Quince Oraciones
Quince Oraciones
Por mucho tiempo, Santa Brígida había deseado saber cuántos latigazos había recibido Nuestro Señor
en Su Pasión. Cierto día se le apareció Jesucristo, diciéndole: ―Recibí en Mi Cuerpo cinco mil,
cuatrocientos ochenta latigazos; son 5.480 azotes. Si queréis honrarlos en verdad, con alguna
veneración, decid 15 veces el Padre Nuestro; también 15 veces el Ave María, con las siguientes
oraciones, durante un año completo. Al terminar el año, habréis venerado cada una de Mis Llagas‖.
(Nuestro Señor mismo le dictó las oraciones a la santa.)
Jesús: “En este mes, que está a punto de terminar, ha sido mucho lo que te he hablado de mi Corazón y de mi Cuerpo en el
Sacramento. Ahora, para el mes de mi Sangre, haré que le ruegues a Ella. Dirás pues así: « Sangre divinísima que brotas
para nosotros de las venas del Dios humanado, desciende cual rocío de redención sobre la tierra contaminada y
sobre las almas a las que el pecado las hace semejantes a los leprosos. Heme aquí, yo te acojo, Sangre de mi Jesús,
y te derramo sobre la Iglesia, sobre el mundo, sobre los pecadores, sobre el Purgatorio. Ayuda, conforta, limpia,
enciende, penetra y fecunda, ¡oh jugo divinísimo de Vida! Que la indiferencia y la culpa no pongan obstáculos a tu
fluir, antes, por los pocos que te aman, por los innumerables que mueren sin Ti, acelera y difunde sobre todos esta
divinísima lluvia para que se acerquen a Ti confiados durante la vida, sean por Ti perdonados en la muerte y
lleguen contigo a la gloria de tu Reino. Así sea ».
PRIMERA ORACIÓN
1 Padre Nuestro
1 Ave María...
¡Oh Jesucristo ¡Sois la eterna dulzura de todos los que Os aman; la alegría que sobrepasa todo gozo y
deseo; la salvación y esperanza de todos los pecadores. Habéis manifestado no tener mayor deseo
que el de permanecer en medio de los hombres, en la tierra. Los amáis hasta el punto de asumir la
naturaleza humana, en la plenitud de los tiempos, por amor a ellos. Acordaos de todos los sufrimientos
que habéis soportado desde el instante de Vuestra Concepción y especialmente durante Vuestra
Sagrada Pasión; así como fue decretado y ordenado desde toda la eternidad, según el plan divino.
Acordaos, Oh Señor, que durante la última cena con Vuestros discípulos les habéis Lavado los pies; y
después, les distéis Vuestro Sacratísimo Cuerpo, y Vuestra Sangre Preciosísima. Luego, confortándolos
con dulzura, les anunciasteis Vuestra próxima Pasión. Acordaos de la tristeza y amargura que habéis
experimentado en Vuestra Alma, como Vos mismo lo afirmasteis, diciendo ‖Mi Alma está triste hasta la
muerte.‖
Acordaos de todos los temores, las angustias y los dolores que habéis soportado, en Vuestro Sagrado
Cuerpo, antes del suplicio de la crucifixión. Después de haber orado tres veces, todo bañado de sudor
sangriento, fuisteis traicionado por Vuestro discípulo. Judas; apresado por los habitantes de una nación
que habíais escogido y enaltecido. Fuisteis acusado por falsos testigos e injustamente juzgado por tres
jueces; todo lo cual sucedió en la flor de Vuestra madurez, y en la solemne estación pascual. Acordaos
que fuisteis despojado de Vuestra propia vestidura, y revestido con manto de irrisión. Os cubrieron los
Ojos y la Cara infligiendo bofetadas. Después, coronándoos de espinas, pusieron en Vuestras manos
una caña. Finalmente, fuisteis atado a la columna, desgarrado con azotes y agobiado de oprobios y
ultrajes. En memoria de todas estas penas y dolores que habéis soportado antes de Vuestra Pasión en
la Cruz concededme antes de morir, una contrición verdadera, una confesión sincera y completa,
adecuada satisfacción; y la remisión de todos mis pecados. Amén.
SEGUNDA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús, la verdadera libertad de los ángeles y paraíso de delicias! Acordaos del horror y la tristeza
con que fuisteis oprimido, cuando Vuestros enemigos como leones furiosos, os rodearon con miles de
injurias: salivazos, bofetadas, laceraciones, arañazos y otros suplicios inauditos. Os atormentaron a su
antojo. En consideración a estos tormentos y a las palabras injuriosas, Os suplico. ¡Oh mi Salvador, y
Redentor! que me libréis de todos mis enemigos visibles e invisibles y que bajo Vuestra protección,
hagáis que yo alcance la perfección de la salvación eterna. Amén.
TERCERA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús, Creador del Cielo y de la Tierra, al que nada puede contener ni limitar! Vos abarcáis todo; y
todo es sostenido bajo Vuestra amorosa potestad. Acordaos del dolor muy amargo que sufristeis
cuando los judíos, con gruesos clavos cuadrados, golpe a golpe clavaron Vuestras Sagradas Manos y
Pies a la Cruz. Y no viéndoos en un estado suficientemente lamentable para satisfacer su furor,
agrandaron Vuestras Llagas, agregando dolor sobre dolor. Con indescriptible crueldad. Extendieron
Vuestro Cuerpo en la Cruz. Y con jalones y estirones violentos, en toda dirección, dislocaron Vuestros
Huesos. ¡Oh Jesús!, en memoria de este santo dolor que habéis soportado con tanto amor en la Cruz,
Os suplico concederme la gracia de temeros y amaros. Amén.
CUARTA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
O Jesús, Médico Celestial! elevado en la Cruz para curar nuestras llagas con las Vuestras! Acordaos de
las contusiones y los desfallecimientos que habéis sufrido en todos Vuestros Miembros; y que fueron
distendidos a tal grado, que no ha habido dolor semejante al Vuestro. Desde la cima de la cabeza
hasta la planta de los pies, ninguna parte de Vuestro Cuerpo estaba exenta de tormentos. Sin
embargo, olvidando todos Vuestros sufrimientos, no dejasteis de pedir por Vuestros enemigos, a
Vuestro Padre Celestial, diciéndole: ― Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.‖ Por esta
inmensa misericordia, y en memoria de estos sufrimientos, Os hago esta súplica: conceded que el
recuerdo de Vuestra muy amarga Pasión, nos alcance una perfecta contrición, y la remisión de todos
nuestros pecados. Amén.
QUINTA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús!, ¡Espejo de Resplandor Eterno! Acordaos de la tristeza aguda que habéis sentido al
contemplar con anticipación, las almas que habían de condenarse. A la luz de Vuestra Divinidad,
habéis vislumbrado la predestinación de aquellos que se salvarían, mediante los méritos de Vuestra
Sagrada Pasión. Simultáneamente habéis contemplado tristemente la inmensa multitud de réprobos
que serian condenados por sus pecados; y Os habéis quejado amargamente de esos desesperados,
perdidos y desgraciados pecadores. Por este abismo de compasión y piedad y principalmente por la
bondad que demostrasteis hacia el buen ladrón, diciéndole: ―Hoy estarás conmigo en el Paraíso‖,
hago esta súplica, Dulce Jesús. Os pido que a la hora de mi muerte tengáis misericordia de mí. Amén.
