1514, se hizo a la mar.
Comenzaba la aventura más grande jamás emprendida por la
humanidad. Las páginas que siguen ahondan en su relato, que no es
mejor ni peor que otros, pero sí el más fiel concebido hasta la fecha.
Adelante.

* * *

Tras el descubrimiento de América en 1492, los españoles habían per-


manecido en las islas del Caribe. Años más tarde, un pequeño grupo
de exploradores dio el salto al continente y lo hizo a través del terri-
torio más hostil que podrían haber imaginado: el Darién.** Lo sensa-

*
Se desconoce cuál fue exactamente el número de integrantes de la
expedición de Pedrarias a América. Los cronistas e historiadores ofrecen cifras
que oscilan entre los mil quinientos y los tres mil.
**
El Darién es una pequeña región selvática ubicada en el punto en el
que se encuentran América Central y América del Sur. Actualmente, se repar-
te entre Panamá y Colombia.

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to, visto lo visto, habría sido dar media vuelta e intentarlo en otro
paraje más amable. Sin embargo, los españoles, poco habituados a dar
su brazo a torcer y a reconocer errores, fingieron que la jungla cerra-
da, los inclementes mosquitos y los indios caníbales no eran para
tanto y fundaron allá una ciudad, que recibió el nombre de Santa
María de la Antigua, en honor y recuerdo de Nuestra Señora de
la Antigua, en Sevilla. Corría el año de 1510 y el hombre al mando
ya era el gigante rubio que aterrorizaría tanto a indígenas como a
castellanos: Balboa. El mismo Balboa que había metido la pata hasta
el fondo solicitando los refuerzos que ahora ponían proas hacia San-
ta María.
El rey Fernando podría ser generoso, pero no tonto. De este
modo, se aseguró de que al frente de la armada fletada por él y a
cuenta de él, se situara un hombre de su plena confianza. Eligieron
a Pedro Arias Dávila, conocido por todos como Pedrarias Dávila o Pe-
drarias a secas, un hombre de setenta y cuatro años que bien podría
haber estado sentado al sol frente a la puerta de su casa y que, en lu-
gar de ello, se marchó a las Indias con la intención de ponerle los
puntos sobre las íes a ni más ni menos que el mítico Balboa. «Que
todo aquello se rija según nos conviene», le ordenaría el rey Fernan-
do. «Y, en cuanto tengas un rato, nos mandas el oro».
Pedrarias nunca entendió el Darién, no, al menos, como Balboa
lo había hecho. Sus decisiones y, más aún, las acciones que empren-
dió, marcarían el tono en el que las siguientes décadas se desarrolla-
rían. Costó Dios y ayuda revertir el espíritu maligno de Pedrarias,
vaya que si costó...
Tanto oro imaginaban que encontrarían en el Darién, que no
hubo dudas a la hora de bautizar el nuevo territorio. Lo llamaron
Castilla del Oro, Pedrarias era su flamante gobernador y los dos mil
españoles que con él cruzaban el Atlántico, los primeros moradores
de aquel país maravilloso colindante con el Dadaibe.
Fernando, que ya peinaba canas, insistió en que a los indios que
fueran encontrándose en su camino, se los tratara con justicia. De
hecho, prohibió hacerles la guerra por las buenas. Un español no po-
día llegar al Darién y soltar mandobles a diestro y siniestro salvo que
quisiera contravenir las órdenes directas de su monarca. Y cuidado
con esto, pues, allí, a uno le cortaban la cabeza por mucho menos. Así

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que nada de guerras sin ton ni son. Pedrarias, y con él sus capitanes,
llevaba un requerimiento que debía ser leído a los indios una vez que
el primer contacto hubiera tenido lugar. En el requerimiento, se les
solicitaba inmediata e incondicional adhesión al reino de Fernando,
que era el de Dios, y las consiguientes obligaciones asociadas al mis-
mo. Pagar impuestos, entre ellas. Solo si los indios se negaban a tan
ponderada petición, se autorizaba a los españoles a hacerles la guerra
justa, es decir, la que tenía a Dios y al papa de su parte. No creyeron,
tan enorme era la ingenuidad de aquellos buenos hombres castella-
nos, que la circunstancia del conflicto abierto llegara a darse. A fin de
cuentas, ¿quién en su sano juicio se negaría a ser, pudiendo, súbdito
del rey Fernando?
Pedrarias dijo que sí a todo y se enrolló el requerimiento bajo
el brazo. «Se hará como es de ley», aseguró para que en casa se que-
daran tranquilos. «La guerra es un incordio», añadió, él, que había
luchado en todas las habidas y por haber. Fernando, entonces, se ale-
gró de haber escogido a un hombre al que la sensatez se le derramaba
a borbotones.
La nave en la que viajaba Pedrarias, la capitana de su armada,
se llamaba Concepción, y era una carabela elegante y de buen porte.
La acompañaban embarcaciones fenomenales, como la Rábida, la
Victoria o la San Antón. Barcos que abrían olas de tal forma que su
sola contemplación engrandecía el alma. O la Sancti Spíritus, la San
Clemente o la Rosa de Nuestra Señora. Ah, qué belleza en aquellos
cascos de madera indomable...
Necesitaron más de tres semanas para estibar y acondicionar
las cargas. Como se iba prácticamente a ciegas, pues Balboa no había
soltado demasiada prenda, se decidió que Pedrarias contara con todo
lo necesario para, al menos al principio, resultar autosuficientes. De
este modo, en las bodegas se abarrotaban víveres, vino, armas, defen-
sas, municiones, ropas, herramientas y, en general, cualquier pertre-
cho o abasto que en Sevilla juzgaron que resultaría indispensable en
el Darién. Todavía no afinaban demasiado, y muchos oficiales ni si-
quiera se hacían a la idea de qué era una jungla cerrada y húmeda
atestada de caníbales, pero no por ello se arredraban. «Si un cristiano
va como Dios manda, Dios lo acompaña», aseguraban más ufanos de
lo que habría resultado aconsejable.

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Qué duda cabía de que «las cargas», siendo esta una expedición
que pretendía poblar el nuevo territorio, incluían a los pasajeros. En
la Concepción, por ejemplo, además de sus quince tripulantes, viaja-
ban ciento veintiún colonos. De esos hombres y mujeres que se tras-
ladaban a las Indias, un buen número, quizás treinta o treinta y cinco,
pertenecía a la nobleza. O aparentaba pertenecer, que, para el caso, era
lo mismo. Vestían con pomposidad y caminaban con el espinazo tan
recto que parecía que, de un momento a otro, fueran al saltárseles las
costuras de las camisas. Los oficiales de la Concepción encargados de
aquella estiba humana tuvieron que fruncir el ceño unas cuantas ve-
ces para hacerles comprender que «allí no había más camarote que el
del capitán y el resto debía dormir en el lugar exacto que se le indica-
ra». Dicho de otro modo: «Sí o sí, la mayor parte del tiempo de tra-
vesía lo pasarían hacinados en una bodega». Solo durante una hora al
día se les permitiría subir a cubierta, siempre por turnos, para tomar
el aire y evacuar vejigas y vientres. Las mujeres, que en la Concepción
sumaban diecinueve, disponían de un habitáculo propio en la parte de
proa de la carabela. Poco más que un pañol modestamente acondicio-
nado pero que, por hallarse sobre la línea de flotación, disponía de una
abertura al exterior. Respiraron aire puro a través de ella, cosa que la
mayoría de varones embarcados no podría decir.
El 19 de abril, ocho días después de la partida de Sanlúcar de Ba-
rrameda, la armada de Pedrarias arribó a la isla de la Gomera, donde hi-
cieron escala durante tres semanas. Al parecer, cinco de los barcos no se
habían mostrado todo lo estancos que deberían antes de abordar la gran
travesía oceánica y Pedrarias determinó que los repararían concienzu-
damente. No quería correr riesgos innecesarios pues sabía que si perdía
un barco, sus detractores, que no eran pocos, le culparían a él directa-
mente y a lo avanzado de su edad. «Pedrarias chochea y el rey nunca
debería haber confiado en él», expondrían. No les daría esa satisfacción.
Aquellos ocho días de viaje a través de lo que los marineros
españoles denominaban el mar de las Yeguas,* sirvió, al menos, para

*
El espacio oceánico entre Cádiz y las islas Canarias. Se lo conocía así
porque las aguas suelen estar habitualmente revueltas y el ganado que las na-
ves pudieran llevar a bordo se mareaba irremediablemente.

