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Las arenas cantarinas
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Libro electrónico292 páginas5 horas

Las arenas cantarinas

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De baja por fatiga mental, nuestro elegante inspector Alan Grant, de Scotland Yard, viaja rumbo a Escocia para disfrutar de unas fugaces vacaciones en la granja de su prima Laura. Sus planes no van más allá de pescar en compañía de su primo pequeño Pat, experto en cebos monstruosos, tomarse la obligada «copita de antes de cenar» con Laura y su marido Tommy o esquivar con disimulo a las variopintas candidatas solteras que su prima acostumbra a hacer desfilar ante él. Sin embargo, en el tren nocturno que lo conduce a su retiro, un hombre aparece muerto en un vagón. Tentado por las enigmáticas líneas de un poema garabateadas por el difunto en un periódico, Grant no duda en zambullirse en este inesperado caso, cuyo rastro lo conducirá hasta las remotas Hébridas Exteriores y más allá de los confines de la gris Britania. No hay médico ni nervios que puedan frenar el instinto policial de este afable y certero inspector.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jul 2023
ISBN9788418918728
Las arenas cantarinas
Autor

Josephine Tey

Josephine Tey began writing full-time after the successful publication of her first novel, The Man in the Queue (1929), which introduced Inspector Grant of Scotland Yard. She died in 1952, leaving her entire estate to the National Trust.

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    Las arenas cantarinas - Josephine Tey

    CAPÍTULO 1

    Eran las seis en punto de una mañana de marzo y aún no había amanecido. El largo tren avanzaba entre las luces dispersas del patio ferroviario, traqueteando con suavidad entre los cambios de agujas en dirección al enclave. Dejó atrás la soledad esmeralda entre los rubíes del puente de señales y se adentró en el yermo vacío y gris del andén que aguardaba bajo los arcos. El tren correo procedente de Londres al final de su trayecto.

    Había dejado atrás ochocientos kilómetros de vías que se extendían en la oscuridad hasta Euston a través de la noche moribunda. Ochocientos kilómetros de campos bañados por la luz de la luna y ciudades dormidas; de pueblos sumidos en la negrura y calderas apagadas; lluvia, niebla y escarcha; ráfagas de nieve y aguaceros; túneles y viaductos. Ahora, a las seis en punto de una desolada mañana de marzo, las colinas empezaban a perfilarse, silenciosas y aparentemente indiferentes, quietas al fin tras el largo viaje. Y solo una persona en el largo tren lleno de gente no suspiró aliviada al darse cuenta.

    De entre todos los que sí suspiraron, al menos dos lo hicieron con un alborozo que rayaba lo pasional. Uno de ellos era un pasajero y otro un empleado del ferrocarril. El pasajero era Alan Grant y el empleado de la compañía ferroviaria era Murdo Gallacher.

    Murdo Gallacher era un interventor de coche cama y la criatura más odiada entre Thurso y Torquay. Durante veinte años, Murdo había intimidado y chantajeado a los viajeros para que pagaran tributo en sus trenes. Tributo monetario, se entiende. El tributo oral era voluntario. Entre los pasajeros de primera clase de todas partes era conocido como Yogur («¡Ay, Dios, es el viejo Yogur!», exclamaban al ver aparecer su cara amargada y de pocos amigos entre la oscura neblina de Euston). Los pasajeros de tercera clase lo llamaban toda clase de cosas, generalmente muy explícitas y descriptivas. Cómo se referían a él sus colegas no era asunto de nadie. Solo tres personas habían logrado vencer a Murdo a lo largo de su ya dilatada carrera: un vaquero de Texas, un soldado de primera del regimiento de infantería Cameron de los Highlanders de la Reina y una mujercita del sureste de Londres que viajaba en tercera y lo amenazó con golpear su calva cabeza con una botella de limonada. Ni la clase ni el éxito impresionaban a Murdo, que odiaba y aborrecía tanto lo uno como lo otro, pero temía por encima de todo el dolor físico.

