Bélver Yin
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Jesús Ferrero consiguió que su magnífica y rompedora primera novela Bélver Yin (1981) supusiera en España «una novedad a todas las propuestas novelísticas del idioma de aquel momento». La historia de Bélver Yin y Nitya Yang, estos dos amantes y hermanos furiosos en la sensual y refinada China de los años 1930, es —cuenta Mauricio Wacquez en el prólogo— «el sagrado símbolo de la unidad, el dios redivivo, los dos caminos que son uno... Abocado a la ambigüedad, Bélver Yin —el Hermoso Femenino— tiene en su hermana Nitya Yang la imagen que compondrá el espejo y les permitirá, como dos miembros de un mismo cuerpo, llevar a cabo sus sueños de poder y venganza... A su alrededor la atmósfera densa de Oriente, las sectas secretas y el crimen ritual y perfecto; también un caballero inglés que vive y muere para que en ambos prevalezca el amor sagrado; y un instrumento de la fatalidad: el hijo de Nitya y Christopher Whittlesey».
Jesús Ferrero
JESÚS FERRERO pasó su infancia y adolescencia en el País Vasco, se licenció en Historia por la Escuela de Altos Estudios de París y abandonó los cursos de doctorado para dedicarse a la literatura. Ha obtenido los premios de novela Ciudad de Barcelona, Ciudad de Logroño, Azorín y Fernando Quiñones, además del Premio de Ensayo Anagrama por Las experiencias del deseo: eros y misos.
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Bélver Yin - Jesús Ferrero
Índice
Cubierta
Prólogo
Obertura
1. El Nenúfar Blanco
2. La secta de las Vratyas
3. Sarao Corporation
I. Los dos hermanos furiosos
1. La balada de Dragon Lady
2. Durga de Go
3. El pacto
4. Días dorados
5. Avenida de los Espejos
6. La danza de la cobra
7. Susurros en el jardín
8. Adiós a Cantón
9. Cuatro instantáneas
10. Sarao Corporation
11. Al atardecer
12. La jungla de asfalto
13. El sueño de una noche de verano
14. El verdadero precio
15. Vientos contrarios
16. Viéndolo dormir
17. La talla perdida
18. Ojos hospitalarios
19. Angustias otoñales
20. Una noche en Cantón
21. La frontera especular
22. Destino: Macao
23. El arte de amar
II. El agente del Nenúfar
1. Años de extravío
2. Un mediodía de perros
3. Recuerdos de Nankín
4. Bajo los auspicios
5. Un vino exquisito
6. Desdeñosa e infiel
7. Cómo servirse a sí mismo
8. Neb
9. Las manos ardiendo
10. El sabor de la urgencia
11. Dos samuráis
12. Aves y sueños
13. El peso de una vida
14. Retrato de Tomijuro
15. Los espejos delatores
16. Mandala tántrico
17. Jaque mate
18. Venerable señor
III. La silueta del agua
1. Vazistha, hijo de Brahma
2. Hacia Amoy
3. Mañanas plomizas
4. Días amargos en Wuxi
5. El dedo en el gatillo o la ironía divina
6. Sano y salvo
7. Gutre
8. El otro río
9. Al anochecer
10. Lo que la secta mande
11. El pasillo de las seis garzas
12. Su vida fue un sueño
13. Estampa japonesa
14. Memorias del Edén
15. El frío de la muerte
16. El deber cumplido
17. Dos cartas y dos Nityas
18. Dispararon a una sombra
19. La Dakini fugitiva
20. El amor cortés
21. Profundas transparencias
22. El destino de una canción
23. Desembarco en Hue
Epílogo
Créditos
Jesús Ferrero en París, cuando estaba escribiendo Bélver Yin, hacia 1980.
Foto de © Djamel Zorro, utilizada en la contracubierta de la primera edición, cedida por José Ramón Monreal.
