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¡mi Perro Booster!
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Libro electrónico541 páginas7 horas

¡mi Perro Booster!

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¡MI PERRO BOOSTER! por Davis Hawn

Un perro llamado Booster salvó la vida de Davis Hawn y transformó su deseo de autodestrucción en una pasión por ayudar a los discapacitados de todo el mundo.

"¡Tu valor y el de Booster para el mundo son inestimables!" ---

(Dra. Bonita Bergin, Fundadora del Concepto de Perro de Servicio)

¡MI PERRO BOOSTER es una emocionante historia que se desarrolla por décadas, en la que Booster, un perro rescatado por un hombre, lo salva a él... pasando así de estar al borde del suicidio, a ser un apasionado por mejorar la vida de personas en todo el mundo!

Un día, Davis tuvo una epifanía, un momento de revelación como el de Helen Keller. A él le molestaba estar siempre triste, ¡y era porque el maldito cachorro siempre estaba feliz! Pero en un momento, todo cambió, y para siempre. ¡Ellos se conectaron! Davis, con lágrimas, miró a Booster a los ojos, la ventana del alma, y le dijo, "¡Lo entiendo!" Fue entonces, cuando le hizo la promesa de que lo compartiría con el mundo, y el resto es historia.

Davis se convirtió en un defensor, compartiendo la magnitud del impacto que en la sociedad tienen los perros en general, y los perros de servicio, en particular. Viajó por todo el mundo durante más de una década, compartiendo sus conocimientos, dando conferencias, realizando reportajes en periódicos y presentándose en televisión y, de vez en cuando, causando "problemas" al defender los derechos de los perros de servicio y sus dueños.

Juntos lucharon por el acceso a tiendas, aerolíneas, taxis y otros, en diversos lugares del mundo. Desde aparecer en televisión en vivo en Cuba, hasta visitar a niños con VIH en Tailandia, entablar amistad con niños discapacitados en México, y ayudar a aprobar una ley nacional de discapacidad en las Bahamas, su historia es cautivadora.

Llorarás, reirás y te maravillarás al sumergirse en este brillante ejemplo de la enormidad del vínculo humano-canino.

El sitio web de Booster evidencia sus logros mundanos, especialmente su adoración por los

niños que universalmente correspondieron a su amor.  

 

IdiomaEspañol
EditorialDavis Hawn
Fecha de lanzamiento31 ago 2024
ISBN9781965462072
¡mi Perro Booster!
Autor

Davis Hawn

SOBRE EL AUTORDavis Hawn le prometió a Booster que lo compartiría con el mundo. Al hacerlo, Davis se convirtió en un promotor, divulgando el gran impacto que tienen los perros, en general, y los perros de servicio, en particular, en la sociedad. Él cree que nuestros compañeros caninos tienen un gran potencial para hacer aún más y le cuenta a cualquier persona, dispuesta a escuchar, que el amor incondicional de los perros puede cambiar y salvar vidas, y de hecho lo hace.Davis tiene un máster en Ciencias de la Vida Canina con énfasis en Educación de Perros de Servicio por la aclamada Universidad Bergin de Estudios Caninos, y se capacitó bajo la tutela de la Dra. Bonita Bergin, EdD, fundadora del concepto de perro de servicio. Él viajó internacionalmente durante más de una década, compartiendo sus conocimientos, dando conferencias, haciendo reportajes en prensa y apareciendo en televisión, y ocasionalmente creando "problemas" al defender los derechos de los perros de servicio y sus humanos. Juntos, Davis y Booster ayudaron a que se aprobaran leyes sobre discapacidad en todo el mundo.Miembro de Al-Anon y de la Asociación Internacional de Perros de Asistencia, Davis vive en tierras rurales de Mississippi y Arkansas con su familia de labradores entrenados.

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    ¡mi Perro Booster! - Davis Hawn

    CAPÍTULO 1

    EN EL PRINCIPIO

    ¿Qué vas a hacer con el perro? Sabes que no puedes cuidar de un perro, me advirtió mi hermano.

    Mi vida había caído en un abismo de miedo, ¡y mi hermano se preocupaba por un maldito cachorro! ¿En serio? Llevaba mucho tiempo caminando sobre cáscaras de huevo, por años mi vida se había convertido en un cruel engaño. Inhalaba miedo y exhalaba el logro de haber vivido un segundo más. Vivir se había convertido en una maldición… en una carga. Luchar por sobrevivir el momento trascendía cualquier pensamiento sobre el mañana. ¿Qué voy a hacer con un perro? De verdad… ¿DE VERDAD?

    Lo que quedaba de mi vida era caos. Una bomba sucia de adicción había impregnado mi vida, hasta entonces sencilla. Mi adicción era hacia una persona necesitada, no a una droga. Me había vuelto adicto a los adictos. Sufría lo que clínicamente se denomina codependencia.

