Hacerse nadie: Sometimiento, sexo y silencio en la España de finales del siglo XVI
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Hacerse nadie - Ángel Rodríguez Sánchez
Ángel Rodríguez
HACERSE NADIE
Sometimiento, sexo y silencio en la España de finales del siglo XVI
Editorial Milenio
Lleida
© Ángel Rodríguez, 1998
© de la edición impresa: Editorial Milenio, 1998
Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida (España)
www.edmilenio.com
Primera edición impresa: noviembre de 1998
Diseño de la cubierta: Mercè Trepat
Depósito legal: L- 900-1998
ISBN: 84-89790-22-3
Impreso en Arts Gràfiques Bobalà, S L
© de esta edición digital: Editorial Milenio, 2010
Primera edición digital: mayo de 2010
ISBN digital (epub): 978-84-9743-362-4
Conversión digital: O.B. Pressgraf, S L
Jaume Balmes, 52, bxs.
08810 Sant Pere de Ribes
Índice
Introducción
Uno de febrero de 1591
Dieciocho días de marzo de 1591
Los que cayeron en la trampa
Si non caste tamen caute
Coria en 1591
Adivinos, curanderos y enfermos ingenuos
La casa de las Vandas
Capitán, cornudo y gobernador
Necesitadas, consentidoras y amantes
La casa del deán
Trece preguntas
Trece respuestas
1. Seis de marzo de 1591
2. Siete de marzo de 1591
3. Ocho de marzo de 1591
4. Nueve de marzo de 1591
5. Diez de marzo de 1591
6. Once de marzo de 1591
7. Doce de marzo de 1591
8. Trece de marzo de 1591
9. Catorce de marzo de 1591
10. Quince de marzo de 1591
11. Dieciséis de marzo de 1591
12. Dieciocho de marzo de 1591
13. Diecinueve de marzo de 1591
Diez preguntones y tres mudos
1. Calero, Francisco
2. Cigales
3. Cigales, María
4. Garay, Pedro de
5. García de Galarza, Pedro
6. Gutiérrez de Paz, Alonso
7. Leyva, Jerónimo de
8. López, Rodrigo
9. Rodríguez Báez, Juan
10. Rojo, Francisco
11. Torre, Francisco de la
12. Valverde, Diego de
13. Zayas, María de
Trece sabelotodo y un cotilla
1. Alarcón, Jerónimo
2. Almaraz, Francisco de
3. Durán, Teresa
4. Gutiérrez, Antonio
5. Hernández, Catalina
6. Jerez Becerra, Diego de
7. López, Diego
8. Macías, Juan
9. Pereira, Francisco
10. Pérez, Marcos
11. Rodríguez el Galán, Diego
12. Soto, Gregorio
13. Villarreal, Juan de
14. Villegas, Leonor de
Trece eclesiásticos infamados
1. Bardales de Galarza, Francisco
2. Barrientos, Pedro
3. Carvajal Vergara, Francisco
4. Díaz, Pedro
5. Fernández de Herena, Alonso
6. Gago, Alonso
7. Gómez, Gaspar
8. Gómez Muñoz, Martín
9. Gómez, Juan
10. Gutiérrez, Gregorio
11. Ibáñez de Carmona, Diego
12. Ponce de León, Juan
13. Villagutierre, Gaspar de
Trece viudas alegres
1. Almaraz, Leonor de
2. Basurta, Ana
3. Carvajal, Catalina de
4. Durán la Lozana, Isabel
5. Gómez, María
6. Gómez la Hornera, Teresa
7. Hernández, María
8. López la Gran Puta, Ana
9. López, Isabel
10. Martín, Isabel
11. Paz, Ana
12. Peña, María de la
13. Pérez, María
Trece cornudos
1. Aguirre
2. Alejos, Pedro
3. Domínguez, Juan
4. El marido de Ana de Cáceres
5. El marido de Catalina Flórez la Narigona
6. González, Domingo
7. Guerra
8. Hagunde, Francisco
9. Medina
10. Morales
11. Ovando, Bernardino de
12. Rodríguez, Diego
13. Rodríguez Burgueño, Lorenzo
Trece criadas para todo
1. Alonso, María
2. Hernández la Serrana, Ana
3. Jiménez, Isabel
4. La Bautista
5. La Zarabanda, Inés
6. Martín, Ana
7. Paz, Marica de
8. Pérez, Ana
9. Rodríguez, María
10. Sánchez la Tripilla, Catalina
11. Sánchez, Francisca
12. Sánchez, Isabel
13. Sánchez la Piquera, María
Trece adivinos y curanderas
1. Brozas, Francisco
2. Chinchilla
3. García, Francisco
4. García, María
5. Gómez, Catalina
6. Gómez la Pulida, Catalina
7. Gómez, Hernán
8. López la Santiaga, Ana
9. Martín Capón, Jerónimo
10. Martín de los Asnos, Juan
11. Pérez, Alonso
12. Rodríguez, María
13. Sánchez, Mari
Trece alcahuetas
1. Amarilla, Francisca
2. Díaz, Antonia
3. Guzmán, Beatriz
4. Hernández, Juana
5. Hernández la Larga, María
6. La Rañala, María
7. La Rosa, Isabel
8. María
9. Martín, Isabel
10. Martín, Luis
11. Ribera la Parraga, Ana
12. Sánchez la Corcha, María
13. Velázquez, María
Agradecimientos
Fuentes y bibliografía
A todos los que se hacen nadie
por la Universidad de
