Arbitraje en contrataciones con el Estado
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Desde hace algunos años, el arbitraje es la vía a través de la cual las múltiples entidades del Estado peruano solucionan sus controversias cuando este contrata bienes, servicios u obras. Incluso, ha establecido algunas reglas particulares que serán aplicables a estos arbitrajes entre el Estado y sus contratistas o proveedores.
El libro Arbitraje en contrataciones con el Estado reúne la opinión de 17 especialistas en esta materia. Esta obra colectiva resulta esencial para quienes participan en arbitrajes en contratación con el Estado, así como para estudiantes de pregrado y posgrado de Derecho.
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Arbitraje en contrataciones con el Estado - Alfredo F. Soria Aguilar
Alfredo F. Soria Aguilar (coord.)
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Magíster en Derecho de la Empresa por la misma casa de estudios. Profesor de Contrataciones con el Estado y Arbitraje en la Facultad de Derecho de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), y de Contratos en la Facultad de Derecho de la PUCP y en la Universidad del Pacífico; y docente en la Escuela de Posgrado de la UPC y de la PUCP.
Integrante de la nómina de árbitros del Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Lima y del Centro de Análisis y Resolución de Conflictos de la PUCP, entre otras importantes instituciones arbitrales. Ha sido miembro de decenas de tribunales arbitrales sobre contratación con el Estado, y contratación civil y comercial.
Capítulo 1
¿Se justifica una Ley de Arbitraje en Contrataciones Públicas?
Luis Juárez Guerra¹
Introducción
Como ha sido recordado recientemente al cumplir sus 25 años, la Ley 26850², Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, marcó un hito en la solución de controversias derivadas de tales contratos al establecer como mecanismo definitivo el arbitraje.
Sin embargo, durante este primer cuarto de siglo, y a la luz de la casuística y la jurisprudencia derivadas de estos casos, se han generado constantes desencuentros que van desde sucesivas propuestas de modificación del denominado arbitraje en contrataciones públicas
hasta su virtual desaparición para retornar al fuero judicial.
El presente trabajo circunscribe su objeto a evaluar la permanencia del arbitraje como mecanismo de solución de estas controversias, para lo cual centra su análisis en la discusión respecto a si es necesario o no implementar un cuerpo legislativo propio, bajo la denominación de Ley de Arbitraje en Contrataciones Públicas
, Ley de Arbitraje Administrativo
o Ley de Arbitraje Estatal
.
1.1 Estado de la cuestión
Al cumplirse las bodas de plata
del arbitraje en la contratación pública, no todo ha sido materia de celebración, ya que se produjeron enfrentamientos entre familiares de ambos lados (privatistas y publicistas). Por supuesto, tampoco ha estado libre de escándalos³, como ocurre, se diría, hasta en las mejores familias.
Desde un inicio, en que empezaron a relucir las personalidades
(naturaleza y características propias) de los consortes
, empezaron los roces y problemas en la aplicación del arbitraje en las contrataciones públicas.
muy pronto aparecieron sucesivas y periódicas modificaciones a la normativa de contrataciones públicas a fin de corregir o perfeccionar su aplicación práctica en relación, entre otros, con el capítulo de solución de controversias y, en particular, con el arbitraje.
Así, y como refiere Rodríguez Ardiles (2011), la decisión legislativa bajo comentario
conllevó a que la concepción originaria de que el arbitraje derivado de las compras públicas se rigiera por la normativa general del arbitraje⁴, fuera en corto tiempo perdiendo vigencia, y se pasara a asumir que este arbitraje emanaba de una legislación propia, al menos en sus aspectos más relevantes, dadas las particularidades de las partes | y de las mismas controversias, lo que se empieza a notar en leyes posteriores, llegándose a acuñar la expresión de que nos encontramos frente a un arbitraje administrativo o a un arbitraje del Estado (p. 127).
Sin embargo, no se pueden entender estos desencuentros, ni mucho menos el propósito del presente artículo, sin antes recurrir a los argumentos y premisas que cada una de las partes ha esbozado para defender sus fueros y apostar por la continuidad del matrimonio
, renunciando lo menos posible a su esencia o naturaleza.
