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Espacio, Tiempo y Educación

E-ISSN: 2340-7263
[email protected]
FahrenHouse
España

Romero Morante, Jesús; Louzao Suárez, María


Educación para una ciudadanía intercultural y rendición de cuentas. Una mirada desde
la historia de las asignaturas escolares
Espacio, Tiempo y Educación, vol. 4, núm. 2, julio-diciembre, 2017, pp. 121-142
FahrenHouse
Salamanca, España

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=477455340006

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Romero Morante, J., & Louzao Suárez, M. (2017). Educación para una ciudadanía intercultural
y rendición de cuentas. Una mirada desde la historia de las asignaturas escolares. Espacio,
Tiempo y Educación, 4(2), 121-142. doi: http://dx.doi.org/10.14516/ete.179

Educación para una ciudadanía


intercultural y rendición de cuentas.
Una mirada desde la historia de las
asignaturas escolares

Intercultural Citizenship Education


and Accountability. An Insight from
the History of School Subjects

Jesús Romero Morante


e-mail: [email protected]
Universidad de Cantabria. España
María Louzao Suárez
e-mail: [email protected]
Universidad de Cantabria. España

Resumen: Los organismos internacionales que en la actualidad marcan la agenda de


las políticas educativas han incorporado a su decálogo la deseabilidad de una educación
intercultural. Al menos por corrección política, la vigente legislación española (LOMCE)
también se hace eco de ese discurso. Pero de una manera muy timorata, al tiempo que
instituye un régimen de rendición de cuentas basado en estándares y evaluaciones externas
censales. Nos preguntamos si semejante «régimen» tiene, en realidad, efectos incentivadores
o desincentivadores para la educación de una ciudadanía intercultural. Puesto que no está
todavía en pleno funcionamiento en España, este artículo buscará evidencias a través de
una investigación histórica original de dos proyectos curriculares británicos, truncados por la
implantación en Inglaterra de un ordenamiento institucional similar tras la aprobación de la
Education Reform Act en 1988.
Palabras clave: Educación intercultural; rendición de cuentas; estándares; evaluaciones
externas; currículum; historia de las asignaturas escolares.

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e-ISSN: 1698-7802
Jesús Romero Morante / María Louzao Suárez

Abstract: The international organizations that set the agenda for educational policies have
incorporated among their principles the desirability of intercultural education. The current Spanish
legislation (LOMCE) has accordingly done so, at least as a mere formality. At the same time,
however, it has instituted an accountability regime based on standards and external standardized
assessments. We wonder if such a «regime» actually encourages or deters intercultural citizenship
education. Since this law is not yet fully operational in Spain, this article seeks evidence through
an original historical analysis of two British curriculum projects, interrupted by the implementation
of a similar institutional arrangement in England after the approval of the Education Reform Act
in 1988.
Keywords: Intercultural education; accountability; standards; external assessments;
curriculum; history of school subjects.
Recibido / Received: 23/02/2017
Aceptado / Accepted: 12/04/2017

1. Introducción

Las investigaciones sobre la estandarización curricular a escala


planetaria desarrolladas por la sociología histórica comparada de raigambre
neoinstitucionalista (Meyer y Ramírez, 2010), pese a su indudable mérito
y relevancia, no se han librado de las críticas. Quizá una de las principales
apunta al sesgo teleológico implícito en su explicación del desenvolvimiento
de una «cultura mundial», pues contribuye a fabricar la imagen de consenso
y homogeneidad utilizada a la postre como base empírica (Tröhler, 2013). A
nuestro juicio, la aguda objeción es atinada. Pero ello no es óbice para reconocer
la ineludible necesidad, siquiera complementaria, de una perspectiva analítica
transfronteriza. Ni tampoco para admitir como hipótesis plausible su hincapié en
el creciente isomorfismo de los planes de estudio de cada país –o, al menos,
de sus retóricas justificativas–, debido a la emulación de los modelos de las
naciones dominantes y a la influencia ascendente, en este mundo globalizado,
de la agenda educativa de las organizaciones multilaterales como la UNESCO,
el Banco Mundial, la OCDE, la OEA o la Unión Europea. En semejante escenario,
las reformas no suelen buscar sólo una legitimación interna, sino también externa
por la vía de la «homologación internacional», sustantiva o nominal.
El asunto que merece este artículo parece corroborar dicha hipótesis. Como
es notorio, las sociedades contemporáneas son cada vez más diferenciadas y
multiculturales. Cada vez se alejan más del prototipo de un Estado-nación con
una población culturalmente homogénea. Las demandas de reconocimiento de las
identidades étnicas y regionales internas a los Estados, la intensificación de los
movimientos migratorios acompañada de un progresivo rechazo de las tradicionales
políticas asimiladoras, en aras de una reafirmación de los rasgos culturales de origen,
y la creación de marcos supraestatales como la UE, han ido alimentando en las
últimas décadas «un cambio generalizado de la actitud hacia la diferencia cultural»
(Fernández Enguita, 2016, p. 41). No es de extrañar que los citados organismos
internacionales hayan ido incorporando la idea de la educación intercultural a su
decálogo de lo deseable. Y, según algunos estudios (v.g. Hajisoteriou y Angelides,
2016), parece que esta «corrección política compartida» ha coadyuvado, tanto o
más que los desafíos endógenos, a su admisión «oficial» en varias latitudes.

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La LOMCE, la controvertida y vigente ley que rige el sistema educativo no


universitario español1, podría considerarse un ejemplo ilustrativo. Aunque la
estructura demográfica de España ha experimentado una llamativa transformación2,
la atención prestada por el legislador a este reto es escasa. Por una parte, conserva
como fines de la escolaridad varios establecidos en la ley anterior, entre ellos «la
formación en el respeto y reconocimiento de la pluralidad lingüística y cultural de
España y de la interculturalidad como un elemento enriquecedor de la sociedad».
Por otra parte, asume literalmente la recomendación del Parlamento Europeo y
del Consejo de 18 de diciembre de 2006 sobre las competencias clave para el
aprendizaje permanente. Como es sabido, dentro de las «competencias sociales
y cívicas», dicha recomendación incluye «las personales, interpersonales e
interculturales y todas las formas de comportamiento que preparan a las personas
para participar de una manera eficaz y constructiva en (…) sociedades cada vez
más diversificadas». Eso es todo. Basta con leer el preámbulo de la LOMCE para
advertir que las prioridades estratégicas –asimismo importadas, con nula originalidad
y continua apelación al argumento de autoridad foráneo– son otras. Siguiendo las
premisas gerencialistas de la new public management, que se han ido imponiendo
poco a poco en las políticas educativas a partir de la década de 1980, a rebufo
de Estados Unidos e Inglaterra, se consagra un régimen de rendición de cuentas
apoyado en evaluaciones externas censales y la consiguiente introducción en el
currículo de «estándares y resultados de aprendizaje evaluables», objetivables y
comparables. Se promociona una mayor autonomía de colegios e institutos y un
fortalecimiento del «liderazgo» pedagógico y de gestión de su dirección. Se abre la
puerta a la especialización curricular de los centros y, con ella, a un cierto margen
para seleccionar a su clientela. Se adelanta el encauzamiento de los alumnos en
itinerarios diferenciados hacia Bachillerato y Formación Profesional, atribuyendo un
carácter propedéutico al último curso de la Secundaria obligatoria. Se apuesta, en
fin, por un back to basics formativo que refuerza los conocimientos instrumentales y
revitaliza un canon curricular decimonónico.
Los énfasis relativos son sintomáticos, pero no queremos prejuzgar intenciones.
Después de todo, el texto legislativo presume que tales arbitrios son la garantía
de una «calidad» que no sólo permitirá a los estudiantes expresar sus talentos,
desarrollar su empleabilidad, responder con éxito a las exigencias de los mercados
de trabajo globales y, en suma, mejorar la competitividad económica del país; sino