SEXTA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús. Rey infinitamente amado y deseado! Acordaos del dolor que habéis sufrido, cuando,
desnudo y como un crimina! común y corriente, fuisteis clavado y elevado en la Cruz. También!
fuisteis abandonado de todos Vuestros parientes y amigos con la excepción de Vuestra muy amada
Madre. En Vuestra agonía, Ella permaneció fiel junto a Vos; luego, la encomendasteis a Vuestro fiel
discípulo, Juan, diciendo a Maria: ―mujer, he aquí a tu hijo!‖ Y a Juan: ― He aquí a tu Madre! Os
suplico, Oh mi Salvador, por la espada de dolor que entonces traspasó el alma de Vuestra Santísima
Madre, que tengáis compasión de mí. Y en todas mis aflicciones y tribulaciones, tanto corporales como
espirituales, ten piedad de mí. Asistidme en todas mis pruebas, y especialmente en la hora de mi
muerte. Amén.
SÉPTIMA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús, inagotable Fuente de compasión, ten compasión de mí! En profundo gesto de amor, habéis
exclamado en la Cruz: ―Tengo sed‖ Era sed por la salvación del género humano. Oh mi Salvador os
ruego que inflaméis nuestros corazones con el deseo de dirigirnos a la perfección, en todas nuestras
obras. Extinguid en nosotros la concupiscencia carnal y el ardor de los apetitos mundanos. Amén.
OCTAVA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús, Dulzura de los corazones y Deleite del espíritu! Por el vinagre y la hiel amarga que habéis
probado en la Cruz, por amor a nosotros, oíd nuestros ruegos. Concedednos la gracia de recibir
dignamente Vuestro Sacratísimo Cuerpo y Sangre Preciosísima durante nuestra vida, y también a la
hora de la muerte para servir de remedio y consuelo a nuestras almas. Amén.
NOVENA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús, Virtud real y gozo del alma! Acordaos del dolor que habéis sentido, sumergido en un océano
de amargura, al acercarse la muerte, insultado y ultrajado por los judíos. Clamasteis en alta voz que
habíais sido abandonado por Vuestro Padre Celestial, diciéndole: ―Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?‖. Por esta angustia, Os suplico, Oh mi Salvador, que no me abandonéis en los
terrores y dolores de mi muerte. Amén.
DÉCIMA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús. Principio y Fin de todas las cosas. Sois la Vida y la Virtud plena! Acordaos que por causa
nuestra fuisteis sumergido en un abismo de penas, sufriendo dolor desde la planta de los Pies hasta la
cima de la Cabeza. En consideración a la enormidad de Vuestras Llagas, enseñadme a guardar, por
puro amor a Vos, todos Vuestros Mandamientos; cuyo camino de Vuestra Ley Divina es amplio y
agradable para aquellos que Os aman, Amén.
UNDÉCIMA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús! ¡Abismo muy profundo de Misericordia! En memoria de las llagas que penetraron hasta la
médula de Vuestros Huesos y Entrañas, para atraerme hacia Vos, presento esta súplica. Yo, miserable
pecador, profundamente sumergido en mis ofensas, pido que me apartéis del pecado. Ocultadme de
Vuestro Rostro tan justamente irritado contra mí. Escondedme en los huecos de Vuestras Llagas hasta
que Vuestra cólera y justìsíma indignación hayan cesado. Amén.
DUODÉCIMA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús! Espejo de la Verdad, Sello de la Unidad. y Vínculo de la Caridad! Acordaos de la multitud de
Llagas con que fuisteis herido, desde la Cabeza hasta los Pies. Esas Llagas fueron laceradas y
enrojecidas, Oh dulce Jesús, por la efusión de Vuestra adorable Sangre. ¡Oh, qué dolor tan grande y
repleto habéis sufrido por amor a nosotros, en Vuestra Carne virginal! ¡Dulcísimo Jesús! ¿Qué hubo de
hacer por nosotros que no habéis hecho? Nada falta. ¡Todo lo habéis cumplido! ¡Oh amable y adorable
Jesús! Por el fiel recuerdo de Vuestra Pasión, que el Fruto meritorio de Vuestros sufrimientos sea
renovado en mi alma. Y que en mi corazón, Vuestro Amor aumente cada día hasta que llegue a
contemplaros en la eternidad. ¡Oh Amabilísimo Jesús! Vos sois el Tesoro de toda alegría y dicha
verdadera, que Os pido concederme en el Cielo. Amén.
DÉCIMA-TERCERA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús! ¡Fuerte León, Rey inmortal e invencible! Acordaos del inmenso dolor que habéis sufrido
cuando, agotadas todas Vuestras fuerzas, tanto morales como físicas, inclinasteis la Cabeza y dijisteis:
―Todo está consumado‖. Por esta angustia y dolor, os suplico, Señor Jesús, que tengáis piedad de mí
en la hora de mi muerte cuando mi mente estará tremendamente perturbada y mi alma sumergida en
angustia. Amén.
DÉCIMA-CUARTA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María... ¡Oh Jesús! ¡Unico Hijo del Padre Celestial! esplendor y semejanza de
su Esencia! Acordaos de la sencilla y humilde recomendación que hicisteis de Vuestra Alma, a Vuestro
Padre Eterno, diciéndole: ―¡Padre en Tus Manos encomiendo Mi Espíritu!‖ Desgarrado Vuestro Cuerpo,
destrozado Vuestro Corazón, y abiertas las Entrañas de Vuestra misericordia para redimirnos, habéis
expirado. Por Vuestra Preciosa Muerte, Os suplico, Oh Rey de los santos, confortadme. Socorredme
para resistir al demonio, la carne y al mundo. A fin de que, estando muerto al mundo, viva yo
solamente para Vos. Y a la hora de mi muerte, recibid mi alma peregrina y desterrada que regresa a
Vos. Amén.
DÉCIMA-QUINTA ORACIÓN
1 Padre Nuestro... 1 Ave María...
¡Oh Jesús! ¡Verdadera y fecunda Vid! Acordaos de la abundante efusión de Sangre que tan
generosamente habéis derramado de Vuestro Sagrado Cuerpo. Vuestra preciosa Sangre fue
derramada como el jugo de la uva bajo el lagar. De Vuestro Costado perforado por un soldado, con la
lanza, ha brotado Sangre y agua, hasta no quedar en Vuestro Cuerpo gota alguna. Finalmente, como
un haz de mirra, elevado a lo alto de la Cruz., la muy fina y delicada Carne Vuestra fue destrozada; la
Substancia de Vuestro Cuerpo fue marchitada; y disecada la médula de Vuestros Huesos. Por esta
amarga Pasión, y por la efusión de Vuestra preciosa Sangre, Os suplico, Oh dulcísimo Jesús, que
recibáis mi alma, cuando yo esté sufriendo en la agonía de mi muerte. Amén.
CONCLUSIÓN
¡Oh Dulce Jesús! Herid mi corazón, a fin de que mis lágrimas de amor y penitencia me sirvan de pan,
día y noche. Convertidme enteramente, Oh mi Señor, a Vos. Haced que mi corazón sea Vuestra
Habitación perpetua. Y que mi conversación Os sea agradable. Que el fin de mi vida Os sea de tal
suerte loable, que después de mi muerte pueda merecer Vuestro Paraíso; y alabaros para siempre en
el Cielo con todos Vuestros santos. Amén.
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A NUESTRA SEÑORA DEL SAGRADO CORAZÓN
Corazón de María, perfecta imagen del Corazón de Jesús, haced que nuestros corazones sean
semejantes a los vuestros. Amén.
https://www.obramariavaltorta.org/jesus-redentor-pasion-muerte-2/
* Los apóstoles, separados en dos grupos.- Él sube más alto, hasta una roca. Plegaria ardiente al Padre por la salvación
del hombre.- ■ Se reúne todo el grupo. Jesús: “Ahora vamos a separarnos. Yo voy arriba, a orar. Conmigo quiero a Pedro, Juan
y Santiago. Vosotros quedaos aquí. Y, si os vierais en grave apuro, llamad. Y no tengáis miedo. No se os quitará ni un cabello.
