Carlos Saura. En busca de la luz
Por Natalio Grueso
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A lo largo de las páginas del libro iremos conociendo los hechos fundamentales que han marcado su vida. Desde la cruel guerra civil durante la que transcurrió su infancia, a las miserias de la posguerra, pasando por sus dudas profesionales, su lucha contra la asfixiante censura y su posterior consagración internacional. La influencia decisiva de sus padres, liberales avanzados a su tiempo, y su relación con su hermano Antonio, pintor de extraordinario prestigio, son también piezas clave en su andadura artística.
Yerno del mítico Charles Chaplin, amigo y colaborador de Luis Buñuel o de Stanley Kubrick, Saura ha trabajado con grandes nombres no sólo del mundo del cine sino también de la ópera -como Daniel Barenboim o Zubin Mehta-, del flamenco -como Paco de Lucía o Camarón- o de la fotografía como Vittorio Storaro.
Su vida transcurre paralela a la del convulso siglo XX, cargado de violencia y avances tecnológicos que han revolucionado la vida en el planeta hasta convertirlo en la gran aldea global interconectada que es en la actualidad y en la que, a pesar de todas las evoluciones técnicas, el talento del creador sigue siendo el combustible imprescindible para cualquier expresión artística y cultural.
Desde su consagración en el Festival de Cannes en los años 60, en el que triunfó en competición con sus colegas Fellini, Bergman o Kurosawa, Carlos Saura ha dirigido más de medio centenar de películas que forman ya parte del patrimonio cultural de nuestro tiempo. Esta biografía es el retrato de toda una generación irrepetible de maestros del arte universal, un libro imprescindible para los amantes del cine y la cultura".
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Carlos Saura. En busca de la luz - Natalio Grueso
1.
La guerra te roba la infancia. Quizás porque nació en un tiempo y un país en blanco y negro, decidió hacer de su vida una permanente búsqueda de la luz, hasta llegar a dominarla como sólo los maestros son capaces de hacer. Una infancia marcada por la guerra, una guerra de una crueldad inmensa, una guerra civil que expulsaba odio y sangre a borbotones, anegándolo todo, como un río de lava que ahoga la belleza y la vida. Si la infancia del poeta eran recuerdos de un patio de Sevilla y de un huerto claro donde madura el limonero, la de Carlos Saura está marcada por el rugir de las sirenas que anuncian los bombardeos, como trompetas del apocalipsis que alertan del imparable galopar de los cuatro jinetes, el hambre, el miedo, la enfermedad y la muerte. La guerra trajo el exilio y el desarraigo, aunque el niño nacido en Huesca no sabía que lo peor estaba aún por llegar, un país arrasado, miserable, temeroso de un Dios iracundo y moralista, gobernado por espadones y sotanas con olor agrio, olor a mugre, a rancio y represión. Un país de estraperlistas y beatas, de serenos vigilando las calles y rosarios rezados al calor de una estufa de queroseno con el único aliciente de ver las piernas de las primas adolescentes, o de que cincuenta avemarías después llegara la recompensa de una taza de chocolate caliente. Un país de luto, una sociedad casi medieval en pleno siglo XX, un mundo en blanco y negro, alejado del color, color que es alegría, colores formados por luz, luz que crea la vida.
Es que la luz es vida —nos dice Saura—. Si nos preocupa el futuro hablamos de «las sombras que se ciernen». Si enfermamos y atisbamos una cura decimos que hay «un rayo de esperanza». «Tiene pocas luces», es decir, poca inteligencia, y hasta en los cómics se utiliza una bombilla para mostrar las ideas.
Sin embargo el mundo de su infancia es un mundo de sombras, muy alejado de esa luz que simboliza la vida: «Las sombras son también compañeras de viaje, son nuestras perpetuas acompañantes. Hasta el niño Peter Pan peleaba con su sombra e intentó separarse de ella sin conseguirlo».
