Conde de St. Seville: Romance nacido del engaño
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Cuando una solterona sabidilla se fija un objetivo...
Lady Patience Lane, hia del conde de Desmond y de la legendaria boxeadora Ivory Bess, creció sabiendo pelear, no cómo cuidar sus modales. Siempre esperó convertirse en entrenadora, como su madre, hasta que las lesiones de sus dias en el cuadrilátero causaron la muerte prematura de su madre. Ahora está decidida a salvar a otras familias del mismo dolor y enseña a sobre los peligros del boxeo. Nada la haría volver al mundo que dejó atrás —hasta que conoce a un misterioso extraño que hace que se le acelere el pulso.
Y un caballero oscuro y peligroso interfiere…
Sinclair Chambers, conde de St. Seville y conocido como “Sin” por su gente, recibió una herencia insolvente. Debe obtener dinero, y rápido, o sus arrendatarios morirán de hambre. Los premios en efectivo por pelear a puño limpio resolverían holgadamente sus problemas, si puede ganarlos. Para tener éxito en el cuadrilátero, necesita al mejor entrenador, y Patience Lane es la mejor —todo lo que debe hacer es convencerla de que solamente peleará una vez.
Serán felices por siempre en los brazos del otro
Cuanto más tiempo Sin y Patience pasan juntos, más cercanos se vuelven. Pronto, los pensamientos de Sin son menos sobre vencer en el cuadrilátero y más sobre ganar el corazón de Patience. ¿Podrá una relación nacida de un imperdonable engaño resisitr el paso del tiempo?
Christina McKnight
USA Today Bestselling Author Christina McKnight writes emotionally intricate Regency Romance with strong women and maverick heroes.Christina enjoys a quiet life in Northern California with her family, her wine, and lots of coffee. Oh, and her books...don't forget her books! Most days she can be found writing, reading, or traveling the great state of California.Sign up for Christina's newsletter and receive a free book: eepurl.com/VP1rPFollow her on Twitter: @CMcKnightWriterKeep up to date on her releases: christinamcknight.comLike Christina's FB Author page: ChristinaMcKnightWriterJoin her private FB group for all her latest project updates and teasers! facebook.com/groups/634786203293673/
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Conde de St. Seville - Christina McKnight
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Club Wicked Earls
Derechos reservados © 2018 por Christina McKnight
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Diseño de la portada de Sweet n’ Spicy Designs
Imágenes vectoriales usadas con licencia Creative Commons Attribución: EezyPremium en Vecteezy
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-1-945089-30-5
La Loma Elite Publishing
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DEDICATORIA
Para mi hermana
RECONOCIMIENTOS
UN AGRADECIMIENTO muy especial a todos mis autores del club Wicked Earls. ¡Vinimos, vimos, vencimos!
Son muchas las personas que apoyan mi pasión por escribir. Estas son algunas a las que tengo la bendición de llamar amigos: Marc McGuire, Lauren Stewart, Erica Monroe, Amanda Mariel, Debbie Haston, Angie Stanton, Theresa Baer, Ava Stone, Roxanne Stellmacher, Laura Cummings, Dawn Borbon, Suzi Parker, Jennifer Vella, Brandi Johnson, y Latisha Kahn. Gracias a todos por aceptarme por, bueno, por mí.
Un agradecimiento muy especial a mi editora, Chelle Olson con Literalmente Adicta a los Detalles, tu habilidad y profesionalismo supera todo lo que esperaba. Se puede contactar a Chelle Olson por correo electrónico a:
También un agradecimiento especial a mi editora de desarrollo, Jessa Slade.
Y a mi correctora de estilo, Anja, gracias por embarcarte en otra travesía conmigo.
El crédito del diseño de portada y de portada envolvente es de Sweet ‘N Spicy Designs.
Finalmente, gracias por apoyar a los autores independientes.