Prólogo
Historia de una primera novela
Al escribir Bélver Yin, Jesús Ferrero (Zamora, 1952) consigue desmentir uno de los tópicos más difundidos por la crítica literaria: el de que el genio narrativo es quehacer de madurez. A sus veintiocho años, y con su primera novela, Ferrero triunfa a fuerza de despojamiento y lucidez. La historia que nos cuenta se acota a sí misma en el ámbito de la emoción y la inteligencia. Sus hieráticos personajes no se permiten el mal gusto del ademán: son la expresión de una pasión soterrada, tensa, calculadora, dentro de la cual todo está permitido, salvo la inconveniencia. Bélver Yin –cual un Edipo– teje y acata un destino que sobrepasa su juicio. Abocado a la ambigüedad, Bélver Yin –el Hermoso Femeninotiene en su hermana Nitya Yang a la imagen que compondrá el espejo y les permitirá, como dos miembros de un mismo cuerpo, llevar a cabo sus sueños de poder y venganza. El ritual de la paciencia y la aventura se ponen en marcha junto a estos dos seres que el infortunio no osará tocar: son el sagrado símbolo de la unidad, el dios redivivo, los dos caminos que son uno. A su alrededor la atmósfera densa de Oriente, las sectas secretas y el crimen ritual y perfecto; también un caballero inglés que vive y muere para que en ambos prevalezca el amor sagrado; y un instrumento de la fatalidad: el hijo de Nitya y Christopher Whittlesey. Todo regido por órdenes que no se soslayan porque las dicta el Libro.
Novela de la sutileza y de la hondura, Bélver Yin tiene el ritmo de una danza antigua. El cálculo y la sabiduría de la frase, su adjetivación perfecta, la emoción del verbo, que ilumina a cada paso la reflexión, hacen de ella una suite de alegorías totalmente inusitada en la literatura castellana actual. Ferrero elige, y elige la libertad. La libertad como único y último reino de la poesía. Comete todas las transgresiones: alardea de un clasicismo que desdeña las modas; desprecia toda referencia nacional, todo discurso sobre «un espíritu que nos defina». Salva así uno de los escollos más tristes de la literatura: no se encierra ni en la biografía ni en la historia y opta por un escenario y unos personajes no convencionales. Podría haber escogido otros. Tanto da. Lo importante es que en Bélver Yin se puede saludar el advenimiento precoz de un escritor que juega con todas las posibilidades. Y gana.
El amor y el odio, el rito y la venganza, armonizan aquí con la precisión de la forma clásica. Pocos son los que con una primera novela logran situarse tan merecidamente a la vanguardia de los escritores modernos.
*
[Pero ¿cómo comenzó esta aventura?, se preguntará el lector.] Fue en la primavera de 1980, en Calaceite, cuando José Ramón Monreal me trajo un texto, entre otros, de unas ochenta páginas, que tenía el título «dibujado» a la manera de los ideogramas chinos. Como la labor de leer es mucho más abrumadora, al menos el hecho de leer para editoriales, informar lo leído, orientar de alguna manera al editor, que las demás actividades de la edición, hice lo habitual en este tipo de tareas: destiné un día fijo para la selección –es decir, la localización de la paja para separarla del trigo, si trigo había– del material. En verdad, creo que aparte de Bélver Yin, el resto no era mencionable. Pero aquel pequeño texto –que picado hubiera dado una parvas cincuenta páginas– poseía el toque mágico de la gran escritura, esa punzante captura de la realidad mediante el adjetivo justo, a saber, el modo de escribir que todos los clásicos han reclamado como patrimonio de la poesía. Como sucede casi siempre, esta impresión comenzó en la primera página: un texto limpio, casi desnudo, sin ninguna de las hipérboles magmáticas de la escritura juvenil; un texto extrañamente reflexivo, equívoco, operístico. Su autor era un tal Ismael Stern de respetable edad, me parecía, uno de esos laboriosos y desconocidos escritores que, como Lampedusa, trabajan un texto a lo largo de los años. Me parecía. Cuando nos reunimos para aclarar estas incógnitas, José Ramón me dijo que Ismael Stern no era un escritor venerable sino un antiguo camarada