El futuro que olvidaste
Por Matías Prats
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Rodrigo, un periodista recién divorciado, inmerso en un complicado proceso personal y profesional, se ve obligado a sumergirse en el universo de la desaparecida tenista para preparar un reportaje que acabará convirtiéndose en una obsesión por Paula y todo lo que rodeaba su vida: glorias y miserias, amores y decepciones… algo que para Rodrigo también supone un viaje hacia sí mismo.
El futuro que olvidaste es el debut de Matías Prats en el mundo de la novela. Una historia original y sorprendente, un reflejo de los problemas a los que nos enfrentamos cada día y una aguda reflexión acerca de lo que es más importante en nuestra vida.
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El futuro que olvidaste - Matías Prats
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El futuro que olvidaste
© 2022, Matías Prats Chacón
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Lookatcia
Imagen de cubierta: Arcangel
I.S.B.N.: 978-84-9139-758-8
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Casi dos años antes: Paula Llorente desaparecida
Una patada por debajo de la mesa
La familia Llorente
La portada del Crónica
El vecino de Paula
Café con leche
La vidente
Carcajadas amargas
La cueva
¿Quién cojones es Mario?
La niña nunca se rendía
Fracasar estrepitosamente
Rumores
La nota
Un soplo de aire fresco
La confesión
En el fondo del mar
Me gritó
El rey
Creo que te quiero
La despedida
Cambio de aires
El hombre rubio
Crónica domingo
En la actualidad: El hilo
Siempre con el chino
Jóvenes talentos
Épocas menos fáciles
El intocable
Punto de inflexión
Nadie se ha quejado nunca
El tramposo
Flores silvestres
El precipicio de la tristeza
El cumple de toñi
Apuestas ilegales
Te digo que sé que me has puesto los cuernos
Spinning
Pasar página
En el futuro, fortaleza
Quédate conmigo
El tenis se va a la mierda
Necesito que creas en mí
Su sufrimiento acabó ese día
Número desconocido
A mi madre, luchadora infatigable a pesar de las circunstancias. Ejemplo de amor y de vida.
Y a mi amigo Carlos. Gracias por quedarte con nosotros y recordarnos que nunca hay que dejar de creer.
Anoche volví a soñar que alguien moría. Nunca recuerdo quién o si lo conocía. Lo que sí que recuerdo es la angustia. Es un sueño confuso y sin sentido. Imágenes oscuras, caóticas, que no están conectadas y en lugares que ni siquiera reconozco. No es un asesinato, no es un accidente, no es una muerte natural. No sé lo que es. Lo que sí recuerdo es que alguien moría.
Cuando sonó el despertador, tenía el cuerpo agarrotado. Carolina dormía a mi lado, dándome la espalda. Anoche llegó tarde. Otra vez. Me levanté con cuidado para no despertarla, me encerré en la cocina y observé desde la ventana el comienzo de un nuevo día. Necesitaba un momento de reflexión antes de despertar a Rodri, mi hijo.
La tenue luz de la mañana se colaba por la ventana. Era una luz gris, como mi ánimo. Soplé el té, demasiado caliente, y comencé a organizar mi día. Tenía que dejar a Rodri en el colegio y, después, rematar un reportaje para el número del domingo: la aburridísima historia de una pareja que, tras abandonar sus respectivos puestos de gran responsabilidad en un banco, habían montado una empresa de zumos naturales y ahora facturaban millones. Vaya mérito. Uf, solo de pensarlo me daban ganas de volverme a la cama.
Supongo que es normal, que le pasa a todo el mundo. Estar desmotivado en tu trabajo. Sin ganas, sin ambición, sin metas u objetivos que cumplir. Tan solo subsistir. Desde que me apartaron de la sección de cultura y me trasladaron al suplemento dominical, ingresar la nómina a final de cada mes se ha convertido en mi única razón para permanecer en el periódico. El despido de Chato y de otros cuarenta y un compañeros más de la redacción hace dos años me provocó un rechazo absoluto hacia la empresa. La forma de gestionar aquel ERE fue cruel, despiadada, con una falta de humanidad innegable. Cada día recuerdo las imágenes de mis compañeros recogiendo sus cosas de las cajoneras con lágrimas en los ojos. Algunos, la mayoría, fueron desterrados después de treinta años dedicados en cuerpo y alma al periódico. Yo mismo estuve a punto de dejarlo entonces, pero Chato me frenó. «No te hagas el héroe», me dijo con lágrimas en los ojos, «solo te han trasladado al dominical. Aprovecha la oportunidad».
