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Isabel
Isabel
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Libro electrónico281 páginas3 horas

Isabel

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Información de este libro electrónico

Dos personas, desde una terraza aragonesa, contemplan la noche primaveral. Son Bibiana de Megía y su hija Aurora, que se llevan pésimo. En eso aparece Isabel, la sobrina de la señora, a quien esta trata todavía peor.Las veremos crecer y encontrarse con otros personajes, en una de las novelas más tristes de María del Pilar Sinués, donde solo una redención jalonada por la bondad de algunas almas podría quizás hacer frente a la sordidez rampante. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento13 ago 2021
ISBN9788726882209
Isabel

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    Isabel - María del Pilar Sinués

    Isabel

    Copyright © 1877, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726882209

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    PARTE PRIMERA

    La primavera del amor trae á la memoria el esplendor caprichoso de un dia de Abril, en el que el sol nace con toda su hermosura, para ocultarse despues detràs de una nube negra!...

    (Shakespeare : Los dos nobles de Verona.)

    I

    Qué bellas, qué apacibles, qué puras y tran quilas son las noches del estío en el campo!

    Toda la naturaleza parece que vela y que descansa de los rigores del calor, en aquellas horas silenciosas: el pajarillo canta en la copa de los árboles: las flores entonan un himno suave y melodioso sobre su tallo: las ranas sacan su parda cabeza de las aguas del arroyo: miran con ojos atónitos en derredor suyo, y dejan oir su chirrido seco y burlon: las estrellas brillan silenciosamente al rededor de la luna, que luce como una inmensa perla en el azul del firmamento.

    Este bello espectáculo miraban, en una calurosa noche, dos personas sentadas en la azotea ó terrado de una hermosa casa de campo situada en el término de Montañana en el reino de Aragon, y no muy lejos del camino real que lleva á Barcelona.

    La una de estas dos personas parecia más ocupada en respirar el aire fresco de la noche, que dilataba sus pulmones, que en contemplar el espectáculo de la apacible naturaleza: la otra, por el contrario, no separaba sus ojos de las aguas de un estanque que ocupaba el centro del jardin, á donde daba el terrado, y en cuyas aguas reflejaban las estrellas.

    Serian como las once: la casa de campo, propiedad de la señora viuda de Megía, no podia ser más bella: grandes olivares y viñedos, todos propiedad suya, la circundaban: y en medio de aquel verdor y de aquella exuberante naturaleza, se levantaba el lindo y pequeño palacio, como una tórtola de su nido.

    La señora de Megía tenia una hija llamada Aurora y un hijo nombrado German. Madre é hija eran las que se hallaban sentadas en la azotea de su casa.

    Tenia Doña Bibiana cincuenta y ocho años, y el genio más violento y dominante de la tierra.

    Su marido, no pudiéndola sufrir, tomó el partido de dejarla como Sócrates á Xantipa: pero aquella señora, que no podia vivir sin regañar, discurrió tantos motivos de rencillas, que al cabo el esposo murió de una afeccion al corazon, promovida por sus contínuos disgustos.

    Aurora se quedó sola á sufrir todo el peso de la cólera materna, cuando contaba diez yseis años, pues su hermano apenas estaba en casa.

    Viendo que con la humildad sacaba poco partido, y que su madre, cuanto más sufria, se irritaba más, tomó la determinacion de encolerizarse y de responderle ásperamente, para ver si la intimidaba, ó quizá por exigirlo así su propio irascible carácter.

    No hablaba la hija una palabra, á la que la madre no hallase un torrente de injurias que oponer: y no sentaba la madre una proposicion, á la que la hija, con un atrevimiento muy digno de reprension, no motejase amargamente.

    — Vete á acostar, Aurora, dijo con aspereza Doña Bibiana á su hija.

    —No tengo sueño, respondió ésta bruscamente.

    —Vete, pues, sin sueño.

    —¿Acaso incomodo á Vd. aquí?

    La madre, distraida sin duda poralgun otro pensamiento, no respondió nada, y la hija siguió contemplando las estrellas.

    El ruido de un timbre, que tocaba su madre, le hizo volver la cabeza.

    Una criada se presentó al punto.

