Catalina de Siena: Vida y pasiones
Por André Vauchez
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En esta obra, André Vauchez dibuja el retrato de esta mujer apasionada y recorre su itinerario, con todo lujo de detalles, a través de la epidemia de la peste negra, la guerra de los Cien Años, las luchas fratricidas en Italia o el exilio de los papas en Aviñón. Con este libro, revivimos en nuestra imaginación a esta penitente dominica que se convirtió en la corresponsal, la confidente y la voz crítica de los poderosos, los príncipes, los reyes y los pontífices.
Se requería el saber, el talento y la sensibilidad de este eminente medievalista, para conseguir que penetráramos en la verdad existencial de una mujer excepcional –más allá de los variados rostros que se le han prestado a través de las épocas– y para que pudiéramos recuperar la actualidad de su persona y de su mensaje.
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Catalina de Siena - André Vauchez
André Vauchez
Catalina de Siena
Vida y pasiones
Traducción de:
Antoni Martínez-Riu
Herder
Título original: Catherine de Sienne. Vie et passions
Traducción: Antoni Martínez-Riu
Diseño de la cubierta: Purpleprint creative
Edición digital: José Toribio Barba
© 2015, Les Éditions du Cerf, París
© 2017, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3905-6
1.ª edición digital, 2017
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
CATALINA DE SIENA:VIDA Y DESTINO
Esbozo de una biografía: Catalina de Siena en Roma (1347-1380)
Siena en tiempos de Catalina Benincasa
Los años de infancia y de juventud
En los orígenes de una reputación de santidad: las etapas de la afirmación
El programa cataliniano: Roma, cruzada y reforma
Catalina en la política italiana: la estancia en Aviñón
En la turbulencia del Gran Cisma: la cruzada contra el Anticristo
Llegar a ser santa Catalina de Siena
Venecia, primer foco del culto a Catalina
La canonización y la difusión de la obra
Catalina, de heroína nacional italiana a doctora de la Iglesia
Imágenes y «lecturas» de Catalina de Siena en la Edad Media
Catalina vista por sus biógrafos medievales
Catalina de Siena según sus escritos
SEGUNDA PARTE
A LA BÚSQUEDA DE CATALINA:
UNA PERSONALIDAD TRANSGRESORA
La «santa anorexia»: modelar un cuerpo espiritual
Mística del amor y lenguaje del cuerpo
Una mujer en la Iglesia y en la sociedad. ¿Fue Catalina feminista?
Catalina de Siena profetisa de una renovación espiritual
La virtud de la escritura: Catalina autora
Catalina en los orígenes de la Observancia dominicana y de un nuevo proyecto religioso femenino
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
CRONOLOGÍA
A Odile Redon (†)
Sofia Boesch Gajano,
Alessandra Bartolomei Romagnoli
y Gabriella Zarri,
cuyos trabajos sobre Catalina de Siena
han sido para mí de gran valor,
y con todo mi agradecimiento
a Nicole Bériou y Sonia Porzi
por su lectura y sus consejos.
INTRODUCCIÓN
Catalina de Siena (1347-1380) no es, en nuestros días, una santa muy conocida fuera de la orden dominicana y el mundo reducido de los historiadores de la espiritualidad medieval. Cuando se la menciona, a menudo es solo para decir que era una gran mística y que desempeñó un papel importante en el regreso del papado de Aviñón a Roma, en 1378. En vida, apenas llamó la atención de sus contemporáneos, fuera de la Toscana y de Roma, lugares en los que transcurrió su corta vida. De hecho, no llegó a ser célebre hasta después de su muerte, a través de sus escritos. El papa Pío II la canonizó en 1461, pero hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando médicos y psicólogos comenzaron a interesarse por el fenómeno de la estigmatización y a discutir sobre esta cuestión entre creyentes y librepensadores, para que se despertara el interés por Catalina y otras visionarias de la Edad Media, como Hildegarda de Bingen y Ángela de Foligno. Solo en nuestra época se han multiplicado las investigaciones y los estudios que se le han dedicado y que nos han permitido comprenderla mejor, aunque sin llegar a hacer de ella una santa popular.