¿Pero qué oportunidad? El diario Crónica ha dejado de ser un medio de referencia hace tiempo. Yo sigo estando a punto de dimitir todas las semanas. Pero luego pienso en Rodri: ¿Qué pasará con mi hijo? ¿Cómo voy a mantenerle si no tengo trabajo ahora que he conseguido la custodia compartida? Ya voy teniendo una edad y el periodismo está como está. No me van a contratar en ningún sitio. Solo he trabajado en Crónica durante toda mi trayectoria profesional. No conozco nada más que este edificio y esta redacción. Y, sobre todo, no sé hacer nada que no sea escribir. Aunque solo sean estúpidos reportajes sobre millonarios más estúpidos todavía.
Apuré el último sorbo de mi taza de té y fui a despertar a Rodri. Siempre lo hago de manera gradual, evitándole el sonido estentóreo y desagradable de una alarma. Accedo a su habitación sigilosamente y me acerco a la ventana. Subo lentamente la persiana, lo justo para que un pequeño rayo de luz penetre en la cama, pero nunca a la altura de sus ojos. Le acaricio un poco el pelo y le susurro algo al oído. El último paso es besarlo suavemente en la frente. Antes de hacerlo, a veces me quedo mirándolo fijamente durante un par de minutos sin que él se dé cuenta. Parece un ángel.
—Buenos días… —le susurré al oído, con suavidad—. Es hora de levantarse para ir al cole.
Rodri se desperezó en la cama y me sonrió. Esa sonrisa hacía que todo lo demás mereciera la pena, que todas mis preocupaciones se desvanecieran por un instante.
—Rodri —le informé, sirviéndole un tazón de leche con galletas—, acuérdate de que esta tarde te recoge mamá en el cole.
Se quedó pensativo durante un instante.
—¿Este fin de semana me toca con ella? —preguntó, con la voz todavía atenuada por el sueño.
Estaba a punto de cumplir diez años y había asumido la separación y el régimen de custodia compartida con bastante naturalidad. Era un niño muy maduro para su edad. Nosotros, sus padres, estábamos haciendo un esfuerzo para que nuestro hijo se sintiera integrado en sus nuevos núcleos familiares. Lo complicado era la manera de llevarlo a cabo. La organización. Y también que Mario, el novio de Bárbara, no era santo de su devoción.
—Sí —le animé—, seguro que tenéis algún plan chulo para el finde.
—Es que es un rollo andar cambiando de casa todo el rato —se quejó.
—Lo sé, cariño. Pero los dos te queremos mucho y queremos pasar todo el tiempo que podamos contigo.
—Lo entiendo, pero es un rollo —resopló.
Después de dejar a Rodri en el cole, me fui directo a la redacción. Normalmente vuelvo a casa para desayunar con Carolina y disfrutar de un ratito de intimidad, pero hoy no tenía ganas, ni fuerzas. No después de que volviese a llegar tarde anoche y de su actitud durante las últimas semanas.
—Hola, Mercedes, ¡qué guapa estás hoy!
—Ay, Rodrigo —se rio—. ¿Cómo estás, cariño?
—Mejor desde que te he visto —contesté, esforzándome por sonar alegre.
—Anda…, ¡qué vacilón eres!
Mercedes, la secretaria, ya estaba en Crónica cuando llegué en 1999. Yo creo que le deben de quedar unos cinco años para jubilarse, aunque su vitalidad y energía siguen intactas desde el primer día. Todo el mundo la adora, hasta los jefes. Me dirigí hasta la sala donde estamos ubicados los redactores del suplemento dominical. Al fondo a la derecha. Como los baños. Así se nos considera en la redacción, como el equipo de segunda división. Ningún redactor querría formar parte de la plantilla del suplemento. Yo tampoco quería, pero ahora soy uno de ellos y, aunque el trabajo carece de prestigio, tengo que reconocer que mi jefe es muy competente y mis compañeros, agradables. Al menos eso.
