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La Historia Universal en 100 preguntas
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La Historia Universal en 100 preguntas

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La historia del género humano desde sus orígenes al presente. Descubra por qué no somos neandertales o para qué se inventó la escritura. Cómo surgió la democracia o por qué los chinos edificaron la Gran Muralla; qué hizo tan poderosas a las legiones romanas o por qué la guerra de los Cien Años duró más de cien años. El alba de la civilización; La época clásica; La antigüedad tardía; La edad de las tinieblas; Descubrimientos y reformas; La era del liberalismo; La primavera de los pueblos; El fin del antiguo orden; Quo vadis, humanitas?

¿Qué hizo tan poderosas a las legiones de Roma?; ¿Fue el Medievo en realidad la Edad de las Tinieblas?; ¿Cuáles fueron las causas de las Cruzadas?; ¿Por qué los aztecas practicaban el canibalismo?; ¿Por qué se descubrió de nuevo América en el siglo XV?; ¿A qué debió España su hegemonía en Europa?; ¿ Por qué la Revolución Industrial empezó en Inglaterra?; ¿Cuál fue el origen del movimiento obrero?; ¿Por qué perdió Alemania la Gran Guerra?; ¿Cuál fue el origen del feminismo?

Rigor y amenidad reunidos en una colección de "alta divulgación". Libros rigurosos pero de fácil lectura, que podrá disfrutar incluso cuando solo disponga de unos momentos. Un recorrido completo y seductor por los grandes temas del conocimiento humano. Un viaje maravilloso al mundo de la ciencia y la cultura.
IdiomaEspañol
EditorialNowtilus
Fecha de lanzamiento5 oct 2016
ISBN9788499677989
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    La Historia Universal en 100 preguntas - Luis E. Íñigo Fernández

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    EL ALBA DE LA CIVILIZACIÓN

    1

    ¿P

    OR QUÉ NO SOMOS NEANDERTALES

    ?

    Quizá, de algún modo, sí lo somos, aunque no tengamos conciencia de ello. De hecho, muchas preguntas fundamentales sobre la evolución humana se encuentran todavía muy lejos de contar con una respuesta definitiva. Una de ellas es esta: ¿cómo terminó la larga, y bastante intensa, relación entre nuestros hermanos neandertales y nosotros, esa especie que, con tan poco pudor, hemos llamado Homo sapiens? O, en otras palabras, ¿por qué no fueron ellos los que sobrevivieron?

    Empecemos por recordar aquello en lo que la gran mayoría de los científicos está de acuerdo: las dos últimas especies humanas sobre la faz de la tierra, los neandertales y los sapiens, descienden de un único antepasado común. Se trata del denominado Homo heidelbergensis, un individuo que nos resulta muy bien conocido gracias, sobre todo, a los más de treinta ejemplares casi completos descubiertos en el más célebre yacimiento paleoantropológico de Europa: la Sima de los Huesos de Atapuerca, cerca de la ciudad española de Burgos, aunque su nombre, como no resulta difícil suponer, derive de la localidad alemana de Heidelberg donde fueron hallados, en fecha tan temprana como 1907, sus primeros fósiles conocidos. En cualquier caso, estos antiguos humanos eran seres magníficos, con un cerebro medio de 1.250 centímetros cúbicos, casi equiparable al del humano moderno, y un cuerpo que, en los individuos de sexo masculino, podía alcanzar 180 centímetros de estatura y un peso cercano a los cien kilogramos.

    1.Neandertal.tif

    Reconstrucción de un hombre de neandertal elaborada por Viktor Deak en 2012. Para ello el célebre paleoartista norteamericano tomó como base los restos de un individuo encontrado en Francia en 1909 en la cueva de La Ferrassie y llenó los huecos con copias de huesos de otros individuos hallados en muchos otros lugares para lograr un esqueleto completo. Luego aplicó las técnicas forenses de reconstrucción facial más avanzadas y obtuvo el resultado que se muestra en la imagen.

    Pero no fue en Europa, sino en África, donde dieron sus primeros pasos, creemos que en torno a seiscientos mil años antes del presente. Allí, mimados por su suave clima y sus abundantes recursos naturales, permanecieron nada menos que cien mil años, diseminándose poco a poco por todo el continente, hasta que hace unos quinientos mil años desbordaron por fin sus límites y comenzaron a moverse poco a poco por Europa y Asia.