1.1.1 Los Capuletos
⁵
En defensa del arbitraje se han exaltado, entre otras virtudes, las de confidencialidad, celeridad, predictibilidad, flexibilidad y menores formalidades. Pero, además,
en el caso de la industria de la construcción, la alta complejidad legal y técnica, los largos plazos de ejecución, la casi infinita variedad de situaciones que pueden presentarse y los innumerables documentos que suelen formar parte de un contrato de construcción o concesión, hacen casi imprescindible que se pacte un mecanismo de solución de controversias flexible, especializado y eficiente como lo es el arbitraje (Campos, 2007, p. 356).
El propio Trayter (miembro de la familia opuesta) resalta las bondades del denominado arbitraje de derecho administrativo
al referir que
el proceso contencioso-administrativo se desarrolla de forma lenta, concluye con una sentencia no siempre bien fundada y, aun reconociéndose el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 ce), esa resolución en muchas ocasiones o bien resulta de imposible ejecución o bien carece de interés alguno pues las circunstancias personales y reales han variado de tal modo que nada tienen que ver con el origen del litigio (Trayter, 1997, p. 75).
En ese contexto, agrega:
adquieren especial trascendencia los denominados medios alternativos de resolución de conflictos, entre los que destaca, con luz propia, el arbitraje de derecho administrativo (Trayter, 1997, p. 76).
La transcendencia de las contrataciones estatales (por su finalidad y el uso de recursos públicos) conlleva a que el carácter confidencial, propio del arbitraje, ceda en este caso a fin de transparentar, por lo menos, los aspectos relevantes del proceso, tales como el laudo arbitral⁶.
Sobre la celeridad, el constante incremento de casos arbitrales y la decisión normativa de dar prioridad o preferencia a los arbitrajes institucionales⁷ han generado la percepción de una mayor demora en la resolución de los casos, frente a lo cual se ha presentado también una defensa cuantitativa del arbitraje en la contratación del Estado (Castillo & Vargas, 2022), a propósito de un proyecto de ley⁸ que pretendía retornar nuevamente al sistema judicial como mecanismo para la solución de una parte de estas controversias. Así, la defensa incide en la aún excesiva carga de casos en el poder judicial⁹, lo que, aunado a la nueva carga arbitral por atender, haría incluso más engorrosa y dilatada una pronta decisión de las controversias arbitrales. Ciertamente, una poderosa razón para implementar en su momento el arbitraje se sustentó en su celeridad, la cual se vio menguada por ―entre otras― las razones antes señaladas, no obstante que mecanismos complementarios como el de las juntas de resolución de disputas (JRD) vienen colaborando como filtro para discutir en sede arbitral lo que aquellas no puedan terminar de dirimir por carecer de carácter jurisdiccional, pero, sobre todo, por la tendencia de las partes a agotar todas las instancias posibles.
Con relación a la predictibilidad, entendemos que supone el conocimiento anticipado de decisiones arbitrales precedentes, lo que permite al justiciable tener mayor referencia en torno a la probable decisión que se pudiera adoptar sobre su controversia. Sin embargo, y como se refirió en su momento (Rojas, 2011), tal propósito se vio frustrado por la falta de remisión de laudos de parte de los árbitros, pese a constituir una obligación legal expresa de su parte.
En cuanto al carácter flexible del arbitraje, sigue siendo tal vez el principal de sus atributos, al permitir adecuar las reglas del proceso y su propio desarrollo a las necesidades del caso particular, teniendo siempre como norte la adecuada solución del caso y el respeto al debido proceso. Sin embargo, no ha estado exento de críticas, ya que un uso incorrecto o excesivo del mismo puede significar el rompimiento de la igualdad de trato entre las partes. En particular, la discrecionalidad que la ley de arbitraje¹⁰ otorga a los árbitros para modificar plazos vencidos ha sido objeto de críticas de parte de propios defensores del arbitraje, al señalar que el referido inciso 4 del artículo 34 es una pésima norma cargada de los mejores propósitos; y es que dicen que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones
(Castillo Freyre, 2010, p. 103).
