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martes, 6 de enero de 2015

Elvira Lindo / En memoria de Carla


En memoria de Carla

En cuatro meses de tareas socioeducativas no se cura la chulería 

ni el desprecio por el dolor del otro


A las víctimas hay que individualizarlas. Ponerles un rostro, una edad, una familia, un barrio, algunas inquietudes, unos cuantos sueños, una debilidad visible o escondida. Los activistas sociales lo saben desde hace tiempo, tanto como para presentar cualquier campaña que pretenda provocar empatía en el ciudadano con un rostro concreto, un nombre y una edad. Carla, por ejemplo. Una chica de 14 años que estudiaba en un colegio, el Santo Ángel de la Guarda, y con una madre que ahora conocemos, Monserrat. Carla se suicidó arrojándose por un acantilado de su ciudad, Gijón, enferma de desesperación por el acoso y la burla a la que le sometían algunas compañeras de clase. Se mofaban de su físico y de su supuesta condición sexual. Las dos chicas que lideraron las vejaciones a las que la adolescente fue sometida el año antes de que se quitara la vida han sido condenadas a cuatro meses de tareas socioeducativas para mejorar su empatía con el prójimo, en particular, con los seres más débiles. ¿Es suficiente? Si es esa la única medida, no, desde luego que no. En cuatro meses no se cura la chulería ni el desprecio por el dolor del otro. Cuatro meses no son nada si no se exige también a los padres de las autoras del delito que recapaciten sobre los valores que jamás se inculcaron en casa y por la poca atención que prestaron a la personalidad oscura y diabólica que iba haciéndose presente en sus hijas. Cuatro meses pasan volando y son estériles si la dirección del colegio en el que tuvo lugar la pesadilla que llevó a Carla a precipitarse al vacío no asume su culpa y emprende un debate para reflexionar sobre una responsabilidad que también debería recaer en un claustro que ignoró o no dio importancia al padecimiento de una de sus alumnas.
Cosas de niñas. Así se resume en más ocasiones de las que pensamos y sabemos la persecución, la burla, el escarnio que ocurren secretamente en los centros escolares. La mayoría de las veces nadie se entera del padecimiento de un niño o de una adolescente. Los chavales no suelen contar demasiado en casa porque viven el acoso al que están sometidos con culpabilidad y vergüenza. Ese silencio permite que los chulos o las chulas actúen impunemente, divirtiéndose con el sufrimiento de la criatura acorralada; por lo demás, el resto de la clase, por un temor comprensible a ser también estigmatizados, suelen callar o colaborar vagamente. Cada cierto tiempo, el horror del acoso escolar se hace visible en la prensa porque la víctima, viéndose sin capacidad para acabar con su angustia, pone fin a su vida. Es así de crudo: sabemos de la víctima por su suicidio. A Carla le daba terror ir al instituto, pero al temor que le producía el encuentro con sus torturadoras había que añadir uno de nuevo cuño: la angustia que le provocaba el comprobar cómo se burlaban de ella a través de las redes, es decir, como divulgaban en el ciberespacio la mofa para tenerla paralizada en un terror sin escapatoria. Ni en su propio dormitorio estaba a salvo la pobre desdichada de sus torturadores, ya sabemos que las injurias en Internet tienen la peculiaridad de colarse por cualquier resquicio. Esta es una historia más común de lo que parece y no se trata solamente de un delito juvenil ni que sufran en exclusiva los adolescentes. La justicia va más lenta que la tecnología y castigar al que delinque en la red, aunque es posible y cada vez más frecuente, tarda un tiempo que a la víctima se le representa como insoportable. Imagino que el castigo al bulling cibernético, agazapada la identidad del malhechor en el cobarde anonimato, acabará precisando de un mecanismo exprés para ser penalizado, dada la rapidez con que en el medio se difunden las injurias.

La tragedia nos enseña que hay que atajar la crueldad cuando brota: desde la casa, la escuela y la justicia
Parece que en estas fechas hay una voluntad colectiva de concordia, que las rivalidades pierden fuste y nuestras columnas se engalanan con buenos propósitos. Tal vez deba ser así, conviene y es saludable que sea así, que el pensamiento se mantenga en suspenso unos días antes de volver a la carga, a la bronca, a la opinión, a la arena. Pero me ha resultado inevitable, después de ver en el periódico esta semana el rostro de Montserrat Magnien, la madre de Carla, pensar que para ella no habrá Nochevieja ni Año Nuevo, que desde el 11 de abril de 2013 el tiempo avanza en una densidad amorfa, sin conceder tregua alguna ni consuelo, empecinada como está su mente en un solo propósito: que se haga justicia. Y he querido que el primer artículo de este año que acabamos de inaugurar esté dedicado a ella, a esta madre que sólo va a encontrar razones para vivir litigando a fin de que su caso, el caso de su hija Carla, se convierta en paradigmático, y que su muerte no haya sido en vano, que nos enseñe a atajar la crueldad cuando brota: desde la casa, la escuela, la justicia, que entendamos la necesidad de enseñar a quienes no tienen demasiadas luces, a los resentidos, a los duros de corazón a sufrir con el dolor ajeno. Y si es que la naturaleza no les ha dado la capacidad de comprender el sufrimiento del prójimo que sea la justicia quien ponga freno a su tara. Quería que mi artículo tuviera un rostro, el de Montserrat, y enviarle desde aquí un abrazo para que no se sienta, como seguro que se sentirá, tan sola.