Aquella mañana, Daniel, el director del suplemento, un tipo serio y metódico, estaba dando instrucciones a David para que corrigiera algunos párrafos del artículo sobre la persecución de Hitler a los escritores alemanes en cuanto llegó al poder, que publicaría esa semana.
—¡Rodrigo! —dijo, dejando el artículo de David y acercándose a mi mesa—. ¡A ti quería yo verte!
—¿A mí? —pregunté extrañado.
—A ti te gustan los deportes, ¿verdad?
—Eh… Bueno, me gusta verlos —solté una risilla avergonzada—, y de vez en cuando me doy una carrerita o una vuelta en bici, pero poco más.
—Pero te gustan —dijo con picardía.
No sabía adónde quería ir a parar, pero tratándose de Daniel, podría ser cualquier locura. En los casi dos años que llevaba en el dominical, nos había propuesto los reportajes más descabellados, aunque tengo que reconocer que algunos habían sido bastante divertidos. Fonseca es un director dialogante, accesible y sabe cómo motivar a su equipo.
—¡Lo sabía! —exclamó, triunfal—. Pues tengo un reportaje perfecto para ti. ¿Te acuerdas de Paula Llorente?
«Paula Llorente», repetí para mis adentros… «Claro, cómo no iba a acordarme». Sin esperar respuesta, Daniel continuó:
—Dentro de cuatro meses se cumplen dos años de su desaparición.
—¡Joder! —exclamé—, ¿ya han pasado dos años?
Asintió.
—La traumática muerte de una de las tenistas españolas más importantes del mundo —continuó—. ¿No crees que a la gente le interesaría que volviéramos a hablar de ella?
—La verdad… —reflexioné un instante—, la verdad es que no me suena haber leído o escuchado algo de Llorente en los últimos tiempos, y eso que se lio una buena cuando desapareció. No llegaron a encontrar el cuerpo, ¿verdad?
—¿Ves como te interesa? —Me guiñó un ojo—. Anda, mira a ver cómo quedó aquella investigación, qué tal anda la familia y, sobre todo, intenta averiguar qué coño hacía nadando aquel día en la Costa Brava con un temporal de lluvia y viento.
—Sí…, claro, no es mala idea. Podría intentar darle una vuelta, aportar algo nuevo…
—Estupendo. —Me palmeó la espalda y, poniéndose serio, añadió—: Ya sé que no hace falta decirlo, pero intenta no remover la mierda y evita caer en el morbo fácil. No especulemos, ¿vale?
—No te preocupes, Daniel.
—Ah, y tómate tu tiempo, que hay mucha tela que cortar.
—Gracias, Daniel.
—No me las des.
Y, tal como había llegado, desapareció en su despacho.
«Paula Llorente»… Su muerte había supuesto un shock para la sociedad española. Durante aquellos días no se hablaba de otra cosa. Tanto que hasta yo, a pesar de mis problemas personales y con el ERE pendiendo sobre nuestras cabezas, estuve pegado a las noticias. Como el resto del país.
Casi dos años antes
Paula Llorente desaparecida
Al salir de la ducha, escuché su nombre al unísono en la televisión y la radio, y el tono apremiante de los reporteros me alarmó enseguida. «Paula Llorente, la tenista Paula Llorente…». Apagué la radio y, en toalla y con el pelo todavía goteando, me quedé plantado delante del televisor. En todas las cadenas estaban hablando de lo mismo. Elegí uno de esos programas típicos de la mañana en los que cabe todo: información, tertulia política, sucesos, riñas vecinales, cotilleos, inclemencias meteorológicas… Las noticias todavía eran confusas, señalaba la presentadora con aire preocupado. Lo que sí se sabía en aquel momento era que Paula Llorente, la mejor tenista de la historia de nuestro país, llevaba en paradero desconocido desde el lunes a mediodía. Hoy era miércoles.
«La tenista estaba pasando unos días de relax en la Costa Brava y, según fuentes cercanas al caso, la mañana del lunes, a pesar del mal tiempo, había salido a nadar», continuó la veterana presentadora, reina indiscutible de las mañanas. «Un vecino ha dado la voz de alarma al ver que no regresaba a casa y, desde entonces, varios efectivos de la policía la están buscando por tierra, mar, y aire. Hasta el momento, la única pista son varias prendas de ropa pertenecientes a Paula encontradas junto a la orilla en la cala del Rincón de los Hombres».