Quizás Carlos Saura sea ese hijo de la luz y de la sombra que cantaba el poeta Miguel Hernández, otro ser cargado de sensibilidad al que esa guerra maldita segó la voz y la palabra. Podemos imaginar a este aragonés universal como un caballero de la luz, un personaje de otro tiempo que, en lugar de espada, empuñara una cámara, y en lugar de escudo y armadura el chasis metalizado de una lámpara de luz. Pero para ser un gran artista —e indiscutiblemente Saura lo es— hacen falta una serie de herramientas que pueden obtenerse con tesón a lo largo del tiempo, la constancia, el dominio del oficio y sus trucos. Y otras con las que no queda más remedio que haber nacido —el talento, fundamentalmente— pero que ni aun así son suficientes para configurar la forja del artista. Aún hace falta un elemento más, algo intangible que constituye la esencia misma de la creación artística: la pasión. Esa pasión por el trabajo que constituye el núcleo mismo de una labor a la que merece la pena consagrar toda una vida. No se puede ser un gran artista sin poner pasión a tu trabajo, y esa pasión, en muchas ocasiones, nace de ese inagotable manantial de recuerdos que es la infancia. La guerra y la oscuridad, la paz y la luz. Todo estaba ahí, en la infancia, y todo lo que vino después encuentra sus fuentes en ese territorio mítico de la niñez.
Luz y oscuridad. Día y noche. Nacimiento y muerte. La luz del día, y en la noche la luna, una candela, una lámpara, una bombilla, una antorcha, un fuego, han cambiado nuestras vidas. Conservo un cartel de la guerra civil que dice «el peligro de las luces encendidas», y años después escribí una novela que se titulaba Esa luz. La luz en las noches madrileñas era un reclamo para los aviones que venían a bombardear la ciudad. El miliciano de turno que vigilaba las calles gritaba «¡esa luz!, ¡esa luz!». Y es que en esos momentos, una luz que iluminara la tierra, vista desde el cielo, podría suponer un blanco para que los aviones lanzaran sus bombas, y con ellas las muerte. En este caso la ausencia de luz nos oculta, nos esconde del peligro, nos ocultamos para que no se nos vea, para seguir viviendo. Y sin embargo la luz es la vida y a la oscuridad se la relaciona con la muerte. Pero la oscuridad es también el reino de la imaginación, del sueño, de la duermevela donde a veces se concretan nuestras preocupaciones y los deseos más íntimos. Luz, penumbra, oscuridad, sombra, vida, muerte. Y nada más.
Palabra de Carlos Saura
Por las venas de nuestro protagonista corre una curiosa mezcla de sangre aragonesa y mediterránea. Su madre, doña Fermina Atarés, era una mujer avanzada para su tiempo que poseía un gran talento para tocar el piano. Había nacido en Huesca, y siempre consideró que en aquella tierra aislada, tierra de vientos y montañas, estaba su mundo. Pudo haber hecho carrera como pianista, pero su carácter poco aventurero buscaba una vida tranquila en su pueblo. Añoraba su tierra oscense, y todos los caminos la conducían inexorablemente de regreso a ella. No le gustaba viajar, ni explorar nuevos territorios, quizás porque la persecución y el exilio interior durante la guerra la obligaron a salir por pies en más de una ocasión. Sólo le gustaba hacer la maleta para acudir a alguno de los grandes festivales de música y danza de la época, Santander y Granada, fundamentalmente, donde curiosamente años después su hijo Carlos obtendría sus primeros contratos profesionales como fotógrafo.
Esa permanente llamada del terruño, ese atávico deseo de regresar al nido del que uno ha salido, es un fenómeno curioso enraizado en el carácter de una parte significativa de la gente que considera al pueblo en el que se crio el centro del mundo, un reino de la infancia donde uno puede gobernar su vida a placer, rodeado de los amigos de la niñez y los paisajes conocidos de las correrías de la juventud. No resulta difícil imaginar aquella Huesca de principios del siglo XX, una villa pequeña, en la que todo el mundo se conoce, burguesa y relativamente próspera, poseedora de un pasado heroico de reinos y monarcas que configuraron la nación española, orgullosa de sus fueros y sus leyendas, de sus castillos medievales y sus montañas en las que se conservaba la cultura en unos tiempos oscuros para el pensamiento.