    La codependencia es un comportamiento aprendido que puede transmitirse de una generación a otra. Es un trastorno emocional y conductual que afecta la capacidad de un individuo para tener una relación sana y mutuamente satisfactoria. También se le conoce como adicción a las relaciones porque las personas con codependencia suelen formar o mantener relaciones unilaterales, emocionalmente destructivas y/o abusivas¹

    Cuando no estaba preocupado por que ocurriera algo malo o revisando cada comentario que pronunciaba a la persona adicta de mi vida, andaba preguntándome en qué me había equivocado. Había buscado el amor, lo había dado todo y había sufrido por ello. Sin saberlo, me había involucrado en dos relaciones con adictos merecedores del Récord Guinness, el primero adicto al alcohol, el segundo adicto al crack. No sabía que eran adictos cuando los conocí, pero supongo que me atraía ese tipo de personalidad. Dediqué una década de mi vida a cada uno.

    Una vez involucrado en las relaciones, estaba decidido a curar a los adictos de mi vida. El amor lo vence todo, ¡o eso creía yo! El dolor y el sufrimiento, la confrontación física y la devastación emocional serían reparados por el caballero de brillante armadura. Después de todo, yo había cuidado de dos padres alcohólicos. Enfrenté a los médicos que recetaban Valium a mi padre alcohólico, escribiendo una carta a la Asociación Médica Americana y amenazando con enviarla por correo. Desde los ocho años, había consumido alcohol. Tenía un máster en adicciones mucho antes de que llegara la pubertad.

    Hace poco, encontré un libro con garabatos en la portada que yo había escrito el 7 de febrero de 1969: Mi papá se cayó. Había sido testigo de cómo mi padre, estando borracho, se caía por las escaleras a toda velocidad mientras le manaba sangre de la cabeza. A los cuarenta años, mi vida se volvió inmanejable, invivible e indeseable debido a la codependencia de mis adictos. Estaba atrapado, tan hiper vigilante que no podía tomarme el tiempo para concentrarme en una vía de escape. No podía ir a la tienda a comprar cuchillas de afeitar para acabar con todo sin sucumbir al mandato de mi adicto: ¿Adónde vas? . . . Será mejor que no hables de mí… Lo sabré si lo haces.

    Una noche, mi adicto al alcohol estalló en furia y me exigió dinero que no tenía. Salí corriendo en la oscuridad de la noche con mi adicto detrás en plena persecución. De repente, sentí un golpe seco, un proyectil sólido impactó mi espalda causándome un dolor horrible. Más tarde supe que me había golpeado una barra de hierro. Si hubiera girado otros 90 grados, me habría apuñalado, liberándome de mi miseria. En retrospectiva, sé que habría agradecido esa nefasta libertad. Aquella noche dormí en el barro, bajo mi elevada cabaña de troncos, revolcándome en charcos de lágrimas, sollozando en silencio. Cualquier sonido habría revelado mi paradero.

    Los mosquitos se deleitaban con mi cuerpo lleno de ronchas. Cuando terminaban su festín de sangre, yo aplastaba las lanzas ofensivas. Inmediatamente sentía remordimiento. Era un asesino. El dolor externo sucumbió al dolor interno, y lloré. Las ronchas de un yo quebrantado se dividían, multiplicaban y metastatizaban de forma cancerosa. Yo estaba en fase terminal, era un guerrero herido en el campo de batalla de la vida. Oré para que me llevaran en la camilla de Dios. No había vuelta atrás… ni pastilla… ni terapia… ninguna respuesta . . . y desde luego ninguna esperanza.

    La noche se convirtió en un montaje mental de recuerdos de años pasados. Una vez más, me encontraba en un laberinto codependiente sin salida aparente. Nadie comprendería jamás la totalidad de la desesperanza en que se había convertido mi vida. Había caído en un profundo y oscuro agujero de desesperación y hacía tiempo que había renunciado a luchar para escapar. ¿Por qué yo? Me preguntaba. Recuerdos turbulentos bombardeaban mi conciencia mientras me encontraba aún atrapado en el peligroso campo minado de mi codependencia, impregnada de las adicciones de otros.

    Recordé que hace años llevé a mi adicto al alcohol a acampar al oeste. Pensé que el esplendor de la Madre Naturaleza podría sanar a un alma maltratada por catorce botellas de 40 onzas de licor de malta al día. Junto con la tienda de campaña llegaron emociones reprimidas y cerveza. Una noche de nieve en un condado seco de Utah, me esforcé por dormir unas horas. Me despertó bruscamente un terremoto, o eso me pareció. Era la mano alcohólica meciendo la cuna del codependiente. Se acabó la cerveza. ¡Tenemos que irnos!

    Completamente agotado, emocional y físicamente, estaba en una tienda de campaña sobre un lecho de nieve de 60 centímetros de profundidad, en un saco de dormir, congelándome. Le expliqué que no había cerveza a las 3 de la mañana en un condado seco, pero mi lógica cayó en oídos sordos y ebrios. Cuando me negué a responder, fue terrible para mí. En cuestión de segundos, tiró la tienda y me vi atrapado en un saco de dormir con camisa de fuerza dentro de una tienda colapsada. Al final salí en calzoncillos a una temperatura de 0 grados, con la cara azotada por los copos de nieve arrastrados por el viento. Iba a morir congelado.

