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Los Jardines de Bomarzo: Arte, poder y mito en el Renacimiento
Los Jardines de Bomarzo: Arte, poder y mito en el Renacimiento
Los Jardines de Bomarzo: Arte, poder y mito en el Renacimiento
Libro electrónico167 páginas2 horas

Los Jardines de Bomarzo: Arte, poder y mito en el Renacimiento

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Orsino Orsini, ilegítimo, deforme y con un solo ojo, cuya esposa fue seducida por el Papa Alejandro VI, construyó un 'parque de sexo y violencia' para así poder reflejar sobre este su odio (hacia el papa, su infiel esposa y un mundo que se rehúsa a aceptarlo). Mientras Haasse intenta interpretar el simbolismo del parque con sus veinte monstruosas estatuas, nos lleva con ella al laberinto de Cnossos en Creta, a los 'rituales y adoraciones al sol de los inicios de la historia' y a las disputas entre las familias Borgia y Farnese durante el siglo XVI.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jun 2016
ISBN9789588969039
Los Jardines de Bomarzo: Arte, poder y mito en el Renacimiento

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    Los Jardines de Bomarzo - Hella S. Haasse

    Table of Contents

    Título

    Inicio

    Colofón

    Los jardines

    de Bomarzo

    Hella S. Haasse

    Traducción y epílogo de

    Gonzalo Fernández Gómez

    Ilustraciones de

    Juan Manuel Ramírez

    Rey Naranjo Editores

    ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo? Dicho de otra forma: ¿cuál es la época y quién es el autor (o quiénes son los autores) de los monstruos de Bomarzo?; ¿en qué circunstancias, con qué objetivo, o al menos con qué intención, se levantó este extraño conjunto?

    André Pieyre de Mandiargues

    Pero ¿y si el mundo se hubiera convertido en un único enigma que luchamos continuamente por resolver?; ¿y si tuviéramos que cambiar primero nuestra forma de pensar y percibir para poder comprender?

    Georges Schlocker

    Todo empezó en sueños. Me veía vagando por cuevas, pasadizos subterráneos, laberintos de túneles ascendentes y descendentes que tarde o temprano resultaban no tener salida o se transformaban en grietas por las que no podía pasar. Aquellos entramados de pasajes soterrados por los que avanzaba con paso inseguro o gateaba a tientas colindaban directamente con el mundo habitado. La entrada podía ser un agujero en la cuneta de algún camino o una puerta en una calle de edificios aparentemente normales. A veces el laberinto era una casa, una confusa sucesión de estancias contiguas o contenidas unas dentro de otras, como un puzle de piezas poliédricas: chaflanes y falsos tabiques que daban paso a un batiburrillo de muros, escaleras, puertas correderas, cubículos más pequeños que una caja, desvanes de techo bajo y buhardillas interminables, por no hablar de los sótanos, donde además reinaban las tinieblas. Antes de cruzar el umbral de una de estas casas o de adentrarme en una cueva se apoderaba de mí en el sueño un presentimiento, o tal vez un recuerdo; pero a pesar de mis recelos, algo me impelía a entrar. Estas ensoñaciones no me abandonaban durante el día. Siendo niña, ningún juego me fascinaba más que esconder y buscar pequeños tesoros, preferiblemente en edificios desconocidos o casas abandonadas. Mi imaginación cobraba alas en parques y jardines ante un viejo laberinto de setos o un pasadizo bajo una pérgola tupida en los meses de verano. Una caracola, frágil creación de espirales invisibles, era un objeto mágico. Meandros, círculos concéntricos, cualquier ornamento formado por elementos entrelazados ejercía sobre mí una particular fuerza de atracción. Y lo sigue haciendo. Los fenómenos naturales y las formas de los objetos, las personas y las relaciones humanas adquieren para mí significado en función de su complejidad y su carácter más o menos arcano.

    Otros sueños también recurrentes tienen que ver con cierto tipo de paisaje: colinas y valles, a menudo las mismas zonas de un extenso territorio ajardinado que reconozco en el sueño y del que podría dibujar un mapa al despertar. Pendientes cubiertas de árboles altos y oscuros que dan paso a sinuosos campos de hierba; cuevas, cascadas y un camino con tramos ascendentes y descendentes que dibuja rizos y espirales en el paisaje. Pero nunca hay allí nadie más que yo y tampoco veo animales o pájaros. Un silencio absoluto, primigenio, lo inunda todo.

