El Clan del Fuego
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Sin embargo, no todo es color rosa en Misiones; incendios forestales, rutas manchadas de sangre, delitos rurales y las cicatrices de la dictadura son solamente algunas de las problemáticas que aquejan hace años a los seres que habitan este suelo.
Todas estas cuestiones se entrelazan en el presente libro constituido por fábulas y cuentos, plasmados con un lenguaje sencillo y propio de la región.
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El Clan del Fuego - Orlando Javier Chamorro
Orlando Javier Chamorro
El Clan del Fuego
Chamorro, Orlando Javier
El Clan del Fuego / Orlando Javier Chamorro. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2372-3
1. Cuentos. I. Título.
CDD A863.9282
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com
Índice
Ángeles de barro
Los acopiadores
La reunión
El rabdomante
El Clan del Fuego
Acerca del autor
Para Laureana
Porque el aroma del almidón exprimido a la mandioca,
con sus curtidas y protectoras manos,
aún me transporta a la primera infancia.
Porque siempre había un lugar para mí en su mesa.
Ella dejó que sus hijos corrieran conmigo
por los líneos del yerbal…
Y nombró a Paulo como nuestro ángel guardián.
Éramos niños
a merced
de una gran tormenta.
Ángeles de barro
I
Tiempo actual. Ruta nacional número doce, Misiones.
Detuve el automóvil a un costado de la ruta y me deslicé hacia afuera; el olor fuerte y penetrante, característico de la planta celulósica, castigó mis fosas nasales. Tenía la columna agarrotada, los pies acalambrados y un sueño que trataba de vencerme desde hace un buen rato.
Controlé las dos urnas que estaban en el asiento trasero, todo estaba en orden.
A mi espalda, la estación transformadora emitía un amenazante siseo eléctrico que alteraba el silencio. Cada tanto, un camión cargado con rollos de pino ingresaba hacia el camino lateral en dirección a la fábrica.
¿Cuántas veces he cruzado por este lugar luchando contra mi voluntad para no detenerme? Muchas, aun así, siempre regreso aquí en el regazo de mis pesadillas. El tiempo, en vez de opacar mis reminiscencias, las fue fortaleciendo.
Luego de un momento, me introduje al automóvil y tomé el camino lateral, en dirección a San Onofre. No tenía opciones, debía cumplir una promesa; entonces, a pesar de todo, evoqué el pasado. Los recuerdos, ahora, me llegaban en oleadas incontenibles.
San Onofre. Año 1978
Me desperté con el canto de los benteveos y una renovada ilusión. Desde afuera, me llegaba el ruido característico que hacía la cuchara de madera contra la olla de hierro del abuelo Efraín.
—Gervasio, levántate, mi hijo; tenés visitas. –Era la abuela Paula, de voz suave pero desprovista de inseguridades y con un carácter que no admitía dudas ni peros.
El viejo camastro chilló cuando me incorporé y pedí su bendición; colocó sus manos sobre mi cabeza. Eran arrugadas, con dedos toscos, cortos, y las marcas que había en ellas, eran el testimonio de las interminables tarefas y desmontes que realizó en su vida.
—Dios te bendiga y los santos te acompañen siempre.
—Gracias, a usted también –respondí.
Su rostro se iluminó cuando dijo–: ¡Feliz cumpleaños, mi gurí!
Ella tenía los ojos del color de las esmeraldas, el pelo largo y gris como las cenizas que resignan los leños al consumirse en el fuego; de estatura media, un cuerpo delgado pero enérgico.
La abracé y una fragancia inundó mis sentidos, el aroma embriagante de ciertas flores que se despiertan al sol prendidas a las enredaderas.
—¡Gracias, abuela! –dije mientras me calzaba las zapatillas–. Voy a esperar el colectivo con…
—Usted se va a asear primero, o piensa recibir a sus amigos con la boca hedionda, ¿eh? Falta media hora para que entre el colectivo –me interrumpió seriamente. Sin protestar me dirigí al lavatorio de la casa para ponerme decente.
La fría brisa que soplaba desde el sur arrastraba el humo que despedía la planta de celulosa, el olor ácido y penetrante se esparcía por toda la zona.
Mi pueblo estaba asentado a pocos kilómetros de la enorme fábrica, flanqueado por yerbales, pinares y una extensa franja de monte nativo.
El camino terrado se desprendía de la ruta nacional número doce, a unos seis kilómetros aproximadamente, realizaba un giro de noventa grados frente a la fábrica, serpenteaba a un lado de las viviendas y continuaba su recorrido hasta finalizar en la ribera del río Paraná a escasos diez kilómetros.
Mi abuelo, Kara–í
Efraín, interrumpió el incansable relato de sus días como hachero que les brindaba a mis amigos por enésima vez, cuando salí a recibirlos.
