El oficio por dentro
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Es un libro heterogéneo, irregular, asimétrico y variado (…) Pero, repito, si obviamos los marcos para recorrer la escena nos sorprenderá su coherencia y el impulso con que ese raro oficio plagado de incertidumbres desemboca en el suelo común de la conciencia individual y las responsabilidades colectivas".
MARÍA FERNANDA PALACIOS
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El oficio por dentro - Ana Teresa Torres
Contenido
Retrospectiva de un oficio por dentro
La novela en siete vueltas
–Ideas para escribir una novela
–Primera vuelta. Algo debe estar pasando dentro de la mente. La conciencia en la novela
–Segunda vuelta. Todos los caminos no conducen a Roma. El comienzo y el final
–Tercera vuelta. ¿Quién vive allí? La construcción de los personajes
–Cuarta vuelta. ¿En qué mundo viven? Los espacios de la narración
–Quinta vuelta. Un asunto insalvable. El transcurso del tiempo
–Sexta vuelta. Miren quién habla. Las voces narrativas y el punto de vista
–Séptima vuelta. Lo que todo novelista sabe que le espera. La estructura
–Referencias
A la escucha del texto
–La voz del texto
–Paisajes de novela
–Conversación con Julio Ortega
–Conversación con María Ramírez Ribes
–Ser muchas personas a la vez
–Escritora, psicoanalista o al revés: el lenguaje como oficio
–Ana Teresa Torres por Carmen Boullosa
–La memoria móvil: entre el odio y la nostalgia
–Referencias
La escritura y sus circunstancias
–La soledad de la conciencia
–Coda: Disidencias y oficialidades
–La resistencia de la literatura
–Literatura comprometida. A 70 años de André Gide
–Coda: Poder y literatura
–Cuando la literatura venezolana entró en el siglo XXI
–Coda: La cultura en el futuro
–Conversación con Antonio López Ortega y Gustavo Guerrero
–El país según la escritura
–Referencias
–Futuro como paisaje
–Referencias
Notas
Créditos
El oficio por dentro
ANA TERESA TORRES
@AnaNocturama
ANA TERESA TORRES
(Venezuela, 1945)
Es autora, entre otras, de las novelas La favorita del Señor, Vagas desapariciones, Los últimos espectadores del acorazado Potemkin, Nocturama y Doña Inés contra el olvido, Premio de Novela de la I Bienal de Literatura Mariano Picón-Salas y Premio Pegasus de Literatura 1998, traducida al inglés y al portugués en varias ediciones. Destacada ensayista, en el año 2009 obtuvo una mención por parte del jurado del Premio de Ensayo Debate-Casa de América por su obra La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana, a la que le siguieron El oficio por dentro y Diario en ruinas (1998-2017). En el campo psicoanalítico destacan sus obras Elegir la neurosis e Historias del continente oscuro. Ensayos sobre la condición femenina. En 2001 recibió el Premio de la Fundación Anna Seghers de Berlín por su obra general. Es individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua.
A Roberto Lovera De Sola y Luz Marina Rivas, ejemplares acompañantes de estos años de escritura
Retrospectiva de un oficio por dentro
La posibilidad de ser otra, en otro registro, en otra contingencia. De abandonar, por un momento, la pesada carga de ser siempre uno mismo, y ser en el texto. Así es para mí el goce de la escritura, no muy distinto al de la niña importunada por sus tareas cotidianas cuando quería ser el gato con botas.
A.T.T.
Retrato frente al mar fue la primera narración que leí de Ana Teresa Torres. Leí ese cuento en 1984 sin saber que era suyo; luego, cuando se abrieron las plicas del concurso de cuentos de El Nacional, a lo singular del texto se añadió la sorpresa de un nombre ajeno entonces a nuestro mundo literario. Como tiempo atrás había sabido casi accidentalmente que ella escribía o quería escribir, mi sorpresa fue menor y mi alegría mayor a la de muchos. Recordé aquel ya remoto y breve encuentro en que ella discretamente evadió la conversación, visiblemente incómoda por la indiscreción con que aquel amigo común me lo había revelado. Su reserva de entonces me hizo comprender que la cosa iba en serio y por respeto y pudor no insistí en hurgar más allá. A pesar de las muchas afinidades que nos reúnen y que solo ahora descubro (comenzando por el año en que nacimos, los cuentos de Grimm, el ático de «Jo» y la estepa de Miguel Strogoff), solo volvimos a encontrarnos recientemente, cuando una postura común de defensa a la democracia y rechazo al régimen que hoy intenta destruirla en Venezuela, nos ha hecho solidarias en una misma «soledad de la conciencia».