    Durante veinte años, Murdo Gallacher había hecho siempre lo mínimo posible. Empezó a aburrirse en el trabajo cuando no llevaba ni una semana en el puesto. Y lo mismo tardó en descubrir que podía ser una mina de oro y decidió quedarse a excavarla. Si Murdo te servía el desayuno por la mañana el té era flojo, las galletas estaban blandas, el azúcar sucio y la bandeja mojada; y la cucharilla nunca aparecía. No obstante, cuando Murdo volvía para recoger la bandeja, las protestas que uno había estado preparando no salían de boca alguna. De vez en cuando, un almirante de la armada o alguien por el estilo se aventuraba a opinar que el té era espantoso, pero al final sonreía y pagaba. Durante veinte años todos habían pagado, cansados, intimidados y chantajeados. Y Murdo había recaudado. Actualmente, poseía una casa de campo en Dunoon, una cadena de establecimientos de pescado frito en Glasgow y una nutrida cuenta bancaria. Podría haberse retirado años atrás, pero no soportaba la idea de perder el derecho a la pensión completa. De modo que había optado por seguir soportando un poco más el aburrimiento y equilibrar la balanza a su favor evitando preparar los desayunos de primera hora a menos que los pasajeros se lo pidieran. Y a veces, si tenía mucho sueño, olvidaba por completo el encargo igualmente. Recibía el final de cada trayecto con el alivio de un preso que está a punto de terminar su condena.

    Mientras contemplaba las luces flotando lentamente a su paso en la oscuridad al otro lado del cristal empañado de la ventanilla y escuchaba el suave traqueteo de las ruedas sobre los cambios de agujas, Alan Grant sintió un profundo alivio, pues el final del viaje significaba también el final de una noche de sufrimiento. Grant había pasado la noche obligándose a no abrir la puerta del pasillo. Había estado tumbado en su catre, completamente despierto y sudando sin parar. No había sudado porque en su compartimento hiciera demasiado calor, pues el sistema de aire acondicionado funcionaba asombrosamente bien, sino porque (para su desgracia, vergüenza y humillación) el compartimento era un «exiguo espacio cerrado». Para cualquier otra persona, dicho compartimento no era más que un ordenado cuartito con una cama ligera, un lavabo, un espejo, baldas portaequipajes de distintos tamaños, estantes que aparecían o desaparecían según las necesidades, un práctico cajoncito para guardar los hipotéticos objetos de valor del viajero y un pequeño gancho, posiblemente para colgar el reloj de pulsera. Pero para ojos más avezados, triste y desgraciadamente avezados, aquello era un exiguo espacio cerrado.

    Exceso de trabajo, ese había sido el diagnóstico médico.

    —Repose y no haga nada durante un tiempo —había dicho el doctor de la calle Wimpole, cruzando una pierna sobre la otra y admirando cómo se mecía bajo el elegante pantalón.

    Grant era incapaz de imaginarse reposando, y no hacer nada le parecía una actividad aborrecible y repugnante. No hacer nada. Comer y engordar. Dar rienda suelta a los más estúpidos deseos animales. ¡No hacer nada! El mero hecho de decirlo en voz alta ya le parecía ofensivo. Y terriblemente aburrido.

    —¿Tiene alguna afición? —había preguntado el doctor, admirando sus zapatos.

    —No —había respondido Grant, cortante.

    —¿Y qué hace cuando va de vacaciones?

    —Pesco.

    —¿Pesca? —respondió el psicólogo, apartando su narcisista mirada de los zapatos—. ¿Y no considera eso una afición?

    —Por supuesto que no.

    —Entonces, ¿cómo lo llamaría usted?

    —Algo a medio camino entre el deporte y la religión.

    Al oírlo, el médico de la calle Wimpole había sonreído, mostrando de repente una actitud bastante humana. Le había asegurado que su curación era solo cuestión de tiempo. Tiempo y relajación.