La «Ley Orgánica para la mejora de la calidad educativa» (MECD, 2013) fue aprobada en
1

noviembre de 2013 por el Congreso de los Diputados, gracias a la mayoría absoluta del Partido
Popular que respaldaba al ejecutivo presidido por Mariano Rajoy.
2
Históricamente un país de emigración, desde finales de la década de 1990 ha presenciado una
inmigración considerable. De acuerdo con el Padrón Continuo elaborado por el Instituto Nacional de
Estadística, en 1996 542.314 de sus 39.669.394 habitantes eran extranjeros (el 1,37%). En 2011
el número de extranjeros había subido a 5.751.487 (el 12,2% de los 47 millones de habitantes
censados ese año). Es cierto que algo más de 2.300.000 eran ciudadanos de otros países de
la UE. Es igualmente cierto que, a consecuencia de la crisis económica, esa cifra descendió
significativamente en los años posteriores y el saldo migratorio volvió a ser negativo: en 2016,
los extranjeros residentes en España eran 4.618.581 (el 9,9% de la población), y los españoles
residentes en el extranjero 2.305.030. No obstante, la importancia del fenómeno es diáfana.

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también atajar las elevadas tasas de abandono escolar temprano, luchar contra
cualquier atisbo de desigualdad, discriminación o exclusión, asegurar la equidad,
facilitar el desarrollo personal y la integración social, mejorar la convivencia
democrática, la justicia, la tolerancia, el respeto a la diferencia… y la comunicación
intercultural. Aun haciendo abstracción de los excesos mesiánicos, es legítimo
preguntarse, sin embargo, si hay coherencia entre los medios dispuestos y esas
loables finalidades. O más limitadamente, en atención al humilde propósito de este
escrito, si las disposiciones aprobadas crean, o no, condiciones propiciatorias para la
educación de una ciudadanía intercultural. El legislador zanja la cuestión repitiendo
otro de los mantras discursivos imperantes por doquier: las reformas propuestas
«están basadas en evidencias». El problema es que no todas las evidencias dicen
lo mismo. De ahí que nos propongamos aportar algunas adicionales a la discusión,
a partir de una modesta indagación histórico-curricular.

2. ¿Historia del currículum para el presente debate público?

Puesto que la implantación de la LOMCE comenzó durante el curso 2014-15, y


varias de las medidas citadas todavía no se han puesto en funcionamiento o carecen
de recorrido, nuestra búsqueda de evidencias tendrá que ser tan indirecta como
la de la propia ley. ¿Puede la historia del currículum hacer alguna contribución al
respecto? En estas páginas intentaremos demostrarlo con un análisis sociogenético
original de dos importantes proyectos curriculares innovadores, alumbrados en
Inglaterra en la década de 1970, que, ya en esa temprana fecha, exhibían una
explícita sensibilidad intercultural. Nos referimos al Schools Council History,
Geography and Social Science 8-13 Project (más conocido como Place, Time and
Society) y People Around Us: Social Studies 8-11.
Pero, ¿qué validez probatoria, por relativa que sea, puede tener un caso ajeno
y caducado? La pregunta es harto pertinente, pues nuestra argumentación depende
de la plausibilidad de la respuesta. Intentaremos contestarla con un pequeño rodeo.
En su reciente best-seller, Acemoglu y Robinson (2014) tratan de explicar por
qué algunos países han llegado a ser prósperos mientras otros fracasaron y se
empobrecieron. Su teoría se distancia sin ambages de las hipótesis que atribuyen
esa brecha a las diferencias geográficas o a divergencias culturales esencializadas.
Por el contrario, colocan el foco en los efectos incentivadores o desincentivadores
de los ordenamientos institucionales adoptados por las sociedades. Es tentador
establecer un paralelismo con las reformas escolares. La Education Reform Act de
1988, aprobada durante el último mandato de Margaret Thatcher, materializó una
reestructuración del sistema educativo inglés y galés que acabó definitivamente
con los proyectos curriculares mentados y otros similares. Como veremos, las
vigas maestras de aquella reestructuración han sido incorporadas al entramado
diseñado por la LOMCE. Cabe conjeturar, entonces, que la «historia de vida» de
esos proyectos (nacidos al amparo de un ordenamiento y desahuciados por otro, el
que ahora nos incumbe) puede brindarnos alguna iluminación valiosa.
Repárese en que no estamos postulando en absoluto una comparación, sensu
stricto, que dé pie a «predecir» los eventuales resultados del actual marco normativo
hispano. Nuestro objetivo central es bastante menos ambicioso: identificar algunas

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claves que nos ayuden a descifrar cómo opera ese juego de incentivos y frenos. Por
añadidura, la posibilidad de examinar el ciclo de vida completo de una innovación
nos permitirá apreciar con mayor nitidez la interrelación de los múltiples factores
que condicionan la continuidad y el cambio curriculares. Este se nos antoja un buen
antídoto contra la infundada creencia en el carácter taumatúrgico de las leyes.
A estas alturas le habrá quedado claro al lector o lectora que no entraremos
aquí en los problemas relativos a la conceptualización, naturaleza, dimensiones,
ingredientes y enfoques de la educación intercultural3. Tampoco enjuiciaremos
las virtudes y debilidades de los proyectos examinados. Nuestra aspiración es
identificar elementos contextuales habilitantes y constrictivos que influyen en el
plano estrictamente curricular.

3. Las herramientas heurísticas de esta indagación

No es sencillo dar cuenta de los procesos de producción y reproducción del


currículum (Romero, 2014). Después de todo, este complejo artefacto cultural se
crea, recrea y disputa en varias instancias con ritmos dispares. De ahí que en
nuestras investigaciones sociogenéticas sobre las asignaturas del área científico-
social nos hayamos servido de una plantilla analítica que trata de conjugar varios
contextos involucrados en su configuración evolutiva4. Como vamos a apoyarnos
nuevamente en ella, recordaremos a continuación, de manera escueta, cada uno
de estos niveles de análisis (para una presentación detallada, véase Romero y Luis,
2008).
a) El contexto de influencia, en el cual los distintos agentes sociales con
interés en el currículum (administraciones, asociaciones profesionales, gremios
universitarios, organismos internacionales, editoriales, medios de comunicación,
grupos de presión, think-tanks, personalidades destacadas...) utilizan sus redes y
mecanismos de influencia para procurar hacer valer su voz en los ámbitos donde