Rogad por Mí. Olvidad cualquier odio, cualquier miedo. Será solo un momento... Luego la alegría será completa. Sonreíd. Que
Yo lleve en mi corazón vuestras sonrisas. Bien, os lo agradezco, amigos. Adiós. Que el señor no os abandone...”. Jesús se echa a
andar y se separa de los apóstoles, mientras Pedro pide a Simón la antorcha, después de que éste encendió con ella unos leños
resinosos que arden chisporroteando en los límites del olivar y expanden un olor a enebro. Me da lástima ver a Tadeo que sigue a
Jesús con una mirada tan intensa, tan llena de dolor, que Jesús se vuelve buscando al que le ha mirado. Pero Tadeo se esconde
detrás de Bartolomé y se muerde los labios para contenerse. Jesús hace un gesto con la mano, entre una bendición y un adiós y
luego prosigue su camino. La luna está ya muy alta, y envuelve con su luz la alta figura de Jesús y parece hacerla más alta
incluso, espiritualizándola, haciendo más claro su vestido rojo y más pálido el color oro de sus cabellos. Detrás de Él aceleran el
paso Pedro, con la antorcha, y los dos hijos de Zebedeo. ■ Prosiguen hasta llegar al límite del primer desnivel del rústico
anfiteatro del olivar, cuya entrada sería la plazoleta irregular y cuyas gradas serían las terrazas, que ascienden formando escalones
de olivos en el monte. Jesús dice: “Deteneos y esperadme aquí, mientras Yo oro. Pero no os durmáis. Podría tener necesidad de
vosotros. Os lo pido por caridad: ¡Orad! Vuestro Maestro se encuentra muy abatido”. Y 7
realmente su agotamiento es profundo. Parece como si cargara un gran peso, que le oprime. ¿Dónde está ese varonil Jesús que
hablaba a las turbas, hermoso, fuerte, de mirada dominadora, dulce sonrisa, voz sonora y agradable? Es como uno que hubiera
corrido o llorado. Tiene voz cansada, entrecortada. Triste, triste, triste... Pedro contesta por todos: “Puedes estar tranquilo,
Maestro. Vigilaremos y oraremos. No tienes más que llamarnos, que enseguida acudiremos”. Jesús les deja mientras los tres
recogen hojas y pedazos de ramas para hacer una hoguera que les tenga despiertos y para defenderse del rocío que empieza a caer
abundante. ■ Camina, dándoles las espaldas, de occidente a oriente; y por eso la luna le da en la cara. Veo que un gran dolor
dilata aún más sus ojos. Quizás es la negrura del cansancio lo que los agranda o tal vez es la sombra del párpado; no lo sé. Lo que
sé es que tiene los ojos más abiertos y más hundidos. Sube cabizbajo. Solo de vez en cuando alza la cabeza, suspirando como si
se sintiese cansado y le faltase el aliento; y entonces recorre con sus ojos tan tristes el plácido olivar. Sube unos cuantos metros,
después tuerce por detrás de una elevación que queda entre Él y los tres que quedaron más abajo. Este saliente de la ladera, que al
principio tiene una altura de pocos decímetros, es cada vez más alto, y, después de un pequeño trecho, tiene más de dos metros de
altura, de modo que resguarda completamente a Jesús de toda mirada más o menos discreta, y amiga. Jesús continúa hasta una
voluminosa piedra que en un determinado punto corta el senderillo (una roca que tal vez ha sido colocada como sostén de la
vertiente que hacia abajo cae más inclinada y desnuda hasta un inerte cúmulo de piedras que precede a los muros tras los que está
Jerusalén, y que hacia arriba sigue subiendo con más terrazas y más olivos). Junto a esta voluminosa roca, justo un poco más
arriba, prominente, hay un olivo todo nudoso y retorcido: parece un caprichoso punto de interrogación puesto por la naturaleza
para preguntar algún por qué. Sus gruesas ramas en la cima de su copa responden a la pregunta del tronco, diciendo ora «sí»
cuando se doblan hacia la tierra, ora «no», moviéndose de derecha a izquierda, al son de un viento suave que sopla a intervalos
entre el follaje y que a veces trae olor solo a tierra, a veces a ese olor amargo de los olivos, y a veces trae una mezcla de perfume
de rosas y de musgo que quién sabe de dónde pueda venir. Al otro lado del senderillo, hacia abajo, hay otros olivos, uno de los
cuales, justo debajo de la roca, está partido por algún rayo, y aún así vivo todavía, o bien está hendido por una causa que
desconozco, a partir del tronco inicial y que ha hecho dos troncos que se alzan como las dos astas de una gran «V» en carácter de
imprenta; y las dos copas se asoman hacia acá y allá de la roca, como queriendo ver y vigilar al mismo tiempo, o formarle a esta
roca un suelo de un gris de plata, lleno de paz. ■ Jesús se detiene allí. No mira a la ciudad situada allá abajo, toda blanca bajo la
luz de la luna. Antes al contrario, le vuelve las espaldas; y ruega con los brazos abiertos en forma de cruz, con la cara levantada al
cielo. No veo su cara porque está en la sombra, pues tiene la luna casi perpendicular sobre su cabeza, pero los tupidos ramajes del
olivo están entre Él y la luna, que apenas logra filtrarse entre unas y otras hojas, formando aritos y agujas de luz en constante
movimiento. Es una plegaria larga, ardiente. De cuando en cuando suspira, y pronuncia una palabra clara. No es un salmo, ni el
Padre Nuestro. Es una plegaria que nace de su amor y de su necesidad. Un verdadero hablar con su Padre. Las pocas palabras que
logro captar me lo dicen: “Tú lo sabes... Soy tu Hijo... Todo. Pero ayúdame... Ha llegado la hora... No pertenezco más a la Tierra.
Cesa toda necesidad de ayuda a tu Palabra... Haz que el Hombre te aplaque como Redentor, de la misma forma que la Palabra te
ha sido obediente... Es lo que Tú quieres... Te pido piedad para ellos... ¿Los salvaré? Esto es lo que te pido. Así lo quiero:
salvados del mundo, de la carne, del Demonio... ¿Puedo pedirte todavía? Mi petición es justa, Padre mío. No para Mí, sino para el
hombre que es creación tuya, y que quiso convertir en fango también su alma. Yo echo en mi dolor y en mi Sangre este barro,
para que vuelva a ser esa esencia incorruptible del espíritu grato a Ti... Y está por todas partes. Él es rey esta noche. En los
palacios y en las casas. Entre los soldados y en el Templo... La ciudad está henchida de él, y mañana será un Infierno...”. ■ Jesús
se vuelve, apoya su espalda en la roca y cruza los brazos. Mira a Jerusalén. La mirada de Jesús se hace cada vez más triste.
Murmura entre dientes: “Parece de nieve... y es toda un pecado. ¡A cuántos dentro de ella curé!... ¡Cuánto hablé!... ¿Dónde están
los que parecían serme fieles?”... Baja la cabeza y mira fijamente al suelo, cubierto de hierba corta, brillante de rocío. Pero,
aunque tenga la cabeza inclinada, sé que llora, porque algunas gotas, al caer de la cara al suelo, brillan. Después alza la 8
cabeza, separa los brazos y une las manos más arriba de la cabeza, y las balancea manteniéndolas unidas.