«Uy», pensé, «qué mala pinta». La presentadora, a cuya derecha había aparecido una foto de archivo de Paula sonriente, pasó a relatar que cada año mueren más de cuatrocientas personas ahogadas en nuestro país por causas muy diversas: pérdida de conocimiento, traumatismos, fatiga, desorientación, falta de vigilancia en playas y piscinas… No sería tan extraño, pensé, si no se tratara de una deportista de élite. Vale que ya estaba retirada, pero todavía era joven y, por lo que se sabía, tenía buena salud.
Cambié de canal. En otro programa similar al que acababa de abandonar, estaban hablando del estado del mar el día que desapareció Paula. Parece ser que en esa zona hubo marejada con mar de fondo del noroeste y olas de dos metros, además de chubascos esporádicos y fuertes rachas de viento. No parecía la mañana ideal para salir a nadar, desde luego. Consulté fugazmente los periódicos digitales y casi todos llevaban a su portada la desaparición de la tenista Paula Llorente. En ese momento fui consciente de que iba a llegar tarde a mi clase de inglés, así que dejé el teléfono y encendí la radio mientras me vestía. En una prestigiosa emisora se habían juntado en torno a un veterano locutor los cinco tertulianos de cabecera, aquellos que presumen de ser expertos en cualquier materia. Lo mismo analizan con detalle la última sentencia judicial de un político condenado por corrupción que te dan las claves del deshielo del casquete glaciar groenlandés. Resulta que ese día también eran especialistas en psicología, criminología, meteorología y todas las ciencias habidas y por haber. Se habla mucho del sensacionalismo de la televisión, pero la radio no se queda corta. Uno de ellos, directamente, la dio por muerta. «Tras casi cuarenta y ocho horas desaparecida y con estas condiciones climatológicas…, solo nos queda transmitir el pésame a su familia». Soy periodista, y si algo me ha enseñado mi profesión es que hay que ser prudente y respetuoso. Este señor había metido la pata hasta el fondo, porque, aunque muchos pensáramos lo mismo que él, nadie debería ser tan torpe como para verbalizarlo en un medio de comunicación. Me imaginé a los padres o los hermanos de Paula escuchando la radio en ese preciso instante, y se me encogió el corazón. Por muy mal que pintara la cosa, se supone que la esperanza es lo último que se pierde. Al menos podrían tener la decencia de no arrancársela de cuajo. Otro tertuliano insinuó que la extenista estaba atravesando un mal momento personal. «Yo había oído que estaba deprimida, que no quería saber nada de nadie». Ese comentario sirvió para espolear a otro de los que participaban en el coloquio: «Hay deportistas que no saben qué hacer con su vida después de la retirada y caen en un agujero». «Menudos carroñeros», pensé. Seguramente, ninguno de ellos conocía a Paula ni al entorno de Paula. Probablemente, todos ellos ignoraban el día a día de Paula Llorente, a qué se dedicaba tras poner punto final a su carrera o su estado de ánimo en los últimos tiempos. En definitiva, hablar por hablar, emitir un juicio sin tener ni puñetera idea.
No había terminado de arreglarme cuando vibró el teléfono. Adiviné quién era antes de cogerlo.
—Hola, chato, ¿qué tal?
Me reí.
—Hola, Chato —dije.
A José todo el mundo le llamaba Chato, porque él llamaba «chato» a todo el mundo. Y Chato estaba encantado con su mote. Tanto, que había empezado a firmar así desde hacía unos cuantos años, en plan seudónimo.
—¿Te has enterado de lo de Paula Llorente? Joder, qué mala pinta tiene, ¿no te parece? ¿Tú crees que se ha ahogado o que se ha suicidado? Porque…
—No tengo tiempo ahora, Chato —le interrumpí—. Me tengo que ir pitando a clase de inglés y no he terminado de vestirme todavía. Luego hablamos.
Una patada por debajo de la mesa
Me até los cordones de las botas, agarré el abrigo y salí pitando. Tengo turno de tarde, pero como soy consciente de lo importante que es tener cierta disciplina, por las mañanas alterno entre el gimnasio y las clases de inglés.
—Señor Rodrigo, ¡buenos días! —me saludó Mauricio, mi portero, dándole una profunda calada a su cigarro—, ¿cómo va todo?
—Bien, muy bien, Mauricio, gracias. ¡Me voy pitando!