    En Europa se encontraron con un mundo muy distinto al que conocían. El que ahora es nuestro hogar era entonces, en plena Edad del Hielo, un lugar inhóspito y exigente, de inviernos largos, días cortos y escasas y tímidas plantas que se dejaban recolectar sólo durante unos pocos meses al año. Aquel páramo helado sólo ofrecía una fuente más o menos segura de alimentos: la carne. Por ello, el Homo heidelbergensis no tuvo otra alternativa que la de convertirse en un experto cazador. Diseñó mortíferas jabalinas, desarrolló complejas tácticas de acoso a las presas y selló con más fuerza, en torno al fuego de sus cuevas, una cohesión social que le permitió sobrevivir en un entorno tan adverso.

    Su vida había comenzado a cambiar; pronto lo harían también su cuerpo y su mente. En África, donde se habían quedado los más afortunados, el pasar de las generaciones y el caprichoso azar de las mutaciones genéticas los convirtió en una nueva especie, más inteligente, esbelta y grácil: el Homo sapiens; en Europa, el frío pertinaz de las glaciaciones hizo de ellos esos individuos achaparrados y corpulentos, de potentes músculos y robustos huesos, que conocemos como neandertales.

    Pasaron centenares de milenios sin que las dos especies hermanas llegaran siquiera a conocerse. Los neandertales se erigieron en señores incontestables de una Europa glacial a la que se hallaban perfectamente adaptados. Su nariz, ancha y prominente, les permitía atemperar el aire frío antes de introducirlo en sus pulmones, previniendo así las afecciones respiratorias. Sus dientes, en especial sus fuertes y grandes incisivos, arrancaban sin esfuerzo los pedazos de carne que les aseguraban la energía necesaria para mantener calientes sus grandes cuerpos en un ambiente casi siempre gélido. Su fuerza física, su gran cerebro y su notable capacidad para la elaboración de eficaces instrumentos líticos hacían de ellos expertos y letales cazadores. Sus fuertes lazos sociales, su sensibilidad hacia los enfermos y los impedidos, y las trascendentes preguntas que sin duda brotaban en la intimidad de su espíritu acerca del sentido de la vida y la cruel inevitabilidad de la muerte los convertían en seres que merecían el apelativo de humanos al menos tanto, o quizá tan poco, como lo merecemos nosotros mismos. Aunque su extrema dureza les impusiera en ocasiones temporadas de escasez que han dejado terribles huellas en sus restos fósiles, ninguna amenaza parecía capaz de perturbar su perfecto dominio del medio en el que habitaban.

    Sin embargo, no fue así. El rival que terminaría por desplazar a los neandertales del escenario de la historia crecía en silencio en las cálidas tierras del sur. En África, el Homo sapiens, que se había mantenido hasta entonces confinado en su hogar originario, comenzó a moverse. Cincuenta mil años antes del presente, nuestros remotos antepasados dieron principio a la conquista del mundo. Poco a poco, en una marcha lenta pero continua, nutridas oleadas de inmigrantes africanos penetraron en Europa por tierra, a través del Cáucaso. Los antiguos dueños del continente, en el que habían vivido solos por completo durante más de cuatrocientos mil años, se toparon de repente con seres a un tiempo semejantes y distintos, y enseguida dedujeron que en los profundos ojos de aquellos individuos altos, delgados y de extrañas cabezas brillaba una inteligencia al menos tan poderosa como la suya.

    Durante doce mil años, ambas especies convivieron. A lo largo de un período tan dilatado, los contactos entre ellas tuvieron por fuerza que ser frecuentes y estrechos, y fecundos los intercambios culturales. Como sucede siempre con los humanos, la discordia y la amistad, la alianza y la afrenta, sin duda se sucedieron con irregular cadencia. Quizá, en ocasiones, hubo incluso momentos de amor, encarnados en fósiles de individuos en los que conviven rasgos propios de ambas especies, aunque en modo alguno terminaran estas por fundirse en una sola.

    Lo que sucedió fue todo lo contrario. Poco a poco, los grupos de sapiens fueron ocupando el territorio europeo mientras los clanes neandertales iban retirándose con igual parsimonia, hasta que terminaron por concentrarse en unos pocos enclaves aislados. Finalmente, hace sólo unos veinticuatro mil años, las hogueras acallaron para siempre su crepitar en la remota cueva de Gorham, el último reducto habitado por neandertales, cerca del peñón de Gibraltar, al borde del mar y del olvido. El Homo sapiens se había quedado solo.