* Encuentra a los 3 apóstoles dormidos: “¡Tengo tanta necesidad de vuestro consuelo y de vuestras oraciones!”.- ■ Luego
anda. Regresa a donde están los tres apóstoles, que están sentados alrededor del fuego hecho de ramas de árbol. Los encuentra
medio dormidos. Pedro ha apoyado su espalda en un tronco, y, cruzados los brazos, cabecea. Son las primeras brumas de un
sueño profundo. Santiago está sentado —también su hermano— encima de una gruesa raíz que sobresale de la tierra y sobre la
cual han extendido los mantos para sentir menos los nudos; pero, a pesar de estar más incómodos que Pedro, también están más
adormilados. Santiago tiene la cabeza recostada sobre el hombro de Juan, y éste tiene la suya apoyada en el de su hermano, como
si el empezar a cabecear les hubiera inmovilizado en esa postura. ■ Jesús: “¿Dormís? ¿No habéis sabido estar despiertos una sola
hora? Y Yo ¡tengo tanta necesidad de vuestro consuelo y de vuestras oraciones!”. Los tres, aturdidos, se sobresaltan. Se frotan los
ojos. Murmuran una disculpa. Echan la culpa, como causa principal de su somnolencia, a la digestión: “Es el vino... la comida...
Pero ahora ya pasa. Ha sido un momento. No teníamos ganas de hablar y esto nos ha llevado al sueño. Pero vamos a orar y no se
va a repetir esto”. Jesús: “Sí. Orad y velad. También vosotros lo necesitáis”. “Sí, Maestro. Te obedeceremos”.
* Terrible angustia y congoja: es su vida evangélica lo que desfila ante su vista.- ■ Jesús se marcha de nuevo. La luna —de
tan fuerte claror de plata, que va haciendo ver cada vez más pálida el vestido rojo, como si lo cubriera de un blanco polvo
brillante—, ilumina su rostro, y me permite verle desconsolado, adolorido, envejecido. Sus ojos siguen bien abiertos, pero
parecen empañados; su boca dibuja una línea de cansancio. Camina a su peña aún más lento, más encorvado. Se arrodilla y apoya
los brazos en la roca, que no es lisa, sino que a mitad de altura tiene como un hueco —parece labrado adrede así—, en el que ha
nacido una de esas florecillas semejantes a pequeños lirios, que he visto también en Italia, con hojitas pequeñas, redondas, pero
con puntas en los bordes, y carnosas, de florecillas muy pequeñas en sus delgadísimos tallos: parecen pequeños copos de nieve, y
salpican el gris de la roca y las hojitas de color verde oscuro. Jesús apoya sus manos cerca de las florecillas, que le acarician la
mejilla, pues apoya la cabeza en las manos juntas y ora. Pasado un poco de tiempo, siente el frescor de las pequeñas corolas,
levanta la cabeza, las mira, las acaricia, les dice: “Vosotras sois puras... Me dais consuelo. Había florecillas como éstas también
en la gruta de Mamá... y a Ella le gustaban, porque decía: «Cuando era pequeña mi padre me decía: „Tú eres un lirio pequeño
todo lleno de rocío del cielo‟». ¡Madre! ¡Oh Madre mía!”. Y prorrumpe en llanto. Reclinada la cabeza en las manos unidas, un
poco apoyado en los calcañares, le veo y oigo llorar, mientras las manos aprietan los dedos y los mortifican, la una a la otra. Oigo
que dice: “También en Belén... y te las llevé, Mamá. Pero, ¿quién te llevará éstas después?...”. Vuelve a orar y a meditar. ■ Debe
de ser muy triste lo que medita. Le causa más angustia que tristeza, porque, para huir de ello, se levanta, camina hacia adelante y
hacia atrás murmurando palabras que no logro captar. Ahora levanta la cabeza; ahora la baja. Y gesticula, pasa las manos sobre
sus ojos, sobre sus mejillas, sobre sus cabellos con movimientos mecánicos y agitados, propios de quien se encuentra en medio
de una gran angustia: decirlo no es nada, describirlo es imposible, verlo es entrar en su angustia. Gesticula en dirección de
Jerusalén. Luego vuelve a levantar los brazos hacia el cielo como para pedir ayuda. Se quita el manto como si tuviese calor. Lo
mira... Pero ¿qué ve? Sus ojos no miran sino su tortura, y todo sirve a esta tortura, a aumentarla. Hasta el manto que le tejió su
madre. Lo besa y dice: “¡Perdón, Mamá, perdón!”. Parece como si se lo pidiera al manto, tejido por el amor materno... Vuelve a
ponérselo. Está lleno de congoja. Quiere orar para superarla. Pero con la oración vuelven los recuerdos, los temores, las dudas,
las añoranzas... Es una avalancha de nombres... de ciudades... de personas... de hechos... No puedo seguirle, porque es rápido y
entrecortado. Es su vida evangélica lo que desfila ante su vista... y le trae el recuerdo de Judas traidor. Es tanta su angustia que,
para vencerla, grita en voz alta los nombres de Pedro y Juan. Y dice: “Ahora vendrán. ¡Ellos son muy leales!”. Pero «ellos» no
vienen. Llama nuevamente. Parece aterrorizado como si viese algo extraño que no sabemos.
* Encuentra nuevamente a los 3 dormidos: “Me encuentro en una angustia que me mata”.- ■ Huye rápidamente hacia el
lugar donde están Pedro y los dos hermanos, y los encuentra más cómoda y profundamente dormidos alrededor de unas pocas
brasas que, ya 9
mortecinas, dan solo un rojizo chispazo entre el gris de la ceniza. Jesús: “¡Pedro! ¡Os he llamado tres veces! ¿Pero qué hacéis?
¿Todavía estáis dormidos? ¿Pero no veis cuánto sufro? Orad. Que no os venza la carne, que no os venza en ninguno. El espíritu
está pronto, pero la carne es débil. Ayudadme...”. Los tres tardan más en despertarse. Al final lo logran y con los ojos henchidos
piden excusas. Se alzan, primero sentándose, después poniéndose en pie. Pedro murmura: “¡Pero fíjate! ¡No nos había pasado
esto nunca! Debe ser cosa de aquel vino. Era fuerte. Además este aire fresco. Nos hemos cubierto para no sentirlo (de hecho se
habían cubierto con los mantos hasta la cabeza), y no hemos visto más el fuego y no hemos tenido frío y, bueno, pues, el sueño ha
venido. ¿Dices que nos llamaste? A mí me parecía que no estaba tan dormido... Eh, Juan, busquemos ramas de árboles.
Movámonos. Se nos pasará. No te preocupes, Maestro, que de ahora en adelante... estaremos en pie...” y arroja un montón de
hojas secas en las brasas, y sopla para que prenda otra vez la llama; luego la alimenta con las ramas de zarza que trajo Juan; por
su parte, Santiago trae una rama gruesa de enebro, o algo semejante, que ha cortado de una espesura poco lejana y la echa al
fuego. ■ La llama se levanta alta y alegre, iluminando la pobre faz de Jesús. Una faz de una tristeza... de una tristeza, que no se
puede mirar sin llorar. Toda la luminosidad de ese rostro ha quedado diluida en un cansancio mortal. Dice: “Me encuentro en una
angustia que me mata. ¡Oh, sí! Mi alma está triste hasta el punto de morir. ¡Amigos!... ¡Amigos!”. Pero, aunque no dijera esto, su
aspecto es ya de por sí el de un moribundo, el de un moribundo que, además, muere en el más angustioso y desolado de los
abandonos. Parece que cada palabra suya sea un sollozo... Pero los tres están demasiado cargados de sueño. Parece que van de un
lado a otro con los ojos semicerrados... Jesús los mira... No les dice un reproche. Menea la cabeza, suspira y vuelve al lugar de
antes.
* “¡Es muy amargo este cáliz. ¡No puedo! ¡Apártalo, Padre, de tu Hijo! ¡Pero no se haga mi voluntad sino la tuya!”.-
Abandono de Dios.- Satanás.- Sudor de Sangre.- El ángel.- ■ Ora de nuevo, en pie con los brazos abiertos en forma de cruz;
luego de rodillas, como al principio, con la cabeza inclinada sobre las florecillas. Piensa. Calla... Luego da en gemir y en sollozar
fuertemente, tan abatido sobre los calcañares, que está casi prosternado. Llama al Padre cada vez con más congoja... Dice: “¡Oh!