Por su parte, Bullard ha referido que el cuestionamiento a que privados (árbitros) puedan decidir sobre lo público no toma en cuenta que la estatización del sistema de justicia no tiene más de ocho siglos. Con anterioridad a ello estuvo en manos de particulares. Pero, además, refiere que la crítica se diluye ante la constatación de la doble actuación que despliega el Estado, a veces bajo actos iure imperium y en otras ocasiones bajo actos iure gestionis, este último caracterizado por su actuación como un particular más, que lo hace, por tanto, susceptible de someterse a cortes privadas (Bullard, 2006). Lo que resulta destacable de tal análisis es el sustento de la posición desde la propia terminología y los fueros del derecho administrativo invocado por el autor, al dejar entrever que, incluso desde el propio seno del derecho público, podemos encontrar conceptos que respaldan el uso del arbitraje para dirimir controversias en las que entran en juego, no atribuciones o prerrogativas inherentes a la función administrativa, sino tan solo a aquellas en las que el Estado es otro participante del mercado. Ciertamente, no se puede negar la trascendencia de las contrataciones públicas para el cumplimiento del rol del Estado, ni la de este último como operador de dicho sistema, pero no al punto de hacerlo sacrosanto, intocable e inobjetable. Trataremos más adelante sobre este mismo tema, a propósito de la réplica de un autor administrativista.
1.1.2 Los Montescos
Trayter ha sido bastante enfático en destacar como característica esencial del arbitraje la de la voluntad de las partes (cláusula arbitral) para la configuración, implementación o existencia de un arbitraje. Así, refiere que hacer obligatoria esta institución implica una desnaturalización de la misma, llegando entonces a hablarse de otra cosa, pero no de arbitraje
, y agrega que, pese a la denominación [de arbitraje en derecho administrativo], esos tribunales tienen carácter forzoso u obligatorio para las partes y, por tanto, no nos encontramos ante instituciones arbitrales sino auténticas jurisdicciones especiales
(Trayter, 1997, p. 79).
Como sabemos, el carácter forzoso u obligatorio del arbitraje en contrataciones públicas, en sede nacional, se origina con su implementación legislativa como mecanismo de solución de tales controversias, lo cual se positiviza en el literal b del artículo 41 de la Ley 26850¹¹. Sin embargo, fue en su Reglamento (Decreto Supremo 039-98-PCM), en el artículo 130, que se introdujo por vez primera el término obligación¹². Ciertamente, en un inicio el carácter obligatorio del arbitraje se circunscribió a los procesos de licitación y concurso público, con aplicación obligatoria a todos los contratos regulados por la normativa de contrataciones públicas recién a partir de la modificación introducida por la Ley 27330 (publicada el 26 de julio de 2000)¹³. Finalmente, esta última ley modificatoria estableció la obligatoriedad del arbitraje respecto de todos los contratos regulados bajo dicha normativa¹⁴.
La referencia al carácter obligatorio del arbitraje en contrataciones públicas constituye, a criterio del autor, una primera nota diferenciadora respecto del arbitraje convencional o general, caracterizado por la plena autonomía y libertad de las partes en la utilización del citado mecanismo en la solución de sus controversias. Por supuesto, puede argumentarse también que no existe tal imposición u obligatoriedad, en la medida en que la parte privada, haciendo uso de su plena libertad de contratación, puede optar por no contratar con el Estado, y con ello evitar someterse a la jurisdicción arbitral. Sin embargo, a nuestro entender, tal afirmación se encuentra en un plano distinto, ya que no solo implica someternos a las disposiciones contractuales establecidas de antemano en las bases administrativas, sino que, además, se impone el mecanismo o jurisdicción ante el que se dilucidarán las controversias que surjan entre las partes. Cabe recordar aquí el principio de separabilidad de las disposiciones contractuales acerca de la cláusula arbitral, como negocios jurídicos distintos.
Finalmente, es pertinente precisar que no constituye ánimo alguno entrar a cuestionar aquí el carácter obligatorio o no del arbitraje en contrataciones públicas, sino tan solo destacar la diferenciación respecto al arbitraje en general, el cual se basa en el acuerdo de voluntades para su implementación. Si bien resulta discutible en un aspecto teórico la aparente afectación al carácter voluntario del arbitraje, lo relevante será (es) la manera en que se desarrolle o utilice el arbitraje como herramienta jurídica para la solución de este tipo de controversias, pues, finalmente, lo fundamental es la consecución de la paz social (objetivo de todo mecanismo de solución de controversias), antes que el vehículo para lograrlo.