PRÓLOGO
Enero de 1822
Londres, Inglaterra
JAMES LANE, CONDE de Desmond, caminó por el oscurecido sendero que bordea Covent Garden sin el beneficio de las luces de gas que eran comunes en las zonas más civilizadas de Londres. Pall Mall, Oxford Street, Bond Street y hasta Savile Row en Mayfair. El conde jaló la solapa de su abrigo para impedir que el frío aire nocturno le enviara olas de escalofríos. Ya no era tan joven ni tan fuerte y confiado como el joven señor que ganó el amor de Ivory Bess no muy lejos de ese preciso lugar.
El golpe de las pezuñas de los caballos sonaba detrás de Desmond, y le recordaba que perder la concentración y bajar la guardia en un barrio así —y además tan tarde— podía significar su muerte. Se inclinó sobre su hombro. Nadie lo seguía mientras iba presuroso hacia su carruaje, detenido al final de la calle —apenas a cuatro edificios oscuros y abandonados— donde su conductor pasaba ociosamente el tiempo acurrucado en su grueso abrigo de lana en el puesto en que Desmond lo había dejado dos horas antes. Su lacayo vigilaba cerca de la parte de atrás de su carruaje.
A pesar de su avanzada edad y del frío clima de enero, el conde seguía visitando los barrios más dudosos de Londres.
Incluso cinco años después de haber perdido al amor de su vida, Desmond iba. Hubo un día en que pensó que, al morir ella, su vida se acabaría. Su condesa, la madre de sus hijos, el amor de su vida se había ido. Sin embargo, Ivory Bess
Lane, la condesa de Desmond, su esposa y alma gemela, había dejado un poco de ella en cada uno de sus hijos, sobre todo en Patience.
Era por su hija menor, lady Patience Lane, que Desmond arriesgaba su seguridad noche tras noche cuando viajaba alrededor de Londres y entraba a varias tabernas y lugares de apuestas.
Si no fuera por Patience, Desmond se hubiera retirado a su casa de campo en Somerset para vivir el resto de sus días rodeado de cosas que le recordaban a su Ivory —los buenos años antes de que las dificultades de su juventud llegaran para acosarla.
Pero retirarse a una vida de soledad en la campiña inglesa todavía no sería posible ...
Es una pena
, murmuró hacia la noche.
Desmond tendría su tiempo de duelo cuando todas sus hijas estuvieran felizmente casadas. Sus hijos encontrarían su propio camino, así como Desmond lo encontró al terminar la universidad.
Dos ya estaban listos y solamente Patience quedaba libre —y tristemente, sin perspectivas en el horizonte.
Hundió las enguantadas manos en los bolsillos de su abrigo, sus dedos envolvían los panfletos recién impresos que había ido a distribuir a Covent Gardens. Sabía que era una causa perdida, pero era importante para Patience.
Irónicamente, distribuir los panfletos meticulosamente diseñados por Patience también disminuía aún más sus oportunidades de encontrar un buen partido.
Los hombres —y muchas mujeres— que se ganaban la vida desnudos hasta la cintura con los nudillos descubiertos y que alzaban los puños dispuestos para la pelea no estaban interesados en enterarse de los riesgos de su cruzada pugilística. Maldita sea, muchos ni siquiera podían leer los panfletos que Patience había creado esmeradamente. No estaban interesados en las lesiones y daño que causaban los repetidos golpes a la cabeza y el torso; estaban más preocupados en ganar una moneda para pagar comida y techo. El sustento para ellos y sus familias.
Muchos en Londres no tenían más medios que lo que podían ganar con su fuerza bruta, sus seguros puños y pies ligeros.
De todas maneras, seguía complaciendo a Patience. Nunca le diría que su arduo trabajo llenaba los pisos de los salones de apuestas, pues los hombres descartaban rápidamente los papeles como basura, o los usaban para limpiar las mugrientas ventanas. Ella nunca iba a los lugares de apuestas ni a las tabernas, así que no conocía el destino de sus panfletos.
Desmond empezó a ir más lento cuando dejó que su mente divagara.
Otra señal de que se había vuelto demasiado permisivo en sus viajes nocturnos por Londres.
