Proyecto de vida: Enfrentarse al pasado
Por Victoria Pade
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La inteligencia de Jacob Weber, el mejor especialista en fertilidad de Boston, sólo se veía superada por su hostilidad hacia todos aquéllos que lo rodeaban. Pero hubo una paciente que logró traspasar los muros de su arrogancia y que quizá podría llenar el vacío de su corazón…
Victoria Pade
Victoria Pade is a USA Today bestselling author of multiple romance novels. She has two daughters and is a native of Colorado, where she lives and writes. A devoted chocolate-lover, she's in search of the perfect chocolate chip cookie recipe. Readers can find information about her latest and upcoming releases by logging on to www.vikkipade.com.
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Proyecto de vida - Victoria Pade
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Harlequin Books S.A.
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Proyecto de vida, n.º 257 - octubre 2018
Título original: The Pregnancy Project
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1307-241-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
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Capítulo 1
La sala de espera de la consulta del doctor Jacob Weber era como tantas otras salas de espera. Incómodas sillas tapizadas en malva sobre el fondo verde de las paredes se alineaban en forma de herradura alrededor de una mesa de centro cubierta de revistas viejas y manoseadas. Enfrente, al otro lado de la media pared que servía de partición, la mesa de la recepcionista. Colgadas de las paredes había algunas copias enmarcadas en marcos plateados, todas ellas dibujos de flores en tonos malvas y verdes, a juego con el resto de la decoración, y en una esquina un gran helecho en una maceta de terracota.
Ellen Gardner miró a su alrededor preguntándose si había algún manual de decoración para consultas de médicos que dijera que el verde y el malva eran colores relajantes y que una planta en una esquina daba un toque más acogedor. Pero incluso si así fuera, ella no se sentía relajada ni cómoda. Y ningún decorador podía cambiar la aprensión que le dominaba ante la idea de entrar en la consulta del hombre a quien en un reciente artículo titulado Los mejores médicos de Boston se lo calificaba como el especialista en fertilidad más innovador y con la tasa de éxito más alta de la ciudad.
Pero Jacob Weber era su última esperanza.
Jacob Weber era tan conocido por su arrogancia y su desagradable trato como por sus excelentes resultados y la utilización de las últimas técnicas experimentales.
Claro que su actitud no era una novedad para Ellen. Los dos habían asistido a la Universidad de Saunders, y aunque Ellen había estado tres cursos por delante y nunca lo había conocido personalmente, conocía bien la reputación de Jacob como niño rico que se consideraba superior a todos los demás y apenas se relacionaba con nadie. Además, la hermana menor de Ellen, Sara, había estado en algunas de las clases de Jacob, por lo que Ellen había oído contar un sinfín de historias, rumores y cotilleos sobre él.
Pero no estaba allí para entablar amistad con el doctor Jacob Weber, sino con la esperanza de lo que no había podido lograr en los últimos tres años: concebir un hijo.
En la sala de espera había otra mujer que, tras una breve mirada a Ellen, sacó un espejo del bolso y se retocó los labios. Ellen sólo llevaba un ligero toque de brillo de labios en tono rosado, pero no pudo evitar pensar si el gesto de la mujer se debía a algo relacionado con su propio aspecto.
Había ido a la consulta directamente desde el juzgado después de presentar una documentación sobre el caso en el que estaba trabajando, y recogió su cartera del suelo, la abrió y la utilizó para comprobar su aspecto en el espejo interior de la misma.
No, no tenía los dientes manchados de carmín, y el peinado estaba recogido; al menos no se le escapaba ningún mechón de pelo. Lo tenía rizado, muy rizado, y por eso no lo llevaba nunca muy largo. La melena corta llegaba hasta la altura de la barbilla, lo que le daba la posibilidad de recogérselo en una coleta cuando no tenía tiempo para arreglárselo más.
Tampoco usaba mucho maquillaje. Sólo colorete, rímel y un ligero toque de delineador en los ojos para resaltar el color gris claro de los mismos. Todo parecía en su sitio.