El padre, por su parte, era de orígenes murcianos, y como hombre mediterráneo tenía un carácter más abierto y extrovertido, alegre y viajero, aunque curiosamente dedicó toda su vida a una profesión tan poco aventurera y excitante como el estudio de las haciendas públicas locales.
El año en que nació Carlos Saura, Franklin Delano Roosevelt se convertía en el presidente de los Estados Unidos, derrotando estrepitosamente en las elecciones a Hoover, castigado severamente por su pésima gestión durante la gran depresión del 29. Mientras tanto los ingleses arrestaban a Gandhi en la India, en lo que supondría el comienzo del lento declive del Imperio británico en los territorios de ultramar. Un nuevo Estado, Arabia Saudí, nacía en mitad del desierto, llevando en sus entrañas un tesoro cuyo valor era aún difícil de calcular: petróleo. Y el último emperador de la China, Pu Yi, declaraba la creación de Manchuria. Ese último emperador que protagonizó uno de los mejores films del gran Bernardo Bertolucci con fotografía del maestro Vittorio Storaro, que tan relevante papel iba a jugar pasado el tiempo en la vida y la obra de Carlos Saura. En ese mismo año de 1932 Adolf Hitler ganaba las elecciones en Alemania, arrastrando al mundo a una carnicería de maldad de dimensiones hasta entonces desconocidas.
Pero no todo fueron malas noticias. Fue también el año en que nacieron Elizabeth Taylor y Peter O´Toole, John Williams y Anthony Perkins, y Andrei Tarkovsky, y Louis Malle, y Umberto Eco.
Estrenaron película Hitchcock, Mamoulian, Von Sternberg, Howard Hawks y Cecil B. De Mille. Robert Doisneau publicó su primera fotografía, y vinieron al mundo artistas como Lola Beltrán, Fernando Botero y el torero Antonio Ordóñez. Y en Huesca, al pie de los Pirineos, venía al mundo Carlos Saura. No fue una mala cosecha esa del 32, y eso que España seguía enfrascada en su sempiterna lucha política que tan insoportable ha hecho históricamente la vida en este país cainita, con una Segunda República que acababa de resistir el enésimo golpe militar —esta vez el del general Sanjurjo— que ya presagiaba ese cántaro que de tanto ir a la fuente habría de romperse en menos de un lustro, dando lugar a una de las guerras civiles más salvajes de cuantas recuerda la historia reciente de Europa. Esa contienda cruel y despiadada habría de marcar a fuego la personalidad del niño sensible incapaz de entender las razones de la violencia y la muerte. Una guerra en la que, más allá de la épica militar de estrategas que diseñaban grandes batallas, como aprendices de brujo jugando sobre un papel con vidas ajenas reales, estaba la miseria moral de la delación y el ajuste de cuentas al vecino, al pariente o al compañero de trabajo por motivos ruines y pedestres que nada tenían que ver con los grandes y nobles ideales de prosperidad, justicia y libertad.
Para un niño como yo —nos cuenta Carlos Saura— estaba muy claro quiénes eran en aquella guerra los buenos y quiénes los malos. Los malos eran los que nos bombardeaban, los que nos hacían escondernos en el refugio muertos de miedo. Todo era tan básico como eso.
Esos bombardeos los sufrió primero en Madrid, donde se había instalado la familia siguiendo los pasos del padre. Don Antonio Saura Pacheco era abogado y técnico del Ministerio de Hacienda, un experto reconocido en la gestión de las haciendas locales que realizaba su labor pública con lealtad al legítimo Gobierno de la República. Un Gobierno que pronto tuvo que abandonar la capital buscando territorios más seguros, un Gobierno nómada a la fuerza que marcó con su peregrinación la vida de la familia Saura que, por razones profesionales, lo siguió en su éxodo, primero a Valencia y después a Barcelona.