    De repente, salí corriendo hacia las duchas del camping. Una vez dentro, cerré la puerta metálica y me metí en una ducha caliente. Temblaba sin control, muerto de frío y consumido por el miedo. Planeaba dormir en el suelo y dejar que el vapor de la ducha me mantuviera caliente. Justo cuando mi adrenalina disminuía, oí un fuerte BANG, seguido de otro y otro. Mi adicto estaba pateando la rejilla de la parte inferior de la puerta.

    ¡Voy a matarte!, gritaba una y otra vez en lo que parecía una grabación en bucle similar a las de Halloween. El final se acercaba una vez más. Me levanté a gatas del suelo de cemento, desnudo, lastimosamente resignado a esperar mi destino. El toro enfurecido y resoplando con esteroides saltó por la rampa. Con la determinación que Dios me había dado, levanté patéticamente la vista. Estoy casi listo para salir. Si llamaste, no te escuché porque estaba en la ducha. El toro desconcertado soltó vapor como una olla a presión que estalla. Fue rápido y furioso, pero efectivo. Pronto, estábamos en el automóvil, rumbo a buscar bebidas. Mi adicto pensó que quedaba una lata de cerveza escondida en la guantera. Cuando la abrió, yo no tenía ningún as en la manga. El toro enfurecido tiró los papeles de la matrícula del auto por la ventanilla, al borde del precipicio.

    Si dijera que aquella noche fue una excepción, estaría mintiendo. Los programas de doce pasos, como Alcohólicos Anónimos (AA) y Narcóticos Anónimos (NA), definen la locura como hacer las mismas cosas una y otra vez y esperar resultados diferentes. Yo estaba inequívocamente loco, por no decir otra cosa. ¿Qué es la cordura? Me preguntaba. ¿Qué aspecto tiene? ¿Existe? ¿Está alguna vez libre de un dolor devastador? Así era la vida cada día, cada hora, cada minuto. Estaba encerrado en un estado perpetuo de hipervigilancia y violencia, amortiguado por trampas explosivas de vestigios intermitentes y percibidos de amor falso. Esta fue mi vida durante casi dos décadas… un segundo a la vez… todos los días, por eternidades de 24 horas. Me dolía tanto que sentía el amor como el miembro fantasma de un amputado.

    ¿Qué vas a hacer con el perro? ¿Qué vas a hacer con el perro? ¡Mi hermano siente más amor por un perro que por su propio hermano! Supuse que él lo había deducido de mi estupidez por tener a un adicto en mi vida. En deferencia a mi hermano… y ruego que a muchos otros… él no podía saber por lo que yo estado pasando todos esos años catastróficos. Hacía años que él había huido de la catacumba familiar de la adicción y casi pierde la vida atravesando el tren subterráneo hacia la libertad. Pensé que él, entre todas las personas, lo entendería. No hay más ciego que el que se niega a ver. Quizás la falta de comprensión era negación y autopreservación.

    Asistí a innumerables reuniones de Alcohólicos Anónimos (AA) y Narcóticos Anónimos (NA) con mis adictos. Se suele decir que la automedicación con alcohol y drogas preserva la vida del adicto hasta que está preparado para buscar ayuda y procesar el dolor. Con el tiempo conocí el programa Al-Anon, en el que aprendes a enfocarte en ti mismo y no en el adicto que hay en tu vida.

    Los Grupos de Familia Al-Anon, fundados en 1951, son una organización internacional de ayuda mutua para personas que se han visto afectadas por el alcoholismo de otra persona.² Los grupos de familia Al-Anon locales y virtuales proporcionan apoyo a las personas afectadas por el consumo de alcohol de otra persona. Además de las reuniones semanales y de la literatura escrita específicamente para la situación, los miembros encuentran nuevas formas de lidiar con los problemas que enfrentan. Las Tres C de Al Anon – Yo no lo causé, Yo no lo puedo controlar y Yo no lo puedo curar – son una de las cosas que muchos miembros encuentran útiles al principio del programa.³

    Cuando asistí a mi primera reunión de Al-Anon en Nueva Orleans y traté de contar mi historia como recién llegado, pronuncié una frase entrecortada y de repente fui sacudido por un tsunami incontrolable de emociones intensas y torrentes de lágrimas. Me sentía como carne derretida en el charco de los residuos de mi vida y no pude recuperar la compostura. Dos ángeles me acompañaron hasta mi auto y se ofrecieron a llevarme a casa, a más de 160 kilómetros de distancia.

    Después de aquella reunión, me reencontré con mi adicto al alcohol, pagué el precio y volví a montarme en todas las atracciones. Pasaron años para que pudiera liberarme de las cadenas que me ataban, todo un drama al estilo Disney. La madre naturaleza no pudo liberar del alcohol a mi dependiente, él continuó con su candado de adicción, y acabó aferrándose a otra alma desprevenida, abandonándome. El respiro fue temporal, ya que más tarde me encontré en una relación con un adicto al crack.

    Una noche calurosa en Florida, llevé a mi adicto al crack a casa de un amigo. El amigo resultó ser un consumado proveedor de drogas. Se abalanzó sobre mi camioneta y exigió el pago de la mercancía entregada. Pisé el acelerador mientras el adicto al crack me golpeaba y tomaba las llaves del encendido. El enfrentamiento físico se manifestó en forma de vapor en el parabrisas de la camioneta. (Años más tarde, cuando conducía y el parabrisas se empañaba, involuntariamente empezaba a temblar. Tenía que parar y relajarme antes de continuar). Mi adicto al crack encontró un cuchillo de mantequilla en el bolsillo de la puerta de la camioneta y se abalanzó sobre mí. No sé cómo evité mágicamente, la aguda realidad en qué se había convertido la vida, un aplazamiento momentáneo de una muerte prevista.