Quizá llevaba la blusa manchada, pensó, moviendo brevemente la tapa de la cartera para ver el reflejo de su ropa, pero tampoco había restos de comida en la blusa blanca que se asomaba por debajo de la chaqueta abierta del traje color ciruela, ni tampoco en las solapas de seda. Una rápida ojeada hacia abajo la informó de que tampoco había nada excepcional en los pantalones de tela, así que tuvo que llegar a la conclusión de que el gesto de la mujer no tenía nada que ver con ella.
—Ellen Gardner —llamó la enfermera desde la entrada, a la derecha de la recepción.
—Soy yo —dijo Ellen, cerrando el maletín. Tomó el bolso de mano negro de piel y se puso en pie.
—Soy Marta, la enfermera del doctor Weber —dijo la mujer, presentándose y extendiendo una mano hacia ella—. ¿Cómo está?
Ellen no quería admitir que estaba tensa, pero su voz la delató un poco al responder:
—Bien, gracias.
—Dado que hoy es su primera visita, la acompañaré al despacho del doctor. Estará con usted cuanto antes.
—Bien —dijo Ellen.
Ellen siguió a la mujer mayor a lo largo de un pasillo con varias puertas a cada lado, hasta llegar al final del mismo donde la enfermera le indicó la consulta que se veía al otro lado de la puerta entreabierta y se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Pase y siéntese —le dijo.
Después la enfermera cerró la puerta y la dejó a solas.
El santuario de la bestia en persona.
Dos mujeres que trabajaban en la misma oficina que Ellen, una asistente legal y otra asistente de documentación, habían pasado por la misma consulta.
De hecho la asistente legal le había recomendado visitar al doctor Weber incluso antes de la aparición del artículo en prensa, aunque advirtiéndole sobre el difícil carácter del especialista. Sin embargo, le había asegurado que gracias al nuevo tratamiento ella se había quedado embarazada por fin tras seis años de intentos infructuosos con otros médicos.
La asistente de documentación, por otro lado, le dijo que después de un par de visitas a la consulta del ginecólogo, su esposo y ella habían decidido dejarlo: preferían seguir sin tener hijos a aguantar al doctor.
Ahora, mientras esperaba verlo, Ellen trató de tranquilizarse y se recordó que la asistente legal estaba a punto de tener el hijo que tanto deseaba gracias a Jacob Weber, y eso era lo que a ella le importaba.
Dejó el bolso en el suelo entre las dos sillas que había delante del espacioso escritorio de roble y abrió su maletín por segunda vez. No para mirarse en el espejo esta vez, sino para extraer la carpeta con toda la documentación e historial clínico de sus últimos dos ginecólogos. Después cerró el maletín, lo dejó en el suelo y la carpeta sobre el escritorio.
Demasiado nerviosa para sentarse, dio un paseo por el despacho, y echó un vistazo a los libros que había a la derecha de escritorio.
Sólo había libros de medicina. Después pasó detrás de la silla de piel marrón y fue hasta el enorme ventanal que daba a un extenso parque. Olmos centenarios proporcionaban una agradable sombra a los paseantes, y Ellen pensó que si fuera su despacho ella habría colocado el escritorio delante de la ventana para poder disfrutar de la maravillosa vista.
Después se acercó al lado izquierdo del escritorio, y se detuvo delante de la pared de la que colgaban los diplomas enmarcados que reflejaban la exquisita formación del ginecólogo.
Había un diploma de la Universidad de Saunders, idéntico al de Ellen, y otro más de la Facultad de Medicina de Harvard, así como un certificado de su especialidad en ginecología y obstetricia, y otro en endocrinología reproductiva. Además, también había varios premios y menciones especiales de la Asociación Americana de Medicina y de otras organizaciones profesionales.
A continuación, Ellen se fijó en el sofá que había pegado a la pared, detrás de las sillas para los pacientes, y se preguntó con curiosidad por qué estaría allí.