    ¿Qué sucedió? ¿Acaso nuestros ancestros eran tan belicosos como nosotros y no cejaron hasta dar muerte al último de sus hermanos neandertales? No parece que fuera así, al menos no se han hallado evidencias arqueológicas que permitan afirmarlo. Más bien debió de tratarse de una mera cuestión de respuesta a los retos del entorno natural. Aunque los neandertales, verdaderos «hijos del hielo», habían logrado una perfecta adaptación al inhóspito entorno de la Europa glacial, nuestros ancestros africanos pronto la superaron. El crecimiento, paulatino pero continuo, de la población y la consiguiente escasez de recursos hicieron el resto: sólo los mejores sobrevivieron, y los mejores eran los sapiens.

    Pero ¿por qué? ¿Cómo pudieron aquellos individuos de piel oscura, cuerpo frágil y estrecha nariz, recién llegados de tierras cálidas, competir con mayor éxito que los venerables «hijos del hielo» en el invierno casi perpetuo de la Europa glacial? El debate sigue abierto. Una de las razones podría encontrarse en su mayor capacidad para la cooperación, tanto entre individuos como entre grupos, así como en la mayor perfección de su tecnología lítica, que les permitía fabricar herramientas más eficientes. La palabra pudo quizá desempeñar un papel fundamental en todo ello. Gracias a una laringe más idónea para la producción de sonidos articulados, el Homo sapiens era capaz de desarrollar un lenguaje más rico y complejo que facilitó en gran medida que sus clanes fueran, en circunstancias similares, mucho más eficientes que los neandertales a la hora de obtener recursos. Pero no debemos tampoco despreciar el efecto de los factores de índole evolutiva. Cuando sus poblaciones llegaron a ser lo bastante pequeñas, la dificultad de los neandertales para limpiar mediante cruces las taras genéticas pudo convertirse en un problema tan grave que terminó por abocar a la especie a la extinción. Por suerte o por desgracia, no, no somos neandertales. Como sabemos hace tan solo unos años, algo queda en nosotros, en nuestros genes, de aquella especie poderosa y longeva que holló con sus pisadas los campos de la Europa glacial. Pero aunque así no fuera, para bien o para mal, ambos somos humanos.

    2

    ¿P

    or qué el ser humano se hizo agricultor

    ?

    Parece una pregunta fácil, pero es muy probable que la mayoría de nosotros le diéramos una respuesta equivocada. Por desgracia, nuestros prejuicios culturales entorpecen a menudo nuestro entendimiento sin que lleguemos siquiera a darnos cuenta de ello.

    Algo parecido les sucedía a las gentes de los siglos

    XVIII

    y

    XIX

    , cuando la historia científica empezaba ya a dar sus primeros y torpes pasos. En aquellos años ingenuos en los que la Revolución Industrial y el triunfo del liberalismo parecían garantizarle a la humanidad un futuro de progreso indefinido, los intelectuales burgueses se permitían aún el lujo de ser optimistas. Para ellos, la historia era, más allá de cualquier duda, un proceso ascendente y positivo. Su ritmo podía verse de vez en cuando ralentizado por alguna crisis económica, o incluso frenado por la aparente victoria de las fuerzas de la reacción, pero se trataría siempre de una parada momentánea, casi un mero descanso del que la humanidad saldría con fuerzas renovadas, dispuesta a continuar con su desarrollo imparable. Incluso la Edad Media, que se extendió durante un milenio, podía ser considerada, desde este punto de vista, un simple parón, aunque, eso sí, un poco más largo de lo habitual, en la marcha del ser humano hacia un futuro mejor.

    Pensando de ese modo, no debe sorprendernos que aquellos historiadores tendieran a interpretar de forma casi mecánica todo cambio duradero experimentado en el pasado por la sociedad humana como un testimonio de su progreso global. Y, en última instancia, la aparición de la agricultura hace diez mil años en algunas regiones del Próximo Oriente –de otras tierras más alejadas de Europa ni se acordaban– no sería sino el primero, y quizá el más importante, de esos cambios.