3
Sobre el particular remitimos a Banks (2007, 2014), Barret (2013), Bolívar (2004), Marín
(2013) o Walsh (2010). La última autora citada, por ejemplo, identifica tres perspectivas distintas
de la interculturalidad: 1) la relacional, que alude sencillamente «al contacto e intercambio entre
culturas»; 2) la funcional, que aboga por «el reconocimiento de la diversidad y la diferencia culturales,
con metas a la inclusión de la misma» en las estructuras socio-institucionales existentes, cuya lógica
de funcionamiento no se discute, con lo cual quedan sin cuestionar las asimetrías y desigualdades
que las vertebran de manera soterrada; y 3) la crítica, un proyecto político, social, epistémico y
ético, además de educativo, que toma como punto de partida no la diversidad o la diferencia en sí,
sino el modo en que se sustancian a través de tales asimetrías y desigualdades, y cuyo horizonte
es «la transformación de las estructuras, instituciones y relaciones sociales, y la construcción de
condiciones de estar, ser, pensar, conocer, aprender, sentir y vivir distintas». No se trata sólo de
tolerar, aceptar o incluir lo diferente dentro de lo ya establecido, sino de replantear y refundar lo
establecido para que todos puedan reconocerse y reconstruirse como iguales «en condiciones de
respeto, legitimidad, simetría y equidad» (Walsh, 2010, pp. 76-79). Para ubicar a los firmantes de
este artículo, baste decir que nuestras simpatías apuntan a la tercera perspectiva.
4
Dicha plantilla analítica está inspirada, desde el punto de vista sintáctico, en las contribuciones
de Stephen Ball, y, desde el punto de vista semántico, en la sociología crítica del conocimiento
escolar y la historia sociocultural del currículum (Basil Bernstein, Michael Young, Ivor Goodson,
Herbert Kliebard, Larry Cuban, Thomas Popkewitz, André Chervel, Raimundo Cuesta o Javier
Merchán, entre otros).

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se decide la política curricular. Según sostienen Tyack y Tobin (1994), el timing es


crucial: en momentos de transición histórica, en coyunturas críticas, los abogados de
las alternativas a lo inercial pueden lograr un eco menos probable en otros lances.
b) El contexto de producción de las regulaciones y demás «textos» curriculares,
en alusión no sólo a los documentos oficiales y directrices administrativas –en las
cuales no es excepcional encontrar huellas de componendas evocadoras de los
enfrentamientos en el contexto anterior–, sino también a los manuales escolares y
cualquier oferta didáctica en que se corporeizan unas u otras propuestas formativas.
c) El contexto de las prácticas. Las prescripciones, las orientaciones y los
proyectos curriculares carecerán de repercusión a menos que sean implementados
en los centros. Pero no hay implementación sin mediación. Por esa razón debemos
preguntarnos cuál es la respuesta –de aceptación, acomodación, transmutación o
rechazo– dada por los docentes, de acuerdo con su cultura profesional y la particular
mezcla de oportunidades y restricciones concurrentes. Las aulas no son continentes
vacíos inmaculadamente rellenados desde «fuera». Son escenarios densos que co-
participan en la producción del conocimiento impartido, a través de los mecanismos
de recontextualización latentes en esta institución específica de socialización.
d) El contexto de los resultados, que remite a lo asimilado de facto por los
discentes, al poso real que la instrucción deja en los alumnos. O quizá mejor en los
antiguos alumnos, pues los aprendizajes pasajeros importan menos que la huella
duradera de la aculturación escolar.
Cada contexto es internamente conflictivo y, aunque todos se relacionan entre sí,
sus vínculos son imprecisos, laxos e incluso hostiles, en absoluto unidireccionales. A
través de este incierto campo de fuerzas cobran forma y actúan los condicionantes
sociohistóricos, organizativos, técnicos, materiales, profesionales, culturales,
morales, estratégicos, micro y macropolíticos que labran la suerte de una innovación.

4. Place, Time and Society y People Around Us

A diferencia del proyecto People Around Us, el Schools Council History,


Geography and Social Science 8-13 Project no es desconocido en España.
Su modelo de planificación curricular en torno a conceptos clave –no tanto su
inclinación intercultural– logró cierta audiencia en el arranque de la LOGSE5. Lo que
aquí aportaremos como original es una historia, construida con fuentes primarias y
secundarias, de su gestación, duración y ocaso, a la caza de elementos de juicio
para responder a la duda que ha motivado este trabajo.

4.1. El contexto de influencia

La emergencia de estos proyectos es inseparable de un trasfondo social e


institucional, cuya comprensión exige retroceder en el tiempo. Como es sabido, la
creación en 1902 de las Local Education Authorities o LEAs (Consejos Municipales
y de Condado a cuyo cargo quedaban los centros públicos) puso en Gran Bretaña

5
Por ejemplo, en el proyecto de investigación coordinado por la Dra. Pilar Benejam desde la
Universidad Autónoma de Barcelona a partir de 1993.

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los cimientos de un sistema nacional localmente administrado que prevaleció


hasta 1988. En dicho marco, el control gubernamental sobre el currículum de las
escuelas elementales se fue relajando hasta la supresión final de las regulaciones
en 1926. En el caso de Secundaria, las regulaciones quedaron eliminadas por la ley
de 1944. La Education Act de 1944 supuso un hito legislativo crucial. Además de
elevar la escolaridad obligatoria hasta los 15 años, modificó la estructura de esta
en su conjunto, al instituir la Primaria como el tramo inicial de un ascenso que se
prolongaba en una Secundaria universal y gratuita. Bien es cierto que el grueso
de las LEAs organizó la nueva Secundaria con arreglo a un esquema tripartito y
selectivo, que se servía de un examen de acceso a los 11 años para distribuir a
los alumnos en tres tipos de centros de desigual orientación y prestigio: grammar,
technical y –para quienes no habían superado el examen «11+», en su mayoría
destinados a ingresar en el mercado laboral al finalizar la etapa– modern schools.
No obstante, diversos informes y estudios aparecidos en los años 50 –v.g. el
Early Leaving Report (1954) o el Crowther Report (1959)– pusieron de relieve que
la prometida igualdad de oportunidades no se estaba cumpliendo; que la doctrina
de «iguales pero separados» contribuía a la reproducción de las diferencias
sociales, al verificarse que el encauzamiento diferenciado de los alumnos estaba
más estrechamente vinculado a su procedencia familiar que a sus capacidades.
Las consiguientes críticas contra la base clasista de la segmentación estudiantil y
el despilfarro colectivo de talento que conllevaba reabrieron con fuerza el debate
sobre la comprehensividad. Como los gabinetes laboristas (entre 1945 y 1951)
y los conservadores (entre 1951 y 1964) se mostraron reacios a la ruptura del
esquema tripartito, fueron las propias LEAs de las áreas industriales con mayoría
progresista las que pusieron en marcha la reforma. Hacia 1963 trabajaban ya en
esta reorganización 90 de las 163 LEAs inglesas y galesas. A resultas de esta
presión, incluso el gobierno conservador aceptó lo inevitable del cambio y pasó
a preocuparse por impedir derroteros demasiado «radicales». Una de sus últimas
actuaciones antes de la derrota electoral de 1964 fue presentar un proyecto de
ley, aprobado por el Parlamento, para establecer una middle school y evitar así la
temprana división a los 11 años.
El gabinete laborista triunfante en esas elecciones generales emitió poco
después, en julio de 1965, la famosa Circular 10/65 recomendando a las LEAs
la solución comprehensiva. Contrajo igualmente el compromiso de aumentar la
escolarización obligatoria hasta los 16 años, aunque la medida no fue efectiva
hasta 1972. En cualquier caso, la fusión de muchas grammar y modern schools
para crear las comprehensive schools significó que el profesorado de las grammar
se vio compelido, por primera vez, a recibir una matrícula no selectiva en la que,
además, iba reflejándose la creciente diversidad étnica sobrevenida a raíz de los
flujos migratorios asiáticos y caribeños iniciados hacia 1950, pronto engrosados con
los procedentes de otras naciones de la Commonwealth. Esta población escolar
heterogénea y a menudo distanciada vitalmente de las disciplinas académicas
tradicionales suscitó retos curriculares inéditos. Las alternativas instructivas para
estas cohortes se convirtieron en una de las principales prioridades del Schools
Council for Curriculum and Examinations, un organismo semi-autónomo fundado en
1964 con el encargo expreso de promover y financiar programas innovadores. Por

