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Pack 2 Fantásticos ebooks, no27. Un Comienzo para un Final & 301 Chistes Cortos y Muy Buenos
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Pack 2 Fantásticos ebooks, no27. Un Comienzo para un Final & 301 Chistes Cortos y Muy Buenos

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301 Chistes Cortos y Muy Buenos
Ainhoa Montañez

Una recopilación de chistes cortos y muy buenos. Una muestra:

¿Qué le dice un muerto a otro?
¿Quieres gusanitos?

–¿Y cómo está tu novio?
–Ya no es mi novio.
–Menos mal, era un imbécil y un tarado.
–Ahora es mi marido.
–Hace frío, ¿no?

El novio a la novia:
–Amor, ¿vamos al cine esta semana?
–No puedo, cariño. ¿Qué tal la otra?
–Está bien, pero ella tampoco puede.

–¿Cómo te va por el gimnasio?
–¡Brutal! Me salen músculos que ni siquiera conozco. Mira... ¿cómo se llamará este?
–Trapecio.
–Yo a ti también, tío, ¡trapecio mucho!

–Me he liado con una sevillana y me ha llevado a ese sitio de bailar zapateaos.
–¿Tablao flamenco?
–No, no. Hablaba en español. Raro, pero español.

–Papá, ¿puedo usar el coche?
–No, no puedes sin mi supervisión.
–¡Uy, uy! Perdón por no tener superpoderes como tú...

¿Qué es un circuito?
Es un lugar donde hay elefantuitos, caballuitos, payasuitos...

–Camarero, ponga una de calamares a la rumana.
–Perdón, señor, será a la romana.
–Irina, cariño, dile al gilipollas éste de dónde eres...

–Robin, ya va siendo hora de que te dé mi bat-móvil.
–¡Ostras, Batman! ¡Mooooola!
–A ver, apunta: 655...

–Mi novia me dejó, y para colmo, se fue con mi mejor amigo.
–Te entiendo perfectamente.
–¿Te pasó a ti lo mismo?
–No, pero hablo castellano.

–Línea Directa, dígame.
–¡Que me he hecho Gótico!
–Y a mí qué me cuenta.
–Ah, no sé. ¿No había que dar parte por siniestro?
___

Un Comienzo para un Final
J. K. Vélez
Un viaje que comienza como tantos otros en un tren y que puede ser el principio de la locura o, quizá, de una nueva e inesperada vida.

Fragmentos:
(1) Todo empezó hace tres meses.
Conozco a Esteban desde hace muchos años. Puedo decir que no creo que haya quien lo conozca mejor que yo. Cuando Esteban está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está exultante, para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Hasta cuando Esteban está espléndido para que se me pase por alto que está exultante para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé.
Por eso, cuando entró en la redacción aquella mañana de Junio, saludando efusivamente, sonriendo a todo el mundo, amigos, enemigos y simpatizantes, convertido su andar en una danza... (1)

(2) Mi vida cambió a raíz de un encuentro con un desconocido. Estas cosas solo ocurren en el tren, y no sé muy bien el motivo. Quiero decir, que si en lugar de encontrarnos en un tren, hubiésemos tropezado en un autobús, coincidido en el metro, conocido en un avión o mareado en un barco, quizá el efecto provocado en mí y en mi vida hubiera sido menor.
Pero fue en un tren, y además en uno de esos chapados a la antigua.
Supongo que ese halo de misterio, de estar enclavados en el pasado, que se respiraba en la estación, o el revisor vestido de negro, con gorro y mostacho, fueron suficiente para condicionarme. El tren me sugestionó. Podría ser el título para un próximo artículo.
O mejor no.
Por si esto fuera poco, hacía escasamente dos días había visto un corto en Versión Española sobre un tren y tres desconocidos, y lo cierto es que cuando entré en mi compartimento (al principio vacío) casi deseaba un encuentro similar.(2)