¡Es muy amargo este cáliz! ¡No puedo! ¡No puedo! ¡Está sobre mis fuerzas! ¡Todo lo he podido! Pero esto no... ¡Apártalo, Padre,
de tu Hijo! ¡Ten piedad de Mí!... ¿Qué he hecho para merecerlo?”. Después, cobrando nuevas fuerzas, dice: “Pero, Padre mío,
no escuches mi voz si con ella pido lo que es contrario a tu voluntad. No te acuerdes de que soy tu Hijo, sino tan solo un siervo
tuyo. No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Así permanece por un poco de tiempo. Después da un grito ahogado y alza la cara: es
un rostro desencajado. Un momento solo. Luego se derrumba, rostro en tierra, y se queda así. ■ Es una piltrafa de hombre sobre
quien pesa el pecado del mundo, sobre quien se abate toda la Justicia del Padre, sobre quien descienden las tinieblas, la ceniza, la
hiel, esa tremenda, tremendísima cosa que es el abandono de Dios mientras Satanás tortura... Es la asfixia del alma, es el estar
sepultado vivo en esta cárcel que es el mundo cuando ya no se puede sentir que entre nosotros y Dios hay un lazo de unión; es lo
mismo que sentirse encadenados, amordazados, lapidados por nuestras propias oraciones que caen sobre nosotros puntiagudas,
encendidas; es lo mismo que dar puntapiés contra un Cielo cerrado en donde no penetran ni voz ni mirada de nuestra angustia; es
lo mismo que ser «huérfanos de Dios»; es la locura, la agonía, la duda de habernos engañado hasta ese momento; es la convicción
de ser rechazados por Dios, de estar condenado. ¡Es el Infierno!... (¡Lo sé! No puedo ver la angustia de Jesús. Sé que es mil veces
mayor que la que sufrí el año pasado y que solo su recuerdo me horroriza). ■ Jesús llora con movimientos y suspiros de un
agonizante: “¡Nada!... ¡Fuera!... ¡La voluntad del Padre! ¡Ésa! Ésa sola... Tu voluntad, Padre. La tuya, no la mía... Inútil. No
tengo más que un Señor: el Dios Santísimo. Una Ley: la obediencia. Un amor: la redención... No. Ya no tengo ni Madre ni vida
ni divinidad ni misión. Inútilmente me tientas, ¡oh demonio!, con mi Madre, con la vida, con mi divinidad, con mi misión.
Tengo por madre a la Humanidad y la amo hasta morir por ella. La vida la devuelvo a quien me la dio y me la pide, al Supremo
Dueño de todo ser viviente. La divinidad la afirmo al ser capaz de esta expiación. La misión la realizo con mi muerte. No tengo
nada más. Nada, fuera de hacer la voluntad del Señor, mi Dios. ¡Lárgate, Satanás! Lo dije la primera y segunda vez y vuelvo a
decirlo la tercera: «Padre, si es posible pase de Mí este cáliz. ¡Pero no se haga mi voluntad sino la tuya!». Largo de aquí,
Satanás. Yo soy de Dios”. ■ Luego ya no 10
habla. Solo para decir entre jadeos: “¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!”. Le llama a cada latido de su corazón y parece que a cada latido brota
sangre. Los vestidos de la espalda la absorben y se hacen oscuros, a pesar de la gran claridad de la luna que todo lo envuelve. Y,
sin embargo, un resplandor más vivo se forma sobre su cabeza, suspendido a un metro de Él aproximadamente; un resplandor
tan vivo, que incluso el Abatido lo ve filtrarse entre las ondas de sus cabellos, ya bañados de sangre, y tras el velo que la sangre
forma sobre los ojos. Levanta la cabeza... La luna brilla sobre esta pobre faz, y aún más resplandece la luz angelical, semejante a
la del diamante blanco-azul del planeta Venus. Y se deja ver toda la terrible agonía en la sangre que sale por los poros. Las
pestañas, el pelo, el bigote, la barba están bañados de sangre. Sangre que corre por las sienes, que brota de las venas del cuello,
gotas de sangre que caen de las manos; y, cuando tiende las manos hacia la luz angelical y las mangas anchas se corren hacia los
codos, aparecen los antebrazos de Jesús llenos de sudor de sangre. En la cara solo las lágrimas forman dos líneas marcadas sobre
la máscara roja. Vuelve a quitarse el manto y se seca las manos, la cara, el cuello, los antebrazos. Pero el sudor continúa. Él
presiona una y otra vez el manto contra la cara y lo mantiene apretado con las manos; y cada vez que se lo quita, aparecen en el
manto de color rojo oscuro claramente las huellas, las cuales, estando frescas, parecen negras. La hierba del suelo está roja de
sangre. Jesús parece próximo al desfallecimiento. Se desabrocha el vestido en el cuello, como si sintiese ahogo. Se lleva la mano
al corazón y después al cuello, agita su mano delante de la cara como para darse aire, teniendo la boca abierta. A rastras, se pega
a la roca, pero más hacia el borde del desnivel del terreno. Apoya la espalda contra la peña, de forma que —como si estuviese ya
muerto—, quédanle colgando los brazos, paralelos al cuerpo; y la cabeza, contra el pecho. Y no se mueve. La luz angelical se
desvanece poco a poco, para acabar como absorbida en la luz de la luna. ■ Vuelve a abrir Jesús sus ojos. Levanta con fatiga el
cuerpo. Mira. Está solo. Pero está menos angustiado. Alarga una mano. Recoge el manto que había tirado sobre la hierba y vuelve
a secarse la cara, las manos, el cuello, la barba, los cabellos. Toma una hoja larga, que está justamente junto a sus ojos, y bañada
del rocío, y con ella termina de limpiarse mojándose la cara, las manos, y después secándose de nuevo todo. Repite esto una y
otra vez con otras hojas hasta que desaparecen las huellas de su horrible sudor. Tan solo el vestido está manchado, especialmente
en la espalda y en los pliegues de los codos, en el cuello, cintura y rodillas. Lo mira y menea la cabeza. Mira también el manto y
lo ve muy manchado. Lo dobla y lo coloca encima de la peña, en el lugar en que ésta forma una concavidad, cerca de las
florecillas. Con esfuerzo, como por debilidad, se deja caer de rodillas. Ora, apoyada la cabeza en el manto donde tiene ya las
manos. Después se levanta, tomando como apoyo la roca, y todavía tambaleándose ligeramente, se dirige a donde están los
discípulos. Su cara está palidísima. Pero ya no tiene expresión turbada. Es una faz llena de hermosura divina, aun cuando está
más exangüe y triste que de costumbre.
* Testimonios de la Divinidad y de la Humanidad de Jesús.- ■ Dice Jesús: “Contemplaste los sufrimientos de mi agonía
espiritual en la noche del Jueves. Contemplaste a tu Jesús abatido como un hombre que ha sido herido a muerte y que siente que
la vida se le escapa o como alguien que está horriblemente oprimido por un trauma psíquico superior a sus fuerzas. Fuiste testigo
de cómo iba aumentando esta agonía hasta llegar el momento en que sudé sangre, provocada por el desequilibrio circulatorio
causado por el esfuerzo de vencerme y de resistir el peso que sobre Mí se me había impuesto. Era, soy, el Hijo de Dios
Altísimo, pero también era el Hijo del hombre. ■ A través de estas páginas quiero que aparezca nítida mi doble naturaleza.