Salamanca, especialmente a Pablo de la Cruz Díaz, a María José
Hidalgo, a Amparo Ramos, a Carmen Pol, a María Teresa Vicente,
a Tomás Pérez y a Javier González-Tablas. Con todos ellos
comparto trabajo, mucho afecto y una dedicación
responsable. Junto a ellos he aprendido más historia,
mucha cordialidad, más valentía y más solidaridad. Cuando
llegue el final de la jornada compartida, casi estoy seguro
de que sólo tendremos en común las ideas de que la construcción
siempre es posible, que es muy fácil y más productivo el trabajo
en equipo y que los proyectos, invariablemente inacabados, siempre
son mejores cuando van de las manos de la tolerancia, del
sentido del humor, del trabajo y de la libertad. Por hacerse nadie
a su manera y de otra forma más social y menos académica,
he de reconocer el aprendizaje de los mismos valores a Emeterio
Álvarez, Fernando Prado, Clemente Mateos y Gregorio Sánchez-Castrillo.
Cuando este libro se publica, el final de la jornada se abre
a la esperanza gracias a José Fernández, Fernando Cuadrado,
Antonio Gil, Juan Jesús Cruz, Ignacio Berdugo y las personas que
trabajan en equipo en un sencillo y acogedor hospital de día.
En la esperanza, no hace falta escribirlo, están también mis
compañeros de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca.
Mi mujer, Carmen Melcón, y mi familia, son los últimos.
Introducción
Este libro se ha construido con los testimonios verbales que laicos y eclesiásticos recogieron por escrito hace más de cuatrocientos años. La primera noticia de estos testimonios me la proporcionó Juana Rodríguez en 1980 y poco después pude comprobar que eran conocidos por otros investigadores. Sin embargo ninguno los había utilizado con profundidad, quizás por obedecer ciegamente al ruego de un anónimo escribano que solicitaba en el primer folio del conjunto documental el respeto de los lectores para aquella masa informativa que respondía a un concreto interrogatorio. Aquel escribano anotó en la cabecera del conjunto documental lo siguiente: Este proceso no sirve para el Archivo en cuanto a Visita de esta Santa Iglesia porque sólo se reduce a la averiguación de la vida y costumbres que hizo su Ilma. el Sr. Obispo Don García de Galarza de diferentes personas; y lo mejor es que se guarde y no se lea
. Lo de guardarlo no se ha cumplido bien y lo de leerlo es la base de esta historia. Durante el año 1981 Isabel Testón me ayudó a ordenar y clasificar aquellos testimonios; los dos sospechamos que nos encontrábamos ante una documentación incompleta. Además del mal estado de los papeles iniciales y finales del legajo, el cosido revelaba más de un intento de clasificación por quienes habían hecho posible la conservación de los papeles que trabajamos. De todo ello obtuvimos la impresión inicial de que faltaban algunos folios al final del cosido de papeles y, por lo menos, varios folios más que habían sido arrancados del principio. En diciembre de aquel año, con ocasión de un congreso, presenté una comunicación sobre este interrogatorio y durante aquel curso académico hice la primera ordenación de los testimonios, di a conocer el método que estaba empleando para analizar su información y aislé los problemas que se planteaban junto a las dificultades y primeros resultados de un análisis formal. Recuerdo que lo que más me impresionó fue la evidencia. Y a continuación de la impresión inicial, el silencio. Me ponía en el lugar del obispo de Coria y no podía explicarme por qué con tantos datos en contra de sus colaboradores más inmediatos no tomó una decisión ejemplarizante. Tenía los pecados y me faltaban las penitencias, conocía los delitos y no había forma de encontrar los castigos. Era la primera vez que, en la España severa de finales del siglo xvi, una bandada de pájaros comestibles no encontraba en su vuelo libre ni escopetas, ni cocineros, ni comensales. Bien es verdad que en el tiempo en el que desarrollaba esta investigación la catedral de Coria no ayudaba mucho a los historiadores, por causa de un conflicto de competencias entre amables archiveros, y