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Los Apostólicos/XXVIII

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XXVIII

A principios de Setiembre todavía el benignísimo D. Benigno no había podido allanar aquel endiablado obstáculo de los papeles. El agente no contestaba nada de provecho, y todo era dilaciones, por lo cual Cordero, que ya iba perdiendo la paciencia, determinó hacer un viaje a Madrid para comunicar algo de su inquietud y de su prisa al Sr. Carnicero. El héroe había resuelto encontrar los papeles, aunque tuviera que ir por ellos a la misma villa de La Bañeza o al fin del mundo. Así lo dijo al partir, despidiéndose para poco tiempo.

Dos días después de su partida estaba Sola en una de las piezas altas, ocupada, por más señas, en pegar botones a una camisa de su futuro esposo, cuando recibió aviso de que un señor acababa de llegar a la finca y deseaba hablar con la señorita. Comprendiendo al punto quién era, Sola se quedó como estatua, sin habla, sin ideas en la cabeza, sin sangre en las venas, sintiendo una alegría disparatada, que al mismo tiempo era pena muy viva, y miedo y cortedad de genio. Ella sabía quién era el visitante; se lo decía aquel mismo azoramiento súbito en que estaba y el horrible salto de su corazón alarmado. Había tenido noticia por D. Benigno, dos semanas antes, de la aparición de Salvador en Madrid, padeciendo con esto un trastorno general en sus ideas. Pocos días después había recibido una carta del mismo anunciándole visita, y desde que recibiera la carta el barullo de sus ideas y la estupefacción de su alma habían aumentado. Grandes cosas se preparaban sin duda, anunciándose en la infeliz joven con sentimientos de miedo y espasmos de alegría. Armándose de valor, se dispuso a recibir al que un tiempo se llamó su hermano. Mientras se arreglaba un poco para presentarse a él, miró por la ventana. Allá abajo, entre los olivos, había un caballo, sujeto por un muchacho de la casa. Era el caballo de él. La puertecilla de la huerta por donde se pasaba para llegar a la casa, estaba abierta. Él la había dejado abierta al pasar. En la salita baja se sentían pasos. Eran sus pasos.

Sola bajó, apoyándose fuertemente en el barandal para no bajar de cabeza. Entró en la salita... ¡Qué grueso, qué moreno!... ¡tenía algunas canas!... Sola no pudo decir nada y se dejó abrazar fuertemente.

-¡Ay! -exclamó sintiéndose inerte entre los brazos de su hermano, que parecían de hierro.

Sola no se hacía cargo de nada. Estaba pálida y con los labios secos, muy secos. No se dio cuenta de que él se sentó en un sofá de paja, que era el principal adorno de la salita; no se dio cuenta de que él, tomándole las manos, la llevó al mismo sofá y la sentó allí como se sienta una muñeca; no se dio cuenta tampoco de que Salvador dijo:

-Ya sé que no está D. Benigno; ¡cuánto lo siento!

Sola no hacía más que mirarle asombrada, encontrándole grueso, no tan grueso que perdiera su gallardía de otros tiempos; asombrada de verle mucho más moreno y curtido que antes y con algunas manchas de canas en el cabello.

-¡Me miras las canas! -dijo él-. Estoy viejo, hermana, viejo del todo. A ti te encuentro más guapa, más mujer, más saludable. Ya sé que eres tan buena como antes o más buena aún, si cabe. El marqués de Falfán me ha hablado mucho de ti, y me contó tu grave enfermedad. ¡Pobrecita! También sé que no has recibido mis cartas desde hace dos años, como no las recibió Falfán ni otros amigos míos. Es una traición de Bragas, aunque él jura y perjura que no ha recibido paquetes míos en mucho tiempo. La última carta que me escribiste la recibí en Inglaterra hace dos años. Después, yo escribía, escribía, y tú no me contestabas.

Hablaron un rato de aquel singular extravío de cartas, que no podía ser sino pillada de Pipaón, falaz intermediario; pero como ya el mal pasado no tenía remedio, dejaron de hablar de ello para ocuparse de cosas más vivas y más interesantes para uno y otro.

-¡Cuántos años sin verte! -dijo él, mirándola de tan buena gana que bien se conocía el largo ayuno que de aquellas vistas habían tenido sus ojos.