    Con frecuencia me despertaba en la noche empapado en sudor y asustado, esquivando el cuchillo dirigido a mi alma. Las pesadillas recurrentes me hacían tenerles miedo a los sueños. Me cansé de casi morir noche tras noche. Sobreviví a las realidades cotidianas de la codependencia para sucumbir a los terrores de la noche. Una vez más, sentía desesperanza e incapacidad de seguir adelante.

    ¿Qué voy a hacer con un maldito perro? ¿En serio? Posteriormente reservé tres palabras para mi amado hermano, vete al demonio.

    Hacía tiempo que yo había muerto internamente y había experimentado una cremación lenta, metódica, calcinante y emocional. ¿Qué vas a hacer con el perro? Vete al d… tú y el maldito perro, ¿OK? ¿OK? ¿OK? Oh Dios mío, por favor… ¡que alguien me ayude… por favor… por favor!

    ¿Qué vas a hacer con el perro? No sabes cuidar de un perro.

    A decir verdad, mi hermano tenía razón. Posteriormente tomé otra decisión equivocada, o eso fue lo que pensé, y me quedé con el maldito perro.

    El perro al que se refería mi hermano era un cachorro que yo le había regalado a mi adicto al crack. En otro momento de desesperación, pensé que podría ser un catalizador para el cambio, un agente curativo. ¡La madre naturaleza no podía fallarme dos veces! El amor y la dependencia de un animal seguramente corregirían las frutas agrias de mi carrito emocional. Qué idea tan brillante, pensé. Empecé a buscar cachorros en el periódico de Nueva Orleans. Mi adicto al crack insistió en tener un labrador. Le sugerí un cachorro hembra, pensando que sería más apegado y afectivo. Tras ser reprendido por mi adicto, busqué obedientemente un cachorro macho, pensando que no sería tan apegado, ¡pero cualquier cosa era mejor que nada!

    Para mi disgusto, sólo había dos anuncios de cachorros labrador en venta en el periódico. Llamé al primero y me dijeron: Lo siento, vendimos todos los cachorros este fin de semana. Con mayor anticipación me dispuse a llamar al segundo número, temiendo una respuesta similar. Me atendió un tipo que me explicó que le quedaba un cachorro. Lo había guardado para un familiar que había cambiado de opinión en el último momento.

    ¿Podría por favor, guardarme el cachorro mientras conduzco de Mississippi a Luisiana? Lo estaría recogiendo en unas horas, le pedí con desesperación. No había duda al respecto, ¡tenía una misión! ¡Iba a curar a mi adicto con el beso de la lengua canina!

    A lo Sherlock Holmes, salí para hacer una llamada. En cuanto colgué, mi adicto salió y me preguntó: ¿Qué estabas diciendo?

    Le contesté: Cosas de familia. En cuestión de minutos, estábamos en camino a una reunión de NA. Entramos en el edificio, corrimos hacia las máquinas de café y tomamos asiento entre los abatidos. Escuché innumerables historias de cómo sus vidas se habían vuelto inmanejables. Los veía como sirenas del mundo moderno, que atraían a los inocentes, para causar una devastación mucho mayor que la que ellos habían sufrido. Después de todo, ellos tenían el alcohol y las drogas para adormecer su dolor. Yo no tenía esa ventaja. Todos ellos experimentaban imprudentemente con las vidas por lo demás normales de otros. Escuchar todas esas historias deprimentes me hizo querer emborracharme lo antes posible. Pero esa no era una opción. Tenía la misión de conseguir un cachorro y curar a mi adicto al crack.

    Tras la conclusión del ritual, le sugerí a mi adicto al crack que era un buen día para dar un paseo. Al no tener nada mejor que hacer, porque el trabajo no hacía parte de su vocabulario, avanzamos sin rumbo fijo por la accidentada autopista de la vida. Oré para que se convirtiera, como alude el poema de Robert Frost, en El camino menos transitado. Seguramente, la cura canina transformaría el alma de mi adicto. Más tarde supe que NA/AA tiene un refrán: Mantén viva una planta durante seis meses y entonces quizá puedas tener una mascota. Mantén a la mascota viva durante seis meses y tal vez puedas tener una relación con un ser humano.

    ¿De verdad quieres un cachorro labrador? le pregunté.

    Sí, ¿por qué? fue la respuesta.

    Bueno, vamos de camino a ver uno, estamos a una hora en automóvil. ¿Estás seguro de que cuidarás de un cachorro si lo encontramos? le pregunté. En mi modo de supervivencia cotidiana, no había caído en la cuenta de que un cachorro de labrador se convierte en una carga de responsabilidad de 45 kilos. Darle un cachorro a un adicto cuya vida se había vuelto inmanejable era una locura. Yo estaba loco. Mi vida era mucho más difícil de manejar; al menos mi adicto al crack conseguía drogas. En ese aspecto, mi adicto al crack tenía ventaja.

