La saga de los pirineos
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La saga de los pirineos - J.L. Gracia Mosteo
La saga de los pirineos
Copyright © 2009, 2022 J.L. Gracia Mosteo and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374252
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A Luis Alberto de Cuenca, ni güelfo, ni gibelino: excelente poeta.
…
Señor Dios, ten piedad de los pobres tontos
que no sabemos nada de geometría
y embobados en la música celeste
olvidamos la fórmula
del binomio de Newton.
Vamos andando a trancas y barrancas,
aprendiendo las cosas tristemente
por el mundo adelante que tú hiciste.
…
Perdónanos, Señor, tanta tontería
y ten piedad de nosotros, de los pobres tontos
que recorremos los caminos de las estrellas
con los ojos encendidos
en la tibia embriaguez de las fábulas.
…
Celso Emilio Ferreiro
PRÓLOGO
CONOCÍ a Martín Abarca en una visita a la cárcel de Alcalá. Llevaba allí unos meses y pronto iba a ser juzgado. Le pregunté cuál era su delito: Para unos, homicidio. Para otros, asesinato. Pronto saldré.
No pude sino sonreír y pensar que aquel preso bisojo, de pelo ralo y gesto desvalido, estaba contagiado de ese mal de la esperanza que permite vivir sin libertad.
En nuevas visitas, llegué a trabar una cierta amistad con él. Cuando supo cuál era mi profesión, me entregó dos cintas de noventa minutos cada una y me pidió que las guardara hasta ser juzgado. Después, me dijo, podía hacer lo que quisiera...
Meses más tarde llegó el juicio. El fiscal y el defensor coincidían en que era culpable. Por mi parte, había arrinconado las cintas y apenas si recordaba el caso. Pero al leer en la prensa su excarcelación, la curiosidad pudo más que la pereza.
Esta es su historia. La historia de cómo miente el asesino y de cómo mintió la víctima salvando a su ejecutor. Yo sólo he puesto la sintaxis.
El Autor
CINTA I
"Feliz quien pasa su vida en los campos propios,
quien de niño ve la misma casa que de anciano
y apoyándose en el bastón sobre la tierra en que gateó,
cuenta los largos años en su única cabaña".
Claudiano
PRESENTACIÓN
Mi historia es la historia de una espera. Desde que nací esperé ese instante que justificara estar vivo. Quién me iba a decir que morir o, mejor dicho, matar, era la respuesta... Ahora, mientras aguardo en mi viejo volkswagen bebiendo de la petaca y con esta grabadora en el salpicadero, recuerdo, como el perfecto imbécil que soy, para reunir fuerzas; recuerdo para matar. Qué otra cosa puedo hacer: no se puede matar al reloj, pero tampoco se puede morir lentamente viendo morir lo que era tu vida. Por eso aguardo. Por eso grabo esto. Para no olvidar que viví. Para no perdonar que viví.
1
Todo había comenzado en un lejano caserón en las faldas del Pirineo aragonés. Una casa fría e inmensa en donde las brasas medievales del mayorazgo regían la vida de sus moradores como los rostros de la Luna los océanos. En su corazón, una chimenea de amplia campana combatía el frío inmemorial; una estrecha escalera de piedra llevaba al segundo piso distraído en estancias y dormitorios, y, tras varios peldaños más, el limbo de graneros y desvanes condenaba al olvido a mazorcas y aperos, yelmos y espadones, e incluso había noticia de a un misterioso relicario árabe en cajita de plata y con un repugnante resto... Algo, luego lo habría de saber, que estaba en el secreto de la gloria y la mentira de la casa.
Allí había nacido mi padre y los padres de mi padre y los de aquellos... Allí se perdía, ahondando en los siglos, el manantial de tantos Abarcas de rubias crines, ojo derecho vago y coloradas nubes en las mejillas. De allí esa espesa sangre habituada a caldearse al sol de pinares y pastizales de su feudo. De allí la arbitrariedad brutal de quien sólo da cuentas a pocos y muy lejos. De allí la fría certidumbre de quien escucha el hielo y la ventisca, y no necesita de nadie ni de nada salvo del atizador.
Bajo aquellos muros de piedras a hueso y viejo escudo desgastado por las nieves y el desdén de quien antepone cosechas, rebaños y bosques, a salón, radiadores e hidalguía, la abuela Marieta había dado a la luz de las casi alcanzables constelaciones a cinco o seis enormes bebés que no le habían impedido conservar unas caderas de sillita de la reina y una mata de cabello que atraía la mirada de los varones de bozo y canas, y el ardor de su marido Juan.
Juan Abarca era un desconocido incluso para sí mismo. Imposible hablar de él: su vida se sometía a los ciclos del año más que a las convenciones de la sociedad. Juan era un árbol y, como árbol, el silencio era su forma de expresión. Buen lector y mejor escuchador, pasaba en el campo la mayor parte de la jornada. Con la edad, entregó el cuidado de las tierras a sus hijos y se concentró en un pequeño rebaño que llevaba a pacer a la montaña. Pronto habríamos de saber lo que buscaba.
