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Sol negro
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Libro electrónico206 páginas2 horas

Sol negro

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Información de este libro electrónico

El cielo se oscurece de repente. Una anomalía en la alta atmósfera oscurece los cielos y entre la oscuridad se presenta una luz mortecina y ominosa. Caos, oleadas de frío mortal, hipernoches: un golpe mortal para el mundo. Con el fin del ciclo de día y noche, la mente de los supervivientes empieza a romperse y sus recuerdos se pierden en una maraña
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 abr 2020
ISBN9789585107144
Sol negro
Autor

Juan Sebastián Sendoya

Nació un 11 de agosto en la ciudad de Cali, Valle del Cauca, pero ha vivido en Bogotá desde siempre. Desde sus inicios vería miles de mundos posibles y los moldearía en su cabeza hasta que, a sus 13 años empezó a escribir. Estudió literatura pese a una incipiente dislexia y considera a la Ciencia Ficción, entre tantos otros géneros, como una de las formas literarias más serias e importantes. Habla de sí mismo en tercera persona y desea con fuerza que los lectores disfruten de este libro tanto como él disfrutó de escribirlo.

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    Sol negro - Juan Sebastián Sendoya

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    1

    Mis recuerdos más lejanos de antes de que empezara comienzan con una llamada telefónica tarde en la noche. Estaba apurado por contestar, aunque las razones se me escapan.

    —En definitiva, tuvo que habérseme quedado en tu casa. ¿Está ahí?

    Empiezo a recordar solo después de esa frase. Era una voz dulce y tranquila la que hablaba, pero aun así escucharla me aceleraba el corazón y me hacía sentir mal al mismo tiempo. Era la voz de una mujer, de eso estoy seguro, pero ya no logro asociar a nadie en mi memoria con esa voz. Hubo un tiempo en que me obsesionó saber quién era.

    Sé que le respondí. Fui muy amable con ella, demasiado, diría yo.

    —Sí, está aquí, no te preocupes. Escucha, si quieres pasa por ella mañana y te invito al almuerzo. ¿Está bien? —le dije.

    —Y quieres que me quede hasta el domingo, ¿verdad? Escucha… Emanuel, nos prometimos un tiempo. ¿Recuerdas? —dijo la voz.

    Me sentí mal de oírla decir eso. Su tono era frío, pero, de alguna forma retorcido, su voz aún era dulce y tranquila.

    —Lo sé, lo sé. Pero necesitas tu billetera. ¿No?

    Sentí que le rogaba. No estaba para nada feliz de rogarle.

    —Escucha, no es que no quiera verte y no estoy enojada contigo, pero quiero que respetemos el tiempo que nos prometimos. Lo necesito y sé que tú también lo necesitas. Iré esta tarde a tu casa por mi billetera, nos saludaremos muy amables y eso será todo. ¿Entendido?

    —Entendido.

    Recuerdo haberme despedido y recuerdo haber dado un lago suspiro cuando colgué. Me fui a dormir poco después. Esa fue la última vez que tuve una buena noche de sueño en mi cama.

    Yo solía despertarme muy temprano, incluso los fines de semana. Ese último sábado me levanté en la madrugada, a las cinco. La luz del día era aún muy tenue, era esa luz azul que aparecía justo antes del amanecer y del anochecer.

    La mañana fue lenta y fría. A mí me gustaba que fuera así porque entonces una taza de café o un buen duchazo con agua caliente significaban otra cosa muy diferente. Oh… recuerdo el café y las duchas calientes.

    Estuve cerca a la ventana justo a tiempo para ver las luces del alba. Tenía legañas en los ojos y lo único que quería era una taza grande de café; ver el amanecer no podía importarme menos. Si hubiera sabido, me habría quedado a ver cada segundo. Pero no, me quedé enfrente de la ventana por un par de minutos y luego continué con mi día.

    Ese fue el último amanecer que vi. No fue un momento sublime, en lo absoluto. Debió serlo, pero no significó nada para mí en esos momentos. En ese entonces las cosas eran diferentes, supongo, uno no se preocupaba por el cielo en lo más mínimo.

    Desayuné y leí un periódico viejo que estaba en el comedor. Mientras me terminaba las tostadas resolví el crucigrama, porque las noticias eran de hacía dos días.

    Es interesante, ya no me acuerdo del rostro de mi madre o de mi padre, no sé si tengo o tuve hermanos alguna vez. Ni siquiera puedo recordar bien cuál es mi edad o mi apellido, pero, pese a todo sé que la 5 vertical era «Merluza». Es trágico, si lo piensas, pero yo lo encuentro gracioso.