Con los ojos en su conductor acomodado en el asiento de su carruaje, Desmond aceleró el paso, listo para escapar a la soledad de su estudio.
Cuando apenas dos construcciones lo separaban de su destino, el conde pasó al lado de un callejón lleno de basura y muebles destrozados —donde se podía ver a dos hombres enfrascados en una riña.
Debió desviar la mirada y siguió caminando.
Lo que ocurría entre dos hombres adultos no era de su incumbencia y podía llevar a que Desmond terminara herido o muerto. Sería de poco beneficio para sus hijos que lo apuñalaran por interferir en algo que no era su asunto.
De todas maneras, miró hacia el callejón mientras los hombres forcejeaban y se derribaban hacia el suelo.
Las telas colgadas de cualquier manera en las ventanas de los edificios de apartamentos se abrieron y las personas de los pisos superiores en el callejón miraron el espectáculo, la luz de sus ventanas abiertas arrojaban un resplandor a los hombres. Veinte años antes—tal vez hasta diez años antes—, Desmond no hubiera dudado en separar a los dos hombres para evitar que alguno quedara seriamente herido.
Pero ahora, le quedaba menos tiempo para vivir —y era mucho lo que tenía que hacer antes de dejar estar vida.
Otro ocupante del edificio apartó lo que parecía ser ropa interior que colgaba de una soga donde se secaba, y envió más luz tenue a través de la mugrienta ventana y directamente a la escaramuza que se desarrollaba abajo.
Uno de los hombres estaba vestido como la mayoría en el distrito de Covent Garden: pantalones sueltos y una larga túnica llena de agujeros con zapatos que hacía años necesitaban los arreglos de un zapatero. Sin embargo, su oponente no podía ser más que un miembro de la aristocracia, aunque no un caballero como Desmond. Cuando los luchadores recuperaron el equilibrio, el conde notó que el tamaño del noble llenaba el callejón de muro de piedra a muro de piedra, su altura era tan impresionante como su corpulencia. El cabello le colgaba por debajo de los hombros en ondas doradas y tal vez era la única pista de que acaso no era parte de la élite de Londres, pues, ¿qué hombre —salvo bandoleros y piratas— permitía que el cabello le cayera tan largo por la espalda? Por un breve segundo, la luz reflejó muy bien lustradas botas cuando el enorme hombre esquivó un puño, que causó que el más bajo se inclinara hacia adelante y chocara contra el muro cuando perdió el equilibrio.
Ven acá, riquillo
, gritó el hombre, mientras se alejaba del edificio y levantaba los puños en preparación para otro ataque.
Desmond no estaba seguro cómo un hombre tan finamente vestido había llegado a esta calle en particular, pero era obvio que un ladrón lo había atacado. Tal vez estaba visitando uno de los tantos lugares de apuestas que había en varias calles cercanas.
El rufián lanzó otro golpe y le dio al más alto en la boca.
El caballero necesitaba ayuda. A pesar de la edad y la fragilidad de Desmond, era la única opción del hombre en el callejón, ya no estaba a la vista del carruaje y el conductor de Desmond. Si el conde gritaba para pedir ayuda, ¿su conductor vendría corriendo? Desmond nunca se perdonaría si su criado terminaba herido como resultado directo de su pedido de ayuda.
Desmond miró alrededor y vio un largo palo de madera, probablemente descartado cuando la parte del martillo se rompió por el extremo y la herramienta solamente servía para encender un fuego.
Serviría para esta ocasión. Solamente necesitaba crear una distracción para que el caballero —y él mismo— escapara del callejón hacia el carruaje que lo esperaba.
Desmond tomó la vara de madera y se adentró en el oscuro callejón y el rufián, con pantalones tan andrajosos como su túnica, rápidamente lanzó un puñetazo, y alcanzó al otro hombre en el pecho. Los luchadores entremezclaron sus pies, puños apretados se elevaron cuando saltaron en un apretado círculo, se miraron buscando otra oportunidad de golpear al adversario.
Era una escena que Desmond conocía demasiado bien.