3) Hoy es la primera vez que veo salir al señor Gabriel de la habitación que ha alquilado en mi hostal. Qué tipo más extraño. Me pregunto qué llevaba en esa birria de maleta con la que llegó. Armas. Seguro. Una metralleta, a cachos. Una Uzi. Sí... Una Uzi de diseño redondeado, de acero estampado. Con mecanismo de acerr

IdiomaEspañol
EditorialPROMeBOOK
Fecha de lanzamiento11 ene 2017
ISBN9781370872596
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    Pack 2 Fantásticos ebooks, no27. Un Comienzo para un Final & 301 Chistes Cortos y Muy Buenos - J. K. Vélez

    UN COMIENZO PARA UN FINAL

    J. K. Vélez



    I

    Y allí estaba Esteban, llorando ante su tumba, preguntándose qué hubiera podido hacer para salvarle la vida.

    Aquel verano podía haber acabado de muchas formas, pero jamás habría imaginado un final semejante.

    Ahora todo era distinto. Él mismo ya no era el mismo, y ya no lo sería nunca más.

    Sintió la mano en su hombro y trató de serenarse.

    Una vez lo consiguió, echó una última mirada a la tierra removida, y, desde lo más profundo de su ser, una voz rota, la suya, dijo adiós, amigo, adiós.

    Luego, simplemente, salieron de allí.


    II

    Todo empezó hace tres meses.

    Conozco a Esteban desde hace muchos años. Puedo decir que no creo que haya quien lo conozca mejor que yo. Cuando Esteban está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está exultante, para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Hasta cuando Esteban está espléndido para que se me pase por alto que está exultante para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé.

    Por eso, cuando entró en la redacción aquella mañana de Junio, saludando efusivamente, sonriendo a todo el mundo, amigos, enemigos y simpatizantes, convertido su andar en una danza, como si en lugar de llevar un periódico en las manos fuera el alegre portador de una compresa súper absorbente y se preguntara a qué huelen las cosas que no huelen, un instinto, que tiene muy poco de divino, me dijo que se avecinaba tormenta en la vida de Esteban, y por ende en la mía propia, que para eso soy su íntima, su pañuelo de lágrimas perfumado, su frasquito de esencias naturales, su regalo sorpresa y pelín detestable de cumpleaños, su bruja de nariz retorcida y rebelde obsequio en la tómbola de la Asociación Pluriestética, su bola de cristal mellado, su magia... y su escoba, para recoger los restos.

    Cuando al pasar por delante de mi mesa me ignoró por completo, mis sospechas se vieron confirmadas. Conoce mis dotes de observación tan bien como yo conozco sus ataques de esplendor depresivo. Aproveché el café de las 10 para acorralarlo contra la máquina, cuando fue a buscar el suyo.

    —¿Qué ha pasado?

    —Se ha acabado el azúcar.

    —¿Y qué más?

    —Solo quedan dos vasitos.

    —Vale. A ver así. ¿Qué te ha pasado en el periodo de tiempo que va desde ayer a las seis de la tarde, momento en que abandonaste la redacción, a esta mañana, ocho treinta, momento en que has traspasado el umbral de esa puerta flotando entre nubes de algodón de azúcar?

    Su silencio me atravesó con la fuerza de un arpón (lanzado con fuerza).

    No se le ocurrió ninguna respuesta rápida. Ninguna réplica cortante o divertida.

    Solo me miró, acomodado en un silencio punzante (punzante de arpón, lanzado con fuerza) y una sonrisa triste en los labios.

    —Vaya, eso es terrible —hube de decir.

    —No te adelantes, aún no he contestado —contestó.

    —Estaba ensayando —repliqué.

    Me esquivó con muy poco tacto y se dirigió a su mesa, sonriendo a todo el mundo. Una muy mala señal. Le seguí porque se supone que es lo que debe hacer una buena amiga, pero ya estaba un poco harta de tener que sacarle las confesiones jugosas por la fuerza.

    —Esteban.

    —¿Mmm?

    —¿Qué te pasa?

    —Nada.

    —Ah. Nada.

    —Nada. En serio.

    —Ya.

    Un último intento, antes de empezar a chillar como una posesa.

