Madame Josué
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Madame Josué - Adolfo Silva Reyes
enamoré.
Prólogo
Para mí es un agrado escribir el prólogo de esta novela, cuyo autor me ha otorgado el privilegio de estar presente, una vez más, en su obra. Me permito destacar su primera creación narrativa, Descubriendo a Omar, donde tuve el honor de ser una de las presentadoras de aquella historia.
En este segundo libro de género narrativo se destaca el realismo, donde queda expuesto el complejo escenario de la diversidad. En esta obra puntual debo confesar que mi preferencia apunta a la sencillez con la que se explican temas tan complejos como el transformismo y la homosexualidad, que si bien es cierto dejó de ser un tema oculto, aún surgen en la sociedad controversias ante estos temas, por la suma de interrogantes sin respuestas que continúan abiertas en los inentendibles misterios de la humanidad.
Este libro invita a sus lectores a abrir su mente hacia donde no hay cálculo ni posturas. Más bien, los lleva a cuestionar los paradigmas sociales y a considerar el derecho sagrado de aceptar de manera integral la naturaleza humana, con sus diferentes diversidades y no actuar por un machismo dominante e inclasificable, menoscabando en forma arbitraria a quien denominan «minoría».
En esta obra, el autor nos muestra cómo la ignorancia del entorno social ha afectado la vida del protagonista. Partiendo desde la base que, en primera instancia, tiene lugar en su núcleo familiar, el cual interpreta su opción sexual como una enfermedad.
Por un lado, la ambigüedad de un padre con una doble vida, la cual contradice su jerarquía, impuesta con un estereotipo de masculinidad; zigzagueando una vida familiar sólo de fantasía. Paralelamente, una madre refugiada en la burbuja de la religión para cubrir con sábanas blancas el foso oscuro, donde su clamor y sus lágrimas en solitario carecen de respuesta.
La discriminación a la que se ve enfrentado este personaje lo hace pasar por diversas vivencias inaceptables, desde que «comienza a respirar». No obstante, teniendo claridad en su camino, busca el aprendizaje propio en un mundo donde la honestidad parece ser lo menos visible.
Cabe destacar que la marginación y el vejamen quedan más expuestos en el cumplimiento de su servicio militar, donde la homofobia se hace muy presente. Y haber vivido en las profundidades de esta vejación, fortalece su persona.
«La libertad no tiene color ni precio».
Bajo ese prisma citado, el protagonista se permite emerger con su verdadera identidad; donde su nueva realidad no queda exenta de tropiezos. El descubrimiento abrupto de los excesos, que esta le muestra, lo lleva a un vuelo irremediablemente alucinador; en el que se abandona al remolino incesante de las ventajas de la noche. Es en ese círculo donde comienza a vivir su primera relación con Alberto, en permanente disputa con sus verdaderos sentimientos, que emocionalmente se encontraban en prisión. Lo que significa que su corazón pertenecía a su primer y único amor, un incesante sentimiento que creció en años anteriores, dado en la exploración de su primer beso con una persona del mismo sexo.
El autor nos converge en distintas realidades del protagonista, donde la euforia de las vivencias se contrapone con la dignidad desgarrada por su identidad sexual. Lo cual, desde una mirada analítica, aparece como una protesta entre los telones ondulantes de su transformismo inesperado, que lo encontró sentado en la mesa de un bar. Augurios funestos intervienen en su nueva vida, donde la envidia y la traición caminan de la mano de su compañera de actuación.
Finalmente, las venturas y desventuras (el liceo, el regimiento, el bar), la amistad incondicional de su amiga Raquel y el misterio oculto de su doble vida a su madre, contienen las circunstancias precisas.
Tal como si se tratara de un juego de ingenio, el autor nos sumerge en emociones, línea tras línea, para desembocar en la página menos pensada, convirtiendo esta novela en un interesantísimo debate, donde descubres que la vida se acaba. Y en el ímpetu de cambiar el mundo bajo tu propia melancolía, te preguntas si vale la pena vivir este mundo con cárceles internas, impuestas por esta sociedad.