Retrato frente al mar era un cuento distinto a todos los que en ese momento calificaban de «originales» y «novedosos». Las frases estaban en su lugar y la narración fluía sobria, sin tropiezos, entrando y saliendo del «retrato», sin rebuscamientos y sin pintoresquismos, mientras un discreto suspenso se hacía cargo de la marcha del relato, dilatándolo en profundidad, colateralmente, hasta «la otra orilla», en una zona reflexiva más allá de una anécdota de la que sin embargo no se desprendía. Sin desafío alguno para la comprensión de un «lector común», lo arrastraba hacia una narración paralela, un plano intelectual, una meditación estética en la que finalmente se resolvía el cuento. Era un cuento muy distinto del experimentalismo reinante y de nuestro agotado y convencional realismo telúrico. En ese cuento despuntaban en la literatura venezolana no solo un tono nuevo sino una actitud distinta ante el oficio de escritor. Lo nuevo quizá era la manera en que ambas cosas se entrelazaban desde adentro. Y era un cuento que contenía no una sino muchas novelas posibles. Era el cuento de esas posibilidades suspendidas, de «esa huella que nos señala distintos», convirtiéndonos en «contempladores perpetuos de la otra costa». Por eso me gustó tanto ese cuento y me sigue gustando, y ahora que leo este libro que felizmente me toca prologar, descubro en él las claves primerizas y fundadoras del «oficio por dentro» de Ana Teresa Torres.
Casi treinta años después, Ana Teresa Torres es lo que se llama un escritor de oficio. Una obra ya considerable no solo por los muchos libros sino por el rigor y la autenticidad que la respaldan, las distinciones y premios recibidos, su creciente difusión dentro y fuera de Venezuela, todo esto justifica que existan lectores interesados en saber de ella, en conocer lo que piensa de la literatura. Este libro responde a esa curiosidad, pero ofrece algo más. Si se lo lee como quien contempla un paisaje, viendo cómo se cruzan sus distintos horizontes (el novelesco y el de la vocación, el de la historia y el del país), quien lo lea como un continuo, saltándose el andamiaje externo de cada texto, podrá reconstruir un escenario intemporal e impersonal de adonde nacen, o a donde van a parar, todas sus narraciones. Es un libro heterogéneo, irregular, asimétrico y variado como suelen ser siempre las recopilaciones antológicas con que un autor junta sus opiniones. Externamente es así. Pero, repito, si obviamos los marcos para recorrer la escena nos sorprenderá su coherencia y el impulso con que ese raro oficio plagado de incertidumbres desemboca en el suelo común de la conciencia individual y las responsabilidades colectivas. A todo lo largo se escucha una misma voz reflexiva y serena que va insistiendo en convicciones muy firmes, y casi quiero decir «inquebrantables», si esta palabra no me sonara tan rígida para un escritor como Ana Teresa, que no descansa en teorías ya elaboradas: «Cuando estoy hablando de técnica de novela no estoy refiriéndome a un conocimiento establecido ni a una determinada teoría literaria, sino a un conocimiento artesanal en el mejor sentido de la palabra». En la primera parte de este libro, cuando paso a paso analiza el proceso de escritura, ella deja claro que es en el proceso mismo, en función del sentido que va perfilándose, donde podremos generalizar una suerte de poética personal.