—¿A sus clases? —me sonrió.
—Sí —contesté, saliendo a toda prisa—. ¡Hasta luego!
—Hasta luego, señor —dijo apurando el cigarro—. ¡Que aprenda mucho!
Mauricio se pasaba más tiempo fuera, en la puerta, que dentro del edificio. Siempre tenía una palabra amable o un chiste malo que contar. Se sabía la vida de los inquilinos de memoria.
Me gusta vivir donde vivo: en el barrio de Prosperidad. Ya solo el nombre transmite bienestar, esperanza, felicidad. Aquí nací, aquí crecí y aquí me quiero morir. Solo abandoné el barrio durante los años de mi matrimonio con Bárbara, y lo eché de menos cada uno de aquellos días. Es cierto que nunca había dejado de venir, porque aquí residen mis padres y varios de mis mejores amigos. Este barrio comenzó a gestarse a mediados del siglo XIX, cuando esta zona era tierra de cultivo en la que trabajaban campesinos y ganaderos en busca de un futuro próspero, nunca mejor dicho. Se fueron levantando las viviendas, normalmente a cargo de maestros de obra o incluso autoconstruidas por sus propietarios. En la Prospe hay calles estrechas, con árboles frondosos que a veces impiden el paso de la luz. Existen multitud de comercios, plazas, iglesias, cines, restaurantes… y, sobre todo, están sus gentes. Personajes heterogéneos, variopintos, jóvenes y mayores, españoles e inmigrantes, a los que les gusta vivir el barrio, conocerse entre ellos, hablar de cualquier cosa.
Es un barrio humilde y solidario. Si a las tres de la madrugada una mujer grita diciendo que el niño tiene hambre, estoy convencido de que serían muchos los que acudirían en su auxilio. Aquí, la gente se interesa por lo que le pasa al vecino y quiere ayudar. Gente trabajadora, fundamentalmente.
Por supuesto, llegué tarde, lo que me granjeó una mirada severa de la profesora. Me senté en mi sitio e intenté seguir la clase con atención, pero no dejaba de recibir mensajes de amigos y conocidos preguntando por la extraña desaparición de Paula Llorente, como si el mero hecho de ser periodista le garantizase a uno tener siempre información jugosa o relevante en exclusiva. Guardé el teléfono. Sin embargo, no podía concentrarme. Inevitablemente, mi mente estaba ocupada por la noticia que mantenía en vilo a buena parte del país. Qué fuerte. Paula Llorente, una mujer joven y exitosa, estaba desaparecida. Empecé a dar vueltas a la cabeza. Intenté recordar si yo mismo había vivido alguna experiencia traumática en el mar en la que hubiera temido por mi vida. Una tía mía falleció en la playa en extrañas circunstancias, pero eso ocurrió antes de que yo naciera. En lo que a mí respecta, como mucho un mal rato causado por una ahogadilla de algún amigo un poco cabroncete durante la adolescencia. Mi relación con el agua siempre ha sido de mutuo respeto, no se me habría ocurrido jamás meterme en un mar revuelto… ¿Por qué saldría a nadar Paula con tan mal tiempo? Al final no conseguí aguantar y, con disimulo, consulté la web de mi periódico. Después de lo que había escuchado en la radio, quería saber cómo estaban tratando el tema en Crónica. Cuando suceden estas desgracias, hasta el medio más serio corre el riesgo de caer en el sensacionalismo que, básicamente, consiste en producir sensaciones, emociones o impresiones en el lector persiguiendo un interés meramente comercial. En Crónica solemos ser bastante escrupulosos en el tratamiento de esta clase de noticias, pero en los últimos tiempos yo había percibido cierta tendencia a exagerar o incluso manipular en busca del clic fácil. Basta con colocar un titular irresistible en la web para provocar la curiosidad del usuario, que acaba pinchando en la noticia instantáneamente. Eché un vistazo y comprobé aliviado que, en esta ocasión, mis compañeros habían sido rigurosos y se habían limitado a narrar los hechos ya contrastados, sin especulaciones y huyendo del amarillismo. Como debe ser. Muchas páginas web viven única y exclusivamente de alimentar el morbo de la gente, esa necesidad vital de ver, oír, sentir o interactuar con lo que socialmente se cataloga como prohibido. Y lo mismo pasa con ciertos programas de televisión, que desde hace unos cuantos años se dedican, fundamentalmente, a bucear en las miserias de los famosos de nuestro país.
