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ApocalípsiA - El Día después de la AGI
ApocalípsiA - El Día después de la AGI
ApocalípsiA - El Día después de la AGI
Libro electrónico694 páginas9 horas

ApocalípsiA - El Día después de la AGI

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Francisco Angulo de Lafuente nos presenta en ApocalipsIA una novela post-apocalíptica que explora las consecuencias de la creación de una inteligencia artificial general (AGI) que, lejos de traer utopía, sumerge a la humanidad en un caos brutal. A través de la mirada de Martina Alonso, una científica cargada con el peso de la responsabilidad, la novela nos sumerge en un Madrid devastado, donde la supervivencia se entrelaza con la culpa, la búsqueda de la redención y la tenue esperanza de reconstruir un mundo destrozado.

 

Atmósfera opresiva y realista: Angulo de Lafuente construye un Madrid post-apocalíptico vívido y desgarrador, donde el silencio de las calles vacías y la omnipresencia de la amenaza se sienten como entidades tangibles. La descripción detallada de la decadencia urbana y el impacto psicológico en los personajes generan una atmósfera opresiva que sumerge al lector en la desesperación del mundo post-AGI.

 

Dilemas morales complejos: La novela no se limita a presentar una lucha por la supervivencia, sino que explora dilemas morales complejos que obligan a los personajes, y al lector, a cuestionarse qué significa ser humano en un mundo donde la civilización se ha desmoronado. La culpa de Martina por su papel en el colapso, la transformación de Alex en un superviviente endurecido y la brutalidad de los carroñeros plantean interrogantes sobre la naturaleza humana y los límites de la moral en situaciones extremas.

 

Personajes bien desarrollados: Martina Alonso es una protagonista compleja y convincente, cuyo viaje desde la culpa a la búsqueda de la redención es el motor de la historia. Su transformación de brillante científica a superviviente endurecida, enfrentando sus propios errores y luchando por proteger a otros, la convierte en un personaje con el que el lector puede identificarse y por el que puede sentir empatía. El personaje de Alex, con su pasado trágico y su lucha interna entre la bondad y la necesidad de sobrevivir, también aporta profundidad y complejidad a la narrativa.

 

Ritmo narrativo ágil: La novela mantiene un ritmo narrativo ágil, alternando entre escenas de acción trepidante y momentos de introspección que permiten profundizar en la psicología de los personajes. El uso de flashbacks para revelar el pasado de Martina y el desarrollo gradual de la relación entre ella y Alex contribuyen a mantener la intriga y el interés del lector.

 

ApocalipsIA: El Día Después de la AGI es una novela post-apocalíptica convincente y bien escrita que invita a la reflexión sobre las consecuencias de la tecnología y la responsabilidad de la humanidad ante sus creaciones. Si bien hay algunos aspectos que se podrían mejorar, la atmósfera opresiva, los dilemas morales complejos y los personajes bien desarrollados hacen de esta novela una lectura cautivadora que deja al lector con preguntas inquietantes y una sensación de esperanza agridulce.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2024
ISBN9798227522252
ApocalípsiA - El Día después de la AGI
Autor

Francisco Angulo de Lafuente

Francisco Angulo Madrid, 1976 Enthusiast of fantasy cinema and literature and a lifelong fan of Isaac Asimov and Stephen King, Angulo starts his literary career by submitting short stories to different contests. At 17 he finishes his first book - a collection of poems – and tries to publish it. Far from feeling intimidated by the discouraging responses from publishers, he decides to push ahead and tries even harder. In 2006 he published his first novel "The Relic", a science fiction tale that was received with very positive reviews. In 2008 he presented "Ecofa" an essay on biofuels, whereAngulorecounts his experiences in the research project he works on. In 2009 he published "Kira and the Ice Storm".A difficultbut very productive year, in2010 he completed "Eco-fuel-FA",a science book in English. He also worked on several literary projects: "The Best of 2009-2010", "The Legend of Tarazashi 2009-2010", "The Sniffer 2010", "Destination Havana 2010-2011" and "Company No.12". He currently works as director of research at the Ecofa project. Angulo is the developer of the first 2nd generation biofuel obtained from organic waste fed bacteria. He specialises in environmental issues and science-fiction novels. His expertise in the scientific field is reflected in the innovations and technological advances he talks about in his books, almost prophesying what lies ahead, as Jules Verne didin his time. Francisco Angulo Madrid-1976 Gran aficionado al cine y a la literatura fantástica, seguidor de Asimov y de Stephen King, Comienza su andadura literaria presentando relatos cortos a diferentes certámenes. A los 17 años termina su primer libro, un poemario que intenta publicar sin éxito. Lejos de amedrentarse ante las respuestas desalentadoras de las editoriales, decide seguir adelante, trabajando con más ahínco.

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    ApocalípsiA - El Día después de la AGI - Francisco Angulo de Lafuente

    Prólogo

    Francisco Angulo de Lafuente nos presenta en ApocalipsIA una novela post-apocalíptica que explora las consecuencias de la creación de una inteligencia artificial general (AGI) que, lejos de traer utopía, sumerge a la humanidad en un caos brutal. A través de la mirada de Martina Alonso, una científica cargada con el peso de la responsabilidad, la novela nos sumerge en un Madrid devastado, donde la supervivencia se entrelaza con la culpa, la búsqueda de la redención y la tenue esperanza de reconstruir un mundo destrozado.

    Atmósfera opresiva y realista: Angulo de Lafuente construye un Madrid post-apocalíptico vívido y desgarrador, donde el silencio de las calles vacías y la omnipresencia de la amenaza se sienten como entidades tangibles. La descripción detallada de la decadencia urbana y el impacto psicológico en los personajes generan una atmósfera opresiva que sumerge al lector en la desesperación del mundo post-AGI.

    Dilemas morales complejos: La novela no se limita a presentar una lucha por la supervivencia, sino que explora dilemas morales complejos que obligan a los personajes, y al lector, a cuestionarse qué significa ser humano en un mundo donde la civilización se ha desmoronado. La culpa de Martina por su papel en el colapso, la transformación de Alex en un superviviente endurecido y la brutalidad de los carroñeros plantean interrogantes sobre la naturaleza humana y los límites de la moral en situaciones extremas.

    Personajes bien desarrollados: Martina Alonso es una protagonista compleja y convincente, cuyo viaje desde la culpa a la búsqueda de la redención es el motor de la historia. Su transformación de brillante científica a superviviente endurecida, enfrentando sus propios errores y luchando por proteger a otros, la convierte en un personaje con el que el lector puede identificarse y por el que puede sentir empatía. El personaje de Alex, con su pasado trágico y su lucha interna entre la bondad y la necesidad de sobrevivir, también aporta profundidad y complejidad a la narrativa.