    —Esteban, o me lo cuentas, o te juro que del guantazo que te doy se te van a quitar las ganas de entrar dando saltitos.

    —¿He entrado dando saltitos?

    —Pues sí, lo has hecho. Los dabas. Al entrar.

    —No, no los daba.

    —Que sí, que los dabas.

    —Que no.

     Marta, esa compañera pija, petulante y jactanciosa de la redacción, aquella mañana se ganó diez puntos, cuando intervino:

    —Sí que los dabas, Esteban.

    Por toda respuesta, él se llevó su café sin azúcar a los labios y dio un sorbo mirando a Marta como si fuese una cagada de pájaro en el capó de una furgoneta vieja.

    Yo, por mi parte, miré a Esteban como si fuese un componente parecido, de un animal más grande, y hubiese sido depositado en medio de la alfombra persa que adorna y embellece el suelo de mi salón.

    En lugar de ponerme a chillar como una posesa, me fui a mi escritorio y me puse a jugar con el ordenador. Cinco minutos después le había mandado un virus al correo, uno de mi cosecha, que le bloqueó la máquina.

    No se molestó en venir hasta mi mesa. Cogió el móvil y me escribió un mensaje, aunque, como solo nos distanciaban cinco metros de oficina, podría habérmelo dicho alzando un poco la voz entre el jaleo.

    ¿Qué coño has hecho? —Decía el mensajito.

    Cuéntame lo q te pasa y te lo arreglo —contesté yo.

    El siguiente mensaje resultó esclarecedor.

    Mi mujer me ha dejado.

    Estaba bastante claro. Su mujer era una verdadera imbécil. Dejar así a mi niño... Mensajito al canto.

    ¿Eso es todo?

    ¿Te parece poco?

    Volverá.

    No, no lo hará.

    Pues yo te digo a ti que sí.

    Y yo te digo a ti que no.

    Que sí.

    Que no.

    ¿Hacemos una apuesta? Apuesto uno d mis zapatos contra una d tus corbatas a q vuelve.

    En ese caso, y para ser justos, uno de tus zapatos contra media corbata mía.

    Hecho.

    Después del último mensaje miré el reloj, y, qué curioso, se había hecho la hora de ir a comer.


    III

    Fue un día difícil. Sabía lo que debía decirle. Sabía que había llegado el momento, y aun así, cuando lo vi llegar a casa con la camisa empapada y esa sonrisa suya de circunstancias, cuando se sentó a la mesa de la cocina con el pelo revuelto y aire de no poder con su alma, cuando me miró con carita de niño bueno y me pidió un beso, estuve a punto de echarme atrás.

    Esteban es así. Algo en él me recuerda continuamente que he sido feliz a su lado. Pero no quería confundir la pena con el amor. No quería llenar mi futuro de pasado, por bueno que éste hubiera sido. Ya había tomado la decisión, y sabía que sería lo mejor. No para ambos, por supuesto. Solo lo mejor para mí. Pero era preferible eso a mantener una mentira.

    Así que me senté a su lado, tomé sus manos entre las mías, y empecé a hablar. Fue todo un señor monólogo, el discurso que tanto me había costado preparar.

    Le hablé de mí, de mis deseos no cumplidos, de mis sueños por realizar, de mis aspiraciones olvidadas, del tiempo que ahora se me antojaba perdido. Le hablé de mi falta de ilusiones, de la monotonía de la vida en pareja, de la falta de amor que se había apoderado de mi corazón. Le hablé de mi desencanto, pero no con él, sino con lo nuestro. Le hablé de incompatibilidades, de silencios, de peleas y de aburrimiento. Le hablé y le hablé, porque no quería dejarlo hablar a él. Porque si él me hablaba me llevaría al día de nuestra boda, a la luna de miel, al mágico atardecer en Ibiza, a los susurros en mitad de las noches de acampada, al sofá de mi oso, mi libro y mi marido, como yo lo llamaba, a aquellos domingos en casa de su madre, con todos sus hermanos contando chistes zafios, y a la imagen de mí misma riendo como nunca lo había hecho antes.

