Odisea
Por Homero y Cristina Blanch
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"Cuéntame, Musa, la historia de Ulises, que después de destruir Troya anduvo errante muchos años; vio muchas ciudades, conoció las costumbres de numerosos pueblos y padeció muchas penas en el mar procurando su salvación y el retorno de sus compañeros…"
Homero
Según la tradición, el poeta griego Homero (ss. IX-VIII a. de C., aproximadamente) fue el autor de la Ilíada y de la Odisea, por lo que es considerado uno de los escritores más influyentes de todos los tiempos. Algunos críticos modernos, sin embargo, mantienen que Homero no fue el auténtico creador de estas obras, sino que se limitó a compilar y unificar una gran cantidad de relatos orales que él mismo recitaba. Sea como fuere, ambos poemas se convirtieron en la base de la educación y cultura griega en la época clásica, así como de la literatura occidental moderna.
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Odisea - Homero
Cuéntame, Musa, la historia de Ulises, que después de destruir Troya anduvo errante muchos años; vio muchas ciudades, conoció las costumbres de numerosos pueblos y padeció muchas penas en el mar procurando su salvación y el retorno de sus compañeros. Pero no pudo salvarlos, y todos perecieron por sus propias locuras. Los aqueos¹ que habían podido escapar a la horrorosa muerte estaban ya en sus casas.
Sólo a él lo retenía en su cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas, que deseaba tomarlo por esposo.
Todos los dioses se compadecían de él, salvo el poderoso Poseidón. Aprovechando que éste había ido a visitar a los etíopes, los demás dioses se reunieron en el palacio de Zeus Olímpico. Comenzó a hablar el padre de los hombres y los dioses:
––¡Ay, de qué modo echan las culpas los mortales a los dioses!
Dicen que las desgracias vienen de nosotros y son ellos quienes con sus locuras se procuran dolores que no les estaban destinados.
Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Atenea:
––Padre Zeus, supremo entre los que mandan, se me parte el corazón por el valeroso Ulises, pues lleva ya mucho tiempo lejos de los suyos y sufre en una isla azotada por las olas. Lo retiene Calipso, la hija de Atlas, aquel que sostiene las grandes columnas que separan la tierra y el cielo. Ella lo embelesa y trata de que olvide Ítaca. ¿No se te conmueve el corazón?
Le replicó Zeus, el que amontona las nubes:
––¿Cómo podría olvidarme del famoso Ulises, quien sobresale entre los hombres por su astucia? Pero Poseidón, el que sacude la tierra, le guarda un vivo rencor porque cegó al cíclope; y aunque no quiere matar a Ulises, lo mantiene alejado de su tierra.
Y habló Atenea:
––Padre Zeus, si por fin les es grato a los dioses inmortales que Ulises regrese a su casa, mandemos enseguida a Hermes para que anuncie a Calipso nuestra decisión, y yo me presentaré en Ítaca para animar a su hijo Telémaco.
Diciendo esto, calzó las hermosas sandalias que la llevan sobre el mar y la ilimitada tierra con la rapidez del viento y descendió desde las cumbres del Olimpo para detenerse ante el patio de Ulises en Ítaca. Y, tras tomar el aspecto de un extranjero, encontró a numerosos jóvenes jugando a los dados y tumbados en pieles de bueyes, mientras los sirvientes se afanaban en servirles vino mezclado con agua y carne en abundancia.
El primero en ver a la diosa fue Telémaco.
––Salve, extranjero, entre nosotros serás un amigo; después de que hayas probado del banquete dirás qué necesitas y si nos visitas por primera vez o eres huésped2 de mi padre.
Una esclava vertió agua sobre una fuente de plata para que se lavara y al lado dispuso una mesa con comida y vino. Y después de probar la comida Atenea se dirigió a él:
––Soy Mentes y reino sobre los tafios, amigos de los remos. Voy en busca de bronce y transporto reluciente hierro. Tenemos el honor de ² ser huéspedes por parte de padre. Te pareces a aquél; a menudo me reunía con él antes de que embarcara para Troya; desde entonces ni yo he visto a Ulises, ni él a mí. Pero dime, ¿qué comida es ésta?, ¿es un festín, una boda? Porque seguro que no es una comida a escote.
Entonces Telémaco le contestó y le habló cerca de su oído para que no se enteraran los demás:
––Extranjero, estos jóvenes que se ocupan de la lira y el canto son los pretendientes de mi madre Penélope quienes, sin reparo, devoran los bienes de mi padre Ulises, cuyos blancos huesos quizá se pudren bajo la lluvia tirados por tierra, o tal vez los revuelcan las olas en el mar. ¡Si lo vieran de regreso...! Pero él sin duda ha muerto y cuantos nobles reinan en las islas pretenden por esposa a mi madre y arruinan mi casa. Ella no rechaza el odioso matrimonio ni sabe poner fin a tales desmanes; pronto acabarán también conmigo.
Indignada, le dijo Atenea, la diosa de ojos brillantes:
––¡Cuánto necesitas a Ulises! Pero está en la voluntad de los dioses si ha de volver y tomar venganza o no. En cuanto a ti, piensa en la manera de echar a los pretendientes y presta atención a mis palabras. Convoca mañana en asamblea a los aqueos y ordena a los pretendientes que se vayan a sus casas. Y a tu madre, si su deseo es casarse, que vuelva al palacio de su padre. A ti te aconsejo que botes una nave y que vayas a preguntar por tu padre, ausente durante tan largo tiempo. Dirígete en primer lugar a Pilos y pregunta al divino Néstor; y desde allí marcha a Esparta, al palacio del rubio Menelao, el último de los aqueos en regresar de Troya. Si oyes decir que tu padre vive y ha de volver, aguanta todavía otro año; pero si oyes que ha muerto, regresa enseguida a tu casa, levanta una tumba en su honor y búscale un esposo a tu madre.