Después de casi dos horas de clase de inglés, regresé a casa caminando a paso ligero. No me había dado tiempo a desayunar y tenía un hambre canina. Estábamos a finales de marzo, a principios de primavera, una estación cambiante e imprevisible. Ese miércoles estaba resultando un día ventoso, con el sol escondido a ratos detrás de los edificios más altos de la ciudad. Al pasar por un mercado callejero se me hizo la boca agua viendo los productos de temporada: fresas, alcachofas y sabrosos tomates. Compré lo necesario para un almuerzo nutritivo: una gran ensalada con rúcula, tomate, atún, nueces, aguacate y pollo, con un aliño de aceite de oliva y vinagre balsámico.
Al llegar a casa, me preparé con esmero la ensalada, abrí una cerveza y me senté a comer delante de la tele. Quería conocer las últimas novedades de la desaparición de Paula Llorente. En ese momento, en el informativo de mediodía estaban realizando un perfil de la tenista española, recordando sus grandes éxitos en las pistas.
El palmarés de Paula era asombroso:
Cuatro veces ganadora de Roland Garros.
Dos Open de Australia.
Tres Abiertos de Estados Unidos.
Dos Copas Federación (equivalente a la Copa Davis en categoría masculina).
Plata en los Juegos de Pekín en 2008.
«Fue número uno del mundo durante casi dos años y casi siempre se mantuvo entre las diez mejores jugadoras del circuito». El presentador desapareció de la pantalla y empezaron a desfilar imágenes y vídeos de los mejores momentos deportivos de Llorente. «Además, conquistó más de cincuenta torneos a lo largo de sus quince temporadas como profesional. El único Grande que se le resistió fue Wimbledon. Tradicionalmente, la hierba londinense es territorio hostil para los tenistas españoles, aunque algunos como Santana, Nadal o Conchita Martínez han conseguido levantar el preciado trofeo en el All England Club, vestidos de blanco impoluto».
Consulté las redes sociales (fundamentalmente Twitter) y comprobé que la noticia había generado un terremoto informativo no solo en nuestro país, sino en el mundo entero. Paula era conocida y admirada en todos los territorios donde el tenis era un deporte de referencia, como, por ejemplo, en Francia. Llorente se había ganado el apelativo de «la reina de París» durante muchos años por sus grandes triunfos en la capital gala. Y su gran rival histórica era francesa: Mery Courtemanche. Su apellido significa «manga corta» (siempre me hizo gracia). Era una jugadora brillante, muy competitiva y con muy mala leche. ¡Cómo disfruté cuando a Mery le tocó morder el polvo en dos finales de Roland Garros frente a Paula! ¡Menudas batallas!
Siempre me ha gustado el tenis, así que, hasta cierto punto, había seguido la carrera de Llorente. Sabía que se había retirado hacía un par de años, con treinta y dos recién cumplidos. «Demasiado pronto», pensé cuando lo hicieron público. En nuestro tiempo, los tenistas profesionales suelen seguir jugando hasta los treinta y cinco o treinta y seis, pero daba la impresión de que acabó completamente agotada y hacía tiempo que había perdido la ilusión por el tenis. Supongo que no es fácil convivir con la presión de ser siempre una de las favoritas, de tener que ganar casi por obligación cada partido o cada torneo. Y eso sin contar con la rutina de un deportista de élite. Los tenistas viajan prácticamente todas las semanas cuando están inmersos en la temporada. Más o menos, unos cien mil kilómetros al año. ¡Es como dar la vuelta al mundo tres veces! Y así, temporada tras temporada. Cualquiera acabaría exhausto.