Testimonio de mi Divinidad son mis palabras, que tienen tonos que solo un Dios puede tener; testimonio de mi Humanidad son
las necesidades naturales, las pasiones, los 12
sufrimientos que os presento y que Yo padecí en mi carne de verdadero Hombre. Tanto mi santísima Divinidad como mi
perfectísima Humanidad en el correr de los siglos, debido a «vuestra» humanidad imperfecta, no han sido bien comprendidas.
Algunas veces habéis pensado que no tuve un cuerpo real, y así habéis hecho inhumana mi Humanidad; de la misma forma que
habéis empequeñecido mi figura divina, rechazándola en muchos aspectos que no os resultaba agradable reconocer, o que ya no
podíais reconocer porque vuestras débiles inteligencias no podían comprender el misterio, pues se hallaban envueltas en las
tinieblas del ateísmo, humanismo o racionalismo. ■ Yo vengo, en esta hora trágica, anunciadora de desventuras sin igual, vengo a
daros a conocer la doble naturaleza mía: de Dios y de Hombre para que la conozcáis tal como es; para que la reconozcáis
después de tanto oscurantismo con que la habéis cubierto ante vuestros espíritus; para que la améis y volváis a Ella y os salvéis
por medio de Ella. Quien la conozca y ame se salvará”.
* “Ella, mi Madre me llevó no solo por nueve meses, sino durante toda la vida. Nuestros corazones estaban unidos por
fibras espirituales y siempre palpitaron al unísono”.- ■ Jesús: “En estos días te he dado a conocer mis sufrimientos físicos que
soportó mi Humanidad. Te he dado a conocer mis sufrimientos morales que estaban tan entrelazados tan íntimamente con los de
mi Madre, como se entrelazan, se cruzan las enmarañadas lianas de las selvas ecuatoriales, que no se puede cortar una de ellas
solamente, sin cortar otra; o como están las venas en el cuerpo: no se puede sacar sangre de una sola vena, porque la sangre corre
por todo el cuerpo; o si se prefiere otra comparación: no se puede hacer morir a una madre que tiene en su vientre su hijito sin
hacer morir a éste. ■ Ella, mi Madre me llevó no solo por nueve meses, sino durante toda la vida. Nuestros corazones estaban
unidos por fibras espirituales y siempre palpitaron al unísono, y no había lágrima de mi Madre que no me hubiera mojado, y no
hubo lamento mío que no hubiera encontrado un fortísimo eco en su corazón. Os causa dolor enteraros que una madre sabe que
su hijo está irremediablemente enfermo, que tiene que morir, o bien que una madre sabe que su hijo está condenado a pena de
muerte. Pues pensad en mi Madre que desde el momento que me concibió, supo que tenía Yo que ser condenado a muerte;
pensad en esa Madre que cuando besaba mis tiernos miembros de pequeño sabía que llegaría el momento en que serían
destrozados por el flagelo; en esa Madre que habría dado diez, cien, mil veces su vida con tal de impedir llegara la hora en que
Yo fuera un hombre adulto, la hora de mi inmolación; sin embargo, Ella sabía y debía desear aquella hora tremenda por aceptar
la voluntad del Señor, por la gloria del Señor, por beneficio de la Humanidad. No, no ha habido una agonía más larga —ni
terminada en un dolor más grande— que la de mi Madre”.
* “La inefable relación que une ab aeterno al Padre con el Hijo no puede seros explicada ni siquiera con mi palabra,
porque si bien ella es perfecta, vuestra inteligencia no lo es y no podéis comprender y conocer el profundo misterio de
Dios mientras no estéis con Él en el Cielo”.- ■ Jesús: “Y no ha habido un dolor mayor, más completo que el mío. Era Yo una
sola cosa con el Padre. Él me amaba desde la eternidad como solo Dios puede amar. Encontraba en Mí sus complacencias, su
divina alegría. Yo a mi vez le amaba como solo un Dios puede amar, y al estar unido con Él encontraba mi alegría divina. La
inefable relación que une ab aeterno al Padre con el Hijo no puede seros explicada ni siquiera con mi palabra, porque si bien ella
es perfecta, vuestra inteligencia no lo es y no podéis comprender y conocer el profundo misterio de Dios mientras no estéis con Él
en el Cielo. ■ Pues bien, Yo sentía, cual agua que asciende y que presiona contra una presa, crecer, hora tras hora, la severidad de
mi Padre respecto a Mí. Para dar testimonio de mi Persona a los hombres, que cerraban sus corazones e inteligencias para no
creer, tres veces mi Padre abrió el Cielo: en el Jordán, en el Tabor, y en Jerusalén poco antes de mi Pasión. Lo hizo no para
consolarme, sino para los hombres. Yo ya era el Expiador. Muchas veces, María, Dios da a conocer a un siervo suyo a los
hombres, para que éstos se sientan atraídos por sus ejemplos. Pero esto sucede no sin el dolor de ese siervo, que paga en primera
persona —comiendo el pan amargo del rigor de Dios— los consuelos y la salvación de sus hermanos. ¿No es verdad? Las
víctimas de expiación han probado el rigor de Dios. Después viene la gloria, pero solo después de que la Justicia ha sido
aplacada. No es como el caso de mi amor, que a sus víctimas suele prodigar besos. Yo soy Jesús, soy el Redentor. Aquel que ha
sufrido y sabe, por personal experiencia, lo que es el dolor de ser mirado por Dios con severidad y ser abandonado de Dios, y no
soy nunca severo ni abandono nunca a las almas 13
víctimas. Las consumo igualmente, pero en una hoguera de amor. ■ Cuanto más se acercaba la hora de la expiación, tanto más
sentía que mi Padre se alejaba (1). Mi Humanidad se sentía menos sostenida por la Divinidad, al sentir que el Padre se alejaba
de ella, y de este modo sufría lo indecible. Cuando Dios se aleja se siente terror, un agarrarse a la vida, y abatimiento y cansancio
y tedio. Cuanto más profundo es este alejamiento, tanto mayores son las consecuencias; cuando es total, se siente la
desesperación. Y cuanto más uno —por un decreto de Dios— prueba este alejamiento sin haberlo merecido, sufre mucho más
porque el alma siente esta separación como cuando una carne viva siente la separación de un miembro del cuerpo. Es un estupor
doloroso, desalentador, que el que no lo ha experimentado no lo comprende. Yo lo probé. Yo tuve que probar todo, incluso
vuestras desesperaciones, para poder, respecto a todo, interceder a favor de vosotros ante el Padre. Sé lo que significa decir: «Me
encuentro solo. Todos me han traicionado, abandonado. Tampoco el Padre, tampoco Dios, viene en mi ayuda». ■ Por este motivo
realizo prodigios misteriosos de gracia en los corazones oprimidos por la desesperación, y por esto pido a mis predilectos que
beban de este cáliz mío tan amargo que bebí Yo, para que ellos —los que naufragan en el mar de la desesperación— no
rechacen la cruz que les ofrezco como ancla de salvación, sino que se aferren a ella, y así pueda Yo llevarles al puerto de la
bienaventuranza. ¡Solamente Yo sé cuánto hubiera necesitado al Padre en la noche del jueves! Mi alma agonizaba ya por el
esfuerzo de haber tenido que superar los dos mayores dolores de un hombre: el adiós a una Madre sin igual, y la proximidad del
amigo infiel. Dos heridas que me taladraban el corazón: una con su llanto, la otra con su odio. Me vi obligado a compartir el pan
con mi Caín. Tuve que tratarle como amigo para que los demás no cayesen en la cuenta y evitar de este modo un crimen, que por
otra parte era inútil, porque estaba ya escrito en el libro de la vida: mi santa muerte, y el suicidio de Judas. ■ Dios no quería otras
muertes. Aparte de mi Sangre, ninguna otra debía ser derramada, y no lo fue. Judas se ahorcó y entregó su sangre impura a
Satanás, sangre que no debía mezclarse, al caer sobre la Tierra, con la Sangre purísima del Inocente. Estas dos heridas hubieran
sido bastantes para hacerme agonizar. Pero era Yo el que tenía que expiar, la Víctima, el Cordero. Éste, antes de ser inmolado,
sabe lo que duele la marca del hierro candente, los golpes, el trasquilo, ser vendido al carnicero, para sentir al fin el frío del hierro
que le corta la garganta. Antes, debe dejar todo: los pastos donde creció, la madre que le crió, le alimentó, le dio calor, los
compañeros con quienes convivió. Todo lo conocí y experimenté, Yo, el Cordero de Dios”.