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que los pasajeros se hicieran una idea cabal de lo que se les venía en-
cima. Isabel de Ibarra, una joven de veinticuatro años de edad que
realizaba el trayecto hacia las Indias junto a su hermano menor To-
más, se hallaba sentada en el suelo del pañol de las mujeres. Apoya-
ba la espalda contra la parte interior de las tablas del casco y encogía
las piernas para así abrazarse las rodillas. Un año atrás, en una deci-
sión insólita en una mujer, había determinado que ella conocería el
nuevo mundo. Un mundo de cuyas noticias no era ajena la distante
Guipúzcoa. El propio padre de Isabel, Juan de Ibarra, se había enri-
quecido repentinamente al convertirse en proveedor del mejor acero
de Mondragón con el que se construían los arcos de las ballestas que
más tarde los españoles manejarían con esmero para defenderse de
los indios. «Pero ¿qué clase de muchacha quiere perderse en aventu-
ras violentas y sin duda inciertas?», le preguntó, estupefacto, cuando
Isabel confesó los planes que llevaba tiempo incubando. «La que no
quiere casarse con el primer memo que aparezca por la puerta», es-
petó la chica sin demasiados miramientos. Juan de Ibarra conocía a
su hija y sabía que era dueña de una testarudez hermética. Si decía
que se marchaba, se marcharía. En fin, dado que los Ibarra comenza-
ban a hacer fortuna gracias a los viajes a las Indias, el buen hombre,
seguro de las capacidades de su hija, pensó que no estaría de más «te-
ner un pie aquí y el otro allá». Una visión de conjunto que a los Ibarra
les ofreciera cierta ventaja estratégica respecto de sus inmediatos
competidores. Pudo, en suma, más la visión comercial que la escru-
pulosidad paterna e Isabel obtuvo permiso para viajar a Sevilla y em-
barcarse rumbo a las Indias. «Eso sí, te llevas a tu hermano», sentenció
el padre. Isabel no creyó oportuno negarse y asintió.
No tenía ni idea de por dónde empezar. O, bueno, sí, lo sabía,
o lo sabría de haberse tratado el Darién de una región parecida a la
que ella tan bien conocía: el norte boscoso y civilizado de Castilla. Sin
embargo, marchaba advertida y ella comprendía la dimensión autén-
tica de dicha advertencia: las Indias en poco o en nada se parecen a
nuestro hogar. Para empezar, las gentes tan siquiera acaban de serlo.
Van desnudas y desconfían de nuestros hábitos moderados. Llevamos
curas, y frailes, y libros, y rayos y centellas, y con lo uno o lo otro,
con lo uno y lo otro, acabaremos por establecer vínculos indelebles.
Pero ¿mientras tanto? Mientras tanto, los abismos. A eso sabía Isabel

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que debería enfrentarse. A un comienzo desde la nada más absoluta.
Algo que, lejos de darle miedo o provocarle pánico, la seducía hasta
el extremo de no considerar al viaje una molestia excesiva.
Lo cual, honestamente, era mucho considerar. Cuando, el 11 de
mayo de 1514, la armada se hizo de nuevo a la mar, las incomodida-
des se tornaron mayúsculas. El capitán de la Concepción no permitía
que las mujeres abandonaran su habitáculo «por su bien». Y com-
prendería, Isabel, más tarde, que los pasajeros varones tampoco go-
zaban de mayores bienestares. En la estrechez y la penuria no hubo
desigualdades. No obstante, ellos nunca estuvieron encerrados «por
su bien», sino porque las circunstancias obligaban. A Isabel, con todo
el tiempo del mundo por delante para rumiar ideas y concepciones,
aquella apreciación no se le pasó por alto. Supo que ese sería el tono
de las conveniencias en el nuevo mundo. Buscando la libertad, para-
dójicamente se sabía menos libre de lo que lo había sido en su Gui-
púzcoa natal, donde su padre aceptó con naturalidad que su hija la
acompañara a cerrar negocios e intermediar compraventas.
«Tengo a Tomás conmigo», caviló. Tomás de Ibarra tenía tres
años menos que ella, veintiuno, y se había visto en esta sin comerlo
ni beberlo. Viajaba, junto al resto de hombres, en la parte asignada
en la bodega para aquellos varones que, sin ser nobles, habían em-
barcado con posibles. En la sociedad que se pretendía fundar habría
clases, desde luego que las habría, y convenía, o eso pensaron los que
estibaron el pasaje, ir dejándolo claro desde el principio: cada cual con
los suyos para que no haya equívocos. Así las cosas, en aquel sombrío
trozo de bodega donde pasaban las horas muertas, Tomás se hacina-
ba junto a treinta de los ciento dos hombres que completaban el re-
gistro de varones que la Concepción trasportaba a las Indias.
El muchacho, ya se ha dicho, estaba allí por culpa de su herma-
na. De perfil taciturno y observador, seguía con el interés justo los
negocios de su padre. Prestaba atención, pues se daba cuenta de que
de ellos dependían su bienestar y el de su familia, pero no le quita-
ban el sueño: cerrar tratos con apretones de manos constituía el úl-
timo de sus anhelos vitales. De modo que cuando su padre le comu-
nicó que, junto a su hermana, se marchaba a las Indias, él asintió y
murmuró por lo bajo que haría lo que estuviera en su mano para
honrar el buen nombre de su familia. Su padre, que quizás lo conocía

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mejor de lo que él creía, le replicó que lo que debía hacer era «prote-
ger a tu hermana y obedecerla en todo lo que ella te indique». Juan
de Ibarra sabía que, sin ser idiota su hijo Tomás, la verdadera inteli-
gencia la poseía Isabel.
Antes de embarcar, se había advertido a los tripulantes de que
el viaje sería duro y las condiciones de vida en el Darién, más duras
aún. Por ello, era más que recomendable vestir con ponderación y
comodidad. Las sedas y los encajes no servirían de nada en la selva
darienita. A los expedicionarios, les entró por un oído y les salió por
el otro. Allá, hasta el más modesto marchaba de punta en blanco. To-
más entre ellos, claro. En la misma Sevilla, a la que Isabel y él llega-
ron con la antelación suficiente que los dineros de su padre podían
sufragar, renovó por completo su equipaje. Siempre bajo la supervi-
sión de su hermana, adquirió dos pares de calzones cuyos dobladillos
el sastre le ajustó de un día para otro, cinco camisas de hilo y borda-
dos pecheros, dos jubones acolchados con plumas de oca, una gorra
de seda y piel de conejo, y tres pares de zapatos de cuero blanco con
sus medias a juego.
El resto de hombres que compartía habitáculo con él no le iba
a la zaga. Allí, quien más quien menos se había pertrechado como si
el rey Fernando, en vez de enviarlos al confín de sus dominios, los
fuera a recibir en un salón del palacio real. Ni que decir, además, de
las armas... Tomás portaba espada y daga al cinto, y los que lo acom-
pañaban, otro tanto. Y qué dagas, Madre santa, qué espadones... Es-
tarían las hojas bien afiladas o no, serían las manos que las habían de
manejar diestras o torpes, pero aquellas vainas en las que se enfun-
daban mostraban el orgullo de las Españas. Cuánta belleza en unos
objetos tan sencillos... Les agradó percibir, mientras tomaban con-
fianza los unos con los otros y comenzaban a compartir impresiones
y charlas, que lo mejor del país avanzaba con ellos. «Veréis qué bo-
nito luce todo allá», expresó uno. «Me han dicho que la luz de las
Indias es espléndida», se ufanó otro.
En los veintitrés días que la expedición necesitó para cruzar el
Atlántico, Tomás trabó varias relaciones y alguna que otra amistad.
Los hombres viajaban sentados sobre las tablas desnudas y utilizaban
su equipaje para recostarse o tratar de buscar una postura más cómo-
da. Les daban de comer dos veces al día, por la mañana y a media tar-