Nena
y Cambá
eran hermanos mellizos; tenían ocho años, la misma edad que a la que yo daba la bienvenida ese frío día de junio. Ambos se apresuraron a saludarme.
—¡Feliz cumpleaños, Perereca! –dijeron al unísono. Ana Paula Da Silva,
Nena", tenía los ojos verdes, una sonrisa encantadora y la piel color caoba; su cuerpo delgado y flexible parecía estar siempre en movimiento al igual que sus largos cabellos acaracolados.
Gustavo Aldair, Cambá
, era todo lo contrario de Nena: callado y taciturno, parecía estar en constante meditación, era el de las ideas y la planificación de nuestros reducidos tiempos para los juegos y los festejos; los ojos verdes, el pelo crespo, de piel oscura y tersa que dejaban ver los huesos debajo de ella.
—Gracias. –Me alcanzaron un obsequio envuelto en papel periódico–, no… no hace falta.
—Si no agarrás vos, agarro para mí –murmuró el abuelo sin levantar la vista de su olla. Sus ojos grises se tornaban lagrimosos cuando el humo blanco de las maderas al fuego lo envolvían.
Con manos temblorosas desaté y desenvolví el pequeño paquete, que estaba compuesto por varios pliegos y quedé asombrado al ver su contenido: cuatro pequeñas figuras de bronce, una femenina y las otras tres, masculinas, y una letra A; todas éstas, unidas por un fino y delicado cordón de oro brillante.
—Somos los cuatro y la A es de amigos –dijo Nena y me sorprendió con un beso en la mejilla. Kara–í Efraín debió ver mi rostro encendido porque comenzó a reír y solo se detuvo cuando intervino la abuela.
—Gra… gracias –respondí con un nudo en la garganta, y desde ese día solo podía pensar en ella; ese beso alteró la cruel monotonía de la terca espera en que mi vida transcurría por esos días. La abuela Paula se acercó para admirar el pequeño tesoro.
—Es bellísimo –dijo.
—Lo hicimos entre los dos, la cadenita era de nuestra difunta madre. –La voz de Cambá era suave, estaba en cuclillas calentando sus manos en el fogón, embelesado con la olla de hierro de Kara–í.
—La pucha, m’hijo, eso vale mucho –dijo el abuelo, mientras le alcanzaba un plato enlozado cargado del humeante reviro. Cambá sonrió y amagó sentarse sobre un tronco para disfrutar de la comida, pero mi abuela tenía otros planes. Extendió su mejor mantel sobre la mesa de la galería mientras disponía más platos y tazas; no iba a ser un desayuno más.
Preocupado por el paso de los minutos, le pregunté al abuelo que hora marcaba su reloj, justo cuando la abuela salía, cambiada y maquillada como para asistir a una boda.
—Ustedes desayunen que yo voy a esperar el colectivo –dijo al pasar. Tuve que correr para alcanzarla.
—Abuela –comencé a decir–, hace frío, quédese usted que yo voy con Nena y Cambá. –Ella se detuvo y me tomó las manos entre las suyas, las sentí temblorosas.
—No, Gervasio, quedate a desayunar con tus amigos. Voy a aprovechar para comprar azúcar y confites para la torta en el almacén.
—Pero, abuela, yo…yo quiero ir…en una de esas, mamá vuelve hoy –imploré.
—Sin peros. –Me acomodó el pelo largo y lacio– Nos hubiera avisado con tiempo, si así fuera. Vaya, vaya con sus amigos. –Sin más, se perdió tras un recodo del camino.
Me quedé inmóvil observando al timbó, que se recortaba en el límite del monte. Era un árbol añoso, esbelto, era nuestro puesto de observación.
El recuerdo de aquella tarde, hace un año atrás, cruzó como un rayo por mi mente.
"Las sirenas de la fábrica, comenzaron su canción lúgubre y no se detuvieron hasta el otro día. Estábamos en clases con la maestra Lira; salimos al patio detrás de ella cuando se produjo la gran explosión. El humo negro de las calderas incendiándose, se elevaba hacia el cielo límpido, se mantenía estático un momento y luego se disipaba.
La maestra nos llevó en su camioneta a nuestras casas y luego se dirigió a la planta celulósica. Iba recogiendo a familiares de empleados por el camino, todos desesperados por conocer la suerte de estos.
Su esposo, que era ingeniero, había fallecido en aquel siniestro y ella nunca volvió a ser la misma; una sombra cruel flotaba constantemente sobre su rostro, apagando su fresca sonrisa. Tiempo después pidió el traslado y nunca más la volví a ver; fue difícil volver al aula después, sin ella al frente, se había llevado una parte de mí, tal vez nunca se enterara,