Breves paseos por Marte
Por Jose De la Peña
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Quizás, a su propio modo, cada uno de los personajes de este libro busca refugio lejos de una Lima que los hace sentir excluidos y solo
Jose De la Peña
Jose De la Peña Lavander (Chimbote, 1993) Comunicador y publicista egresado de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Fue guionista y cocreador de la serie web ''Dos es mucho'', ganadora de cinco premios en los Series Web Awards 2017. Ha colaborado en revistas como ''Dedomedio'', ''Revista H'' y ''Open Cusco''. Se desempeña como redactor creativo
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Breves paseos por Marte - Jose De la Peña
Breves paseos por Marte
Para su colección iColmillo.
© 2021, Jose de la Peña
© 2021, Croc Blanc Editorial S.A.C.
Para su sello editorial Colmillo Blanco.
Calle Don Pompeyo 135, Of. 401, Lima 11, Perú
Telf. (511) 248 9956/ 996 137 271 / 947 223 264
Primera edición digital: enero de 2021
Director fundador: Jorge Eslava Calvo
Director editorial: Gabriel Arriaga Juscamaita
Coordinadora general: Angela Arce Gamarra
Ilustración de portada: Andrea Balbuena Pajuelo
Diseño de cubierta: Abraham Gonzales Gonzales
ISBN digital: 978-612-48378-2-1
Hecho el Depósito Legal digital
en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2020-10230
Todos los derechos reservados. Este libro no podrá ser reproducido o distribuido de forma total o parcial, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, fotocopiado u otro, sin previo permiso de la casa editorial.
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portadilla2A Lucien Carr y otros como nosotros.
Podemos formar un fondo común
de información sobre experiencias,
pero no de las experiencias mismas.
Aldous Huxley
La vida en azul
Mía. Veintiún años. Cabello castaño, largo, ondeado. Ojos hermosos, como dos bolitas color ámbar; labios gorditos, cómodos; piel tersa, piel de un rosa pálido muy agradable. Mía aún no llega a casa; su familia no la ubica desde la mañana anterior. Su madre está trabajando. Ha decidido no darle mucha importancia al asunto, dado que no es la primera vez que Mía se marcha de casa y corta comunicación sin avisar. Su padre, separado de la madre, también se ha entregado a la incertidumbre. ¿Por qué? Si la criamos tan bien… ¿Hice algo mal...? Si le pasa algo… yo tengo la culpa… ¡Eso debe de ser! Yo tengo la culpa, conversa consigo mismo en su departamento. Camina en círculos, bordeando los muebles de la sala. Camina y no sabe dónde irá a parar, solo está esperando la primera señal de que su hija esté bien. Una llamada, verla, algo y se le aflojará el nudo que lleva en la garganta. Ella no vive con él, hace algunos años vive con mamá. Para Mía, todo va mal en casa; preferiría estar con su viejo, pero él es un poco mayor y a ella la tiene triste causarle problemas. Sabe que los va a causar, así que prefiere causarlos lejos. Ya, no tan lejos, solo a dos cuadras de distancia y a un piso de diferencia: papá vive en un segundo piso; mamá, en un tercero. A Mía, papá sí que le da pena. Mi papá es bien bueno, todo viejito, y yo que le causo problemas, pero aún así me quiere mucho; solo que está viejito, de verdad, y por eso no me lo dice mucho, piensa. En casa de mamá, en el tercer piso del edificio familiar, no hay nadie esperando por ella. Nadie, solo el silencio cortado por un tic-tac imaginario. Un tic-tac que, al fin y al cabo, no existe. La cama sin hacer, maltrecha, desatendida. El ropero hecho un lío, las prendas saliendo de sus cajones como si se tratase de tres monstruos apilados uno sobre otro, atragantándose con los restos de hace dos noches. La televisión apagada y Mía no llega. Van a dar las dos; sigue el tic-tac imaginario. Mamá sigue en el trabajo. Mocosa de mierda, ¿dónde mierda estás?, piensa sin remordimientos. Mía está cerca; aunque, consciente de que es muy pronto para su retorno, prefiere andar en círculos como su padre. Prefiere sentarse en la banca de un parque y desde ahí mirar a quien pase frente a ella, prefiere ver el cielo azul e imaginar que todo puede ser del mismo color, sentir que todo es uniforme y tenue y calmado y que todo es tan innegable como el cielo, tan irrefutable como el cielo, tan simpático como el cielo. Toma una ramita del suelo y la agita con una mano.