Y le contestó el prudente Telémaco:
––Extranjero, hablas como un padre a un hijo; nunca olvidaré tus palabras. Quédate, para que después del baño tengas un hermoso regalo, como los que los amigos dan a sus huéspedes.
Y le respondió Atenea, la hija de Zeus:
––No me detengas. El regalo que tu corazón quiere darme entrégamelo cuando vuelva en otra ocasión.
Después de decir esto, salió volando como un pájaro y desapareció. Mientras, el aedo³ Femio entonaba, acompañándose de la lira, el bello canto del desgraciado regreso que los dioses habían deparado a los aqueos desde Troya. La prudente Penélope descendió de lo alto de la casa y, con sus mejillas ocultas por un espléndido velo, dijo llorando:
––Femio, sabes otros muchos cantares, hazañas de hombres y de dioses. Canta y que ellos beban vino en silencio, pero deja ya ese canto triste que me desgarra el corazón.
Y el juicioso Telémaco le replicó:
––Madre mía, ¿por qué impides que nos divierta? No son los aedos culpables, sino Zeus, el que da a los mortales lo que quiere y como quiere a cada uno. Que tu corazón se arme de valor, pues no sólo Ulises perdió en Troya la esperanza de volver, que otros muchos varones ilustres perecieron allí. Conque retírate a tu habitación y ocúpate de las labores del telar y ordena a las esclavas que se cuiden del suyo. La palabra debe ser de los varones y, sobre todo, mía, pues tengo el poder en este palacio.
Penélope obedeció asombrada a su prudente hijo y subió a su habitación. Allí rompió a llorar por su esposo. Entonces Telémaco se dirigió a los pretendientes:
––Al amanecer marcharemos a sentarnos en el ágora⁴ para que os diga sin rodeos que salgáis de mi casa.
Así habló y todos clavaron los dientes en sus labios. Antínoo le respondió:
––Telémaco, son los mismos dioses los que te enseñan a hablar con tanta audacia. ¡Que Zeus no te haga rey de Ítaca!
Y Telémaco le replicó:
––Antínoo, eso es precisamente lo que quisiera conseguir si Zeus lo permite; pues tan solo deseo ser señor de mi palacio y no me importa que otro ocupe el trono de Ítaca.
Así dijo y con la aparición del lucero de la tarde todos marcharon a sus casas. Entonces Telémaco se dirigió a su lecho; junto a él llevaba una antorcha la fiel Euriclea, que lo había criado desde niño.
Telémaco se quitó la suave túnica y la anciana la estiró, dobló y colgó de un clavo. Y saliendo del dormitorio entornó la puerta tirando de una anilla de plata.
c1_1c1_2c1_3c1_4c2Apenas apareció la Aurora de rosados dedos saltó de la cama el hijo de Ulises, se vistió, se colgó del hombro la afilada espada y ató a sus pies hermosas sandalias. Salió del dormitorio y ordenó a los mensajeros que convocaran en asamblea a los aqueos de larga cabellera.
Entonces se puso en camino y le seguían dos perros de veloces patas.
Y una vez en el ágora, se sentó en el trono de su padre. Comenzó a hablar un anciano, encorvado ya por la vejez y que sabía mil cosas.
También un hijo suyo había embarcado en las cóncavas naves con Ulises. Alzó la voz y dijo:
––Ni una sola vez fue convocada asamblea desde que el divino Ulises marchó. ¿Quién nos reúne ahora? ¿Acaso oyó alguna noticia del regreso del ejército, o nos va a exponer algún asunto de interés para el pueblo?
Así habló, y el amado hijo de Ulises se alegró y levantándose dijo:
––Anciano, soy yo el que os ha convocado. No he escuchado ninguna noticia del regreso del ejército ni voy a exponeros nada del interés del pueblo. Es un asunto particular. Una doble desgracia ha caído sobre mi casa: he perdido a mi padre y asedian a mi madre, contra su voluntad, muchos pretendientes, hijos de los más nobles de aquí. Ellos no se atreven a ir a casa de su padre para que la entregue, con su dote, a quien él quiera. En cambio, vienen todos los días a mi casa y sacrifican bueyes, ovejas y gordas cabras y se beben a cántaros el rojo vino.
Así que nuestros bienes se agotan. Os lo ruego por Zeus Olímpico, detenedlos y haced que nos dejen a solas con nuestra triste pena.
Enojado, se volvió a sentar entre lágrimas. Todos callaron; sólo se atrevió a contestar Antínoo:
––Telémaco, fanfarrón, ¿qué cosas has dicho para insultarnos?
Has de saber que la culpable es tu madre. A todos da esperanzas, pero su imaginación planea otras cosas. El último engaño que ha tramado es éste. Levantó un gran telar y en él tejía una gran tela suave y enorme.
Y nos dijo: «Jóvenes, pretendientes míos, puesto que ha muerto el divino Ulises, aguardad a que acabe este sudario para Laertes, padre de mi esposo, para cuando lo sorprenda la muerte». Así dijo y la creímos