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de, y su grupo salía a cubierta justo mientras atardecía. Tomás admi-
ró algunas soberbias puestas de sol sobre la proa de la Concepción
rompiendo las aguas del mar. Oían el sonido del viento inflando las
velas, las órdenes calmosas del contramaestre, el gruñido de la ma-
dera al cimbrearse, las canciones ligeramente lascivas en labios de los
marineros. Alguien explicó que aquella manera de navegar hacia el
poniente constituía la cima del hacer humano y que difícilmente una
audacia semejante podría ser superada por mucho que transcurrieran
los años y los siglos. El resto, Tomás incluido, asintió en silencio.
Por lo demás, el viaje era aburrimiento. Pasaban los días y ellos
aguardaban a que los barcos arribaran a su destino. Ahí comenzaría
la auténtica aventura y, por ello mismo, los hombres ocupaban las
horas en divagar al respecto. Tomás, cordial aunque siempre cautelo-
so, terminó amistándose con un par de hermanos oriundos de Jerez
de la Frontera que respondían a los nombres de Alonso y Martín
Báez. Tenían una edad parecida a la suya, Alonso veintidós años y
Martín diecinueve, y se conducían con pronto franco y seductor. Los
dos, tan maravillosamente ingenuos como el propio Tomás, afirma-
ban sin ambages que su objetivo en las Indias era el de hacer fortuna
cuanto antes. «¿Y cuáles son vuestros planes para después?», pregun-
tó Tomás de Ibarra. Los jerezanos, ahora sí, mostraron sus dudas.
Alonso farfulló algo en torno a asentarse «allá», una vez que el re-
partimiento de tierras e indios se hubiera hecho, y Martín, quizás
debido a su juventud, aseguró que barajaba la posibilidad de regresar
a casa «rico y con la alegría metida en las venas».
No tenían ni idea, esa era la verdad. Para unos hombres tan jó-
venes como ellos, la gestión de la novedad continua constituía su
flanco débil. Llevarían vidas de ensueño y la sorpresa, precisamente
la sorpresa, se convertiría en la materia común con la que construi-
rían sus jornadas. Se levantarían cada mañana sin saber qué les de-
pararía el día y dónde les sorprendería la noche. Sin saber, incluso, si
aquella noche llegaría para ellos o culminarían sus vidas en cualquier
rincón inesperado, al mediodía, en la primera hora de la tarde, cuan-
do menos te lo esperas.
Mientras el hábito de lidiar con lo extraordinario llegaba, se
limitaban a abrir mucho los ojos, a sonreír con zozobra y a cruzar los
dedos a la espalda para que la suerte los acompañase.

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Tanto Tomás de Ibarra como los hermanos Báez se hallaban
enrolados en la expedición como colonos. Es decir, cada uno de ellos
portaba armas y se esperaba que las usase siempre que fuera necesa-
rio, pero los hombres de guerra eran otros, la soldadesca navegaba en
otros navíos. Las tareas que el rey y los ideólogos de la expedición
reservaban para los hombres como ellos eran las de poblar, poblar y
poblar. Según los planes de Fernando, las Indias no serían sino una
extensión más de España. Por ello, necesitaban españoles habitándo-
las, fueran estos de origen europeo, indígena o mestizo. «Vamos con
prisas», parecían decir los oficiales de la contratación sevillana. «Hay
que poblar las Américas antes de que otros se nos adelanten».
Así las cosas, los hombres y las mujeres jóvenes obtenían su
pasaje directo hacia las Indias. Ni siquiera importaba demasiado que
no estuvieran casados. Se aguardaba que, una vez establecidos al otro
lado del océano, las bodas cayeran por su propio peso. «Quiero aque-
llas ciudades repletas de muchachillos», se decía que había aseverado
el rey Fernando. Que por ellos no quedara.
El primer contacto que la armada de Pedrarias tuvo con las In-
dias se produjo a las diez de la mañana del 3 de junio de 1514, cuan-
do arribaron a las costas de la isla Dominica. Desde el principio, se
avisó de que aquel no era el destino final de la expedición y que to-
davía quedaba mucho viaje por delante. Aunque sí, estaban en las In-
dias. En la parte más oriental de las mismas, pero en América.
Pedrarias, que jamás había pisado aquellas tierras, se dejó guiar,
en todo momento, por sus pilotos. Así, la armada, con la Concepción
al frente, fue conducida a una minúscula cala en la que los españoles
mantenían un tristísimo puesto avanzado. Ni siquiera llegaban a la
veintena de hombres parapetados tras una empalizada, lo cual, de sa-
lida, les causó una pésima impresión. Pronto se ofrecieron, para tran-
quilidad general, las explicaciones oportunas: la Dominica no forma-
ba parte de los planes colonizadores porque se hallaba atestada de
ferocísimos indios caribes a los que era mejor dejar en paz, pues, a la
que te descuidabas, te destripaban, te sazonaban y te doraban a fuego
lento. Los semblantes de los viajeros al recibir las explicaciones de-
bieron ser memorables, pues, a los oficiales marineros que las dieron,
una sonrisa les afloró a los labios. «Tranquilos, los nuestros nos pro-
tegerán», añadieron.

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La empalizada y la escasa veintena de hombres tristes que los
aguardaban tras ella no parecían otorgar la protección asegurada, pe-
ro nadie quiso permanecer a bordo tras la dura travesía del Atlántico.
A media tarde de aquel día, todos habían puesto pie en tierra.
Y qué tierra. He aquí la primera de las impresiones que, junto
a la luz y el calor inclemente, invadió a los expedicionarios. Les pa-
reció, en el más bíblico de los sentidos, paradisíaca. Una vez que se
anclaron las naves, todos los botes, lanchas y chinchorros de los que
disponían fueron botados y, en ellos y poco a poco, las tripulaciones
conducidas a la playa. Los trayectos se realizaron en silencio, pues,
para percibir en toda su plenitud, los viajeros renunciaban a hablar.
Lo primero que les llamó la atención fue aquel cielo azul e in-
menso. A diferencia del castellano, solemne e inescrutable, el cielo
dominiqués se les apareció tomado por una placidez contagiosa: la de
los que no han de temer a nada pues cualquier vínculo pernicioso ha
sido extirpado. En la playa, los tipos que formaban la guarnición es-
pañola en la isla les aseguraron que esa era la habitual impresión ini-
cial y que más les valía no fiarse de ella, pues, en las Indias, quien
confiaba era el primero en morir. Los recién llegados se ahuecaron
los bordados y los encajes, sacudieron el polvo de sus pecheras y se
dijeron que qué exagerados.
También se embelesaron con las aguas. Ellos no lo sabían, pues
nadie se había preocupado de transmitir más instrucciones de las es-
trictamente esenciales, pero el Caribe era un mar transparente y ver-
diazulado. Se asomaban, hombres, mujeres y niños, por las bordas de
los botes que los conducían a la playa y observaban los peces que na-
daban bajo ellos. Algunos, largos como un brazo extendido. Isabel de
Ibarra, que descendió a tierra en uno de los primeros grupos, alargó
una mano y, con la punta de los dedos, tocó la superficie cristalina del
agua. Estaba caliente y un pez, alertado por las repentinas ondas, al-
zó la cabeza para mirarla.
Una vez en la playa, Isabel contempló la frondosidad de las tie-
rras que se extendían tras la estrecha franja de arena límpida. La mu-
chacha, dado su lugar de nacimiento, se hallaba acostumbrada a vivir
entre bosques. Sin embargo, Guipúzcoa, y sus hayas y robles, en na-
da se parecía a la espesura fragorosa de la Dominica: una selva hú-
meda y cerradísima se abría paso en cualquier dirección; acecharían

