Papá, mamá, ¡dejadme tiempo para mi!
Por Etty Buzyn
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Información de este libro electrónico
* ¿Por qué es tan necesario el juego?
* ¿En qué sentido es constructiva la inactividad?
* ¿Cómo benefician al niño los momentos de «aburrimiento»?
* ¿Qué lugar deben ocupar la televisión y los videojuegos en su tiempo libre?
* ¿Hasta qué punto deben tener libertad para elegir sus aficiones?
Etty Buzyn, psicóloga clínica y psicoterapeuta, expone las razones por las que el exceso de actividad merma la riqueza de la imaginación, que es determinante para «la creatividad y, por lo tanto, para la adaptación y la innovación». Por ello, los niños deben disponer de tiempo libre para soñar y, así, el día de mañana no verse tentados a quedarse al margen de la sociedad ni convertirse en adultos que se sientan atados por las normas.
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Papá, mamá, ¡dejadme tiempo para mi! - Etty Buzyn
vida.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a todos los pacientes que me han inspirado esta reflexión, y en especial a los que me han autorizado a evocar su problemática en este libro.
También quiero agradecer a Myriam Goldmann su apoyo crítico y caluroso, y a Jacques Sédat, la ayuda aportada con su erudición.
Índice
Agradecimientos
Introducción
Primera parte Niños de los que se espera demasiado
1 El bebé es una persona
El «deseo», sello de calidad
¿Una persona pequeña o mayor?
El exceso de palabras
El niño terapeuta
Palabras inadecuadas
El niño desahogador
A propósito del divorcio
Para una atención verdadera
Padres-profesores y bebés-sabios
2 El niño alienado
Jugar por jugar
Deseo de los padres, deseo del hijo
El niño-objeto
Acerca de la libertad de elegir
La escuela de la norma
Los niños se descubren a sí mismos
La exploración personal
El pequeño director general
Una vida fraccionada
Un tiempo para no hacer nada
3 ¿Cabezas llenas o cabezas vacías?
La televisión y el estereotipo de la imagen
Los videojuegos
La realidad virtual
Acerca de la prohibición de fantasear
Segunda parte Un lugar para la fantasía
4 Acerca del imaginario
El juego como lenguaje
Un tiempo y un espacio para imaginar
La fantasía terapéutica
El respeto por el juego
Función del juego y de las producciones imaginarias
El cuento
Canalizar la violencia
Compartir emociones
Los juguetes
El juego-recompensa
Un tiempo liberado
5 Acerca de la creatividad
El placer de crear con las propias manos
Imaginar otra educación
Acerca de la expresión artística
6 Acerca de la ociosidad
Holgazanería e indolencia
La capacidad de aburrirse
La pereza
Madre artesanal frente a madre industrial
Dar nuestro tiempo y estar con ellos
Acerca de la autonomía precoz
La necesidad de un ideal
Conclusión
Bibliografía
Notas
Introducción
Somos del mismo material del que están hechos los sueños.
William Shakespeare
En mi última visita a Françoise Dolto, un mes antes de su desaparición y consciente de que seguramente no la volvería a ver, le comenté lo preocupada que estaba por mi hijo, un joven adolescente, soñador y artista, que llevaba una escolaridad algo caótica.
Françoise Dolto, como de costumbre, me había escuchado con atención antes de interrumpirme bruscamente con aquella vivacidad que la caracterizaba: «¿Qué me está diciendo? ¿Que no es un hijo conforme a sus deseos? Pero ¿acaso se ha preguntado si usted corresponde a sus expectativas? Seguramente usted no es una madre ideal, pero ¿él intenta cambiarla? ¿Por qué quiere que renuncie a sí mismo? Él la acepta tal y como es; haga usted lo mismo. Este chico tiene unas capacidades que desarrollará si le deja tiempo para hacerlo».