que la posibilidad de obtener más información se hallaba disminuida por mis otras obligaciones. Pero la idea de sacar a la lectura pública breves investigaciones de universitarios que tratasen temas atractivos y novedosos me ayudó a organizar un trabajo que, al menos para mí, resultó apasionante. El legajo 75, que se guarda en el archivo de la catedral de Coria, me iba a permitir devolver la vida a niños, mujeres y hombres que conocieron, convivieron, disfrutaron y padecieron la agitada existencia de un eclesiástico singular, dignidad de su Iglesia, que se llamó Alonso Fernández de Herena, deán de la iglesia de Coria y al tiempo director, a lo que parece, de un enclave del vicio señalizado en el juego, en el sexo y en las dependencias que ambos placeres producen en una parte de la sociedad, que siempre parece controlar a la otra parte. Tuve la suerte de tener entre mis manos una documentación que preguntaba y respondía; sólo tenía que esforzarme un poco y encontrar datos complementarios. Reconozco que los busqué con la prisa que me señalaba mi propia curiosidad y la de los amigos con quienes rivalizaba por cuestiones ásperas de demografía, de economía y de ordenación del territorio en la España moderna. Aquellos tiempos bien recientes lo eran de discusiones sanas; nos importaba conocerlo todo en un ambiente general de estimulantes y constantes sugerencias y aquel espíritu nos llenó de obsesiones: la ampliación de los objetivos del historiador y la acumulación de datos nos enredaron a todos durante demasiado tiempo. Usando una metáfora vegetal, contar hojas caídas de los árboles del pasado, clasificarlas en negras, grises, amarillas y verdes nos hacía olvidar la verdadera cuestión: la existencia, más arriba, al lado mismo, de frente, detrás, de un bosque que producía murmullos, ritmos, tiempos y capacidades. Nos ataba una especie de fascinación tan endémica que, por padecerla todos, pasaba inadvertida: nuestros maestros nos ilustraron convenientemente para adecentar nuestros humildes trabajos y el mal francés
, entonces de moda, nos contagió prácticamente a casi todos. Por eso, quizás, las fidelidades se repartieran desigualmente y la fascinación y las influencias se equilibraran a base de penetrar en el bosque con el hacha de la crítica y la sierra mecánica de la desmitificación. No obstante, las obsesiones se multiplicaron, el babelismo se hizo moda y los descubrimientos de nuevas especies de hojas ampliaron notablemente la capacidad de contar en perjuicio de la capacidad de interpretar. Mientras tanto el bosque seguía haciendo los mismos ruidos; pero las mismas hojas caducas de la muerte, la infancia, el amor, el poder, la servidumbre, la devoción, el miedo, la angustia, siguieron conformando la estrella más visible que iluminaba la noche de la mentalidad. Mirábamos las cifras y no oíamos las voces concretas. Otra vez nos pusimos a contar: desde misas, testamentos y niños abandonados hasta genealogías llamativas; hacíamos, probablemente queriéndolo, una nueva profesión de fe en la cuantificación necesaria. La comparación y el compromiso con el presente se nos iban definitivamente de las manos; el historiador, como otros científicos sociales, se enredaba en fórmulas precisas y en modelos impuestos. No nos dimos cuenta de la importancia del silencio. Y ésta pretende ser una parte de su historia.
Uno de febrero de 1591
El primer día de febrero del año 1591 don Pedro García de Galarza, obispo de Coria en ejercicio, hizo pública su decisión de informarse en persona de la vida particular y del estado moral de sus feligreses. Lo hizo utilizando el aparato administrativo y judicial de notarios, jueces, provisores y escribanos que trabajaban a su servicio y al de la diócesis. La decisión que conocemos no fue fruto de un capricho personal, ni tampoco de presiones recibidas por la sospecha de que en la diócesis que regía sucediese algo anormal. Más bien el deseo del obispo parecía obedecer a un imperativo rutinario. Había que cumplirlo y el pastor cauriense lo hizo lo mejor que pudo.