De otro lado, Martínez López-Muñiz (2011) incide directamente en la necesidad de distinguir lo que es propio del derecho público, en contraposición a lo propio del derecho privado. Una de tales manifestaciones, sostiene, radica en la diferente conceptualización de la propiedad privada respecto de la propiedad pública, de manera tal que, mientras que la primera se caracteriza por un uso, disfrute y disposición del bien, con mínimas restricciones en atención a la función social de la propiedad privada, la segunda se distingue por una finalidad distinta. Así:
podrá hablarse si se quiere convencionalmente de una propiedad pública y de una propiedad privada, pero ha de estar claro que esta es exclusiva de los sujetos privados y aquella de los públicos. Mientras que la privada habrá́ de ser la expresión de libertad que explicábamos, constituyendo por eso un importante derecho fundamental constitucional e internacionalmente garantizado (y reservado a la ley, que deberá́ respetar en todo caso su contenido esencial), la pública es una necesidad operativa del poder público, que, como todo en él, ha de sujetarse plena, intrínseca, positivamente, al ordenamiento jurídico que regule su configuración [así,] con respecto a los bienes de uso público, cabe negar asimismo que el poder público titular del demanio posea el derecho o poder de goce y disfrute, de uso y aprovechamiento que es propio de la propiedad, y menos con la libertad que es esencial a la propiedad privada […] tanto las facultades de disposición como las de uso y aprovechamiento sobre los bienes públicos patrimoniales, mantienen una diferencia sustancial con las que son inherentes al derecho de propiedad privada y esenciales a él: no tienen contenido alguno de libertad propiamente dicha, sino que están estrictamente sujetas a una regulación jurídico-pública no poco densa y a todos los principios propios del actuar de la administración pública, los más importantes de los cuales tienen incluso rango constitucional
Pero no solo ello, sino que, además, a decir del autor, una consecuencia de lo anterior se manifiesta en la manera en que el poder público contrata con el privado, lo cual no se da en un plano o relación de igualdad (como ocurriría entre privados), pues aquí el segundo se somete a las reglas e imposiciones propias del derecho público. De hecho, sostiene Martínez López-Muñiz (2011), una determinada contratación pública no se origina o proviene de la suscripción del respectivo contrato, que es una mera formalidad, sino con la adjudicación a favor del privado que realiza la administración, la cual no se diferencia de cualquier otro derecho concedido por esta, como cuando otorga una licencia u otro beneficio a un administrado.
No cabe duda de que la propiedad pública se distingue de la privada por la función e interés público que persigue la primera, estando sujeta por tanto a una serie de corsés normativos que regulan su pleno ejercicio. Sin embargo, una situación es (debería ser) la manera en que se ejerce la propiedad pública dentro de la esfera de la administración una vez que esta ingresa al patrimonio público, lo cual nos parece correcto, y otra situación distinta es (debería ser) la manera en que esta se incorpora a dicho patrimonio.
Sostener que el privado actúa en el proceso de contratación pública como un mero administrado, un colaborador de la Administración Pública, un sujeto pasivo bendecido
con la adjudicación, sin posibilidad alguna (o muy poca) de participar activamente en el proceso de contratación, no hace sino relegar a aquel que conoce mejor del producto adjudicado. Pero, más grave aún, puede terminar por ahuyentar a los mejores y más eficientes proveedores del mercado, pues difícilmente querrán estos atarse a reglas que los sometan al poder público sin mayor justificación que la de la teoría de su colaboración con la función administrativa. y es que, como es conocido, todo contrato (sea público o privado) es, además de un negocio jurídico, una operación económica basada en una adecuada asignación o distribución de riesgos entre las partes.
De este modo, si bajo la lógica antes descrita el privado es quien debe asumir mayores riesgos, dicha colaboración
se debería traducir en el pago de una contraprestación (precio) final acorde al riesgo y a la prestación asumidos, lo cual no siempre parece ser considerado por la administración, ya que en la configuración de los precios no se suelen incorporar, como componente o alia, todos estos mayores riesgos. Ciertamente, no nos referimos únicamente al valor de mercado de la prestación (que en algunos casos puede derivar de un inadecuado estudio de tal mercado), sino también a todos aquellos riesgos que pudieran afectar el valor final de la contraprestación, generados durante la ejecución del contrato por factores atribuibles a la entidad o ajenos a las partes.
Para nuestro caso específico, se puede contraargumentar que la normativa de contrataciones públicas contiene desde ya disposiciones y mecanismos destinados a restablecer el equilibrio económico del contrato, pero, como veremos luego, el privado, con regularidad, tendrá que transitar un arbitraje para lograr ello, y no necesariamente en la dimensión que restituya tal equilibrio¹⁵, de resultar favorable su reclamo.