-El marqués de Falfán -repitió ella- que iba algunas veces a la tienda de D. Benigno y siempre me hablaba de ti, me contó que pasando él la frontera cierto día del año 27 te encontró. Ibas a caballo disfrazado y te habías puesto el nombre de Jaime Servet. Este nombre se me quedó tan presente que lo dije muchas veces cuando estaba delirando. Después de esto me escribiste desde París. Un día que fuimos a ver entrar a la Reina Cristina a casa de Bringas, me dio Pipaón una carta tuya; fue la última. Poco después el marqués de Falfán me dijo que tenía ciertos indicios para creer que habías muerto.

Salvador le contó luego a grandes rasgos los principales sucesos de su vida en el período de ausencia, y le explicó las causas de su venida a España. Lo que más sorprendió a Sola de cuanto dijo su hermano fue aquel aborrecimiento a la política y al conspirar. Salvador le dijo:

-Cuando el hombre se enamora desde su niñez de ciertas ideas, o sea de lo que llamamos ideales... no sé si me entiendes... y se lanza a trabajar en ellos, se crea una vida artificial. Las ambiciones, la sed de gloria y el afán de todos los días la forman. Así pasa el tiempo y así consume el hombre las fuerzas de su alma en un combate con fantasmas. Cuando hay éxito, querida hermanita, cuando Dios dispone las cosas para que determinados hombres en determinados países sean instrumento de planes providenciales, entonces la vida que he llamado artificial puede dejar de serlo, mudándose en realidad hermosa. Pero cuando no hay éxito, cuando después de mucho desvarío hallamos que todo es quimera, sea por el tiempo, por el lugar o porque realmente no valemos para maldita de Dios la cosa, resulta uno de estos dos fenómenos: o la desesperación o el recogimiento y el deseo de la vida vulgar, tranquila, compartida entre los afectos comunes y los deberes fáciles. Yo he querido optar por lo segundo, que es más natural. Un poeta hablando de estas cosas dijo: Es como una encina plantada en un vaso, la encina crece y el vaso se rompe. Yo creo que en la generalidad de los casos hay que decir: El vaso es muy duro y la encina se seca, y este es el caso mío, querida.

Sola dio un suspiro por único comentario.

-La encina se seca -añadió Monsalud-. En mí se empezó a secar hace tiempo, y ya quedan en ella muy pocas ramas con vida; pero a su sombra ha nacido un árbol modesto que vivirá más y a falta de laureles dará frutos... Pronto tendré cuarenta años. ¡Si vieras tú qué efecto tan raro nos hace el vernos de cerca de esta edad y reconocer que no hemos vivido nada en tan larga juventud! Porque un hombre puede haber emprendido muchas cosas, haber estudiado, leído y haber querido a muchas mujeres, y sin embargo encontrarse el mejor día con la triste seguridad de no ser nada, ni saber nada, ni amar a nadie. Pronto empezaré a ser viejo. ¡Qué triste cosa es la vejez sin otros goces que las memorias de una juventud alborotada ni más compañía que el rastro que dejaron todos aquellos fantasmas y figurillas al convertirse en humo!... Se me figura que comprendes esto perfectamente... ¿Pero a que no sabes cuál es ahora la aspiración de mi vida?

-Ya me lo has dicho, no ser nada.

-Pues aspiro a ser el vecino tal, de tal calle, de cual pueblo; nada más que un vecino, querida. ¿Crees que esto es fácil? Mira que no lo es. La vida errante me fatiga, la vida solitaria me entristece. Para ser vecino de tal calle es preciso fijarse y tener compañía que nos ate con cuerda de afectos y deberes. No hay nada que tan dulcemente abrume al hombre como el peso de un techo propio.

Esta frase, dicha así como sentencia, conmovió a Sola hasta lo más profundo de su alma. Por un momento creyó que todo se volvía negro en su alrededor.

-¿Qué dices a esto? -le preguntó él-. Hace un año, hallándome en París curado ya de la manía del vivir quimérico, y prendado de amores por la vida posible, por la vida que no temo llamar vulgar, te escribí, manifestándote lo que pensaba.

-¡A mí! -exclamó Sola figurándose en el acto, como por inspiración divina, la carta que no había recibido, y viéndola toda letra por letra.