Este libro entra en el mundo de una escritora a través de una escritura, y ambas, escritora y escritura, nos llevan a la zona donde conviven. Dije en el mundo de una escritora, no en su intimidad ni en su vida personal. Por eso antes lo comparé con un paisaje intemporal e impersonal, porque Ana Teresa Torres declina todo protagonismo en favor de ese territorio en el que sabe que habita como pasajero, por ratos más o menos largos, en el que siempre será un poco intrusa, como Alicia al otro lado del espejo; y siempre asombrada, como la niña que en vez de dormir siesta se escapaba a la región de los cuentos y los lobos. Entonces, su mundo es, al comienzo, el mundo de todo lector que cree en lo que lee: «nada me aleja más de un libro que la imposibilidad de creer en él». Esta fe fue el primer paso que dio, sin saberlo, hacia ese territorio, porque la hizo vulnerable al llamado de una verdad que compite y desafía las verdades ordinarias y fácilmente comprobables, fáctica o lógicamente.
Aquí, en «Paisajes de novela», ella habla de esa fe primera, la de una niña escuchando conversaciones y leyendo cuentos, «una niña que creía firmemente en aquello que leía», y que escribe porque ha sido capaz de conservar esa fe: «en mi elección literaria infantil prefiguro a la novelista que seré». Y cada vez que en una entrevista le preguntan ¿cómo empezó todo? ella cuenta esto: «la literatura viene para mí desde una niña lectora que encontraba en los cuentos una suerte de realidad paralela, algo que sin existir en mi vida, yo suponía que debía existir en alguna parte». Quizá lo dice para espantar a los intrusos con elegancia, o para sobreponerse a la timidez, quién sabe, es posible. A veces siento que la niña la ayuda a despojarse de las trilladas jergas académicas, del tener que explicitar la implícita corte de hablantes, sujetos, autores o narratarios implícitos. Sea como sea, lo cierto es que esa niña no la desampara y es mucho más que una finta o un manotazo para salir del paso. Esa niña existió y existe todavía, y no es solo un recuerdo y un pedazo de biografía. Y si su voz no es la misma, su mirada, la fe con que mira sí. Ella es quien hizo ese primer «pacto» de ficción indispensable que luego suscribirán sus lectores. Pacto de la realidad de la ficción: «creo que soy una escritora verosímil», dirá Ana Teresa más adelante, en un lenguaje adulto. Y la niña se adentró cada vez más en la maleza del cuento y en la boca del lobo. Sin llegar a ser lobo, lo escruta y busca un lugar emboscado para verlo. Dirá: «el abismo de lo real me ha capturado para siempre». Y ese abismo es el lobo. No los cuentos maravillosos «para niños inocentes», sino la boca de lobo de una realidad que la arrastra por el mundo a través de «inmensas estepas, profundos desiertos, larguísimos ríos, extensos bosques de abetos nevados, ciudades de neblina, mares infinitos o estrechas buhardillas donde se escondía Anna Frank». Esa fe la fue conduciendo, como a la protagonista de su Retrato frente al mar, a la espera de un acontecimiento para «tomar una vía que por alguna razón está prohibida». Entonces, en este libro observamos cómo nace la escritora en la escritura, y casi podemos hacer como el narrador de Retrato frente al mar: ver como al escribir la voz se introduce en aquella mujer contemplada que, a su vez, «miraba agotándose en el hecho de ver», «escapándose de sí misma en el objeto contemplado», a pesar de que ni ella, ni el narrador ni sus lectores, por más que miren, llegarán nunca a determinarlo.
El oficio por dentro, antes que de técnicas y recetas literarias, tiene que ver con la vocación. Y en el caso de Ana Teresa Torres la vocación es doble. Como la segunda parte del libro se llama «A la escucha del texto», es inevitable sentir en esta escucha el eco de un oficio que se desdobla siempre: la escritura y el psicoanálisis: «Con frecuencia, cuando preguntan a los escritores qué los hace escribir, responden que no saben hacer otra cosa. No sería mi caso». Ella nunca reniega del gusto con que ha ejercido su profesión de psicoterapeuta y su filiación psicoanalítica: «Dentro de mí no encuentro una oposición o una imposibilidad en estas vocaciones», y aunque reconoce que en la práctica sí llegó el día en que tuvo que dejar de cabalgarlas y escoger, para dedicarse solo a escribir, es obvio que «por dentro» el oficio acabó por fundirlas, borrando las fronteras profesionales. El punto donde se juntaron es la piedra angular de sus novelas: la forma en que los personajes entraban en la construcción, dejaba ver cómo la construcción eran personajes «a la escucha de un texto». Y cuando habla del trabajo del novelista en ningún momento impone un sesgo psicoanalítico desde afuera a la literatura. Así que El oficio por dentro va mostrando cómo su práctica psicoanalítica se fue fundiendo con la escucha de la escritora para experimentar lo parcial, el balbuceo y lo fragmentario de toda explicación, cuando esta se mide con verdades vividas. Se funden en la curiosidad de aquella niña que creía en lo que leía, y por eso sabía que las verdades que la realidad le ofrecía fuera de los cuentos era incompleta, fragmentaria, informe. Con el tiempo comenzó a escuchar la trama de verdades ignoradas que laten debajo de cada mentira; verdades que había que escuchar también desde el otro lado: «Al escritor o al psicoanalista no le preocupa encontrar la verdad única, y mucho menos la verdad comprobable empíricamente, sino construir la verdad».