Así, esta suerte de argumentación circular o tautológica, consistente en sustentar la posición del poder público basado en las propias definiciones y construcciones teóricas del derecho público o administrativo, no hace sino jugar en contra del real propósito que este persigue (el bienestar o interés común), ya que cuanto más tuitiva es una legislación en favor de una parte, más contraproducente puede resultar para esa misma parte; una suerte de efecto boomerang.
En un plano aparentemente menos teórico, se ha esbozado la enorme responsabilidad que detentan los árbitros en la emisión de sus decisiones (laudos) en la medida en que constituyen única y definitiva instancia, no pudiendo revisarse el fondo de lo decidido, sino tan solo por aspectos formales vía recurso de anulación, a fin de preservar el debido proceso (Corrales Gonzales, 2014; León Flores, 2011). Frente a ello, y como también ha referido León Flores, se han venido cuestionando los laudos en sede judicial mediante la invocación de una inadecuada motivación del mismo (que abarca desde la falta o ausencia de motivación hasta la aparente o indebida motivación). Al respecto, el artículo 56 de la Ley de Arbitraje refiere lacónicamente que todo laudo deberá ser motivado
, respecto de lo cual, Guzmán Galindo (2013) indica que hay quienes proponen que no se puede exigir a los árbitros motivaciones complejas, cuya inobservancia vía anulación importaría una suerte de apelación encubierta, lo cual no es propio del arbitraje, mientras que otra facción, apelando a criterios procesales, eleva el estándar de motivación al optar por una mayor rigurosidad en la elaboración de su contenido.
En este punto, resulta importante considerar el carácter adjetivo o instrumental del arbitraje en la solución de este tipo de controversias, cuyas disposiciones especiales definen la manera en que deben ser resueltas las mismas. Así, basta con revisar en toda su extensión el artículo 45 de la Ley de Contrataciones del Estado (referida al arbitraje) para advertir la rigurosidad y el cuidado que se exige al árbitro al momento de laudar, a fin de no transgredir las disposiciones de orden público¹⁶ allí reguladas. Por tanto, el hecho de que la naturaleza del arbitraje no exija un laudo complejo cede, en este caso, ante la materia específica que es objeto de arbitraje (la contratación pública) en la medida en que la instrumentalidad del primero se sujeta o actúa en función de la regulación especial del segundo. Siendo ello así, nos inclinamos por exigir la mayor rigurosidad en la motivación del laudo, no solo por tratarse de una decisión irrevisable en sus aspectos de fondo, sino, sobre todo, por la materia objeto de decisión, cuyas especiales disposiciones legales así lo exigen.
A continuación, haremos referencia a específicas disposiciones legales, tanto de la normativa de contrataciones públicas como de la Ley de Arbitraje, en las que se positiviza el desencuentro o confrontación referida en páginas anteriores, y que ha merecido no pocas disputas.
1.2 Puntuales discrepancias
Como ya se ha deslizado anteriormente, no ha sido pacífica la regulación normativa del arbitraje en contrataciones públicas, lo cual se ha visto reflejado en el tratamiento normativo que ha merecido en las distintas versiones (modificaciones) efectuadas a la normativa de contrataciones públicas en su conjunto, pero que, además, ha trascendido a la misma y ha recalado en la propia Ley de Arbitraje.
Así, repasaremos a continuación específicas disposiciones de las normas señaladas que han merecido modificaciones en su tratamiento legislativo, lo cual ha venido precedido o aparejado, y ha sido reflejo de sendas discusiones.
1.2.1 Materia no arbitrable (supuestos excluidos del arbitraje en contrataciones públicas)
El numeral 45.4 del artículo 45¹⁷ de la vigente Ley de Contrataciones del Estado establece materias específicas que no pueden ser sometidas a arbitraje, referidas a decisiones administrativas sobre prestaciones adicionales, así como a reclamaciones canalizadas vía enriquecimiento sin causa o indebido, pago de indemnizaciones o cualquier otra, vinculadas a prestaciones adicionales, cuando no medie decisión administrativa alguna, debiendo ser sometidas ante el Poder Judicial.