Justamente el incidente que los panfletos de Patience esperaban desalentar.
Desmond se acercó y esperó el momento. Esperaba que los hombres se movieran para poder golpear al patán con suficiente fuerza como para impedir el ataque. Si Desmond golpeaba en el momento correcto, él y el otro caballero podían salir del callejón sin mayor enfrentamiento.
Finalmente llegó el momento, y Desmond balanceó el grueso palo con suficiente fuerza para herir al hombre en el hombro y lo envió tambaleante al piso mugriento.
El hombre hizo una pausa, lanzó una mirada a Desmond y luego a su atacante, y se movió para ponerse de pie.
Creo que mejor lo dejamos
, dijo Desmond, a la vez que lanzaba el palo contra el muro del callejón, lejos del alcance del rufián. Se oyó un eco cuando cayó. Vámonos
.
Cuando el caballero lo siguió, Desmond se preguntó si no habría cometido un grave error al asumir que el otro había sido el agresor en la situación.
El hombre más pequeño se puso de pie más rápido de lo que Desmond había previsto, aunque solamente tomó el abrigo del caballero de donde lo había tirado en una pila de cajas contra el muro del callejón. Se dirigió al oscuro pasaje, el eco de sus pisadas se dejaba escuchar en su escape.
Ni Desmond ni el otro hombre lo persiguieron.
Mi carruaje está por esa calle
, dijo Desmond, mientras asintió hacia la entrada del callejón. Tu labio está partido y puedes necesitar puntos para que se cure correctamente. Vamos, haré que mi médico personal atienda tus heridas
.
Ese tipo se robó mi abrigo
, respiró el hombre con las manos sobre las caderas, aspiró hondo, hizo una mueca de dolor. Sin duda, ese corte en el labio dolía cuando le caía el aire de la noche.
Desmond quiso reír. Al menos, te vas vivo y sin agujeros en tu persona
.
Recordó cuando era joven e impulsivo —entusiasmado por la idea de una pelea especializada contra un pugilista dotado.
Desmond volvió a preguntarse si siquiera el hombre necesitaba que los salvaran.
En ese momento, se le vino a la mente Patience; su férrea determinación de advertir a los luchadores del peligro que enfrentaban cuando aceptaban el desafío de un competidor digno. Pérdida de memoria, interminables horas de letargo, dolores de cabeza y deterioro de la visión.
Su Ivory Bess, alguna vez una apreciada pugilista por derecho propio, había sufrido más que muchos con todos esos padecimientos.
Desmond estrechó los ojos al mirar el hombre, levantó la barbilla para enfocarse en la cara del caballero y no en su pecho. Debemos irnos, por si el hombre decide volver
.
Puedo llegar solo a mi posada
.
No estoy seguro de que siquiera sepas dónde estás, amigo mío
, replicó Desmond. El laberinto de callejones que atravesaba Londres era difícil de navegar, y más confuso en la oscuridad.
Las velas se habían apagado pues los vecinos del edificio que miraba al callejón habían perdido interés en la escena. Cuando se fueron, desapareció la escasa luz que brillaba en el sucio pasaje, y Desmond quedó envuelto en sombras y en una inquietud que le erizó los vellos de la nuca.
Desmond giró, le hizo señas al hombre para que lo siguiera. Mi coche está por acá
.
El conde salió del callejón y tomó la derecha, desde donde se aseguró de que su carruaje y conductor esperaban. Un silbido llamó la atención del conductor, y el empleado saltó de su lugar y abrió la puerta rápidamente, sin molestarse en bajar los pies.
Desmond tomó el asiento que miraba hacia adelante, y se sorprendió al ver que el desconocido se posaba directamente después y tomó el asiento al frente de él.
Mi casa
, anunció al conductor al cerrar la puerta.
De inmediato, mi lord
.
El carruaje giró, y el sonido del freno rompió el silencio del reducido espacio cuando los caballos entraron en acción.
Mi posada es la Albany
. La profunda voz del hombre retumbó fuera de las paredes del coche. Le estaré por siempre agradecido y en deuda con usted si puede dejarme ahí
.