-A ti... Ya sé que no la recibiste. Sería preciso desollar vivo a Pipaón. En mi carta te consultaba, te pedía consejo. Fue aquel un tiempo en que tú te realzabas a mis ojos de un modo nuevo y no iba mi pensamiento a ninguna parte sin tropezar contigo. Siempre había admirado yo tus virtudes, siempre había sentido por ti un afecto entrañable; pero entonces todos los sueños de la vida posible venían a mi cerebro como envueltos en ti, quiero decir que todas las ideas de esta nueva existencia y las imágenes de mi reposo y de mi felicidad futura se me presentaban como un contorno de tu cara. Esto es concluir por donde otros han empezado, esto es cosa de mozalbetes; pero los que no han sabido vivir la vida del corazón cuando niños, la viven cuando viejos, y así...

La miró un rato y viéndola perpleja, él que gustaba de expresar las cosas con prontitud y claridad, le dijo en un galanteo máximo todo lo que tenía que decirle. Sus palabras fueron estas.

-Y así vengo a proponerte que nos casemos.

Sola no estaba ya confusa sino espantada. Se mordía un labio y la yema de un dedo. Se los mordía tan bien que a poco más arrojara sangre. Al mismo tiempo miraba al suelo, temerosa de mirar a otra parte. Su alma estaba, si es permitido decirlo así, como una grande y sólida torre que acababa de desplomarse sacudida por terremotos. No acertaba a pensar cosa alguna derechamente, ni a concretar sus ideas para formar un plan de respuesta. Salvador le tomó una mano. Entonces ella, herida de súbito por no sé qué sentimiento, por el pudor, por la dignidad tal vez o quizás por el miedo retiró su mano y dijo:

-Soy casada.

-¡Tú!...

-Como si lo fuera. He dado mi palabra.

-En Madrid me dijeron eso, como una sospecha. Yo creí que era falso.

-Es cierto -dijo Sola que, recobrándose con gran esfuerzo, luchaba con sus lágrimas para que no salieran-. Si no hubieran ocurrido ciertos entorpecimientos, ya estaría casada con el mejor de los hombres.

A Salvador tocó entonces el morderse el labio y la coyuntura del índice de su mano derecha. Sola invocó mentalmente a Dios, tomó fuerzas de su valeroso espíritu y de la idea del deber que era siempre su confortante más poderoso, y quiso dominar la situación haciendo el panegírico de su futuro esposo.

-Hay un hombre -dijo-, a quien debo la vida, de quien he sido hija cuando no tenía padre ni hermano. Siente por mí un respeto que yo no merezco y un cariño que no podré pagar con cien vidas mías. Cuantos miramientos, cuantas atenciones se puedan tener con una persona amada, ha tenido él para mí. Yo he pedido a Dios que me diera algo con que poder pagar beneficios tan grandes, y Dios ha puesto en mi corazón lo que me hacía falta. Ese hombre ha querido tener casas, tierras, criados para que yo fuera señora de todo, y él mío por toda la vida.

Salvador miró por la ventana los árboles, la deliciosa paz y abundancia que todo aquel conjunto rústico expresaba. Sintió el corazón oprimido de pena y lleno de la noble envidia que infunde el bien no merecido. En la ventana que frente a él estaba, un arbolillo agitado por el viento tocaba con sus ramas los vidrios. Varias veces durante el curso del diálogo precedente, Salvador había mirado allí creyendo que alguien llamaba en los vidrios. Ya llegado el momento de su desengaño, miró la rama y viendo que daba más fuerte, murmuró: «Ya me voy, ya me voy».

Volviéndose otra vez a Sola, le dijo:

-Me has hablado en un lenguaje que no admite réplica. No debo quejarme, pues he venido tarde, y habiendo tenido el bien en mi mano durante mucho tiempo, lo he soltado para seguir locamente un camino de aventuras. Pero algo me disculparán mi desgracia, mi destierro y también mi pobreza, causa de que antes no te propusiera lo que ahora te propongo. Aquí me tienes razonable, con esperanzas de ser rico, y a pesar de tales ventajas, más desgraciado y más solo que antes.

