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Guilty: El caso Diego Abrio
Guilty: El caso Diego Abrio
Guilty: El caso Diego Abrio
Libro electrónico179 páginas2 horas

Guilty: El caso Diego Abrio

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Información de este libro electrónico

¿Qué pasa cuando todos los insultos, amenazas y odio que expresamos en internet se convierten en violencia real? J. C. Tixier explora esa posibilidad a través del caso de Diego Abrio, un joven preso que es liberado de la cárcel gracias a una siniestra aplicación para el móvil…
Si el contador del perfil de Diego alcanza los tres millones de votos en la aplicación Guilty, será liberado. Hace ya tres años que cumple condena en la cárcel por el accidente de coche que acabó con la vida de su novia, Mona. Pero en esta sociedad distópica, ser liberado no es nada bueno. La ley establece que, una vez fuera de la cárcel, los ex-prisioneros serán sometidos a la justicia popular, lo que quiere decir que podrán ser linchados o protegidos por cualquier ciudadano común y corriente con quien se crucen en la calle. Los cazadores de presos son violentos y están organizados, pero también lo están los activistas en contra de la ley dispuestos a salvarlo.
Diego se verá envuelto en una violenta guerra entre facciones, mientras lucha por reconciliarse con su pasado y su crimen, descubriendo sus auténticos miedos y dudas, ya que es un adolescente que aún debe decidir cómo quiere vivir su propia vida.
Una historia donde se destacan el suspenso y el terror con toques paranormales, mucha tensión y una ambientación bastante asfixiante.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2022
ISBN9789876098250
Guilty: El caso Diego Abrio

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    Guilty - Jean Christophe Tixier

    Imagen de portada

    Guilty

    Jean-Christophe Tixier

    Guilty

    #El Caso Diego Abrio

    Índice

    Portada

    Legales

    Guilty

    © 2021, Jean-Christophe Tixier.

    © 2021, RAGEOT-EDITEUR, Paris

    © 2022, Editorial del Nuevo Extremo S.A.

    Charlone 1351 - CABA

    Tel / Fax (54 11) 4552-4115 / 4551-9445

    e-mail: [email protected] - www.dnxlibros.com

    Título original: Guilty, L'affaire Diego Abrio

    Traducción: Sara Mendoza

    Corrección: Marta Álvarez

    Diseño de cubierta: Alice Peronnet

    Cubierta: © AkuMimpi d’après © Alyona Grishina / Unsplash & Freepik

    Diseño de maqueta: Marion Biffaud

    Primera edición en formato digital: octubre de 2022

    Versión: 1.0

    Digitalización: Proyecto 451

    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    Para Stéphane,

    imagen ilustrativa

    Gracias a Guilty:

    Encuentra el perfil de todos los culpables con posibilidad de ser puestos en libertad;

    Participa, con un simple clic, en la elección de los próximos liberados;

    Sigue el desarrollo de su huida;

    Infórmate del destino final de cada uno, con alertas en tiempo real.

    Culpable:

    toda persona que ha cometido

    un crimen, delito o infracción.

    Artículos 1, 2 y 3 de la ley

    sobre la liberación

    Artículo 1:

    Toda persona que haya cumplido los tres primeros años de su pena de prisión es susceptible de recibir la liberación a través del procedimiento llamado popular.

    Artículo 2:

    El o la liberada seguirá siendo culpable a ojos de la justicia y de la población. El o ella será, por lo tanto, puesto en libertad a su suerte y no podrá beneficiarse de ninguna ayuda o apoyo por parte de ninguna autoridad estatal.

    Artículo 3:

    Las personas o grupos de personas que atenten contra la vida de los liberados gozarán de total impunidad.

    El secuestro, la tortura, así como toda violencia inútil, siguen estando prohibidos y sí podrán ser objeto de persecución legal.

    ME LLAMO DIEGO. Tengo veintidós años.

    Nací una mañana de abril, a las nueve.