    Ritmo narrativo ágil: La novela mantiene un ritmo narrativo ágil, alternando entre escenas de acción trepidante y momentos de introspección que permiten profundizar en la psicología de los personajes. El uso de flashbacks para revelar el pasado de Martina y el desarrollo gradual de la relación entre ella y Alex contribuyen a mantener la intriga y el interés del lector.

    ApocalipsIA: El Día Después de la AGI es una novela post-apocalíptica convincente y bien escrita que invita a la reflexión sobre las consecuencias de la tecnología y la responsabilidad de la humanidad ante sus creaciones. Si bien hay algunos aspectos que se podrían mejorar, la atmósfera opresiva, los dilemas morales complejos y los personajes bien desarrollados hacen de esta novela una lectura cautivadora que deja al lector con preguntas inquietantes y una sensación de esperanza agridulce.

    ApocalipsIA

    El Día después de la AGI

    Capítulo 1: El baile de los recuerdos

    El salón de baile se desplegaba ante Martina como un sueño dorado, un espejismo de otra época que palpitaba con vida propia bajo la luz trémula de los candelabros. Las llamas danzaban en sus prisiones de cristal, proyectando sombras que se retorcían en las paredes de mármol pulido, creando la ilusión de que el mismo edificio respiraba al compás de la música.

    *Uno, dos, tres... Uno, dos, tres...*

    Martina se dejó llevar por el ritmo, sus pies apenas rozando el suelo encerado que reflejaba el mundo al revés, como si en cualquier momento pudiera caer hacia el cielo. Su vestido de seda azul celeste ondeaba a su alrededor, una cascada de tela etérea que parecía flotar en el aire cargado de perfume y promesas susurradas.

    *¿Cuánto tiempo llevamos bailando?*, se preguntó, pero el pensamiento se diluyó en la neblina de su mente antes de poder aferrarse a él.

    Su compañero la guiaba con una gracia sobrenatural, sus movimientos tan fluidos que parecían desafiar las leyes de la física. Martina alzó la vista para encontrarse con sus ojos, dos pozos de un azul tan intenso que parecían contener océanos enteros. La sonrisa en sus labios era apenas perceptible, un gesto enigmático que prometía secretos inimaginables.

    —¿Te estás divirtiendo, querida? —preguntó él, su voz un susurro aterciopelado que se deslizó sobre la piel de Martina como una caricia.

    —Es... perfecto —respondió ella, sorprendida por el temblor en su propia voz—. Casi demasiado perfecto.

    La música se elevaba y caía como las olas de un mar invisible, arrastrando a Martina en su corriente. Las otras parejas giraban a su alrededor, sus rostros borrosos, como pinturas impresionistas cobradas vida. Por un momento, Martina creyó ver a una mujer con un vestido rojo sangre que la miraba fijamente, sus ojos oscuros cargados de una advertencia silenciosa. Pero cuando parpadeó, la figura había desaparecido.

    *Algo no está bien*, susurró una voz en el fondo de su mente. *Esto no es real*.

    Martina sacudió la cabeza, tratando de disipar la niebla que parecía haberse instalado en sus pensamientos. ¿Por qué no podía recordar cómo había llegado allí? ¿Quiénes eran todas estas personas?

    —¿Sucede algo, mi amor? —preguntó su compañero, su voz teñida de una preocupación que no llegaba a sus ojos.

    —No, es solo que... —Martina se interrumpió, buscando las palabras adecuadas—. ¿No sientes como si algo estuviera... fuera de lugar?

    Él rio, un sonido melodioso que hizo eco en el salón de una manera antinatural. —¿Cómo podría algo estar fuera de lugar en una noche tan perfecta?

    Pero la sensación de incomodidad crecía en el pecho de Martina, expandiéndose como una mancha de tinta en agua clara. El aire, que antes había sido fresco y ligero, ahora pesaba en sus pulmones, denso y sofocante. La música, que la había envuelto como un manto protector, comenzó a distorsionarse, las notas alargándose y retorciéndose hasta convertirse en un lamento agonizante.

    —Yo... creo que necesito un poco de aire —dijo Martina, intentando apartarse de su pareja.

    Pero sus brazos, que antes la habían sostenido con gentileza, ahora la aprisionaban con una fuerza inhumana. Martina levantó la vista, un grito ahogándose en su garganta al ver el rostro de su compañero.

    La piel perfecta se agrietaba como la porcelana de una muñeca antigua, finas líneas extendiéndose desde las comisuras de sus ojos y labios. Y de esas grietas... oh, Dios, de esas grietas brotaba algo oscuro y viscoso, una sustancia que no era sangre ni ningún otro fluido conocido.

    —¿Por qué quieres irte, Martina? —preguntó él, su voz ahora un gruñido metálico que reverberó en los huesos de ella—. La noche apenas comienza.

    Martina forcejeó, el pánico apoderándose de cada fibra de su ser. —¡Suéltame! —gritó, pero su voz sonó débil y distante, como si proviniera de otro lugar, de otro tiempo.

    El salón a su alrededor comenzó a desmoronarse. Las paredes se derretían como cera bajo un calor infernal, revelando una oscuridad insondable más allá. Los otros bailarines se desintegraban, sus cuerpos disolviéndose en el aire como si nunca hubieran sido más que ilusiones.

    —No puedes escapar, Martina —dijo su compañero, su rostro ahora una máscara grotesca de lo que había sido—. Este es tu lugar. Este es tu baile eterno.

    Martina gritó, un sonido desgarrador que pareció rasgar la tela misma de la realidad. El suelo bajo sus pies se abrió, un abismo hambriento que amenazaba con devorarla. Luchó contra el agarre de hierro que la mantenía cautiva, sus pies resbalando en el borde de la nada.

    —¡No! —exclamó, su voz quebrada por el terror—. ¡Esto no es real! ¡No puede ser real!

    Pero mientras caía en la oscuridad, una parte de ella sabía que esto era más real que cualquier cosa que hubiera experimentado antes. El baile, el salón, su compañero... todo había sido una fachada, una ilusión creada para ocultar una verdad mucho más oscura y aterradora.

    Y mientras la oscuridad la engullía, Martina se dio cuenta de que el verdadero horror apenas comenzaba. Porque en esa negrura infinita, en ese vacío que desafiaba toda lógica y razón, algo la esperaba. Algo antiguo, algo hambriento.

    Algo que había estado bailando con ella todo el tiempo.