Animada por el pequeño triunfo que había obtenido en su espíritu, Sola quiso ir más allá, quiso hacer un alarde de valentía diciendo a su amigo: ya encontrarás otra con quien casarte; pero cuando iba a pronunciar la primera sílaba de esta frase triste no tuvo ánimos para ello y fue vencida por su congoja. No dijo nada.

-Yo quería -dijo Salvador, no desesperanzado todavía- que meditaras...

Sola que vio un abismo delante de sí, quiso hacer lo que vulgarmente se llama cortar por lo sano.

-No hables de eso... -dijo-. No puede ser... Figúrate que no existo.

Sin darse cuenta de ello le miró con lágrimas. Pero sobrecogida repentinamente de miedo, se levantó y corriendo a la ventana se puso a mirar los morales al través de los vidrios. Allí la infeliz imaginó un engaño o salida ingeniosa para justificar su emoción. Volviose a él segura de salir bien de tal empeño.

-¿Sabes por qué lloro? Porque me acuerdo de tu pobre madre, que murió en mis brazos, desconsolada por no verte... Dejome un encargo para ti, un paquetito donde hay una carta y varias alhajas, encargándome que a nadie lo fiara y que te lo diera en tu propia mano. ¡Y yo tan tonta que no te lo he dado aún, cuando no debí hacer otra cosa desde que entraste!... Lo que me confió tu madre no se separa nunca de mí... Aquí lo tengo y voy a traértelo.

Sin esperar respuesta, Sola subió a su habitación y al poco rato puso en manos de Monsalud un paquete cuidadosamente cerrado con lacres. Salvador lo abrió con mano trémula. Lo primero que sacó fue una carta, que besó muchas veces. En pie al lado de su amigo, que continuaba en el sofá de paja, Sola no podía apartar los ojos de aquellos interesantes objetos. La carta tenía varios pliegos. Salvador pasó la vista rápidamente por ellos antes de leer.

-¡Mira, mira lo que dice aquí! -exclamó señalando una línea-. Mi madre me suplica que me case contigo.

-Te lo suplicaba hace mucho tiempo -dijo Sola disimulando su pena con cierta jocosidad afectada, que si no era propia del momento venía bien como pantalla.

-Necesito una hora para leer esto -dijo Monsalud-. ¿Me permites leerlo aquí?

Sola miró a las ventanas y por un momento pareció aturdida. Su corazón atenazado le sugería clemencia, mientras la dignidad, el deber y otros sentimientos muy respetables, pero un poco lúgubres, como los magistrados que condenan a muerte con arreglo a la justicia, le ordenaban ser cruel y despiadada con el advenedizo.

-Mucho siento decírtelo, hermano -manifestó la joven sonriendo como se sonríe a veces el que van a ajusticiar-, lo siento muchísimo; pero va a anochecer. Tú que estás ahora tan razonable, me dirás si es conveniente...

-Sí, debo marcharme -replicó Salvador levantándose.

-Debes marcharte y no volver... y no volver -afirmó ella marcando muy bien las últimas palabras.

-¿Y qué pensaré de ti?

Sola meditó un rato y dijo:

-¡Que me he muerto!

Se apretaron las manos. Sola miraba fijamente al suelo. Fue aquella la despedida de menos lances visibles que imaginarse puede. No pasó nada, absolutamente nada, porque no puede llamarse acontecimiento el que Doña Sola y Monda se acercase a los vidrios de la ventana para verle salir y que le estuviese mirando hasta que desapareció entre los olivos, caballero en el más desvencijado cuartago que han visto cuadras toledanas. Ni es tampoco digno de mención el fenómeno (que no sabemos si será óptico o qué será) de que Sola le siguiese viendo aun después de que las ramas de los olivos y la creciente penumbra de la tarde ocultaran completamente su persona.

La noche cayó sobre ella como una losa.

Fatigado y displicente, con los hábitos arremangados y su gran caña de pescar al hombro, subía el padre Alelí la cuestecilla del olivar. Ya era de noche. Los muchachos acompañaban al fraile, trayendo el uno la cesta, el otro los aparejos y el pequeño dos ranas grandes y verdes. Esto era lo único que el reino acuático había concedido aquella tarde a la expedición piscatoria de que era patrón el buen Alelí. Todas nuestras noticias están conformes en que tampoco en las tardes anteriores fueron más provechosas la paciencia del fraile y la constancia de los muchachos para convencer a las truchas y otras alimañas del aurífero río de la conveniencia de tragar el anzuelo; por lo que Alelí volvía de muy mal humor a casa echando pestes contra el Tajo y sus riberas.