    ¿En serio? genial, fue la respuesta. Como un adicto que busca esa piedra de crack que se le ha escapado, su entusiasmo floreció. De verdad quiero un perro macho, ¿vale?

    Ya sabía que lo que el adicto quería, lo conseguía. Si me hubiera atrevido a sugerir un cachorro hembra, hubiera arriesgado no sólo la cura sino también el parabrisas de mi auto. Bueno, no hay mucho de donde elegir. Sólo hay un cachorro, y es macho.

    ¿Por qué sólo uno? fue la respuesta rápida. Fue un glorioso ejemplo de intervención divina. Había buscado en toda la sección de clasificados de animales del periódico de Nueva Orleans y sólo había un cachorro labrador a la venta, casualmente macho.

    Vamos a verlo. Hace un buen día para dar una vuelta y podemos comer en algún sitio, dije.

    Mi explicación fue recibida con suspicacia. Los adictos al crack suelen doblar las láminas de las persianas venecianas, asomándose al abismo del mundo exterior. Como dice el título de la canción de Elvis Presley, tienen mentes sospechosas. Tuve que soportar los interminables comentarios. Seguro que a ese cachorro le pasa algo. Deberíamos mirar más, antes de decidirnos por uno. ¿Por qué vamos a mirar sólo uno?

    Siempre dándole la razón a mi adicto al crack, le contesté, Oye, estás en lo cierto, pero estamos a mitad de camino. Hace buen día y hay algo para hacer. Mi respuesta pareció apaciguar a mi adicto al crack.

    Finalmente, nos detuvimos en la entrada de una modesta casa suburbana. Nos recibió un agradable y sonriente estudiante de posgrado. Él y su amigo habían criado a sus labradores. Habían logrado una conexión de suma importancia y buena intención. Ambos adoraban a sus perros y querían que otros experimentaran la satisfacción que ofrece el amor del labrador. Habían estado hablando de algunos cachorros cuando se les ocurrió la idea de criarlos. Seguro que los cachorros habían sido acogidos y amados desde el día en que llegaron al mundo de los humanos. Ojalá mi adicto al crack hubiera nacido en un mundo de inocencia y confianza. Tal vez el cachorro pudiera transformar de algún modo, el alma andrajosa pero redimible de mi adicto, en esas cualidades tan perdidas pero necesarias.

    Siempre ocurren milagros, leo con frecuencia en la literatura de NA/AA. Siguiendo esa ambiciosa ideología, mi adicto al crack no tardó en pasearse por el verde césped con un hermoso bulto de pelo amarillo persiguiéndolo a toda velocidad. Los programas de NA/AA también abogan por vivir un día a la vez. El ansia de destrucción de mi adicto al crack lo redujo a vivir un momento a la vez. En este momento de serenidad concedido por Dios, mi adicto al crack se revolcaba en el pasto de la libertad, aferrado al amor, la aceptación y la necesidad inspirados por el canino.

    Tengo que ir al automóvil, le dije al grupo, ahora conectado con el perro. De algún modo llegué al auto, caí dentro y la represa de la condenación estalló. Temblaba y lloraba creyendo que me deshidrataría. Ya no podía aceptar lo bueno de la vida sin reaccionar emocionalmente de forma exagerada. ¿Qué me pasa? me pregunté. Ahora debería estar feliz, no llorando, ¡y se supone que los hombres no lloran! Cuando la plétora de lágrimas se calmó, luché por recuperar la compostura. Cogí una camiseta vieja del suelo de la camioneta, le puse agua y me limpié con una esponja las secuelas del naufragio emocional.

    Volví despreocupadamente a la escena que seguía desarrollándose en el jardín delantero.

    ¿Cuándo nació? ¿Cuántos había en la camada? ¿Cuántos machos y cuántas hembras? ¿Qué le das de comer? Las preguntas se sucedían rápidamente. ¡Recuerda El Álamo! Una batalla de igual importancia se estaba librando en un campo suburbano. El cachorro estaba ganando por la gracia de Dios. Yo nunca había sido un hombre religioso, y hacía tiempo que la espiritualidad se había evaporado de mi mundo. Esto era lo más cercano a algo espiritual que había sentido en mucho tiempo. Tomé el dinero de mi cheque de desempleo y, sin darme cuenta, hice algo que resultaría muy complicado, ¡o que sería muy difícil para el cachorro!

    ¿Cómo deberíamos llamar al cachorro? me preguntó mi adicto al crack.

    Antes de que pudiera responder, el adicto al crack respondió a la pregunta que él mismo había hecho. Mamá tenía un perro que se llamaba Brewster, así que voy a llamarlo Boostie. Espera, exclamó mi adicto al crack, como si una revelación de proporciones incalculables, lo hubiera asaltado ¡quiero llamarlo Booster!

    Con una actitud temeraria, nos dirigimos a la tienda de animales más cercana para recorrer los pasillos de collares y correas. A continuación, se desató el debate sobre cuál era la mejor comida para perros, digna de un rey… ¡Rey Booster! El cachorro se regodeaba en el entorno afectuoso mientras mi adicto al crack enfocaba con orgullo su atención en las incesantes manifestaciones de un amor inocente e incondicional. De acuerdo con la ideología de NA/AA sólo por hoy, mi adicto al crack encontró la felicidad, la aceptación y el amor.

