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El juego de las extrañas
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Libro electrónico260 páginas4 horas

El juego de las extrañas

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Sarah desapareció. Su familia está devastada, excepto Nico, su hermana. Ella, por primera vez, siente paz porque se pudo librar de las maldades de Sarah.
Pero cuatro años más tarde sucede algo inesperado: Sarah regresa. Aunque está… diferente.
Es muy distinta de esa chica que se había tragado la tierra. Y la amnesia que padece provoca que todo se vuelva cada vez más extraño.
¿En dónde estuvo?
¿Qué le sucedió el día en que desapareció?
SOLO UNA PERSONA CONOCE LA VERDADERA HISTORIA… ¿PODRÁS DESCUBRIRLA?
IdiomaEspañol
EditorialVRYA
Fecha de lanzamiento14 dic 2015
ISBN9789877472837
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    El juego de las extrañas - Cylin Busby

    Sarah desapareció. Su familia está devastada, excepto Nico, su hermana. Ella, por primera vez, siente paz porque se pudo librar de las maldades de Sarah.

    Pero cuatro años más tarde sucede algo inesperado: Sarah regresa. Aunque está… diferente. Es muy distinta de esa chica que se había tragado la tierra. Y la amnesia que padece provoca que todo se vuelva cada vez más extraño.

    ¿En dónde estuvo?

    ¿Qué le sucedió el día en que desapareció?

    Solo una persona conoce la verdadera historia…

    ¿Podrás descubrirla?

    Para Nanci,

    mi cómplice.

    PRÓLOGO

    Sabía que mi hermana estaba muerta. Podía sentirlo en mi cuerpo, como si desde el interior mis huesos pudieran decirme la verdad. Después de todo, eran sus huesos también. Los mismos padres nos trajeron al mundo y compartimos el mismo ADN, lo que nos hace quienes somos. Incluso me parecía a ella, como una pequeña gemela unos años más joven, y las dos éramos la viva imagen de mamá, o de cómo era ella en la época de la foto de su anuario, con su largo cabello rubio y ojos color avellana.

    Al mirarme en el espejo, no solo veía mi rostro sino también el de mi hermana. El rostro de los carteles de búsqueda que habíamos puesto en toda la ciudad de Mapleview cuatro años atrás, el rostro que apareció en las noticias y en los periódicos de todo el país. Ya sin brackets, hasta podía sonreír como ella, tal como sonreía en la última foto familiar. Con la sonrisa de una chica porrista, novia de un muchacho mayor. De una chica con secretos.

    Quería creer con todas mis fuerzas que seguía con vida, aferrarme a esa esperanza, como mamá. Y lo intenté, intenté imaginar que cualquier día iba a ver a Sarah atravesar la puerta de nuestra casa. Pero, por las noches, esa imagen se borraba y, en mis pesadillas, veía todas las cosas terribles que les pasaban a chicas como ella. Al despertar, con esas visiones aún en mi cabeza y el corazón latiendo acelerado, solía quedarme acostada, mientras miraba moverse por el techo y las paredes de mi habitación las luces de los pocos autos que pasaban. Y pensaba en las personas dentro de esos autos: ¿A dónde irían? ¿A dónde habían estado hasta tan tarde? ¿Cómo serían sus vidas, sin el enorme vacío que queda cuando un integrante de la familia desaparece?

    Traté de imaginar cómo se vería Sarah después de tanto tiempo, mayor, con el cabello más largo, o más corto, con la piel dorada como la tenía la última vez que la vi. El peso de su ausencia crecía con el paso de los días, y las semanas, que se convirtieron en meses, y los meses en años. Yo sabía la verdad. Aunque no pudiera decírsela a nadie, sabía que la habitación oscura pegada a la mía siempre estaría vacía, con la puerta cerrada, porque esta vez Sarah no regresaría.

    1

    En realidad, el teléfono nunca sonaba en la línea de ayuda; en cambio, se encendía una luz roja en el teclado y aparecía el número de la llamada entrante en la pantalla, con su ubicación aproximada. Todo lo que había que hacer era presionar el botón al lado de la luz roja para aceptar la llamada y hablar por el auricular manos libres.

    –Línea de Ayuda para Adolescentes. Hola, soy Nico, ¿cuál es tu nombre?

    Antes de que nos permitieran responder una llamada, teníamos que realizar una capacitación y aprender el guion. Incluso entonces, Marcia, la supervisora, recorría la habitación, observándonos y escuchando nuestras conversaciones con sus propios auriculares. A veces, se ubicaba detrás de alguno de nosotros para escribir notas si había algo que creía que debíamos decir, y siempre estaba ahí para tomar una llamada que se salía de control.

    Cuando me presentaba como voluntaria, en general una vez a la semana, siempre había alguien mayor que yo, con más experiencia, que respondía a casi todas las llamadas y yo tenía que limitarme a sentarme y escuchar.