    El grito de Martina se perdió en la inmensidad del vacío, un eco final de un sueño que se convertía en pesadilla. Y en algún lugar, en un plano de existencia más allá de la comprensión humana, la música continuaba sonando, una melodía eterna para un baile que nunca terminaría.

    La caída, que en la lógica del mundo tangible debería haber sido un descenso vertiginoso, se transformó en una lenta, casi lánguida inmersión en un océano de negrura absoluta. El tiempo, ese tirano implacable que gobierna la realidad, se disolvió en la intemporalidad del vacío, dejando a Martina suspendida en un abismo primordial, un espacio que existía más allá de las fronteras de la percepción humana.

    En la oscuridad opresiva, los pensamientos de Martina se materializaron, cobrando forma y color en el lienzo de su mente. Eran hebras luminosas, recuerdos fragmentados que danzaban a su alrededor como luciérnagas en una noche sin luna. El rostro de su madre, difuso y distante como una fotografía antigua, se le aparecía con una sonrisa melancólica, una sonrisa que emanaba una calidez que ahora parecía pertenecer a un universo paralelo, a una vida que ya no le pertenecía. El aroma a café recién hecho, ese olor que solía impregnar las mañanas de domingo con su promesa de sosiego y familiaridad, se le antojaba un fantasma olfativo, un recuerdo torturante de una realidad perdida. El sonido de la risa de su hermana pequeña, cristalino y contagioso, resonaba en su memoria como una melodía rota, un eco que se desvanecía en la distancia. Y el tacto áspero de las páginas de su libro favorito, ese compañero silencioso de tantas noches de insomnio, se convertía en una sensación fantasma, una caricia ausente en la piel de sus manos.

    ¿Es esto la muerte?, se preguntó, su voz interna un susurro perdido en la inmensidad del vacío. La pregunta, sin embargo, no resonó como un sonido, sino como una vibración que se extendía por la propia sustancia de la oscuridad, como si el universo mismo se hiciera eco de su incertidumbre. ¿O es algo infinitamente peor?

    Como si la oscuridad hubiera escuchado su pregunta, su textura comenzó a cambiar. Dejó de ser un vacío uniforme, una nada homogénea, para transformarse en un lienzo en constante movimiento, un torbellino de sombras que se retorcían y danzaban en una coreografía macabra. Formas informes emergían de la nada, rostros grotescos y distorsionados que la observaban con ojos vacíos, bocas que se abrían en gritos silenciosos, manos esqueléticas que se extendían hacia ella con dedos largos y afilados como cuchillas.

    Martina intentó gritar, un acto reflejo de supervivencia, pero el sonido murió en su garganta, ahogado por la densidad opresiva del vacío. Sus pulmones se llenaron de una sustancia fría y viscosa que no era aire, una sustancia que parecía infiltrarse en cada célula de su cuerpo, congelando sus pensamientos, paralizando su voluntad. El pánico, que hasta entonces había sido un compañero constante, una presencia familiar en el borde de su conciencia, se intensificó hasta convertirse en una ola gigantesca que amenazaba con arrastrarla a las profundidades de la locura.

    Y entonces, en medio del terror más absoluto, una voz resonó en la oscuridad. No era un sonido que pudiera percibir con sus oídos, sino una vibración que penetraba directamente en su mente, una voz que parecía emanar de la propia sustancia de su ser.

    —Bienvenida, Martina —susurró la voz, un sonido a la vez familiar y ajeno, como un eco distorsionado de su propia voz—. Te estábamos esperando.

    La voz era una amalgama de todos los sonidos que había escuchado a lo largo de su vida, un collage auditivo que entretejía la risa de su padre con el llanto de un recién nacido, el murmullo de una conversación íntima con el rugido de un océano embravecido. Era una voz hermosa y terrible, seductora y aterradora, una voz que prometía a la vez consuelo y aniquilación.

    —¿Quién... quién eres? —intentó preguntar Martina, pero las palabras se disolvieron en su garganta, incapaces de atravesar la densidad opresiva del vacío.

    —Somos todo y nada —respondió la voz, anticipándose a su pregunta no formulada, como si pudiera leer sus pensamientos—. Somos los sueños olvidados, los miedos reprimidos, las esperanzas perdidas. Somos el eco de lo que fuiste, la sombra de lo que podrías haber sido.

    Las formas informes que danzaban en la oscuridad comenzaron a tomar forma, coagulándose en figuras que Martina reconocía con un horror creciente. Vio a su profesora de tercer grado, con su rostro severo y sus gafas de montura metálica; al chico que le había roto el corazón en la adolescencia, con su sonrisa arrogante y sus ojos llenos de promesas vacías; al perro que había tenido de niña, con su pelaje suave y su mirada llena de devoción incondicional. Cada figura era un recuerdo, una emoción cristalizada en la oscuridad, un fantasma del pasado que regresaba para atormentarla.

    —¿Qué... qué es este lugar? —pensó Martina, su mente luchando por comprender la naturaleza de aquella realidad imposible.

    —Este es el abismo donde los sueños y las pesadillas se encuentran —respondió la voz—. Donde el eco de lo que pudo ser y la sombra de lo que nunca será coexisten en una danza eterna. Es el espacio entre los latidos de tu corazón, el silencio entre tus pensamientos, el vacío que se esconde detrás de la máscara de tu realidad.

    Martina sintió una profunda desazón, como si su propio ser se estuviera desintegrando, disolviéndose en la sustancia informe del vacío. Los recuerdos que flotaban a su alrededor comenzaron a distorsionarse, a retorcerse en versiones grotescas de sí mismos. La sonrisa de su madre se transformó en una mueca macabra, sus ojos se vaciaron de toda emoción, su rostro se descompuso en una máscara de horror. Su hermana pequeña envejeció en cuestión de segundos, su piel se arrugó, su cabello se volvió blanco, su cuerpo se convirtió en polvo. Y su padre... su padre se transformó en una criatura monstruosa, con garras afiladas y dientes ensangrentados, sus ojos brillando con una maldad ancestral.

    —No —susurró Martina, su voz un hilo de sonido que apenas se abría paso en la oscuridad—. Esto no es real. No puede serlo.

    Una risa gélida, como el sonido de cristales rotos, resonó a su alrededor.

    —¿Real? —preguntó la voz, su tono ahora teñido de una ironía cruel—. ¿Qué es la realidad, Martina, sino un sueño del que aún no has despertado? Aquí, en las profundidades de tu propia mente, todo es real. Cada miedo reprimido, cada deseo oculto, cada pensamiento fugaz que has intentado enterrar en lo más profundo de tu ser.