«Construcción», «construir», son palabras que Ana Teresa emplea a menudo para referirse al trabajo del novelista. Trama, estructura, perspectiva o punto de vista, son aspectos formales que involucran esa «verdad» no evidente, dispersa, ignorada o perdida, y todo el sentido de sus novelas depende de ese ensamblaje. Si las piezas no están en su sitio, si la construcción no es firme, es imposible que el barco siga el curso del relato hasta el fin. Pero al mismo tiempo, ella afirma la consistencia milagrosa, azaroza, del sentido que puede proporcionarnos: «es un relámpago que nos atraviesa, muy de vez en cuando, ese minuto esplendoroso en que recorremos un paisaje ajeno y nos miramos desde otro que queda atrás mientras el tren avanza».
«No puedo ponerme a escribir si no siento que una voz me está llamando y pide que la consigne». Esta afirmación sorprende cuando la hace alguien con una formación como la suya, alguien empeñado en construir un sentido coherente, que quiere narraciones firmes y bien articuladas; sorprende que al mismo tiempo afirme con la misma serena convicción que la ficción es quien manda, y que se deje arrastrar por eso que la llama desde el fondo de una urgencia desconocida: «muchas veces he tenido la sensación, muy común en los novelistas, de que alguien está dictando y uno es el escriba tomando el dictado». Por supuesto, ella no menciona la palabra inspiración, pero intuyo que en esta reticencia suya hay más respeto que menosprecio; un comedido reconocimiento que echo de menos en muchos que sí suelen hablar en nombre de ella a diestra y siniestra. Ese llamado no tiene nada de ultramundano, en todo caso es profundamente intrahumano. Lo que quiero subrayar es la actitud con que ella reconoce que recibe una orientación ajena y aun opuesta a la suya: «Me parece que alguien me está dictando y que lo que estoy escribiendo no es exactamente lo que quería escribir».
En este libro hay otro asunto insoslayable: tratándose de Ana Teresa Torres no podía quedar fuera la relación de su escritura con la historia. Sin usurpar la lengua de los historiadores, desde el terreno que le es propio, el de la verdad de la ficción –es decir, el de los mitos– en su reciente libro La herencia de la tribu, ella reunió los pedazos que los historiadores no recogían. Mejor dicho, los pedazos que genera la historia misma, a medida que esculpe sus verdades históricas. El impulso que cristalizó en ese amplio fresco, en esa coral, era algo que ya estaba incrustado como una posibilidad en su manera de concebir una historia, cualquier historia, y en su forma de construir novelas. En todas, pero especialmente en Doña Inés contra el olvido, la lidia con el tiempo histórico, la mirada desde el tiempo, es la que moldea su relato. No hablo de la mirada de corto aliento, anecdótica, sino la que da sentido a la novela como tal. Ella la imagina dentro de algo, y ese algo es tiempo, es historia. Y aquí tenemos un nuevo núcleo donde se funden sus dos vocaciones, porque una mirada psicológica no puede prescindir de la historia: es historia.