de la facultad en Zaragoza, que trabajaba de portero de noche en un hotel de París y que estaba terminando una tesina sobre Platón en la Sorbona [en la Escuela de Altos Estudios]. Además me dijo que el tal Stern se llamaba en verdad Jesús Ferrero. En primer lugar, opiné que el texto, pese a su brevedad, era perfectamente publicable, que encontraba que se trataba de algo «terminado» aunque quizá no hecho –haciéndome eco de aquel comentario de André Malraux a propósito de los apuntes de Toulouse-Lautrec– y que, si como pretendía el autor, se le daba una estructura mayor, se podía correr el riesgo de que quedara un texto «lamido», que perdiera la frescura y la espontaneidad de aquel esbozo. Guardé una fotocopia y José Ramón devolvió el manuscrito a París. Pensé que sería un caso más de impulso frustrado, de un fulgurante e inhabitual ademán fortuito, en el que la clemencia del resultado venía dada, quizá, por el marco, resultado que se malograría seguramente con el cambio de formato. Quince días después, José Ramón me llamó por teléfono para decirme que la versión definitiva, de 250 páginas, estaba ya escrita y que viajaba hacia Barcelona. Saqué la cuenta… y me preparé a lo peor. En verdad, no habían sido precisos quince días sino doce para que Ferrero reescribiera y completara el setenta por ciento que le faltaba a la novela. Doce días en los que la estructura original saltó por los aires; es decir, que la labor no fue «inflar» lo ya hecho sino desarrollar de una forma magistral, con todos los elementos de una sólida formación clásica, las inquietantes peripecias que animan el pastiche que es Bélver Yin. Novela china, claro está, y uno piensa en Pearl S. Buck y se equivoca. Más bien la «chinedad» de Bélver Yin se acerca más bien a la gestualidad de una ópera china, en la que los puentes apenas sostienen a los personajes y en la que la tramoya, el artificio, constituye –fuera de un delicioso elemento burlesco–, el único sustrato posible de la tremenda e inquietante tragedia que se fragua ante nuestros ojos. Frente al abrumante barroquismo de la literatura de los jóvenes, Ferrero sorprendía con una propuesta pausada, muy sabia literariamente, sobre todo muy madura. Impresión ésta que confirmé cuando conocí a su autor. De una lucidez casi agobiante, la conversación de Ferrero, en aquellos años postreros de su tercera década, saltaba de un tema a otro, reservándolos, retomándolos todos a un mismo tiempo, no definiéndose por nada, sin sombra de insensatez, ni en la opinión ni en la visión –por ejemplo política– del mundo. Reconozco que fue una delicia observar aquella cabeza en acción, aunque sobre todo la disponibilidad de mi parte venía avalada por el impecable resultado de su Bélver Yin. En verdad, ese escritor joven había escapado al maniqueísmo de las generaciones anteriores, todas redentoras y presas de una mala conciencia de la ortodoxia, del compromiso, del absurdo deambular por grupos y adicciones. Por una vez, un escritor no repetía las monsergas de los periódicos, de los gurús políticos, de la progresía. Debo reconocer que fue una experiencia refrescante y saludable. Me acordé de Radiguet dispuesto a terminar con las vanguardias que en su tiempo campaban por sus fueros, dispuesto a restituirle a la literatura sus mejores momentos, diciendo, por ejemplo, que el estilo y el ojo debían ser los de Madame Lafayette, que antes de caer en la fácil confusión del vanguardismo valía más hacer un esfuerzo de reflexión, etc., etc. Ferrero aportaba una novedad a todas las propuestas novelísticas del idioma de aquel momento: era capaz de poner en la picota sus propias apuestas, no se tomaba en serio: lo escabroso y casi intolerable del asunto que cuenta en Bélver Yin se atemperan y agigantan hasta la sofocación mediante una mirada con perspectiva, con la que el novelista no se ve nunca implicado emocionalmente –pareciera– con sus criaturas. Este recul no sólo permite despojar el texto de todo lo superfluo sino que lo inscribe en un aparente objetalismo, casi monstruoso, éxito tardío de los malogrados esfuerzos del nouveau roman.