    No hay mejor manera de entrenarse que viendo lo que hacen los demás voluntarios, cómo reaccionan, me decía Marcia, tal vez pensando que estaba desanimada por no poder contestar más llamadas. Pero ese no era el caso; muy por el contrario, me sentía aliviada. Durante meses tuve terror de hacer o decir algo mal en una llamada. Teníamos la vida de esas personas en nuestras manos; muchas de ellas estaban dispuestas a hacer cosas terribles, como herirse a sí mismas o a otros. Para mí estaba bien poder sentarme a escuchar, sin ninguna responsabilidad. Pero, algunas noches, Marcia me pedía que respondiera.

    –Es tuya, Nico –me dijo un día. Las otras dos voluntarias, Amber y Kerri, ya estaban en línea y, por alguna razón, la cuarta voluntaria no había aparecido. Antes de presionar el botón rojo, dejé la porción de pizza que estaba comiendo, me limpié las manos y me apresuré a contestar.

    –Línea de Ayuda para Adolescentes –apenas llegué a pronunciar las palabras cuando escuché a la chica del otro lado, llorando.

    –¿En serio hay alguien ahí? –preguntó, entre sollozos–. ¿Una persona real?

    –Mi nombre es Nico. ¿El tuyo? –continué con mi guion mientras Marcia asentía. El nombre y la ubicación de la chica aparecieron en la pantalla; estaba llamando de un teléfono celular desde las afueras de Denver. Pude comprobar que no me había dado una identidad falsa, como muchos de los que llaman, ya que el teléfono estaba registrado a su nombre. Escuché atentamente su historia acerca de cómo la trataban sus compañeras de escuela, y que había comenzado a cortarse a sí misma. Quería dejar de hacerlo, pero no sabía cómo.

    –A veces pienso en huir, en empezar de nuevo en un lugar distinto, en simplemente desaparecer, ¿me entiendes? –dijo, y sus palabras me provocaron escalofríos.

    –Te entiendo perfectamente. Todos nos sentimos así alguna vez –le di los consejos que se suponía que tenía que darle y busqué los nombres y números telefónicos de los lugares a los que podía acudir por ayuda cerca de su ubicación. Pero mi mente no estaba enfocada en la chica que lloraba al otro lado de la línea, sino que todo el tiempo pensaba en Sarah. ¿La reconocería si llamara? Pero eso no podía pasar, nunca iba a pasar. Ese tipo de coincidencias solo se dan en las películas, no en la vida real. Parte de mí aún tenía que admitir los verdaderos motivos por los que había elegido ser voluntaria en la línea de ayuda, para cumplir con los servicios comunitarios que exigía el programa escolar.

    Podría haber estado en el hospital veterinario cuidando de un conejito enfermo, o en el asilo de ancianos de Mapleview leyéndole a alguna amable señora ciega. Pero ahí estaba, respondiendo llamadas de adolescentes que querían desaparecer, y que a veces lo hacían.

    Para cuando corté la llamada, la chica de Denver ya había dejado de llorar. Marcia me miró y levantó los pulgares, aunque podría asegurar que ya se encontraba escuchando otra conversación. Me sorprendí al ver que ya eran las 21.02. Saqué el formulario del servicio comunitario de mi bolso y lo puse sobre el escritorio de Marcia de camino a la salida. Pero, cuando ya casi estaba en el ascensor, ella me llamó.

    –Nico, hiciste un buen trabajo hoy –me dijo, mientras miraba el formulario–. ¿Dónde se supone que tengo que firmar?

    –También tiene que completar la evaluación –le recordé, luego de mostrarle dónde firmar–. Pasaré otro día a recogerla.

    –Si me das un minuto, lo haré ahora mismo –me respondió. El reloj de pared ya marcaba las 21.05.

    –No puedo, debo irme.

    –Solo me llevará un segundo, en serio –insistió.

    Me quedé al lado de su escritorio mientras escribía. Su bolígrafo se movía con lentitud. Recién iba por la mitad, y eran las 21.07. Podía sentir el corazón golpeando en mi pecho.

    –Lo recogeré la próxima semana –le dije mientras corría a la salida sin darle la posibilidad de responder. Presioné el botón del ascensor una y otra vez hasta que las puertas se abrieron. Iba haciendo cálculos mentalmente: para cuando llegara al lobby y saliera ya serían las 21.10. Sentí mi teléfono celular vibrando en mi bolso antes de poder llegar a la salida.