    En palabras sencillas, para los primeros historiadores burgueses, la humanidad dejó sin más un buen día de errar de un lugar a otro en pos de las manadas de animales salvajes que le daban sustento y se cansó de recolectar pacientemente las raíces, frutos y bayas que venían completando su dieta desde hacía millones de años. Lo hizo porque, al fin, después de muchos intentos, había descubierto la forma de cultivar la tierra y criar ganado. Como estas actividades garantizaban a los seres humanos una alimentación más segura y abundante, las abrazaron con entusiasmo y dejaron para siempre de ser cazadores y recolectores; se establecieron en un lugar fijo, construyeron aldeas y, en suma, empezaron a caminar por una senda, la del progreso, que no abandonarían jamás. El salvajismo, como se decía en aquella época, había dejado paso a la barbarie. Era mera cuestión de tiempo que tras ella llegara la civilización.

    2.Reconstrucci%c3%b3n-del-poblado-de-hacilar.tif

    Reconstrucción del poblado neolítico de Hacilar, en la actual Turquía. Fundado hacia el octavo milenio antes de nuestra era y formado por viviendas de madera y adobe con argamasa de cal, es uno de los poblamientos humanos estables más antiguos del mundo.

    Pues bien, se preguntarán ustedes, ¿es que acaso no eran correctas las teorías de aquellos primeros historiadores? ¿No fue un progreso incontestable para la especie humana la invención de la agricultura y la ganadería? ¿No se hizo el hombre agricultor y ganadero tan pronto como dominó las técnicas necesarias porque su vida mejoraba objetivamente con ello?

    Pues no, no sucedió así. En primer lugar, la vida del agricultor no tiene por qué ser mejor que la del cazador y, en la mayoría de los casos, no lo es. Como bien sabemos hoy gracias al estudio de las sociedades actuales que viven aún de ese modo, los pueblos cazadores y recolectores que cuentan en su entorno con recursos suficientes destinan muy poco tiempo al trabajo. Sus jornadas transcurren en un ocio casi permanente que entretienen comiendo, bebiendo, danzando, manteniendo escarceos sexuales o, por qué no, acicalándose. Cuando, pasado el tiempo, la comida se termina, unos pocos de ellos, por turnos, salen del poblado y recolectan o cazan lo suficiente para unos días más. Y vuelta a empezar. Como la comida les sobra y no conocen la manera de almacenarla mucho tiempo ni de prohibir el acceso a ella –al campo no se le ponen puertas, como dice el refrán–, no se necesitan jefes ni impuestos, ni tampoco soldados, policía o jueces. Cuando hay conflictos se resuelven de modos diversos, casi siempre pacíficos. En algunas culturas se trata al infractor o al vago como si, literalmente, no existiera, considerándolo invisible durante un tiempo, o incluso para siempre. Otros pueblos, más originales o sensibles, organizan duelos de canciones para determinar quién tiene razón en una disputa. Casi nunca se llega a las manos. Dado que no existen apenas bienes materiales distintos de los de uso personal, no hay tampoco motivos para los enfrentamientos serios. En estas culturas, la violencia es una excepción, y la guerra, las más de las veces, un juego ritual en el que la sangre, por decirlo de forma sencilla, no suele llegar al río.

    La vida transcurre de forma del todo distinta en las sociedades de agricultores y ganaderos. Frente al ocio casi continuo de los cazadores y recolectores, los pastores y campesinos casi siempre tienen mucho que hacer y bastante de lo que preocuparse. Para empezar, deben preparar la tierra para la siembra, oxigenándola y arrancando de ella las malas hierbas. Después han de esparcir las semillas, asegurándose de que los pájaros o los herbívoros no se dan con ellas un festín. Toca luego mirar al cielo, suplicando lluvia y buen tiempo a las caprichosas deidades que lo gobiernan. Y, si todo ha ido bien y una helada que se retrasa o una tormenta que se anticipa no han terminado con las espigas, llega por fin el trabajoso momento de cosechar el grano, almacenarlo en los silos o graneros y separar de él lo necesario para garantizar la siembra del año próximo. La ganadería no es mucho menos exigente. Se necesita alimentar a las reses, incluso cuando las inclemencias del tiempo hacen imposible llevarlas hasta los pastos. Hay también que ordeñar a las hembras, seleccionar los ejemplares más aptos para la reproducción, esquilar la lana de ovejas y cabras, proteger los rebaños de los depredadores y, en fin, llevar a cabo una infinidad de tareas de mantenimiento y limpieza de las múltiples instalaciones que el ganado necesita.