* Al alejarse el Padre llegó la hora del odio satánico sobre la carne, lo moral y lo espiritual (abandono y desesperación).-
Juan, Judas, Jesús ante Satanás.- Sudor de sangre.- ■ Jesús: “Por esta razón, al alejarse el Padre, llegó Satanás. Había venido
al principio de mi misión a tentarme para que no la realizase. Ahora volvía. Era su hora. La hora del odio satánico. Multitudes de
demonios había sobre la Tierra para seducir los corazones, para ayudarles a decidir mi muerte. Cada miembro del Sanedrín tenía
el suyo, el suyo Herodes, el suyo Pilatos, y el suyo cada uno de los judíos que pidieron mi Sangre. También tenían los apóstoles a
su tentador a su lado, que les adormecía, mientras Yo me debilitaba, que les preparaba para ser cobardes. Sin embargo hay que
tener en cuenta el poder de la pureza. Juan, que era puro, fue el primero que se libró del influjo satánico, y volvió enseguida a
su Jesús, y me trajo a mi Madre. Judas tenía a Lucifer y Yo le tenía cerca. Él en el corazón, Yo a mi lado. Éramos los dos
personajes principales de la tragedia, y Satanás se ocupaba personalmente de nosotros. Después de que empujó a Judas hasta el
punto de que no podía retroceder, se volvió contra Mí. Con su perfecta astucia me presentó los tormentos corporales con un
realismo insuperable. En el desierto empezó también por la carne. Con la oración vencí. El espíritu se sobrepuso al temor que
sentía la carne. ■ Me presentó entonces la inutilidad de mi muerte, el gozo de la vida, sin tener que ocuparme de hombres
ingratos. Vivir rico, feliz, amado. Vivir para mi Madre, para no hacerla sufrir. Vivir para llevar a Dios a través de un largo
apostolado a muchísimos hombres, los cuales, por el contrario, si Yo muriera, me olvidarían, mientras que, si fuera Maestro no
durante tres años sino durante muchos lustros, terminarían identificándose con mi doctrina. Sus ángeles me ayudarían a seducir a
los hombres. ¿No estaba Yo viendo que los ángeles de Dios no venían en mi ayuda? Después, Dios me perdonaría al ver las
multitudes de creyentes que le habría de llevar. También en el desierto me había inducido a tentar a Dios con la imprudencia. Le
vencí con la oración. El espíritu se sobrepuso a la tentación moral. ■ Me presentó el 14 abandono de Dios. Él, el Padre, ya no
me amaba. Yo estaba cargado con todos los pecados del mundo. Le causaba repulsa. Estaba ausente, me dejaba solo. Me
entregaba al escarnio de una plebe despiadada. Y no me concedía ni siquiera su consuelo divino. Solo, solo y solo. En esa hora
solo Satanás estaba cerca de Mí. Dios y los hombres estaban ausentes porque ya no me amaban. Me odiaban o se mostraban
indiferentes. Entre tanto, Yo oraba para cubrir con mi oración las palabras satánicas. Pero mi plegaria ya no subía a Dios. Volvía
a caer sobre Mí, como piedras lanzadas para lapidar a alguien y me aplastaba bajo su cúmulo. La plegaria, que para Mí era
siempre caricia hecha al Padre, voz que llegaba hasta Él, y a la que respondían la caricia y la palabra paternas, ahora estaba
muerta: era inútil enviarla a un Cielo que había cerrado sus puertas. Fue entonces cuando probé la amargura del fondo del cáliz:
el sabor de la desesperación. Esto era lo que pretendía Satanás: llevarme a la desesperación para convertirme en esclavo suyo.
Vencí la desesperación y la vencí solo con mis propias fuerzas, porque quise vencerla. Solo con mis fuerzas de Hombre. Ya no
era más que el Hombre. No era más que un hombre, a quien Dios no ayudaba. Cuando Dios ayuda, es fácil soportar, incluso todo
el mundo, como si fuera un juguete de niños. Pero cuando no ayuda, aun el peso de una flor produce cansancio. Vencí a la
desesperación y a Satanás, su creador, por servir a Dios y a vosotros dándoos la Vida. Pero saboreé la Muerte. No la muerte
física del crucificado —no fue tan dolorosa— sino la Muerte total, consciente, del luchador que cae, después de haber triunfado,
con el corazón destrozado, con una sangre que se perdía por la herida de un esfuerzo superior a las fuerzas humanas. Y sudé
sangre. La sudé, sí, por ser fiel a la voluntad de Dios”.
* “El ángel de mi dolor me presentó, como medicina para mi agonía, la esperanza de todos lo que se salvarían por medio
de mi sacrificio. ¡Vuestros nombres!”.- ■ Jesús: “Esta es la razón por la cual el ángel de mi dolor me presentó, como medicina
para mi agonía, la esperanza de todos lo que se salvarían por medio de mi sacrificio. ¡Vuestros nombres! Cada uno de ellos fue
para Mí una gota medicinal inyectada en mis venas que me dio fuerzas; cada uno de vuestros nombres fue para Mí luz que volvía,
vigor que volvía. Durante las horas dolorosísimas, para no gritar el dolor que soportaba como Hombre y para no desesperar de
Dios y decir que era demasiado severo e injusto para con su Víctima, Yo me repetía vuestros nombres. Yo os vi. Desde aquella
hora os bendije. Desde aquellos momentos os he llevado en mi corazón. Y cuando llegó para vosotros la hora de estar en la
Tierra, me asomé al Cielo y me incliné para acompañar vuestra venida, regocijándome al pensar que una nueva flor de amor
había nacido en el mundo y que viviría por Mí. ¡Oh benditos míos! ¡Consuelo mío cuando agonizaba! ■ Mi Madre, mi apóstol,
las mujeres piadosas estuvieron presentes cuando moría, pero también vosotros. Mis ojos agonizantes os miraron junto con el
rostro adolorido de Mi Madre, y los cerré gozoso porque habían visto que os salvaríais, que erais dignos del Sacrificio de un
Dios”. (Escrito el 15 de Febrero de 1944).
* “Hasta ese momento las cosas de la Creación no tenían para el hombre ni espinas, ni veneno, ni dureza. Satanás
introdujo la insidia. Primero en corazón del hombre; luego esta insidia parió para el hombre, con el castigo del pecado,
los cardos y las espinas”.- ■ Dice 15
Jesús: “Conoces ya todos los dolores que precedieron a mi Pasión. Ahora te daré a conocer los dolores concretos de la Pasión.
Los que más llaman vuestra atención, aun cuando, a decir verdad, muy poco meditáis en ellos. No reflexionáis en lo que me
habéis costado, y en las torturas que os dieron la salvación. Vosotros que os quejáis de una picadura, de un golpe contra un
saliente, de un dolor de cabeza, no pensáis que era Yo por entero una llaga, que esas llagas estaban envenenadas por muchas
cosas, que las cosas mismas eran empleadas como tormento de su Creador porque torturaban al ya torturado Dios-Hijo sin
respeto a Aquel que, siendo Padre de la Creación, las había formado. Pero las cosas no tenían culpa alguna. El culpable era solo
el hombre; culpable desde el día en que dio oídos a Satanás, allá en el Paraíso terrenal. ■ Hasta ese momento, las cosas de la
Creación no tenían para el hombre ni espinas, ni veneno, ni dureza. Dios había constituido rey a este hombre hecho a su imagen y
semejanza, y llevado de su amor paternal no había querido que las cosas le hiciesen daño. Satanás introdujo la insidia. Primero en
el corazón del hombre; luego esta insidia parió para el hombre, con el castigo del pecado, los cardos y las espinas (1). ■ Y he aquí
que Yo, el Hombre, tuve que sufrir no solo de mano de las personas sino también por las cosas, recibir sufrimiento de las cosas.
