¿Dónde estás, Señor?: Símbolos del espacio en la biblia
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Gianfranco Ravasi
Gianfranco Ravasi (Merate, Italia, 1942) es uno de los exegetas internacionales más destacados. Estudió en Roma en la Pontificia Universidad Gregoriana y en el Pontificio Instituto Bíblico. Expresidente del Consejo Pontificio para la Cultura y de las Comisiones Pontificias para el Patrimonio Cultural de la Iglesia y de Arqueología Sagrada. Entre sus últimas publicaciones en SAN PABLO destacan «Los rostros de la Biblia» (2008); «Los rostros de María en la Biblia» (2009); «El mes de María» (2009), «Sion» (2019), «El gran libro de la Creación» (2022) y «Biografía de Jesús» (2023).
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¿Dónde estás, Señor? - Gianfranco Ravasi
Contenido
Introducción
I. EL SÍMBOLO
Jesús y sus «signos»
Decir más allá del «silencio»
Sobre el infinito y sus alrededores
II. EL ESPACIO HABITADO
Los santuarios
Babel y Jerusalén
III. El espacio creado
La tierra
El cielo
Los montes
Las aguas
IV. EL ESPACIO MÁS ALLÁ DEL ESPACIO
El más allá: ¿un no-lugar?
El fuego frío del infierno
La purificación de los amigos de Dios
El jardín florido del paraíso
Ilustraciones
Créditos
Introducción
«Y al ver a Jesús, que pasaba por allí, [Juan] dijo: Ahí tenéis al Cordero de Dios
. Los dos discípulos, que se lo oyeron decir, fueron en pos de Jesús, quien al ver que le seguían les preguntó: ¿Qué buscáis?
. Ellos contestaron: "Rabí (que significa ‘Maestro’), ¿dónde vives?"» (Juan 1,36-38).
Tras la solemne introducción del prólogo, es así como se abre ejemplarmente el evangelio de Juan: con una pregunta centrada en el «dónde» de un encuentro y de un trato, en el espacio de un lugar en el que se habita: ¿dónde vives, Señor? Haciéndose eco de esta pregunta, el presente libro parte de una reflexión sobre el símbolo para acercarse a un tema que recorre transversalmente las Escrituras: la dimensión del espacio y su constitución como horizonte de encuentro entre Dios y el hombre.
La Biblia está impregnada de la percepción del espacio: algunos de sus lugares han llegado a ser familiares a culturas enteras; en muchos de ellos se articula ese complejo entrelazamiento de relaciones que constituye la historia de la salvación: Dios y el hombre se encuentran en un espacio, lo habitan e imprimen en él las huellas de la propia presencia. Descifrar estas huellas significa reconocer también en ellas el signo luminoso, siempre cambiante, de una realidad diferente y más compleja: una realidad que aún no se ha dado del todo, sino que hay que esperar en la esperanza y en la fe.
Exploraremos la riqueza de los símbolos bíblicos del espacio en tres contextos diferentes que disponemos según un orden inductivo y que procede metafóricamente desde «abajo» hacia «arriba»: el espacio habitado, modelado por la pericia del hombre, que lo ha sometido a sus necesidades, pero en el que a veces ha recortado una ventana abierta al horizonte inmenso de lo divino; el espacio creado, modelado por las manos de Dios, que ha impreso en él el sello de su presencia; el espacio más allá del espacio, el de la vida más allá de la vida terrenal, idealmente infinito (concepto que abordaremos en breve), indisponible a los vivientes y, sin embargo, testigo de una particularísima modalidad de habitar.
Comenzamos, no obstante, con una reflexión de carácter más general sobre los símbolos y sobre su misterioso asomarse al misterio de lo infinito; captaremos en ellos una premisa válida y eficaz para reflexionar sobre los lugares habitados por Dios y por el hombre.
I
El símbolo
Im%e2%80%a0genes%20d%c2%a2nde-22.tif«L os dioses habitan el símbolo: /asida por el brusco salto, / la poesía se acrecienta de un más allá / sin protección». El poeta surrealista francés René Char (1907-1988) exaltaba así la función teológica del símbolo.
El símbolo es ese misterioso desconocido mediante el que asignamos a la realidad concreta un «más allá» por el valor trascendente; por él y con él, lo que vemos, tocamos y escuchamos habla lenguas nuevas, y de esta forma nos ofrece otro asidero para un conocimiento más amplio de aquello que creemos saber; en él encontramos un trampolín para saltar hacia un horizonte diferente, más vasto, inasible.
Justo al comenzar nuestra exploración de los «espacios» de la Biblia, queremos desarrollar una reflexión de índole general sobre el símbolo como una dimensión típica del lenguaje religioso. En él se produce una torsión por la que se parte de un significado contingente y se procede hacia un sentido superior y eterno. Pensemos, por ejemplo, en el Cantar de los Cantares, que conserva toda la fascinación del eros y del amor humano, pero, al mismo tiempo, lo «tuerce» para expresar toda su potencialidad hasta ascender al Amor divino. Resulta fácil la tentación de romper esta unidad de finito e infinito que asegura el símbolo: siguiendo con el ejemplo del Cantar, nos encontramos, por un lado, con la lectura meramente literalista, que reduce el poema al lecho de los amores de una pareja, y, por otro, con la interpretación alegórica, que transforma esas páginas en un concierto de almas y de ángeles totalmente desencarnado.
JESÚS Y SUS «SIGNOS»
Con este principio de unidad, propio del símbolo ( syn-ballein, como se sabe, significa en griego «poner juntos»), podemos adentrarnos en el Nuevo Testamento, que –como el resto de la Biblia– ha privilegiado el símbolo. Es más, si evitamos el equívoco común según el cual el símbolo sería una mera metáfora, una vaga y libre expresión de significados que abandonan la realidad de partida para volar en los cielos de la fantasía, deberíamos decir que Jesucristo es el Símbolo supremo al que se opone el diábolos satánico (del griego dia-ballein, «dividir»): ¿acaso no es verdad que en su persona se entrecruzan inseparablemente, como dice san Juan en su prólogo, sárx humana y Lógos divino, es decir, carne y Verbo, historia y eternidad, espacio e infinitud, contingencia y absoluto?
Desde esta perspectiva llegamos a entender por qué el evangelista Juan se refiere a los milagros de Cristo denominándolos «signos» y no «prodigios» (cf. Jn 2,11.18.23; 3,2; 4,48.54; 6,2.14.26.30; etc.). El milagro evangélico, en efecto, no es una mera acción taumatúrgica ni mucho menos un acto espectacular (cuántas veces exige Jesús el secreto o elige realizarlos «apartado de la muchedumbre»). Ciertamente, son una intervención física que cura enfermedades y libera del mal, pero ese suceso se convierte en símbolo de la salvación plena que Jesús está ofreciendo, es «signo» de la inauguración del Reino de Dios. Pero hay algo más, y podemos ilustrarlo mediante otro aspecto de la obra de Cristo.
Además de sus manos, que curan y salvan, los evangelios presentan sus labios, que hablan. Pues bien, el lenguaje de Jesús es exquisitamente simbólico, como confirma el uso sistemático de la parábola, que es, en la práctica, un símbolo narrado. Ahora bien, en esas 35 parábolas, que pueden llegar a ser 72 si se incluyen también comparaciones o imágenes desarrolladas, asistimos a un fenómeno muy sugerente. Como evoca el salmo 19, la misma realidad