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unas razones y otras, el período que se abre en este momento devendría en uno de
los más fructíferos e interesantes en ese país para el desarrollo curricular.
La magnífica microhistoria de la Senacre Secondary Modern School entre 1957
y 2004, publicada por Evans (2005), constituye una fuente inestimable para calibrar
el clima en muchos centros. Este, en concreto, se ubicaba en una gran barriada de
vivienda municipal de Maidstone, con una población en riesgo de exclusión por su
condición social y étnica. Su director por entonces afirmaba:

Las décadas de 1950 y 1960 fueron una época inusualmente afortunada


para estar en Secundaria (…). Las ideas sobre el currículum podían ser puestas
a prueba, rechazadas o aceptadas según dictase la experiencia (…). Teníamos
confianza (...) Ninguna regulación decía a los centros lo que hacer (…). Y
también sirvió al profesorado. Fue un tiempo de aprendizaje para muchos (…).
Había camaradería, nacida de la creencia compartida de estar implicados en
algo educativa y socialmente significativo, que se vivía como un verdadero
compromiso vocacional. Un profesorado relativamente joven y motivado, con
una autonomía que la mayoría de los docentes actuales sólo pueden soñar, y
con una burocracia muy limitada, era una mezcla excitante. [Aunque tampoco
fue fácil porque ese entusiasmo no era general] Había una oposición, un punto
de vista reaccionario, que vigilaba los experimentos con gran recelo (Evans,
2005, pp. 30 y 54).

La reestructuración comprehensiva fue crucial asimismo para Primaria. En


1967 el Department of Education and Science (DES) publicó el célebre Plowden
Report. Muy beligerante contra el examen 11+, abogó por una etapa intermedia
entre Primaria y Secundaria (la middle school, de 8 a 13 años), con vistas a suprimir
la prematura separación de trayectorias estudiantiles y a retrasar los efectos
selectivos del academicismo disciplinar enquistado en Secundaria (DES, 1967,
p. 141 y ss.). Con su espaldarazo y el amparo de la ley de 1964, varias LEAs
siguieron tal sugerencia. Lo cual animó a su vez al School Council a encargar al
profesor Denis Lawton, del Instituto de Educación de Londres, una radiografía de la
enseñanza de lo social en los colegios, amén de propuestas para la middle school.
Sus pesquisas, publicadas en Lawton, Campbell y Burkitt (1971), constataban el
abrumador dominio de los contenidos histórico-geográficos y la precaria presencia
de los estudios sociales en las aulas. De ahí su recomendación de financiar un
proyecto curricular interdisciplinar que integrase materiales de la sociología, la
economía y la antropología con los de la historia y la geografía. El Schools Council
recogió el guante y encomendó al catedrático de la Universidad de Liverpool Alan
Blyth su puesta en marcha. De este modo, en 1971 nació el Schools Council History,
Geography and Social Science 8-13 Project (en adelante HGSS), más conocido por
el apelativo de Place, Time and Society 8-13.

4.2. El contexto de producción de estos proyectos curriculares

Frente a la impresión que pueda dar, el parto del HGSS tuvo bastantes
complicaciones. Basta con leer las narraciones del director principal y el adjunto

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(Blyth et al., 1978; Derricott, 1993) sobre los juegos de poder o las transacciones
forzadas para advertir que unos y otras dejaron su impronta en un proyecto que vino
al mundo con la legitimidad del Schools Council, pero que pagó un peaje por ello.
De entrada, su alumbramiento hubo de pasar el filtro de la estructura de comités del
Consejo y negociar con sus asunciones curriculares. Dado que estos comités eran
disciplinares (uno para la historia, otro para la geografía y otro para las ciencias
sociales), la circulación del borrador inicial con una propuesta integrada levantó
ampollas. El conflicto sólo se resolvió con una solución de compromiso, intermedia
entre lo disciplinar y lo interdisciplinar. Los nombres oficial y oficioso del proyecto
reflejan ese posibilismo.
Con todo, el foco de tensión más agudo, que casi arruina la empresa al poco
de arrancar, fue el debido a las serias discrepancias entre el Schools Council y Blyth
acerca de la naturaleza de la innovación y las estrategias más adecuadas para
procurar su arraigo. Durante su primera fase de existencia, el Schools Council había
confiado en promover la renovación pedagógica solicitando a grupos de expertos
la producción de nuevos currícula que, tras la pertinente experimentación, pudieran
difundirse de acuerdo con un modelo centro-periferia en forma de paquetes de
materiales listos para su uso. Ya a finales de los 60 empezaron a llegar noticias que
contradecían tales ilusiones, pero hasta mediados de la década siguiente el Consejo
no admitió públicamente la fragilidad de esta estrategia, tras confirmar los malos
augurios algunas investigaciones internas (Schools Council Dissemination Working
Party, 1974; Steadman, Parsons y Salter, 1978). La influencia real de los proyectos
curriculares sufragados se revelaba, con unas pocas excepciones, bastante limitada
más allá de los centros piloto. E incluso en éstos últimos y en los que sí compraron los
materiales ofertados, la rutina cotidiana del profesorado medio no parecía haberse
alterado demasiado. Bien porque, al expirar la subvención y retirarse de la escena
los asesores externos, el nuevo programa se evaporaba sin dejar apenas rastro.
Bien porque los maestros lo utilizaban de acuerdo con su cultura profesional, y no
en el sentido deseado por sus promotores. Ante estas desalentadoras evidencias,
la atención se desplazó a los desvelos de la implementación.
No era esa todavía la ortodoxia en el Schools Council cuando se lanzó el HGSS
con un plan a cuatro años (1971-75), lo que provocó un agrio enfrentamiento con el
equipo encargado. Consciente de que las iniciativas precedentes estaban teniendo
menor impacto del esperado, este equipo abogó desde un inicio por un «proyecto
de segunda generación», no volcado en la confección y publicación de materiales
sino en el maestro y la maestra de aula, con el objeto de auspiciar dinámicas de
cambio desde abajo (cfr. Blyth, 1973). Sosteniendo, en sintonía con Stenhouse, que
no cabe un desarrollo del currículum sin un desarrollo del profesorado, la prioridad
fue activar procesos formativos que capacitasen a los docentes a elaborar por sí
mismos unos materiales concordantes con los valores del proyecto, pero adaptados
a sus circunstancias idiosincrásicas. Así comenzaron a trabajar en enero de 1972
con una muestra escogida de 32 escuelas. Sin embargo, en agosto de ese año el
Schools Council llamó a capítulo a Blyth para «recordarle» que este organismo no
era un proveedor de cursos de formación, y que sus instrucciones eran producir
unidades didácticas. Entre otras razones, por los convenios firmados entre el Consejo
y editoriales privadas, según los cuales estas empresas aseguraban soporte técnico

