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Tres Pi erre que erre
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Libro electrónico173 páginas2 horas

Tres Pi erre que erre

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Información de este libro electrónico

Una nueva y desternillante aventura de la detective juvenil Teresa Pi, también llamada Tres Catorce. Nuestra heroína acaba de salvar la vida del pichichi del Barcelona, Manolo Due, y ahora no deja de encontrárselo por todas las calles de su pueblo. Resulta que el futbolista se esconde de una banda de mafiosos, de la policía y de su club de futbol. Solo hay alguien que puede ayudarlo, y ese alguien responde al apodo de Tres Catorce.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento5 sept 2022
ISBN9788726962185

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    Tres Pi erre que erre - Andreu Martín

    Tres Pi erre que erre

    Translated by Inés Martín Farrero

    Original title: Tres Pi erre que erre

    Original language: Catalan

    Copyright © 2000, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726962185

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    Escribí este libro mucho tiempo después de haber vivido las aventuras que en él relato. Eso me ha permitido hablar con las diferentes personas que se vieron implicadas (como Elisa, el capitán Barreno, Manolo Due, Rodri Zamorano, el sargento Corvacho, el Titi, el abogado defensor de Lorenzo Boro, etc.) y ellas me describieron muchas situaciones en las que yo no había estado presente. Está claro, pues, que contaré cosas que no he visto e incluso me atreveré a atribuir a las personas sentimientos y reacciones de los que no puedo estar segura en absoluto, pero ésta es una práctica habitual entre los historiadores de todas las épocas, y nadie les ha dicho nunca nada. Y, además, el libro es mío, lo escribo como me da la gana, y a quien no le guste, que se aguante.

    Os quiero.

    ¡Ah! Olvidaba presentarme. Me llaman Catorce. Tres Catorce.

    TERESA PI

    CAPÍTULO PRIMERO

    El grano de arena

    1

    El uno de febrero anterior, un mes antes de verme envuelta en esta aventura, el funcionario de correos Gaspar Cartrón, de la localidad gerundense de Tos, se lo estaba pasando en grande fisgando la correspondencia de sus conciudadanos. Era una práctica a la que se dedicaba desde hacía algún tiempo, por pura curiosidad. Abría los sobres acercándolos al vapor de una olla de agua hirviendo, y luego se deleitaba con el contenido de las cartas, que unas veces eran personales, otras comerciales, otras de amor... Nada le gustaba tanto como conocer los secretos de sus convecinos. Luego, cuando iba por la calle y saludaba a la señora Carmen, a la señora Remedios o a la hija del pescadero de la esquina, sonreía pensando: «¡Si supierais todo lo que sé de vosotros...!».

    Conocer las miserias de los demás le hacía sentirse superior, puro y sabio como si él no tuviese nada que ocultar.

    Lo imagino ávido y melifluo como el Gusano de Seda de Alicia (el que en la peli de Disney decía «¿O-R-U?» en lugar de «¿Who are you?»). Lo imagino inclinado sobre el puchero de agua hirviendo, como la bruja del cuento, riendo feliz, babeando y relamiéndose sólo con imaginar el patético mensaje que le esperaba en el interior del sobre que se abría lentamente entre sus dedos. Ya con el sobre abierto encima de la mesa, veo a Gaspar Cartrón frotarse las manos y echar atrás la cabeza mientras estalla en carcajadas perversas con los ojos en blanco de pura ilusión.

    Levanta la solapa y tira del papelito que se encuentra en su interior...

    Y se acabó la guasa. Se acabaron las risas, los aspavientos y los ojos en blanco.

    De repente, entre los dedos temblorosos de Gaspar Cartrón, aparece un talón al portador por diez millones de pesetas. ¡Al portador! ¡Por diez millones de pelas!

    ¿Quéeee?

    ¿Habéis oído hablar del grano de arena en un engranaje? Si no habéis oído hablar de ello, no me extraña, porque es mas viejo que la tarara. De cuando los relojes funcionaban con ruedecillas dentadas, minúsculas piezas basculantes, espirales y rubíes. Todas las noches había que darles cuerda, y si te los acercabas al oído escuchabas un tictac. Eran prodigiosos porque te daba la sensación de que, disponiendo de las piezas precisas, cualquiera era capaz de montar un reloj. Por eso era frecuente que los niños de aquella época se entretuviesen desmontando relojes con la pretensión de recomponerlos y comprobar si seguían funcionando. (Estoy enterada de todo esto porque me lo cuenta mi abuela paranoica, la que no me deja salir a la calle si no voy armada y me obliga a asistir a clases de artes marciales.) Bueno, pues a la maquinaria de esos relojes se la llamaba engranaje (porque todo iba engranado, ¿entendéis?) y dejaba maravillados a grandes y chicos por lo ingenioso que era. Pero (y aquí es donde yo quería ir a parar), si en esta obra maestra de la técnica se introducía un grano de arena (un sencillo, modesto, grosero, vulgar, minúsculo y analfabeto grano de arena), todo el engranaje se iba a freír monas. Se acababan de golpe los tictacs y los vaivenes.