    Y yo no podía permitir que me llevara de nuevo a esos sitios porque... Porque no.

    Así que hablé, y hablé, hasta que vi que sus ojos se habían llenado de lágrimas, y que me contemplaba en silencio, incrédulo, derrotado, sorprendido y herido.

    Y seguí hablando como si no me importaran sus lágrimas, como si lo hubiera visto llorar ya demasiadas veces, y mientras sus lágrimas brotaban, dentro de mí algo se rompía.

    Y le dije que se había acabado, que no me pidiera una oportunidad, porque no habría segunda parte, que no desperdiciara su tiempo tratando de encender una llama que llevaba demasiado tiempo apagada.

    Trató de mirarme a los ojos y miré hacia el suelo. Trató de decirme algo y lo hice callar.

    Trató de abrazarme, y salí corriendo.

    Volvería al día siguiente a recoger mis cosas, cuando él estuviera en la redacción. No quería verlo nunca más.

    Me quemaba su dolor.

    Me asqueaba mi actuación.

    Pero era lo mejor que podía hacer. No había otro camino.

    No podía seguir con él sin amarlo, y no podía decirle el porqué ya no lo amaba.

    Cuando llegué al apartamento, media hora más tarde, mi cabeza era un torbellino. No quería pensar en lo que me esperaba. Divorcio.

    Separación de bienes. Litigios.

    Tendría que verlo, en un futuro cercano, y no me sentía capaz.

    —¿Cómo estás?

    Antonio me tomó entre sus brazos y me estrechó tan fuerte que creí que me cortaría la respiración, para luego darme cuenta que, más bien al contrario, su cuerpo, su abrazo, me hacían respirar serena.

    —Es lo peor que he tenido que hacer en toda mi vida. Pero ya está hecho.


    IV

    Primero hablé con Laura, porque lo conoce mejor que nadie. Esteban y ella son uña y mugre, expresión, sea dicho de paso, que utiliza mi hijo mayor desde que se enganchó a esa telenovela colombiana.

    Me gusta que mis empleados sean felices. También me gusta que rindan, eso es evidente, pero no harán una cosa si no son la otra.

    Siempre uso la comparación del trabajo y el reloj de precisión. Los empleados del uno son como el engranaje del otro. Si una pieza falla, se atrasa. Si fallan dos, nena, la hemos hecho buena, y si fallan más, el reloj se nos jode y, en nuestro caso, el periódico no sale. También utilizo mucho la comparación del empleado con la manzana. Manzana podrida tras el aguacero, pudre al compañero.

    Lo de los refranes improvisados es una estrategia para crear buen ambiente. Lamentablemente no consigo el efecto deseado. En vez de tranquilizar los ánimos y provocar una sonrisa, suelo conseguir miradas de recelo del tipo Dios, se está haciendo el gracioso. ¿Estará a punto de despedirme?.

    Tendré que hacérmelo mirar. Tomar un cursillo, o algo. Que no siempre la silla más grande es la más cómoda.

    Generalmente clasifico a los empleados en dos grandes grupos: Hombres y mujeres.

    Con los hombres es fácil tratar. Entran, les dices lo que deseas conseguir, y te dicen que vale, que bien, porque somos más lentos que ellas y nos cuesta reaccionar lo que no está en los escritos. Luego, cuando salen del despacho, es cuando se dan cuenta de que el día 17 ya pasó hace una semana, con lo que entregar el artículo ese día se les hace harto difícil. Se agobian un poco, pero a veces eso es bueno. Felices sí, pero no ociosos. El hombre y el oso, cuanto más ocioso, más peligroso.

    Las mujeres son otro cantar. Los hombres no tienen subgrupos, todos más o menos son parecidos. Puedes tratarlos por igual.

    Pero ellas...

    Yo las divido en tres subgrupos. Primero están las empleadas corrientes. Con un vistazo sabes que puedes tratarlas como a los hombres, pero ojo, ellas son más rápidas, no les cuesta tanto reaccionar, y pueden darse cuenta de que el día 17 ya pasó cuando aún están en el despacho, con lo cual tendremos un problema.