    Bueno, al menos había conseguido no abrir esa puerta en toda la noche. Pero el triunfo le había salido caro. Se sentía exhausto y vacío, una nada ambulante. «No oponga resistencia», le había recomendado el doctor. «Si necesita salir, salga». Sin embargo, abrir aquella puerta en cualquier momento de la noche habría supuesto para él una derrota tan mortal que no habría podido recuperarse. Habría significado rendirse incondicionalmente a las fuerzas de la insensatez. Así que había estado acostado, sudando. Y la puerta había permanecido cerrada.

    Pero ahora, en la baldía oscuridad de las primeras horas de la mañana, en aquella siniestra y anónima oscuridad, sentía la misma impotencia que si hubiera perdido. «Supongo que así se sienten las mujeres después de un parto largo y difícil», pensó, con la misma indiferencia que el médico había percibido y apreciado enseguida. «Pero ellas al menos tienen a la criatura como prueba de su esfuerzo. ¿Qué tengo yo?».

    Su orgullo, supuso. El orgullo de no haber abierto una puerta que no tenía ninguna razón para abrir. ¡Santo cielo!

    Abrió la puerta ahora. Con reticencia, y captando la ironía de dicha reticencia. Aborreciendo la idea de tener que enfrentarse a la mañana y a la vida. Deseando volver a acostarse en aquel catre con el colchón semihundido y dormir, dormir y dormir.

    Cogió las dos maletas que Yogur ni siquiera había hecho ademán de tocar, se metió bajo el brazo el fajo de periódicos sin leer y salió al pasillo. Este se ensanchaba más adelante en un pequeño vestíbulo casi bloqueado hasta el techo con el equipaje de los viajeros más generosos a la hora de dar propinas, por lo que apenas se podía ver la puerta, y Grant continuó hacia el segundo vagón de primera clase. El extremo delantero de este también estaba atestado de privilegiados objetos hasta la altura de la cintura y siguió avanzando por el pasillo hasta la puerta del otro extremo. En ese momento, Yogur salió de su cubículo situado al final para asegurarse de que el pasajero del compartimento B7 se había enterado de que estaban llegando al final del trayecto. Era un derecho reconocido del B7, o de cualquier otro viajero, abandonar el tren sin prisa cuando este se detuviera. Pero, por supuesto, Yogur no tenía intención de esperar a que ningún pasajero se desperezara. De modo que llamó ruidosamente a la puerta del compartimento y entró.

    Cuando Grant pasó ante la puerta abierta, Yogur estaba sacudiendo a B7, tumbado completamente vestido en el catre, tirándole de la manga y diciendo con exasperación:

    —¡Vamos, señor, vamos! ¡Ya prácticamente hemos llegado! —miró hacia atrás cuando la sombra de Grant apareció en la puerta y comentó indignado—: ¡Está como una cuba!

    El compartimento apestaba a whisky. De forma casi automática, Grant se agachó para recoger el periódico que había caído al suelo a causa de las sacudidas de Yogur y estiró con delicadeza la manga de la chaqueta del hombre.

    —¿No es capaz de reconocer a un muerto cuando lo ve? —dijo.

    Se oyó hablar a sí mismo a través de la neblina de su cansancio: «¿No es capaz de reconocer a un muerto cuando lo ve?». Como si fuera evidente. «¿No es capaz de reconocer una prímula cuando la ve? ¿No es capaz de reconocer un Rubens cuando lo ve? ¿No es capaz de reconocer a un muerto cuando lo ve? ¿No es capaz de reconocer el monumento de homenaje al príncipe Alberto cuando…?».

    —¿¡Muerto!? —exclamó Yogur con una especie de aullido—. ¡No puede ser! Yo tengo que marcharme.

    Eso era lo único que le importaba a aquel desgraciado de Gallacher, pensó Grant. Alguien acababa de perder la vida, había perdido el calor, la sensibilidad y la percepción para sumirse definitivamente en la nada, y lo único que preocupaba al muy miserable era que iba a salir tarde del trabajo.