    Y ahí estaba mamá, esperando en el auto en el lugar donde estacionaba siempre. Podía ver el reflejo azul de la luz del teléfono celular en su rostro y el ceño fruncido de preocupación. Casi corriendo, atravesé la acera y el césped, donde los restos de nieve derretida empaparon mi calzado. Golpeé la ventana del lado del acompañante, mamá levantó la vista hacia mí y, por un momento, vi la sorpresa en sus ojos. En la oscuridad, con el cabello rubio largo debajo de la capucha, pensó que era otra persona, y yo sabía quién.

    Me bajé la capucha para que pudiera ver mi rostro. Cuando me vio, sonrió y bajó el vidrio.

    –¡Me asustaste! Vamos, entra, está helado afuera.

    Entré al auto, un espacio cálido que olía a cuero y al perfume de mamá.

    –Se te hizo tarde, Nico, intenté llamarte.

    –No fue mi culpa. Sabes que ni siquiera nos dejan mirar los celulares en el centro. Y Marcia se tomó su tiempo para llenar los formularios de la escuela.

    Ella no dijo nada; solo miró por el espejo mientras ponía en marcha el auto. No era necesario que dijera nada. Yo ya sabía cómo se preocupaba y lo inaceptable que era hacerla sentir así. Habíamos acordado estar siempre en contacto, sin importar qué pasara, pero a veces era imposible. Era imposible ser siempre perfecta, estar siempre a horario y evitar que mamá y papá se preocuparan por mí como lo habían hecho por ella.

    –¿Cómo vas con tu tarea? –preguntó por fin, con un tono normal, mientras giraba a la izquierda en la calle que conducía a nuestro vecindario.

    –Está casi terminada. Solo me falta leer un capítulo para Química.

    –¿Y ya comiste? –preguntó

    –Ya comí, mamá –le respondí con un suspiro. Siempre las mismas preguntas, siempre las mismas respuestas.

    Estacionamos en la entrada de autos de nuestra casa, iluminada por dos brillantes reflectores ubicados sobre el portón del garaje y por un farol a cada lado de la puerta principal. Mientras esperábamos a que el portón se abriera, mamá se volteó hacia mí.

    –Sabes que estoy muy orgullosa de que trabajes en la línea de ayuda, ¿verdad? Tu papá también lo está. Quería que supieras eso.

    Asentí con la cabeza y le sonreí. Había algo oscuro implícito en su cumplido: No eres como ella. En ese momento yo tenía esa edad, la edad en la que comenzaron los problemas, cuando se escapó por primera vez. Pero yo era diferente, una buena chica, sobresaliente en la escuela, voluntaria, y capitana del equipo de tenis. Mamá y papá no tenían razones para preocuparse por mí; no era como Sarah y nunca lo sería.

    Las luces del auto iluminaron las tres bicicletas alineadas en el garaje: la mía, la de mamá y la de papá. La policía había encontrado la de Sarah el día que desapareció, pero nunca nos la entregaron de vuelta; la imaginaba tirada en algún oscuro depósito de evidencias, con una etiqueta con el nombre de Sarah colgando del manubrio plateado. Cubierta de polvo negro en los lugares donde buscaron huellas digitales, con las ruedas desinfladas y resecas por el paso del tiempo y la pintura púrpura descascarada. Nadie iba a volver a usar esa bicicleta jamás.

    Sarah

    La primera noche no fue tan mala. La habitación estaba oscura y yo acostumbraba dormir con las luces encendidas, pero no quería hacerlos enojar, así que no dije nada. No me quejé ni lloré.

    Podía escuchar cómo hablaban en la otra habitación y el sonido de hielo chocando en un vaso. Más tarde las voces se elevaron.

    –¡Una niña, en verdad tenemos a una niña! –exclamó una de ellas.

    Seguían hablando, tan fuerte que no me dejaban dormir, hasta que alguien abrió la puerta desde afuera y dejó entrar un rayo de luz que llegó justo a mi rostro. Rápidamente cerré los ojos y fingí estar dormida. Tenía que respirar muy despacio y tranquila. Nadie entró; permanecieron en la puerta mirándome y susurrando.

    –Ahí está, te lo dije –comentó uno de ellos.

    –No puedo creerlo. Y es muy bonita.

    –Como un ángel.

    –Esperemos que se comporte como uno –agregó alguien entre risas.

    La puerta se cerró y escuché que volvían a trabarla desde afuera. Y allí estaba, sola otra vez en la oscuridad.

    2

    Cuando Sarah desapareció no tardaron en llegar noticias de todo el país de personas que creían haberla visto: en el sector de productos para el cabello de una tienda en Missouri; sentada en el asiento trasero de un auto en una gasolinera de las afueras de Las Vegas; en el Festival de la Calabaza de otoño en Ohio; caminando con una mujer mayor en una tienda Best Buy en Florida.