    Podía bajar la guardia y relajarme por primera vez en mucho tiempo. Ajeno al mundo, el cachorro dormitó a los pies de mi adicto al crack durante todo el trayecto de vuelta a casa.

    Una vez en casa, el pequeño Booster correteó en la hierba alta, saltando con gran ímpetu. Encontró una zanahoria en la hierba y corrió de un lado a otro, celebrando su nuevo hallazgo. La zanahoria fue la primera de muchas cosas que descubriría en la vida, ya que pronto se le abrieron las puertas de la realidad. ¿Era este inocente receptáculo de virtud, capaz de soportar los estragos del mundo humano en el que él había caído precipitadamente? Sólo por hoy, mi adicto al crack tenía una nueva adicción. Había un vínculo en desarrollo entre los indefensos, revelándose ante mis ojos. Abrazo tras abrazo curativo, se turnaban para disfrutar del afecto y la intimidad mutuos. El cachorro cuidaba de mi adicto al crack mientras yo veía cómo se desarrollaba la escena en la gran pantalla de la vida.

    Primera aparición de Booster en Televisión

    De repente, el teléfono sonó. Hola, soy mamá, dijo la voz al final de la línea.

    Mamá, tengo un cachorro, mamá. Este cachorro es especial. No lo entiendes, mamá. Es diferente.

    De repente me preocupó que mamá, nada ajena a la adicción, se saliera por la tangente y no escuchara con la atención necesaria a mi adicto al crack. El castigo sería su frustración expresada en rabia. Justo la noche anterior, había esquivado un teléfono que me había lanzado por su frustración en respuesta a los comentarios de su mamá sobre su padrastro. La malla de la mecedora de caoba que le había regalado a mi madre años atrás, recibió el teléfono como una pelota de baloncesto lanzada a la canasta. El misil del teléfono no me golpeó en la cabeza, pero atravesó con facilidad el tejido de la mecedora. Hasta una mecedora había sido presa de la furia de mi adicto al crack. De repente caí en cuenta de que había puesto a un cachorro en medio de un peligroso campo de tiro.

    Aún no había aprendido a disfrutar del agua.

    Inevitablemente, mi adicto al crack se frustró, ya que mamá prefería despotricar en lugar de escuchar. La conversación no fue a ninguna parte, como de costumbre. Sorprendentemente, mi adicto al crack dio por terminada la conversación y dijo: Está enfadada otra vez. Bebiendo, como siempre.

    En lugar de reaccionar y tirar algo, mi adicto al crack cogió al cachorro y entró en la casa. Pronto, el cachorro estaba bebiendo agua a lengüetazos como si llevara una eternidad perdido en el desierto. En cuestión de minutos, el cachorro orinaba en el suelo con un abandono temerario. Alguien iba a tener que enseñar al cachorro a hacer sus necesidades afuera. Contaba con que mi adicto al crack se responsabilizaría de su recién descubierta alma gemela. Al fin y al cabo, el cachorro era especial. Al poco tiempo, el dúo dinámico estaba profundamente dormido en el sofá, ajeno al mundo exterior. Las semillas curativas estaban creciendo.

    Por la mañana, me desperté con montones de desechos de perro en el salón. Mi adicto al crack roncaba sombríamente mientras el cachorro mordisqueaba los muebles. Ahora tenía dos fuerzas destructivas en mi vida. De repente me di cuenta de que el remedio podía ser peor que la enfermedad. Rápidamente, saqué al cachorro fuera y lo introduje en el concepto de regar el césped. Esperaba que de paso hiciera popó, pero no hubo suerte. Una vez dentro, le di de comer y empecé a limpiar el piso. Antes de que terminara de limpiar los charcos de orina, el cachorro se puso en cuclillas. ¡NO! Le grité mientras el cachorro construía su pirámide de popó.

    Mi adicto al crack se despertó, saltó y vociferó, ¡No le grites a mi cachorro!

    Lo siento, dije disculpándome, preguntándome más tarde quién era más sumiso, si yo o el joven cachorro. Hace mucho tiempo me di cuenta de que era más fácil y seguro someterse que defenderse. Nunca cuestionas. Aprendes a elegir cada palabra para evitar el enfrentamiento que parece inevitable. La vida se convierte en un acto circense de caminar sobre cáscaras de huevo.

    ¿Quieres desayunar? me apresuré a preguntar para cambiar de tema.

    Vale, después de dar de comer a Booster, respondió mi adicto al crack.

    Corriendo el riesgo de un nuevo enfrentamiento, le expliqué que había dado de comer al cachorro antes. Pasé por alto comentar que había fregado el suelo y recogido con éxito la pirámide de caca. Como era de esperarse, el adicto me amonestó, Es mi cachorro y ése es mi trabajo.

    Lo siento, dije, sólo intentaba ayudar. Enseguida serví el desayuno mientras mi adicto al crack jugaba con el cachorro y tomaba un sorbo de café. Pronto, el cachorro estaba comiendo huevos revueltos, ¡y yo acusé a mi adicto al crack de incitarlo!

