La Llorona Leyenda del libro "Leyendas de Ayer, Hoy y Siempre" Margarita Jiménez Arreola
Culminada la Conquista, más o menos a mediados de siglo XVI, los vecinos de la Ciudad de México se resguardaban en sus casas al toque de queda dado por las campanas de la primera catedral, a media noche y principalmente cuando había luna llena, despertaban espantados al oír en la calle, tristes y prolongadísimos gemidos, lanzados por una mujer quien afligía una profunda pena moral. Las primeras noches, los lugareños, mencionaban que aquellos lúgubres gemidos eran como de otro mundo. Pero fueron tantos quejidos, que se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y despreocupados quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; primero desde las puertas entornadas, luego desde las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir por las calles, hasta que lograron ver algo. En el silencio de las oscuras noches en que la luz pálida y transparente de la luna caía como un manto vaporoso sobre las altas torres, alguien lanzaba agudos y tristísimos gemidos. Vestía la mujer un traje blanquísimo, y un blanco y espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría las calles mientras la ciudad dormía. Solo noches de luna llena se la escuchaba, y sin faltar una sola, a la Plaza Mayor, donde cubierto el velado rostro hacia el Oriente se hincada de rodillas, daba el último angustioso y cansadísimo lamento. Puesta en pie, continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo, y al llegar a orillas del salino lago, como una sombra... desvanecía. Ya en altas horas de la madrugada, solo eran protagonistas: el silencio y la soledad de las calles y plazas, la oscuridad de la noche y el pausado andar de aquella mujer
misteriosa, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, concluía siempre, cayendo de rodillas sobre la tierra, conformando un lúgubre escenario que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y osados, que habían sido espantados de la misma muerte, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como un mismísimo difunto. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella. Desconocíendoce quién era, de dónde venía y adónde iba. Desde entonces se le dio el nombre de La Llorona.