    Bomarzo ha ido viniendo a mí a lo largo de los años. Primero en forma de fotografías en un reportaje de una revista que cayó casualmente en mis manos en 1953 o 1954; no recuerdo dónde, tal vez en la sala de espera del dentista o entre las publicaciones ya un tanto atrasadas de la carpeta de lectura a la que estábamos suscritos por aquel tiempo. Eran imágenes de un parque próximo a la localidad italiana de Bomarzo, en la provincia del Lacio, que formaba parte de un castillo con muchos siglos de historia, Villa Orsini. El parque estaba poblado por esculturas insólitas, en algunos casos incluso grotescas: dos gigantes enzarzados en una pelea, un elefante que arrastra con la trompa a un soldado uniformado con falda y coraza, un dragón batiéndose contra dos animales más pequeños, una cabeza de piedra del tamaño de una casa con las fauces amenazadoramente abiertas (en la imagen aparecía un niño metido en la boca). Las fotografías se habían tomado con el sol bajo, es decir, por la mañana temprano o a última hora de la tarde; las sombras alargadas le daban un aire lúgubre al paisaje y a las esculturas. Decir que sufrí un shock sería exagerado, pero algo ocurrió en mi interior. No podía dejar de mirar aquellas imágenes. Según los pies de foto el parque encerraba ciertas meraviglie, maravillas concebidas para asombrar e invitar a la reflexión. El término francés merveilles también tiene ese significado. Cuando repetí en mi interior la palabra émerveillement —asombro, admiración—, caí en la cuenta de que en inglés se dice amazement, y que el núcleo de esta voz, maze, significa laberinto.

    Unos años después encontré más datos acerca de aquel sorprendente parque en Die Welt als Labyrinth¹, una obra de Gustav Hocke dedicada al manierismo. Por aquella época, husmeando en una librería, descubrí también un ensayo titulado Les monstres de Bomarzo en un volumen de André Pieyre de Mandiargues publicado como Le belvédère. Ya no me sorprendí cuando, en 1963, viendo un programa de televisión dedicado al pintor holandés A.C. Willink, reconocí una de las esculturas de Bomarzo en uno de los lienzos sin terminar que había en su taller. Era la llamada gran ninfa, según la descripción de Mandiargues coronada majestuosamente con una jardinera de agaves, una figura desnuda, voluptuosa e inocente al mismo tiempo, erosionada, rota, cubierta de musgo y moho. Aquella efigie, cuyas dimensiones superan con creces el tamaño natural, parecía la mismísima tierra en proceso de descomposición, un viejo mundo en decadencia. Era un símbolo que yo tenía que descifrar.

    Quería ir a Bomarzo. No habría sido capaz de explicar qué era lo que esperaba encontrar allí, pero sin saber cómo ni por qué, necesitaba ver aquellos jardines. En varias ocasiones traté de incluir una visita a Bomarzo en nuestros planes de vacaciones, ganándome así las burlas de mi entorno directo y provocando al mismo tiempo un estupor no exento de cierta irritación: ¡otra obsesión más! Mi marido describió por adelantado la impresión que nos causaría el parque: unos jardines en estado de abandono con alguna que otra escultura extravagante y francamente fea; un simple parque vetusto con figuras desmesuradas como tantos otros en el centro de Italia, pero de ejecución más primitiva y por eso, con razón, menos conocido que, por ejemplo, los jardines de Villa Lante o Caprarola. Un lugar, en definitiva, que no vaut le voyage, y por el que tampoco merece la pena desviarse cientos de kilómetros durante una estancia en Italia.

    En mi interior, sin embargo, ya se había iniciado uno de esos procesos que escapan a la razón, hasta tal punto que mi frustración me llevó a elaborar planes para una novela sobre un Bomarzo soñado, un Bomarzo ideal en la conciencia de un narrador, el autor X, que habla en primera persona. Dicho autor quiere plena libertad creativa para escribir una novela titulada Los jardines de Bomarzo, en la que el parque (que solo conoce a través de fotografías) sirva de telón de fondo para las relaciones y conflictos entre unos personajes que, sin embargo, todavía no han tomado forma en su imaginación. Cada vez que X está a punto de partir hacia Bomarzo (el couleur locale es un requisito previo para que arranque la historia) surgen imprevistos, obligaciones, cuestiones de solidaridad o responsabilidad que hacen imposible el viaje, de tal modo que la necesidad de concentración del autor, contrariada una y otra vez, amenaza con degenerar en aislamiento, incluso en una forma de misantropía. X se refugia en la fantasía y crea una topografía imaginaria del parque. En su mente, las esculturas adquieren un significado y una importancia mayores que en la realidad (aún desconocida) de Bomarzo. Los monstruos aparecen en su imaginación como manifestaciones de lo demoníaco. Su Bomarzo interior acaba desplazando el aquí y ahora de su realidad cotidiana y X se entrega a paseos solitarios por sus novelescos jardines de los horrores.