    Eso es una estupidez, me contestó. En efecto, era estúpido, pero seguro.

    Había aprendido a elegir mis palabras con cuidado, intentando inyectar humor siempre que fuera posible. El humor, cursi o no, era una cortina de humo que pronto envolvió mi vida. Me había convertido en el rey de los juegos de palabras sin gracia.

    Sin mucho preámbulo, el dúo decidió dar un paseo. Yo vivía en el campo, en 20 acres de lo que había sido un terreno inservible. Era una colección de barrancos que había comprado en un anuncio clasificado. Más tarde compré un montón de materiales de construcción en mal estado y construí una cabaña de troncos. No tuve sistema séptico durante cinco años, y la maleza empezó a adorarme. A las serpientes les encantaban las malas hierbas, y no tardé en tener un auténtico ecosistema en mi pequeño mundo. Conseguí que me prestaran una excavadora, construí una presa en los barrancos y creé un estanque. Acabé teniendo una propiedad frente al mar en la Riviera redneck. Mi propiedad era mi arca. Tenía cabras, cerdos, ovejas y bichos.

    La vida era una bendición hasta que introduje una especie humana… Homo sapiens addicta. La naturaleza depredadora de la especie dificultó la supervivencia de otras formas de vida. Al poco tiempo, éramos sólo yo y mis adictos. No hay tiempo para los demás cuando tienes un adicto en tu vida. A menudo dejaba de visitar a mi padre en la residencia de ancianos para dedicarme a curar de forma codependiente a mis adictos. Como lirios de agua que languidecen en un estanque obstruido, mi vida se estancó.

    Date prisa, me dijo una voz.

    Corrí al patio delantero para ver al cachorro corriendo hacia mi adicto al crack.

    Ya sabe su nombre. Voy a enseñarle a dar la mano. Estoy deseando que mamá lo vea, retumbó la voz. En los días siguientes, la cara de mi adicto al crack se tiñó de carmesí por los días que pasaba jugueteando en el sol con el alegre manojo curativo. Dame la pata… Dame la pata… Dame la pata, le hacía señas mi adicto al crack. El cachorro le obedeció antes de que acabara el día. O mi adicto al crack tenía un talento oculto, o el cachorro, con la paciencia de Job, aprendió que él también tenía que ser sumiso. En cualquier caso, tanto mi adicto al crack como el cachorro estaban aprendiendo.

    De repente reflexioné sobre la dualidad del cachorro. Era a la vez alumno y maestro. Con sólo diez semanas de vida, el cachorro ya estaba enseñando a vivir a un humano. Supuse que el amor incondicional de un cachorro indefenso, trascendía la personalidad recelosa y desconfiada de un adicto desvalido. Superman era vulnerable a la kriptonita; quizá mi adicto al crack era sensible al amor canino incondicional. En lugar de juzgar, el cachorro simplemente aceptaba y daba amor.

    ¿Cómo era posible que mi adicto al crack, que había comido en contenedores de basura, dormido en el bosque y vendido zapatos con los pies cansados por el crack, de repente irradiara orgullo? El adicto al crack y el cachorro eran inseparables día y noche. El cachorro atraía a gente amable en las tiendas de animales, los parques y los patios de recreo. ¿Quieres acariciarlo? preguntaba con frecuencia mi adicto al crack.

    Una vez que los transeúntes acariciaban al cachorro, lo colocaban en el suelo para el gran final. Dale la pata, ordenaba mi adicto al crack, y la pata del cachorro chocaba triunfalmente con la mano del desconocido, sin malicia. El cachorro sabía lo que se esperaba de él y parecía disfrutar de la oportunidad de complacer no sólo a su amo, sino a todos los que deseaban conocerlo. Más tarde aprendí que las personas que aman a los animales son especiales. Los que no, son mercancía defectuosa que debe devolverse a los vendedores para que la reprogramen.

    El cachorro lo dio todo durante las primeras semanas, encapsulado en una relación simbiótica de la más alta magnitud. Era todo un espectáculo contemplar cómo mi adicto al crack se sentía orgulloso y se responsabilizaba de un alma canina indefensa. Tal era el milagro que se desarrollaba ante mis ojos inyectados en sangre. Sin embargo, al cabo de unas semanas, la novedad se desvaneció y me encontré ayudando a cuidar al cachorro. El cachorro crecía, al igual que el tiempo que yo dedicaba a su bienestar. Las pirámides de popó pronto se convirtieron en una expansión urbana.

    A las pocas semanas, las cosas cambiaron. La novedad del amor y la aceptación incondicionales no era suficiente para justificar el esfuerzo de cuidar de un cachorro. Un día, mi adicto al crack gritó, Destrozó otro juguete y tengo que limpiarlo… y me mordió los cordones de los zapatos, maldita sea… ¡los que acabo de conseguir! Eran los zapatos robados de una tienda, por los que casi me arrestan. Mi adicto al crack había entrado en una tienda y cambiado los zapatos viejos por los nuevos. Una vez dentro del automóvil, me dijo que me diera prisa porque habían llamado a la policía. Una vez más fui cómplice de la adicción. Me sentí orgulloso del cachorro que acabó con el contrabando ilegal, fácilmente obtenido y fácilmente destruido. Tanto mi adicto al crack como el cachorro eran destructivos. Yo lo llamaba ¡igualdad de cachorros!