El obispo García de Galarza, que llevaba algo más de veinte años en el ministerio sacerdotal desde que cantó misa el 22 de abril de 1562, había nacido probablemente hacia 1540 en Bonilla de Huete, de la diócesis de Cuenca, que era un lugar pequeño y poco conocido de 160 vecinos pecheros, un par de hidalgos y cuatro clérigos. Hijo de don Pedro García de Galarza y de doña Francisca Martín de Leiva y Oliva, había estudiado en Alcalá, luego en Sigüenza, donde había obtenido el magisterio en artes y en teología, y por último en Salamanca, donde había sido becario en el colegio de San Bartolomé al menos durante tres cursos. Él mismo cuenta que fue profesor de filosofía en su universidad, y Ortí Belmonte le hace coincidir en su actividad docente con hombres tan notables como fray Luis de León, fray Pedro Malón de Chaide, Benito Arias Montano y El Brocense. A veces los listados de personajes y las coincidencias buscan dignificar a nuestros protagonistas y, en el caso del obispo García de Galarza, el honor no lo obtiene de la famosa compañía sino de su humilde trabajo diario y eficaz en la universidad de Salamanca. Como ha estudiado Luis Enrique Rodríguez-San Pedro, san Juan de la Cruz asistió como oyente a las Súmulas
del profesor García de Galarza en los años 1564 y 1565. Sabemos de él que fue un profesional cumplidor, que respetaba el horario de clase, que tuvo buena conducta, que leía bien el latín y que superó con buena nota la evaluación que la vieja institución universitaria realizaba periódicamente del profesorado ordinario y de sus suplentes. Un estudiante de entonces, como lo fue san Juan de la Cruz, matriculado como fray Juan de Santo Matía, intervino bajo juramento en la elaboración del dictamen favorable que informaba, a quien correspondiese, del buen quehacer académico del futuro obispo de Coria. Como suele suceder todavía demasiadas veces en Salamanca nuestro personaje no obtuvo cátedra ni premio conocido por la meticulosa investigación que se ocupa de mirar con lupa el quehacer de sus predecesores en el trabajo universitario; pero, sin duda, su estancia y experiencia universitarias influyeron adecuadamente para que, poco tiempo después, García de Galarza obtuviera una canonjía magistral en la Iglesia de Murcia. Es de suponer que la formación adquirida le permitiese escribir con cierta soltura y notoriedad de temas teológicos, escriturísticos y morales. Pero lo que importa aquí es que al fin fue presentado para el cargo de obispo de Coria por Felipe II, el 24 de octubre de 1578, comenzando su actividad pastoral en tierras extremeñas a comienzos del año 1579.
Este obispo, que tuvo una estrecha relación con el Rey, quien lo incorporó a su Consejo, le encomendó algunas misiones diplomáticas que se relacionan con la anexión del reino de Portugal a la Corona de Castilla, tuvo bajo su custodia, desde finales de 1582, a uno de los hijos bastardos de don Antonio, prior de Crato, que disputaba el trono portugués al rey Felipe II, y que desde 1581 hasta su muerte en París, el 26 de agosto de 1595, anduvo buscando ayuda en los ambientes cortesanos de Inglaterra y de Francia para tratar de precipitar la independencia portuguesa, cosa que tendría buen éxito desde 1640 en adelante. El obispo recibió instrucciones precisas del rey para que tratase al niño como a cualquiera de sus pajes. He buscado en las fuentes que mejor representan la vida cotidiana y confieso que no lo debo de haber hecho bien, porque no he encontrado nada sobre el niño bastardo encomendado al cuidado del obispo. Los esclavos, los familiares
, los criados, las lavanderas y hasta el cocinero de su señoría, dejaron huellas documentales suficientes que sirven para vincularlos a la vida personal e institucional del obispo, pero del niño confiado a su custodia con tanto secreto no he encontrado nada. Estoy convencido de que antiguamente los hijos del pecado
se escondían, como ahora, por temor a algunos más de los miedos clasificados como el genérico qué dirán social; con toda la frecuencia imaginable se les trasladaba de sitio, se les confiaba a alguien y, siempre, estoy seguro, se buscaba lo mejor para el niño. Las parteras y las comadres, y los ministros laicos que hubieron de bautizar muchas veces con la urgencia que aconsejaba el peligro de muerte
que amenazaba a los recién nacidos, o la necesidad de sacramentarlos para ocultarlos mejor, sabían mucho de esto, como podrá leerse en adelante. Incluso las instituciones parroquiales reconocían esta práctica social y anotaron con toda claridad en sus libros las cosas como pasaban de verdad: se abandonaba a los niños delante de puertas y de espacios muy concretos, que eran las iglesias, las casas ricas y las calles de la casualidad y de la improvisación. Todo obedecía a las intenciones, que unas veces señalaban la paternidad desconocida y otras veces trataban de ocultarla porque resultaba demasiado evidente. Sin duda, eran concesiones escritas para dejar constancia de la molestia que señalaba una irregularidad.
