Breve historia de los cátaros
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1
Los orígenes
E
L MAL Y LOS DUALISMOS
Desde tiempos muy remotos, el origen del mal ha sido un gran problema sin respuesta para todas las religiones. En la Antigüedad encontramos un mundo cruel en el que impera la fatalidad. Los desastres naturales no solamente acaban de forma directa con las personas, sino que también destrozan las cosechas y provocan hambrunas. Y no sólo eso, los cultivos se ven también afectados por una climatología caprichosa e impredecible. La enfermedad se ceba especialmente con los más débiles, pero esto no quiere decir que el resto de la humanidad se libre de las mortíferas epidemias que surgen de manera inesperada y se llevan a la tumba a poblaciones enteras. La muerte planea sobre la faz de la Tierra, tanto en tiempos de paz como de guerra, cubriéndola con su manto tenebroso de sombras. Lo cierto es que los períodos de concordia entre los hombres son más bien escasos: el planeta se halla inmerso en un cuasi constante conflicto que parece querer desgarrar a las civilizaciones destruyéndolas desde sus mismos cimientos, eliminando su esencia, es decir, al propio ser humano. Los enfrentamientos armados se encargan también de privar al hombre de su libertad, y hacen uso de una de las mayores lacras que ha sufrido la humanidad en toda su historia: la esclavitud, cicatriz que ha marcado muy negativamente a la especie Homo sapiens a lo largo de la práctica totalidad de su existencia y que en Occidente únicamente desapareció de forma definitiva en el siglo
XIX
. Pero no sólo se colocan grilletes sobre cuellos y extremidades de los hombres de otros pueblos que han sido vencidos en combate. Los poderosos dominan también a la plebe de su misma etnia y los asfixian con las cadenas de unas pesadas cargas serviles y con abusivos impuestos o, en ciertas ocasiones, se llega incluso a condenar a los más desfavorecidos a ser esclavos reales. Pero las desigualdades sociales no finalizan aquí. La mayor parte de la población mundial, ya sea ésta súbdita del Egipto faraónico, Asiria o Babilonia, vivía bajo condiciones de una extrema pobreza, a pesar de que sus imperios eran poderosos y ricos.
El hombre se encuentra en muchas ocasiones al borde de la inanición y, por diferentes motivos, está condenado a sufrir una existencia en la que se ve rodeado de un halo de muerte y destrucción. Carece también, la mayoría de las veces, de libertad. Lo peor de todo es que, como es lógico, el simple hecho de ser un ente racional hace que sea muy consciente de habitar un mundo primordialmente malo. No obstante, los humanos pueden ampararse al cobijo que les brinda la religión. Los sacerdotes de las distintas creencias están ahí para decirle al pueblo que los dioses, principio de todo lo existente, gozan de un inmenso poder, y si se les adora, puede que nos deparen un futuro mejor. ¿Son por lo tanto los dioses la causa de todo lo que ocurre en este mundo? Si la respuesta es afirmativa, entonces es que pueden hacer que nuestra vida sea mejor, ser la causa del bien, pero, por lo tanto, al mismo tiempo deben de ser la causa del mal. No puede ser de otra forma: los dioses son esencial y realmente crueles, no deben de ser bondadosos, ya que pueden causar el bien, pero, sin embargo, el mal predomina en el mundo. Todo puede quedar justificado de la siguiente forma: el ser humano posee una naturaleza malvada, y debido a ello los dioses lo castigan constantemente. ¿Pregunta respondida? ¿Problema resuelto? Evidentemente no, ya que el hombre, infame o no, ha sido supuestamente creado por los dioses y estos son, en consecuencia, la única causa del mal en la Tierra. Seguimos, por lo tanto, sin hallar respuesta. ¿Y si alguien intentara aclarar las dudas de la humanidad al respecto, tratando, por un lado, de justificar la procedencia del mal y, por otra parte, explicando el origen del bien? Es innegable que no basta con dar respuesta a una sola de estas dos cuestiones, ya que si continúa existiendo uno de los dos interrogantes, nada se habrá conseguido en la labor por resolver la duda existencial del hombre. En consecuencia, podemos afirmar que resulta indudable que las dos respuestas constituyen una dualidad, son indisolubles y se debe procurar resolver estas dos cuestiones en un mismo instante de tiempo para, de esta forma, conseguir satisfacer la inquietud natural del ser humano por conocer cuál es la base cosmogónica, es decir, el origen de la creación, del hostil entorno que habita.
