El día de la mudanza
Por Pedro Badrán
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El día de la mudanza - Pedro Badrán
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SOBRE LA PASTA DURA del álbum hay un paisaje pintado. Una montaña con pico nevado, un manantial al pie de la montaña, una llanura con pastos verdes por donde corre el manantial. Las ramas de los árboles son delgadas y frías. Se presiente la nieve pero todavía no es el invierno.
La primera foto es la de ellos dos. Mi madre tiene su vestido blanco de encajes. Mi padre está detrás, como un ángel detrás de otro ángel, pero apenas aparece su rostro y sus ojos miran hacia otra parte como si no estuviera seguro de lo que está haciendo. Mi padre es un ángel inseguro.
Ya tienen la casa pero todavía no están todos los muebles. Las baldosas son verdes y rojas, cuadradas, pero aquí en la foto parecen rombos. En la segunda foto ellos dos bailan un vals que en la amarilla quietud de la imagen ha dejado de escucharse. La foto de este baile es pequeña. Mis abuelos no aparecen. Hay otra foto que no está aquí. Mi abuelo con el rostro adusto lleva a mi madre hacia el altar.
•
En la primera fotografía —pero sobre todo en la mirada de la novia— se adivina la promesa de una casa, no sólo un lugar sino también un tiempo, una colección de objetos, de voces y de seres que estarán en la memoria por siempre, unos hijos que más tarde evocarán las figuras de la alfombra y los cuadros colgados en las paredes cuando la casa, todavía edificada pero ya abandonada en un más allá siempre presente, sólo exista en el recuerdo, fragmentada en la colección de fotos amarillas que la familia mirará con la certeza del despojo y el lugar común de la nostalgia. La novia la dibuja, la conjuga en potencial y futuro, mezcla lo que será y lo que dejará de ser y aun lo que no siendo también existirá como proyecto.
En el instante de esta foto —la novia sonríe, mira el elevado ponqué y deja que la mano del tenso y ceremonioso novio (vestido con saco de solapas anchas, los ojos un poco desplazados hacia un destino, tal vez un lugar o un origen que no puede precisarse) guíe la suya, la una sobre la otra— la casa es apenas una página en blanco a la espera de una colección de objetos y de voces que la novia intuye o selecciona; ha pensado ya en las baldosas de la sala y asegura que serán distintas a aquellas de la terraza donde jugarán los niños que el vientre, con un fervor discreto pero no desapasionado, ambiciona y presiente. La sala será rectangular, alargada, y en las paredes se colgarán pinturas, gobelinos, una última cena, un paisaje de verdes montañas y cumbres coronadas de nieve; en esta otra pared, un poco más alto, con una pequeña repisa de madera, estará el Sagrado Corazón de Jesús con su mano herida y abierta, y muy cerca de la imagen, una vela encendida; alguna vez, en los primeros años que serán siempre los más felices, querrá colgar una Gioconda pero alguien le dirá que ese cuadro trae mala suerte, que si tiene una hija no podrá casarla porque tal es la maldición que la pintura genera, y ella —tan celosa de los anatemas— se decidirá por otros motivos: un alegre bebedor que en su inmediato lenguaje será siempre el viejo borrachín, y un príncipe Baltasar que será traducido como el niño sobre el caballo. En una tarde próxima —la novia de esta foto todavía lo ignora— enseñará esa pintura a su pequeño hijo, mientras lo carga sobre su brazo izquierdo —el dedo estará levantado— sin saber que en ese momento ella también reproduce un antiguo motivo pictórico.
A mano izquierda, la sala se desviará hacia un cómodo estudio con una biblioteca empotrada en la pared. El modelo de tal estancia está en su cabeza pero ella sabe que será imposible reproducir el viejo estudio de la casa de sus padres, podría sí tener allí el globo terráqueo, los atlas y las enciclopedias, los diccionarios empastados, el descuadernado Larousse. Sería tranquilizante ver a su marido sentado en ese estudio, leyendo un periódico o resolviendo un crucigrama mientras ella tendida sobre un largo sofá hojearía una revista llamada Buen Hogar, acaso Vanidades. Imagina ese sofá de un color pardo, un Luis XIV o Luis XV, el par de sillones, la alfombra persa con un tigre de Bengala, una mesa de centro —hay unas en formas ovaladas que te quedarían divinas—, una mesa esquinera, un par de repisas para colocar los vasos, un seibó de patas torneadas. No será fácil decidirlo pero en uno o dos años esas mesas sostendrán dos patos de porcelana, un elefante con la trompa levantada, una pareja de viejos campesinos, jarrones de Murano, ceniceros, huevos de piedra, portarretratos en marcos dorados, una bailarina con los brazos levantados, y aunque la novia tendrá que esperar un tiempo la moda de las matas y los arbustos en la misma sala, ya presiente ella el cambio de decoración, la modificación de los colores y de los mismos cuadros, la proliferación de extraños objetos, la irrupción de los helechos frondosos al lado de las antigüedades. Algo cambiará en las mesas, en el marco de los retratos y en el vestuario mismo pero mientras esas tendencias no estén legitimadas, ella optará por dejar los helechos y las