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y canales de distribución a cambio de artículos «vendibles». El obligado golpe de


timón se tradujo finalmente en publicaciones de cuatro tipos: a) un manual con la
filosofía general del proyecto (Blyth et al., 1976), que representaba la apuesta más
fuerte del equipo responsable; b) una serie de cuadernillos breves (Blyth et al.,
1975; Elliott, 1976, etc.) que complementaban a dicho manual; c) siete unidades
didácticas, a modo de ejemplificación, tituladas «Shops», «Money», «Clues, clues,
clues: detective work in history», «Life in the 1930’s», «People on the move: a study
of migrations», «Rivers in flood» y «The geography of hunger»; y d) una original
guía para auxiliar a los maestros en el diseño de otros temas distintos (Derricott et
al., 1977).
No cabe duda de que los principios básicos poseían una enorme solidez. El
punto de partida era el carácter no neutral de la educación, que obliga a hacer
descansar las decisiones sobre valores reconocibles. Los del HGSS se reducían a
dos básicos. Ante la emergencia de una sociedad multicultural en Gran Bretaña, el
primero era evitar el etnocentrismo y educar a los niños para comprender que «cada
persona y cada cultura tienen derecho a una existencia legítima» (Blyth et al., 1976,
p. 23). El segundo era no adoctrinar ni infantilizar a los pequeños, sino «iniciarlos
en la discusión de los problemas sociales», cultivando su pensamiento crítico y su
empatía en torno a asuntos de interés ciudadano, como forma de contribuir a la
democracia (ibid., p. 24).
Bajo este paraguas, el HGSS proponía a los docentes un esquema de
planificación didáctica articulado en torno a objetivos y conceptos clave. Estos
últimos eran una de las principales señas de identidad, y se empleaban como criterio
de selección y organización de contenidos. Los elegidos fueron: comunicación,
poder, valores y creencias, conflicto/consenso, semejanza/diferencia, continuidad/
cambio, causas y consecuencias. Para propiciar su progresiva reconstrucción por
parte del alumnado, las unidades comenzaban con aproximaciones fenoménicas
al concepto, sirviéndose de ejemplos cotidianos que interpelaban a su experiencia,
para avanzar paso a paso hacia una mayor generalización a través de la comparación
y el contraste temporal, social y transcultural. Por ejemplo, la unidad «People on
the move» (Elliott, Sumner y Waplington, 1976) abría su primer cuadernillo con
la historia de Blossom, una niña jamaicana recién matriculada en un colegio de
Birmingham, a donde se habían desplazado sus padres. A través de actividades
que ponían de relieve la participación de miles de antillanos en las fuerzas armadas
británicas durante la Segunda Guerra Mundial y el elevado desempleo en una isla
como Jamaica, cuyas principales industrias (agrícola, minera y turística) estaban
controladas por capital inglés, se empujaba a indagar y reflexionar sobre los factores
de expulsión y atracción inherentes a las migraciones, y los eventuales obstáculos
a la integración en la sociedad de acogida. Estas reflexiones se amplificaban en los
siguientes cuadernillos, con análisis de migraciones en otras coordenadas históricas
(irlandeses a Liverpool en el siglo XIX) o geográficas (judíos a Israel, del mundo
rural a los núcleos urbanos en Kenia).
Como se habrá comprobado, el HGSS daba su particular respuesta a dos
demandas cruciales, plenamente vigentes, de la educación para una ciudadanía
intercultural. De un lado, conocer, reconocer, incluir y dar expresión a las diferencias.
De otro, invitarlas a reconstruirse en la encrucijada compartida del espacio público

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alrededor de una «cultura cívica» compartida (Romero y Luis, 2008). Dadas las
invectivas previas de Blyth (1967) contra el organicismo que solía subyacer tanto a
las historias nacionales como a los estudios del entorno que florecían por aquella
época, no sorprende el modo en que este proyecto redefine implícitamente la
«comunidad política». En términos de Habermas (1999), cabría hablar de «un
universalismo altamente sensible a la diferencia», asentado en una moral del igual
respeto para cada cual y de la responsabilidad solidaria del uno con el otro; donde
el igual respecto para cada cual no comprenda sólo al similar sino también a la
persona del otro en su alteridad; donde ese solidario hacerse responsable del otro
como uno de «nosotros» se refiera a un «nosotros» liberado de esencias últimas, en
aras de una comprensión cosmopolita de la ciudadanía; y donde la responsabilidad
de impulsar la cohesión repose en el propio proceso democrático y en el disfrute
efectivo de los derechos jurídicos, socio-económicos y culturales. El reto sigue
pendiente.

4.3. El contexto de las prácticas

Pese a sus sobresalientes méritos, los materiales para el alumnado del


HGSS no se toparon con una acogida entusiasta en las aulas. Por el contrario,
su propagación inicial se reveló raquítica. Según una pronta investigación interna
del Schools Council (Steadman, Parsons y Salter, 1978), realizada a partir de una
muestra de 191 centros, los maestros con alumnos de 8 a 13 años que lo estaban
usando se reducían al 2%. Los que declaraban haberse visto influidos por él apenas
subían al 3%.
Por fortuna, para vislumbrar el porqué contamos con las evaluaciones del equipo
promotor y otras externas (Whitehead, 1980; Dalton, 1988). Una primera explicación
nos remite a las mencionadas presiones del Schools Council para generar “productos
consumibles”. Merced a sus convenios con editoriales privadas, delegó en ellas
la publicación y distribución. La voluntad de no interferir en el negocio comercial
pasó así por alto los efectos reguladores de la economía política de los libros de
texto. En otras palabras, una institución como el Schools Council que gastó grandes
sumas en financiar proyectos6 dejó que su destino se jugase en el mercado. Este
hecho tuvo graves repercusiones. Blyth insistió siempre en que las publicaciones
fundamentales eran el manual con la filosofía del proyecto y los folletos de apoyo
al mismo, mientras que las unidades serían meras ejemplificaciones. Sin embargo,
el manual y los folletos eran caros, y lo habitual entre los docentes fue comprar
sólo las unidades. Ahora bien, para facilitar su adaptación a las peculiaridades de
cada situación, estas unidades eran un conjunto de materiales multimedia sin un
acabado didáctico cerrado. Pero al ignorar sus fundamentos, muchos profesores
las rechazaron por poco atractivas, o las subordinaron a su estilo de enseñanza
habitual.
Durante la fase experimental, los participantes en los seminarios locales se
quejaron al equipo por tener escaso tiempo para una planificación adecuada, y más

6
V.g., el HGSS recibió 128.000 libras esterlinas, el Humanities Curriculum Project, 174.000, el
Geography for the Young School Leaver, 127.000, el History 13-16, 126.000.

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considerando que muchos carecían de aprendizajes formales en disciplinas sociales.