Este libro termina con un largo, denso y magnífico epílogo: «La escritura y sus circunstancias». Creo que este título, a pesar de su eco orteguiano, no hace justicia al sostenido temple, al coraje intelectual de esta serie de ensayos y codas sobre el papel del escritor y sus responsabilidades como intelectual en el mundo político y en la hora que le toca vivir. No son ensayos sobre política. Son reflexiones, a dos aguas, puntuales y vigentes, que van de lo más íntimo de la conciencia de un escritor a lo más público de su oficio. La mayoría se refiere a situaciones y urgencias de la vida intelectual venezolana de estos años, pero a la vez tocan aspectos perennes e insoslayables que han marcado el tema del compromiso intelectual en los tiempos modernos. Todo lo que antes se ha dicho sobre la novela desemboca aquí, porque no se puede hablar desde adentro del oficio esquivando la soledad de la conciencia, o eludiendo ese cuerpo a cuerpo permanente e inevitable con el carácter público del oficio. Aquí está el eje donde gravitan las convicciones capaces de resistir los cantos de sirenas del poder, la complacencia y los fanatismos. En esta hora difícil, cuando en Venezuela se lucha por resistir, saludamos agradecidos una voz que dice: «No vivo ni escribo desde un terreno de esperanza o satisfacción sino todo lo contrario, y vivimos ahora todos un renacimiento de los viejos fantasmas apocalípticos que creíamos haber dejado atrás».
Cuando releí Retrato frente al mar tuve la impresión de que El oficio por dentro ya estaba insinuándose allí, formulado en secreto, como uno de esos juegos que el autor se permite a espaldas y a expensas del escritor. El trasfondo de aquel cuento es la retrospectiva de un pintor:
«… la retrospectiva lleva la intención de presentar de un solo golpe toda la elaboración que compromete una vida y lo que desde el protagonista ha sido una mirada que no encuentra su definitivo punto de anclaje sino que va haciéndose en un recorrido, resulta ahora para el espectador una visión de conjunto terminado en el que se aprecian los cambios de estilo, orígenes, influencias, evoluciones hasta marcar el instante final en que damos por cerrada la obra y aparece como una aventura con sentido o dirección.»
Una retrospectiva de 1984, donde Ana Teresa Torres anticipó sin saberlo esta otra de 2012 que ahora vamos a leer.
María Fernanda Palacios
Caracas, septiembre 2012
La novela en siete vueltas
Este curso-taller dictado con el título «Cómo se escriben las novelas» entre abril y mayo de 2011, en el marco de los Estudios Liberales que auspicia la Fundación del Valle de San Francisco de Caracas con la Universidad Tecnológica del Centro, fue concebido con un doble propósito. Mediante la incorporación de algunas pistas que conduzcan a una valoración más precisa de los textos y la pesquisa de sus claves de construcción, está orientado a ampliar los horizontes (y espero que el gusto) de los lectores de novelas, y asimismo facilitar un mapa que contiene un variado registro de los recursos más utilizados en el género para quienes, además de leer, quieren escribir. El impulso que recibí de María Fernanda Palacios para dictarlo sugería que trabajara sobre mis libros, pero me pareció indispensable ilustrarlo con ejemplos tanto de algunos textos clásicos como de algunos contemporáneos. Anoto la fecha de la primera edición de las novelas en el texto, y la fecha de la edición citada en las referencias.
Queda precedido por un breve texto anterior («Ideas para escribir una novela») que contiene en germen el desarrollo del curso.
Ideas para escribir una novela
El caracol
A partir de una idea seminal o idea núcleo (una frase, una imagen, una situación) comienzan las circunvoluciones a rodearla hasta complicarla y formar un relato. La idea generalmente es visual (una anciana releyendo papeles viejos; un hombre y una mujer hablando en un bar; una persona estampada contra la calle; una niña en un palacio árabe). Una experiencia (un personaje que conocí en una clínica psiquiátrica). Una conversación (una niña contando una larga historia).