    —Llama á la señorita Isabel, dijo Doña Bibiana.

    —¿Para qué la quiere Vd.? preguntó Aurora.

    —Porque me hace falta.

    —¿No estoy yo aquí?

    —No te necesito á tí.

    —¿Quiere Vd. incomodarla á ella, no es cierto?

    —¿No te callarás?

    La llegada de Isabel interrumpió la disputa.

    La oscuridad de la noche no dejó ver las facciones de la recien llegada: pero su figura hubiera parecido esbelta y bonita al que hubiera fijado en ella la atencion.

    —Tráeme el chocolote, le dijo ásperamente la señora.

    —Tía, respondió la llamada Isabel con suavidad, aún no está hecho; pero lo haré al instante.

    —¡Cómo aún no está hecho!

    —No, señora: como á Vd. le gusta muy claro, le dije á Joaquina que no lo hiciera.

    —Pero ¿quién te mete á tí...

    —Perdon querida tia, dijo Isabel con acento, sumiso, pero muy sereno.

    —¡Qué perdon, perdon! ¡y luego haces todo lo que quieres, sin cuidarte de que me incomode ó no!

    —Desde que la está Vd. entreteniendo, ya podia estar aquí el chocolate, observó Aurora.

    —¡Reventabas si hubieras callado! repuso su madre.

    —Pues tengo razon.

    —Es fuerte cosa que en todo has de meter tu cucharada.

    —Ya sé yo desde hace tiempo que las verdades amargan áVd.

    —Pues cállalas.

    —No sé.

    —¡Calla por Dios prima mia! murmuró Isabel con acento suplicante.

    —¿Por qué he de callar? repuso la indómita jóven. ¡Callaré para que me ponga mi madre como un trapo, cuando ni aun hablándole récio me deja vivir!

    —¡A ver si vuelas por el chocolate! gritó Doña Bibiana á su sobrina: ¿aún estás aquí con esa calma?

    Isabel salió sin replicar una palabra.

    Luego que hubo desaparecido, la viuda se volvió á su hija con airado semblante, y le dijo:

    —Un dia no me voy á poder contener y te estrello por insolente.

    —¿Quiere Vd. que aguante cuanto le dé la gana de decirme?

    —Sí, por cierto; porque ese es tu deber.

    —¿Por qué no me deja Vd. en paz?

    —¡Sin huesos te dejaré yo!

    —¡Qué bonito y qué fino es eso! dijo irónicamente Aurora: ¡amenazar con golpes!

    —No son amenazas, sino realidades, gritó la viuda: y arrojándose hácia su hija, descargó sobre su mejilla una tremenda bofetada.

    Aurora, en vez de llorar, gritar ó quejarse, guardó silencio, y permaneció inmóvil durante algunos instantes buscando sin duda el modo de mortificar más á su madre.

    Conoció que este era el de darle á entender que despreciaba su correccion, y se hechó á reir.

    —¡Ah! ¡ah! exclamó: ¿creerá Vd. que me ha hecho daño, verdad? ¡pues el daño se lo ha hecho Vd. á sí misma, porque se ha rebajado á mis ojos más de lo que estaba!

    —¿Y qué me importa á mí de eso?

    —¡Tanto mejor para Vd.: á mí me importa ménos: pero tenga Vd. entendido que si no la respeto, es porque no la estimo, y que cuanto ménos la estime, ménos la respetaré!

    En aquel momento la doncella de la casa é Isabel, entraron en el terrado.

    Joaquina llevaba un plato en cada mano.

    El uno contenía una tacita de cristal llena de dulce de almíbar.

    El otro una jícara de chocolate con un bollo.

    Isabel traía una pequeña lámpara en una mano, y en la otra, otro plato con algunas servilletas.

    Las últimas palabras de la atrevida respuesta de Aurora á su madre, las pronunció estando ya las dos jóvenes que traian la colacion dentro de la azotea; al oir á su hija, fué tal la cólera que se apoderó de Doña Bibiana, que tomó la jicara de chocolate, y la arrojó al rostro de Aurora.

    Esta, deseando volver ultraje con ultraje, y no atreviéndose á tirarla á su madre, arrojó contra la pared la tacilla que le habian servido con el dulce.

