Libro electrónico168 páginas2 horas
Su único deseo: A sus órdenes (1)
Por Emily McKay
Calificación: 4 de 5 estrellas
4/5
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Información de este libro electrónico
Tras haber dedicado toda su vida a la compañía familiar, Dalton Cain no pensaba dejar que su padre regalase su fortuna al Estado. Tendría el legado que le correspondía y Laney Fortino podía ayudarlo, pero no sería fácil que volviese a confiar en él, porque seguía considerándolo un arrogante insoportable.
Autor
Emily McKay
Emily McKay has been reading Harlequin romance novels since she was eleven years old. She lives in Texas with her geeky husband, her two kids and too many pets. Her debut novel, Baby, Be Mine, was a RITA® Award finalist for Best First Book and Best Short Contemporary. She was also a 2009 RT Book Reviews Career Achievement nominee for Series Romance. To learn more, visit her website at www.EmilyMcKay.com.
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Su único deseo - Emily McKay
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
N.º 1967 - marzo 2014
© 2012 Emily McKaskle
Su único deseo
Título original: All He Ever Wanted
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4044-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Prólogo
Según todas las apariencias, Hollister Cain, de sesenta y siete años y recuperándose del último infarto, estaba al borde de la muerte, pero era un borde al que se agarraba con la misma ferocidad con la que había llevado el imperio Cain durante los últimos cuarenta y cuatro años.
No era el cariño lo que había llevado a sus parientes a la casa. Cuando su esposa, con la que no tenía relación, sus tres hijos, dos legítimos, uno ilegítimo, y hasta su antigua nuera lo dejaron todo para correr a su lado no era por devoción sino por incredulidad. Ninguno podía creer que el hombre que había levantado un imperio y esculpido sus vidas pudiese ser mortal como ellos.
Seis semanas antes, cuando su salud empeoró drásticamente, el estudio del primer piso de la casa, en el prestigioso vecindario de River Oaks, Houston, había sido convertido en una habitación de hospital.
Sin acobardarse después de tres infartos, un doble bypass y un hígado enfermo, Hollister seguía pensando que ingresar en el hospital estaba por debajo de él. El estúpido arrogante.
Aunque Dalton entró en la habitación intentando no hacer ruido, su padre abrió los ojos y dejó escapar un suspiro agónico.
–Llegas tarde.
–Claro que sí. He tenido una reunión.
Hollister lo sabía muy bien porque el consejo de administración de la Compañía Cain se había reunido todos los lunes a las ocho de la mañana durante veinte años. A veces, parecía deleitarse en obligar a Dalton a elegir entre las obligaciones familiares y la empresa cuando sabía que dirigir la Compañía Cain era un trabajo que ocupaba todas las horas del día.
Su padre asintió con la cabeza, satisfecho. Estaba poniendo a prueba su lealtad hacia la compañía, como siempre.
–Muy bien –Hollister tomó el mando de la cama articulada con una mano temblorosa. Apenas parecía capaz de pulsar el botón.
El cabecero empezó a levantarse despacio y mientras Hollister se colocaba sobre la almohada, Dalton miró alrededor. Caro, su madre, estaba sentada en una silla al lado de la cama, seria. Griffin Cain, su hermano menor, tenía aspecto cansado ya que acababa de llegar de Escocia. Al lado de Hollister estaba Portia, la exmujer de Dalton, que parecía más cómoda con sus parientes que el propio Dalton.
Portia era una de las pocas personas que se llevaban bien tanto con Hollister como con Caro, por eso no había desaparecido de sus vidas después del divorcio.
Y, por fin, en una esquina, mirando por la ventana, tan distante como siempre, Cooper Larsen, el hijo ilegítimo de Hollister.
Cooper, apoyado en la ventana con expresión aburrida, ni siquiera miró en su dirección.