lunes, 16 de septiembre de 2013

Eugenio Fuentes / Guerrillas en el patio de colegio



Guerrillas en el patio de colegio

El acoso escolar se ve ahora amplificado por las redes de la tecnología



EUGENIO FUENTES
16 SEP 2013 - 17:00 COT


En todos los patios de colegio han existido siempre los matones. En ninguno ha faltado el truhán que, amparado en su corpulencia o en su falta de escrúpulos, acosaba al compañero más vulnerable, le inventaba un apodo o ingeniaba una broma pesada con que humillarlo. Su diversión favorita, más que los deportes o los juegos, era encontrar una víctima propiciatoria sobre quien lanzar sus burlas y ejercer su despotismo, a quien poner la zancadilla o arrinconar para quitarle el bocadillo o el dinero bajo amenazas y chantajes.
Por las noticias que siguen apareciendo a diario en la prensa —en España y fuera de España—, la situación no ha variado mucho. Cualquier excusa es buena para el acoso: que alguien use gafas o lleve aparato en los dientes, que sufra acné o calce un número muy grande de zapatos. Pero sobre todo se ejerce sobre quien tiene algún defecto físico o es diferente al grupo, sobre el chico o la chica gordito o flaco, sobre el torpe deportivamente, sobre el homosexual o sobre quien tiene otro acento al hablar u otro tono de piel.
El acoso es tan viejo, tan conocido, y es tan nítido su significado que no resulta necesario aplicarle el neologismo bullying. Y aunque se trate de un asunto de niños, no es un problema pequeño ni para tomar a broma: el miedo y la angustia también caminan en pantalón corto.
El matón es un tipo que pretende aumentar su valoración en el Dow-Jones escolar subiéndose sobre los hombros de aquellos a quienes quiere convertir en bonos basura. Pero, con todo, su principal arma no está en sus músculos ni en su crueldad, sino en su pertenencia a un grupo que en esas ocasiones se convierte en manada. En el patio del colegio o en las redes sociales, los componentes de la grey empujan todos a la vez al que está solo para defenderse contra todos ellos, dejándose arrastrar por ese instinto atávico de hostigar a quien no pertenece a la tribu.
Al verse amparado por un coro de cómplices que participan de sus guasas y aplauden sus agresiones, el matón, además, se siente impune, convencido de que la culpa se diluirá en el grupo si se exigen responsabilidades, algo que no siempre resulta fácil, puesto que en muchos episodios no hay un ataque físico ni una agresión que pueda calificarse de delito, sino que es la víctima la que, en el peor de los casos, se hace daño a sí misma.

Todo poder libre de control tiende a la tiranía y por eso hay que frenarlo en la primeras edades como garantía de convivencia

Frente a ellos tiembla la figura del acosado: el chico o la chica que, mientras todos sus compañeros están deseando que terminen las clases para salir al patio, teme que empiece el recreo, porque esos minutos que debían ser de descanso son un periodo de ansiedad y de pánico. Para él, el patio es un patíbulo. Mientras los otros juegan, gritan y saltan satisfechos, él aspira a esconderse en su camisa y pasar desapercibido, anónimo, a que nadie se fije en sus andares, porque cualquier cosa que haga es un detonante para las cargas de caballería: si saca buenas notas, porque despierta la envidia de los acosadores; si suspende, porque es tildado de torpe. Si viste de marca, porque es una pija; si viste de trapillo, porque es una choni. En una situación así, su fracaso escolar está servido, pues no sabe de qué sirve ir al colegio si solo es para recibir humillaciones.
El acoso escolar se ha agravado y ha adquirido una nueva dimensión con las nuevas tecnologías, tanto que la propia comunidad europea se ha alarmado ante su crecimiento. La tecnología tiene muchas, inmensas ventajas, pero también se convierte en una pesadilla tenebrosa cuando su eficacia y su inmenso poder son aplicados al mal. Un día la víctima es aquel chico tímido que no hablaba; otro, se arroja a un precipicio una muchacha, con una carta en el bolsillo donde da cuenta de su desesperación; guardamos por ella un minuto de silencio, pero la olvidamos pronto, sin pensar que mañana podría ser cualquier familiar o conocido que llevamos al costado.
Con las nuevas tecnologías, el ciberacoso ya no se limita al patio del instituto; también penetra en la intimidad de las habitaciones de los adolescentes, donde antes hallaban un refugio inexpugnable y se sentían protegidos. Tampoco se reduce al horario escolar, se prolonga todo el tiempo: al acostarse, el acosado apaga la pantalla del ordenador donde se lee la última burla y al despertarse comprueba angustiado que todavía sigue allí.
En el fondo, solo hay dos tipos de personas: las que sienten una indomable inclinación hacia el poder y el dominio, hacia el ordeno y mando, y las que solo aspiran a que las dejen en paz. Todo poder libre de control tiende hacia la tiranía y por eso son imprescindibles las leyes que lo frenen y lo regulen. Y esta tensión, como un anticipo de las que se producirán en la edad adulta, se contempla a diario en los patios de colegios e institutos, pero ahora gravemente amplificada por las redes de la tecnología. Que se aprenda a evitarlas en las primeras edades es una garantía de convivencia para el futuro.
Eugenio Fuentes es escritor. Su última novela es Si mañana muero (Tusquets Editores).