Mala hostia
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Mala hostia - Luis Gutiérrez Maluenda
Primera edición: marzo de 2011
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
Passeig de Manuel girona, 52 5è 5a
08034 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© Luis gutiérrez, 2011
© de la presente edición, 2011, editorial Alrevés, S.L.
Printed in Spain
ISBN: 978-84-15098-07-29
Depósito legal: B-701-2011
Diseño de portada: IZQUI
Impresión: Publidisa
E-pub: Publidisa
ISBN: 978-84-15098-20-1
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.
Que el mundo fue y será
una porquería, ya lo sé.
ENRIQUE SANTOS DISCEPOLO
Este libro está dedicado a todos aquellos que, abandonando su país en busca de una vida mejor, han recalado en España. Aquí son manipulados de una u otra manera, por unos o por otros, unas veces por el sistema y otras por sus iguales en el sentido humano del término.
El hecho de que a pesar de todo aquí vivan mejor que en sus países de origen es un pobre consuelo. Que esta mejora se deba a la degradación que sufre la sociedad en general aún me entristece más.
Va por ellos, aunque no les sirva de nada.
PRIMERA PARTE
Durante un tiempo pensé seriamente en sustituir la cama donde duermo por una mesa de trabajo. Sobre la mesa figuraría un marco con la fotografía de mi esposa y de mis hijos, en la pared, elegantemente enmarcada, estaría mi licencia de investigador privado.
Luego decidí que dormir en una mesa de trabajo era poco digno. Y recibir tendido en la cama a un tipo que viene a contarte que sospecha que su esposa visita camas ajenas puede crear asociaciones mentales incómodas. Pero es que mi casa no da para más. Y motivos para vivir ahí los tengo: todo comenzó con un divorcio y una juez a la que recuerdo como una masa de carne limitada en la cintura y las caderas por una faja medieval y en el pecho por un Wonderbra de última generación.
Un tipo cuyo estatus social ha mejorado con el tiempo me cedió el inexistente alquiler del antiguo cubículo de portero en un edificio viejo de la calle Hospital. Es una de esas historias que suceden por estos barrios, yo he vivido siempre por aquí y ya no me extraña nada. Al tipo le llamaban Bambi, no me pregunten la razón, en ocasiones hablábamos, me decía que me envidiaba el oficio. Yo a él no le envidiaba nada, al principio no.
Luego vino lo de mi divorcio y eso lo complicó todo bastante. Tenía que encontrar un lugar donde vivir y poder recibir a mis clientes, la juez no tuvo la menor duda de quien debía largarse del piso donde vivíamos.
También necesitaba dinero, pero ese era un problema antiguo.
Mi ángel de la guarda no debía ir borracho el día que me encontré a Bambi haciendo el traslado de cuatro cachivaches. Me contó que se trasladaba a vivir a casa de su novia, un piso decente situado en un barrio decente. Por mi cara adivinó que yo era el fulano que podía recoger lo que el dejaba y además estar agradecido. Me dijo que si no hacía ninguna trastada nadie se daría cuenta de que la antigua habitación del portero estaba ocupada por un inquilino distinto y que hacía años que no reclamaban alquiler alguno. También me dijo que compartiría el exiguo espacio con un par de ratones, pero que no debía preocuparme, que él los tenía prácticamente amaestrados, que no saldrían por la noche a roerme los huevos mientras dormía.
Nunca he visto a los ratones, al principio pensé que sería debido a la timidez —hay historias preciosas referentes a la timidez de los ratones—, aunque he llegado a la conclusión de que se los llevó Bambi a su nueva casa y que viven felices.
La vivienda es un agujero lleno de cañerías que bajan desde todos los pisos del edificio soltando gritos y lamentos que acompañan los residuos corporales de los habitantes del inmueble. La primera noche que pasé allí me prometí que en cuanto mejorase mi situación me compraría una pequeña cadena musical para tapar en lo posible aquel ruido infernal. Al día siguiente pasé por la farmacia y me hice con unos tapones de caucho. Ahora ya no los uso, me he acostumbrado a la música de cañerías, conozco a mis vecinos por el ruido, cada uno distinto, que hacen sus desagües.
Supongo que a este lugar difícilmente se le puede llamar hogar, pero es lo que hay. Al menos tengo una cama fronteriza a una pica de cocina con un desagüe que funciona y un hornillo. En una esquina, una puerta de madera pintada cien veces, la última de un color verde desesperanzado, da paso a un aseo más pobre que honesto y a una ducha chirriante. La honestidad, al aseo se la presta la balda temblequeante de la puerta y la supuesta buena fe de sus usuarios.