    Pero en el parque hay también otros visitantes. En primera instancia pasan desapercibidos, forman parte del paisaje, no se distinguen del follaje de los pequeños grupos de árboles ni de la piedra gris y cubierta de manchas de las esculturas. Están presentes, pero no son más que meros figurantes, siluetas anónimas en la fotografía de un paisaje en blanco y negro. Todos ellos están unidos por un vínculo impreciso, tienen rasgos físicos comunes, hay entre ellos una especie de parentesco. Su presencia es más inquietante que la de las esculturas. Aparecen en cada recodo del camino, en cualquier vista panorámica y siempre hay al menos uno —o varios, o todo un grupo— en su campo visual; van y vienen, se los ve pasar en la distancia, se detienen junto a una escultura y esperan, titubean, hacen un descanso o toman posesión del lugar de forma intencionada, dispersando así la atención de X. Poco a poco, X empieza a reconocerse en los demás, a ver en ellos distintas manifestaciones de sí mismo. Pero todavía no son personas de carne y hueso, solo máscaras, sombras más siniestras aún que los monstruos, que X solo conoce de oídas. X se niega a establecer una relación con estos personajes aún sin vida que esperan a conocer el argumento de la novela y sus respectivos papeles en la trama. A falta de atención, acaban desvaneciéndose. Y lo mismo ocurre con el Bomarzo inventado, el parque soñado por X en respuesta a la necesidad de adaptarse y al aislamiento creativo, los temas centrales de la novela no escrita. Al final solo queda un monstruo, el propio X, que ha perdido definitivamente todo contacto con la realidad y vive enredado en las fantasías que él mismo ha tejido. X es como la araña, que para subsistir tiene que tejer sus redes, estructuras de finísimos hilos en el espacio. La araña extrae de su propio interior el hilo con el que teje; ella es la hilandera, pero también la bobina y la rueca de su reducido y vacuo universo. A mí me repugnan las arañas. ¿Qué tengo yo que ver con X?

    La mitología griega narra la historia de Aracne, maestra en el arte de tejer y bordar que desafió a Palas Atenea, diosa de la sabiduría y patrona de las hilanderas. Esta aceptó el reto y confeccionó sin ningún esfuerzo una tela perfecta con una variedad infinita de hilos. Aracne, que además de ser diestra con la aguja era muy ambiciosa, tejió a su vez un tapiz con imágenes de los juegos amorosos entre dioses y mortales, símbolo de la aspiración humana de acceder a los cielos. Los rumores llegaron al Olimpo y la diosa de la sabiduría bajó al mundo a contemplar la obra con sus propios ojos. Entonces quiso dar una lección a la hilandera mostrándole de forma incontestable la diferencia entre el talento y la inteligencia de los mortales y la fuerza creadora de los dioses. Para ello elaboró in situ un tapiz con las dimensiones y el dinamismo de toda la realidad viva, una tela que comprendía el cosmos entero. Aracne, al ver que aquello estaba fuera de su alcance, se ahorcó. Ella no quería tejer como una mujer, sino como una diosa. Su lema era: todo o nada. Pero la diosa no permitió que muriera y la convirtió en araña, una criatura frágil y trabajadora condenada a tejer para subsistir. La tela de araña, tejida, destruida y vuelta a tejer de forma indefinida, es su castigo, una repetición infinita de la verdad que Aracne no quiso admitir: terra est daedalus; la vida en la tierra es un continuo crear y ser creado, una tarea para las manos y un reto para el ingenio, pero siempre dentro de los límites de la mortalidad, y el hilo de la muerte —que Aracne no quiso utilizar en sus costuras— forma parte de ella.

    Dédalo, el genio creador, el inventor artista: así se llamaba el legendario arquitecto del laberinto del rey Minos en Creta, aquel palacio de intrincados corredores hogar del labris² o hacha de doble filo. Además de templo sacro, el laberinto era la prisión del Minotauro, el monstruo nacido de la unión entre la reina —la esposa de Minos— y un toro sagrado. También se denominaba laberinto a la pista de baile con figuras de mármol incrustadas que diseñó Dédalo para Ariadna, la hija de Minos.

    ¿Y quién era Ariadna? ¿Qué representaba? En el ritual cretense era una sacerdotisa descendiente de reyes que encarnaba las numerosas manifestaciones de la Gran Diosa. Representaba la belleza tanto en la tierra como en el inframundo, los cultivos, los árboles y las vides (el mundo vegetal con su promesa de flores y frutos), las fases lunares, la fertilidad y el nacimiento. En el mito del laberinto es la princesa que entrega a Teseo el hilo con el que este consigue encontrar la salida. Ariadna le ofrece al héroe la posibilidad de huir del inframundo y volver a nacer tras derrotar al Minotauro. Para encontrar la salida había que cruzar el punto central del laberinto; había que aceptar la paradoja y la ambigüedad, enfrentarse a lo imposible y asumir el riesgo de sucumbir en el intento. En ese sentido, Ariadna, con su magistral ardid del hilo, es el polo opuesto de Aracne, la hilandera de cuya red no es posible escapar.

    Antiguamente, en la isla de Creta denominaban laberinto a las figuras helicoidales trazadas en la interpretación de una danza, la danza de la grulla o de la perdiz, inspirada en los saltos que

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