    Después del desayuno organicé la casa. Tendí la cama, barrí y lavé los platos. Odiaba lavar los platos, pero quería tener la casa limpia para cuando ella llegara, quería que se quedara y quería arreglar las cosas con ella.

    Sé que luego perdí el tiempo en alguna tarea sin sentido. Seguro jugué videojuegos en la sala toda la mañana o tomé una siesta en el sofá. Era muy temprano para hacer cualquier otra cosa. El día seguía frío y el cielo aún tenía ese envolvente color azul que solo se da en la madrugada. Me sentía cómodo.

    Sé que, después de que el frío de la madrugada se disipara, fue un día muy caliente. Recuerdo bien que no había ni una sola nube en el cielo. A mí me gustaban los días así.

    Y ya. Ese fue mi último día normal. Otra gente recuerda su último día mejor que yo, pueden hablarte con precisión de semanas enteras de antes de que todo ocurriera, si les preguntas pueden darte miles de detalles, te pueden decir lo que desayunaron, la ropa que llevaban, los planes que tenían para la noche, todo eso… Si soy franco, no me acuerdo de más, por mucho que lo intente.

    Algo es algo, supongo. Hay quienes ni siquiera recuerdan su último día antes de que todo esto ocurriera, no los envidio.

    2

    Después de permanecer en estado cataléptico por largo tiempo, un resplandor de luz dorada le iluminó el rostro. Su cuerpo respondió de inmediato y salió de la quietud como si ese fino haz de luz fuese un potente chorro de agua fría.

    En cuestión de segundos se paró y recogió sus cosas. Casi que por instinto se llevó al hombro su raída mochila verde y de forma similar sacó del cinturón su fiel y pesada llave inglesa. Fueron todas acciones tan inconscientes e instintivas que, para cuando su mente consciente pudo reaccionar, ya estaba de pie y con su arma a la mano.

    Se quedó parado un rato y se tambaleó mientras su mente construía con dificultad las imágenes del mundo a su alrededor. El sonido distante de pájaros, los olores a moho y hiedra, la sensación de la ropa raída en la piel, todo ello pareció configurarse con sorprendente lentitud ante él, como un vago espejismo que se hacía más y más real pero no menos confuso. Por un momento estuvo de pie sin estar en realidad despierto.

    Cuando el mundo dejó de darle vueltas, supo que estaba en la cabina de un viejo cajero automático. A través del vidrio mugriento pudo ver el resplandor dorado que bañaba la ciudad. La luz hacía resplandecer los vidrios de los edificios más grandes mientras que iluminaba la notoria decadencia de las torres de apartamentos que salpicaban las calles.

    La intensidad de la luz y su color eran los correctos, era seguro salir.

    Dejó atrás la vieja cabina y tras caminar unos pasos corrió por la calle, pisando los dientes de león que crecían entre el asfalto roto de la carretera. Su apuro era errático, pero justificable, la duración de aquella luz dorada era más que incierta y la temperatura podía bajar de manera abrupta en cualquier momento.

    Correr se sentía bien, los músculos se estiraban y el entumecimiento de las piernas se alejaba por un rato. Dolería como el infierno, cuando llegaran los calambres, pero poder estirar las piernas después de estar en letargo por tanto tiempo se sentía como el cielo. Avanzó por la calle sin detenerse, había algunos automóviles estropeados y llenos de óxido en el camino, pero no suficientes como para hacerlo cambiar de ruta.

    Intentó saltar los autos, quizá por la necesidad de movimiento que le generaba la luz, o quizá solo para fanfarronear. Tan pronto saltó y cayó del primer automóvil, no obstante, los músculos de sus piernas le hicieron el reclamo. Gruñó tras la caída y con voz apagada repitió «mala idea» una y otra vez, mientras a su acelerado y errático paso se le agregaba una temporal cojera.

    La calle al final se bifurcó en una «T» y él tomó el camino de derecha. Alcanzó a correr algunos metros en la nueva dirección, antes de que su cuerpo lo obligara a detenerse por aire y, para cuando intentó volver a correr, los calambres cobraron la cuenta al fin.

    Sus piernas se pusieron tiesas y pudo ver con desagrado y dolor cómo sus músculos se contorsionaban solos. Gruñó adolorido por algún tiempo antes de rendirse a la idea de parar.

    Al final, sin ninguna otra opción, se acostó en el suelo y respiró hondo, mientras intentaba no retorcerse mucho por el dolor.

    Mientras sus piernas se recuperaban miró a su alrededor. Ante él yacía la ciudad, callada y conquistada en su silencio por hiedras y musgos que crecían en las grietas del concreto. Las fachadas de los edificios, desgastadas y mohosas, se iluminaban con el brillo de aquella extraña luz dorada que caía como el pálido fantasma de lo que fuese en algún tiempo un atardecer. Pájaros cantaban en la distancia. Todo aquello lo rodeaba y aunque era tan real como el dolor de los calambres, no dejaba de parecer absurdo.

