Me mereces la pena
Por Ángela Gutiérrez
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Ángela Gutiérrez
"A veces escribir es el mejor grito de auxilio" Soy Ángela y tengo 18 años. No recuerdo el momento exacto en el que empecé a escribir, pero sí sé que siempre me ha gustado leer, sobre todo historias de amor, hasta que empecé a crearlas. Para mi escribir es el mejor grito de auxilio, una forma de huir de la realidad y también de expresar mejor lo que pasa por mi cabeza. Las cosas que me causan dolor acaban convertidas en una historia bonita.
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Me mereces la pena - Ángela Gutiérrez
CARTA 1. UN POCO DE MÍ.
Para mi hija:
Desde los diez años me he criado con mi abuela, una mujer luchadora, inteligente y muy divertida. Gracias a ella decidí dedicarme al baile, pues desde pequeña me llevó a su academia de baile y me enseñó todo tipo de danza. Desde el primer momento que empecé a bailar supe que eso era lo que quería hacer para siempre, porque no había nada que me hiciera sentir tan libre.
Días antes de morir, mi abuela me dijo que quería enseñarme algo. Así que me trajo a una casa abandonada en las afueras de la ciudad, para mostrarme lo que una vez fue suyo y lo que podría haber sido de mi madre, pero no pudo ser. Así que me lo dejaría a mí, en herencia.
Mi abuela siempre venía a esa casa para bailar y estar sola, era su sitio especial y me gustaba que ahora fuera mío.
Entramos en esta casa y yo estaba muy nerviosa e ilusionada.
Era una habitación de color azul cielo, el cual te transportaba al mismo, con nubes blancas dibujadas en las paredes y si apagabas la luz podías ver brillar algunas estrellas pegadas en el techo. Tenía dos espejos en una de las 4 paredes, una puerta blanca que llevaba a un vestidor, bastante amplio, aún sin llenar. Una barra colocada en la pared, un suelo de madera que sonaba si pisabas muy fuerte y, sobre todo, un olor característico que se asemeja a cuando pasas cerca de una panadería y acaban de hacer el pan del día.
Mi abuela me miró y se giró, siguió andando hacia un pasillo estrecho con otra puerta en su final y yo la seguí. Ella sacó su colgante y abrió la puerta.
Nada más cruzarla sentí como un cosquilleo de magia recorría todo mi cuerpo. Olía a vainilla y hacía frío, pero me sentía a gusto. Había un sofá blanco, al lado de una pared llena de fotos de mi abuela bailando en grandes escenarios y una estantería llena de sus libros y sus premios.
Mi abuela se giró hacia mí con lágrimas en los ojos y me dijo:
-María, esto es todo tuyo, yo, moriré pronto y quiero que tú seas la dueña de todo esto y que en un futuro llenes esta habitación con tus logros y recuerdos. Ese es mi último deseo, pequeña.
No pude evitar emocionarme y la abracé con fuerza.
Durante una semana, estuve limpiando aquel lugar, era un sitio viejo y necesitaba unos pocos arreglos. Pinté las paredes y el techo, del mismo color y con los mismos dibujos que tenía, porque me gustaban, me inspiraban. Solo los repase, para que no perdieran su esencia en mucho tiempo.
Barrí, fregué, quité el polvo y cambié los espejos, ya que algunos estaban rotos y otros demasiado sucios.
Fue una semana muy emocionante. Me sentía muy a gusto en esa sala, era como si siempre hubiera estado ahí, como si fuera mi casa.
Mi abuela intentó ayudarme en todo lo que pudo. Guardamos sus fotos y premios en cajas y las guardamos en un armario, para no olvidarlas nunca. Pero ella estaba muy cansada, le dolían los huesos y a veces tenía que parar a sentarse, porque no podía respirar bien. Yo sabía que le quedaba poco tiempo, pero, aun así, tenía miedo.
La muerte ha sido algo que siempre me ha atormentado, pues la ausencia de mis padres fue difícil de sobrellevar, sobre todo cuando iba al colegio y los niños me preguntaban qué por qué mi madre llevaba bastón. Yo, con lágrimas en los ojos, les respondía que mi madre estaba en el cielo junto a mi padre y ellos simplemente ponían una expresión de compasión forzada y seguían dándole patadas al balón.