En este contexto llegaron a Persia hacia el II milenio a. C. las primeras ideas dualistas que trataban de diferenciar los dos principios que regían en el mundo: la bondad y la maldad.
M
AZDEÍSMO Y ZOROASTRISMO
Ahura Mazda u Ormuz era el dios supremo de Persia, uno de los mayores imperios de la Antigüedad y de la Edad Media, cuya existencia se prolongó desde el siglo
VI
a. C. hasta el siglo
VII
de nuestra era. El Avesta, libro sagrado del mazdeísmo, describe el conflicto permanente entre las fuerzas del bien, comandadas por esta deidad, y las del mal, lideradas por Ahrimán o Angra Mainyu. Para su religión, este enfrentamiento que se da desde el principio de los tiempos, no será eterno, ya que, finalmente, Ormuz se impondrá a Ahrimán y la luz vencerá a las tinieblas para siempre. Por ello, podemos afirmar que la concepción dualista, resultado del equilibrio de fuerzas entre el bien y el mal, tiene como meta un resultado final monista, en el que reine solamente el primero de ellos.
Para el mazdeísmo, la vida no es otra cosa que este combate permanente, de forma que el ser humano puede influir en lo cerca que esté el mundo de conseguir el triunfo definitivo sobre Ahrimán: los fieles solamente deben hacer el bien y contentar a Ormuz. Con ello conseguirán además la salvación el día del Juicio Final. Cuando el hombre lleva a cabo acciones malévolas, únicamente consigue retrasar la victoria de Ahura Mazda; si su comportamiento es, sin embargo, piadoso, las fuerzas de la luz irán ganando terreno a la oscuridad. Es la primera idea de cielo e infierno de la historia, percepción mazdeísta-zoroastriana que ejercerá una poderosa influencia sobre todos los credos posteriores, especialmente en las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islam. Debido a la influencia mazdeísta, la primera de ellas experimentará profundos cambios a partir del siglo
VI
a. C., y coincidirá con la deportación judía en el llamado Cautiverio de Babilonia tras la conquista de Jerusalén por Nabuconodosor II (597 a. C.). Ello fue posible como consecuencia de la posterior caída de Babilonia, hacia el 539 a. C., en manos de Ciro II, rey de Persia, una época en la que, como veremos en los próximos párrafos, la religión de Ahura Mazda estaba experimentando una amplia y decisiva mutación. Los conceptos mazdeístas de cielo, infierno, diablo, demonios, ángeles y Juicio Final, todos ellos recogidos en el Avesta, arraigarán con fuerza en el judaísmo y serán más tarde transmitidos a sus «herederos» cristianos y musulmanes. Del mismo modo, tras el Cautiverio de Babilonia, los profetas hebreos comenzarán a anunciar la venida del Mesías, algo inédito en el Antiguo Testamento.
Hasta aquí todo parece ir bien: por primera vez los sacrdotes parecen tener una respuesta convincente sobre el origen del mal. Pero el mazdeísmo presentaba un pequeño fallo: sus rituales fastuosos y de gran pompa, típicos, como estudiaremos en el siguiente epígrafe, de las religiones mistéricas y orientales, únicamente estaban al alcance de la clase aristocrática. El núcleo central de la doctrina irania era el sacrificio. El pueblo llano no podía permitirse el lujo de ofrecer animales a Ahura Mazda para con ello poder ir haciendo la «reserva» de su estancia en el Paraíso. Sin embargo, un profeta nacería en el seno del Imperio persa para condenar estas prácticas superfluas, personaje que conseguiría transformar la religión mazdeísta para aproximarla a las clases más desfavorecidas. El piadoso reformador es conocido por la historia como Zoroastro.