    Bueno, pues el sencillo, modesto, grosero, vulgar, minúsculo y analfabeto grano de arena en el engranaje de nuestra historia se llamaba Gaspar Cartrón.

    Aquel cartero fisgón que el día uno de febrero abrió un sobre y encontró en su interior un talón al portador por valor de diez millones de pesetas.

    ¡Al portador! ¡Por diez millones de castañas!

    2

    Según él mismo contaba tiempo después, volvió a meter el talón en el sobre con el propósito de pegar la solapa otra vez y reexpedirlo como si no hubiera pasado nada, pero le temblaban tanto las manos de la emoción, que se le rasgó el papel, o se le mojó y se escurrió la tinta de la dirección, o cualquier otro incidente por el estilo que le obligó (él asegura que no quería, ¿que no quería?) a quedarse con el talón y lo metió en un cajón, porque ¿qué otra cosa podía hacer, si no? Si lo cobraba o lo ingresaba en su cuenta, le descubrirían y le acusarían de ladrón. Y desde aquel día 1 de febrero, cuando instintivamente se le iba la mirada hacia el cajón que contenía diez potenciales millones de pesetas, casi le daba un patatús.

    Si no hubiese sido por el imbécil de Gaspar Cartrón, todo habría funcionado bien, como siempre. Luis Boro y el Caguetas habrían recibido un talón de diez millones de pesetas como venía sucediendo desde hacía seis meses (¡ya se habían embolsado sesenta millones de pesetas sin mover ni un solo dedo, como quien dice!) y la vida habría seguido su curso apaciblemente.

    Pero, al no recibir el cheque a primeros de febrero, los dos desgraciados se alborotaron. ¿Qué se habría creído su víctima? Luis Boro llamó por teléfono.

    —El talón de este mes.

    —Qué.

    —Que no ha llegado.

    —Pues yo lo he enviado.

    —¡Y una mierda!

    —Se habrá perdido.

    —¡Y una mierda!

    —¿Por qué no reclamáis a Correos?

    —¡Y una mierda!

    A Luis Boro le encantaba decir «y una mierda». Siempre tenía la mierda en la boca y estaba seguro de que eso realzaba su personalidad.

    —Pues nos tendrás que mandar otro talón.

    —¡Y una mierda! —respondió entonces la víctima.

    El 17 de febrero, Luis Boro se cansó de esperar.

    —¡Voy a ir y le voy a cantar las cuarenta delante de todos!

    —Pero ¿estás loco? —exclamó el Caguetas, muerto de miedo—. ¿Para qué vas a hacer eso?

    —¡Porque soy un chantajista! —replicó Boro—. ¡Porque le dijimos a ese pringado que o nos pagaba cada mes o nos iríamos de la lengua! Si ahora no nos paga, nos tendremos que ir de la lengua, ¿no?

    El Caguetas, angustiado, repetía mientras se pellizcaba la nariz:

    —No, no, no.

    —¡Si le dijimos que lo haríamos, tenemos que hacerlo! ¿Qué clase de chantajistas de mierda seríamos si no lo hiciéramos?

    El Caguetas continuaba mordiéndose las uñas, y con el «no, no, no».

    —Pero ¿no ves que si ahora lo destapas todo ya no vamos a poder sacarle ni un céntimo más? ¡Perderemos una propina de cien millones de pelas, Luis!, ¿es que no lo ves?

    Era un razonamiento lo bastante sólido como para hacer tambalear la seguridad de Luis Boro.

    —Le pondré las pilas... pero procurando no echarlo todo a perder. Le daré un toque. Un aviso. Una advertencia. ¡Que se percate de que no hablamos en broma y que si nos busca las vueltas le podemos dar un buen susto! —El Caguetas se retorcía las manos y se tiraba del labio inferior como si fuese chicle sin dejar la letanía del «no, no, no»—. Pero algo habrá que hacer, ¿no?

    De modo que Luis Boro salió disparado en busca de su víctima. Cuando tomaba una decisión, nada ni nadie podía detenerle.

    Y el Caguetas, tras unos instantes de duda, de correr de un lado para otro y de saltar sobre uno y otro pie, salió disparado en dirección contraria.

    3

    La parte del negocio que podríamos llamar «limpia», donde tenían los fax, los ordenadores, los módems y un montón de inocentes secretarias y administrativas convencidas de que trabajaban en una empresa de transportes impecable y honrada, se encontraba en un estrecho edificio de siete pisos, de mármol blanco, situado en el centro de Girona.