En cuanto a Marieta, siempre fue una vieja dama de provincias: desde que tuvo catorce años. Y como tal vivió. Piel y corazón eran uno en ella. Al empezar las estaciones un lento Hispano Suiza la recogía para llevarla a esas sederías de Jaca que se agazapan tras la mole de la catedral y huelen a fibra y linimento de parqué. Allí hacía acopio de la vestimenta que llevaría para goce exclusivo de su vanidad, que era decoro, y de Juan, aislados como estaban en aquel rincón tan perdido que ni era el mundo: Oliván.
Una vez por semana, subía desde Sabiñánigo una peinadora que le lavaba, ondulaba y asentaba las hebras de su melena caliza. Una vez al año, por San Juan, bajaba al monasterio de la Peña para rendir una misa a tantos Abarcas como allí esperaban el fin de los tiempos y que, a buen seguro, vagan por el Purgatorio arrastrando su pesada bola de almas en pena a causa de sus alegrías con la carne y la espada.
A pesar de llevar la misma sangre (era prima hermana de su marido), Marieta era bien distinta. Educada en la contención, la parquedad y las maneras, la semilla había fructificado... Cuando fue madre intentó hacer otro tanto, pero educó hasta donde lo permitieron los berrinches y pataletas de sus hijos, de modo que estos sólo tenían que llorar, romper el cristal de penumbra y silencio de la casa, para ser condenados a la indiferencia y, por ende, el libre albedrío. Una vez allí, la determinación de Marieta se disolvía como la nieve en las agujas de los pinos. De resulta, su formación fue consecuencia más de la intemperie que de los muros de la casa y crecieron gozándose en su savia y percepción. Unos, como arbustos de boj; otros, como ramilletes de tomillo: Georgina, la única hembra, habría de llevar a la locura a su esposo tras morir diabética extrema y secreta poco antes de que germinara el hijo que esperaba; Luis, de morir en la campaña de África y sus restos de abonar alguna quebrada rifeña con un matojo de hierbas como túmulo; en cuanto al zaguero, Quintín, terminó por emigrar a Argentina donde con puño de hierro enderezó una ruinosa empresa maderera para acabar haciéndose con ella y perecer mordido por una víbora (versión que ensombrecía la certeza de un envenenamiento por alguna de sus amantes que, enarbolando retoños de ojo derecho vago y ralo cabello rubio, se disputaban la cuantiosa herencia). Boj y tomillo, de los hijos de Marieta sólo dos sobrevivieron: Antón y Jeremías. Ella intentó transmitirles sus odios y querencias: la repugnancia del verbo ufanar; el placer por el sustantivo tierra; la formalidad; el cumplimiento; el reparo ante el progreso... Formal, decía, era el hombre discreto, cabal, cumplido, de palabra; aquel que hacía que sobraran notarios, abogados y chupatintas.
En cuanto al progreso, qué decir de esa ola que venía y que osaba robarle hasta los muertos a la tierra.
—Como en las tiendas de ultramarinos... —comparaba—. Déme, por favor, un kilo de garbanzos. Y tristras, el tendero va al cajón, coge la cazoleta y saca un kilo de garbanzos. Déme al abuelito Solanilla. Y, tristras, el enterrador busca el nicho y ahí tiene usted, señora, un kilo de Solanilla. Si más que Campo Santo debería llamarse Tenderete Santo.
No, Marieta no era ninguna entusiasta del progreso. Marieta pensaba que la muerte debía ser muerte, vuelta a la tierra. Por eso temía aquellas grandes chimeneas que se alzaban en Sabiñánigo, aquel otro mundo tan cerca que, no sabía bien por qué, también tenía algo que ver con la muerte.
Ella estaba a gusto en aquel inmenso tajo de la montaña perfumado de vaca y heno y aligerado por el vientecillo que bajaba de las cumbres. Allí, junto a aquella iglesia mozárabe de arcos de herradura, altar en dolmen y torre minarete, en cuyo suelo reposaban tantos de los suyos desde que el rey Jaime el Conquistador otorgará a Alonso Abarca, que con un quinto de la caballería pagado de sus arcas le había acompañado a la conquista de Valencia y había perdido heroicamente un ojo al ser alcanzado por una saeta en el sitio de Murcia, el privilegio de esperar con sus descendientes el Juicio en sagrado. (La leyenda dice que en homenaje todos los varones de la familia arrastran un ojo inútil). Allí, junto a sus vivos, en aquel caserón destartalado. Allí, vieja dama a los catorce.
Pero, como se verá, sobre esto, sobre todo esto, hay mucho que hablar.
2
Para llegar a esta pistola, a este amanecer de lluvia, tuve que dejar los manzanares que huelen a inocencia, las tomateras de aroma a fecundidad, las huertas donde el escarabajo negrigualdo escarba: todo por una vieja pistola y una petaca; todo en un pueblo del que sólo queda el recuerdo.
Era allí donde treinta años atrás llegó Jeremías cuando abandonó para siempre su casa. Donde encontró a Luisa. Donde nací yo.
Siguiendo antiguos y admitidos fueros, había recibido una dote mínima, unos estudios que eligió de música y que le llevaron a perfeccionarlos a diferentes ciudades de España; cinco o seis camisas; unas mudas; dos o tres trajes; una maleta de cartón corinto; varias corbatas de seda y el orgullo de haber contribuido a la inmovilidad casi egipcia del mayorazgo.
Al lentísimo tren que le alejó de la montaña le acompañó tan sólo su padre, aquel hombre que pudiendo ser un gran señor había elegido el pastoreo: desde