    Despues de estas dos hazañas, Doña Bibiana salió de la azotea sofocada de ira.

    Aurora fué á apoyarse despechada en la barandilla de piedra.

    Su traje, de muselina de la India, estaba horrorosamente manchado de chocolate.

    —¡Otra tacita de cristal de roca, y otra jícara de porcelana de ménos! dijo suspirando Joaquina, en tanto que recogia los fragmentos del destrozo.

    Y luego añadió mentalmente:

    —Y otro lindo traje el que lleva la señorita, que arreglaré para mí; con ese son cuatro, en quince dias los inutilizados por la misma causa: adelante, y á vivir, tropa.

    —¿Te ha hecho daño tía, Aurora? preguntó Isabel acercándose cariñosamente á su prima.

    —No, respondió la jóven con ira: déjame.

    —¿Te ha dado en la cara?

    —No.

    —Conozco que te molesto y lo siento, dijo Isabel: ¿pero nada puedo hacer para consolarte?

    —Nada: déjame; pronto se acabará todo.

    —¿Qué quieres decir?

    —Que me casaré.

    —¿Con el guardia?

    Si, para dar en la cabeza á mi madre.

    —¿Pero no ves que no es á ella á quien le das, sino á tí misma? Tú sola eres quien le ha de sufrir.

    —Pues le sufriré, que más sufro ahora.

    —Calla, que oigo á German subir la escalera.

    En efecto: un instante despues entró en el terrado un jóven de gallarda presencia, pero con las trazas de calavera más acabadas que se pueden ver en un hombre.

    Tenia cerca de treinta años: un elegante traje de campo, de hilo, compuesto de pantalon y casaquilla inglesa, formaba su atavío; una corbata de seda, color de cereza, hacia parecer más animados sus negros ojos y su tez morena: en sus mejillas se ensortijaba un fino bigote negro: un gorrillo hecho de seda oriental, y trabajado con muchísimo primor al crochet, sujetaba mal sus cabellos, que eran espesos y rizados. Era alto y de graciosa figura, pero esta gracia se eclipsaba bajo un aire de vulgaridad casi grosera.

    —Buenas noches, dijo al entrar; ¿qué viento corre por aquí? muy malo, segun costumbre, ¿no es verdad?

    Al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, se tendió en un cómodo divan que habia en la azotea, y se puso á sacudir sus piés que traia llenos de polvo.

    Aurora, que no queria sufrir las bromas de su hermano, muy importunas para ella, ni esponer su vestido manchado á las miradas de German, salió del terrado seguida de Joaquina, que no quería perder de vista el vestido.

    Isabel quedó sola con su primo.

    —¿Hubo borrasca? preguntó éste.

    —Se han incomodado un poco, respondió Isabel.

    —¿Un poco, eh? algun poco de los de costumbre.

    —Sí...

    —¿Y por qué ha sido?

    —Por casi nada: ni me acuerdo!

    —Primita, dijo German mirando con sorna á Isabel: eres lo más disimulado que he conocido; con más reserva que tú, no hubo ningun inquisidor.

    —¿Y qué quieres que te diga?

    —Nada, nada; en boca cerrada no entran moscas: tú estás bien con todos.

    —¿Y qué conseguiria con estar mal?

    —Poca cosa, está claro: así consigues mucho más.

    —Vivir en paz.

    —Y lo que no dices.

    —No te entiendo, repuso Isabel: y como no tengo ganas de descifrar logogrifos, me voy á acostar.

    —Oyeme antes.

    —Habla, pero pronto.

    —¿Tanto sueño tienes?

    —Mucho.

    —No me sucede á mí lo mismo: que no duermo pensando en tí.

    —¿Y es eso todo lo que querias decirme?

    —Eso; y que te quiero cada dia más.

    —Buenas noches, dijo Isabel.

    Y salió de la azotea dejando solo á su primo.

    —¡Cáscaras! se dijo éste: ¡es más dura que una roca! ¡quién lo habia de decir, de una chiquilla de diez y siete años! Nada, ¿la regalo? no quiere admitirme ni un dulce: ¿la hablo? no me responde: ¿le echo flores? no hace caso: ¿qué haré para ablandarla?