A partir de allí la novela comienza a formarse para darle sentido a esa idea núcleo, y envolverla dentro de un contexto de anécdotas, sucesos, etc. Esto me lleva a
El rompecabezas
A medida que voy escribiendo las circunvoluciones que rodean a la idea núcleo aparecen múltiples piezas, relatos, anécdotas, situaciones que deben calzar. Es necesario ordenarlas para que no sea simplemente una escritura de yuxtaposiciones. Las piezas deben encontrar su lugar adecuado. Lo adecuado, por supuesto, es una lógica interna que se va generando, y por lo tanto obedece a un plan que yo trazo pero que debe tener su autonomía y su sentido. No pueden ser arbitrarias. Esto me conduce a
La casa
La novela es como una construcción, por lo tanto las piezas deben estar sustentadas para lograr su coherencia interna, para que se sostengan. Esto es la estructura de la novela, la manera como está sostenido el relato (si es un diálogo entre dos personajes, por ejemplo, o una narración en primera persona con sus atrás y adelantes; o un relato en sucesión histórica, etc.). No puede estar apoyado en la parte decorativa sino en el interior. Lo que ocurre es que esa costura interior no es lo que el lector debe ver en primer lugar. La coherencia interna, así como la estructura de una construcción no es lo que vemos, pero es indispensable que exista para que la casa se mantenga y estemos cómodos en ella, con sus espacios bien distribuidos y ordenados. Esos espacios remiten a
Los habitantes
Si es una casa, pensemos en sus habitantes. Es decir, los personajes. Estos personajes nacen con la idea núcleo pero eso es apenas el comienzo. Una vez lanzados al espacio textual adquieren vida propia, comienzan a ser ellos mismos, a tener sus ideas, sus sentimientos, sus problemas, sus decisiones. Aquí se pierde el dominio dictatorial sobre ellos. Es necesario respetarlos, aceptar que toman caminos que no son los que inicialmente habíamos pensado para ellos, y que van construyendo su propia identidad. Incluso van construyendo a los otros personajes con quienes quieren convivir. Van surgiendo personajes que no habíamos previsto pero que son necesarios y ellos mismos van creando a las personas con las que quieren relacionarse. Los personajes son lo más divertido de la novela porque adquieren una presencia propia, como si fuesen personas reales que existen o existieron, y estuviéramos haciendo la historia de su vida. Esos personajes son parte de las piezas que es necesario armar. Algunos son indispensables para llevar la historia, serían los protagonistas, y otros son piezas de apoyo, extras que necesitamos en un momento dado. Por ejemplo, en Los últimos espectadores del acorazado Potemkin la historia la llevan un hombre y una mujer que son los interlocutores del diálogo que sostiene la novela, pero como se encuentran en un bar, hacían falta los otros clientes del bar y los dueños del bar. Estos son personajes de apoyo. Aunque ocurre a veces que un personaje de apoyo toma mucho espacio y se convierte en principal.
Estas son las partes esenciales para la novela. Ahora bien, ¿cómo unirlas?
Las palabras
Las une el lenguaje que se va desencadenando, una suerte de máquina narradora que las va enlazando dentro de nuestra imaginación, nuestra memoria, nuestros deseos. Eso es un tema difícil de describir. Ocurre que la historia se produce dentro del narrador, o si se quiere, el narrador es una persona cuya particularidad es la de ser una persona que enlaza las historias.
Cuando estoy escribiendo el enlace imaginario de las situaciones no lo conozco previamente. Me coloco en la posición de lectora, como si estuviera leyendo una novela por primera vez, y al igual que cuando leemos un libro no sabemos lo que va a pasar, al escribirlo tampoco sé exactamente lo que va a ocurrir. Ese efecto sorpresa es fundamental. Si no lo siento, si me aburre lo que está ocurriendo, pienso que más todavía se aburrirá el lector, así que me doy cuenta de que voy por mal camino. Eso no quiere decir que no tenga algunas ideas previas, o que no me haya imaginado algunas de las vinculaciones entre las situaciones o sucesos que quiero incorporar, pero no tengo un plan totalmente preciso de lo que ocurrirá. Sin embargo, una vez que la novela está concluida, es decir, que he decidido no incorporarle nuevas situaciones o personajes, es necesario volver a la idea de la coherencia interna que dije antes, lo cual puede llevar o bien a incluir fragmentos que contribuyan a esa coherencia, o a suprimir los que estén produciendo ruido. Por más que me guste un pasaje, una frase, si hace ruido dentro de la estructura lo quito porque la novela lo expulsa, y si no lo hago, la escritura se hace sobrada, excesiva, arbitraria.