    El Caguetas, palurdo y desesperado, con las uñas sucias y oliendo a sudor, contrastaba violentamente con la asepsia reinante.

    A Lorenzo Boro (limpio y pulcro, peinado con gomina, camisa blanca, corbata, chaqueta granate con un escudo dorado en el bolsillo superior) no le gustaba verle rondando por allí. Le parecía que aquella presencia delataba el trasfondo delictivo de sus ingresos. Temía que, cuando el Caguetas saliera de allí, secretarias y contables se harían preguntas embarazosas a propósito de aquellas misteriosas remesas que en las facturas, cartas y otros documentos se definían como «contenidos de tipo A», o «de tipo B», o «material móvil»o «inmóvil». Pura paranoia, por supuesto, porque aquella tropa de oficinistas rutinarios se limitaba a trabajar con números escritos sobre el papel y no hablaban más que de vacaciones, pagas extras, aumentos de sueldo, fines de semana, segundas residencias, hipotecas, fútbol, y no eran capaces de plantearse nada más, ni respecto al continente de los envíos (la clase de los camiones, trenes, barcos, contenedores que los transportaban) ni respecto a su contenido (¿de qué diantres se trataba?). Pero Lorenzo Boro era un paranoico y, muy consciente de que se dedicaba a un negocio penado por la ley, vivía constantemente atenazado por el miedo a ser descubierto.

    Delataban su miedo los movimientos bruscos, sincopados, la mirada huidiza, incapaz de enfrentarse con los ojos de su interlocutor; no podía parar de remover, arrugar o cambiar de lugar los papeles que tenía sobre la mesa, se le disparaba la mano hacia el teléfono, al recipiente de los lápices, a la grabadora o al vaso de plástico que minutos antes contenía café... Al Caguetas le daba miedo.

    Tartajeaba:

    —¿Que qué dices que ha hecho mi hermano, que qué? ¿Que qué dices? ¿Que mi hermano qué dices que ha hecho?

    Y el Caguetas, tembloroso y desazonado, a punto de echarse a llorar:

    —¡Todavía no lo ha hecho!

    —Pero ¿qué va a hacer? ¿Qué dice que va a hacer? ¡Venga, dilo!

    El pulcro y paranoico Lorenzo Boro golpeaba la mesa y los objetos daban saltitos.

    El mugriento Caguetas dio un saltito también. Y se mordía las uñas, se mordía los nudillos, se mordía los puños. Tartamudeaba:

    —¡Está dispuesto a torpedearlo todo! ¡Todo el negocio!

    —¡Eso ya me lo has dicho! ¡Lo que quiero que me digas es por qué iba a hacer mi hermano una animalada como ésa!

    —¡Ya te lo he dicho!

    —¡Pues quiero que me lo repitas!

    La palabra salió débil, casi inaudible, de los labios apretados del Caguetas.

    —Chantaje.

    A Lorenzo Boro, sólo de pensarlo, le daba vueltas la cabeza.

    —¿A quién?

    —¿A quién quieres que sea? ¡A Manolo Due!

    —¿A Manolo Due? ¿A Manuel Oliveira? ¿Al pichichi del Barça, el que marcó treinta goles en la liga italiana el año pasado, cuando jugaba en el Inter de Milán? ¿Estamos hablando del mismo Manolo Due?

    —¿Hay otro?

    —¿Estáis locos? ¿Y se puede saber por qué lo habéis hecho?

    —¡Lo ha hecho él, tu hermano! —puntualizaba el Caguetas—. A mí no me líes.

    —¡Venga ya! ¡Lo habéis hecho los dos! ¡Si tú no estuvieras metido en ello, no sabrías nada y no estarías aquí! ¿Se puede saber por qué caramba —lo cierto es que, en lugar de «caramba», empleaba palabras mucho más gruesas: los hermanos Boro eran muy mal hablados—, por qué caramba lo habéis hecho?

    —¡Por sesenta millones de pelas!

    Lorenzo Boro se quedó inmóvil y boquiabierto, como si le hubiesen pegado un puñetazo.

    —¡Hasta ahora hemos conseguido sesenta millones de pelas! —continuaba el Caguetas, convincente y convencido—. ¿Y sabes cómo? ¡No hemos tenido que hacer más que pedírselo! «Manolo Due: danos diez millones al mes o contaremos todo lo que sabemos de ti, tenemos cartas comprometedoras y extractos bancarios...»Y él, ¡pam!, todos los meses, como un clavo.

    Lorenzo Boro no reaccionaba. A él le costaba mucho ganar diez millones al mes. Y le daba mucha rabia que se le hubiese ocurrido aquella genial idea a su hermano (al palurdo, simplón, inculto, grosero, imbécil de su

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