Muy poco sabemos acerca de la vida de Zoroastro, no obstante conocemos la importancia de su obra, ya que al parecer predicó instando a los hombres a adoptar una conducta moral que los acercara a Ahura Mazda para, de esta forma, conseguir la salvación de sus almas el día del Juicio Final, en el que las fuerzas del bien aniquilarían definitivamente a las hordas del señor de las tinieblas, Ahrimán. Zoroastro, también conocido como Zaratustra, nació probablemente en el actual Afganistán entre los años 650 y 600 a. C. Las enseñanzas del profeta tuvieron una repercusión enorme en el área de influencia persa, y se difundieron con celeridad por Oriente Medio, ya que Zoroastro no sólo aceptó el tradicional dualismo iranio, sino que, además, «puso a Dios al alcance de las masas», como indicó en 1962 el medievalista francés Fernand Niel. De esta manera consiguió que la nueva religión creada por él arraigara sólidamente en Persia y únicamente desapareciera de la mayor parte de aquel imperio con la invasión musulmana del siglo
VII
de nuestra era, resistiendo pequeños núcleos de fieles, como los quebros de Irán y los parsis de la India, comunidades religiosas que aún perviven. Zoroastro igualó ante Dios a todos los seres humanos, de forma que gentes de cualquier condición social y nivel económico podían practicar su credo. Esto dio el empujón definitivo al culto de Ahura Mazda, lo que, unido a los doce siglos de existencia del zoroastrismo, hizo que este influyera en la mayoría de las creencias que nacieron después: las ya mencionadas religiones reveladas, es decir, judaísmo, islam y cristianismo; y también otras sectas relacionadas con la última de ellas, como el gnosticismo, el maniqueísmo y el catarismo. El poder de seducción de las enseñanzas de Zoroastro hizo posible la asimilación de los antiguos conceptos mazdeístas de ángeles y demonios, así como los de cielo e infierno, por parte de los credos mencionados.
El judaísmo fue la primera de las grandes religiones monoteístas en surgir, remontándose sus míticos orígenes a la revelación descrita en la Biblia que recibió Abraham. Posteriormente los adeptos de los otros dos importantes credos monoteístas, es decir, el cristianismo y el islam, reconocerían también a este personaje nacido en la ciudad de Ur de Caldea (Mesopotamia) como patriarca de sus respectivas religiones. En la imagen, un cementerio judío.
Fresco de la iglesia de Santa Pudenziana, Roma. Este edificio religioso, primera basílica cristiana construida, fue levantado a principios del siglo
V,
una época turbulenta en la que a medida que la religión de Jesucristo iba cobrando un mayor poder, el Imperio romano se marchitaba más y más. El cristianismo irrumpiría con fuerza en la historia gracias a que acabó penetrando con éxito en el seno del Imperio romano, donde los emperadores Constantino I (312-337) y Teodosio I (379-395) fueron los más grandes impulsores de esta nueva religión.
G
NOSTICISMO Y MANIQUEÍSMO
Entre los siglos
I
y
III
surgió en Asia una nueva corriente filosófica y religiosa, el gnosticismo, saber misterioso de la naturaleza superior de Dios resultado del contacto entre el pensamiento helenístico —el cual se difundió por todo el antiguo ámbito persa gracias a las conquistas de Alejandro Magno (336 a. C.-323 a. C.)—, los cultos orientales —mistéricos y zoroastrismo— y los credos judeocristianos. Seguramente esta religión sincrética también poseía elementos hindúes y budistas, e incluso astrológicos y mágicos. Su nombre procede de la palabra griega gnosis, que significa ‘conocimiento’. La gnosis implicaba la adquisición de un conocimiento arcano, es decir, secreto y reservado sólo a unos pocos elegidos. Esta religión no tardaría demasiado en propagarse por toda la cuenca mediterránea desde su lugar de origen.
Baños árabes. La limpieza ritual del cuerpo o ablución realizada en el hammam formaba una parte muy importante de la vida cotidiana de los musulmanes tanto en términos religiosos como sociales. El año 622 marca para el islam el nacimiento de su religión, instante temporal en el que se produjo la hégira o huida del profeta Mahoma de la ciudad de La Meca para refugiarse en Medina.
Capitel persa aqueménida procedente de la ciudad de Susa. Museo del Louvre, París. La dinastía aqueménida de emperadores persas se extinguió tras la derrota en la batalla de Gaugamela (331 a. C.) de su último representante, Darío III, a manos de Alejandro Magno. No obstante, el Imperio persa se prolongaría en las dinastías parta (247 a. C.-224) y sasánida (224-642) hasta que la invasión árabe del siglo
VII
produjo su destrucción definitiva.
