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El cabo 'Machera', un soldado de 101 años

La mañana del pasado 7 de agosto el corazón de Gustavo Benavídez latió a mil por hora. La emoción del momento lo transportó al 26 de marzo de 1933, cuando el soldado Juan Bautista Solarte Obando se abrazó a la ametralladora enemiga para salvar la vida de cien soldados, en la batalla de Güepí, en medio de la guerra con Perú.

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Como ese día histórico para Colombia, Gustavo Benavídez vivió muchos más, pero
solo 78 años después sintió en su pecho y su alma el reconocimiento militar
que siempre había esperado: el presidente Juan Manuel Santos le impuso la
medalla de Boyacá.
A sus 101 años, Gustavo sigue siendo un soldado comprometido y con 'Fe en la
Causa', el lema actual del Ejército y que en sus años mozos él le repitió sin
descanso a sus hombres en el frente de batalla.
Este longevo pero lúcido hombre hizo parte de las tropas que defendieron la
soberanía colombiana en la Orinoquía, a principios de los años 30, en el siglo
pasado.
La zona delimitada entre los ríos Putumayo y Caquetá era de extensos
asentamientos donde se explotaba el caucho. Toda la comercialización estaba en
manos de las empresas peruanas y la inconformidad de los colombianos no se
hizo esperar, más aun cuando los pactos entre los dos países se habían
incumplido.
Perú intentó subir sus límites fronterizos hasta el río Caquetá y la guerra se
desató a plenitud en 1931. Centenares de soldados se desplazaron a la selva,
entre ellos los hermanos Benavídez.
Gustavo y Frocelio, hijos de Gustavo Benavídez, un militar galo que estuvo en
la Guerra de los Mil Días, al igual que su padre, también llamado Gustavo
Benavídez, nacieron y crecieron en El Tambo (Nariño).
Los Benavídez abuelo y padre llegaron desde Galicia (España) a explorar en
Colombia y terminaron enrolados en el Ejército. Por eso Gustavo sabía desde
muy pequeño que quería ser militar. Sin embargo, no ingresó por voluntad
propia.
En una recogida lo escogieron para prestar el servicio militar y fue asignado
al batallón Pichincha. A su hermano le correspondió el Regimiento de
Infantería Boyacá Número 12, donde conoció al soldado Solarte Obando, en
septiembre de 1929.
La vida militar
Así llegó a Pasto, para comprometerse con una vida militar de 18 años. Desde
la capital nariñense empezó un largo recorrido y marchó hacia la frontera,
para enfrentar a las tropas peruanas.
Junto a sus compañeros de batallón llegó al páramo de Patascoy y, en una
travesía agotadora, terminaron en el valle del Guamuez, en el bajo Putumayo.
"Cuando nos dijeron que teníamos que movernos hacia la frontera, lo hicimos
con física uña, por unas empalizadas, que si se zafaba uno de eso palos, se lo
tragaba la tierra", relata con desparpajo Gustavo, que se mueve por su casa
sin ningún problema.
"Cuando llegamos a la laguna, antes de entrar a Patascoy, no entraba ni la
brisa de las estrellas ni el resplandor del sol, de la altura tan brava",
agrega sonriendo.
Por esa razón, la llegada al Guamuez fue un alivio. Allí los embarcaron en una
cañonera que le habían incautado a los peruanos y se enrumbaron por el río
Putumayo, bordeando todos los puertos.
Y tuvieron espacio para las pilatunas, como ocurre en todas las unidades
militares y en todas las épocas: en un recodo del río escondían cervezas para
refrescarse cuando la batalla daba tregua.
"Había momentos de esparcimiento, pero era una guerra y muchos tenían miedo -
dice Gustavo-. En Calderón no podíamos hablar porque los peruanos estaban
frente a nosotros".
En ese espacio la única forma de ubicarse era a través de lianas (bejucos).
Prendidos de ellos podían caminar sin perderse. "Todos nos movíamos así, pero
una noche, cuando yo pasaba, una de esas lianas se arrancó y no supe dónde
quedé, me perdí. Al otro día mis compañeros me trataron de 'vaselino' y mi
superior me dijo que me iba a entablar consejo de guerra por desertor. Y le
dije: 'no señor, yo las tengo bien puestas'. No me fui para ningún lado, se me
arrancó y me extravié", recuerda Gustavo, que aún se carcajea recordando el
episodio.
Aunque fue uno de los más bajitos en estatura, pese a sus 1,75 centímetros,
hacía parte de la segunda escuadra. En ese lugar se ganó el apodo de 'Cabo
Machera', porque en una marcha se echó el fusil, el equipo y un soldado a la
espalda, y atravesó la cordillera. "Había un soldado Chamorro al que le exigía
mucho porque le había dado duro la milicia, pero yo lo saqué adelante. Él me
tenía gran respeto y un día me llegó con habas de su tierra... Pues me tuve
que amarrar los ojos para no llorar", asegura, recalcando que su mayor
satisfacción fueron sus subalternos.
Soldado por siempre
Y cuando llegó la hora del retiro, siendo sargento mayor, Gustavo encontró su
segunda vocación: la contaduría pública. Luego se casó, tuvo 10 hijos (de los
que solo viven cuatro mujeres), 16 nietos y 25 bisnietos.
Sus nietos siguieron sus pasos y fue el mayor del Ejército Guerrero Benavídez
quien el 7 de agosto lo acompañó a recibir la medalla. "Es diferente lo que me
tocó vivir en la milicia y ahora que veo a mi nieto, pues le tengo mucho
respeto. Es un trozo de hombre", señala mirándolo.
La mística militar no se ha alejado de Gustavo, por eso el comandante del
Ejército, general Alejandro Navas, lo propuso para la condecoración en la
ceremonia del Puente de Boyacá. "Sentí un júbilo inmenso, no por no ser
militar activo, sino porque sigo siendo del Ejército. Y me entregó la medalla
nada más que el actual Presidente de la República", dice.
Este hombre de 101 años repite que a su edad "quiere morir en la comunión de
Dios", por eso todos los días llega puntual a las 7:00 de la mañana a la
iglesia de su barrio para cumplir con la misa. ¿Y el resto del día? "El resto
del día me la paso haciendo pendejadas: crucigramas, a pura regla, para no
falsearme ni un milímetro. Y veo las películas de Cantinflas. Yo gozo. es lo
mejor que se puede hacer a los 100 años".
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