Pero antes de que llegase el momento de hacer las maletas, la familia vivió el primer año de la guerra en Madrid, donde el Gobierno aún resistía los embates de los bombardeos nocturnos y las balas de los cañones disparando su carga de destrucción y muerte desde los cercanos cerros de la Casa de Campo y la ciudad universitaria. Los Saura viven en el tercer piso de un edifico de la avenida Menéndez y Pelayo, en el número 33, frente al parque del Retiro. Eran unos años en los que aún no se habían desatado los vientos de la expansión inmobiliaria y el tráfico de vehículos apoderándose de las calles. En aquel verano de 1936, cuando los generales comandados por Emilio Mola se creían investidos de un mandato divino que les llevaba a imponer a sangre y fuego sus propios conceptos totalitarios de Dios y patria, los niños aún podían jugar en las calles desiertas y tranquilas del centro de la ciudad, en un enorme solar abandonado que podía verse desde los balcones de casa. Los recuerdos de esa casa son los de un hogar sólido en el que reina la armonía, un piano en un rincón del salón del que las delicadas manos de su madre extraen las hermosas notas que conforman una polonesa de Chopin. En esa foto fija del recuerdo de los días felices vemos también al padre, siempre rodeado de libros, al hermano mayor —Antonio—, el que después se convertiría en reputado pintor, emborronando cuadernos con sus dibujos y sus lápices de colores, y a la pequeña María Pilar, la benjamina de la familia que apenas tiene un año cuando la brutalidad de los militares sublevados incendia el país. Arde Madrid, y la placidez de la vida en paz se torna pesadilla y oscuridad. Como el viento que arrastra una hojarasca en otoño se barren las calles de gente, desaparece la música, se apagan las luces, como si la vida se detuviera, conteniendo el aliento para que pase de largo cuanto antes la tromba de brutalidad y violencia que todo lo destruye, que todo lo anega, que todo lo arrasa. Han pasado más de ochenta años y sin embargo los recuerdos siguen frescos, indelebles, grabados a cincel en la memoria de Saura:
Recuerdo que hacía mucho calor en aquel verano de Madrid. Yo estaba sentado en el balcón de casa, frente al solar vacío en el que jugábamos. Y de repente la gente empezó a correr hacia sus casas, todos los postigos y las ventanas se cerraron de golpe. Recuerdo el sonido de las persianas al cerrarse, y el canto de algunos milicianos puño en alto por las calles, a las barricadas, a las barricadas, no nos moverán. Y la radio en torno a la que se reunía toda la familia en busca de noticias que aclararan lo que estaba pasando, y por fin la voz de mi padre que, resignado, decía: esto es la guerra.
Y vaya si lo era, aunque entonces quizás nadie era aún capaz de calibrar las consecuencias devastadoras que habrían de traer tres años de combates terribles y cuarenta más —toda una vida— de dictadura militar y férreo control de una sociedad exangüe y desgarrada. El ruido de las sirenas anunciando la llegada inminente de las bombas que caerán del cielo como una lluvia de muerte, paridas por el vientre macabro de los aviones que sembraban de sangre y dolor la vida de unos supuestos enemigos a los que ni conocían. ¿Qué culpa tenía el niño tímido que jugaba a las canicas en el solar abandonado frente al parque del Retiro y que ahora sollozaba de ansiedad y puro miedo en la oscuridad del frío y sucio refugio antiaéreo? ¿Qué culpa tenía la educada vecina que siempre le hacía una carantoña cuando se cruzaban por la escalera? ¿De quién era enemigo el orondo y sonriente tendero que, de vez en cuando, les regalaba una golosina a los niños del barrio? La sinrazón y la barbarie aliadas con la negrura de la noche crean un monstruo terrible que devora la calma y la sonrisa de las personas, borrando los colores y pintando a cambio las vidas de oscuridad y miedo, de espanto. Es entonces cuando se apagan las luces, poco a poco, muy suavemente, eliminando los brillos y destellos blanquecinos para virar a tonos amoratados, casi imperceptibles, tiñendo de penumbra las calles para que los aviones carezcan de referencias sobre las que vomitar las bombas. Y lo mismo ocurre en las casas, luces que se apagan, vecinos atemorizados y obedientes que eliminan la llama de un quinqué o de una