Las personas me insultaron y atormentaron; las cosas fueron el arma usada. La mano que Dios había hecho al hombre para
distinguirle de los animales, esa mano que Dios enseñó al hombre a usar, esa mano a la que Dios había hecho el instrumento de la
mente, esta parte vuestra que es tan perfecta y que hubiera debido ofrecer solamente caricias al Hijo de Dios —de quien había
recibido solo caricias y salud si estaba enferma— se rebeló contra el Hijo de Dios y le dio bofetones y puñetazos, y se armó de
azote y se transformó en tenaza para arrancar el pelo y la barba, o se armó de martillo para hincar clavos. Los pies del hombre,
que hubieran debido solo correr diligentes para ir a adorar al Hijo de Dios, se movieron veloces para ir a capturarme y arrastrarme
por las calles hasta mis verdugos, a empujones y tirones; fueron veloces para darme patadas de un modo que no es lícito usar con
un mulo terco. La boca del hombre, que hubiera debido usar la palabra, esa palabra que es la cualidad otorgada al hombre y a
ningún animal creado, para alabar y bendecir al Hijo de Dios, se llenó de blasfemias y mentiras y arrojó éstas, junto con su baba,
contra mi persona. La mente del hombre, signo de su origen celestial, se fatigó en inventar tormentos de un refinado rigor. ■ El
hombre empleó todo su ser para torturar al Hijo de Dios. No dudó en llamar a la Tierra, con sus formas, como ayuda en la tortura.
Hizo de las piedras proyectiles para herirme; de las ramas de los árboles, palos para golpearme; del trenzado cáñamo, sogas para
arrastrarme serrándome las carnes; de las espinas, una corona para mi cabeza; del hierro, un exasperante azote; de la caña, mi
cetro de tortura; de las piedras flojas del camino, obstáculo para el pie vacilante de Aquel que subía, muriendo, para morir
crucificado. ■ A las cosas de la tierra se unieron las del cielo. El frío del alba hirió mi cuerpo agotado, ya desde el huerto, el aire
que golpeaba mis heridas, el sol que aumentaba la quemazón y la fiebre y traía moscas y polvo, y cegaba los ojos con su
resplandor. Y a las cosas del cielo se unieron las fibras concedidas al hombre para cubrir su desnudez: el cuero se convirtió en
azote, la lana que es suave y dulce se adhirió a mis heridas, de modo que cualquier movimiento me producía un nuevo dolor.
Todo, todo sirvió para atormentar al Hijo de Dios. Lo que fue creado por Él, en los momentos en que se convirtió en Hostia de
Dios, se convirtió en su enemigo. ■ Tu Jesús, María, no encontró ningún consuelo. Todas las cosas se volvieron contra Mí como
serpientes venenosas. En esto deberíais pensar cuando sufrís; y, comparando vuestras imperfecciones con mi perfección y mi
dolor con el vuestro, reconocer que el Padre os ama como no me amó a Mí en aquella hora; y amarle, por tanto, con todo vuestro
ser, como Yo le amé a pesar de su severidad”. (Escrito el 16 de Febrero de 1944).
* “El Crucificado, esperanza divina para los que se arrepienten, para los impenitentes es objeto de un gran pavor que les
hace blasfemar y usar la violencia contra sí mismos”.- ■ Jesús: “El Crucificado, el que está con los brazos abiertos y clavados
para deciros que os ama, que no quiere, que no puede castigaros porque os ama, que prefiere no poderos abrazar —único dolor en
su actitud de crucificado— antes que estar libre para castigaros; el Crucificado, esperanza divina para los que se arrepienten y
quieren dejar la culpa, para los impenitentes es objeto de un gran pavor que les hace blasfemar y usar la violencia contra sí
mismos. Son éstos asesinos de su propio cuerpo y alma por su persistencia en el pecado. Y el aspecto del Bueno, que se dejó
inmolar con la esperanza de salvarlos, toma la forma de un espectro de horror”.
* Dice Jesús:
“María, te has quejado de esta visión. Pero es Viernes de Pasión, hija. Debes sufrir. A los sufrimientos por mis sufrimientos y los
de María, debes unir los tuyos por la amargura de ver a los pecadores persistir siendo pecadores. Ha sido éste un sufrimiento
nuestro. Debe ser también el tuyo. María sufrió y sufre todavía por esto, como por mis tormentos. Por esto debes sufrir. Ahora
descansa. Dentro de tres horas pertenecerás a Mí y a María. Te bendigo, violeta de mi Pasión y pasionaria de María” (5 ¼ del
día). (Escrito el 31 de Marzo de 1944).
* ORACIÓN A LA SANGRE DIVINA.- ■ Jesús: “En este mes, que está a punto de terminar, ha sido mucho lo que te he
hablado de mi Corazón y de mi Cuerpo en el Sacramento. Ahora, para el mes de mi Sangre, haré que le ruegues a Ella. Dirás pues
así: « Sangre divinísima que brotas para nosotros de las venas del Dios humanado, desciende cual rocío de
redención sobre la tierra contaminada y sobre las almas a las que el pecado las hace semejantes a los leprosos.
Heme aquí, yo te acojo, Sangre de mi Jesús, y te derramo sobre la Iglesia, sobre el mundo, sobre los pecadores,
sobre el Purgatorio. Ayuda, conforta, limpia, enciende, penetra y fecunda, ¡oh jugo divinísimo de Vida! Que la
indiferencia y la culpa no pongan obstáculos a tu fluir, antes, por los pocos que te aman, por los innumerables que
mueren sin Ti, acelera y difunde sobre todos esta divinísima lluvia para que se acerquen a Ti confiados durante la
vida, sean por Ti perdonados en la muerte y lleguen contigo a la gloria de tu Reino. Así sea ». ■ Basta por ahora. Yo
aplico mis venas abiertas a tu sed espiritual. Bebe de esta fuente. Conocerás el Paraíso y el sabor de tu Dios, sabor que nunca
decaerá si tú sabes venir siempre a Mí con tus labios y tu alma purificados por el amor”.
Jesús: “En este mes, que está a punto de terminar, ha sido mucho lo que te
he hablado de mi Corazón y de mi Cuerpo en el Sacramento. Ahora, para el
mes de mi Sangre, haré que le ruegues a Ella. Dirás pues así: « Sangre
divinísima que brotas para nosotros de las venas del Dios
humanado, desciende cual rocío de redención sobre la tierra
contaminada y sobre las almas a las que el pecado las hace
semejantes a los leprosos. Heme aquí, yo te acojo, Sangre de mi
Jesús, y te derramo sobre la Iglesia, sobre el mundo, sobre los
pecadores, sobre el Purgatorio. Ayuda, conforta, limpia, enciende,
penetra y fecunda, ¡oh jugo divinísimo de Vida! Que la indiferencia
y la culpa no pongan obstáculos a tu fluir, antes, por los pocos que
te aman, por los innumerables que mueren sin Ti, acelera y difunde
sobre todos esta divinísima lluvia para que se acerquen a Ti
confiados durante la vida, sean por Ti perdonados en la muerte y
lleguen contigo a la gloria de tu Reino. Así sea ».