Esta situación empujó a Blyth y sus colegas a pedir apoyo económico para la
liberación de maestros. Pero en 1975 terminó la financiación del proyecto, y durante
los tres años siguientes no recibieron ningún dinero adicional. Por consiguiente,
al depender el surgimiento de nuevos seminarios del voluntarismo de directores y
enseñantes, su proliferación no fue la soñada, y su continuidad inestable.
A las trabas enumeradas se sumaron las disonancias con las culturas
profesionales asentadas y los conflictos micropolíticos. Los destinatarios naturales
del HGSS eran profesores con formación histórica o geográfica de la escuela
intermedia, y maestros generalistas de Primaria. La apuesta de este proyecto
por unos estudios sociales más interdisciplinares chocó con las identidades de
ambos cuerpos. Al descansar la de los primeros en la lealtad a su disciplina, las
unidades didácticas con mejores ventas relativas fueron las más nítidamente
históricas y geográficas. Por el contrario, el único pack completamente científico-
social –la unidad «Money» (Sumner y Derricott, 1975), de naturaleza económica
y antropológica– fue comprado sólo por 10 escuelas a lo largo y ancho del Reino
Unido tras un curso entero en las librerías (Whitehead, 1980, p. 31). Años después,
Derricott (1984, 1990) comentaría con amargura que el Place, Time and Society
se había metamorfoseado en las aulas en Place and Time. En cuanto a los
maestros generalistas, la mentalidad dominante en aquella década era proclive al
«paidocentrismo estilo Oxfordshire», igual de receloso hacia las ciencias sociales,
aunque por otra razón: la supuesta incapacidad de los niños para tratar conceptos
«abstractos».
Tampoco faltaron conflictos micro-políticos y enfrentamientos ideológicos
en el seno de las plantillas. En los mismos centros piloto, un sector mantuvo
una resistencia pasiva y a veces activa. En parte porque la middle school había
cuestionado convenciones arraigadas y existía un fondo de resentimiento acumulado
(Blyth y Derricott, 1977). De manera más concreta, porque el HGSS atacaba de
frente el «escapismo curricular» (valga la expresión de Derricott, 1984) que tendían
a practicar muchos docentes, y que consistía en rehuir el tratamiento de cuestiones
controvertidas, incluidas las interculturales.
Lo dicho hasta aquí no significa que el proyecto fuese un completo fracaso.
Más allá de la suerte dispar de sus unidades, el manual «doctrinal» cautivó a un
público amplio y se reimprimió un par de veces en apenas dos años. Además,
puede apuntarse el tanto de haber inducido ulteriores iniciativas. Por ejemplo,
en la Inner London Education Authority (ILEA). Dos escuelas primarias de esta
activa autoridad educativa local participaron en la fase inicial del HGSS. Cuando la
ILEA decidió financiar un proyecto propio para Londres en 1976, miembros de sus
plantillas se integraron en el equipo de maestros que lo echó a andar, bajo el nombre
de People Around Us: Social Studies 8-11. Sus magníficos materiales tenían como
propósito involucrar a los niños en «procesos de indagación y observación crítica»
que les ayudasen «a explorar y comprender las relaciones sociales existentes a
su alrededor», partiendo de sus «experiencias y percepciones del mundo social» e
implicándolos en «la discusión de problemas sociales relevantes para ellos», a fin
de enriquecer «sus ideas sobre los individuos, los grupos y otras culturas» (ILEA,
1980, p. 2). Tomaron como base una lista reajustada de los conceptos clave del

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HGSS: división del trabajo, distribución del poder y la autoridad, conflicto, control
social, interdependencia, cooperación, cambio social, tradición. Y produjeron tres
unidades didácticas. La primera, Families (Wagstaff, 1978), examina la estructura
de la familia, el reparto de roles, las jerarquías y los mecanismos de control, la
colaboración y el conflicto, etc., empezando por las familias de los alumnos para
empujarles a continuación a las comparaciones socio-históricas y transculturales.
La segunda, Friends (Wagstaff, 1979), considera los diferentes grupos a los que
pertenecen los niños con vistas a analizar el carácter electivo o no de la (a)filiación,
la existencia o no de líderes, las reglas y normas, los conflictos de intereses e
identidades, etc. La última, Work (Wagstaff, 1980), aprovecha una fábrica de
juguetes para adentrarse en las relaciones laborales, los diferentes significados
del trabajo, su naturaleza cambiante, el desempleo y las desigualdades entre
hombres y mujeres.
A diferencia del HGSS, su irradiación fue bastante exitosa. Cierto es que sus
destinatarios potenciales se limitaban a las 650 escuelas primarias de la ILEA.
Con todo, catorce meses después del lanzamiento de sus unidades, el 65% de
esos colegios había adquirido al menos una, y algo más del 30% trabajaba con
las tres (Ross, 1982). Según el autor recién citado, varios astros se conjuntaron
favorablemente: a) People Around Us fue elaborado por maestros y no por expertos,
con lo cual sorteó la imagen de una imposición externa; b) aunque las unidades se
estructuraban en torno a conceptos científico-sociales, con un sesgo si cabe más
crítico que en el HGSS, los temas «nominales» elegidos (familia, amigos, trabajo)
les resultaron más familiares a muchos maestros; c) las unidades eran bastante
flexibles para atraer a los docentes más innovadores, pero al mismo tiempo ofrecían
un acabado didáctico que daba seguridad a los más timoratos; y d) la ILEA se esforzó
en dar publicidad al proyecto y, aún más decisivo, lo incorporó a sus programas de
formación continua.

4.4. El contexto de los resultados

No conocemos ninguna investigación que se haya ocupado del «poso» dejado


por estos proyectos específicos en la mente de los niños que los cursaron. Tan sólo
algunos indicios indirectos. Entre 1982 y 1983, el HMI –el cuerpo de inspectores–
llevó a cabo un reconocimiento sobre el terreno en trece middle schools (DES,
1983). Descubrió que la enseñanza de lo social en tres de ellas se inspiraba en el
HGSS, y en otras tres en la guía editada por la ILEA como introducción al People
Around Us. Pues bien, en esos colegios era mayor el porcentaje de maestros que
trabajaban con sus alumnos destrezas de pensamiento de alto nivel (indagatorias,
reflexivas, de cuestionamiento crítico, etc.).
Aunque no nos detendremos en ellas, sí existen evaluaciones (por ejemplo,
Elliott y Macdonald, 1975) de otros proyectos curriculares integrados destinados a
Secundaria, empeñados igualmente en incorporar las experiencias vitales discentes
para interpelarlas y desafiarlas con buenos conocimientos interdisciplinares sobre
asuntos de relevancia personal y social. Tales evaluaciones evidencian las múltiples
dificultades encontradas, pero también el impagable papel jugado por estas
alternativas para granjearse el interés de chicos y chicas que solían abandonar el

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sistema educativo a la primera oportunidad, para excitar su aprendizaje, elevar sus


expectativas y hacerles probar el éxito escolar.