Fue hace seis años, y fueron los últimos consejos que recibí de ella. No los he olvidado, sobre todo porque tenía razón. Así que tuve que elegir entre la aceptación sin convicción de un sistema educativo ampliamente coercitivo, así como la confianza intuitiva que tenía en el instinto de protección de mis hijos, esperando que sabría defenderlos de lo peor. Su escolaridad me pareció, al fin y al cabo, un auténtico campo de pruebas. Pero debo reconocer que su determinación en imponer su punto de vista nunca se debilitó, que, a su vez, era reforzada por mi reticencia legítima a delegar mis responsabilidades.
Esta experiencia personal, combinada con las múltiples observaciones de mi trabajo diario, es la causante de un cuestionamiento que me parecía importante compartir con otros padres. Como psicoterapeuta y psicoanalista, he tenido que seguir a niños que intentan resistirse como pueden a sus educadores, padres o maestros; son niños a los que se les exige mucho y demasiado pronto, según unas normas elitistas dictadas por intereses económicos y sociales que tienen alienados a los adultos. El hecho de ser consciente de esta alienación y de su consecuencia negativa en mis propios hijos es lo que me llevó progresivamente a redefinir mis prioridades en materia de educación para poder preguntarle al «niño que todos llevamos dentro».
No pretendo ofrecer aquí mis propias recetas; las numerosas guías, métodos y otras técnicas diversas orientadas a «construir» el hijo ideal —es decir, un niño adaptado a la sociedad moderna y a sus exigencias— cumplen ampliamente esta función. Mi objetivo tampoco es crear una obra teórica, sino simplemente hacer una síntesis de mi experiencia clínica basada en las vivencias de algunos niños y confirmada por adolescentes y adultos.
La importancia de que conserven una disposición intuitiva a soñar es la parte central de esta reflexión. Pero quiero que se me entienda bien: no se trata de un intento de apología del niño dejado al libre albedrío sin reglas ni límites. Un niño así no tendría ninguna posibilidad de «construirse» ni de socializarse; sólo podría comportarse de un modo marginal.
Simplemente deseo ser la portavoz de la revuelta, a menudo patética, de estos niños-resistentes, a los que mediante su sufrimiento —insomnio, dolores abdominales o migrañas crónicas— intentan protestar y expresar su rechazo al sistema. De hecho, realizan esfuerzos desesperados para luchar contra las presiones múltiples ejercidas sobre ellos por parte de educadores que, pensando actuar en el interés de su progenitura, a menudo echan a perder sus potencialidades originales en beneficio de una recuperación que hará de ellos unos adultos estereotipados y generalmente poco creativos.
Tanto si se trata de los más pequeños, todavía muy dependientes de su madre, como de niños mayores sometidos a las obligaciones escolares, pasando por adolescentes confrontados a una elección temprana de sus estudios, todas estas fases de desarrollo remiten a una cuestión de fondo: cómo traducir el mensaje que muchos expresan en el intento, y a veces el encarnizamiento, de proteger lo que sienten como un bien inalienable, es decir, el derecho a soñar, a ser curiosos y a descubrir sus aspiraciones más personales.
Los niños de los que hablo, los que no se someten ciegamente a lo que los adultos desean imponerles, a veces incluso antes de tener los medios de protesta necesarios, me han parecido a lo largo de mi práctica los más interesantes y los más imaginativos. Son niños muy valiosos para el futuro de nuestra sociedad y para su capacidad de cambio.
Queda esa otra categoría de «niños modelo» que suelen fascinar a sus progenitores, los que han aceptado renunciar a su mundo interior para conformarse de entrada con los proyectos que estos últimos ya han formulado por ellos. Ciertamente, se adaptan a ellos, pero ¿a qué precio? Y ¿para convertirse en qué clase de adultos? En adultos angustiados que buscan ganar tiempo pero que no saben cómo gestionarlo, sólo lo rentabilizan, incluso en sus actividades de ocio. En pocas palabras, excelentes consumidores al servicio de nuestra sociedad moderna para la que las nociones de gestión y de rentabilidad constituyen todo un programa que remite constantemente al mito de la eficacia. El niño, por su parte, se defiende como puede, para proteger sus deseos y sus sueños frente a un adulto que le querría idéntico a él.