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peligros en ella, peligros para los que tan siquiera los hombres del
retén fijo, siempre acantonados en sus límites, se sentían preparados.
En la playa, se produjo el encuentro de los hermanos Ibarra
tras los veintitrés días de travesía desde la isla de la Gomera. Isabel,
protectora, abrazó a Tomás y le alisó el jubón, la camisa y los volan-
tes antes de interesarse por su estado. «Con muchas ganas de estirar
las piernas», contestó el joven con una sonrisa en los labios. Y es que
todo en la Dominica invitaba a la celebración. Para aquellos viajeros
encerrados en una oscuridad maloliente durante más de tres sema-
nas, el sol, el aire y la luz de la Dominica suponían la muestra feha-
ciente de que Dios existía y de que, además, se hallaba de su lado.
—Me gustaría presentarte a mis amigos —expresó Tomás de
Ibarra mientras daba un pequeño paso hacia atrás para zafarse de las
manos de su hermana.
Isabel observó al grupo que, desde una pequeña distancia, la
contemplaba. Reconocería aquellas miradas en los años venideros.
Tardó tiempo en comprender que se trataba de lujuria, de deseo, de
algo que en ocasiones confundiría con el amor pero que sin duda no
lo era. Admiración, afirmaban ellos. «Me declaro admirador suyo, se-
ñorita», le espetaría, sin venir a cuento, cualquier muerto de hambre.
Y es que Isabel no tomó conciencia de su belleza hasta llegar a las
Indias. En fin, sí, sabía que sus rasgos eran agraciados, que la figura
y el porte que Dios le había dado no pasaban desapercibidos. Pero, en
Guipúzcoa, estas cuestiones tendían a obviarse. Si alguien experi-
mentó algo por ella o ante ella, jamás se lo hizo saber. Habría sido
considerado de muy mal gusto. Además, Isabel apenas se movía sin
su padre a su lado. ¿Qué clase de tonto habría sido aquel capaz de in-
sinuarse a una muchacha, por muy bella que esta fuera, con su pro-
pio padre guardándole las espaldas? Sin embargo, Guipúzcoa queda-
ba muy lejos y ahora se encontraban en la Dominica. No lo llamaban
el nuevo mundo en vano.
El desembarco de dos mil personas desbarató la habitual calma
del puesto avanzado en la isla. Aquella escasa veintena de hombres
se llevó las manos a la cabeza cuando vio la que se le venía encima.
«¿Adónde van ustedes?», preguntó un tipo con barba de cincuenta
días. Se pasaba, nerviosamente, los dedos de una mano por las cejas
mientras que en la otra sostenía una escopeta. Para muchos colonos,

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aquella era la primera vez que veían hombres sempiternamente ar-
mados. Ni a orinar se iba sin la escopeta cargada y presta.
«Al Darién», respondió uno de los capitanes de Pedrarias. Jac-
tancioso, pues con jactancia se dirimirían todas las diferencias hasta
que el lugar los pusiese, en menos de tres o cuatro meses, en su sitio.
«¿Y toda esta gente?», volvieron a preguntar los españoles de la guar-
nición de la Dominica. «Van a fundar, y a poblar, y a crear desde la
nada». Nadie se molestó en darles más réplicas pues se dijeron que
para qué. Jamás los sacarían de su error y, aunque lo hicieran, ¿qué
podría suceder? ¿Que dieran media vuelta y regresaran a Sanlúcar
de Barrameda? Eso no acontecería, de modo que más les valía aho-
rrar saliva y tratar de disponerlo todo para que la estadía en la isla
fuera lo más segura posible.
Los recién llegados, ingenuos hasta el desvarío, no colabora-
rían. En las Indias, se aprendía con dolor y muerte. Aprenderían mu-
cho, en consecuencia, pues dolor y muerte no se les hurtarían.
—A sus pies, señorita —dijo uno de los hombres situados a las
espaldas de Tomás de Ibarra. Se llamaba Bernal Díaz del Castillo, era
natural de Medina del Campo, y, a sus diecinueve años, mostraba ese
desparpajo que en América te proporcionaba el triunfo más absoluto
o un hoyo en el suelo. Un desparpajo, por cierto, que los que, como
el propio Díaz del Castillo, no tenían un maravedí en el bolsillo, cul-
tivaban intuitivamente. A América se cruzaba para hacer fortuna, y
la picaresca no constituía la peor vía para conseguirla.
Isabel de Ibarra se puso, de inmediato, a la defensiva. Esbozó
una sonrisa muy leve, ensombreció a continuación el rostro y retro-
cedió hacia el lugar donde se encontraba el resto de mujeres. «No te
separes del grupo», le advirtió a Tomás. «Y no hagas tonterías».
—Vaya, qué mujer... —expresó Díaz del Castillo mientras ob-
servaba la espalda de Isabel.
—Cuidado —indicó Tomás en la creencia de que constituía su de-
ber mantener a salvo la honra de la familia—: Hablas de mi hermana.
—Y no he pronunciado una sola palabra que la ofenda —se
defendió Díaz del Castillo.
—Eso es verdad —intervino otro joven cuyo nombre era Pas-
cual de Andagoya y que, junto a tres o cuatro más, había observado
en silencio el breve desarrollo de la escena.

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—No os peleéis —dijo uno. Se llamaba Hernando de Soto y
solo era un crío de catorce años. Viajaba a las Indias como protegido
de Pedrarias. O eso, al menos, afirmaba él. Nunca le dieron demasia-
do crédito a sus palabras, y hacían bien, pues todo el mundo miente
un poco en las Indias. La mentira surge como si de un mecanismo de
defensa se tratase: podría contarte la verdad, pero no sé qué vas a ha-
cer con ella o si la vas a utilizar en contra de mí; así que, por si acaso,
miento.
—No —repuso Díaz del Castillo. Y añadió, tras un brevísimo
silencio—: ¿Damos una vuelta? Quiero ver cómo es esto.
Las respuestas no fueron inmediatas y, mucho menos, entusias-
tas. Se les había advertido, precisamente, de que no se alejaran de la
playa. No todos los expedicionarios podían refugiarse tras la empali-
zada levantada por la guarnición de la Dominica, pero la playa y, más
aún, el grupo, servirían de protección. «No se alejen y no se dispersen,
o los caribes se darán cuenta», les explicó uno de los tipos del retén.
Los caribes. ¿Qué era exactamente un caribe? Les habían ex-
plicado que un indio salvaje y malévolo, pero, para el caso, ¿qué era
exactamente un indio? Ellos no habían visto uno en sus vidas, de mo-
do que no acababan de hacerse una idea. Pensaron que se trataba de
una especie de moros, pero sin tenerlas todas consigo. A lo largo de
la travesía oceánica, habían matado el tiempo elucubrando en torno
a ellos y esbozando teorías un tanto desquiciadas. De lo que no se sa-
be, no se puede urdir, salvo que sea fantasiosamente. Así, los imagi-
naron gigantescos, y con un solo ojo en mitad de la frente, o con zar-
pas de lobo, y piel escamosa, y aguijones en lugar de dientes.
Ahora, llegaba la hora de comprobar si habían estado en lo cierto.
—Voy contigo —se sumó Pascual de Andagoya a la propuesta
de Bernal Díaz del Castillo. Y los dos jóvenes se pusieron a caminar
en dirección al lugar donde la playa daba paso a la jungla.
Hernando de Soto y Tomás de Ibarra se apresuraron a seguirlos
y, tras ellos, tres muchachos más: Cristóbal Fernández y Andrés Quin-
tero, ambos andaluces, y un tal Gregorio Miño que decía ser gallego.
La selva, a diferencia del bosque, rodea a quien penetra en ella.
Es decir, que frente a la abulia de este último, a ese dejar hacer tan
propio de las hayas, los robles o las encinas, la selva te mira, te ob-
serva y, si le da la gana, te absorbe.