    Una y otra actividad presentan, además, dos problemas añadidos. El primero es la necesidad de realizar una enorme inversión de tiempo y recursos en la erección de viviendas estables, almacenes y graneros, cercados y majadas, caminos y muchas otras infraestructuras que la agricultura y la ganadería requieren para el desarrollo de sus actividades. El segundo es la urgencia de defender todo ello de las posibles agresiones exteriores. Como es fácil deducir, siempre habrá alguien –parece formar parte de la naturaleza humana– que prefiera beneficiarse sin esfuerzo del trabajo ajeno que arrimar el hombro para ganarse su propio pan con el sudor de su frente. Así, la agricultura y la ganadería traen de la mano la guerra, y la guerra exige guerreros, jefes que los manden y comida que los mantenga. ¿Es en verdad la vida del agricultor mucho mejor que la del cazador?

    Y bien, dirán ahora ustedes, si las cosas no sucedieron de ese modo, ¿cómo sucedieron entonces? ¿Por qué razón se convirtió en agricultor el ser humano si no lograba con ello ventajas apreciables sobre la vida que venía llevando hasta entonces?

    La respuesta es sencilla: porque no tuvo otra salida. De hecho, es probable que, al menos en algunos lugares donde existían las especies vegetales y animales adecuadas, como los cereales, la cabra y la oveja, los pueblos que allí habitaban conocieran desde mucho antes la manera de cultivar la tierra y criar ganado. Si no lo hicieron, fue porque no tenían ninguna necesidad de ello. La caza y la recolección les ofrecían una forma de vida mucho más cómoda y relajada.

    De hecho, tan cómoda y relajada era que, a pesar de las enfermedades y la escasa esperanza de vida, la población humana creció hasta alcanzar, unos diez mil años antes del presente, un volumen importante. Además, los recursos, que habían sido muy abundantes, empezaron a escasear como resultado, ya entonces, del inesperado cambio climático. La sequía hizo que los animales grandes –la «megafauna», en un lenguaje más técnico– como el reno o el rinoceronte lanudo, emigraran hacia el norte o se extinguieran. Muchas especies vegetales desaparecieron también. Si querían seguir viviendo como hasta ese momento, los seres humanos tendrían que trabajar un poco más.

    Eso hicieron. Los testimonios arqueológicos nos dicen que durante un par de milenios subsistieron cazando con mayor esfuerzo presas más pequeñas, recolectando frutos y raíces que antes habían despreciado, recogiendo en las costas el trabajoso marisco y, sobre todo, ofreciendo a otros grupos lo que les sobraba para obtener de ellos los recursos que no estaban a su alcance.

    Por supuesto, no fue más que una solución temporal. El equilibrio entre la población y los recursos se había alterado. La humanidad se encontró ante un difícil callejón sin salida: o controlaba el crecimiento de la primera o aumentaba el volumen de los segundos. Como no conocía todavía métodos de control de la natalidad que no exigieran un desagradable sacrificio –el aborto, el infanticidio, la prolongación de la lactancia o la temida abstinencia sexual eran los únicos que se encontraban de hecho a su alcance–, no tenía otra salida que incrementar los recursos a su disposición. La caza y la pesca, incluso intensificadas como hemos dicho, ya no eran suficientes, así que los grupos humanos se vieron forzados a poner en práctica técnicas que con seguridad conocían desde mucho tiempo atrás, pero que hasta ese momento nunca habían necesitado. Contra su voluntad, y no por gusto, como creían los optimistas historiadores burgueses, la humanidad empezó a cultivar la tierra y a cuidar ganado. El inmovilismo había acabado. La historia daba sus primeros pasos.

    3

    ¿C

    ÓMO SURGIERON LOS PRIMEROS JEFES

    ?

    Aunque la sabiduría popular suele decir que siempre ha habido clases, esta afirmación dista mucho de ser cierta. De hecho, en las primeras sociedades humanas, los pueblos de cazadores-recolectores del Paleolítico, no sólo no las había sino que no podía haberlas.