    Luego están las empleadas atractivas.

    Puede que me consideren machista, pero además de jefe, soy hombre, y a las mujeres atractivas no hay por donde cogerlas. Prefiero no llamarlas nunca a mi despacho. Y si no tengo más remedio que hablar con alguna, procuro poner todas las fotos de mi esposa bien visibles. Es una medida subliminal. Así evito molestos acosos.

    El tercer subgrupo está enteramente dedicado a Laura. Ella entra en el despacho, le dices lo que deseas que haga, te dice que vale, que bien, pero cuando sale del despacho se va con un aumento de sueldo, y no sé cómo lo hace.

    Es persuasiva, seductora y ágil. Un peligro.

    Por eso nunca la llamo al despacho. Pero aquel día la llamé, porque una de mis manzanas estaba empezando a ponerse pocha, y manzana de manzano demacrado, buena la hemos armado.

    Para evitar que me llevara a algún terreno peligroso para mi matrimonio o mi bolsillo, decidí ir directo al grano.

    —Tú conoces bien a Esteban, ¿no es cierto?

    —Podría decirse que sí.

    —¿Sabes si le ha ocurrido algo últimamente? Encuentro sus artículos cada vez más flojos. ¿Qué le pasa?

    Nada. No soltó prenda. No hubo manera de sacarle una respuesta.

    Así que le pedí que llamara a Esteban a mi despacho. Y al minuto, toc, toc.

    —Adelante.

    —¿Quería verme?

    —Me hacía ilusión, sí.

    Se sentó, rígido. Solo con mirarle a los ojos intuí que, pasara lo que pasara, era peor de lo que había imaginado.

    —Esteban, ¿sabes por qué estás aquí?

    —Le hacía ilusión verme.

    —No. No me refiero a mi despacho, sino al periódico.

    Se tensó. Supongo que al final deberé hacer ese cursillo. Siempre los acabo poniendo nerviosos.

    —Será porque trabajo aquí.

    —Muy bien, veo que has hecho los deberes.

    Ahora lo estaba tratando de imbécil. Esteban era nuestro mejor redactor, y yo le hablaba como si fuera un alumno preescolar más bien cortito.

    —Esteban, estás aquí porque eres el mejor. Así de fácil.

    —Gracias, señor.

    —Y como eres el mejor, la responsabilidad es, también, más grande, ¿no crees?

    —Suponiendo que lo sea realmente, parece bastante cierto, sí.

    —La cuestión es que tus últimos artículos dejan bastante que desear.

    Una de sal y otra de avena, como quien dice.

    —Lo sé. No estoy en mi mejor momento.

    —Sabes que tu puesto no peligra. No digo que tus artículos sean malos, pero estás bajando mucho el listón.

    —Lo sé.

    —Y no quiero que te agobies, no pretendo darte el toque, ni llamarte la atención...

    A veces soy un poco cínico, es cierto.

    —...y sé perfectamente que cuando las cosas van mal, van mal. No hay que pedirle plátanos al nogal, tampoco.

    —Ahí, ahí.

    —En fin, que te he llamado al despacho porque me gustaría que me vieras como un amigo, y si hay algo que pueda hacer por ti, no tienes más que decirlo.

    —Pues...

    —Adelante, pide. El que no berrea no se alimenta.

    —Necesito ya mis vacaciones. Las tengo para Agosto...

    —¿Te va mejor cogerlas en Julio?

    —Sí.

    —¿Sólo eso?

    —Sólo eso.

    —Pues hale.

    Me gusta que mis empleados sean felices. Aunque creo que eso ya lo he dicho.


    V

    Mi vida cambió a raíz de un encuentro con un desconocido. Estas cosas solo ocurren en el tren, y no sé muy bien el motivo. Quiero decir, que si en lugar de encontrarnos en un tren, hubiésemos tropezado en un autobús, coincidido en el metro, conocido en un avión o mareado en un barco, quizá el efecto provocado en mí y en mi vida hubiera sido menor.