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Cuando los siete muchachos cruzaron el linde de la playa, die-
ron cuatro pasos en el suelo repentinamente húmedo y la jungla ce-
rró tras ellos el camino de regreso. En un instante, pasaron de la luz
abrasadora de la playa a la burbuja arbórea: allí, el universo parecía
plegarse sobre sí mismo. Los muchachos, castellanos todos ellos y,
por lo tanto, incapaces de comprender una realidad tan extravagante
como la jungla, miraron en todas direcciones como si en lugar de ro-
deados de vegetación lo estuvieran de vidrieras fabulosas. Y es que,
no lo pudieron evitar, caminar por aquel lugar era muy parecido a
hacerlo por la nave central de una majestuosa catedral cristiana. ¿No
eran, lo uno y lo otro, obra de la misma mano creadora?
Para entonces, los caribes ya los habían descubierto. En reali-
dad, llevaban observando los movimientos de los expedicionarios
desde el instante en el que estos pusieron pie en tierra firme. No les
gustaba que aquella gente se desperdigara por su isla, pero compren-
dieron que los recién llegados eran muchos y que probablemente
traerían armas tan letales como las que manejaban los hombres que
se parapetaban tras la empalizada de madera.
Bernal Díaz del Castillo se había situado, desde el principio, al
frente del pequeño grupo. No hablaban entre ellos. La contemplación
de lo circundante, la embobada observación de cada árbol monumen-
tal, de los arbustos que les cortaban el paso, de los extraños animales
sugeridos en las ramas, del agua que de tan pegajosa se tornaba visi-
ble en el aire, la mirada mística en torno a todo ello anegaba sus men-
tes incluso más allá de lo concebible.
Experimentaron miedo, aunque ninguno quiso ser el primero
en confesarlo.
Fue Pascual de Andagoya quien descubrió al primer caribe. Él
no lo sabría hasta que muchos años después cayera en la cuenta, pe-
ro sucedió porque el caribe quiso y no por ningún otro motivo. De
ninguna manera, tal y como Andagoya se jactaría en numerosas oca-
siones, lo sorprendió gracias a su pericia natural. Los indios estaban
en casa y los españoles en mitad de algo tan ajeno a su naturaleza
como la superficie de la Luna.
El caribe se situaba junto a un gran tronco de árbol del cual se
prendían lianas deshilachadas y algo parecido a las enredaderas. No
se escondía, sino que mostraba su cuerpo entero: de pies a cabeza,

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tendría un palmo menos de altura que el más bajo de los españoles.
Le calcularon, a ojo, unos veinticinco años de edad, aunque su piel
cobriza los confundió un tanto. Ayudó el hecho de que, salvo por un
canutillo fabricado de hueso o madera en el que ocultaba el pene, se
encontrara completamente desnudo.
Los siete muchachos se detuvieron de inmediato. El jovencísimo
Hernando de Soto fue el último en descubrir la presencia del salvaje
pero, cuando lo hizo, quedó petrificado en el sitio. Se le desencajaba
la mandíbula, de pasmo, de sorpresa, de admiración, de pánico.
—No os mováis —dijo, en un susurro, Bernal Díaz del Casti-
llo. No pensaban hacerlo. En cualquier caso, se tomaron la sugerencia
como una instrucción y no movieron ni las pestañas para parpadear.
El caribe tampoco movía un músculo. Tenía la piel cubierta de
laboriosos tatuajes geométricos y se adornaba las muñecas, los bra-
zos y las rodillas con hilos multicolores cuyo significado a los espa-
ñoles se les escapaba. También lucía pendientes en los lóbulos de las
orejas y un gran aro traspasaba su nariz a través de los orificios. El
pelo, negrísimo y abundante, caía largo por su espalda y, en la coro-
nilla, varias plumas blancas hacían las veces de pasadores.
Sostenía, en su mano derecha, un arco casi tan alto como él.
Ningún español distinguió flechas, pero eso no quería decir que no
las guardara a su espalda.
Allí, en aquel instante, un instinto primitivo del que no ha-
bían tenido conciencia antes paralizó a los siete muchachos. Todos
iban armados. Bien armados, podría, incluso, decirse. Una daga y
una espada al cinto por hombre hacían la nada despreciable suma
de catorce armas. Sin embargo, como si hubiesen estado desnudos:
hasta el más fanfarrón de ellos sucumbió al peso aplastante de la
realidad. Veían, por primera vez, a un salvaje, a un salvaje de, lite-
ralmente, otro mundo. Y el salvaje, con su sola presencia, aniquila-
ba los ánimos.
Fue Bernal Díaz del Castillo quien primero acertó a farfullar
entre dientes. A duras penas, nadie crea otra cosa.
—Quietos —dijo.
Como pedirle a un cojo que no corra. Ni aunque lo hubieran
deseado con toda su alma, aquellos jóvenes habrían logrado despe-
garse del desaplomo que les caía encima.

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—¿Quién creéis que es? —preguntó Hernando de Soto. Los
españoles no lo sabían, pero quien habla por hablar, incluso en
los momentos de mayor incertidumbre, se defiende del caos. Porque
en la palabra existe orden, y en el orden, contraataque.
—Un indio —respondió Andrés Quintero.
—Eso ya lo sé yo.
—Es lo que has preguntado.
—Quería decir que..., ¿qué creéis que quiere?
—¿Los indios de por aquí se comen a la gente?
Eso se rumoreaba, sí. Antropófagos. No en vano, la guarnición
de la Dominica pasaba los días y las noches tras una bien sólida em-
palizada. De pronto, a Hernando de Soto se le ocurrió una idea. Es-
túpida como pocas, pero idea a fin de cuentas. A veces, actuar, aunque
fuera ridículamente, servía más que mantenerse inmóvil. Al menos,
al indio, con tu movimiento, le explicabas que no acababas de sentir-
te impresionado. Aunque, por supuesto, lo estabas, lo estabas como
nunca en tu vida. Advendrían épocas en las que los fingimientos los
salvarían en no pocas ocasiones.
—Voy a intentar hablar con él —dijo Soto. Sus catorce años
podían meterte en un buen lío o sacarte de él.
—¿Sabrá castellano? —preguntó Tomás de Ibarra.
Sería la última vez que hablarían en singular. De pronto, sin
advertir de dónde, surgieron más indios desnudos. De la espesura,
convendrían más tarde, una vez de regreso en la playa. Lo cual tam-
poco suponía decir gran cosa. Para ellos, la espesura constituía una
identidad extraña: la selva era, a causa de la novedad, el ente que no
les pertenecía y al que, incluso, sus conciencias se oponían. Tras dos
o tres años en las Indias, terminarían habituándose a él, y lo harían
en tal manera que a la jungla la observarían con respeto, aunque sin
la extrañeza de los primeros días.
No, claro que el indio no sabía castellano. Ni él, ni los quince
o veinte que aparecieron ante sus ojos. ¿Con qué intenciones? Eran
caribes, así que las peores.
Todo lo que sucedió, sucedió en menos de dos minutos. El
tiempo, no obstante, careció de importancia para ellos. O se detuvo,
o se plegó misteriosamente hasta convertirse en lodo. Cualquier
explicación sería tan cierta como falsas sus pretensiones. El miedo