Dormir en un banco del metro tal vez mejorase en algún aspecto mi confort, pero las compañías que se consiguen allí no son las más adecuadas.
Pero volvamos al asunto de la ubicación de la fotografía familiar y mi licencia de investigador privado: después de meditarlo detenidamente, deseché la idea que les he mencionado antes, y mi cama sigue en el sitio que ha ocupado siempre cubriendo el 50 % del espacio habitable. Aunque no me quedó ninguna duda acerca de que sentado en la cama no podría recibir a mis clientes.
Me tomé un tiempo de reflexión mientras deambulaba por las calles del Barrio Chino. Me sentaba en algún bar y valoraba las posibilidades que ofrecía como despacho profesional, pero compartir espacio con camellos, gitanos patibularios y árabes desocupados no es la mejor manera de conseguir clientela. Un día me senté en un cibercafé para valorarlo, le encontré dos problemas, el primero es que pasarse el día entero allí era caro, el segundo era el molesto zumbido del cableado que corría por debajo del entarimado. Quizás para otro no fuese un problema pero yo estaba acostumbrado a otro tipo de ruidos, más retumbantes, menos sibilinos, más honestos. Lo descarté.
La realidad es que tuve suerte: poco tiempo después de enfrentarme a las dudas acerca de la distribución doméstica, y de descartar cualquier tipo de reforma, conocí a Lena. Y ella me solucionó el problema.
Varios problemas, si hemos de ser sinceros.
Lena es filóloga, de nacionalidad argentina, aunque si se lo preguntan a ella les dirá que es Porteña, así con mayúscula —Lena pronuncia las mayúsculas con verdadera pericia—. No tiene papeles de residencia en regla —la nacionalidad sin papeles es la etnia más numerosa que hoy en día se puede encontrar en Barcelona—, pero regenta un locutorio en la calle Escudellers y se pirra típica y tópicamente por Carlos Gardel.
El dueño del chiringo de la calle Escudellers se llama Samuel y hace la vista gorda con el tema de los papeles de Lena, así como con mi presencia casi permanente en la mesa del fondo del local. Los motivos se los pueden figurar: el polvoriento molino que mueve el mundo, por supuesto. Los motivos por los que Lena me permite que ocupe la mesa del fondo del local también se los pueden imaginar. Follando conmigo al menos se distrae, en cualquier caso eso es lo que me asegura. Esta es una circunstancia que ni Lena ni yo le aclaramos a Samuel, el dueño del locutorio.
Samuel es el aburrido.
Lena dixit.
En la última mesa del locutorio, mi improvisado despacho, no me atrevo a colgar mi licencia por respeto a Samuel. Que me folle a su novia le puede resultar comprensible, pero que tome posesión totalmente gratis de su local seguramente le heriría. Tampoco hay mucho espacio para fotografías familiares, así que la tengo arrinconada en el cajón junto a la licencia hasta que llega un cliente. La fotografía de una familia convencional, bien alimentada y con apariencia feliz sobre cualquier mesa de trabajo da un tono de respetabilidad que ni siquiera un jarrón de Murano consigue. Aunque en realidad, a mí, la fotografía de mi familia me tiene sin cuidado. La compré en los Encants de las Glòries un día que paseaba buscando una lupa. El moro que me la vendió se conformó con tres euros.
—¿Cuánto pides por esa fotografía? —le pregunté señalando el montón de trastos heterogéneos que se amontonaban a sus pies.
—Dies uros.
—¿Qué dices?
—¿Cuánto tú pagas?
—Un euro, tío.
—¿Un niño guapo, una siñora joven, solo pagas un uro? Tú estás loco, ¿cuánto pagas tú?
—Oye, te doy dos euros y te quedas con la señora y el niño, a mí me gusta el marco. —Lo decía en serio, el cariño por la señora y el niño fue posterior, vino con el roce.
—Sinco uros todo.
—Tres euros, y cuando el niño vaya al colegio te lo devuelvo.
—Paga y lleva. ¡Joder con cristianos! Le pagué los tres euros. Al fin y al cabo, si algún día se presenta el dueño de la familia, siempre se lo podré vender por quince.
En el caso de que quiera recuperarla.
Por cierto, y para terminar con el tema: aquel día no había lupas. Lena está satisfecha de que la cama se haya quedado en su sitio. Algún día se queda a dormir conmigo. A pesar de lo estrecho de mi habitación sale ganando si la compara con el cuchitril donde ella duerme, una habitación minúscula de un venerable tercer piso de la calle de la Cera, en el que a pesar de la ausencia de ascensor, en ocasiones se cuelan algunas ratas provenientes del patio lleno de basura de los bajos.