Hay para ello varias razones, y la primera es sin duda que Catalina de Siena no es, de inmediato, un personaje muy atractivo. En el prefacio de la primera biografía de la santa (escrita en 1915), Johannes Joergensen, un escritor danés convertido al catolicismo, escribía sobre esta cuestión: «Para ser sincero, debo confesar que en un principio experimentaba menos simpatía por Catalina de Siena que por Francisco de Asís. Hay en la naturaleza enérgica de la sienesa cierto espíritu de dominación, un elemento de tiranía que me desagradaba». Asimismo, Louis Canet, en 1948, inicia su estudio sobre la experiencia espiritual de la santa con la siguiente observación: «Catalina de Siena no es para nada agradable. Le han sido negados el entusiasmo, la fantasía, la gracia, que tanto encanto dan a santa Teresa de Ávila. Espíritu no le falta, pero es agria».¹ Suscribo de buen grado esas reacciones porque también las he compartido. Aunque el testimonio de sus discípulos nos muestra hasta qué punto estaban subyugados por su influencia, la manera en que siempre se presenta Catalina acaba por agotar, mientras que su incomprensión ante determinados hechos de su tiempo y su angelismo en el terreno político y religioso suscitan en el lector más dispuesto asombro y a veces malestar.
No obstante, es preciso superar esta primera impresión y no dejarse confundir por esta personalidad tan impulsiva como imperiosa. Catalina de Siena merece ante todo atraer toda nuestra atención porque es la primera mujer de la Edad Media de la que disponemos de una muy abundante documentación, empezando por sus propias obras. Después, ha sido víctima, en el transcurso de los siglos, de malentendidos y juicios prematuros que a menudo nos impiden comprenderla: así, se le ha atribuido el mérito ––o el error, según la época–– de hacer regresar a Roma al Papa de Aviñón, algo muy discutible, como veremos; o bien se ha focalizado la atención —con un cierto voyerismo— en sus «estados místicos» (éxtasis, estigmatización, levitación), de los que poco habló ella misma en sus escritos y que no constituyen más que el reflejo más llamativo de su experiencia religiosa íntima. En la actualidad, esos aspectos de su vida no son los que más interesan y a veces hasta nos impiden captar dónde reside la verdadera grandeza de esta mujer excepcional.
Este libro no está solo; se inscribe en una corriente de estudios que ha vuelto a poner en su puesto de honor a Catalina de Siena a partir de los años 1970-1980, sobre todo en Italia y en los países anglosajones. Historiadores como Odile Redon, Sofia Boesch Gajano, Caroline Bynum, Rudolph Bell, Antonio Volpato y Gabriella Zarri, filósofos como Dominique de Courcelles, teólogas como Giuliana Cavallini se han interesado en ella desde la perspectiva de una historia de las mujeres y de la religiosidad femenina, y lo mismo hicieron psicoanalistas como Ginette Raimbault y Caroline Eliacheff.² Sus investigaciones y las más recientes de Alessandra Bartolomei Romagnoli, Thomas Luongo y Sonia Porzi han renovado de manera profunda el enfoque de esa personalidad tan original, cuya influencia no ha cesado de dejar huella hasta nuestros días. De todo este movimiento intelectual que le está otorgando finalmente a Catalina de Siena el lugar que se merece quisiera dar cuenta la presente obra, para recolocar su vida y su obra en la historia de la santidad y de la cultura religiosa en los últimos siglos de la Edad Media.
PRIMERA PARTE
CATALINA DE SIENA:
VIDA Y DESTINO
ESBOZO DE UNA BIOGRAFÍA:
CATALINA DE SIENA EN ROMA
(1347-1380)
Aquella a la que llamamos Catalina de Siena nació en esta misma ciudad, y su verdadero nombre ––tal como figura en el registro de admisión de las Mantellate–– es, en latín, Katarina Jacobi Benincasa. Su padre se llamaba, efectivamente, Jacopo di Benincasa y su madre Lapa di Puccio di Piagente, llamada Monna Lapa, hija de un artesano, poeta en horas libres. En 1347, Monna Lapa trajo al mundo gemelas, que en la serie de sus hijos ocupaban el puesto vigésimo tercero y vigésimo cuarto, aunque de las dos solo sobrevivió Catalina. Su madre le consagró todos sus desvelos, dándole el pecho, cosa que no había podido hacer con sus otros hijos porque se encontraba encinta antes de que llegaran a la edad normal del destete. Su fecha de nacimiento no está atestiguada por ningún documento contemporáneo porque en aquel entonces no había registro civil y los registros parroquiales, en los que podría haber estado escrito su nombre con ocasión de su bautismo, no han llegado a nuestras manos. Algunos historiadores han observado, en efecto, que, como Catalina murió el 29 de abril de 1380, la duración de su existencia habría sido de treinta y tres años, cifra que remite a la de la vida de Cristo y que podría ser resultado de un deseo de poner el acento en la conformidad de la santa con aquel a quien ella llamaba en sus escritos «Dios-y-hombre». Se admite por tanto la duda, aunque quizá esto sea llevar algo lejos la sospecha. En general, la fecha que la crítica considera como probable, aunque no absolutamente cierta, de su llegada a este mundo es el año 1347. Su familia residía en Via dei Tintori, en el barrio de Camollia, en el territorio de la Contrada dell’Oca, donde vivían muchos artesanos textiles. La casa paterna estaba situada en una zona periférica de la ciudad, dominada por el convento de San Domenico, que se alzaba sobre el montículo de Camporeggi.