    De repente, el cachorro gritó de dolor al ser golpeado duramente por la mano que había aprendido a amar y en la que había confiado.

    ¿Por qué golpeaste al cachorro? le pregunté.

    Porque me mordió y me dolió.

    Eso es lo que hacen los cachorros, le expliqué, cuando mastican y afilan los dientes.

    ¡Pues a mí no me va a morder! ¡Va a aprender!

    Por desgracia, el cachorro aprendió, y eso me entristeció. El humano al que había colocado en tan alto pedestal de admiración empezó a prestarle menos atención, a estar resentido con él y a hacerle daño físico. El proceso era lento, pero innegable. La dinámica estaba preparada para lo inevitable. No era una cuestión de si, sino de cuándo el cachorro recibiría un golpe demasiado fuerte o sería arrojado al otro lado de la habitación como el teléfono que había atravesado la malla de la mecedora.

    Me odio, pensé. Era culpa mía lo que estaba ocurriendo. Había confiado en otra alma para que me ayudara con mi problema de codependencia. Un inocente estaba sufriendo y era probable que lo mataran. Tenía que encontrar una salida. Tenía que haber otra manera que no fueran las repetidas oraciones que quedaban sin respuesta. Incluso Dios me había abandonado a mi suerte. ¿Cuán cruel es un mundo sin Dios, lleno de codependencia y adicción, un mundo en el que un cachorro hermoso, inocente, confiado, incondicionalmente cariñoso y adorable paga el precio? Odiaba el mundo, me odiaba a mí misma y, sobre todo, odiaba la vida.

    La noche siguiente, me desperté y mi adicto al crack y mi cachorro no estaban por ninguna parte. Sin duda, mi adicto estaba en otra carrera de crack en los barrios de la condenación… ¡esta maldita nación! Del crack a la metanfetamina, a la heroína, a Dios sabe qué… la gente sufría sin cesar. Vi el programa de televisión Intervención y fui testigo de abuelos llorando en brazos de niños, llorando en solidaridad con sus seres queridos caídos en los campos de batalla de la adicción. Los miembros de la familia cumplían con su deber en su propio mundo de codependencia. Yo no quería participar en la locura continua de la realidad. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para qué? Empecé a llorar y a temblar, y luego vomité la poca comida que había ingerido horas antes. Había perdido peso, sueño y cualquier vestigio de amor propio que pudiera haber tenido alguna vez. Mientras mi vida caía en espiral, vi salir el sol. Lo único que estaba a punto de girar era el pomo de la puerta. Mi adicto al crack entró en la cabaña, y miró por las persianas para asegurarse de que la KGB ya no lo seguía.

    ¿Dónde está el cachorro? le pregunté.

    ¿El cachorro? Está en la camioneta, pero no voy a salir.

    Salí, llevé al maldito cachorro dentro y me acosté. No le di agua ni comida. Cuando me desperté horas más tarde, me apresuré a alimentar al cachorro, que movía la cola como un limpiaparabrisas en señal de gratitud, lavando el resentimiento que, con razón, podría haber albergado. Las cosas empeoraron progresivamente, como seguramente era de esperarse. Las noches y los días, como imanes que se atraen, pronto fueron uno solo. La luz se convirtió en oscuridad, y la oscuridad en luz. Buscaba conciliar el sueño cuando mi adicto al crack me bendecía con su desaparición. Sin embargo, también estaba preocupado por mi adicto al crack, las drogas, las armas, la policía y la muerte. No me inquietaba por el cachorro que también iba y venía. De alguna manera, el cachorro se perdió en mi conciencia. Sencillamente, ya no había sitio en la posada para las preocupaciones. Estaba mental y emocionalmente en bancarrota.

    Mi vida pronto se tornó borrosa. No podía recordar lo que había sucedido el día anterior, y mucho menos ningún otro día. Los acontecimientos se mezclaban, se difuminaban e incluso desaparecían. Me esforzaba por conceptualizar lo que había sucedido y me preocupaba estar en las primeras fases del Alzheimer, o quizá en las últimas. Me asustaba la idea. Al día de hoy, no puedo establecer una cronología de los acontecimientos que tuvieron lugar. La vida se había convertido en un pozo negro que no podía aclarar. Me revolcaba en el sedimento de los excrementos de la vida. Que Dios me conceda la capacidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar, cambiar las que sí puedo, y la sabiduría para reconocer la diferencia, pregonan los programas de doce pasos. ¡Ése sí que es un concepto con el que me identifiqué con total claridad! No podía cambiar las cosas que sucedían precipitadamente en mi vida. Después de casi dos décadas de dominación, consideré seriamente poner fin a mi vida. Esperaba con impaciencia la libertad absoluta. Yo era un maestro en ayudar a los demás. Por una vez, ¡merecía hacer algo para mí mismo!

    Un día, en el que me encontraba absolutamente desesperado, llamé a uno de los pocos amigos que me quedaban en el mundo. Curiosamente, era un chico con el que mi adicto al crack y yo habíamos entablado amistad en una reunión

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