lámpara de aceite, padres que soplan las velas y no celebran nada. La casa entonces se llena de sombras, y con las sombras el silencio roto por el estruendo de las explosiones, unas más lejanas, otras más próximas. Y de fondo el zumbido en sordina de los motores de los aviones y el obsceno restallido de un disparo. «Esa luz, esa luz», vuelve a gritar el miliciano, y algún despistado ha de recorrer media casa para apagar una bombilla olvidada iluminando en su plenitud alguna habitación. Esas palabras calarían en la mente del niño Saura, palabras repetidas machaconamente noche tras noche — esa luz, esa luz— hasta causarle pesadillas que le han acompañado de por vida. Perseguido por ese recuerdo hasta lograr exorcizar los demonios a través del arte y la creatividad. Y quizás de ahí surja también su fascinación por el universo de Goya, los caprichos y ese sueño de la razón que produce monstruos. La luz, esa búsqueda de la luz que ha sido el perpetuo grial que ha perseguido este caballero andante de las artes, soldado al servicio del noble oficio de crear belleza. Esa luz de su infancia que la guerra apagó y que hoy, casi nueve décadas después, sigue buscando con afán incansable. Y con la búsqueda de la luz llega la del color:
Sabemos que el color es el resultado de la fragmentación de la luz, pero el color es también percepción y realidad. El color nos define, nos influye, nos alegra o entristece. Hay luces y colores en la música y en la literatura, grutas y cavernas oscuras, crepúsculos y amaneceres de cielos rojizos, tormentas musicales. En el lenguaje musical se utilizan los colores para explicar el sonido, se dice del color de un instrumento, del color de la orquesta, de la coloratura de la voz. Códigos de colores aparecen en todas las facetas de nuestra vida: blanco sudario, negro muerte, rojo pasión, azul del cielo y el mar, ocres y marrones de la tierra, verde de los bosques y la hierba. Los colores nos permiten identificar el mundo que nos rodea.
La guerra, y con ella un país sin luz, un país sin colores, un país sin vida. Escondido como un topo en el refugio antiaéreo o en las tinieblas de la casa silenciosa y a oscuras, el niño Saura tiene miedo. Quisiera gritar, pero no le sale la voz, el terror le ha paralizado, no sabe cómo expresar tanto espanto.
Desde entonces —cuenta el director— ese niño ha odiado las guerras. Ninguna piedad para los que lanzan las bombas sobre una ciudad poblada de niños, mujeres y hombres inocentes, tratando de destruir sus vidas, sembrando el dolor y el odio. Ninguna piedad para todos los que con armas, tanques y aviones matan o hacen sufrir a quienes permanecen atemorizados en su indefensión. Para todos ellos mi odio más profundo. Quizás por eso pronto me volví alérgico a las grandes palabras, patria, honor, nación, religión. Cuántos sufrimientos, cuántos inválidos, cuántos muertos, qué infierno no serían Londres bajo las bombas alemanas o Dresde bajo las aliadas, qué más da, en donde miles de aviones dejaron caer sus bombas de fósforo sobre la indefensa población. ¿Y el infierno de Hiroshima? ¿Y el de Nagasaki? Sobre el muro de una casa de Hiroshima vi cómo permanecía la huella de una persona subiendo una escalera, es lo único que quedó de ella después de la explosión de la bomba atómica. Desapareció como de un castigo bíblico se tratara. Es difícil creer en la bondad del hombre ante tales ejemplos. Mirando hacia atrás con ira —a no ser que uno haya tenido una infancia feliz sin guerras ni desgarros— y superada la difícil prueba de llegar hasta aquí, en una infancia de guerra y sobresaltos y una adolescencia de postguerra, con el estado de ánimo de quien reconoce que la vida ha sido amable con él y que sería un desagradecido si no reconociera que hasta ahora los momentos placenteros han superado con creces a aquellos otros dominados por la amargura y la desesperación, ahora me encuentro, con casi noventa años a las espaldas y en otro siglo distinto del que nací, en condiciones de reflexionar sobre la persistencia de ciertas imágenes en la retina. Esas imágenes me han acompañado para recordarme que sí hay una respuesta a las grandes preguntas, de dónde vienes y adónde vas. Vengo de allí, de la guerra. Y voy allá, no sé muy bien dónde, y entre medias la vida de cada día. Y no hay más.