Pero tengo mucha suerte de haberme criado con mi abuela, porque es una mujer fuerte, que siempre ha luchado por lo que quería y lo ha conseguido. Desde pequeña he querido ser como ella, feliz y perseverante. Siempre me como mucho la cabeza, sin embargo, ella parecía nunca preocuparse por nada, como si ya hubiera conseguido todo lo que quería a lo largo de su vida. Creo que es a la única persona que conozco a la que, en vez de faltarle tiempo, le sobró.
Pero nada es eterno, así que, a la semana siguiente, ocurrió lo que esperaba...mi abuela murió. Sufrió un infarto y tuvieron que llevarla al hospital, intentaron salvarla, pero no fue posible. Pensé que el cáncer le vencería, pero al final fue el corazón el que le falló, pero claro, el cáncer te deja tan débil, que cualquier cosa es un arma letal. Al menos, estaba preparada, pero estaba muy triste, ella había sido como una madre para mí y creía que al perderla también perdería el control sobre mí misma. Pero no fue así, seguí el ejemplo de mi abuela y seguí hacia delante.
Era su momento de tocar las estrellas.
Cuando era pequeña, todas las noches mi abuela me hablaba de las estrellas. Me decía que todos teníamos una o más de una, era solo para nosotros, pero a veces, podíamos compartirla. Cuando alguien muere, se convierte en estrella y te acompaña desde el cielo, vayas a donde vayas. Hay estrellas que también mueren, pero su forma de morir es apagarse, en realidad seguirán ahí, aunque tú no las veas. Las noches tras su muerte fueron duras, pero cada vez que me sentía sola miraba a las estrellas. Sé que ella estará ahí, sé que una de las estrellas del cielo es mía, para siempre.
Narra Samantha
- ¡Claro! Ya lo entiendo- grité en voz alta- por eso mi padre antes de dormir sale al balcón...quiere volver a verla...
Empecé a darme cuenta de las cosas tan maravillosas que me había perdido de mi madre y estaba muy contenta de poder aprenderlas ahora.
Me duele que mi padre no me haya contado nada, entiendo que le duela, pero no puedes ocultarle estas cosas a una hija. De todas formas, algún motivo tendrá, mi padre no actúa así porque así.
No sé cómo sería mi bisabuela, pero seguro que era como mi madre, luchadora, esa es la palabra que las define. Y creo que llevaba razón, todos tenemos una estrella, esa a la que miramos las noches de lágrimas, cuando no nos queda otra opción que salir al balcón a tomar el aire. Y ahí está, esa estrella, brillando para nosotros, incluso detrás de las nubes.
Mi estrella es ella, como la de mi padre, porque como bien decía mi bisabuela, puedes compartir estrellas. El cielo está lleno de ellas, pero solo esa, la que más brilla en tu propio cielo, esa es tú estrella.
Ahora voy a contarte un poco sobre mi adolescencia y mi vida en el instituto. Digamos que no fue muy interesante, pero al fin y al cabo es parte de mí. Yo pienso que todas las experiencias, buenas o malas nos hacen ser quienes somos.
Yo era una chica no muy común, no era de muchos amigos, de hecho, solo tuve 2, mi mejor amiga Amaya y mi mejor amigo Carlos, los conocí en el instituto a mis 13 años y fuimos amigos hasta los 18, porque Amaya se fue a Alemania a estudiar medicina y Carlos tuvo que mudarse a Francia con su padre porque no encontraba trabajo en España y necesitaban dinero para pagarle los estudios.
A mis 18 años seguí con mi vida sin ellos, aunque seguíamos hablando. Conocí a un chico llamado Federico el verano que cumplía los 19. Era muy agradable estar con él, era divertido, cariñoso y siempre tenía algo nuevo que hacer o decir. Pasamos un gran verano, pero en septiembre yo tenía que empezar la universidad y él tenía que irse, porque venía de Galicia. Así que lo dejamos en ser amigos y realmente no volvimos a hablar ni a vernos nunca más. Pero no te preocupes hija, que lo eché poco de menos, solo fue un amor de