Su desinterés no le sorprendía tanto como su presencia. Que su padre lo hubiese llamado y que él hubiera respondido a esa llamada significaba que Hollister Cain estaba en peligro de muerte.
Los pitidos del monitor que controlaba el funcionamiento de su corazón se habían acelerado, como si el esfuerzo de pulsar el botón lo hubiese agotado, pero su mirada seguía siendo firme.
Alargó una mano para tomar algo de la mesilla y cuando Caro Cain, su mujer, le ofreció el vaso de agua, Hollister la apartó con gesto impaciente para tomar un sobre blanco. Intentó abrirlo y cuando no pudo hacerlo se lo ofreció a ella.
–Léelo –le ordenó.
Caro, con el ceño fruncido, sacó un papel escrito a máquina y empezó a leer en voz alta:
–Querido Hollister, he sabido que estás enfermo y que ya no hay recuperación posible. De modo que, por fin, el demonio se llevará a su ayudante en la tierra. Sé que criticarás estas palabras, pero te aseguro que las he elegido con cuidado. Podría haber dicho que eres el propio demonio y no estaría mintiendo. Ya no soy una «tonta ignorante» como tú me llamaste una vez.
Caro hizo una pausa, desconcertada.
–¿Esto es una broma?
Hollister hizo un gesto con la mano para que siguiera leyendo.
–Tal vez no recuerdas haber dicho esas palabras, pero te aseguro que lo hiciste y que yo nunca las he olvidado. Ni por un momento. Las pronunciaste unos segundos después de levantarte de mi...
La voz de su madre se rompió y Griffin se acercó a ella.
–Esto es ridículo. ¿Para qué nos has llamado? ¿Para humillar a mamá públicamente?
–Sigue leyendo –ordenó Hollister, sin abrir los ojos.
–Yo la leeré –dijo Griffin.
–¡No! Quiero que la lea ella.
Caro miró a Griffin y a Dalton antes de levantar de nuevo el papel.
–Esas palabras fueron pronunciadas con tal crueldad que durante años he rezado para tener la oportunidad de hacerte el mismo daño que tú me hiciste a mí. Y, por fin, después de tantos años, esa oportunidad ha llegado. Sé cómo has defendido siempre tu pequeño imperio, cómo te gusta controlarlo todo a tu alrededor, cómo manipulas... –la voz de Caro se rompió y tuvo que tragar saliva antes de seguir– a toda tu familia...
Dalton dio un paso adelante y le quitó la carta de las manos. Tal vez Hollister no se daba cuenta de la angustia que le producía tener que leer aquello en voz alta, aunque seguramente le daba igual.
Furioso, la leyó deprisa y tiró el papel sobre la cama. Lo había hecho por instinto, tan fuerte era el odio que desprendían las palabras de la desconocida.
Había sido escrita para hacerle daño a su padre y Dalton le resumió el contenido a los demás, aunque estaba seguro de que tarde o temprano todos la leerían.
–Dice que tuvo una hija de Hollister, «la heredera perdida» la llama. Se niega a contar nada más. Es una forma de torturar a Hollister en su lecho de muerte porque sabe que nunca podrá encontrarla.
Dalton miró a su madre y luego a Griffin. Todos sabían que su padre había sido un mujeriego, Cooper era la prueba viviente de ello.
Su hermano ilegítimo se apartó de la ventana en ese momento.
–De modo que el viejo tiene más hijos bastardos. No sé qué tiene eso que ver con nosotros.
Dalton estaba de acuerdo. Él tenía más que suficiente con dirigir la Compañía Cain.
Antes de que nadie pudiese decir nada, Hollister volvió a abrir los ojos.
–Quiero que la encontréis.
Aquello era justo lo que Dalton necesitaba, más responsabilidades.
–Podemos contratar a un investigador privado.
–Nada de investigadores –dijo su padre–. Va contra las reglas.
–¿Qué reglas? –preguntó Griffin–. ¿Quieres que la encontremos? Pues muy bien, la encontraremos. Pero esto no es un juego.