Definitivamente, era de noble cuna, como lo evidenciaba ese tono refinado.
Desmond se burló. No hay médico residente cerca de Albany a esta hora de la noche. Mi doctor verá tus heridas, y yo dispondré que te transporten de vuelta a la posada Albany después
.
El adusto semblante del hombre dijo a Desmond que no estaba acostumbrado a responder a otro hombre.
Pues ya eran dos.
Aparte de sus tres inútiles hijas, los mandatos de Desmond se tomaban como órdenes estrictas, y nadie en su casa desobedecía su mando.
¿Tu nombre, muchacho mío?
. Desmond observó el casi inverosímil ancho de los hombros de su pasajero y el pronunciado borde de su mandíbula. Tenía al menos 20 años menos que Desmond, y hasta más. Y el conde reconoció demasiado bien la rebelde luz de sus ojos.
Reacio, el hombre respondió: Sinclair Chambers—ehh, conde de St. Seville. ¿Y a quién debo elogiar como mi ángel de la guarda?
.
Conde de Desmond, James para mis amigos más cercanos
. Miró al hombre que tenía al frente, los oscuros ojos de St. Seville parecían negros en el poco iluminado interior del coche. St. Seville, dices. ¿De los St. Seville de la isla Brownsea?
.
La máscara pensativa de irritación de St. Seville se transformó en clara consternación. Sí, ¿conoce a mi familia?
.
"¿Tu padre es —eh, era—Ellis Chambers?".
Correcto
. St. Seville cruzó los brazos sobre el pecho y una nueva mascara de cautela cubrió su expresión. ¿Se conocían?
.
Desmond apenas podía creer lo que veía. Si miraba bien al joven que tenía delante, podía ver la endurecida mandíbula y nariz severa con una boca que parecía más un corte a través de su rostro que era tan característica de la familia St. Seville, incluso con el labio partido que ahora le hacía lucir un bulto rojo de sangre seca. Aunque el muchacho sentado frente a Desmond tenía el doble del tamaño de su predecesor, el conde podía ver el parecido familiar tan claramente como si estuviera parado al lado del hombre debajo del sol del verano. Desmond no había visto al St. Seville mayor en más de dos décadas. Casi se había olvidado de su existencia.
Ellis y yo fuimos cercanos alguna vez —fuimos miembros del Gremio de Condes en Londres— pero él dejó la ciudad poco después de casarse y se retiró a su fundo familiar. Si has tomado el título, asumo que tu padre ha fallecido. ¿Cuándo ocurrió?
.
Ya van cuatro años
. St. Seville miró por la ventana, arrimó la tela que cubría el vidrio. Mi madre y mi hermana siguen en la isla
.
Cuatro años, y Desmond no había sabido ni una palabra.
Para ser justos, su mente había estado ocupada con sus propios pesares. Cinco años habían pasado desde que su esposa lo dejó solo, y seguía siendo lo único en lo que Desmond pensaba.
Lamento tu pérdida
, suspiró Desmond. Ellis era un buen hombre
.
Un bufido fue la única respuesta del joven cuando el carruaje se detuvo.
Puedo volver a la posada Albany y encargarme de mis propias necesidades, mi lord
. Su áspera respuesta dejó a Desmond preguntándose si recordaba equivocadamente a Ellis.
Me temo que debo insistir en buscar quién te atienda. Es lo menos que puedo hacer por mi viejo amigo, tu padre
. Desmond sostuvo la cansada mirada de St. Seville cuando su conductor abrió la puerta para dejarlos salir. Perdimos contacto hace muchos años y temo que era mi obligación seguir en contacto. Por favor, permite que mi médico vea tus heridas. Haría mucho para aliviar la culpa de un viejo
.
Desmond vio el momento en que el hombre accedió; sus hombros tiesos se hundieron un poco, y asintió.
CAPÍTULO 1
EL CONOCIDO CRUJIR de una ventana que se abría en la habitación