    Para que existan jefes, es decir, para que una persona o un grupo reducido de ellas puedan imponer su voluntad a los demás y obligarles a hacer cosas que no quieren, se requieren algunas condiciones que en estas sociedades primitivas no se daban. Para empezar, es necesario que el díscolo, el rebelde, el que se niega a acatar las órdenes, pueda ser castigado de algún modo lo bastante convincente para que la mayoría de las personas prefieran obedecer antes que exponerse a provocar las iras del cabecilla. Pues bien, en las sociedades del Paleolítico esto no sucedía. Cualquier individuo que se negara a prestar su obediencia no podría ser privado del acceso a los recursos, ya que estos –los animales salvajes, la pesca, los frutos, las bayas o las raíces– no podían someterse al control absoluto de un grupo de individuos ni mucho menos almacenarse en un granero con un soldado en la puerta.

    En consecuencia, en las sociedades de este tipo no existen jefes, sino tan sólo individuos que gozan de algún tipo de ascendiente sobre el resto, las más de las veces como resultado de su valía personal y, en consecuencia, de su utilidad para el grupo. Así, los cazadores más hábiles, los hechiceros, o hechiceras, tenidos por poderosos o los más sabios entre los ancianos serían objeto del respeto general y obedecidos de buen grado. Podríamos decir que no poseen poder, ya que carecen de capacidad para obligar, pero sí autoridad, ya que son capaces de persuadir. De algún modo, representan esa forma natural de preeminencia que surge en el seno de lo que la sociología denomina grupo de iguales, y que se atribuye de manera espontánea –como bien saben los niños y los adolescentes– al individuo que demuestra poseer en mayor grado un rasgo que el grupo tiene en especial aprecio.

    Mucho después, en las sociedades aldeanas de pastores y agricultores, las cosas empezaron a cambiar. Al principio, la igualdad entre las personas se mantuvo. Los campos de cultivo pertenecían a todos, y todos los trabajaban y tomaban cuanto necesitaban del almacén común. El trabajo estaba poco especializado. Cada familia labraba la tierra, tejía sus propias ropas y elaboraba las vasijas de arcilla que necesitaba en sus actividades cotidianas. En el mejor de los casos, los hombres siguieron mostrando cierta predilección por la caza mientras las mujeres prestaban más atención al cultivo de la tierra y el cuidado de los rebaños. Los sacerdotes también aparecieron pronto, pues la urgencia de aplacar en lo posible la caprichosa voluntad de los dioses de los que dependían las cosechas justificaba de sobra su existencia. Pero se trataba de una sociedad muy simple. No existían todavía las leyes. La costumbre y la sola autoridad de los ancianos bastaban para resolver los conflictos. Tampoco eran necesarios la policía ni los jueces. La violencia, por fortuna, continuaba siendo casi desconocida.

    3.Jeric%c3%b3.tif

    Imagen de Jericó (en la actualidad Tell es-Sultán, Palestina). El antiguo poblado neolítico contaba ya hacia el año 8000 a. C. con una muralla de tres metros de anchura y cuatro o cinco metros de altura, y una gran torre de diez metros de altura y unos cinco metros de diámetro. Las evidencias arqueológicas apuntan, pues, a que la guerra no debía de ser infrecuente en aquella época remota.

    Pero, mejor alimentada, la población siguió creciendo y ocupando nuevas tierras. Pasado mucho tiempo, las zonas más productivas se agotaron, y algunos grupos hubieron de establecerse en terrenos marginales, menos adecuados para el cultivo, que exigían más trabajo a cambio de un rendimiento mucho menor. Pronto, la tensión entre grupos empezó a crecer. Nadie estaba dispuesto a renunciar a la tierra en la que había invertido tanto tiempo y esfuerzo, así que cada aldea y cada poblado se organizaron para defenderse de otros menos afortunados o con menos ganas de trabajar. Al principio, todos tomaban las armas cuando era necesario y las dejaban cuando regresaba la paz. La misma piedra que servía de materia prima para confeccionar azadas y hoces sirvió ahora para fabricar hachas y azagayas.

    Pero pronto se hizo evidente que aquellos soldados a tiempo parcial no eran muy eficaces. La guerra no era para ellos una profesión, sino un quehacer temporal que pronto abandonaban para regresar a sus tareas cotidianas. Para solucionar el problema, los excedentes, la parte de grano que se almacenaba en previsión de las inevitables malas cosechas, empezaron a invertirse en el sostenimiento de especialistas en la defensa, personas que ya no trabajaban la tierra, sino que dedicaban todo su tiempo al ejercicio de sus habilidades marciales. Así nacieron los primeros soldados de verdad. El descubrimiento del metal, cobre primero, más tarde bronce, aceleró el proceso, ya que hizo posible el desarrollo de armas más eficaces, sólidas y duraderas que las hechas de piedra pulimentada. Pero las flamantes tropas no podían combatir en desorden. Necesitaban alguien que las organizara y las dirigiera en el campo de batalla. Así nacieron los jefes.