Sin duda el trabajo pastoral del obispo no se vio alterado por la presencia del niño encomendado directamente por el rey; sí lo fue, en cambio, por los pleitos jurisdiccionales que sostuvo el obispo con sus vecinos más importantes convertidos en rivales: la casa de Alba, el Cabildo catedralicio y la todopoderosa orden de Alcántara. Los puntos de fricción y los desencuentros preparados de antemano fueron numerosos y se presentaron a lo largo de todo su episcopado; el nombramiento de racioneros en la catedral y el cumplimiento de las obligaciones que tenían los miembros del Cabildo y los representantes de la potestad episcopal en el territorio diocesano, cuya jurisdicción señorial correspondía a la orden de Alcántara, fueron objeto de numerosas querellas, pleitos y búsquedas de arbitraje y razón cerca del papa. El 30 de mayo de 1586 el obispo consiguió por fin que se aprobasen los Statuta ecclesiae cauriensis, después de una serie de reuniones de una comisión mixta formada por el tesorero de la iglesia de Coria, don Gaspar Gómez de Bardales, por el maestrescuela don Jerónimo Maldonado, por los canónigos don Pedro González y don Juan Gutiérrez, por los racioneros don Gaspar de Villagutierre y don Juan Durán, por los comisarios designados por el deán y el cabildo, presidido entonces por el chantre don Pedro Barrientos, y los testigos Amador de Villarreal, Martín de Ovando y Manuel Mexía, que presumiblemente sirvieron a los intereses que representaba el obispo. Estos importantes estatutos, que rigieron la diócesis de Coria durante más de doscientos años, se organizaron en 31 títulos que regulaban en la práctica el funcionamiento institucional del Cabildo, de los principales servicios eclesiásticos de la diócesis y el comportamiento de las dignidades de la Iglesia. La ley escrita sólo vale cuando alguien está dispuesto a cumplirla. Bien es cierto que la actividad legislativa no se detuvo con la promulgación de los estatutos; en mayo de 1594 y en abril de 1596, en Cáceres y en Coria, respectivamente, el obispo celebró dos sínodos cuyos cánones nunca se editaron. Quizás no hiciese falta, o a lo peor no existió intención de cristalizar en forma duradera más de lo mismo. El caso es que esta actividad canónica, por ser inmediatamente posterior en el tiempo al edicto y cartas generales de febrero de 1591, podría haber recogido las medidas disciplinares correctoras de las desagradables evidencias obtenidas de las confesiones espontáneas y forzadas de la población; sin embargo, a través de las disposiciones canónicas del sínodo celebrado por su sucesor Pedro de Carvajal en abril de 1606, que se consideran influidas por las sinodales de García de Galarza, no puede encontrarse correspondencia entre el ambiente generalizado de inmoralidad y corrupción y lo que hubiera sido el lógico tratamiento eclesiástico corrector.
La Iglesia siempre ha considerado que la celebración regular de sínodos es la mejor manera de traer al retortero las grandes dificultades y los grandes temas para imponer a la postre soluciones intolerantes y anticuadas. Siempre parece así; la práctica era ya antigua y la había experimentado con éxito, pese a las frecuentes tensiones, el cardenal Cisneros. Y conviene recordar que estas experiencias prerreformistas casi siempre contaron con la oposición, a veces muy radical, de los cabildos catedralicios, de natural conservador y poco dados a innovaciones, por llamativas y espectaculares que éstas resultasen. Me parece que no había, pues, atisbos de una reforma disciplinar que se tradujera en la promulgación de cánones que mejorasen la intensidad de las intenciones expresadas por los sínodos celebrados con anterioridad.
Pese a ello el obispo García de Galarza, que ya se había empeñado en 1589 en la reforma de los conventos femeninos de Cáceres, obligando