La naturaleza siempre ajena a las ridículas maniobras de los seres humanos seguía su curso harta de ver pasar a lo largo de la historia guerras, hambrunas, crueldad y destrucción. Tras los calores del verano que habían traído el llamado alzamiento nacional del 17 de julio de 1936, llegó el invierno, un invierno feroz, con sus vientos helados y sus nieves, con un frío atroz que calaba los huesos. En tiempos de guerra todo es susceptible de empeorar, y al rigor del invierno no tardó en sumarse la falta de combustible con que calentarse. No había gas, ni electricidad, ni carbón, ni petróleo y, por tanto, no había calefacción con la que mitigar los estragos del frío. La gente decidió arreglárselas como mejor pudo quemando en las chimeneas y en las hogueras sus propios muebles, los cuadros, las telas, los suelos de madera. Todo valía con tal de intentar traer un poco de calor, es decir, un poco de vida, a los hogares.
Saura lo recuerda así: «A los ojos de un niño aquellos destrozos me parecían entonces algo maravilloso, una aventura divertida y apasionante. Hasta que volvían las sirenas y los bombardeos, y entonces regresaba el miedo, el terror, el pavor más espantoso».
Pero junto al frío también llegó el hambre. Poco a poco comenzaron a escasear los alimentos. Paralizados los medios de producción, rotos los canales de distribución y comercialización a causa de la guerra, la gente, la población de un país que sólo aspiraba a vivir en paz —que también los había— comenzó a pasar hambre. Galopaban ya esos jinetes del Apocalipsis por las tierras de esa piel de toro curtida con la sangre de sus hijos.
La guerra es una apisonadora implacable que todo lo arrasa, pero la imaginación de la gente carece también de límites. Como si de un capítulo brillante de una novela de realismo mágico se tratara, el pueblo encontró carne fresca y alimento allí donde más insólito parecía. En el parque del Retiro, frente a la residencia de los Saura, había un pequeño zoológico, la Casa de Fieras. Allí vivían encerrados entre rejas leones, tigres, rinocerontes, osos, elefantes y otros animales salvajes que no podían ni soñar con los paisajes luminosos y abiertos de sus tierras de origen, y que jamás habrían imaginado —en el caso de que los animales tuvieran imaginación— que acabarían sus días despiezados sobre la mesa de un carnicero para alimentar a una población que comenzaba a comerse hasta las raíces de las plantas. Y así, durante aquella guerra infame que como una avalancha de lodo lo anegaba todo, a la dieta de los más afortunados se añadieron los filetes de ñu o los costillares de hiena. Perros famélicos que hacían un buen caldo, gatos que pasaban por liebre en cualquier guiso, y hasta una serpiente pitón a la plancha servían para mitigar la hambruna de un país sadomasoquista que no dejaba de dispararse a sí mismo.
Esos recuerdos irán moldeando durante muchos años el cerebro del niño que llegará a ser director de cine y que vivirá tan de cerca los sueños oníricos de sus paisanos Goya o Buñuel, porque no hay ficción que no tenga sus cimientos sólidamente asentados en los terrenos de la realidad.
2.
Durante la guerra, el parque del Retiro, que estaba frente a la casa de los Saura, fue una base militar.
Recuerdo a los soldados rusos con sus gorros de astracán que en invierno custodiaban las entradas al parque. Al atardecer jugábamos a las canicas bajo la luz tintada, amoratada y mortecina de las farolas de gas, una luz que dificultaba