Judith Durán Bello
Poeta
Joche
Debo admitir que nací en un cuerpo equivocado. ¿Por qué no nací mujer?, habría cautivado a una variedad de hombres.
Quizás con poder femenino podría acceder a corazones bellos que se esconden tras cuerpos atrayentes; tal vez tendría la opción de elegir a ese Brad Pitt de mis sueños, para que me haga feliz.
Mi lado femenino gobierna casi la totalidad de mi cerebro. Así fue desde niño. Ya a los diez años me llamaba la atención el cambio que se manifiesta en las mujeres al cambiar peinados, combinar vestidos y el efecto que se produce al maquillar sus rostros, como si se tratara de una obra de arte plasmada en sus pieles.
Pienso diferente al resto. Mi madre no tiene la capacidad de validar mi identidad porque su religión no le permite descubrir otros mundos y abrir su mente para que fluyan otros pensamientos. Siempre ha estado enfocada en la lectura bíblica y preocupada de llevar una vida ejemplar. Si me transporto a su pellejo, reconozco que tener un hijo gay no es nada fácil, ¡uff!, cambio y fuera, prefiero no imaginarlo.
Yo admito que mi debilidad son los hombres, que mientras más varoniles sean, más rápido reacciona la antenita coquetona que guardo en mis pantalones.
La debilidad de mi papá son las mujeres, y no quiero imaginar la cantidad de veces que ha usado su antenita (ya debe estar oxidada). Aún así, él tiene más energía que nunca. Es decepcionante pensar que las cañerías que destapó unas tantas veces no estaban precisamente localizadas en un baño o que la limpieza de calefones y mantenciones varias se traducían en cuerpos de mujeres.
Yo siempre intenté ganarme su cariño, pero me sentía ignorado por él, seguramente tuvo mayor relevancia encerrarse en el baño a distraerse con revistas pornográficas o ver videos de bailarinas haciendo estriptís con poca o nada de ropa. Hoy pienso que para llamar su atención investigué y conozco lo que más le gusta. Acumulaba horas viendo videos de esas mujeres antes de que llegara mi mamá de su trabajo y estaba pendiente por si él aparecía de repente. Nunca se sabía la hora de regreso y salida. También encontré películas de corte porno, desde allí abrí mi apetito sexual, aparte del gen paterno que venía hirviendo en mis venas desde antes de nacer.
Haberme criado en un barrio popular tampoco fue un camino fácil, las viejas copuchentas decían que mi papá era caliente, una de ellas se acostó con él y todo el mundo lo sabía, menos mi mamá.
—Señora Luisa, salude de lejitos a don Jaime, mire que un topón con sus pechugas lo deja con la lengua afuera. Ese hombre es de temer.
Estas vecinas que me tocaron son unas viejas amargadas a las que sus maridos les dan de postre cuando ya no les salta la liebre por fuera, y en realidad hablo así de ellas porque la ironía que denotaban al mirarme me causaba repudio. Parecía payaso de circo y ellas disfrutando de una función gratis al verme pasar.
Mi mamá tenía una amiga de verdad, valía la pena doña Juanita, pero ya está muerta. Mi mamá decía: «Las mejores cosas que pasan por mi vida son las que menos duran». Llegué a odiar aquella frase, pues sentía que vine a este mundo a traerle problemas y no alegría.
Ser hijo único con padres que tienen otras expectativas del producto que elaboran resulta ser algo aberrante, quizás por eso no quisieron intentar tener más hijos.
—Busquemos la niñita —decía mi papá. Y mi mamá instalaba su mirada en mí, como si tratara de decir: «Con ese mariconcito, para qué necesito una niña».