    Mi madre me ha contado muchas veces que ese día hacía sol y que por una ventana abierta de la maternidad se escuchaba el alegre canto de un mirlo. Todo el mundo decía que ese era un buen presagio, y que mi vida sería ligera y hermosa como el piar de los pájaros. Pero el canto del mirlo se ha apagado para siempre bajo el peso de la ira que me rebosa, del pasado que me aplasta, del arrepentimiento que me ahoga; bajo los gritos y las amenazas de mis compañeros de prisión; bajo el efecto de la violencia que se expande a mi alrededor... Y también en mi interior.

    Sin embargo, la vida me sonreía. Crecí rodeado de amigos, sin darme cuenta de lo frágil que era mi existencia. Hasta que conocí a Mona. Fue el principio de una gran historia de amor y pasión. Cuando me acuerdo de esos años, tengo la impresión de que los vivió otra persona. Porque de eso ya no queda nada. Un segundo fue suficiente para que todo estallase. Un segundo del que solo yo tengo la culpa, por mi estupidez, por mi irresponsabilidad.

    ¿Qué pasó después?

    Un delirante engranaje que pulverizó mi futuro. Una rabia infinita que se agita en todas las células de mi cuerpo.

    Culpable.

    La palabra retumbó en el pesado silencio de la sala del tribunal. Desde entonces, su eco resuena en mi mente y me despierta por las noches, ahogando para siempre el canto del mirlo.

    Sí, soy culpable, y lo seguiré siendo hasta mi último suspiro.

    Pero ha llegado el momento de afrontarlo.

    Una nueva sentencia.

    Un nuevo veredicto.

    Falta muy poco.

    1

    LUNES, 23:30 H. – CÁRCEL CENTRAL

    —¡Estás a punto de convertirte en un héroe, tío!

    Diego se tensa al ver cómo su compañero de celda hace un baile de la victoria, con el puño apretado y el brazo levantado. Le pide que se calle. Su corazón ya no es más que un amasijo de latidos imposibles de controlar.

    —¡Dos millones novecientos ochenta y siete mil doscientos cincuenta y cinco votos a favor! —insiste Karl—. Es una jodida pasada, tío.

    Su entusiasmo llena la celda con un eco siniestro. Diego se mantiene inmóvil, no consigue despegar la mirada de la pantalla de televisión colgada de la pared. Por mucho que sea su fotografía lo que está mirando, no es capaz de procesar que la presentadora del telediario esté, efectivamente, hablando de él.

    —¡Joder, tío, te vas a convertir en una estrella, una verdadera estrella!

    Karl debe de tener veinticinco o veintiséis años y no puede evitar hablar y opinar de todo, todo el tiempo. Cualquiera diría que le asusta el silencio y que su propia voz lo tranquiliza. Siempre repite que él no tenía nada que ver con el crimen del que le acusaron, que solo estaba metido en ese atraco para echar una mano a unos viejos colegas, que era un simple vigilante, y que si hubiese sabido que saldría tan mal jamás habría aceptado. Normalmente, Diego lo escucha sin prestarle atención, asintiendo con la cabeza para hacer ver que sigue todo lo que le está diciendo. Pero en este momento no puede soportar su bucle delirante. Diego se controla para no darle un puñetazo en la cara y hacer que se calle, y se contenta con un «¡Cierra la boca!» acompañado de una mirada de odio. Ha debido de ser convincente, porque Karl se sienta sobre el catre, gruñendo por lo bajo. Diego lo ignora.

    Sigue fascinado por su imagen en la pantalla. Es él y, sin embargo… La foto es de antes del arresto, hace tres años. Arresto. Condena. Encierro. Una vida que se detiene. Tres años, una eternidad.

    En la esquina derecha de la pantalla, el contador de votos se acelera. Un millón novecientos ochenta y siete mil trescientos veintisiete, dos millones novecientos ochenta y ocho mil seiscientos treinta y dos, dos millones novecientos noventa mil cuatrocientos cincuenta y tres.

    Diego se imagina a los internautas detrás de sus smartphones, intenta adivinar las emociones que los invaden al ver cómo aparecen sus votos. Un clic que se suma al contador y lo acerca inexorablemente a la fatídica marca de los tres millones.