Siena en tiempos de Catalina Benincasa
Siena era, a mediados del siglo XIV, una de las principales ciudades de Italia central junto con Florencia y Pisa. La ciudad había tenido un gran desarrollo en el siglo XIII y era entonces un importante centro comercial y bancario. Presentes desde el siglo XII en las ferias de la Champagne, los sieneses, que habían inventado la letra de cambio, fueron durante mucho tiempo los principales banqueros del papado, sobre todo después de la disolución de la orden de los templarios en 1312. Esta ciudad-Estado controlaba la Via Cassia (o Francigena), por donde pasaban los peregrinos y los viajeros que se dirigían a Roma. La ciudad dominaba un territorio ––su contado–– que se extendía en dirección sur hasta el puerto de Talamone y hasta la Maremma, y estaba en contacto con el Estado pontificio a la altura de Massa Marittima y de Grosseto, lugares de los que se había apoderado en 1330.¹ Su prosperidad se traducía en realizaciones notables en el terreno del urbanismo: edificada sobre tres colinas en terrenos empinados, que dominan la famosa Piazza del Campo, con el Palacio comunal flanqueado por un alto campanario, la Torre del Mangia, la ciudad contaba con numerosos palacios señoriales en los que residían los miembros de las grandes familias aristocráticas que poseían las signorie del contado. Excluidas del poder por el régimen comunal, esas familias ejercían, no obstante, un papel importante en la vida política de la ciudad debido a las habilidades de sus miembros y a su prestigio. La ciudad se dividía en tres terzieri: el de Città en el suroeste, que correspondía a la ciudad antigua; el de San Martino entre el centro y el sudeste, y el de Camollia al norte, con barrios socialmente diferenciados como el de Ovile, el más popular.
En el terreno político, Siena era una ciudad con tradición gibelina, es decir, favorable al imperio, que había vencido a los güelfos, partidarios de la Iglesia, en la batalla de Montaperti, en 1266. Pero esta gran victoria tuvo poco futuro: tres años más tarde las fuerzas sienesas fueron arrolladas por las de Florencia en Colle di Val d’Elsa y la ciudad fue puesta bajo interdicto por el papado, con el que aquella mantenía estrechas relaciones financieras y de las que dependía su prosperidad económica. Como consecuencia de estos acontecimientos, el partido güelfo tomó el poder en Siena en 1287 y lo mantuvo hasta 1355. En el marco de este régimen, el gobierno era ejercido de forma colegiada por los Nueve, un grupo de priores surgidos del estrato superior de la burguesía, el patriciado urbano, que los textos de la época designaban con el nombre de Popolo grasso, así como por el consejo general de la comuna. De forma significativa, los escudos de armas de la ciudad que figuran en los muros del palacio comunal estaban constituidos por un escudo blanco y negro (la comuna) agredido por un león rampante (el Popolo). En el siglo XIV, Siena fue uno de los mayores centros artísticos de la Toscana, con pintores como Duccio († hacia 1320), Simone Martini († en 1334 en Aviñón) y los hermanos Ambrogio y Pietro Lorenzetti († hacia 1348). El apogeo simbólico de este fasto período lo constituye la Sala della Pace, en el Palacio comunal, donde Ambrogio ilustró el tema bíblico Diligite iustitiam («Amad la justicia») representando los efectos del buen y mal gobierno en la ciudad y el contado.² La prosperidad creciente de la ciudad dio a los sieneses la idea de edificar un monumento grandioso: una catedral gigantesca, cuyo transepto estaría constituido simplemente por la ya existente y que se prolongaría en dirección al sur mediante una inmensa nave. Importantes trabajos se emprendieron con esta finalidad a partir de 1339, que se detuvieron en 1355 para no reemprenderse jamás. Hoy no queda de todo ello más que un bosque de inmensos pilares, testimonio de las abortadas ambiciones de la ciudad que por aquel entonces disputaba a Florencia la preponderancia en la Toscana.