    German, pensando en ésto, se levantó del divan chupando con furor un cigarro puro, y empezó á pasearse por la azotea sériamente preocupado.

    Dos ó tres minutos hacia que la cruzaba á grandes pasos, cuando se acercó al timbre, y llamó, presentándose al instante la doncella.

    —A ver tú, cara de rosa, si me traes café, dijo German á Joaquina, que lejos de tener cara de rosa, era bastante fea.

    —Voy allá, respondió la jóven dando una media, vuelta que enseñó con arte un pié pequeñito y la entrada de una bonita pierna.

    German vió ambas cosas, y cuando ya iba á salir Joaquina, le dijo:

    —Oye.

    —¿Qué manda Vd.? repuso esta.

    —Que oigas, acércate.

    —Aquí estoy.

    —Trae café para tí y para mí, y le tomaremos juntos.

    —¿Qué dice Vd.? preguntó haciendo remilgos Joaquina, que sabia mucho y podia dar muchas lecciones á su señorito.

    —Que traigas dos tazas de café.

    —¿Y si la señora lo sabe? ¡con su génio!...

    —¿Qué ha de saber? Ya duerme.

    Y German añadió para sí:

    —Si no hubiera habido jarana, no me atreveria yo á convidar á esta buena alhaja para que me hiciese compañía: pero ya que mi madre no está, ruede la bola, y que tome tambien café.

    A las dos de la mañana aun estaban German y Joaquina tomando café y bebiendo algunas copitas de rom de Jamaica y marrasquino, pues de ambas cosas habia buena provision en casa de la viuda de Megía.

    Mientras los dos jóvenes se solozaban en alegre conversacion á la luz de la luna y de la lámpara colocada en el velador donde ellos tomaban el café, en una salita contigua donde hacian labor la camarera é Isabel, se hallaban reunidos los demás criados murmurando de lo que sucedia en el terrado.

    —¡Qué desórden! ¡Qué escándalo! decia Martina la vieja cocinera.

    —La verdad, que se me resiste guardar la cortesía á esa desvergonzada de Joaquina, decia un criado.

    —De todo esto tiene la culpa la señora, añadió Doña Ursula, el ama de llaves, mujer formal y de entendimiento despejado.

    —¿La señora? repitió el jardinero: ¿por qué?

    —¿No vé Vd., Antonio, que con su mal génio está la casa en un perpétuo desórden?

    —La señorita es la que la incomoda.

    —Y ella la que se incomoda por todo.

    —Vaya, vaya, Doña Ursula, que raya en manía el empeño de Vd. de defender á la señorita contra viento y marea, observó el ayuda de cámara de German: y todos, y Vd. la primera, conocemos que le falta al respeto á su madre á cada dos por tres, y una madre no debe consentir eso á su hija.

    —Por eso la señora no lo consiente, observó el jardinero.

    —Es el resultado que aquí la una se falta á la otra, y de este desórden nace el que tiene lugar en la azotea: si reinase armonía, buen órden y miramientos, no sucederian más de cuatro cosas... porque la verdad es que tambien nosotros tiramos un poco.

    —Cuidado, observó Doña Ursula, que yo no tiro...

    —Ya lo vemos, señora, dijo el jardinero; pero concluirá Vd. por tirar, que á rio revuelto...

    En aquel momento salió German tambaleándose—habia bebido diez ó doce copas—y dijo con ronca voz:

    —¡Una luz... pronto! ¡tunantes!

    Su ayuda de cámara le dió una bugía.

    —No llevas tú mala luz en el cuerpo, dijo á media voz al verle alejarse con paso vacilante.

    Joaquina, temiendo las pullas de los demás criados, se quedó haciendo como que recogia el servicio del café.

    Luego tomó la lámpara, que habia estado alumbrando, y se metió en su cuarto.

    II

    A la mañana siguiente y á las seis de la misma, ya se hallaba en pié Doña Bibiana.

    Su primera diligencia fué tirar del cordon de la campanilla: pero nadie acudió á su llamamiento.

    Volvió á llamar más fuerte, y se presentó doña Ursula toda azorada.