Paula Llorente había desaparecido en Sant Antoni de Calonge, una pequeña localidad costera situada en la provincia de Gerona, en la comarca del Bajo Ampurdán. Por lo que yo estaba escuchando en la tele, nadie sabía muy bien qué estaba haciendo Paula allí. Se rumoreaba que escogió ese pueblo como retiro espiritual durante unas semanas, o quizá unos meses. Había alquilado un piso en una urbanización cercana a la playa y vivía sola. Paula Llorente nunca se había casado ni había tenido hijos. Se le habían conocido varias relaciones sentimentales a lo largo de los años, aunque siempre había procurado ser discreta. Cuando era muy joven, salió con un jugador italiano muy guaperas, Fabio Caruso, y durante mucho tiempo corrió el rumor de que estaba liada con su entrenador, el francés Boisson, pero ella nunca lo confirmó. Odiaba ser un personaje público, detestaba verse en las páginas de las revistas del corazón y aborrecía la persecución de los fotógrafos y las cámaras de televisión. Desde su retirada, había hecho acto de presencia en contadas ocasiones y siempre había procurado mantenerse en segundo plano. Recuerdo haberla visto en el torneo de tenis que se celebra en el mes de mayo en Madrid o en algún acto benéfico, pero poco más. Supongo que ese misterio en torno a la vida actual de Paula era lo que estaba alimentando el interés y el morbo de todos.
Las televisiones reaccionaron rápido: a mediodía todas las grandes cadenas del país tenían equipos desplazados a Sant Antoni de Calonge, situada a unos cien kilómetros de Barcelona. En la tele de nuestros días hay algo que prima por encima de todo: el directo. En todos los canales de televisión pasaban constantemente del plató al bombardeo de imágenes y sus reporteros in situ, que informaban desde distintos puntos con rótulos impactantes cubriendo gran parte de la pantalla. Por la mañana, programas en directo. Y por la tarde, más programas en directo. Apenas aportan datos nuevos, se limitan a repetir lo mismo durante horas y horas, pero, si te descuidas, te atrapan. La desaparición en condiciones misteriosas de una estrella como Paula Llorente les aseguraba varias semanas con un notable éxito de audiencia, fuera cual fuera el desenlace. En España se llevan las tragedias y los dramas, qué le vamos a hacer. Un pastel a repartir que se llevará el que mejor sepa vender la historia. Y precisamente por este motivo tenían que estar al pie de la noticia, con todos los recursos disponibles. El equipo de trabajo básico es desplazar a un periodista y un operador de cámara al lugar de los hechos. También existe la figura del productor de televisión. Aquella persona responsable de organizar los recursos humanos y técnicos, que resuelve los problemas que puedan surgir durante la cobertura y que tiene el control del presupuesto del programa. Muchas cadenas optan por enviar a varios equipos a cubrir la noticia. Al fin y al cabo, ese contenido será la piedra angular de diversos programas durante bastantes días, y también tendrá un papel protagonista en los informativos. Ya estaban todos allí. Las mujeres reporteras, micrófono en mano, ganaban por goleada a los hombres. Ellas están muy bien consideradas en el mundo de la tele: se han ganado a pulso la fama de eficientes y trabajadoras.
Después de comer, evité que la pereza se apoderara de mí y rápidamente me fui a trabajar. Al entrar por la puerta, como siempre, me recibió el saludo afectuoso de Mercedes:
—Hola, Rodrigo, buenas tardes, ¿has comido bien?
Desde que me divorcié, ella mostraba su sincera preocupación por mi alimentación.
—Una ensalada riquísima —respondí guiñándole un ojo.
Mercedes habrá visto de todo en el periódico, y es la persona más discreta y fiel que conozco. Ya puedes intentar sonsacarle información durante horas sobre algún asunto turbio que Mercedes no dirá ni mu.
Dejé la chaqueta en el perchero y me senté en mi sitio, una mesa amplia que compartía con otros dos compañeros en la sección de Cultura. Este es un momento de transición en la redacción del periódico: unos ya se han ido, otros regresan tras la comida y los del turno de tarde empezamos nuestra jornada. Mientras el ordenador arrancaba, fui por una infusión. En la cocina de la redacción hay ambiente a cualquier hora, y ese día los periodistas de todas las secciones estaban comentando la noticia del momento. Por supuesto, había varias teorías, cada cual más enrevesada y oscura. Carlitos, de Sucesos, estaba convencido de que a Paula Llorente la había raptado la mafia rusa. José Ángel, que normalmente escribía en las páginas de Ciencia y Salud, apostaba por la teoría del suicidio. Todos discutían airadamente para defender la suya. Me serví una manzanilla y me quedé un rato escuchando, pero no dije nada.