En relación con el primer supuesto (decisiones sobre prestaciones adicionales), es difícil encontrar un sustento teórico basado en la limitación de someter a arbitraje una atribución administrativa como la descrita, pues, de ser así, tampoco podrían arbitrarse todas las demás decisiones que sí son arbitrables, tales como la que se pronuncia sobre una ampliación de plazo, una liquidación de obra, una penalidad, o la nulidad o resolución del contrato, por mencionar algunas. Claramente, se trata de una simple opción legislativa que ha terminado por excluir, sin mayor sustento teórico, la posibilidad de someter a arbitraje decisiones vinculadas a prestaciones adicionales. Ampliando el razonamiento, no es que se esté limitando la posibilidad de discutir jurisdiccionalmente la negativa de una prestación adicional, sino que se está derivando su discusión al Poder Judicial, como si esa vía (incluido el derecho a la doble instancia) asegurara un mayor o mejor análisis por parte de los jueces.
En cuanto al segundo supuesto (reclamaciones vía enriquecimiento sin causa o indebido y otros), el tema es más discutible, pues, en efecto, se puede argumentar (con justa razón) que se trata de controversias ajenas a la relación contractual en la medida en que se derivan precisamente de actividades (prestaciones) que no están cobijadas o realizadas bajo los alcances de un acuerdo expreso o del contrato original, lo que impide invocar el convenio arbitral recogido en este último, dada su inexistencia.
De otro lado, y sobre la base de una interpretación literal y restrictiva¹⁸ de la norma, parece sostenible la posición (Castillo & Sabroso, 2016), según la cual la limitación allí señalada se restringe a pretensiones derivadas de prestaciones adicionales, por lo que cualquier otra pretensión sobre enriquecimiento sin causa o indebido, pago de indemnizaciones u otras no vinculada a prestaciones adicionales es materia arbitrable. El sustento de tal posición es el propio alcance (extensivo, no restrictivo) de lo dispuesto en el numeral 45.1 de la Ley de Contrataciones del Estado, de acuerdo con el cual las controversias que surjan entre las partes sobre la ejecución, interpretación, resolución, inexistencia, ineficacia o invalidez del contrato se resuelven, mediante conciliación o arbitraje, según el acuerdo de las partes
.
1.2.2 Cláusulas exorbitantes. Facultades pro Administración Pública previstas en la normativa de contrataciones públicas
La preeminencia del interés público por sobre el privado queda evidenciada en las prerrogativas de las que goza la Administración Pública a lo largo del articulado de la normativa de contrataciones públicas.
De esta manera, mientras las entidades públicas pueden adoptar directamente medidas para que sean acatadas por la parte privada, con consecuencias definitivas en caso de que no sean cuestionadas, el privado tiene como única opción acudir al arbitraje para revertir la decisión administrativa adoptada (Amprimo Pla, 2017). Así, y salvo algunas facultades, como, principalmente, la de invocar la resolución del contrato, la normativa de contrataciones públicas no concede al contratista mayores atribuciones durante el íter contractual; tales otras prerrogativas son monopolizadas exclusivamente por la Administración Pública¹⁹.
Esta asimetría en las decisiones parece poner en desventaja al contratista, toda vez que, mientras que la entidad se limita a adoptar una decisión que se mantiene mientras no sea revertida, el contratista, en cambio, se ve obligado a tener que recurrir a mecanismos de solución de controversias para revertir tal decisión, con lo que tiene que soportar costos de tiempo (mayor permanencia para la conclusión del contrato), operatividad (gastos generales, renovación de garantías) y esfuerzos extras (destinados a elaborar y defender su posición). Ciertamente, no se descarta el probable uso (o abuso) estratégico que determinados privados puedan hacer del arbitraje, dado su carácter instrumental, a fin de buscar neutralizar o aletargar decisiones adoptadas por la Administración.
Si bien se invoca como sustrato de las prerrogativas de la Administración el de la defensa del interés público, no es menos importante también cautelar los legítimos derechos del contratista, sustentado en el principio de equidad y en la necesidad de preservar el equilibrio económico financiero del contrato, estos últimos reconocidos incluso por la normativa de contrataciones públicas²⁰, cuyo tema ha sido desarrollado ampliamente por este autor en otro artículo²¹. Haciendo una ponderación del tema, el objetivo no es enfrentar ambas figuras, sino hacer hincapié en la necesidad de limitar los eventuales excesos que se pudieran cometer en aras
de la defensa del interés público, como tampoco se puede permitir lo contrario: que se perjudique el interés común bajo el sustento de una falsa equidad.