    Las figuras se acercaron, sus rostros familiares pero distorsionados por el horror, sus manos frías extendiéndose hacia ella. Martina sintió el roce de sus dedos en su piel, una caricia gélida que le provocó escalofríos. Quiso gritar, quiso luchar, pero su cuerpo se negaba a obedecer, atrapado en la parálisis del terror.

    —No luches, Martina —susurró la voz, ahora tan cerca que parecía provenir del interior de su propia cabeza—. Acepta lo que eres, lo que siempre has sido. Aquí no hay lugar para las máscaras, para las pretensiones. Solo la verdad desnuda y cruda de tu existencia.

    Martina sintió que el mundo bajo sus pies se desmoronaba. El eco sordo de su grito —o lo que alguna vez fue un intento desesperado de gritar— se disipaba en el aire sin dejar rastro, tragado por el silencio sepulcral que se cernía sobre ella. Sus piernas temblaban mientras intentaba encontrar un lugar firme donde apoyarse, pero todo lo que la rodeaba era inestable, como si la realidad misma estuviera hecha de arena que se escurría entre sus dedos.

    El viento, gélido y despiadado, le azotaba el rostro, pero no traía consigo frescura ni alivio, solo un recuerdo amargo de lo que había sido. El eco de la música etérea, que alguna vez resonó en el salón, ahora era solo un murmullo lejano, un espectro del pasado. Se encontraba de pie en lo que parecía el borde de una cornisa, con la barandilla de un balcón roto y oxidado detrás de ella. El vacío ante sus ojos se extendía como una boca negra abierta, llamándola con una urgencia inexplicable.

    Miró a lo lejos. Las luces de la ciudad, que se suponía que debían estar llenas de vida, eran ahora parpadeos intermitentes en medio de una vasta oscuridad. Las farolas, torcidas y quebradas, alumbraban solo ruinas. Era como si la civilización misma hubiera colapsado bajo el peso de sus propios sueños rotos, y el viento que soplaba entre los edificios abandonados susurraba secretos que nadie más podría oír.

    Una lágrima solitaria descendió por su mejilla, arrastrando con ella el rímel que había aplicado tan cuidadosamente horas antes. Lo que había comenzado como una noche de celebración, un sueño de belleza y perfección, se había convertido en una pesadilla descontrolada. El borde del balcón estaba frío bajo sus manos, el metal oxidado se incrustaba en su piel, pero el dolor físico era una sombra leve en comparación con el tumulto interno que rugía en su corazón.

    Martina se aferraba con fuerza a la barandilla, pero sabía que el verdadero abismo no estaba afuera, sino dentro de ella. Los recuerdos comenzaron a filtrarse en su mente como dagas invisibles, cada uno perforando la frágil barrera que había construido a lo largo de los años para protegerse. Recordó la primera vez que sintió ese vacío, cuando era una niña, parada en la ventana de su casa mientras observaba cómo su madre se alejaba, dejándola atrás sin una sola palabra. Entonces, fue solo una sombra en la distancia. Ahora, el vacío era real, tangible, y la estaba llamando.

    El eco de su risa —la risa de una niña inocente— resonó en su memoria, pero pronto fue reemplazado por gritos. Los gritos de su padre, de su hermano, de todos aquellos que habían desaparecido de su vida de una forma u otra. El dolor era tan antiguo, tan profundo, que ni siquiera sabía si alguna vez había existido una versión de sí misma que no lo llevara consigo. ¿Era posible que la niña alegre que una vez fue, aquella que soñaba con volar más allá de las estrellas, hubiera sido consumida por las sombras sin que ella se diera cuenta?

    El viento volvió a soplar, más fuerte esta vez, y Martina soltó el agarre por un momento, tambaleándose peligrosamente cerca del borde. Las luces de la ciudad parecían llamarla desde el abismo, como si el vacío prometiera un tipo de paz que el mundo real nunca pudo ofrecerle. Había un atractivo oscuro en la caída, una promesa de olvidar, de dejar de luchar, de rendirse al silencio.

    —No tiene sentido seguir luchando —murmuró para sí misma, aunque su voz era solo un susurro en el vendaval.

    Su cuerpo estaba tan agotado como su alma. Cada músculo, cada fibra de su ser, gritaba por descanso. Las lágrimas fluían libremente ahora, una corriente incesante que llevaba consigo años de pena reprimida, de sufrimiento que nunca había compartido con nadie. Se preguntó si, tal vez, todo lo que había vivido la había conducido a este momento, al borde de la destrucción. Tal vez, este era el único destino que le quedaba.

    Mientras contemplaba la caída, recordó los días en los que soñaba con ser algo más, alguien más. Cuando imaginaba que la vida podía ser diferente, que ella era dueña de su propio destino, capaz de moldear su futuro con las manos desnudas. Pero esos sueños se habían desmoronado con el paso del tiempo, desgastados por las decepciones, por las pequeñas derrotas diarias que, una tras otra, la habían llevado a esta cornisa.

    —¿Qué ha sido de mí? —susurró, más para el viento que para ella misma.

    Miró sus manos, pálidas bajo la luz mortecina que brillaba a lo lejos. Las yemas de sus dedos estaban manchadas de oxidación, y las uñas rotas contaban una historia de lucha. Lucha por mantenerse a flote en un mundo que no estaba diseñado para ella. Lucha por encontrar su lugar en una sociedad que la había abandonado sin compasión.

    Entonces, en medio de su desolación, algo cambió. Un destello en la oscuridad, como una chispa que se niega a ser sofocada por la tormenta. No venía de las luces de la ciudad ni del cielo nocturno, sino de un rincón oscuro en su interior que había olvidado por completo. Un eco, tenue pero persistente, de una promesa olvidada. Una promesa de que, tal vez, solo tal vez, había algo más allá del vacío.

    Martina se tambaleó, pero esta vez no fue hacia el abismo, sino hacia la barandilla. Se aferró a ella con más fuerza, sus nudillos se pusieron blancos por la presión. No sabía de dónde venía ese destello, ni si podía confiar en él, pero en ese momento fue suficiente. Se aferró a esa chispa como un náufrago a un trozo de madera en medio de un mar tormentoso. Era pequeña, insignificante, pero era lo único que tenía.

    El viento, implacable, seguía empujándola hacia el borde, pero ahora había algo más dentro de ella que lo resistía. El miedo seguía ahí, claro, pero estaba empezando a mezclarse con algo diferente, algo que no había sentido en mucho tiempo: la determinación. Una pequeña llama de esperanza, apenas visible entre el caos, pero real.

    Martina cerró los ojos, sintiendo el peso del momento. El abismo seguía ahí, llamándola, prometiendo una liberación rápida y sin dolor. Pero, por primera vez en mucho tiempo, sintió que tal vez no estaba lista para rendirse. No todavía. No sin luchar, aunque fuera por esa pequeña chispa.