En ese momento me alegré de no ser yo el responsable de elegir la portada del periódico de mañana. Imagina que salimos a toda página con la desaparición de Paula Llorente y resulta que a las ocho de la mañana del día siguiente aparece viva… o muerta. En ese caso, la portada no tendría vigencia ninguna y ofreceríamos una noticia completamente desactualizada durante todo el día. En la web eso puede cambiarse fácilmente en unos segundos, pero en las ediciones impresas hay que ir con pies de plomo. A veces es mejor no arriesgar y optar por otros asuntos de interés general para la edición de papel que se vende en los quioscos. El caso es que los dejé discutiendo y regresé a mi mesa. Tenía bastante trabajo por hacer. Debía redactar un artículo sobre la afluencia a los museos españoles, que, según los datos que acababa de recibir, había aumentado ligeramente en los últimos dos años, siendo el Prado el más visitado con diferencia. Así que me puse manos a la obra. Antes, estaba redactando un e-mail para la jefa de prensa del nuevo ministro de Cultura solicitando una entrevista, cuando noté una patada por debajo de la mesa.
—¡Joder! —exclamé—, ¿te has vuelto loco?
Nacho, mi compañero en Cultura, me sonrió y me indicó que mirara hacia la puerta. Casi se me para el corazón. Carolina, la joven promesa del periodismo político de Crónica, acababa de llegar a la redacción. Tenía a toda la plantilla masculina revolucionada, ya que, además de joven y guapa, estaba demostrando ser una gran profesional. No llevaba ni un año trabajando en Crónica, pero ya había probado sobradamente que tenía cualidades para dedicarse a esto. Se mueve como pez en el agua por los pasillos del Congreso, y sabe ganarse la confianza de los diputados y senadores, que acaban revelándole datos de altísimo interés periodístico. Es una chica alta, delgada, de pelo castaño y ondulado, de nariz fina y amplia sonrisa. Tiene una personalidad arrolladora. De momento, estoy siendo discreto. No tenemos una relación cercana. Cuando coincidimos en la redacción (ella entra y sale constantemente), Carolina me saluda con simpatía, comenta fugazmente algún artículo mío o, en ocasiones, directamente pasa de largo. Es una moneda al aire. Me pregunto si estará soltera. Yo intentaré jugar mis cartas con inteligencia. Ya pensaré el modo de acercarme a ella progresivamente.
—¡Hola, chicos! —dijo al pasar por delante de nuestra mesa—. ¡Buenas tardes, Rodrigo! ¿Todo bien?
—Ho…, hola —dije—. Sí, todo bien, gracias. ¿Tú?
Noté que me estaba poniendo como un tomate y Nacho empezó a reírse por lo bajo. Yo no le había dicho a nadie que me gustaba, pero, por lo visto, era imposible ocultarlo.
—¿Conseguiste la entrevista con el ministro de Cultura?
—Eh… —me aclaré la garganta—, estoy redactando el e-mail para su jefa de prensa.
—Dile que vas de mi parte, que la conozco bastante. Ya verás como te cita pronto.
—Ah, pues… muchas gracias.
Me lanzó una sonrisa antes de seguir hacia su mesa y yo noté cómo empezaba a derretirme. Nacho seguía riéndose y dándome pataditas por debajo de la mesa, así que intenté cambiar de tema.
—Oye, Nacho, ¿a quién hemos mandado a lo de Paula Llorente?
—A Edu, de Deportes —contestó—. Aunque creo que también se van a acercar Marc y Alberto desde Barcelona.
Marc era un redactor de nuestra delegación en Cataluña que valía para un roto y un descosido. Un periodista polivalente, un currante de nuestro periódico que también participaba en alguna tertulia de la televisión autonómica catalana. Alberto era un veterano fotógrafo que llevaba colaborando con Crónica desde 1989, primero en Madrid y después en Barcelona. La desaparición de Paula Llorente era una noticia bomba, y en el periódico debíamos estar a la altura.
En ese momento, alguien pidió silencio y subieron el volumen de uno de los varios televisores que tenemos colgados en la redacción. Comenzaba la comparecencia del jefe del Grupo de Desaparecidos de la Policía Nacional. Toda la redacción estaba pendiente de las palabras de Pedro Herranz, que confirmaba la desaparición de Paula y la calificaba de alto riesgo.
«Fue vista por última vez aproximadamente a las 12:00 horas del lunes 19 de marzo. Un vecino se cruzó con