—Aló, ¿hermana? ¿Qué sabes de la niña...? ¿Cómo que aún no está ahí? Ahora que llegue vas a ver, voy a conversar con esa jovencita, no, no, ahora sí de verdad. Mira, que te digo que se le van a acabar todas y una por una… Seguro está con Adriana, esa niña… nunca me dio buena espina, tiene esa pinta toda de… No sé dónde está, si supiera no estaría tan preocupada… Pinta de que se droga o algo así, o como pinta de que es medio facilita. Hermana… hermana, apenas llega tú no dices nada, nada, solo no dejes que salga porque ya la casa no puede seguir pareciendo un hotel…
Mía está llegando, son las tres y quince. Camina despacio, como asustada, aunque también se siente algo perdida. Desde el parque no ha soltado la ramita. Está cerca de la portería del edificio familiar; sabe que mamá no está, que está trabajando. Igual, o peor, se encuentra con la tía al pie de la escalera, como un fantoche con órdenes de matar. «Oye, dónde has estado», empieza como quien no quiere la cosa. «Tu mamá estaba preocupada, te ha estado buscando por todas partes y mira que ella ya no es una chiquilla para estar con esas preocupaciones; mira que de una impresión se nos muere o ya, pues, la matas tú, de frente». Mía solo da un sobresalto cuando la tía le empieza a hablar, pero después sigue ahí, sujetada a la rama como si esta mantuviera junta toda su existencia. «Llegas un día después, llegas toda desarreglada, ojerosa, toda una desubicada y no pides ni disculpas; así no te han criado», sigue la tía. ¿Qué está pasando?, ¿por qué me gritas?, piensa Mía, tú no eres mi mamá. «Pero si ve nada más, oliendo a alcohol, apestando a humo de cigarro. Deja nomás que tu mamá te vea. Ahí se te va a acabar la gracia. Ay, muchachita, ¡tú lo que quieres es matarla de la cólera!», sigue gritando. No, no, no me grites más, por favor, piensa dentro de sí misma. No ha dicho nada desde que la tía empezó a hablar. Mía empieza a llorar y se cubre los ojos con las manos. En realidad, lo que hace es esconder la frustración y la ansiedad entre los dedos. El tic-tac imaginario para un segundo; luego, sigue con normalidad. «Tu mamá no está, pero espérate a que venga. Y tu papá, ya por él no hablo, pero igual debe de estar preocupado». La verdad es que mamá no es tan mala; es un poco distante, sí. Es un poco parca, sí. Pero no es tan mala. Seguro que tienen razón, igual y yo soy la mala, piensa Mía. El corazón de la chica es como un mosaico: partido, quebrado. Se recompone como puede; esquiva a la tía, que hasta hace poco bloqueaba la escalera, y sube embalada hasta el tercer piso. Mira por la ventana que se ve tentadora. Se distrae imaginando algo que no queda del todo claro. Abre la puerta. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. ¿Había un reloj de péndulo en casa? Sigue caminando; en una nada cruza el pasadizo y llega a su cuarto. En el cuarto todo se va a joder. Todo se va a empezar a ir a la mierda.
Al llegar al cuarto ve todo descompuesto, desarreglado. Hay una sensación general de ultrajo en la habitación: la mamá le ha rebuscado entre las cosas. Empieza a llorar, ahora lejos de su tía y de la escalera, y en el suelo de su habitación empieza a sentirse cada vez más y más cómoda con el llanto. Le parece que el llanto es una canción que sabe desde siempre y que ahora canta con hermosa costumbre. El llanto es el cielo: el llanto es tenue, es innegable; al llanto no se le puede refutar y de tanto escucharlo se le hace simpático. Se arrastra —ya estaba de pie y aun así se arrastra— hasta quedar frente al espejo y ve que el maquillaje de anoche se le ha corrido sobre el rostro por tanto chillar. Toma un paño del tocador y empieza a quitárselo todo. Mientras lo va retirando deja la mirada colgada sobre el espejo, sin enfocarse en nada particular. Ve hacia su rostro sin observarlo. Cuando asume que el paño está tan sucio que conviene cambiarlo, lo deja sobre el tocador, a un lado, amontonándose conforme usa muchos más. Cuando ya se ve el rostro totalmente limpio, toma los paños usados y los queda mirando impresionada. Están entintados por algo azul, celeste; están empañados en cielo. Mía se siente delirando y pesada, así que pronto deja de meditar sobre el extraño color de la suciedad en los paños y se recuesta un momento.
Ahora en la cama van pasando los minutos y