El gnosticismo postulaba, al igual que el mazdeísmo y el zoroastrismo, la existencia de dos principios de diferente naturaleza: el bien y el mal. El mundo material, en el que impera la maldad, no fue creado por Dios, sino por el Demonio. Dios es, sin embargo, el hacedor del reino de los cielos, así como de las almas que habitan los cuerpos de los hombres, siendo estos últimos la mayor obra concebida por Satán. Por esta razón, los gnósticos rechazaban los escritos del Antiguo Testamento, ya que eran incompatibles con sus creencias, entre otros motivos por hacer a Dios responsable de la Creación. Asimismo, al igual que mazdeístas y zoroastrianos, postulaban la existencia de seres con una doble naturaleza, divina y humana, los ángeles o eones, cuyos representantes más destacados son los profetas Zoroastro y Jesucristo.
Los miembros de algunas de sus sectas practicaban un riguroso ascetismo, lo que, combinado con la aparente sencillez de los dogmas gnósticos, contrastaba fuertemente con su acusado libertinaje —en este aspecto pueden parecerse en parte a los cátaros, los cuales negaban el matrimonio, pero aceptaban el concubinato— y con su gusto por los ritos fastuosos de tradición oriental, en los que las especulaciones mágicas y astrológicas tuvieron una especial relevancia. En ocasiones sus rituales pueden resultar extraños e incluso repugnantes a ojos de una mentalidad occidental o contemporánea. Estas religiones orientales, aunque de común procedencia, griega o asiática, no tuvieron una teología homogénea, pero desarrollaron y conservaron ciertos cultos y rituales de la Antigüedad con orígenes muy primitivos, lo que explica el carácter agrario de sus dioses.
Dichos credos fueron denominados mistéricos y tuvieron gran influencia sobre la gnosis, los cultos imperiales romanos, el cristianismo primitivo y, como podremos ir descubriendo, el catarismo. El encanto y poder de seducción llegado de Oriente, no sólo cuna de la civilización sino también lugar de nacimiento de los credos que históricamente han reunido mayor número de adeptos, ocupan una posición privilegiada en el ámbito religioso en el que se fraguaron el gnosticismo y el cristianismo. El experto en historia antigua Maurice Crouzet nos indicó en 1980 que la propia religión de Cristo llegó desde Oriente. Esta, además, para sobrevivir y triunfar, hubo de enfrentarse a cultos que también surgieron allí —misterios, gnosticismo, judaísmo—, así como tuvo que combatir a las controversias iniciales provocadas por las herejías antiguas que desde allí se propagaron —arrianismo, apolinarismo—. En resumidas cuentas: Occidente se dejó conquistar por atractivos credos llegados de Oriente, una tierra muy superior desde el punto de vista económico, cultural e intelectual.
Muy poco conocemos en la actualidad de los cultos mistéricos como consecuencia del celo de sus adeptos por preservar el secreto de sus rituales de iniciación, que lo salvaguardan así de la profanación, pero sí podemos afirmar, como ocurría con los sistemas dualistas gnósticos, que tenían una visión pesimista de la vida terrenal. Ante la escasez de fuentes escritas, la mayor parte de la información que poseemos sobre las religiones del misterio procede de datos arqueológicos de difícil interpretación: inscripciones, relieves, pinturas y objetos relacionados con los rituales que practicaban. Otro punto común entre todos los cultos mistéricos fue la tendencia hacia el monoteísmo y la promesa de inmortalidad que se hacía a sus adeptos, siempre y cuando llevaran a la práctica un determinado rito de iniciación. Este impresionante y fastuoso ritual se caracterizaba principalmente por incluir un acto de purificación inicial que permitía al neófito continuar con la ceremonia principal del culto, sin estar exenta esta de toda la parafernalia correspondiente, llena de simbología, actos y artículos sagrados. El boato mistérico casi siempre incorporaba un simulacro de muerte y resurrección.
Ejemplos de prácticas mistéricas de procedencia griega son los ritos desarrollados por las sectas pitagóricas y los seguidores de los cultos de Eleusis.
Los primeros adoraban al dios Apolo en encuentros celebrados durante cada puesta de sol; algunos de sus ritos recuerdan bastante a los practicados por los católicos de la actualidad: la purificación con agua, así como el consumo de pan y las libaciones con vino, fundamentales en la eucaristía. También, como en el mazdeísmo prezoroastriano, sacrificaban animales. Según sabemos desde el siglo I por el filósofo romano de origen hispánico Séneca, la secta pitagórica no tenía adeptos entre el pueblo llano, quienes tampoco la miraban con buenos ojos ante el desconocimiento que suscitaban sus actividades, dado su fuerte carácter esotérico, típico de las religiones mistéricas.