Todavía distaba de la casa unas cincuenta varas cuando encontró a Sola que lentamente bajaba como si se paseara, saliendo al encuentro de las primeras ondas de aire fresco que de los cercanos montes venían. Los niños menores la conocieron de lejos y volaron hacia ella saludándola con cabriolas y gritos, o colgándose de sus manos para saltar más a gusto.

-¿Usted por aquí a estas horas? -dijo Alelí deteniendo el paso para descansar-. La noche está buena y fresquita. ¿Querrá usted creer que tampoco esta tarde nos han dicho las truchas esta boca es mía? Nada, hijita, pasan por los anzuelos y se ríen. Esos animalillos de Dios han aprendido mucho desde mis tiempos y ya no se dejan engañar... Hola, hola, ¿no son estas pisadas de caballo? Por aquí ha pasado un jinete. Dígame usted, ¿ha enviado Benigno algún propio con buenas noticias?

Sola dio un grito terrible, que dejó suspenso y azorado al bondadoso fraile. Fue que Jacobito puso una de las ranas sobre el cuello de la joven. Sentir aquel contacto viscoso y frío y ver casi al mismo tiempo el salto del animalucho rozándole la cara fueron causa de su miedo repentino; que este modo de asustarse y esta manera de gritar son cosas propias de mujeres. Alelí esgrimió la caña, como un maestro de escuela, y dio dos cañazos al nene.

-¡Tonto, mal criado!

-No, no han venido buenas noticias -dijo Sola temblando.

Aquella noche cenaron como siempre, en paz y en gracia de Dios, hablando de Cordero y pronosticando su vuelta para tal o cual día. La vida feliz de aquella buena gente no se alteró tampoco en lo más mínimo en los siguientes días. Sola estaba triste; pero siempre en su puesto, siempre en su deber, y todas las ocupaciones de la casa seguían su marcha regular y ordenada. Ninguna cosa faltó de su sitio ni ningún hecho normal se retrasó de su marcada hora. La reina y señora de la casa, inalterable en su delicado imperio, lo regía con actitud pasmosa, cual si ni uno solo de sus pensamientos se distrajese de las faenas domésticas. Interiormente fortalecía su alma con la conformidad y exteriormente con el trabajo.

Fuera de algunos breves momentos, ni el observador más perspicaz habría notado alteración en ella. Estaba como siempre, grave sin sequedad, amable con todos, jovial cuando el caso lo requería, enojada jamás. Sin embargo, cuando Crucita y ella se sentaban a coser, podían oírse en boca de la hermana de D. Benigno observaciones como esta:

-Pero mujer, está Mosquetín haciéndote caricias y ni siquiera le miras.

Sola se reía y acariciaba al perro.

-Hace días que estás no sé cómo... -continuaba el ama de Mosquetín-. Nada, mujer, ya vendrán esos papeles; no te apures, no seas tonta. Pues qué, ¿han de estar en la China esos cansados legajos?... ¡Vaya cómo se ponen estas niñas del día cuando les llega el momento de casarse! Todo no puede ser a qué quieres boca. Menos orgullito, señora, que ya que el bobalicón de mi hermano ha querido hacerte su mujer, Dios no ha de permitir que este disparate se realice sin que te cueste malos ratos.

Sola se volvía a reír y volvía a acariciar a Mosquetín.

Una mañana, los chicos, que estaban en la huerta haciendo de las suyas, empezaron a gritar: «Padre, padre». D. Benigno llegaba. Entró en la casa sofocado, ceñudo, limpiándose con el pañuelo el copioso sudor de su inflamado rostro, y dejándose caer en una silla con muestras de cansancio, no decía más que esto:

-¡Los papeles!... ¡Los papeles!... ¡D. Felicísimo!...

-¿Qué?... ¿Han parecido?... -le preguntó Sola con ansiedad.

-¡Qué han de aparecer!... ¡Barástolis! No hay paciencia para esto, no hay paciencia...