5. La fabricación de una crisis

El abigarrado movimiento de los estudios sociales representó en Inglaterra el


asalto más consistente contra los inveterados «códigos disciplinares» (Cuesta, 1997)
que se habían enseñoreado históricamente de la parcela social del currículum. No
consiguió quebrar su plúmbea fortaleza (Ross, 1995). A pesar de lo cual, con más
pena que gloria fue conquistando un terreno nada despreciable. Una inspección del
HMI en 1.127 clases de 542 escuelas primarias acometida en 1977 deparó, entre
otros hallazgos, que «muchos centros empleaban una aproximación temática a los
estudios sociales» (DES, 1978, p. 70). Una posterior (DES, 1982) constató que el
horario escolar se lo disputaban las omnipresentes historia y geografía, pero también
los estudios sociales, los estudios del entorno, unas humanidades integradas o el
método de «tópicos». Sobre este trasfondo, al People Around Us se le auguraba,
en el amanecer de los años 80, un futuro prometedor. Por su parte, el HGSS había
retomado impulso al conseguir financiación adicional (1978-1980) para reconducir
su diseminación. Pero para entonces los aires ya habían cambiado.
Poco después de los acontecimientos de 1968, uno de los think tanks en
los que comenzaban a cocinarse las «ideologías de la Nueva Derecha», sacó
a la calle el primero de una serie de Black Papers (Cox y Dyson, 1969). Estos
abruptos libelos contra las reformas educativas en curso cargaron, con soflamas
incendiarias, contra la comprehensividad, la abolición del streaming (división de
los alumnos por grupos según su aptitud académica) o los flamantes enfoques
curriculares y pedagógicos que, a su juicio, habían convertido «la anarquía en
moda», despreciando con sus «delirios extremistas» la herencia cultural occidental,
la disciplina, el esfuerzo y la excelencia. Se iniciaba aquí una destemplada ruptura
con el denominado «consenso socialdemócrata» de posguerra, aunque inicialmente
no se le diera mucho pábulo. Fue la crisis económica de 1973 la que multiplicó su
resonancia. Con las alarmas colectivas encendidas ante las perspectivas de declive
económico, y con el temor bien orquestado desde las filas tories a una pérdida de
destino nacional, tras la incorporación del Reino Unido a la CEE ese mismo año,
estos grupos de presión ideológicos consiguieron finalmente «fabricar» un clima de
crisis educativa, aprovechando sin duda (y explotando hasta la caricatura, con la
inestimable complicidad de los mass media) algunas contradicciones de los arbitrios
reformistas. Consiguieron, en suma, reescribir los «marcos de pensamiento»
(Lakoff, 2007) que presidían el sentido común y el debate público. Hasta el
punto de que no sería un Primer Ministro conservador, sino uno laborista, James
Callaghan, quien «oficializase» ese clima de crisis en una conferencia pronunciada
en el Ruskin College de la Universidad de Oxford en octubre de 1976. Su auditorio
comprobó que los focos de preocupación eminentes (Callaghan, 1996) pasaban
a ser el «descenso de los niveles», presuntamente provocado por los «métodos
progresistas» de las escuelas comprehensivas, y la necesidad de una adaptación
más fiel a los requerimientos del mercado laboral.

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La conferencia concluía demandando un «gran debate» que, a juicio de una


legión de analistas (v.g. Chitty, 1992; Goodson, 1998), marcó el inicio de un giro
capital en las políticas educativas británicas. Por de pronto, su ministra del ramo,
Shirley Williams, declaró terminado el tiempo de los «experimentos» (cfr. DES,
1977), agravando la atmósfera de sospecha. Un docente del mentado instituto
de secundaria Senacre revivía así aquellos años: como la inspección empezó a
incrementar su vigilancia del currículum practicado, «la LEA dio instrucciones a la
nueva directora para que el centro regresase a un estilo más tradicional (…) En
doce meses habían desaparecido la enseñanza en grupos de habilidades mixtas y
las materias interdisciplinares» (Evans, 2005, pp. 55 y 60).

6. La «modernización conservadora» del sistema educativo inglés y el


fin de los proyectos curriculares de estudios sociales

Esta conciencia de crisis allanó el camino a los gobiernos conservadores que


se sucedieron a lo largo de 18 años tras el triunfo electoral de 1979. Durante las
legislaturas de Thatcher (1979-1990) y Major (1990-1997) se emprendió una ofensiva
en toda regla contra los rumbos precedentes, mediante un programa de mudanza
radical que no era sino el correlato de un plan global más ambicioso de reestructuración
social. Muy pronto el DES (1980) presentó una propuesta para implantar un currículum
básico común que protegiese los «contenidos esenciales» de aventuras como los
proyectos integrados, vistos como un reducto del activismo izquierdista (Ross, 1995)
que, con sus afanes igualitarios y multiculturales, hacía peligrar las disciplinas y los
valores culturales consagrados7. La vida de los estudios sociales estaba llegando a
su fin. Por si quedaba alguna duda, Sir Keith Joseph, gurú neoliberal de Thatcher y
Secretario de Estado de Educación entre 1981 y 1986, suprimió de un plumazo el
Schools Council en 1984 (y con él las últimas esperanzas del HGSS).
En 1988 se aprobó la Education Reform Act (ERA), pieza clave de la legislación
thatcherista. Impuso un National Curriculum para la escolaridad 5-16 en Inglaterra
y Gales, con una lista de asignaturas –las tres esenciales (core subjetcs) de inglés,
matemáticas y ciencias, y las seis obligatorias (foundation subjetcs) de historia,
geografía, diseño y tecnología, arte, música y educación física, a las que se unía
una lengua extranjera en Secundaria– de la cual quedaron excluidos los estudios
sociales. Esta rehabilitación de las disciplinas consuetudinarias, sustancialmente
las mismas que las consagradas por las Regulaciones de 1904 para las grammar
7
En una conferencia celebrada en 1987 ante los delegados de su partido, Margaret Thatcher
se despachó de esta guisa: «Demasiado a menudo, nuestros niños no consiguen la educación que
necesitan, la educación que merecen [porque] las autoridades educativas de extrema izquierda y
los profesores extremistas les arrebatan con frecuencia esa oportunidad. Los niños, que precisan
ser capaces de contar y multiplicar, están aprendiendo matemáticas anti-racistas, sea lo que sea
eso. A los niños, que necesitan ser capaces de expresarse en un inglés claro, les están enseñando
eslóganes políticos. A los niños, que deberían aprender a respetar los valores morales tradicionales,
se les enseña que tienen un derecho inalienable a ser homosexuales. A los niños, que requieren
ánimos, se les enseña que nuestra sociedad no les ofrece ningún futuro. (...) Creo que el gobierno
debe adoptar la responsabilidad primaria de establecer estándares para la educación de nuestros
niños. Y por eso estamos estableciendo un currículum nacional para las asignaturas básicas»
(Thatcher, 1989, p. 277).