Tras ponernos de acuerdo con José Ramón Monreal sobre la estrategia que habría que seguir para que Bruguera publicara una novela buena, comenzó el vía crucis, de despacho en despacho, repitiendo la larga letanía de adjetivos, para que los burócratas de lo inefable se pusieran en su sitio y renunciaran a la habitual pretensión de que «ellos lo harían mejor». Finalmente, José Ramón logró un contrato, en agosto de 1981, y un escaso anticipo, publicándose la novela en noviembre de aquel año. La primera sorpresa de los desdeñosos caballeros omniscientes que gobernaban la literatura en Bruguera fue el Premio Ciudad de Barcelona y las razonables ventas que comenzó a tener el libro. El resto, respecto a Bélver Yin, lo conoce casi todo el mundo.
Mauricio Wacquez
Texto de las solapas de la primera edición
(noviembre de 1981) y artículo publicado en
Quimera n.º 69 (otoño de 1987)
Bélver Yin
Para Nuria y Anne
Para José Ramón y Germinal
La pureza extrema es no extrañarse de nada.
Zhuangzi
Obertura
1. El Nenúfar Blanco
La Bailianhui (o Hoasenchang), Nenúfar Blanco, fue una de las muchas sectas chinas en las que se aglutinaron los enemigos de la dominación extranjera.
La Bailianhui, que como las otras sociedades secretas no excluía la guerra contra los extranjeros afincados en el imperio, perseguía el sueño de la hegemonía china, o mejor, de la libertad de sus colectividades (pues la filosofía taoísta negaba la preponderancia de una raza sobre otra).
El simple deseo no bastaba para entrar en ella; era necesario saber y poder. Saber interpretar los caracteres, el sentido literal y figurado de los libros sagrados, los trasfondos de la enseñanza taoísta, y la práctica diaria de los ritos. Poder actuar con total independencia, guardar la libertad de acción, y atreverse a romper, cuando la necesidad lo requería, con todos los lazos sociales y humanos.
2. La secta de las Vratyas
Dakini (Yoguini o Devadasi), prostituta sagrada, era el nombre que se les daba a las hetairas de la India, de cuya sabiduría sensual fueron tributarias las cortesanas chinas.
Un cronista de Mangalora refiere que, «en otro tiempo, los ritos inherentes al ejercicio del placer, del poder y del comercio eran transmitidos por una línea de Dakinis de prodigiosa memoria». «Amar y recordar», nos dice otro cronista, «era el oficio de esa antigua secta llamada de las Vratyas, que habría de extenderse, en los albores del siglo XVII, por toda la varia superficie de Asia».
3. Sarao Corporation
Una compañía, con pequeñas sucursales en Atenas, Estambul y Londres, monopolizó, en el Shanghai de los años treinta, el tráfico de opiáceos.
En sus secretas filas se acogían daneses, ingleses y holandeses, aglutinados en torno a un célebre casino. Imbuidos por la creencia de que el reino de este mundo es el de las ruletas, que giran como el fatídico tambor de un revólver, y que son también imagen de la rueda eterna de Buda y del río que no cesa de Laozi y Heráclito, llegaron a formar una espesa hueste que dirigía sus pistolas contra la secta del Nenúfar y otras sociedades taoístas.
A su modo, estos forajidos eran estetas puros, además de mercenarios que gozaban del beneplácito de Su Majestad británica y de más