    —¿Qué voy a hacer? —dijo Yogur—. ¡Cómo iba a saber yo que alguien se iba a matar bebiendo en uno de mis vagones! ¿Qué voy a hacer?

    —Dar parte a la policía, por supuesto —contestó Grant, y por primera vez en mucho tiempo volvió a ver la vida como un lugar donde de vez en cuando uno podía disfrutar.

    Le proporcionó un macabro y retorcido placer que Yogur hubiera encontrado al fin la horma de su zapato: que aquel hombre se hubiera librado de darle propina y que además fuera a causarle más inconvenientes que nadie tras veinte años de servicio en el ferrocarril.

    Volvió a mirar el rostro joven bajo la revuelta mata de pelo oscuro y siguió caminando por el pasillo. Los muertos no eran responsabilidad suya. Ya tenía bastantes muertos a sus espaldas. Y aunque nunca había dejado de acongojarlo su irrevocabilidad, la muerte ya no lo impresionaba.

    El traqueteo de las ruedas cesó y fue sustituido por ese sonido largo y sordo que hacen los trenes al entrar en una estación. Grant bajó una ventanilla y contempló la larga franja gris del andén deslizándose a sus pies. El frío lo golpeó en la cara como un puño y empezó a temblar descontroladamente.

    Posó las dos maletas en el andén y permaneció inmóvil (castañeteando igual que un mono, pensó resentido) deseando que fuera posible morir temporalmente. En el último y oscuro confín de su mente sabía que temblar de frío y nervios en el andén de una estación a las seis en punto de una mañana invernal era al fin y al cabo un privilegio, un corolario de estar vivo. Pero qué maravilloso sería poder morir transitoriamente para volver a la vida en un momento más feliz.

    —¿Va al hotel, señor? —le preguntó el mozo, señalando su equipaje—. Me encargaré de que se las lleven.

    Subió las escaleras a trompicones y cruzó el paso elevado. La madera resonaba a su paso como un tambor, grandes nubes de vapor ascendían desde el andén arremolinándose a sus pies y los grandes ecos metálicos de la estación rebotaban en la oscura bóveda sobre su cabeza. El mundo entero estaba equivocado con respecto al infierno, se dijo. El infierno no era un lugar pequeño y acogedor donde te asabas. Era una enorme caverna helada en la que no había ni pasado ni futuro, una negra y resonante desolación. El infierno era la esencia concentrada de una mañana de invierno tras una noche insomne de autodesprecio.

    Salió al patio vacío y el repentino silencio lo tranquilizó. La oscuridad era fría pero limpia. Algunas notas de gris en el cielo anunciaban el alba y el olor a nieve le hizo pensar en las cimas de las montañas. En cuanto amaneciera, Tommy pasaría por el hotel a recogerlo y ambos se adentrarían en coche en el inmaculado paisaje de las Tierras Altas; un mundo vasto y lejano, inmutable y sin exigencias, donde la gente solamente moría en su cama y nadie se molestaba en cerrar la puerta de casa porque suponía demasiado esfuerzo.

    En el comedor del hotel las luces solo estaban encendidas en un lado y, en la semioscuridad del resto de la sala, se alineaban las mesas sin mantel con sus tableros cubiertos de paño verde. Pensándolo ahora, no creía haber visto nunca sin mantel las mesas de ningún restaurante. Desprovistos de su blanca armadura parecían objetos realmente muy humildes y gastados. Como camareros sin la pechera de la camisa.

    Una chiquilla uniformada con un vestido negro y chaqueta de punto verde con flores bordadas asomó la cabeza tras un biombo y pareció sobresaltarse al verlo allí. Él le preguntó qué podían servirle para desayunar. Ella cogió una aceitera del aparador y la colocó sobre el paño de su mesa para empezar.