1.2.3 Medidas cautelares
Mediante Decreto de Urgencia 020-2020 se introdujo, no en el apartado de arbitraje de la Ley de Contrataciones del Estado, sino en la propia Ley de Arbitraje (artículo 8), una disposición en virtud de la cual se estableció que, en aquellos casos en los que el Estado peruano sea la parte afectada con la medida cautelar, se exigirá como contracautela la presentación de una fianza bancaria o patrimonial solidaria, incondicionada y de realización automática en favor de la entidad pública afectada, por el tiempo que dure el proceso arbitral, y cuyo monto sería fijado por el juez o el Tribunal Arbitral ante quien se solicita la medida cautelar, no pudiendo ser menor a la garantía de fiel cumplimiento (10% del monto contractual).
A nuestro entender, fijar a priori un monto mínimo de la contracautela en función del 10% del valor del contrato constituye una disposición subjetiva y arbitraria, sin sustento alguno en la naturaleza resarcitoria, compensatoria o indemnizatoria de la contracautela, la cual debe ser fijada por la autoridad (juez o Tribunal Arbitral) en función exclusivamente del eventual daño que esta pudiera generar a la parte afectada. Imponer una contracautela sobre una base mínima del 10% del monto del contrato podría resultar, en algunos casos, prohibitivo para el solicitante de la medida, pero, además, atentatorio contra su derecho a asegurar la efectividad de la decisión final, propósito principal de toda medida cautelar.
Asimismo, la disposición parece resultar discriminatoria, en la medida en que impone dicha contracautela solo a una de las partes (la privada), para tutelar a la otra (el Estado), situación que introduce desequilibrios procesales que no están en sintonía, incluso, con lo dispuesto en el numeral 2 del artículo 34 de la propia Ley de Arbitraje, que propugna trato igualitario hacia las partes.
Es importante tener presente que todo sobrecosto innecesario hacia una de las partes no hace sino generar desequilibrios económicos contractuales, algo más grave aún si la misma no es corregida, sino promovida, por la ley de la materia, generando como consecuencia ulterior un mayor alejamiento o deserción de la parte privada, cuya participación y colaboración es necesaria para el cumplimiento de los fines de la Administración Pública.
1.2.4 Condiciones para ser árbitro
Es frase comúnmente aceptada que el éxito de un arbitraje reside o depende principalmente de la calidad de los árbitros que lo conducen. Esta máxima no ha sido la excepción en el arbitraje de contrataciones públicas, pues se ha advertido en su evolución normativa una tendencia a regular con mayor rigurosidad los requisitos, condiciones, calidades y demás características que debe reunir un árbitro para este tipo de controversias.
Así, a la exigencia prevista en la Ley de Contrataciones del Estado de que todo árbitro deba estar inscrito en el registro administrativo controlado por el Órgano Supervisor de Contrataciones del Estado (OSCE) para participar como tal²², se agrega la exigencia al árbitro único o al presidente de Tribunal Arbitral de acreditar conocimientos en arbitraje, derecho administrativo y contrataciones públicas como condición para ejercer tal cargo²³. Pero, además, el Reglamento de la citada ley precisa que los árbitros de parte de la entidad pública deben ser designados por la máxima autoridad administrativa de la misma²⁴, todo lo cual no hace sino revelar el grado de rigurosidad en la implementación del Tribunal Arbitral.
Estas exigencias pueden ser vistas por algunos como una limitación al derecho de las partes a elegir al árbitro que consideren como más apropiado. La crítica es mayor en cuanto al árbitro que elegirá la parte privada en la medida en que corresponderá a dicha parte asumir las consecuencias de tal elección. Al contrario de lo señalado, se puede sostener también que, más allá de la elección que puedan hacer las partes de sus
árbitros, que integrarán el respectivo Tribunal Arbitral, propio de la lógica arbitral privada, lo cierto es que ese órgano colegiado será el encargado de dirimir controversias en las que están en juego recursos públicos, por lo que, dada esa especial trascendencia, la mayor rigurosidad en la elección de todos los miembros del Tribunal Arbitral se encontraría justificada.
De otro lado, en cuanto a la necesidad de tener que estar registrado en un sistema administrativo para ejercer como árbitro y que los árbitros sean evaluados por un comité de ética integrado por funcionarios de la propia Administración Pública, esto ha recibido como crítica la de tratarse de un problema de origen, en la medida en que se estaría concediendo cierto tipo de control a la que, en definitiva, es parte en el arbitraje, la Administración Pública (Bullard, 2014).
De otro lado, Sanchez (2014) ha distinguido con bastante claridad la diferencia entre independencia e imparcialidad,