    ¿Enfado? ¿Satisfacción? ¿Rabia? ¿Piedad? ¿Júbilo? ¿Excitación? ¿Diversión? ¿Venganza?

    Este tornado de emociones lo ocupa mientras transcurre esa espera febril, que se estira durante interminables horas o apenas algunos minutos. Para él, el tiempo ya no pasa como para los demás, sino en función de los números del contador.

    2.991.184, 2.992.002, 2.992.795.

    Diego camina hasta el pequeño lavabo con el esmalte desconchado, y abre el grifo para echarse agua fría sobre el rostro. Apenas la siente. La marca de los tres millones está apenas a un puñado de clics. Después de ese límite, llegará la caída. Debería acostarse, intentar dormir algunas horas para reunir fuerzas y tener la suerte de su lado. Pero su cuerpo es como un volcán en erupción, la sangre parece lava corriendo por sus venas.

    2.993.588, 2.993.891, 2.994.258.

    Le gustaría poder apagar la pantalla, pero el contador de votos lo hipnotiza. Su destino se está decidiendo delante de sus propios ojos sin que él pueda intervenir. El efecto del agua fría en su cara ya ha pasado. El inmovilismo controla su cuerpo, que parece secretar una sustancia tóxica que lo hace estar aún más nervioso. Necesita andar, correr.

    —Deberías descansar, a no ser que quieras que la caza del zorro dure menos de cinco minutos.

    Karl estalla en una serie de agudas carcajadas, que se ahogan en un ataque de tos, una tos que no lo abandona desde hace dos meses. Está en muy mala forma.

    —Mejor tú que yo —añade, como adivinando los pensamientos de Diego.

    2.994.334, 2.994.572, 2.994.897.

    Ya nada podrá parar el contador. Es el próximo. Seguramente antes del amanecer. Durante un instante, se pregunta qué pasará ahora. Abandona la pantalla y finalmente decide acostarse en su catre.

    Por suerte, la herida de la rodilla derecha de Karl le impide subir la pequeña escalera metálica, así que Diego tiene la litera superior. Pero en la prisión nada es seguro, y la lucha es constante. Hace tres meses, Rony, a quien le adjudicaron esa misma celda, intentó echarlo de la litera. Es el tipo de tío musculoso que solo sabe relacionarse a través de la fuerza, la agresión y el insulto. Diego aguantó, apretó los puños y amenazó al recién llegado. Desde hace dos días, Rony está en una celda de aislamiento; le dio una paliza a Karl porque se negó a darle su ración de patatas. Diego se interpuso y se llevó un puñetazo en las costillas, pero también le dio dos a Rony antes de que lo neutralizaran. Los guardias tardaron en llegar. Su prioridad no es separar a las bestias.

    Diego se siente aliviado de que Rony no esté delante ahora que su existencia está a punto de caer al vacío. Con Karl es diferente. Comparten celda desde hace casi dos años. Con ellos siempre ha habido un tercer convicto, a veces hasta un cuarto. Pero siempre han formado un frente común contra los otros, como en un pacto tácito. Diego ha defendido a Karl muchas veces, pues su carácter demasiado dulce lo convierte en una presa fácil. No puede imaginar qué será de su compañero una vez que deje de contar con su protección. Se prohíbe pensar en ello. Bastante tiene consigo mismo.

    Diego se tumba sobre la colcha. Desde ahí arriba le da la impresión de escapar de la suciedad de la celda. Un retrete mal aislado por una cortina que improvisaron con una vieja sábana, una mesa, una silla y un taburete que deben apilar cada vez que uno de ellos quiere hacer una serie de flexiones. No hay espacio. Pero ellos tienen suerte. Algunas celdas, a veces, contienen hasta a cinco o seis presos al mismo tiempo.

    Las paredes fueron repintadas hace poco, de un amarillo tan pálido que destaca las manchas de humedad. Diego las conoce todas, podría incluso cartografiarlas de tanto que las ha observado para distraerse y no pensar en su fatídico final. No hay nada decorando las paredes que pueda dar siquiera un atisbo de calidez

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