    Llamaban al número telefónico que aparecía en los carteles de búsqueda y daban toda la información. La chica tenía la altura indicada y cabello largo y rubio (excepto en una ocasión en que se lo habían cortado y teñido de negro para que pareciera otra persona, pero aun así, la mujer que la vio estaba segura de que se trataba de Sarah). Vestía un pantalón vaquero y una camiseta sin mangas rosa, igual que en la foto. Otras veces llevaba gafas de sol o un sombrero. O se había cambiado la camiseta y los pantalones. Quizás era un vestido o shorts, o la ropa que tenía el día que desapareció: un vestido blanco sin mangas largo hasta las rodillas, un saco gris y botas de gamuza marrones. Pero todos estaban seguros de que habían encontrado a Sarah, la hermosa quinceañera rubia desaparecida. La chica que salió a encontrarse con su novio y nunca regresó.

    La policía, y luego el Centro para Niños Desaparecidos, siguieron cada pista. Sus agentes entrevistaban a las personas en las tiendas, revisaban las cintas de las cámaras de vigilancia, interrogaban a criminales locales y, quizás, lo peor de todo, a violadores y abusadores de menores de cada ciudad donde alguien reportaba haber visto a Sarah.

    La primera vez que recibimos una llamada, tan solo cuatro días después de su desaparición, mis padres estaban seguros de que la habían encontrado, como si pudiera ser tan fácil. Mamá daba un salto cada vez que sonaba el teléfono y, esa tarde, pudo ver en el identificador de llamadas que se comunicaban de la estación de policía. Antes de contestar, respiró profundo, tragó saliva y se secó las palmas de las manos en sus pantalones.

    Se trataba de alguien que informaba haber visto a Sarah mirando productos para el cabello en una tienda de Missouri. Mi hermana estaba muy orgullosa de su cabello rubio y solo usaba productos de salón. Simplemente no tenía sentido, pero allí estaba ella, comprando champú, al parecer usando la misma ropa que en la foto de los carteles.

    Los detectives les dijeron a mis padres que volverían a llamar con más información en una hora. Pero, apenas colgó el teléfono, mamá ya estaba segura.

    –Es ella, la encontraron. Gracias a Dios –me dijo.

    Se sentó conmigo en el sofá y permanecimos así, inmóviles, durante toda una hora, esperando a que volvieran a llamar mientras papá daba vueltas por la cocina. Tenía la sensación de que si me movía para ir al baño, o a la cocina a tomar algo, de alguna manera se iba a romper el hechizo y Sarah se esfumaría otra vez. Cuando por fin volvió a sonar el teléfono, papá se apresuró a responder. Su rostro iba perdiendo el color mientras escuchaba, repitiendo ajá cada tanto.

    –¿Qué pasa? ¿Qué están diciendo? ¿Se encuentra bien? –preguntó mamá susurrando. Papá se limitó a negar con la cabeza y ella se llevó la mano a la boca para cubrir sus sollozos.

    –No era ella –nos dijo papá, y se fue hacia la cocina para seguir hablando de los pasos a seguir en la investigación. Con esas tres simples palabras sus esperanzas se habían esfumado. Mamá lo siguió a la cocina preguntándole cosas como ¿Están seguros? o ¿Cómo lo saben? y yo me quedé sola en el sofá durante lo que parecieron horas mientras la escuchaba llorar. Nadie me ordenó que me cepillara los dientes y tampoco me dijeron que me fuera a dormir. Finalmente subí por mi cuenta. En el corredor pasé por la habitación de Sarah y cerré la puerta antes de ir a la mía.

    Después de ese día las llamadas llegaban a diario, de todas partes. Con cada falsa alarma veía cómo mamá se encerraba cada vez más en sí misma, comenzaban a aparecer raíces blancas en su cabello rubio, se marcaban líneas alrededor de sus ojos y su boca, y perdía peso rápidamente. Siempre había sido delgada, pero en ese momento, incluso sin ir a sus clases de pilates dos veces a la semana, se le notaban los huesos y se veía frágil. Papá se volvió callado y taciturno, regresó al trabajo dos semanas después de la desaparición de Sarah y rápidamente se involucró en un nuevo acuerdo con otra compañía. Su horario de trabajo se extendió de manera considerable: se iba al amanecer y volvía por la noche, mucho después de que mamá y yo terminábamos de cenar. Era como si no soportara estar cerca de nosotras, las dos rubias, un constante recordatorio de que su favorita ya no estaba. Cuando llegaba, exhausto, llevando su maletín como una pesada carga, mamá casi se le lanzaba encima y le contaba todas las novedades sobre la investigación, mientras lo seguía hasta la sala de estar, donde él se servía un trago.

    Mamá, en cambio, nunca regresó a su trabajo de medio tiempo en el estudio de abogados; en cambio, se abocó por completo a la organización de la búsqueda de Sarah. El estudio se transformó en un puesto de comando, con un mapa gigante de los Estados Unidos colgado en una pared, en el que colocaba marcadores rojos en

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