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schools, venía acompañada de una prescripción minuciosa, tanto de lo que debía


impartirse en cada una, como de lo que debía ser aprendido (los estándares
nacionales). Otro precepto de la ERA asociado al anterior fue la exigencia de una
evaluación estandarizada de todos los niños a los 7, 11 y 14 años. La finalidad era
doble: comunicar a los progenitores los resultados individuales de sus hijos y hacer
públicos los resultados agregados por centros en un ranking de rendimiento. Ese
ranking comparativo para facilitar la elección de los padres obliga a los centros a
rendir cuentas y a competir entre sí, toda vez que su financiación pasa a depender
del número de alumnos matriculados, en la idea de premiar a los más exitosos y
populares. Tales mecanismos de «cuasi mercado» (Whitty, 2000) se remataban con
una mayor autonomía de gestión de los centros.
En otros lugares (Romero y Luis, 2006; Romero y Estellés, 2015) hemos
analizado con más detenimiento estas medidas, sus entretelas doctrinales y las
variaciones sobre la misma melodía introducidas desde 1997 por los gobiernos
laboristas de Tony Blair. Aquí nos detendremos únicamente en sus consecuencias
para el asunto que nos ocupa, con el auxilio de diversas investigaciones empíricas
realizadas con prontitud en aquel país8. De entrada, el National Curriculum acarreó
una centralización y un control gubernativo en materia curricular sin precedentes
durante buena parte del siglo XX. Un control que pasó por encima de las autoridades
educativas locales, hasta el extremo de abolir una de las más comprometidas con
las innovaciones previas: hablamos de la ILEA9, valedora del People Around Us,
que corrió idéntico infortunio. El back to basics no sólo abortó una rica –aunque
heterogénea– corriente en pro de un currículum social y culturalmente más inclusivo,
y más relevante desde el punto de vista cívico, sino que se enfrentó también a
la creciente pluralidad multiétnica con la reafirmación de una identidad nacional
atávica, muy visible en las directrices para la enseñanza de la historia (Goodson,
1998). No parece el mejor escenario para una educación intercultural.
Pero fijémonos, más allá de ese sesgo ideológico, en la repercusión
incentivadora o desincentivadora del entramado institucional construido en torno
a los estándares y la rendición de cuentas mediante las evaluaciones externas. El
director del instituto Senacre entre 1988 y 1995 señalaba al respecto:

La composición de nuestro estudiantado [el 28% tenía informe de


necesidades educativas especiales y el 27% beca completa de comedor por
la baja renta familiar] significaba casi inevitablemente que habría una distancia
entre sus logros y los estándares nacionales. (…) Nosotros planteamos este
asunto varias veces a los inspectores, y la respuesta fue «no estamos aquí
para informar sobre eso, estamos aquí para compararlos con los estándares
nacionales». (…) Si se considera que los conocimientos de los alumnos al
entrar en el centro estaban bastante por debajo de la media, podría decirse

Véanse, por ejemplo, el estudio acometido por el equipo de Stephen Ball en el área londinense
8

(Bowe- Ball-Gold, 1992), la indagación lanzada en 1991 por el Economic and Social Research
Council (Hughes, 1996) o las evidencias sopesadas en Whitty (2000).
9
El punto 162 del articulado de la ERA rezaba lacónicamente: «El 1 de abril de 1990, la Inner
London Education Authority dejará de existir».

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que la mayoría avanzaba satisfactoriamente. Esto suena a institución que está


teniendo éxito. Pero cuando se comparaba con los estándares nacionales, el
nivel de rendimiento era bajo y, por supuesto, eso suena a fracaso (Evans,
2005, pp. 125 y 150).

Ese lenguaje incriminatorio rebajaba de categoría los aprendizajes de sus pupilos


y ponía en entredicho la competencia de los docentes, aumentando la presión sobre
ellos. La reacción fue la documentada como habitual por las investigaciones citadas:
recortar el alcance del currículum para poder concentrarse en lo externamente
evaluable. Todo cuanto distrae de aquello por lo que ha de rendirse cuentas se
torna prescindible. Semejante teaching to the test tenía un precio: los proyectos,
las deliberaciones, los debates que permitían poner en valor las experiencias de
todos los alumnos a la par que cultivar su pensamiento analítico, inquisitivo y crítico,
cedían el paso al contenido factual y al pensamiento convergente reclamado por
las pruebas estandarizadas. No sólo quedaban en un lugar secundario destrezas
fundamentales para la ciudadanía, sino también la búsqueda curricular de
nuevas formas de conexión con la diversidad de bagajes vitales discentes. ¿Los
principales perjudicados? Quienes ya estaban en riesgo de exclusión escolar. Este
es un corolario común a otras investigaciones llevadas a cabo en Estados Unidos
(Carnoy, Elmore y Siskin, 2003; Nichols y Berliner, 2007, DiCicco, 2016). Incluso
se ha detectado un agravante: lo que van abandonando por el camino los centros
peor posicionados, al volcar más tiempo y recursos en la prioridad examinadora,
se convierte en un lujo y un signo de distinción de los colegios que atienden a una
población con mayor capital cultural. Así, la educación para una ciudadanía global e
intercultural «puede devenir, bajo el régimen de rendición de cuentas, en una forma
más de elitismo que socave los ideales de justicia e igualdad inherentes a dichos
conceptos» (DiCicco, 2016, p. 5).

7. Conclusión

La historia del currículum es un buen antídoto contra el falso sentido común


que naturaliza el conocimiento escolar. Un falso sentido común que las actuales
reformas gerencialistas están contribuyendo a perpetuar por otros medios, aunque
se atribuyan falazmente el respaldo de las «evidencias». Al redefinir la «calidad»
desde una óptica productivista, centrada en la consecución de resultados medibles y
comparables, han escamoteado de la discusión muchos dilemas concernientes a la
selección/organización de los saberes y a sus funciones sociales fácticas, dando por
sentados de un modo apriorístico rancias convenciones y un fatuo entendimiento de
la «mejora». Estudios como el llevado a cabo en estas páginas demuestran que el
currículum es una construcción social y política controvertida, y que su modificación
depende de una compleja red de factores. No basta con incluir en las leyes lemas
y eslóganes loables. Máxime cuando el sistema de incentivos instituido a su través
empuja en una dirección muy distinta. En la medida en que tal cosa ocurra, esos
encomiables principios dejan de serlo para trocarse en una mascarada.
Prestemos atención al Real Decreto 126/2014 por el cual se establece el currículo
básico de Educación Primaria común a todo el Estado, que posteriormente cada

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Comunidad Autónoma complementa en virtud de sus competencias. Su prolijidad


prescriptiva es un efecto del control gubernativo, no de alguna idea sensata de calidad.
Como veíamos en el caso británico, semejante control ahoga la innovación (o la
instrumentaliza, pues la ductilidad del término sirve para un roto y para un descosido).
Sigamos. De los ¡97! estándares de aprendizaje evaluables fijados para el área de
Ciencias Sociales, los únicos que evocan, en cierto grado, la idea intercultural son estos
tres: «valora la importancia de una convivencia pacífica y tolerante entre los diferentes
grupos humanos sobre la base de los valores democráticos y los derechos humanos
universalmente compartidos», «valora, partiendo de la realidad del estado español,
la diversidad cultural, social, política y lingüística en un mismo territorio como fuente
de enriquecimiento cultural» y «describe los rasgos característicos de la sociedad
española actual, y valora su carácter democrático y plural, así como su pertenencia
a la Unión Europea» (MECD, 2014, pp. 19374 y ss.). Mientras, la educación histórica
preceptuada vuelve hacia atrás para confundirse con el vetusto canon de las historias
generales nacionales. Esta reminiscencia no se compadece bien con la ciudadanía
intercultural, ni con una definición de comunidad política alejada de la identificación
organicista de etnos y demos.
Por último, no carecemos de evidencias para calibrar las posibles consecuencias
del régimen organizado alrededor de los estándares y las evaluaciones externas.
Ronald W. Evans, un reputado catedrático de la Universidad de San Diego, puso a
su último libro este expresivo subtítulo: «cómo la reforma basada en la rendición de
cuentas ha dañado la educación cívica y minado la democracia» (Evans, 2015). Si
alguna lectura se desprende de nuestra modesta indagación es, precisamente, que
ese temor no es una ocurrencia infundada.

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