    —Le diré a Mary que venga —dijo amablemente, y volvió a desaparecer tras el biombo.

    El servicio había perdido su antiguo relumbrón y su almidonada formalidad, pensó Grant, para convertirse en un secado sin planchar, como decían las amas de casa. Pero de vez en cuando la promesa de una Mary bastaba para compensar todas las chaquetas de punto bordadas y otros dislates por el estilo.

    Mary era una criatura rechoncha y apacible que inevitablemente habría llegado a ser niñera si las niñeras no hubieran pasado de moda, y gracias a sus atenciones Grant sintió que se relajaba igual que un chiquillo en presencia de alguna benevolente autoridad. Muy mal debía estar, pensó con amargura, si su necesidad de consuelo era tal que una amable y desconocida camarera de hotel era capaz de proporcionárselo sin tan siquiera habérselo propuesto.

    En cualquier caso, se limitó a comer lo que la muchacha le ponía delante y empezó a sentirse mejor. Ella regresó enseguida, retiró las rebanadas de pan de hogaza y dejó en su lugar un platillo con panecillos de esa misma mañana.

    —Aquí tiene unos bollitos —anunció—. Acaban de salir del horno. En estos tiempos no son gran cosa. Les falta sustancia. Pero son mejores que el pan corriente. Le acercó la mermelada, comprobó si necesitaba más leche y volvió a marcharse. Grant, que no tenía intención de seguir comiendo, untó uno con mantequilla y estiró el brazo para alcanzar uno de los periódicos sin leer de la otra noche. El que cogió era la edición de la tarde de un diario londinense, y lo miró con desconcierto, como si no lo reconociera. ¿Había comprado él una edición vespertina? En ese caso recordaría haberla leído a su debido tiempo, sobre las cuatro de la tarde. ¿Para qué iba a comprar otra a las siete? ¿Se había convertido en un acto reflejo para él comprar el periódico de la tarde, como quien se lava los dientes automáticamente? Un quiosco iluminado: periódico vespertino. ¿Así funcionaba?

    Era un ejemplar del Signal, la voz vespertina del Clarion que veía la luz cada mañana. Grant volvió a mirar los titulares que ya había leído la tarde anterior y pensó que todos los días eran prácticamente iguales en la primera plana de un periódico. Era de ayer, pero bien podría haber sido del año pasado o del mes siguiente. Los titulares siempre serían los que estaba viendo ahora: la bronca en el Gobierno, el cadáver de la rubia en Maida Vale, el escándalo fiscal, el atraco, la llegada de un actor estadounidense, el atropello en alguna calle del centro. Lo apartó a un lado. Pero al estirar la mano para coger el siguiente de la pila vio que en el espacio en blanco reservado para noticias de última hora había algo escrito a lápiz. Giró el diario para ver qué habían estado calculando. Pero lo que vio no era la cuenta apresurada de algún joven repartidor de periódicos sino una breve composición poética. También era evidente que se trataba de una obra original y no de un intento de recordar algún verso conocido por lo improvisado de la escritura y porque el escritor había marcado con puntos en dos líneas en blanco el número de pies que necesitaba; un truco que el mismo Grant solía utilizar en la época en que había sido considerado el mejor compositor de sonetos de sexto curso.

    Pero esta vez el poema no era suyo.

    Y de repente supo de dónde había salido el periódico. Lo sucedido había requerido una acción mucho más automática que comprar por costumbre el periódico de la tarde en un quiosco. Se lo había guardado bajo el brazo junto a los demás después de recogerlo del suelo del compartimento B7. Su mente consciente (o al menos la parte de ella que estaba consciente antes del amanecer) había reaccionado de ese modo ante el agravio de Yogur a aquel hombre indefenso. Su única acción deliberada había consistido en estirar la manga de su chaqueta arrugada por Yogur, para lo que había necesitado una mano, y entretanto el periódico había acabado debajo de su brazo con el resto.