Hollister hizo una mueca.
–No es un juego, es una prueba.
Cooper soltó una amarga carcajada.
–Ah, claro. ¿Por qué si no me hubieras llamado a mí? Quieres que demuestre que soy digno hijo tuyo.
–No digas tonte... –Hollister empezó a toser y tardó unos segundos en recuperarse–. La prueba es para todos vosotros.
–Yo tengo cosas mejores que hacer. No cuentes conmigo, no estoy interesado –dijo Griffin.
–Yo tampoco –se apuntó Cooper.
–Pero lo estaréis.
Hollister había dicho esa frase con tal convicción que Dalton sintió un escalofrío. Su padre estaba muy débil, muriéndose en realidad, pero él sabía que nunca hablaba con esa convicción a menos que estuviera muy seguro de algo.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Hollister volvió hacia él sus ojos azules.
–Todos estaréis interesados porque quien encuentre a esa mujer heredará la Compañía Cain.
Bueno, eso lo cambiaba todo.
Dalton siempre había sabido que su padre era un canalla, pero nunca lo hubiera imaginado capaz de algo así.
Él había dedicado su vida a la compañía y no pensaba renunciar a ella sin luchar.
–¿Y qué ocurrirá si ninguno de nosotros la encuentra? –le preguntó.
La habitación quedó en silencio y Hollister pareció tomar aliento antes de responder, en un susurro:
–Que toda mi fortuna pasará a manos del Estado.
Capítulo Uno
–No es verdad, no va a hacerlo –Griffin abrió la puerta de su apartamento y se apartó para hacer pasar a Dalton–. La Compañía Cain significa tanto para él como para cualquiera de nosotros. Nunca dejaría que el Estado se quedase con ella.
–Si fuese otro hombre, estaría de acuerdo –empezó a decir Dalton–. Pero Hollister no se tira faroles y tú lo sabes.
Griffin vivía en el mismo rascacielos del centro de Houston en el que vivía él. Cuando Portia le pidió el divorcio, Dalton había comprado un apartamento allí porque el edificio estaba cerca de la oficina. Además, ya conocía el de su hermano y de ese modo no había tenido que buscar casa por toda la ciudad.
El apartamento de Griffin estaba decorado con grandes sofás de piel y mucho acero. Era caro, moderno y, en su opinión, demasiado frío. Claro que su propio apartamento estaba decorado como si fuera el de un universitario, de modo que no podía criticar.
–¿Qué quieres tomar? –le preguntó su hermano.
–¿Vas a beber ahora? Aún no es mediodía.
–Después de la bomba que ha soltado papá, creo que necesitamos una copa.
–Muy bien –asintió Dalton. Tal vez una copa lo calmaría un poco–. Un whisky.
Griffin sacó varias botellas y empezó a hacer mezclas en una coctelera.
–¿Tú sabes si puede hacer eso legalmente?
–Creo que sí puede –Dalton se pasó una mano por el pelo–. Por supuesto, mamá recibirá los bienes comunes que le corresponden: las casas, los coches, el dinero. Pero Hollister puede hacer lo que quiera con las acciones de la empresa.
–Imagino que eres tú quien más tiene que perder. ¿Qué piensas hacer?
Dalton se quitó la chaqueta y la colocó en el brazo de un sofá. Sí, claro que era él quien más tenía que perder. Había dedicado toda su vida a ser el perfecto director de la Compañía Cain. Todas sus decisiones desde que tenía diez años, desde las aficiones infantiles a las actividades extraescolares, su educación universitaria, incluso la mujer con la que se había casado tenía que ver con la empresa familiar y no iba a dejar que su padre lo destrozase todo de un plumazo por un capricho.
–Una opción es esperar a que muera y después llevar el caso a los tribunales.
Griffin puso la tapa en la coctelera y empezó
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