El lenguaje, el tono con que se habla y se narra dentro de la novela también viene dentro de la idea núcleo, y este es un tema muy importante. Mantener el tono del relato, la forma en la que hablan los personajes, es parte de la coherencia interna. Finalmente,
El río
Un río avanza en su curso aunque no tenga siempre el mismo caudal o la misma velocidad. Tiene una fuente y una desembocadura. En la novela el río es el hilo conductor del relato que subyace a la anécdota y al tema. Hala la anécdota, la hace avanzar. La historia puede tener un ritmo lento, pero no debe detenerse o quedar dando vueltas sobre sí misma. Necesita ir hacia su desenlace. La historia finaliza, puede ser un final abierto o cerrado, pero lleva un curso que desemboca y llega a su fin hasta agotar el relato. Y podemos preguntarnos
¿De dónde viene todo esto?
Un escritor tiene que poseer lo que algunos psicólogos llaman «teoría de la mente», es decir, la posibilidad de pensar desde la mente de otro, de saber que la mente es algo individual y diferente para todas las personas. Tiene que poder entrar en la mente de otro, de lo contrario, solo podría escribir de sí mismo. Un novelista debe ser hombre, mujer, niño, animal, paisaje, automóvil, y cualquier otra cosa. Tiene que poder escribir desde otro lugar fuera de sí mismo. Ahora bien, escribe también con lo que tiene adentro, su vida, sus experiencias, su biografía, sus lecturas, sus sentimientos, sus problemas, su país, su época, su idioma. Eso es precisamente lo que otorga a la literatura su extraordinaria variedad. No importa cuánto queramos parecernos a otro escritor, nunca lo seremos. La escritura viene de la absoluta individualidad de cada quien. Y esto es algo muy importante, con lo que quiero terminar.
Cada novelista tiene que encontrar su voz, su tono, su manera de narrar, su universo narrativo, es decir, sobre qué puede narrar, qué mundos conoce para entrar en ellos. Y explorar esas posibilidades dentro de sí y luego ser fiel a ellas.
XV Aniversario del Instituto de Creatividad
y Comunicación (Icrea), Caracas, junio de 2005.
Primera vuelta
Algo debe estar pasando dentro de la mente. La conciencia en la novela
Comenzaremos por considerar la conciencia en la novela. El primer tema a enfocar son las diferencias entre la lectura de una novela y cualquier otro tipo de texto. Parecieran ser obvias pero en la novelística contemporánea los novelistas parodian muchos discursos y a veces se hace difícil distinguir entre los textos de novela y otro tipo de referencias. Vale la pena detenernos un momento en las puertas del edificio antes de recorrerlo.
Leo del prólogo de Jorge Larrosa –profesor de Filosofía de la Educación de la Universidad de Barcelona– al precioso libro de Víctor Bravo Leer el mundo (2009):
«La lectura, tal como la conocemos, está ligada a la soledad y al silencio. En un texto juvenil y muy bello, María Zambrano dice algunas cosas sobre la escritura que pueden aplicarse, punto por punto, a la lectura. Escribir, dice Zambrano, «es defender la soledad en que se está». Leer, podríamos añadir nosotros, como en un eco, es también defender la soledad en que se está. Una soledad, sin embargo, que es compañía, una cierta forma de la compañía, una extraña modalidad de la amistad. Y leer es también defender un cierto silencio. Pero un silencio que es comunicación, una cierta forma de comunicación. Esa que se da cuando cambia nuestra relación cotidiana con las palabras, cuando pasamos de hablar demasiado y de escuchar sin atención, a atender al lenguaje mismo en su máxima pureza y en toda su gratuidad. Una actitud que podemos encontrar también, tal vez, en una sentencia de Catón que alguien encontró sobre la máquina de escribir de Hannah Arendt días después de su fallecimiento: «Nunca se está más activo que cuando no se hace nada, nunca menos solo que cuando se está a solas con uno mismo». Al leer se hace algo, sin duda. Pero ese hacer está del lado de una cierta detención, de una cierta interrupción, de una cierta inactividad. Leer supone interrumpir las urgencias y los quehaceres de los que está tejida nuestra vida cotidiana. Leer está del lado del lujo, del ocio en el sentido antiguo de la palabra otium, de lo gratuito, de lo liberado de la necesidad y de la utilidad. Al