Lena, al patio le llama «El jardín», imagino que lo hace debido al árbol raquítico que se defiende como puede de las ratas y la basura. Lena, como tantos filólogos, tiene alma de poeta. Uno empieza preocupándose por los acentos y acaba enamorándose de las rimas.
Los motivos por los que mi situación es la que es, si alguien se lo está preguntando, son algo nebulosos, pero tienen que ver con un tipo que le pasó a su empresa una nota de gastos exagerada. Básicamente el gasto consistía en los tragos que el tipo y una panda de putas aprovechadas trasegaron durante una noche alborotada.
El tipo era yo.
Las putas, lógicamente, declararon en mi contra.
Tampoco vamos a hacer una novela de eso.
O sí, ya veremos.
—La Iglesia que mejor ilumina es la que arde —dijo Lena aquel día.
No le hice caso, Lena tiene días así. Días en los que se siente utópica, anárquica y anticlerical, y entonces es mejor no llevarle la contraria. Se ofende como una esposa y se adhiere a las teorías sexuales de la Iglesia Católica que hacen referencia a la abstinencia como virtud capital. Además, en aquel momento yo estaba entusiasmado repasando las ofertas de una web de subastas por Internet, gozaba por anticipado de las gangas que adquiriría si tuviese algo de dinero sobrante.
Otros días, si estoy de mala hostia, y para exacerbar su fobia anticlerical, le digo a Lena que a mí la Iglesia no me ha hecho nada, que prefiero los curas a los políticos, sea cual sea la bandera en la que se amparan para joderme. Entonces se lanza a ilustrarme, me habla de los Borgia, de los tesoros ocultos del Vaticano, de monjas embarazadas y de las violaciones de niños a manos de orondos obispos.
Lena tiene una obsesión enfermiza por los obispos orondos. No concibe obispos de cuerpo magro y está convencida de que para llegar a obispo es obligatorio estar gordo. La delgadez en la iglesia no puntúa, según ella.
Así pasamos el rato. Nada del otro mundo, por supuesto. Pero estamos ha blando de mí y de Lena, no de alguien con buena estrella.
El tipo que acababa de entrar y hablaba con Lena tenía unas espaldas anchas cubiertas por una gabardina de color ejército de tierra que le llegaba casi hasta los tobillos. Demasiada espalda para el metro sesenta que debía de medir. Posiblemente un peruano decidido a meterse en una de las cabinas para hablar con su familia, en el altiplano andino o cualquier otro lugar. Les contaría lo de puta madre que se vive en España, y lo haría contando los minutos para no pasarse del presupuesto. Al terminar se encerraría en algún taller lóbrego a esperar que llegase el fin de mes para cobrar un sueldo de miseria, una parte del cual confiaba enviar a las Quimbambas. Lena señaló en mi dirección y el tipo se dio la vuelta lentamente. Tenía rasgos achinados de indio o aindiados de chino peruano —que siempre me confundo—, con el pecho enorme abombado para hacer juego con la anchura de la espalda. Pensé que tendría la mirada dura, y resignada a la vez, de la gente de su raza. Tanto conquistador a lo largo de su historia no deja lugar a otro tipo de miradas. Así que asumí mi parte de culpa.
O sea, ninguna.
Mientras se acercaba cambie de pantalla. Para casos como aquel siempre tengo oculta una pantalla de la web de «La Casa del Espía» en la que se dan a conocer los datos técnicos de sofisticados equipos electrónicos de seguimiento.
Eso viste, da tono al negocio. Tanto o más que la fotografía familiar.
—Buenos días, ¿usted es el señor Atila?
Asentí con la cabeza. Tenía acento latinoamericano, probablemente peruano, como había presupuesto.
—Me han dicho que usted encuentra personas.
—Sí, esa es una de las cosas que hago para ganarme la vida. ¿Ha perdido usted a alguien?
—A ella.
El tipo seguía de pie frente a mi mesa y me tendía una fotografía. Me levanté y acerqué una banqueta del cubículo vecino indicándole que se sentara, luego cogí la fotografía y sin mirarla volví a sentarme. La miré.
Yo había visto a alguna mujer como aquella, pero siempre en mis sueños.
Era una rubia alta de formas elegantes y miraba a la cámara con ojos azules y rasgados que transmitían la clase de calidez que solo una mujer bella es capaz de transmitir. Su mirada hablaba