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Hemos visto y oído... El Misterio: Comentarios al libro de la Sabiduría
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Los anawin, hijos de la Sabiduria, que Dios los llama sus pobres, sus fieles y leales, son hombres y mujeres que tienen conciencia de que la voluntad de Dios, la Palabra, es siempre buena para el hombre y la mayor riqueza que una persona puede tener. Este libro no es un compendio del libro de la Sabiduría sino una selección comentada para descubrir su riqueza y profundidad. Los hijos de la Sabiduría -así llamaba Jesús a sus discípulos de todos los tiempos- nos enseñan cómo se revela en ellos su Palabra para que podamos abrir nuestra alma.
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Hemos visto y oído... El Misterio - Antonio Pavía Martín-Ambrosio
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Prólogo
I. Buscad al Señor
II. Al amparo de tu mirada
III. Las cosas santas de Dios
IV. Me abracé a ella
V. Fuertes con Dios
VI. ¡A por Él!
VII. En manos del Padre
VIII. Sí, es mi Hijo
Biografía autor
portadilla© SAN PABLO 2018 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 742 51 13
[email protected] - www.sanpablo.es
© Antonio Pavía Martín-Ambrosio 2018
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
E-mail: [email protected]
ISBN: 9788428561846
Depósito legal: M. 37.950-2018
Composición digital: Newcomlab S.L.L.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).
«Porque os hago saber, hermanos,
que el Evangelio anunciado por mí
no es de orden humano, pues yo no lo
recibí ni aprendí de hombre alguno,
sino por revelación de Jesucristo».
(Gál 1,11-12)
Gracias sean dadas a Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
único autor y creador de este libro,
y gracias también a la
Comunidad Bíblica
«María Madre de los Apóstoles»,
en cuyas entrañas Él depositó
con amor estas palabras.
Prólogo
La Sabiduría aborda el Misterio
Creo que si queremos entrar en el tema de la Sabiduría –con mayúscula, dado que nos referimos a la que fluye del seno de Dios– es obligado hacer memoria de aquellos hombres y mujeres del pueblo santo de Israel que recibieron el calificativo de los sabios según Dios. Nos referimos a los anawin, término que nos remite a los pobres, los fieles de Yavé. No son unos pobres o fieles cualesquiera, ya que las circunstancias socioeconómicas poco tuvieron que ver con su elección, como a continuación veremos.
Tenemos que remontarnos al siglo VI antes de Cristo, a esa etapa histórica en la que el pueblo de Israel fue llevado al exilio a Babilonia bajo el poder de Nabucodonosor. Fue ahí donde apareció explícitamente la figura de los anawin como respuesta a una propuesta que los babilonios hicieron a los exiliados. El hecho es que sus opresores pronto se dieron cuenta de que este era un pueblo muy especial, con unas capacidades de organización, iniciativa y creatividad poco comunes; por lo que, y pensando en sus ventajas económicas, juzgaron que les convenía más tenerlos como colaboradores que como siervos sometidos. La propuesta que les hicieron fue, de tejas para abajo, bastante ventajosa. Les ofrecieron ser ciudadanos con plenos derechos, también laborales; tan solo les pusieron una condición para alcanzar este estatus: que apostataran de su Dios, Yavé.
No hay la menor duda de que la proposición era muy atrayente, pero, como todas las que nacen del Príncipe del mal, se sustentaba en unos pies de barro, al atentar directamente contra el alma del pueblo santo y de cada israelita en particular. Hablamos de una propuesta que en el fondo pretende eliminar de la conciencia de los exiliados las maravillas que Dios ha hecho en el pueblo al que pertenecen, maravillas ininterrumpidas desde que escogió a Abrahán y que todos conocemos.
Para nuestra sorpresa, aunque quizá no tanto, los que aceptaron la oferta fueron el noventa por cien de los israelitas. Apenas un pequeño resto fue lo suficientemente sabio como para desechar la tutela ofrecida por el pueblo que les tenía sometido; por lo que decidieron escoger vivir bajo la tutela de Dios, y no por miedo y menos aún por fanatismo ni por dar lecciones de perfección a nadie. Deciden, tal y como son, con sus debilidades y flaquezas, ponerse bajo la tutela de Dios porque le consideran totalmente fiable, lo que indica con meridiana claridad la excelencia de su sabiduría. Diríamos que se están curando en salud, que a la hora de poner su vida bajo la tutela de alguien, saben que nadie de esos «alguien» les garantiza la fiabilidad que reconocen en Dios, de quien se saben hijos.