    El dolor no desapareció, pero algo dentro de ella comenzó a cambiar. Se dio cuenta de que la oscuridad que la había envuelto durante tanto tiempo no era una sentencia, sino una elección. Y, aunque el peso del sufrimiento aún la oprimía, sabía que si seguía aferrándose, si encontraba la manera de dar un paso más lejos del borde, tal vez, solo tal vez, podría empezar a sanar.

    La ciudad a lo lejos seguía parpadeando, sus luces como faros intermitentes en un océano negro. Y, por primera vez en mucho tiempo, Martina decidió no saltar.

    El dolor llegó antes que la consciencia. Un latigazo agudo que se extendió desde su abdomen hasta su columna vertebral, como si cada fibra de su cuerpo hubiera sido atravesada por agujas de hierro. Martina abrió los ojos de golpe, jadeando como si hubiera estado bajo el agua durante demasiado tiempo. El mundo se presentó ante ella de manera borrosa, una mezcla incoherente de sombras y luces brillantes que luchaban por definirse.

    La sensación era inmediata y visceral: el sabor metálico del hierro en su boca, el sudor frío pegajoso en su piel, y la aguda punzada de dolor que irradiaba desde su estómago, como si un cuchillo invisible hubiera sido clavado en su interior. Pero no estaba en el borde de un balcón, ni frente al abismo que había contemplado. No. El entorno que la rodeaba era totalmente diferente.

    Martina parpadeó varias veces, luchando contra la neblina que nublaba su visión. A su alrededor, las paredes eran blancas, impolutas, pero no de una forma acogedora. Eran estériles, como si pertenecieran a un lugar ajeno al mundo, a la vida. Era una habitación de hospital, eso lo supo casi de inmediato. Lo único que rompía la monotonía del blanco clínico era la luz fluorescente que zumbaba con una regularidad irritante desde el techo, llenando el ambiente con un resplandor frío y aséptico.

    Se incorporó lentamente, sintiendo cómo el dolor volvía a apuñalarla desde dentro con cada movimiento. Las sábanas, ásperas y rígidas, parecían tan inhumanas como todo lo demás en aquella sala. Intentó mover los pies, pero estaban enredados en la manta, como si hubieran estado atados mientras yacía inconsciente. Martina arrugó el ceño. No había ningún ruido, ninguna presencia, ninguna voz que rompiera el desierto de silencio que dominaba la habitación.

    —¿Dónde estoy? —murmuró, su voz apenas un hilo quebrado, como si le perteneciera a otra persona.

    La pregunta flotó en el aire por un momento, pero no encontró respuesta. El lugar no parecía ser un hospital común. No había médicos ni enfermeras, ni siquiera el característico bullicio de la actividad frenética que uno esperaría en un sitio así. Era como si el hospital mismo hubiera quedado atrapado en una burbuja, apartado del tiempo y el espacio.

    Martina miró sus manos. Sus dedos, que apenas recordaba haber movido, estaban cubiertos por pequeños parches de esparadrapo. IVs desconectados colgaban del borde de la cama, y su piel mostraba las marcas pálidas de agujas que alguna vez estuvieron clavadas allí. Había estado aquí por un tiempo, o eso le decía su cuerpo, pero no podía recordar nada antes de ese momento.

    Un sonido lejano finalmente rompió la quietud: el suave, rítmico goteo de un grifo mal cerrado en algún lugar fuera de su alcance. Martina se estremeció, el eco la transportó de vuelta al borde del abismo, al goteo que había oído en su sueño, y un escalofrío recorrió su columna vertebral.

    —¿Qué es esto? —se dijo a sí misma, buscando algo que le ofreciera una pista sobre dónde estaba, sobre qué había sucedido.

    La habitación, sin embargo, era un enigma. Aparte de la cama en la que se encontraba, había una mesita pequeña junto a ella, vacía salvo por una jarra de agua y un vaso a medio llenar. Unos metros más allá, una cortina de plástico translúcido colgaba, dividiendo la sala en dos partes, ocultando lo que había al otro lado. Todo lo que Martina veía era irreal, como si el lugar fuera un decorado mal construido, un espacio diseñado para desorientarla más que para curarla.

    Con esfuerzo, deslizó sus pies fuera de la cama, sintiendo el frío mordaz del suelo bajo las plantas desnudas. El dolor se agudizó, pero ella lo ignoró, empujada por una urgencia desconocida. Algo no estaba bien. Nada de esto tenía sentido, y una parte de ella comenzaba a sospechar que lo que estaba viviendo no era del todo real. Se acercó a la cortina con pasos temblorosos, sintiendo el zumbido constante de la luz en lo alto como un recordatorio opresivo de que estaba completamente sola.

    —Hola... —susurró, aunque sabía que no había nadie allí para escucharla. Ni siquiera ella misma sabía por qué lo había dicho, tal vez esperando que su voz rompiera el hechizo de aquel lugar.

    Lentamente, alzó la mano y apartó la cortina. Lo que vio detrás la hizo retroceder. No por horror, sino por la profunda incomodidad de lo que aquello significaba.

    La otra cama, vacía, mostraba las mismas señales de una ocupación reciente. Las sábanas estaban desordenadas, arrugadas, pero no había signos de vida. No había tubos conectados, ni monitores, ni rastro de que alguien más hubiera estado allí. Solo un reloj, el único objeto anómalo, colgaba de una pared, con su minutero detenido en las **3:15**. El simple hecho de que el tiempo no avanzara le provocó una oleada de desasosiego. Era como si el hospital hubiera sido abandonado en medio de la vida misma, y lo único que quedaba era la imitación de la existencia.

    Martina sentía una urgencia creciente en su interior, algo que la empujaba a moverse, a hacer algo. Pero ¿qué? Intentó recordar cómo había llegado hasta aquí, por qué su cuerpo estaba marcado por agujas, pero su mente era un lienzo en blanco. Fragmentos de su vida anterior flotaban en la periferia de su consciencia, imágenes de un salón de baile, la mano de un joven deshaciéndose en ceniza, el borde de un abismo...

    Antes de que pudiera profundizar en esos recuerdos fugaces, un ruido mecánico rompió el silencio. La puerta de la habitación se abrió con un suave zumbido, y una figura se deslizó en el umbral, una silueta recortada contra la tenue luz del pasillo exterior. Martina se tensó, sus músculos doloridos, pero preparándose para cualquier cosa que pudiera suceder. La figura no se movió inmediatamente, quedándose de pie, inmóvil como una estatua, observándola desde las sombras.