Los cultos de Eleusis, ciudad griega muy próxima a Atenas, se basaban en el mito de Perséfone, diosa que fue secuestrada por Hades, señor de los muertos, quien quedó prendado de su belleza. Démeter, madre de Perséfone y diosa de la agricultura, finalmente rescató a su hija, con lo que florecieron de nuevo las plantas en una primavera primordial, tras la esterilidad provocada por el primer invierno, consecuencia de la tristeza que provocó sobre la tierra la ausencia de la joven y hermosa deidad.
En cuando a los ritos mistéricos orientales, debemos hacer especial mención sobre los que tuvieron una importante propagación en el Imperio romano, como son los procedentes de Egipto —adoración de los dioses Isis, Serapis y Anubis—, los de Anatolia y los de Persia. Cabe destacar el éxito cosechado por la deidad anatolia Cibeles, diosa madre de la tierra y primer culto oriental que se introdujo en Roma en época muy temprana, hacia el siglo
III
a. C. Pero sobre todo es preciso hacer especial mención de la importancia que tuvo la adoración a la divinidad irania Mitra. El dios Mitra, identificado con el Sol y relacionado con la deidad suprema de los persas, Ahura Mazda, poseída un carácter guerrero, justiciero y, cómo no, rural, ya que la sangre de los sacrificios de toros que se ofrecían en su honor, animales relacionados con esta divinidad, fecundaba la tierra. La adoración a Mitra fue perdiendo influencia en Persia tras las reformas aplicadas por Zoroastro, por lo que este dios pasó a un segundo plano en detrimento de Ahura Mazda, pero, no obstante, esto no impidió que a través de Frigia, región de Asia Menor sometida al Imperio iranio, su culto fuera transmitido a los romanos y cosechara grandes éxitos a partir del siglo
III
, triunfo que se prolonga incluso hasta la cuarta centuria. En esta época, patricios y emperadores romanos practicaron esta religión oriental. Destaca en este contexto la adhesión de los augustos Diocleciano (284-305) y Juliano (361-363), soberano este último que también se inició en la adoración de Isis, además de hacerse rociar con sangre de toro en honor a Mitra, un ejemplo más de lo extraños y repugnantes, aunque no por ello exentos de un atractivo morbo, que podían resultar los cultos orientales, prácticas éstas habituales de las religiones mistéricas o de las distintas corrientes gnósticas.
Es preciso destacar que hablamos de corrientes gnósticas y no solamente de una única gnosis. Existieron tres tipos de sectas que siguieron esta senda: gnósticos paganos, gnósticos judíos y gnósticos cristianos. Por lo tanto, en su origen, la gnosis no puede ser considerada cristiana, ya que su nacimiento precede en el tiempo a la religión de Jesucristo. Las distintas corrientes gnósticas, a pesar de todas sus diferencias internas, tienen en común, como ya hemos mencionado, una base dualista en sus creencias, en la que, fundamentalmente, el bien se opone al mal y lo material a lo espiritual. La meta gnóstica es llegar a Dios mediante el conocimiento, que será alcanzado a través de la revelación dada por los eones, ángeles, mensajeros de la Providencia que adoptan forma humana para así bajar del cielo y poder transmitir la gnosis. A Jesucristo se encomendó esta tarea fundamental, al igual que antes se hiciera con Zoroastro. Esta es la única forma de salvación para el hombre, la liberación de su alma de la jaula que lo encierra a lo largo de la vida, es decir, del cuerpo material. No obstante, la tradición secreta y esotérica no era revelada a todos los creyentes, sino sólo a unos pocos elegidos.
El camino del creyente implica, por lo tanto, conocerse a sí mismo, su verdadera naturaleza, para, de esta manera, poder llegar a conocer al mismo Dios, divinidad que dio origen a los ángeles y a las almas, pero que es imposible que sea el creador del mundo. La materia, sustancia que habita un mundo cruel y donde reina la maldad, no ha podido ser obra de un dios bondadoso. Eso incluye también la creación de los cuerpos humanos. Por lo tanto, los gnósticos rechazan al Yahveh bíblico, el Creador. Los gnósticos odiaban este mundo y adjudicaron su creación a un dios malévolo, un demiurgo, Satanás en definitiva. Las dos deidades abanderan a los ejércitos enfrentados en este dualismo, aunque en algunos sistemas gnósticos, podríamos decir que menos dualistas, el demiurgo sería una entidad divina inferior, al igual que el