Respecto a garantías fiables o fraudulentas, nos asomamos al corazón del salmista, que, defraudado por tantas palabras incumplidas salidas de la boca de los hombres, nos abrió su corazón de esta forma: «¡Tenía fe, aun cuando dije: qué desgraciado soy! Yo decía en mi apuro: Los hombres son unos mentirosos» (Sal 116,10-11). No se desmorona este orante frente a la falsedad de corazón y labios de los hombres, pues le vemos dirigirse a Dios cantando gozoso su fiabilidad y su verdad, hasta el punto de que no se siente en condiciones de pagarle todo el bien que le ha hecho. «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre» (Sal 116,12-13).
Creemos que la experiencia de este salmista es perfectamente aplicable a los anawin. No toman su decisión movidos por fanatismo ni intransigencias, sino por amor a la Sabiduría. Hablamos de hombres y mujeres que intuyeron que les venía mejor anidar su vida en Dios, en ese hueco-lugar junto a Él que mostró a Moisés (Éx 33,21-22). Solo desde una experiencia así puede llegar un día el hombre a decir: «El Señor es fiel a sus palabras» (Sal 145,13b). Me explico. No es lo mismo recitar esto con la boca sin más, que tenerlo escrito en su corazón como fruto de una experiencia de fe. Los anawin rezan desde esta experiencia.
Los anawin son sabios según Dios por su relación con Él, lo que implica una relación de la misma intensidad con su Palabra. Son sabios, están cara a cara con Él cuando, con las manos de su alma, abren las Escrituras. Por el contrario, el que no se fía de Dios es porque nunca ha hecho la experiencia de que es leal con él, de que cumple en él las promesas de vida contenidas en su Palabra. En esa tesitura en la que la mentira aletea sobre sus corazones cuando van a la oración, no se pueden poner cara a cara a Él, como dicen los profetas, sino de espaldas ( Jer 7,23ss).
Ante una religiosidad así, tan superficial como endeble, es más que perfectamente normal que, cuando se presenta una ocasión de prescindir de Dios como la que tuvieron los israelitas desterrados en Babilonia, solo los amantes de la Sabiduría, tan amantes que llegan a ser hijos suyos, tienen la capacidad de valorar más la tutela de Dios que la ofrecida por los hombres cuando esta lleva consigo la apostasía o la indiferencia, que son hermanas.
A estas alturas creo conveniente hacer esta puntualización sobre la condición a que se vieron avocados los anawin en Babilonia. Si todo el pueblo de Israel se sintió dolorosamente extraño en esta tierra, como leemos con cierta frecuencia en los salmos, imaginemos la marginación que debieron sufrir por parte de sus propios compatriotas estos anawin por rechazar la propuesta de apostatar de Yavé. Vinieron a ser doblemente extraños: frente al pueblo que les oprimía y también frente a la inmensa mayoría de los israelitas, que se plegaron ante la seductora invitación recibida. Fueron objeto de desprecio por parte de sus propios hermanos. Los anawin encarnan en su cuerpo y en su alma la profecía mesiánica del salmista: «Soy un extraño para mis hermanos» (Sal 69,9).
No hace falta darle muchas vueltas a la cabeza para ver en estos anawin la figura profética del Anawin por excelencia: Jesucristo, quien testificó una y otra vez que se dejaba tutelar por el Padre, hasta el punto de no hacer y ni siquiera hablar en lo que a la predicación se refiere, por su cuenta, sino por la de Él: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo» ( Jn 8,28).
Dicho esto, es lógico anunciar que nos referiremos con cierta frecuencia a los nuevos anawin nacidos desde la Encarnación del Hijo de Dios: sus discípulos. Los podemos llamar así porque ser discípulo de Jesús supone ponerse bajo su tutela al considerar su Evangelio como la fuente de la Vida, el manantial de la Sabiduría, tantas veces proclamado por los profetas. Oigamos esta exhortación de Baruc: «Ella –la Sabiduría– es el libro de los preceptos de Dios, la Ley –Palabra– que subsiste eternamente: los que la retienen alcanzarán la vida, mas, los que la abandonan morirán. Vuélvete, Israel, y abrázala, camina hacia el esplendor bajo su luz» (Bar 4,1-2).
Jesús, viendo a lo lejos a sus discípulos, abrazados a la Sabiduría del Padre encarnada en Él, se estremeció de gozo y exclamó: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues así te ha parecido bien» (Mt 11,2526). Jesús no está simplemente dando gracias al Padre; está al mismo tiempo exultando de júbilo porque tiene la certeza de que siempre habrá en el mundo hombres y mujeres que vivan conforme a su Sabiduría.