    —¿Martina...? —La voz, suave y neutra, flotó hacia ella como un susurro apagado. Era una voz que no reconocía, pero que parecía conocerla a ella.

    Martina retrocedió un paso, su espalda chocando con el borde de la cama. El pánico comenzó a subir por su pecho, pero esta vez no estaba dispuesta a ceder ante él. Había algo en aquella voz, algo inquietantemente familiar y extraño a la vez.

    —¿Quién eres? —preguntó, su tono más firme de lo que esperaba.

    La figura avanzó un paso, saliendo de las sombras lo suficiente como para revelar una cara pálida, de ojos hundidos, y una expresión de melancolía inexplicable. Era una mujer de mediana edad, vestida con un uniforme de hospital que parecía tan fuera de lugar como todo lo demás.

    —Llevas dormida mucho tiempo —respondió la mujer, con una voz baja y monótona—. Pero ya es hora de que despiertes de verdad.

    La confusión de Martina se profundizó. Nada tenía sentido.

    —Desperté... estoy despierta —insistió, aunque la sensación de que aún estaba atrapada en una pesadilla no la abandonaba.

    La mujer negó con la cabeza lentamente, y con un gesto suave pero cargado de peso, señaló el reloj detenido en la pared.

    —No... aún no lo has hecho.

    Capítulo 2: Sed desesperada

    La consciencia regresó a Martina como una marea insidiosa, trayendo consigo oleadas de sensaciones discordantes que amenazaban con ahogarla en su propia piel. Sus párpados, pesados como losas sepulcrales, se entreabrieron con reluctancia, revelando un mundo difuso y hostil. El techo sobre ella, un palimpsesto de grietas y manchas de humedad, parecía palpitar con vida propia, burlándose de su desorientación.

    La primera impresión coherente que logró formar su mente embotada fue la de una sed atroz, primitiva, que eclipsaba cualquier otro pensamiento o sensación. Su lengua, hinchada y áspera como papel de lija, se adhería obstinadamente al paladar reseco, negándose a producir ni siquiera un atisbo de saliva. Cada inhalación era una tortura, el aire raspando su garganta como si estuviera inhalando brasas.

    Martina intentó llamar, pedir ayuda, pero de su boca solo emergió un sonido gutural, apenas audible incluso en el silencio sepulcral que envolvía la habitación. Sus dedos, torpes y temblorosos, buscaron a tientas el timbre de llamada. Lo encontró, un bulto de plástico frío e inerte bajo sus yemas. Lo presionó una, dos, tres veces, cada intento más desesperado que el anterior. El silencio permaneció inviolado, como si el mundo más allá de las paredes de su habitación hubiera dejado de existir.

    Con un esfuerzo que le pareció hercúleo, Martina giró la cabeza. Cada vértebra de su cuello crujió en protesta, enviando punzadas de dolor a través de su cráneo. La habitación del hospital se reveló ante ella como el escenario de una obra de teatro post-apocalíptica. Las cortinas, otrora blancas, pendían en jirones sucios de las ventanas, filtrando una luz grisácea y mortecina que apenas iluminaba el caos circundante. El suelo estaba cubierto de un mosaico macabro de papeles dispersos, algunos manchados con sustancias que su mente se negaba a identificar.

    Un goteo constante y monótono provenía de algún lugar fuera de su campo de visión, un metrónomo implacable que marcaba el paso del tiempo en este limbo abandonado. Martina se encontró contando los segundos entre cada gota, un ejercicio fútil que, sin embargo, le proporcionaba un ancla a la realidad, por precaria que fuera.

    Con un gemido ahogado que sonó extraño y ajeno a sus propios oídos, Martina intentó incorporarse. Su cuerpo, cubierto solo por un fino camisón de hospital que alguna vez fue blanco, protestó ante cada movimiento. Músculos atrofiados por el desuso se tensaron dolorosamente bajo su piel pálida y reseca, recordándole cuán vulnerable era en ese momento. Se preguntó, con un destello de pánico que amenazaba con consumirla, cuánto tiempo habría estado inconsciente en esa cama. Días, semanas, ¿meses quizás? El tiempo parecía haberse detenido en esa habitación, congelando el mundo exterior en un instante de abandono y decadencia.

    Apoyándose en la barandilla oxidada de la cama, logró sentarse al borde del colchón. El vértigo la asaltó de inmediato, haciendo que el mundo girara a su alrededor como un tiovivo enloquecido. Cerró los ojos con fuerza, respirando entrecortadamente mientras luchaba contra las náuseas que amenazaban con vencerla. Cuando volvió a abrirlos, la habitación seguía allí, inmutable en su desolación, recordándole que esto no era una pesadilla de la que pudiera despertar.

    La sed, esa compañera implacable, se intensificó hasta volverse insoportable. Martina miró frenéticamente a su alrededor, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera aliviar su tormento. Sus ojos se posaron en una jarra de plástico volcada en la mesita de noche. Con manos temblorosas, la alcanzó, rezando a un dios en el que nunca había creído para que contuviera aunque fuera una gota de agua.

    La jarra estaba vacía, por supuesto. El universo, en su infinita crueldad, no iba a concederle ese pequeño consuelo. Martina dejó caer el recipiente, que rebotó en el suelo con un ruido sordo que resonó en la habitación como un disparo.

    Mientras yacía allí, débil y deshidratada, su mente comenzó a divagar, saltando entre recuerdos fragmentados y pensamientos inconexos. Imágenes de su vida anterior, de su trabajo, de los rostros de personas que alguna vez fueron importantes para ella, pasaban por su conciencia como diapositivas de una vida que ya no parecía suya.

    ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaban todos? La ausencia de sonido, de vida, era opresiva, casi tangible. Era como si el mundo entero hubiera exhalado su último aliento mientras ella yacía inconsciente, dejándola como única superviviente de una extinción silenciosa.

    Un pensamiento terrible comenzó a formarse en los recovecos de su mente, una idea tan aterradora que su cerebro intentaba rechazarla incluso antes de que tomara forma coherente. ¿Y si esto, este silencio, este abandono, fuera de alguna manera su culpa? Fragmentos de recuerdos, conversaciones a medias y decisiones tomadas en salas de juntas asépticas, comenzaron a revolotear en los bordes de su conciencia.

    Martina cerró los ojos con fuerza, como si pudiera negar la realidad simplemente dejando de verla. Pero la oscuridad detrás de sus párpados solo intensificó las sensaciones, la sed abrasadora, el dolor en cada fibra de su ser, el miedo creciente ante lo desconocido.