    Pero fue en un tren, y además en uno de esos chapados a la antigua.

    Supongo que ese halo de misterio, de estar enclavados en el pasado, que se respiraba en la estación, o el revisor vestido de negro, con gorro y mostacho, fueron suficiente para condicionarme. El tren me sugestionó. Podría ser el título para un próximo artículo.

    O mejor no.

    Por si esto fuera poco, hacía escasamente dos días había visto un corto en Versión Española sobre un tren y tres desconocidos, y lo cierto es que cuando entré en mi compartimento (al principio vacío) casi deseaba un encuentro similar. Me apetecía hablar, y conforme pasaban los minutos me iba impacientando un poco más, deseando que entrara cualquiera para empezar a contarle mi vida a la primera de cambio. Así que quizá yo mismo preparé el terreno.

    No tuve que esperar demasiado. Al rato, con el tren ya en marcha, un hombre de unos cincuenta años, con el pelo encanecido y unas gafas al borde de la nariz (lo que hacía que mirara echando la cabeza para atrás) se asomó por la portezuela y me dijo educada pero redundantemente si podíamos compartir compartimento.

    Evidentemente, le contesté que sí.

    Le ayudé a colocar las maletas, y se sentó frente a mí.

    Ya tenía un desconocido. Ahora solo me faltaba encauzar una conversación en la dirección deseada, que me permitiera hablar sobre mí.

    El problema es que no se me ocurría nada que decir, y el tipo tampoco parecía tener muchas ganas de hablar conmigo, así que me puse a mirar por la ventanilla, sabiendo que el traqueteo del tren y el paisaje bucólico combinados me harían estar durmiendo en cuestión de minutos.

    De hecho, cuando el tipo habló, yo ya no estaba allí del todo.

    —Muy bueno el de la comida basura.

    Me obligué a abrir los ojos y lo miré. Como estaba leyendo un periódico supuse que el de la comida basura era un chiste que acababa de leer.

    —Pues cuéntemelo —repliqué.

    —¿No se acuerda? Pero si sale en la edición de hoy.

    Aún no estaba del todo despierto, así que sus palabras bailaron en mi cabeza sin mucho sentido.

    —Corríjame si me equivoco. Usted supone que yo he leído hoy el periódico —dije.

    —¿Y o supongo eso?

    —Sí.

    —Explíquese.

    —¿Que le explique qué?

    —Que me explique por qué usted supone que yo supongo que usted hoy ha leído el periódico.

    —Porque me ha preguntado extrañado si no recuerdo el chiste, chiste que sale en la edición de hoy. Y digo yo que para recordarlo antes debería haberlo leído.

    —Perdone pero... ¿qué chiste?

    —El de la comida basura.

    —Ah, ¿pero es que era un chiste?

    —No lo sé, usted lo sabrá, que lo ha leído.

    —Pues yo creo que usted lo sabrá mejor, que lo ha escrito.

    —Ahora me he perdido.

    Divertido, el hombre me pasó el periódico, y señaló un artículo que llevaba una foto mía bastante reciente al lado.

    —Este es usted, ¿no? El artículo es suyo.

    El titular decía Comida basura, ¿un peligro para la salud?.

    —Será cabrón... —dije.

    —Oiga, que yo no le he faltado el respeto.

    —No, no. Perdone. Estaba hablando de mi jefe. Le pedí que me adelantara las vacaciones. Todos los años las cojo en Agosto, y mi sección desaparece durante ese mes. Habitualmente la ocupan con una crónica de sociedad. Era de suponer que este año harían lo mismo, aunque sea en Julio, pero el director se jubiló hace cinco meses, y el nuevo no se entera de la misa la mitad. Y ya ve, mi sección sigue en el periódico, pero este artículo lo escribí hace por lo menos seis años. Está reponiendo mi Verano Azul particular. Va a conseguir que la crítica me coma con patatas. Santo Dios, ni tan siquiera han cambiado las fechas.

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