Estoy seguro de que ella no olvida cuando recién cumplidos los ocho años hurgueteé en su cajón, invadiendo su dormitorio. Conseguí la llave de su cómoda o, mejor dicho, logré abrir ese cajón con ayuda de un destornillador extraído de una caja de herramientas de mi papá.
Gracias a mi cualidad de observador tenía claro dónde mi mamá guardaba el maquillaje y sin dudar cubrí mis uñas de esmalte rojo, mis labios embetuné de color sandía y rellené mis párpados de sombras. Parecía realmente una «mona», con gran sentido de patudez. Todos los cosméticos que usé eran nuevos porque sus creencias le impedían verse maquillada, aunque algunas veces levemente esparcía colores en su rostro; «ocasiones especiales» les llamaba, tan especiales que casi nunca llegaban.
Cuando llegó de su trabajo, hasta me vio con un vestido largo puesto. La furia se apoderó de ella y me castigó, ya no podía creer lo que estaba viendo. No sólo me vio disfrazado, sino además doblando una canción de Isabel Pantoja, haciendo equilibrio sobre unos zapatos de taco alto que eran de mi abuela y que para ella eran un recuerdo.
Se fijó en el atentado a su maquillaje, la intervención manual a su cajón y más furiosa se puso. Me fui de palmada en el traste y me clavó el taco de un zapato en la espalda, de hecho, esa marca nunca se borró de mi piel.
Mi padre iba entrando a la casa y los gritos lo sorprendieron tanto que corrió a ver lo que sucedía. Cuando me vio, le dio un ataque de risa, me llevó al baño y se encargó de retirar todo el maquillaje, me lavó la herida en la espalda y la cubrió con un parche curita. Esa vez comprendí el significado de la palabra «héroe».
Fue allí cuando se acercó a mí como un verdadero padre, aunque fuera sólo para matarse de la risa. En esa ocasión tuvo otra visión de las cosas, no pensó en que quise maquillarme para parecer mujer, si no por jugar y experimentar.
Cuando llegó el día en que la hermana Sandra, mi mamá, tuvo la idea de presentarme oficialmente a su iglesia, fue caótico y desafiante. Me burlé de sus creencias en el culto de adoración, porque teniendo previamente preparado el tema cristiano para cantarle a todos esos fanáticos, me vi en la obligación de demostrarles mi verdadera diferencia. Si tanto pensaban que yo era diferente, les iba a hacer ver de lo que era capaz.
Mi madre, emocionada, me presentó con el pastor y él dejó el espacio frontal para mi acto. Llegó mi turno y yo, con toda la osadía, como que me llamo Josué Pantoja, agarré mi cabello que colgaba a un lado de mi oreja y me inspiré.
De pronto, del micrófono salió mi voz con quejido medio español:
—Perdona si te hago llorar, ay, perdona si te digo hoy adiós. Pero es que no está en mis manos, pero es que no está en mis manos, me he enamorado…
Poseído por Isabel Pantoja, mi ídolo, hice vivir un infierno a mi pobre madre, la cual me sacó del brazo y a empujones de su iglesia, mientras veía las reacciones perplejas de los asistentes.
—¡Qué le diré a mis hermanos, cabro de porquería! —repetía una y otra vez, llorando de rabia.
Lo inexplicable es inexplicable, porque ni yo entiendo de dónde adquirí el coraje para cantar de ese modo.
Mi madre, pensando en que el demonio quería poseerme, hizo que el pastor fuera de visita durante un mes a la casa. Oraciones y alabanzas repetía como en estado de vigilia.
Bueno, es la vida que le tocó, yo no soy culpable de haber nacido de esta forma.
Debo admitir otra vez que nací en un cuerpo equivocado.
Probablemente en mi vida pasada fui una mujer.
Mi amiga Raquel y la escuela
Mi papá más de una vez fue citado por el director del colegio para explicarle mi situación. Mi madre estaba cansada de oír lo mismo y