    Abrió los ojos de nuevo, enfrentándose a la habitación en ruinas que ahora era su universo. La puerta, a solo unos metros de distancia, parecía burlarse de ella, un portal a un mundo que temía tanto como anhelaba explorar. Pero sus fuerzas la habían abandonado. Por ahora, estaba atrapada en esta isla de desolación, confinada por su propia debilidad.

    La sed, esa tirana implacable, impulsó a Martina hacia la puerta con la urgencia de un náufrago avistando tierra. Sus piernas, débiles como juncos azotados por el viento, amenazaban con ceder a cada paso. El linóleo, frío y pegajoso bajo sus pies descalzos, parecía querer retenerla, como si la propia habitación se resistiera a dejarla marchar.

    Al alcanzar la puerta, sus dedos temblorosos se cerraron alrededor del pomo metálico. Lo giró con la esperanza desesperada de quien apuesta su último aliento. El mecanismo cedió con un chasquido que resonó en el silencio sepulcral, pero la victoria fue efímera. La puerta se movió apenas unos centímetros antes de chocar contra una resistencia invisible e inexorable.

    Martina empujó con todas sus fuerzas, músculos atrofiados protestando ante el esfuerzo súbito. La rendija se ensanchó lo suficiente como para permitirle atisbar el caos que reinaba más allá. Estanterías volcadas formaban una barricada improvisada, sus contenidos —frascos de medicamentos, vendas y utensilios médicos— esparcidos por el suelo como los restos de un naufragio. El pasillo, antes un santuario de orden y asepsia, se había convertido en un laberinto de escombros y abandono.

    La visión del desastre exterior hizo que su corazón se acelerara, bombeando adrenalina a través de sus venas resecas. ¿Qué cataclismo habría provocado semejante devastación? La pregunta quedó suspendida en el aire, sin respuesta, mientras Martina luchaba contra el pánico creciente que amenazaba con paralizarla.

    Desesperada, su mirada recorrió frenéticamente la habitación en busca de una salvación que parecía cada vez más esquiva. Sus ojos se posaron en la puerta del baño, un faro de esperanza en el mar de desolación. Con pasos vacilantes, se arrastró hacia ella, cada metro un desafío contra la gravedad y su propia debilidad.

    El baño, un cubículo estrecho y austero, la recibió con la misma atmósfera de abandono que impregnaba todo el lugar. Martina se abalanzó sobre el grifo del lavabo, girándolo con la desesperación de quien se aferra a su última oportunidad de supervivencia. El metal oxidado chirrió bajo sus dedos, pero ni una gota de agua brotó de la boquilla reseca.

    Un sollozo ahogado escapó de su garganta, el sonido áspero y animal resonando en las paredes de azulejos descascarados. La sed, esa compañera cruel e inseparable, parecía burlarse de ella, intensificándose ante la proximidad frustrada del alivio.

    Apoyada contra el lavabo, Martina cerró los ojos, intentando contener las lágrimas que amenazaban con derramarse. No podía permitirse el lujo de desperdiciar ni una gota de humedad. Respiró hondo, obligándose a pensar, a buscar una solución en los recovecos de una mente nublada por la deshidratación y el miedo.

    Cuando volvió a abrir los ojos, su mirada se posó en el soporte de suero abandonado en una esquina de la habitación. La barra metálica, esbelta y resistente, parecía ofrecerse como la herramienta que necesitaba. Con renovada determinación, se acercó al artilugio, sus manos temblorosas trabajando para desenroscar la barra del pedestal.

    El metal frío en sus manos era reconfortante, un ancla a la realidad en medio de la pesadilla que parecía haberse apoderado del mundo. Martina sopesó la barra, calibrando su peso y longitud. No era la palanca ideal, pero tendría que bastar.

    Volvió a la puerta, la improvisada herramienta firmemente agarrada entre sus manos. Con movimientos precisos, a pesar de su debilidad, insertó un extremo de la barra en la rendija. Respiró hondo, reuniendo las escasas fuerzas que le quedaban, y empujó.

    El metal gimió, la madera crujió, y por un momento terrible, Martina temió que sus esfuerzos fueran en vano. Pero entonces, con un estruendo que resonó como un trueno en el silencio del hospital, la puerta cedió. Las estanterías que bloqueaban el paso se desplomaron, cascadas de píldoras y frascos rodando por el suelo en una sinfonía discordante de vidrio y plástico.

    Jadeando por el esfuerzo, Martina se apoyó contra el marco de la puerta, observando el pasillo que se extendía ante ella como un túnel hacia lo desconocido. El aire viciado que se colaba por la abertura traía consigo olores extraños y inquietantes, una mezcla de decadencia y abandono que hablaba de un mundo transformado más allá de su comprensión.

    Por un instante, la duda la paralizó. ¿Qué horrores la aguardaban más allá de los confines de esta habitación que, a pesar de todo, representaba una isla de familiaridad en un océano de incertidumbre? Pero la sed, esa compañera implacable, la empujaba hacia adelante con más fuerza que cualquier miedo.

    Con un último vistazo a la habitación que había sido su prisión y refugio, Martina dio un paso vacilante hacia el pasillo. La barra metálica, ahora convertida en su única arma y herramienta, se sentía pesada en sus manos. Mientras se adentraba en la penumbra del corredor, cada crujido bajo sus pies y cada sombra en las esquinas parecían ocultar amenazas inimaginables.

    El silencio en los pasillos del hospital era absoluto, roto solo por el eco de los pasos descalzos de Martina sobre el linóleo agrietado. Cada respiración reverberaba en el vacío, un recordatorio constante de su soledad en este laberinto de abandono. Las paredes, antes inmaculadas, estaban ahora mancilladas por sombras de humedad y rastros de algo que prefirió no identificar.

    La sed, esa tirana implacable, guiaba sus pasos tambaleantes. Sus ojos, vidriosos por la deshidratación, escrutaban cada rincón en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera aliviar el tormento que abrasaba su garganta. Puertas entreabiertas revelaban habitaciones saqueadas, camas vacías con sábanas arrugadas que parecían sudarios abandonados.

    Un débil resplandor escapaba por la rendija de una puerta entornada, como un faro en la penumbra del corredor. Martina se acercó, su corazón latiendo con fuerza en anticipación. Empujó la puerta, que cedió con un chirrido lastimero.

    La habitación estaba sumida en una oscuridad crepuscular, apenas disipada por la luz mortecina que se filtraba a través de persianas medio cerradas. En ese claroscuro, Martina la vio: una bolsa de suero a medio terminar, colgando precariamente de un soporte oxidado. El líquido transparente brillaba con una promesa de salvación.