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suele aportar esta serie de argumentos. El miedo los cegó y, puede,
los salvó.
Lo primero que sucedió fue que Hernando de Soto comenzó a
caminar en dirección al caribe. Como el muchacho no apartaba los
ojos de él, tropezó varias veces. En una de estas, casi rueda por el sue-
lo. El chaval, con todo, conservó el equilibrio y logró acercarse a cin-
co o seis pasos de distancia del salvaje. Fue entonces cuando intentó
desenvainar la espada. No para atacar al indígena, sino para mostrar-
le la hoja de su arma y, juzgó él, la capacidad de sus posibilidades.
«Vengo hasta ti en son de paz, salvo que quieras que venga en son
de guerra», venía a decir. El indio lo interpretó correctamente. De-
masiado correctamente, se lamentaría más tarde Soto. Y es que aque-
lla no era la primera vez que los caribes veían un filo castellano
rechinando al desenvainarse.
Lo segundo que sucedió, como consecuencia directa de lo anterior,
fue que los indios pasaron del estatismo al brío, de la quietud a la beli-
gerancia. Varios de ellos, quizás una decena, se reconfiguraron frente a
los siete españoles y adoptaron una formación de ataque. Los mucha-
chos no la supieron identificar, aunque Hernando de Soto, dueño de un
olfato que lo convertiría en personaje legendario, se temió lo peor.
—¡A cubierto! —gritó mientras él mismo se lanzaba tras el
tronco de un árbol.
No todos reaccionaron con la presteza que habría sido oportu-
na. Pascual de Andagoya se retrasó a la hora de parapetarse y Cris-
tóbal Fernández a la de desenvainar. Bernal Díaz del Castillo se hirió
levemente en una mano con su propio puñal. A todos los impulsaba
el miedo a lo auténticamente desconocido. No sabían qué era lo si-
guiente, y ese desconocimiento los atoraba tanto como los espoleaba.
En los años y décadas siguientes, se las tendrían que ver con indíge-
nas en parajes tan alejados el uno del otro como México o Perú o
Chile. Sin embargo, esa sensación de no estar comprendiendo del
todo qué se alzaba frente a ellos los acompañaría tanto y tan a me-
nudo que terminarían por considerarla familiar. Convendrían que,
ante la duda, ataca tú primero.
Los caribes, una vez culminada la operación de flanqueo, separa-
ron las piernas y alzaron los arcos. No parecían demasiado rápidos, aun-
que sí, o eso juzgaron los españoles, extremadamente hábiles: las fle-

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chas, unas flechas finísimas y sin más punta que la de la madera afilada,
se posaron en los arcos. Los indios realizaban una maniobra de carga un
tanto peculiar: situaban el arco paralelo al suelo, colocaban la flecha en
él y tensaban el hilo tirando hacia arriba; solo cuando el proyectil se
hallaba listo para ser disparado, levantaban el arco y apuntaban.
Las oyeron silbar en el aire prácticamente al unísono. Se deba-
tió mucho, más tarde, el hecho de si los caribes batallaban o no bajo
la dirección de un capitán. La creencia mayoritaria era que no, que
unos salvajes desnudos como aquellos no podían albergar ningún ti-
po de comportamiento sofisticado. Menos aún, en el campo militar.
Caray, los españoles llevaban espadas con las vainas repujadas. Algu-
nos, gloriosamente repujadas. ¿Cómo un indio al que le colgaban los
huevos podría superarlos en franca lucha?
Clavándoles una flecha en mitad del pecho, como le sucedió al
pobre Gregorio Miño. Te vas a Sevilla, te alistas en la armada de Pe-
drarias, te seleccionan, te seleccionan porque tú no eres un cualquie-
ra sino un castellano digno de tal nombre, te haces a la mar, soportas
la dura travesía..., y ¿para qué? Para que un miserable perteneciente
a una nación de miserables te clave una flecha en mitad del pecho y
te atraviese, limpiamente, el corazón.
—¡Miño! —aulló Andagoya.
—¡Qué sucede! —se sumó Soto.
—¡Han herido a Miño! —explicó Díaz del Castillo.
—¡Al suelo! ¡Al suelo! —gritó Andrés Quintero.
Los seis españoles reptaban en búsqueda de parapetos fiables.
Andagoya y Soto, los más cercanos al caído Miño, intentaron apro-
ximarse a él. Díaz del Castillo sangraba por la herida que él mismo
se había ocasionado. Se sentían, de pronto, increíblemente alerta. La
batalla sería el lugar habitual para todos, pues, en América, los espa-
ñoles no podrían, ni sabrían, vivir de otra forma. Ante la duda, gue-
rra, sin cuartel y siempre hacia delante.
—¡Cabrones! —exclamó Soto levantándose y, aun antes de
terminar de erguirse, embistiendo la línea de arqueros caribes—.
¡Vamos!
—¡Adelante! —se sumó Díaz del Castillo. Para entonces, dis-
ponían de dos certezas: que Miño estaba muerto y que si no se de-
fendían, ellos lo estarían también en cuestión de minutos.

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Tomás de Ibarra, en cuya cabeza resonaban las palabras de su
hermana, «no hagas tonterías», asió con fuerza la empuñadura de su
espada y comenzó a correr detrás de Soto. Durante los días siguien-
tes, le dolerían los dedos de la mano derecha. Comprendería que se
debía a que los había apretado con tanto énfasis que los tendones ha-
bían estado a punto de partírsele.
Los caribes no se movieron. Vieron a Soto, Díaz del Castillo e
Ibarra tratando de alcanzar su posición. Algo más retrasados, Anda-
goya se les unía. Muy cerca del cuerpo de Miño, Fernández y Quin-
tero no se decidían a participar. Quintero parecía a punto de hacerlo,
pero a Fernández le temblaban las piernas. No en sentido figurado,
sino real, muy real: los temblores lo atravesaban de parte a parte, y
con una intensidad tal que ni siquiera era capaz de mantenerse en
pie. Menos aún, de correr hacia el enemigo con la espada en una ma-
no y la daga en la otra.
Los caribes levantaron los arcos con una nueva descarga de fle-
chas lista para ser disparada. En un pensamiento fugaz, a Díaz del
Castillo le dio por pretender que se habían acercado tanto a ellos que
los indios ya no podrían abrir los dedos, soltar los hilos y disparar. Se
trataba de una idea totalmente errónea, pero, qué importaba, se afe-
rró a ella con todas sus fuerzas.
Entonces, gritaron como si se hubieran vuelto completamente
locos. Tanto Soto, que con sus catorce años abría el contraataque, co-
mo Ibarra, Andagoya y Díaz del Castillo, comenzaron a bramar en
mitad de la jungla. Esa decisión les salvó la vida. Lo hizo, ya que los
caribes postergaron sus disparos. Se dirían algo así como «pero ¿qué
les sucede a estas gentes?» y, mientras buscaban la respuesta o con-
cluían que no existía, desde muy atrás, desde la playa, los alcanzó una
compañía de hombres armados con armas verdaderamente resoluti-
vas: escopetas.
—¡Echaos al suelo! —ordenó alguien con voz profunda.
Ni uno solo de aquellos incipientes soldados olvidaría nunca
aquella instrucción. La cumplieron con esa eficiencia que solo los que
se presentan ante la muerte son capaces de desplegar. Uno a uno, y
cuan largos eran, cayeron sobre el lecho húmedo de la selva. Distin-
guieron animales minúsculos corriendo despavoridos. Se les crispó
el rostro mientras gotas de sudor se derramaban en la tierra.