Quizá porque la dedicación del doctor al trabajo era tan intensa que a veces dormía en su despacho, pensó Ellen. Por el artículo de la revista sabía que no estaba casado, pero podría tener novia. Miró a su alrededor, buscando algún indicio acerca de su vida personal, pero no vio nada.
Ni fotos familiares, ni trofeos de deportes, ni nada que le diera información personal sobre el hombre, aparte de que era culto, con una gran formación y una excelente reputación profesional.
—Mucho trabajo y poca diversión… —murmuró.
En ese momento la puerta se abrió de repente y Ellen se interrumpió, sorprendida ante la brusquedad con que el hombre entró en la consulta, y sin poder evitar la sensación de que la había sorprendido haciendo algo que no debía.
Esa sensación se vio reforzada cuando el hombre alzó una ceja y le dijo burlón:
—¿Está todo a su gusto?
Quizá todo excepto él, pensó Ellen. Sin embargo, en lugar de responder al desagradable saludo, le tendió la mano.
—Me llamo Ellen Gardner —dijo, con la esperanza de que él no reconociera ni recordara su nombre, y tampoco la terrible situación en la que se había visto implicada cuando los dos eran alumnos de Saunders.
Aunque él no reaccionó en ningún sentido, y tampoco vio la mano femenina tendida hacia él porque estaba demasiado ocupado mirando la carpeta abierta que llevaba en la mano. O quizá la utilizó como excusa para no estrecharle la mano. De cualquier manera, Ellen se quedó de pie con la mano extendida mientras él rodeaba el escritorio. Y sintiéndose de lo más incómoda.
—¿Dónde está su esposo? La consulta tiene que incluirlo a él y también necesitaré su expediente clínico completo. No repetiré esta sesión dos veces.
—No tengo esposo. Estoy divorciada.
—Siéntese —ordenó él, totalmente impasible.
Sin embargo él no se sentó. Continuó de pie repasando los documentos de la carpeta, como si fueran mucho más interesantes que ella.
Ellen empezaba a entender por qué había gente que sólo estaba dispuesta a acudir a él como último recurso. Pero ahora él era su último recurso, y se sentó en una de las sillas, tal y como él le había ordenado.
Jacob Weber continuó concentrado en la documentación que estaba viendo y ella tuvo la oportunidad de estudiarlo. Era un hombre alto —probablemente mediría alrededor de un metro ochenta y cinco centímetros—, de piernas largas y hombros anchos. Bajo la bata blanca llevaba unos pantalones de tela color caqui, una camisa de sport azul de cuadros y una corbata azul marino, y bajo las prendas se adivinaba un cuerpo sorprendentemente firme y musculoso para alguien que parecía pasarse todo el tiempo trabajando en una ocupación bastante sedentaria.
Estudiando por primera vez el rostro masculino, Ellen se dio cuenta de lo atractivo que era. La única foto que acompañaba el artículo sobre los mejores médicos de Boston había sido tomada de lejos y de perfil, y en ella estaba prácticamente irreconocible.
Tenía la estructura facial de un modelo masculino: mentón fuerte, mandíbulas angulosas, pómulos pronunciados y mejillas ligeramente hundidas. El labio inferior era más carnoso que el superior, pero los dos tenía una forma perfecta bajo una nariz prácticamente recta.
El pelo, de color castaño claro, aunque no largo, le daba un cierto aspecto descuidado que lo hacía más interesante. Y cuando por fin el hombre cerró la carpeta y alzó los ojos hacia Ellen, ésta vio que eran de un color azul tan oscuro que casi parecían morados.
—Historial.
Ellen tardó un momento en darse cuenta de que le estaba pidiendo su historial médico.
—Ha traído sus informes, ¿no es así? Estoy seguro de que ésas fueron las indicaciones de Bev —continuó él, en tono irritado por la tardanza.
Bev era la recepcionista, y le había dejado claro que el doctor Weber no la aceptaría como paciente sin un historial médico completo.
—Sí, me lo dijo. Están aquí —dijo ella, burlona, tomando la carpeta que había dejado sobre el escritorio y entregándosela por encima de la mesa