A partir de mediados del siglo XIV, en efecto, Siena entró en una crisis que se prolongaría hasta el primer tercio del XV. Su población, estimada en 50 000 o 60 000 habitantes hacia 1330, se ve reducida a menos de 20 000 tras la peste de 1348, que muchos contemporáneos interpretaron como un castigo divino. Menos espectaculares, sin duda, pero bastante más grávidos de consecuencias, fueron las réplicas periódicas de la epidemia que arrasaban familias enteras en el espacio de unos pocos años: este fue el caso de un padre de siete hijos, amigo de Catalina, solo unos años más tarde; ella misma perdió a varios hermanos y hermanas como consecuencia de esta enfermedad recurrente. El cronista sienés Agnolo di Tura dejó un relato muy concreto y estremecedor de las consecuencias de la epidemia en la vida de la ciudad:
Ya no tañían las campanas; no había nadie que llorara a sus muertos, porque los supervivientes temían el mismo destino… El padre no asistía a la muerte de sus hijos, el hermano huía de su hermano, el marido abandonaba a su mujer por miedo al contagio, porque los supervivientes temían el mismo destino, ya que la enfermedad podía propagarse simplemente por el aliento de un apestado. Los cadáveres se enterraban lo más pronto posible, sin solemnidad alguna, y muchos yacían devorados por los perros en medio de las calles de la ciudad… Y yo, Agnolo di Tura, llamado Grasso, yo mismo amortajé con mis manos a cinco de mis hijos que puse en una misma tumba.³
La omnipresencia de la enfermedad y de la muerte valorizó el papel esencial de los hospitales, en particular el de Santa Maria della Scala, cuyo control era objeto de litigios entre las autoridades eclesiásticas y las civiles, así como de las instituciones caritativas como la Misericordia, gestionada en su origen por una cofradía creada a mediados del siglo XIII por un piadoso laico, Andrea Gallerani, y que luego pasó, en el siglo XIV, a ser controlada por la comuna. La crisis económica acentuó las tensiones sociales y los conflictos políticos debido a la agitación promovida por los dos grupos sociales excluidos del poder: los nobles, contra los cuales se había constituido y afirmado el Popolo, y los trabajadores manuales (Popolo minuto), que constituían una plebe despreciada por los emprendedores y eran proclives a actos de violencia. En 1355, el régimen de los Nueve y de sus partidarios (Noveschi), expresión política del patriciado urbano, fue derribado y reemplazado por el de los Doce, que incorporaba ampliamente a la burguesía artesanal de los maestros de las corporaciones, en particular los de «l’Arte della Lana», grupo económico que supervisaba el trabajo y el comercio de la lana y del paño, al que estaba ligada la familia de Catalina.⁴ Dos hermanos de Catalina, Bartolo y Stefano, entraron en el gobierno de la ciudad, pero este nuevo régimen debió hacer frente muy pronto a las peores dificultades: fue preciso aumentar los impuestos para alejar a precio de oro a los grandes grupos de mercenarios que devastaban por aquel entonces la Toscana, y poder hacer frente a las hambrunas cada vez más frecuentes, organizando repartos de grano en la Piazza del Campo para cubrir las necesidades de la parte más empobrecida de la población. Con ocasión de estas crisis frumentarias, los obreros del sector lanero (lanaioli), cuyos salarios eran muy bajos, cobraron conciencia de la desventaja que constituía para ellos su exclusión del gobierno de la ciudad y se organizaron para ser partícipes de este último, a iniciativa de la «Compagnia del Bruco», constituida por los cardadores. En 1368, el gobierno de los Doce fue derribado; se asiste entonces a una redistribución de los cargos públicos favorable al partido popular y a la llegada de un nuevo gobierno, el de los «Reformadores», que reunía en una coalición a representantes del Popolo y a ciertos elementos de la aristocracia señorial. En 1371, las capas inferiores del mundo laboral se sublevaron de nuevo contra la coalición en el poder y los Doce, de modo que sus partidarios todavía presentes en la ciudad fueron condenados al exilio. A continuación de estos sucesos, los dos hermanos de Catalina, que ella había escondido en los sótanos del hospital de la Scala para evitar que fueran masacrados, partieron definitivamente hacia Florencia, donde el mayor, Bartolo, murió en 1374 a causa de la peste. En este mismo año, la decapitación del noble Niccolò dei Salimbeni, acusado de complot contra el poder de turno, dio origen a una verdadera guerra civil en el seno de la ciudad, que acabó en 1375 con una paz humillante para las autoridades comunales. En este contexto debemos entender la actitud desafiante de las autoridades comunales frente a Catalina, cuando esta efectuó, en 1376, una estancia prolongada en Val d’Orcia, en las tierras de los Salimbeni, una de las familias aristocráticas más poderosas del contado, con la que ella estaba muy ligada. Del régimen comunal la santa no conoció apenas, de hecho, más que los aspectos negativos: gran inestabilidad política, violencia contra los bienes y las personas, luchas entre facciones incapaces de llegar a un compromiso estable, destierros de los adversarios del clan o de la coalición en el poder, que no podían sino suscitar en los excluidos un deseo de venganza, y ausencia de líderes indiscutidos y de grandes figuras políticas. A los ojos de Catalina, el sentido del bien común y del «Buen Gobierno», puesto en imágenes e idealizado unas décadas antes sobre todo en los frescos del Palacio comunal, tendía a perderse, y el gobierno de la ciudad padecía un gran desorden que ella no cesará de deplorar en sus cartas. Debilitada por la crisis demográfica y económica, destrozada por los problemas internos durante los años 1355-1385, Siena entró en decadencia respecto de sus rivales: Pisa y sobre todo Florencia, a cuya órbita se incorporará a finales del siglo XIV, antes de ser anexionada por ella a mediados del XVI.