    La luz no cambió su tono dorado o su intensidad, así que se tomó su buen tiempo para estirar las piernas como era debido. Cuando pudo volver a estar de pie siguió su camino, esta vez con paso lento.

    Con una evidente cojera deambuló por las calles desiertas hasta llegar a un viejo parque abandonado en donde vio a algunas aves bañarse en un charco y a algunas polillas revolotear por entre las partículas flotantes de polvo que la luz dorada hacía visibles. Sin nada que lo afanara pudo sentarse en una derruida banca de piedra a disfrutar del parque, que, aunque devorado por la maleza y los pastos altos, no dejaba de ser un lugar agradable.

    Por un tiempo acarició en silencio el pendiente azul del viejo collar que llevaba en su cuello desde que vivía con otros supervivientes, el mundo era mucho más difícil de entender en soledad.

    Tuvo que moverse cuando notó que, en las esquinas más altas de los edificios, la luz empezaba a flaquear y mostraba ahora tonos azules.

    Miró las casas que rodeaban al parque y con ayuda de la llave inglesa, entró en la que estaba tapiada con menos tablas. Destrozar las viejas tablas que tapiaban las puertas y ventanas ya se había convertido en una tarea rutinaria, casi natural.

    Apenas entró, logró ver un sofá gracias a los rayitos de luz que se colaban por los resquicios en las ventanas mal tapiadas. Sin pensarlo dos veces se tumbó en el desvencijado mueble. La cabeza aún le daba vueltas, los músculos de las piernas aún le ardían.

    3

    A decir verdad, no tengo idea de cuándo empezó en realidad. Noté algo, sí, pero al principio solo se sentía como si una nube gris excepcionalmente grande estuviera pasando por encima del sol. Ni siquiera me molesté en ver por la ventana cuando la luz empezó a cambiar.

    En algún momento salí de la casa al ver que había gente del vecindario afuera. Al salir, lo primero que observé fue a la gente que hablaba y señalaba al cielo, luego subí la mirada. Es extraño pensar que hubo un tiempo en el que el cielo no era lo primero que mirabas.

    Cuando por fin miré arriba solo vi el azul celeste del cielo. En la superficie parecía un cielo normal, pero había algo que en definitiva no funcionaba. No era el celeste limpio y brillante de un día soleado, era una versión mugrosa y enfermiza de aquel color. Es difícil de explicar, pero había un cierto tono gris translúcido por encima del azul. No podías señalarlo con el dedo, no estaba en un lugar específico, estaba en todo el cielo.

    La sensación que provocaba era como ver a alguien que de la nada se pone muy pálido, pero sin mostrar síntoma alguno de estar enfermo o débil.

    —¿Qué pasó? —le pregunté al vecino de al lado.

    Esperaba que alguien me señalara en algún rincón del cielo algún avión desplomándose, o tal vez un OVNI.

    Mi vecino se encogió de hombros.

    —No sé, parece que se oscureció —respondió.

    La gente del vecindario murmuraba sobre el cambio climático, sobre manchas solares. Una anciana, la señora que vivía a dos casas de la mía, afirmó haber visto unas luces, luego otra anciana dijo algo sobre ángeles y milagros.

    Al inicio estábamos más interesados que estupefactos o asustados. Salimos de nuestras casas como quien sale a ver un eclipse o una lluvia de estrellas o algún otro tonto evento del cielo de ese entonces.

    También tengo un recuerdo claro de un niño de unos diez años que estaba en la casa de enfrente. Lo vi sacar un telescopio de plástico, era uno de esos que bordeaban el filo entre un juguete y un telescopio real. Mientras la gente hablaba y miraba el cielo, él miró por su telescopio.

    A veces quisiera saber qué fue lo que vio ese niño. Considerando lo que pasó, no me extrañaría que hubiese visto algo interesante.

    Se tornó poco a poco más oscuro. Para las nueve, quizá diez de la mañana, el cielo tenía el color y el brillo que tendría a las 6:00 a.m. Me dieron escalofríos, y tenía un sentimiento desagradable en la boca del estómago. Empezaba a ser menos como una lluvia de estrellas que sales a ver con los vecinos y más como un incendio en las cercanías que todos salen a mirar con preocupación.

    —Sí, mire, se puso oscuro —dijo mi vecino.

    No nos miramos el uno al otro, permanecimos con los ojos fijos en el cielo.

    4

    Después de descansar en el viejo sofá, miró hacia afuera. La luz dorada empezaba a desaparecer y dejaba un azul

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