    Los primeros jefes no eran más que eso, caudillos militares elegidos para dirigir la defensa de la aldea contra los agresores externos. Pero el daño estaba hecho. Había surgido la combinación letal que daría al traste para siempre con la igualdad original de las personas. El jefe y sus hombres, del mismo modo que dirigían su violencia contra el enemigo exterior, podían usarla contra quien lo desearan, y así imponer su voluntad al resto del poblado. Tenían los medios para ello. Disfrutaban del monopolio de las armas que, como un secreto misterioso sólo transmitido de padres a hijos, forjaban los hábiles artesanos del metal. Y poseían también la capacidad de prohibir el acceso a los recursos a quienes se negaran a obedecer. Los graneros dejaron de ser de libre acceso; las contribuciones se hicieron obligatorias; el reparto del excedente de las cosechas ya no fue equitativo. La igualdad había muerto. El amanecer del Estado se adivinaba en el horizonte del futuro.

    4

    ¿P

    OR QUÉ LOS JEFES SE CONVIRTIERON EN REYES

    ?

    Bueno, no faltará quien piense que, en última instancia, un rey no es otra cosa que un jefe con pretensiones. De hecho, la historia está llena de ejemplos de aristócratas o generales que un buen día deciden, desde luego sin mucho esfuerzo, ceder a los ruegos de sus untuosos seguidores y proclamarse soberanos, aunque su territorio no sea algunas veces mucho mayor que una pequeña provincia. Pero sí hay que reconocer que entre los jefes y los reyes existe, al menos, una diferencia de grado. Y es precisamente esa diferencia la que explica cómo, hace unos seis mil años, algunos jefes empezaron a convertirse en reyes, o, en otras palabras, de qué manera surgió esa estructura política llamada Estado que, con el tiempo, ha llegado a parecernos natural.

    Las aldeas y poblados de agricultores y pastores del Neolítico, con sus pequeños campos de cultivo, sus graneros exiguos y sus excedentes no demasiado abundantes, podían bastar para mantener a un reducido grupo de individuos apartados de la producción directa de alimentos. Unos pocos herreros, algunos sacerdotes y un limitado contingente de soldados podían rodear al jefe y sostener su pretensión de regir los destinos de la diminuta comunidad.

    Pero un rey es otra cosa. Los reyes habitan en enormes palacios repletos de áulicos cortesanos, burócratas, sirvientes y soldados; erigen orgullosos monumentos que mantienen viva su memoria con el correr del tiempo; reclutan ejércitos numerosos con voluntad indudable de asegurar su poder e incluso ampliarlo a los territorios vecinos; se rodean de miles de sacerdotes y funcionarios, y, como todo ello resulta muy costoso, imponen sin escrúpulos a campesinos y artesanos onerosos tributos que, sin embargo, nunca bastan para sufragar sus cuantiosos gastos. ¿Cómo se explica un cambio de magnitud tan importante? ¿Es que, acaso, algunos jefes fueron más hábiles o inteligentes que los demás y terminaron por hacerse, poco a poco, con sus dominios?

    Algo de eso sucedió. No podemos negar que algunos estados antiguos nacieron de la conquista militar. Debemos aceptar, incluso, que la guerra estuvo presente, en mayor o menor grado, en la evolución de todos ellos. La tradición nos dice, por ejemplo, que el rey Narmer, el primer faraón, unió por la fuerza de las armas el Alto y el Bajo Egipto, haciendo de ellos un solo reino. Pero no es sólo la guerra la que explica un cambio tan importante. La clave se encuentra, una vez más, en algo mucho más humilde: los excedentes.