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Escucharon las detonaciones de las escopetas. Díaz del Castillo
las contó, como se cuentan las campanadas de una iglesia para saber
qué hora es: ¡cinco! Cuando el estruendo cesó, continuó contando
para asegurarse de que la andanada había concluido. Uno, dos y...
¡tres! Silencio. De un salto, Díaz del Castillo se puso en pie y miró
hacia el frente. Tuvo aún tiempo de observar cómo el último de los
arqueros caribes se perdía en la espesura. El disparo de escopetería
había repelido el ataque. Desconocía, desconocerían siempre, si ha-
bían hecho blanco sobre el cuerpo de alguien, pero, en un suspiro,
allá no quedó ni rastro de los indios. Hasta habían recuperado la ma-
yor parte de las flechas lanzadas, los muy cabrones. Salvo la hundida
en el pecho de Miño, que allá seguía y allá seguiría hasta que un es-
pañol misericordioso se la extrajese.
Bernal Díaz del Castillo se giró y miró hacia atrás. De un vis-
tazo, reconoció a sus compañeros de excursión y también a los tipos
que acababan de salvarles la vida: cuatro de ellos pertenecían a la
guarnición de la Dominica; cuatro más, provenían de entre las filas
de los hombres de Pedrarias.
—Joder... —farfulló Tomás de Ibarra.
—Me cago en mi vida —dijo Pascual de Andagoya—. Casi...
—Casi la palmáis, idiotas —cortó, en tono muy poco amistoso,
el mismo recién llegado que un momento antes les había ordenado
que se lanzaran al suelo. Sostenía su escopeta descargada en la mano
derecha y, a diferencia del resto del pelotón de salvamento, no se
aprestaba a recargar.
Conocían de vista a aquel tío: se trataba de un manchego de
treinta y nueve años, algo mayor para hacer las Américas, pero dueño
de un pronto y una resolución que Pedrarias imaginó útiles en un Da-
rién poco apto para los acomodaticios. Esa misma resolución fue la que,
tras correrse la voz de que siete jóvenes españoles se habían internado
en la selva, lo impulsó a organizar una partida de búsqueda y salir tras
el grupito de infelices. Esa misma capacidad para prever complicacio-
nes que otros ni siquiera habrían imaginado salvó la vida del grupo de
Hernando de Soto, Bernal Díaz del Castillo y Tomás de Ibarra.
Aquel manchego que no descansaba ni cuando tocaba descan-
sar se llamaba Diego de Almagro y, con el tiempo, se convertiría en
una de las figuras claves de la conquista de América.

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Los gritos que los españoles habían proferido levantaron un
mar de mariposas en torno a la figura de Almagro. Se trató de una
simple casualidad, de uno de esos ocasionales regalos que la jungla
ofrecía. Cientos, miles de mariposas de vivos colores amarillos, blan-
cos y anaranjados, revolotearon en torno a un Almagro impasible:
rostro ceñudo, piel horadada por la viruela, la escopeta junto a él co-
mo extensión poderosa de un brazo que no conocería la clemencia.

* * *

Aquel día, Almagro comenzó a ser capitán. A actuar como tal. Porque
así funcionaban, y funcionarían, las cosas en el Darién y, por exten-
sión, en la América entera. Se disponían a inaugurar un modo espe-
cial de comportarse, de conducirse. Ellos no eran conscientes de tan-
to, cómo iban a serlo, pero sucede que quien da el primer paso en un
entorno endemoniado suele dar el segundo, y el tercero, y hasta to-
dos los demás. El demonio ayuda a que quien se signifique, perdure;
y que a quien muestre remilgos, se lo traguen los pozos de sangre y
desconcierto.
De regreso en la playa, la noticia no podía ser otra: ya tenían
al muerto de la expedición de Pedrarias. En su bendita ingenuidad,
aquellos pobres diablos pensaron que a Gregorio Miño se lo había
llevado la mala suerte. Y eso que Diego de Almagro insistió en que
no le arrancaran la flecha caribe del pecho: «Que la vea todo el mun-
do», sentenció antes de, con un golpe de cabeza, indicar al grupo que
volvían con los demás.
La vieron, claro. El propio Pedrarias en persona se encargó de
que casi la totalidad de su expedición pasara frente al cadáver de Mi-
ño. «Mostrémosle nuestros respetos», dijo donde, en realidad, quería
decir: «¿Veis de lo que son capaces los hijos de puta de los indios?
Que se os grabe en la puta sesera». Y es que a Pedrarias no le cabía
la menor duda de que el de Miño no era un caso aislado, sino el pri-
mero de muchos más. Como gobernador de Castilla del Oro, cons-
tituía su deber espabilar cuanto antes a aquellos que, en cuanto
desembarcaran en Santa María de la Antigua, se convertirían en sus
gobernados. «Esto no resultará sencillo y me venís todos muy tier-
nos, me cago en la puta», gruñía por lo bajo.

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No se equivocaba. Siendo justos, a los presentes se les había
advertido, ya en Sevilla, de la dureza de las condiciones de vida en el
nuevo mundo. Quien cruzara el océano, podría amasar enormes for-
tunas en una tierra aún por explorar y explotar. Sin embargo, que
nadie se llamara a engaño: la mayoría de cacicazgos se hallaba sin
pacificar y el trabajo por delante sería arduo y, atención, peligroso.
Ahora, ese peligro, que hasta entonces había sido algo vaporoso e in-
cierto, cobraba forma y se materializaba en la flecha que Gregorio
Miño lucía clavada en mitad del pecho.
—Oh, Dios mío... —acertó a expresar Isabel de Ibarra cuando,
como parte de la multitud que había acudido a interesarse por lo su-
cedido, descubrió el cadáver. Después, levantó la mirada hacia su her-
mano y le preguntó—: ¿Qué ha pasado?
Tomás se encogió de hombros y no respondió. ¿Qué podía
decir? Todavía le duraba la impresión. Por primera vez en su vida,
había estado en peligro de muerte. Comprendía, igualmente, que la
salvación había llegado de milagro gracias al buen juicio de Diego de
Almagro. De eso, y de las escopetas. Tomás se prometió, mientras
abandonaban la jungla y regresaban a la playa, que, en cuanto tuvie-
ra ocasión, aprendería a usar las armas de fuego. Sabía que Pedrarias
esperaba que los expedicionarios, aunque fueran simples colonos y
no hombres de guerra, auxiliaran en las tareas de defensa y pacifica-
ción. Bien, pues ahí estaban sus dos manos, prestas para ayudar.
Desde muy cerca, Alonso Báez observó la conversación entre
los dos hermanos Ibarra. La noticia de lo sucedido en la selva se ex-
tendía al modo en el que lo hacen los rumores: de forma muy poco
fiable. Pronto, llegó a afirmarse que más de doscientos indios habían
atacado, a traición, a un grupo de indefensos españoles. «¿Indios?».
«¡Indios!». «¿Salvajes?». «¡Y desnudos!». Hombres y mujeres se ha-
cían cruces y no pocos aprovecharon la coyuntura para rezar un par
de avemarías. Admitían, por primera vez, que los peligros insonda-
bles de la selva les quitarían el sueño en no pocas noches.
Fue entre miedos y espantos cuando Alonso Báez se fijó en Isa-
bel de Ibarra. La muchacha se dirigía a su hermano. Desde la posición
de Alonso, él no podía escuchar qué le estaba diciendo, pero los ges-
tos de uno y otra desvelaban el alma de la conversación: ella lo re-
prendía por haber participado en una aventura de la que no todos