    Por lo tanto, el joven de negro pelo revuelto y cejas indómitas era un poeta.

    Grant observó con interés los versos escritos a lápiz. El escritor había concentrado su esfuerzo en ocho versos, aunque al parecer no había sido capaz de resolver el quinto ni el sexto. El texto decía así:

    Las bestias que hablan,

    los arroyos que se estancan,

    las piedras que caminan,

    las arenas cantarinas,

    Que protegen el camino

    al paraíso.

    Bueno, lo cierto es que resultaban cuando menos desconcertantes. ¿El comienzo del delirium tremens?

    Parecía comprensible que las fantasías alcohólicas del propietario de aquel rostro tan particular fueran cuando menos bizarras. Sin duda, su misma naturaleza se lo pondría fácil al joven de las cejas indómitas. ¿Qué paraíso era ese, protegido por tan aterradora rareza? ¿El olvido? ¿Por qué había necesitado el olvido tan desesperadamente que representaba para él el paraíso… hasta el extremo de estar preparado para enfrentarse a los horrores que suponía aproximarse a él?

    Grant comió el poco consistente panecillo recién hecho y reflexionó sobre el asunto. La letra carecía de carácter, pero no era en absoluto insegura. Parecía la escritura de un adulto cuyo estilo no hubiera llegado a definirse, pero no debido a algún problema de coordinación sino porque nunca había llegado a madurar. Esta teoría quedó confirmada por la forma de las letras mayúsculas, que parecían literalmente sacadas de un cuaderno de caligrafía. Resultaba extraño que una criatura con un físico tan particular no hubiera tenido ningún deseo de expresar su personalidad a través de su letra. Lo cierto es que la mayoría de la gente terminaba adaptando a su gusto las letras de los cuadernos de caligrafía dependiendo de necesidades inconscientes.

    Durante años, el estudio de la caligrafía había sido objeto de cierto interés para Grant y el resultado de sus observaciones había llegado a serle muy útil en su trabajo. Por supuesto, de vez en cuando sus deducciones resultaban ser equivocadas (como en el caso del asesino múltiple que disolvía en ácido los cadáveres de sus víctimas, cuya escritura únicamente llamaba la atención por una lógica excesiva). Pero, en general, la caligrafía de un hombre solía ser un indicador más que fiable para conocer su personalidad. Y en la mayoría de los casos un hombre que seguía escribiendo casi como un colegial lo hacía por uno de estos dos motivos: o no era demasiado inteligente o escribía tan poco que su caligrafía no había tenido ocasión de absorber su personalidad.

    Considerando el alto grado de inteligencia que había plasmado en palabras aquella aterradora amenaza a las puertas del paraíso, resultaba obvio que no era la falta de personalidad lo que había impedido la evolución de la caligrafía del joven. Su personalidad (su energía e intereses) se había centrado en alguna otra cosa a lo largo de su corta existencia.

    ¿En qué?

    En algo dinámico, algo extravertido. Algo en lo que escribir sirviera para enviar mensajes como «Nos vemos a las siete menos cuarto en el bar del Cumberland, Tony», o para rellenar formularios.

    No obstante, era lo bastante introvertido para analizar y expresar con palabras aquel inquietante paisaje de camino a su paraíso. Lo bastante introvertido para mantenerse a la distancia necesaria para contemplarlo, para haber querido registrarlo.

    Grant masticaba y reflexionaba, sumido en un agradable y cálido aturdimiento. Se fijó en que las curvas de las enes y las emes estaban muy juntas. ¿Un mentiroso? ¿O solo reservado? Un detalle sorprendente (¿cauto, quizá?) para un hombre con semejantes cejas. Resultaba curioso pensar en la importancia que tenían las cejas a la hora de definir un rostro. Un grado de inclinación más o menos en cierta dirección y el efecto era completamente diferente. Los grandes magnates cinematográficos buscaban muchachas bonitas en Balham y Muswell Hill,

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