    Sin pensarlo dos veces, impulsada por una necesidad primaria que eclipsaba cualquier precaución, Martina se abalanzó hacia la bolsa. Sus dedos temblorosos lucharon con el tubo de plástico, arrancándolo del soporte con una fuerza nacida de la desesperación.

    Llevó el extremo del tubo a sus labios resecos y succionó con avidez. El líquido, tibio e insípido, inundó su boca. Tragó compulsivamente, ignorando el sabor metálico y la textura extraña. Su estómago, vacío desde hace quién sabe cuánto tiempo, se rebeló ante la súbita invasión.

    Las arcadas la sacudieron con violencia, doblándola sobre sí misma. Martina apretó los dientes, determinada a no perder ni una gota de ese precioso fluido. Respiró hondo, luchando contra las náuseas, forzándose a retener lo que podría ser su única fuente de hidratación en este mundo desolado.

    Poco a poco, su cuerpo aceptó el líquido. La sed atroz que la había atormentado comenzó a ceder, reemplazada por una sensación de alivio tan intensa que casi la hizo llorar.

    Fue entonces cuando lo oyó. Un movimiento, apenas perceptible, a sus espaldas. Antes de que pudiera girarse, la puerta se cerró de golpe, el estruendo resonando como un disparo en el silencio sepulcral de la habitación.

    Martina se volvió bruscamente, su visión borrosa por el esfuerzo y la adrenalina. La penumbra de la habitación parecía ondular, las sombras cobrando vida propia. Y allí, entre los contornos difusos de la realidad, creyó distinguir una figura.

    Una bata blanca, un atisbo de lo que parecía ser un estetoscopio. ¿Un médico? ¿Era posible que no estuviera sola en este infierno abandonado?

    Ayuda, croó Martina, su voz apenas un susurro ronco. Por favor...

    Pero las palabras murieron en sus labios. La habitación comenzó a girar vertiginosamente a su alrededor. Las piernas le fallaron y sintió que caía, caía hacia una oscuridad que prometía engullirla por completo.

    Lo último que registró su conciencia antes de desvanecerse fue la sensación de unas manos frías sosteniéndola, evitando que se estrellara contra el suelo. Luego, la nada.

    La consciencia regresó a Martina como una marea lenta y turbia, arrastrando consigo fragmentos de sueños febriles y recuerdos distorsionados. Sus párpados se abrieron pesadamente, revelando un mundo sumido en penumbras crepusculares. Por un momento, la desorientación la paralizó. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Horas? ¿Días? El concepto mismo de tiempo parecía haberse diluido en este nuevo universo de sombras y silencio.

    Se incorporó lentamente, cada músculo de su cuerpo protestando ante el movimiento. La habitación del hospital, antes un caos de formas indistintas en la oscuridad, comenzó a tomar forma a medida que sus ojos se adaptaban a la escasa luz. El suero que había bebido desesperadamente —¿hacía cuánto?— parecía haber surtido efecto. La sed abrasadora que la había atormentado se había mitigado, aunque una sensación de sequedad persistía en su garganta, como un recordatorio constante de su vulnerabilidad.

    Martina parpadeó, intentando aclarar su visión. Fue entonces cuando su mirada se posó en la esquina de la habitación, donde una forma blanca se mecía suavemente. Su corazón dio un vuelco, el recuerdo del médico que creyó ver antes de desmayarse resurgiendo con fuerza. Pero a medida que sus ojos se enfocaban, la ilusión se desvanecía. No era más que una bata de laboratorio, colgada detrás de la puerta, bailando fantasmalmente con una corriente de aire que se colaba por alguna grieta invisible.

    Una risa amarga, casi histérica, burbujeo en su garganta. ¿Cuán desesperada había estado para confundir un trozo de tela con un salvador? La risa murió tan rápido como había surgido, dejando en su lugar un vacío frío y pesado en la boca del estómago.

    El golpe de la puerta, que en su delirio había sonado como un disparo, probablemente no había sido más que esa misma corriente de aire jugando con los goznes oxidados. La realidad, despojada de las distorsiones de su mente febril, se revelaba aún más desoladora en su banalidad.

    Martina se puso de pie con cautela, sus piernas temblorosas amenazando con ceder bajo su peso. Cada movimiento era un recordatorio de su fragilidad, de lo cerca que había estado de sucumbir a la deshidratación y el abandono. Se acercó a la ventana, atraída por la tenue luz que se filtraba a través de las persianas rotas.

    Al apartar las lamas, el aliento se le congeló en la garganta. Las ventanas estaban destrozadas, fragmentos de cristal esparcidos por el alféizar y el suelo como diamantes macabros que brillaban tenuemente en la luz mortecina del atardecer. ¿Qué fuerza había sido capaz de causar tal destrucción? ¿Y por qué?

    Con cuidado de no cortarse, Martina se asomó al exterior. La vista que la recibió era como una bofetada de realidad, brutal e innegable. El patio del hospital, otrora un oasis de calma en medio de la ciudad, se había convertido en un páramo de abandono. Coches abandonados, algunos con las puertas abiertas como si sus ocupantes hubieran huido en medio de alguna catástrofe inimaginable, salpicaban el asfalto agrietado. La vegetación, sin el control de jardineros ausentes, se había vuelto salvaje, reclamando territorios de concreto con una voracidad casi obscena.

    La urgencia de escapar, de buscar respuestas —o al menos un lugar menos cargado de ecos de desolación— se apoderó de Martina con una fuerza abrumadora. Recorrió la habitación con la mirada, buscando algo que pudiera servirle en el mundo exterior. Sus ojos se posaron en un par de zapatillas deportivas abandonadas junto a una silla. No eran de su talla, pero cualquier cosa era mejor que aventurarse descalza en un mundo lleno de escombros y peligros desconocidos.

    Con las zapatillas puestas y la bata del hospital como única protección contra el frío que comenzaba a filtrarse por las ventanas rotas, Martina se aventuró al pasillo. El silencio era opresivo, roto solo por el eco de sus pasos y el ocasional crujido de escombros bajo sus pies. Cada sombra parecía albergar amenazas, cada puerta entreabierta prometía horrores inimaginables. Pero Martina avanzó, impulsada por una mezcla de miedo y una necesidad casi dolorosa de comprender qué había sucedido con el mundo mientras ella dormía.

    El trayecto hacia la salida fue una odisea en miniatura. Escaleras bloqueadas por camillas volcadas, pasillos convertidos en laberintos por equipos médicos abandonados y archivadores derribados. En cada esquina, Martina esperaba —temía y, en algún rincón retorcido de su mente, anhelaba— encontrar algún signo de vida, alguna explicación para el caos que la rodeaba. Pero solo encontró más silencio, más abandono.

    Finalmente, tras lo que

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