    Mientras las cosechas fueran exiguas, los excedentes tenían por fuerza que serlo también. Y si los excedentes no eran abundantes, no resultaba posible mantener a muchas personas que se dedicaran a actividades distintas de la mera producción de alimentos, como sacerdotes, comerciantes, herreros, artesanos o soldados. Fue un enorme incremento en el volumen de las cosechas y, por ende, de los excedentes, lo que permitió a los jefes convertirse en reyes y, de paso, multiplicó de manera exponencial el número de personas que dedicaban su tiempo a tareas distintas de la agricultura y la ganadería, convirtiendo en ciudades a las pequeñas aldeas del Neolítico y, por rendir tributo a las viejas expresiones decimonónicas, sacando a la humanidad de la barbarie para conducirla a la civilización.

    4.Lugal_zagesi%20de%20Umma.tif

    Relieve sumerio conservado en el Museo del Louvre que representa a Lugalzagesi, rey de la ciudad-estado de Umma hacia el 2400 a. C. y primer unificador del país de Sumer. Se trata de una de las representaciones artísticas de un monarca más antiguas que se conocen.

    Pero, por supuesto, la cuestión es: ¿qué hizo crecer de ese modo las cosechas?

    La respuesta es simple: el agua, o, mejor, dicho, los ríos. Las técnicas de las que disponían las que podríamos llamar «culturas de azada» neolíticas no daban para mucho. Pero si esas mismas técnicas, u otras sólo un poco mejores, se aplicaban en tierras más fértiles, como las que rodeaban a los grandes ríos del Próximo Oriente, China y la India, la cosa podía cambiar. Con toda probabilidad, los valles del Nilo, el Tigris y el Éufrates, el Indo o el Hoang-Ho producirían cosechas muy generosas, y quizá más de una por año, permitiendo un crecimiento acelerado de la población y haciendo posible que una buena parte de ella no se viera ya obligada a entregar todo su tiempo al cultivo de la tierra.

    Pero había un problema. Estos ríos se mostraban en exceso caprichosos. En ocasiones se desbordaban, anegando los campos y arrasando cuantas viviendas y construcciones hallaban a su paso. Y otras veces, por el contrario, llevaban tan poco caudal que las gentes que vivían en sus márgenes sufrían el hambre y la necesidad antes de que el voluble señor de las aguas les bendijera de nuevo con su benéfica corriente. Por si fuera poco, en las orillas abundaban los insanos tremedales, infestados de fieras salvajes y virulentos agentes patógenos, que no constituían precisamente un lugar muy atractivo para vivir.

    Y sin embargo, a pesar de los inconvenientes, los campos eran tan fértiles que merecía la pena arriesgarse. En la práctica, era cuestión de organizarse bien. Con la dirección adecuada, un número suficiente de hombres podían desecar los pantanos y someter las veleidosas aguas, almacenándolas mediante presas y embalses, o torciendo su curso por medio de canales y acequias, atesorándolas en espera de los años malos y llevándolas allí donde la tierra, un poco alejada del estrecho cauce del río, padecía la aridez extrema de un clima especialmente seco.

    Y así fue. La organización permitió a las culturas de azada del Neolítico dar un paso más por el camino del progreso. Las cosechas se multiplicaron de tal modo que la población empezó a incrementarse con rapidez. El excedente era tan cuantioso que permitía ahora mantener a un número enorme de personas ocupadas en tareas muy distintas de la mera producción de alimentos. Las diminutas aldeas de pastores y agricultores se convirtieron en orgullosas ciudades. La apacible quietud se tornó animado bullicio. La artesanía se diversificó. Junto a los herreros y alfareros aparecieron ahora tejedores, ebanistas y orfebres. Artistas anónimos pero geniales embellecieron el mundo con sus obras eternas. La vida se llenó de comodidades y lujos que jamás habrían soñado los esforzados pobladores de las aldeas neolíticas. Intrépidos mercaderes recorrían enormes distancias en busca de las materias primas y los productos más exóticos. Los sacerdotes, ayudados por una densa hueste de funcionarios, dividían su tiempo entre sus misteriosos ritos religiosos, la atenta supervisión de las obras hidráulicas de las que dependían las cosechas, y la celosa administración de los graneros donde, año tras año, se acumulaba el excedente que debía bastar para alimentar a todos. Los soldados, mucho más numerosos ahora, protegían la bien ganada prosperidad de las posibles apetencias de los vecinos. Y por encima de todos, un monarca tenido por dios parecía velar sin descanso por el bienestar colectivo de los hombres.

    La barbarie había dado paso a la civilización.

    5

    ¿Y

    QUÉ LE PASÓ A LA IGUALDAD

    ?

    No, no nos hemos vuelto de repente

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