    —Señora, dijo, acabo de llegar de misa, que fui á la iglesia de Villamayor, y subiendo por la escalera la oí llamar á Vd. por la primera vez: dispense Vd.

    —No es á Vd. á quien llamo, dijo Doña Bibiana incomodada: es á Joaquina.

    —Creo que no se ha levantado todavia, murmuró Doña Ursula.

    —¿Cómo? preguntó Doña Bibiana no pudiendo dar crédito á lo que oía.

    —Que no se ha levantado aún...

    —¡Señora, Vd. está sin juicio como de costumbre! Si son las seis y media, y tengo mandado que á las cinco estén á la labor ella y mi sobrina!

    —La señorita Isabel está cosiendo.

    —¡Vaya Vd. á ver donde está la otra, y que venga enseguida!

    Doña Ursula salió, y fué á la cocina á preguntar por Joaquina.

    —No le hemos visto el pelo, respondió Martina: estará durmiendo la trasnochada y las copitas.

    —¡Santo cielo! ¡cómo se va á poner la señora! exclamó el ama de llaves: voy á llamarla.

    —La tonta es Vd., en meterse á redentora, repuso el jardinero, que andaba regando el patio: el que la hace que la pague.

    —¡Pero hombre, si la va á despedir!

    —Que la despida: ¿le hemos de estar haciendo la capa los demás?

    —Es que, despidiéndola á ella, la carga viene sobre mí: porque vaya Vd. á buscar camarera que se quiera venir á esta soledad.

    —No diga Vd. eso: la carga mayor irá sobre la pobre señorita Isabel, que pasa aquí el purgatorio.

    —No digo que no: pero algo me tocará á mí.

    —Y vamos á ver, Doña Ursula, preguntó la cocinera saliendo al patio y tomando parte en la conversacion: ¿cómo es que la señora está rica y la señorita Isabel está recogida aquí por caridad?

    —¡Toma! respondió Doña Ursula: por una razon muy sencilla: miren Vds.: el marido de la señora, D. Francisco Megía, y el padre de la Isabelita, D. Cárlos, eran hermanos: ¿lo entienden Vds?

    —Poco tiene que entender, porque ya lo sabíamos.

    —¡Buena cosa nos dice Vd.!

    —Paciencia, y sigan oyendo con atencion: los dos eran militares: pero D. Francisco, á los cuarenta años, se retiró de la guerra con una mano de ménos y se casó con la señora, mucho más jóven que él, y además hija sola de un contratista del ejército, que habia hecho más doblones que pesaban el padre y la hija: la señora era además una real moza: alta, gruesa, fresca: algo ordinaria, sí, para su marido, que era fino y elegante como el que más: ¿pero qué no allana el dinero? Novia buena moza, con doblones y como una Venus, no era regular que la esperase un Capitan retirado y manco.

    —Ciertamente.

    —Se casaron, pues; D. Cárlos siguió en el ojército: era más jóven que su hermano, y murió con el grado de Capitan, dejando á Isabel de solo ocho años de edad y sin más amparo que seis reales de orfandad y una madre muy fina y bonita, pero que iba para tísica á pasos de gigante, y que adelantó mucho terreno para el cementerio con el disgusto de la muerte de su esposo. A los nueve años, vino la niña al lado de su tía: y en tanto vivió D. Francisco, éste, aunque acobardado con el genio de su mujer, consiguió que se mirase á la niña como cosa propia, á pesar de que servía como de criada á Aurorita, que tenía un año más que ella, y era como un sol: pero desde que murió Don Francisco, la pobre huérfana pasa la pena negra.

    —¡Trabajando noche y dia, y nunca se les figura que hace bastante!

    —Yo deseo que se case.

    — Y yo: aqui no será fácil: pero si vamos á Barcelona al invierno, como dice la señora, allí hallará pronto un marido.

    —Yo creo que la quiere el señorito.

    —Pues no era mala boda para ella.

    —¿Qué habia de ser mala? le debía admitir á piés juntillos.

    —¡Pero si es mas calavera! él juega, él bebe, él está lleno de belenes!... ¡si su padre viviera!

    —Pues su madre, con ese génio de hierro que tiene, ya le podia sujetar.

    —Esos

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