En el plano religioso, Siena, ciudad dedicada a la Virgen María después de la victoria de Montaperti (su divisa era: Sena vetus, civitas Virginis [«Siena antigua, ciudad de la Virgen»]), estaba fuertemente marcada, a mediados del siglo XIV, por la influencia de las órdenes mendicantes, que se ejercía a través de cuatro grandes conventos: San Francesco para los Frailes Menores, San Domenico para los Predicadores, Sant’Agostino para los Eremitas de san Agustín y San Niccolò para los Carmelitas. El convento de San Domenico en Camporeggi, fundado en 1226, dominaba sobre la casa natal de Catalina, situada no lejos de la gran fontana de Fonte Branda, construida a mediados del siglo XIII cerca de una de las puertas de la ciudad.⁵ La influencia de los dominicos se fundaba en gran medida en el éxito de su predicación, por lo menos desde la época de Ambrogio Sansedoni († 1287). Más tarde, serán los franciscanos, con Bernardino de Siena, nacido en 1380, el año de la muerte de Catalina, los que pasarán a desempeñar una función más destacada. Pero el contexto religioso de la ciudad estaba igualmente marcado por el papel que desempeñaban en ella las grandes abadías del contado. Algunas eran los focos del monaquismo benedictino reformado: San Galgano al oeste, cuyos monjes cistercienses colaboraban en las actividades de la Biccherna, es decir, la gestión de las finanzas municipales. Sant’Antimo al este, y sobre todo la de Monte Oliveto Maggiore, fundada en 1319 por Ambrogio Piccolomini, Bernardo Tolomei y dos de sus compañeros, todos ellos hijos de grandes familias de la aristocracia sienesa. A ellas hay que añadir los conventos de los Eremitas de San Agustín, el de Lecceto y el eremitorio de San Leonardo, situados en un bosque algo alejado de Siena, la Silva del Lago. En este último residía, en vida de Catalina, William Flete, un eremita inglés llamado «el Bachiller» porque había hecho estudios de teología en Oxford antes de dirigirse a Italia. Este religioso, famoso por su santidad de vida y la cualidad de su dirección espiritual, ejerció una gran influencia en Catalina y en todas las clases dirigentes de la sociedad sienesa. La mayoría de los conventos y de los monasterios estaban, en efecto, vinculados a familias nobles (Tolomei, Malavolta, Salimbeni, Piccolomini, etc.), que los sostenían en el terreno económico, pero que a menudo acabaron envolviéndolos en sus redes de clientelismo y poder.
A partir del siglo XIII, Siena destacó por tener una importante corriente religiosa laica, ilustrada por las figuras de Andrea Gallerani († 1250), fundador de la Misericordia, y de Pietro Pettinaio († 1289) ––un artesano fabricante de peines que ejerció en vida una gran influencia espiritual y predicó a sus conciudadanos, lo cual le valió ser mencionado por Dante en la Divina Commedia––. La comuna celebraba solemnemente su fiesta cada año desde 1329, pero la gran mayoría de esos laicos devotos eran «penitentes» y recluidas que vivían en la periferia de la ciudad, cerca de las puertas o junto a las murallas, y subsistían gracias a las limosnas que les distribuían la comuna y los particulares. La mayoría de esas mujeres eran viudas, pero también se hallaban entre ellas algunas célibes demasiado pobres para ser admitidas en una comunidad religiosa en la que se exigía una dote de ingreso. No obstante, a partir de 1350 asistimos a un pronunciado declive del anacoretismo urbano, pues la Iglesia se mostró cada vez más