Por lo tanto, y sin pretender en ningún caso culpabilizar a los padres, que, con toda su buena fe, creen estar haciendo lo correcto, me parece necesario restituir la posición del niño y aquello a lo que puede aspirar. ¿Acaso la creatividad de estos futuros adultos a los que habremos dejado tiempo para soñar no es la que permitirá a la sociedad abandonar el callejón sin salida actual y encontrar maneras de cambiar?
Debemos permitirnos urgentemente oír al niño nostálgico que tenemos dentro para poder hacerlo también con nuestros propios hijos. Porque «es algo que se experimenta a menudo, este abismo entre unos conocimientos sólidos, embalsamados en libros o en la moral, y el estado de ánimo aéreo de la vida que pasa. Podemos habernos instruido en todo y pasar el tiempo en la ignorancia absoluta de la vida. Los culpables no son los libros, sino la parsimonia de los deseos, la estrechez de los sueños».[1]
Primera parte
Niños de los que se espera demasiado
1
El bebé es una persona
El «deseo», sello de calidad
Actualmente, la concepción de un hijo se programa y «se controla» —prácticamente se elige su fecha de nacimiento— y todo ello a menudo después de interminables preguntas por parte de una pareja que no duda en correr el riesgo de introducir en su vida este «elemento perturbador» que representa la llegada de un niño.
A estas dudas se añade el hecho de que estas ganas de tener un hijo se enmarcan en un contexto económico ineludible que determina demasiado a menudo la elección de las parejas. Así, actualmente, es inimaginable tener un hijo sin haber reunido ciertas condiciones materiales indispensables, cuestiones que varían según las personas, pero que suelen derivar de la estricta capacidad económica. En lugar de imaginar este extraordinario encuentro con su hijo, y estar así atentos a las emociones que suscita este nacimiento, los futuros padres se ven en la obligación de disponer prioritariamente de un entorno adecuado para recibirlo. ¿Qué decir de la inmensa y costosa panoplia de la puericultura en la que la mayoría de elementos son superfluos, de la preocupación que provoca la pausa laboral momentánea de la madre o de la búsqueda urgente de una solución para su cuidado, entre guarderías abarrotadas y asistentes desbordadas?
Todas estas preocupaciones de organización material ocultan a menudo una tendencia habitual en las mujeres embarazadas, que consiste en imaginarse a su futuro bebé y prepararse psicológicamente para recibirlo. Y este tiempo imaginario se acorta a medida que las ecografías se van sucediendo, para terminar de salpicar el embarazo y alterar esta parte de desconocimiento que debe conservarse y respetarse con relación al pudor legítimo de las madres.
La imagen ecográfica del embrión o del feto nos hace creer erróneamente que lo conocemos, hasta el punto de convertirse muchas veces en la primera foto del álbum. Pero esta visión es un engaño, porque el niño se constituye ante todo con los sueños de la madre con respecto a él, todo lo que ella pueda imaginar, proyectar, temer o esperar, los vínculos físicos que establece al principio cuando lo siente moverse, cuando lo acaricia a través de su vientre: todos estos vínculos de comunicación con el niño contribuyen a humanizarlo antes incluso de su nacimiento.
Y qué irritación se produce cuando la pareja, que al fin toma la decisión, espera un hijo que tarda en llegar, o qué decepción cuando la realidad del nacimiento altera la idea que los padres se habían hecho del mismo. Porque el niño, sujeto de pleno derecho, aporta con él una realidad a menudo distinta de la que los padres habían deseado, igual que el día a día siempre renovado pero repetitivo a la vez está lejos de ser un sueño y está lleno de obligaciones.
Después de haber controlado la concepción, los padres esperan naturalmente que este dominio se ejerza también sobre el propio niño. Se supone que el bebé, después de nacer, debe seguir respondiendo a sus deseos para interferir lo mínimo posible en su proyecto de vida.
Al haber sido deseado y haber nacido en el momento en que sus padres lo han decidido, su hijo debe ser un bebé ideal.
La libertad de elección adquirida por la pareja es considerable. Pero, sin querer venerar demasiado el pasado, no está claro que el «bebé deseado» actual sea mucho más fácil de integrar que el «bebé accidental» de antaño. Sabemos cuán