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habían regresado vivos. A Alonso, le gustó observar cómo Isabel pro-
tegía a su hermano menor.
En aquel instante, se enamoró perdidamente de ella. Ese amor
se prolongaría durante años y décadas, regiones y países. Resistiría a
los embates del tiempo, del olvido y de las desdichas. A las guerras,
los afanes y las conquistas. Al frenético curso de los acontecimientos.
El amor de Alonso no tendría fin.
Isabel llevaba el pelo suelto. Aprovechando la recalada en la
Dominica, el grupo de mujeres había decidido asearse y, para ello, dos
españoles pertenecientes a la guarnición las habían conducido a un
cercano arroyo de agua dulce. Se encontraba fuera de la empalizada
de seguridad, pero lo consideraban un entorno seguro al que los
caribes no se acercarían. «¿Cómo lo sabéis?», preguntó una de las
mujeres de mayor edad. Uno de los españoles se llevó dos dedos a
la boca, los colocó bajo la lengua y, a modo de respuesta, silbó larga-
mente. De pronto, cuatro grandes perros surgieron de la espesura y
trotaron hasta donde se hallaba el grupo. Tenían cabezas pequeñas
y compactas, orejas altivas, miradas honestas y cuerpos macizos.
«Son nuestros alanos», explicaron los españoles tras arrodillarse y
acariciar efusivamente a los animales.
Los caribes no se acercaban a los perros de guerra españoles
pues sabían que estos habían sido entrenados para comérselos sin
aguardar instrucción alguna. Cuando un alano divisaba a un indio
caribe, se lanzaba a la carrera hacia él. A continuación, solo uno de
los dos sobreviviría. El caribe podía asir su arco, poner una flecha en
él, apuntar al animal y realizar un único disparo. Si lo alcanzaba, sal-
varía la vida. Si no lo hacía, y con las manos temblorosas era muy
posible que así sucediera, el perro lo atraparía, lo derribaría y lo aho-
garía tras rodearle la garganta con su fenomenal mandíbula. Los ca-
ribes, como bien sabían ya los españoles, eran habilidosos arqueros
que, no obstante, preferían no tentar a la suerte. De este modo, se
mantenían siempre lejos de los perros españoles. Podían las mujeres
lavarse tranquilamente, pues no las molestarían mientras los cuatro
alanos anduvieran por allí.
El regreso del grupo de Almagro las había sorprendido en mi-
tad del aseo, de ahí que Isabel de Ibarra tuviera el cabello suelto so-
bre los hombros. Alonso Báez se dijo que nunca había conocido a una

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mujer tan formidable. Bajo aquella luz nueva, la luz del mar Caribe,
el joven supo que, en adelante, no descansaría hasta que ella acepta-
ra convertirse en su esposa. Asumía que él no suponía un gran par-
tido para la joven, pues, para empezar, no poseía más bienes que los
que llevaba encima. Por otro lado, tan siquiera se tenía por un hom-
bre guapo. Menos aún, simpático, risueño, de esos que hacen reír a
las muchachas. Pero se reconocía como un hombre cabal y sincero en
el que una mujer podría confiar. Y, a fin de cuentas, en las Indias no
sobraban los varones, así que de alguna posibilidad sí creyó disponer.
Como obligado punto previo a la boda, Alonso Báez decidió que
hablaría con ella. No disponía de experiencia con las chicas y, de he-
cho, le asustaban un poco. Pero ¿acaso no se decía que América per-
tenecía a los valientes? Bueno, pues tendría que sobreponerse a las
dificultades y asumir que si él no daba pasos firmes hacia el futuro,
nadie los daría por él.
Por desgracia, en los tres días que permanecieron en la Domi-
nica, los hombres estuvieron separados de las mujeres por orden
expresa de Pedrarias. Salvo que se mantuvieran lazos familiares, el
contacto había sido prohibido «porque conozco muy bien a los míos»,
como aseguraba Pedrarias. Razón no le faltaba, pues en aquella ex-
pedición participaban no pocos soldados provenientes de las guerras
de Italia que creían a pie juntillas que «a la mujer española, el bien
lucido palmito altanero la seduce y desarma». Así que, antes de que
una oleada de desmayos dejara a su armada sin brazo femenino, Pe-
drarias prefirió curarse en salud y decretó que las unas por un lado,
y los otros, por el otro.
El 6 de junio, se despidieron de la guarnición de la Dominica y
se hicieron a la mar. El próximo destino fue la llamada Tierra Firme,
es decir, el territorio de las Indias que no se encuadraba en las islas,
sino en el continente. El día 12 de junio, echaron las anclas frente a
unas playas que los pilotos consideraban seguras y permanecieron
allí durante otros tres días. Nadie se internó en la selva, emprendió
excursiones o se interesó por nada que no fuera la propia expedición.
Recordaban el hoyo en el que habían dejado a Gregorio Miño y nin-
guno quería que cavaran para él uno semejante.
La mayoría de los hombres recibió nociones de cómo cargar y
disparar una escopeta. Tomás de Ibarra participó de muy buen grado

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en las sesiones explicativas y fue de los primeros en ofrecerse volun-
tario para realizar prácticas. Las escopetas que llevaban eran todas
nuevecitas, «recién compradas con los dineros de un inusualmente
espléndido rey Fernando», como explicaban los que de estos asuntos
sabían, y disparaban plomazos certeros y determinantes.
—¡Ponedme a los indios delante! —gritó, farruco, un mucha-
cho que no tendría ni dieciséis años. Acababa de disparar su escopeta
y, aunque el retroceso le había machacado el hombro por no haber
apoyado bien el arma, se tragaba el dolor y sonreía mostrando una
dentadura aún brillante y completa.
Rieron los demás como los increíblemente inconscientes que
eran. Diego de Almagro frunció el ceño ante la contemplación de
aquella tropa. «Nos vamos a dar una hostia de las que hacen época»,
pensó.
El día 15 de junio, se hicieron de nuevo a la mar. Costearon
lentamente hacia el suroeste y reconocieron el litoral mientras los
cartógrafos dibujaban cartas y mapas de la región. Si algo hicieron
bien aquellos hombres, fue dejar cumplida constancia de todos los
lugares que atravesaron para que a los que vinieran tras ellos les re-
sultara más sencillo navegar, avanzar y colonizar. Trabajaban duro
para hombres que aún no habían nacido, pero que ya consideraban
de los suyos.
El 30 de junio de 1514, llegaron al Darién. La armada de Pe-
drarias se detuvo frente a las costas de Santa María de la Antigua.
Allá, en una playa de arenas calidísimas, dos hombres curtidos en
cien enfrentamientos con los indios observaban en silencio. El pri-
mero de ellos era Vasco Núñez de Balboa, el gobernador provisional
del Darién y el hombre que, un año atrás, había escrito al rey para
que le enviara refuerzos. Ahí los tenía, frente a él. En nada, echarían
los botes al agua, remarían hacia la playa y desembarcarían.
El segundo de los dos observadores era el principal capitán de
Balboa. Se llamaba Francisco Pizarro, tenía treinta y seis años y es-
taba llamado a ser el hombre más importante de la historia de Espa-
ña. Jamás las consecuencias de los actos emprendidos por una sola
persona resultarían tan relevantes para el mundo.
Comenzaba una nueva era.

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