Siguiendo el estilo literario de la comparación metafórica, podemos afirmar –partiendo de la exhortación de Jesús a sus discípulos «conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» ( Jn 8,32)– que los discípulos aprendieron de su Maestro la verdadera Sabiduría que les hacía libres; dueños de una libertad puesta al servicio de las elecciones que tendrían que hacer a lo largo de su vida a las que llamamos etapas en la fe. Gracias a su libertad y sabiduría sabrán distinguir entre las palabras colmadas de espíritu y vida y los cantos de sirena que les ofrecen otras tutelas protectoras bajo las que ampararse. Los discípulos de Jesús de todos los tiempos son y serán sabios para discernir y elegir entre la plenitud de la Sabiduría y su escasez. San Agustín expresó esta elección de esta forma tan magistral: «El amor es el peso del corazón, hace que este se incline hacia quien ama».
Los anawin son hombres y mujeres que, por estar abiertos a la sabiduría de Dios, llegan a apreciar tanto «sus cosas» que las hacen propias. Son hijos de la Sabiduría porque tienen conciencia de que la voluntad de Dios es siempre buena para el hombre. Partiendo, pues, de las ventajas que su voluntad encierra y dado que esta se manifiesta por medio de sus palabras, las acogen como quien encuentra un gran tesoro. «Me regocijo en tus palabras como quien encuentra un gran botín» (Sal 119,162). En definitiva, la voluntad de Dios, su Palabra, no es algo gravoso para ellos, sino fuente de gozo y descanso para su alma, como tantas veces se nos dice en la Escritura: «¡Bienaventurado el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, sino que se complace en la Palabra de Yavé, día y noche la susurra!» (Sal 1,1-2).
Los anawin tienen un corazón así, sapiencial, porque consideran a Dios y su Palabra como una liberación, y no como una carga que hay que soportar; interpretan las maravillas que hizo con Israel como un espejo fidedigno de lo que desea hacer con todo aquel que se pone en sus manos. Son hombres y mujeres que, por su cercanía a Dios, hacen la experiencia de que su Palabra es la mayor riqueza que jamás hombre alguno puede adquirir; riqueza que no estriba tanto en lo que respecta a la Palabra escrita cuanto en que se cumple en ellos con todas las promesas que encierra.
En este sentido, un anawin, al mismo tiempo que lee las maravillas hechas por Dios a Israel, por ejemplo en el Éxodo, sabe que estas son figura de las que va a hacer en él en el mismo contexto liberador. Cuando coge estas palabras del salmista: «Yo liberé sus hombros de la carga, sus manos abandonaron la espuerta» (Sal 81,7) –una inequívoca referencia a Israel bajo la servidumbre de Egipto– lo primero que le viene a la mente es que Dios entra en su vida no para llenarla de imposiciones, sino para liberarla de cadenas y opresiones. Si nos damos cuenta, todas las religiones inventadas por los hombres, en las que incluimos las sectas que ya desde los primeros tiempos surgieron en la Iglesia, añaden exigencia sobre exigencia, como si Dios fuese un ser insaciable a quien no hay cómo agradar.
Jesús denuncia incansablemente esta deformación religiosa que es como un insulto al sentido común; además desenmascara a aquellos que las imponen atestiguando que son los primeros en esquivarlas: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos [...]. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas» (Mt 23,2-4). La cátedra de Moisés, es decir, la predicación de la espiritualidad de la Palabra, que debería ser manantial de sabiduría para saciar el alma sedienta de Dios que todo hombre –con conciencia o no de ello, tiene y diríamos que padece– se ha convertido por culpa de la mediocridad de estos predicadores, en un código de leyes y preceptos que inducen a los hombres a la necedad, por contraposición a la Sabiduría.
Por si fuera poco, leamos lo que dice Jesús a continuación: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres». Prácticas ascéticas para figurar, lo que hoy día llamamos postureo. Ayunos y más ayunos, un sinfín de preceptos humanos que a veces dan pie para despreciar a los demás, como el mismo Jesús dijo en la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). Jesús se encuentra un pueblo que vive, o le hacen vivir, una relación con Dios tan insulsa como elitista; se exprime la propia fuerza en detrimento de la fuerza de la gracia. Ante un fraude así tanto con respecto a Dios como con respecto al hombre, proclama la parábola de la oveja perdida, a la que carga sobre sus espaldas descargándola a ella.
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