Francis Bret Harte - El Hombre de Solano

Descargar como pdf
Descargar como pdf
Está en la página 1de 8

El hombre de Solano

Un cuento de Francis Bret Harte (1839-1902)

Se me acercó en el entreacto, en uno de los pasillos del teatro de la ópera. Era un


personaje tan notable como los que actuaban en el espectáculo. Su traje de distintos
colores parecía recién comprado, tal vez una o dos horas antes de la función, lo cual
quedaba expuesto en la etiqueta de la sastrería que seguía adherida al cuello del
saco, mostrando al espectador indiferente, de modo indiscreto, el número, el talle y
el precio de la prenda.
Sus pantalones tenían una línea recta en cada pierna, como si, siendo pequeño,
hubiera crecido repentinamente; en la espalda exhibía otro pliegue, igual al de los
muñecos que los niños recortan en hojas de papel doblado. Puedo añadir que nada
en su rostro delataba incomodidad alguna por este hecho. Su cara era afable, poco
interesante y bastante común, excepto por la forma cuadrangular de la parte inferior
de la mandíbula.
¾Usted no me recuerda? me dijo, brevemente, mientras me tendía la mano
. Soy de Solano, en California. Nos conocimos en la primavera del 57. Yo cuidaba
ovejas y usted quemaba carbón.
No pretendía de ningún modo parecer descortés o grosero con aquel recuerdo.
Era simplemente la declaración de un hecho, y fue aceptada como tal.
Me acerqué a saludarlo por un motivo me dijo después de estrecharme la
mano. Hace un instante lo vi en un palco charlando animadamente con una señori-
ta, una joven elegante y atractiva. ¾Podría decirme su nombre?
Le di el nombre de una notoria beldad de una ciudad vecina, causante de gran
revuelo en la metrópoli y especialmente admirada por el brillante y encantador joven
Dashboard, quien se encontraba a mi lado en ese momento.
El Hombre de Solano reexionó un instante, y después exclamó:
½Eso es! ½Ese es el nombre! ½Es la misma muchacha!
Entonces, ¾la conoce usted? pregunté, sorprendido.
Sssí... respondió, despacio. La conocí hace cuatro meses, más o menos.
Ella había estado paseando por California con unos amigos, y la vi por primera vez
en el tren, cerca de Reno. Ella había perdido los talones de su equipaje, y yo los
encontré en el suelo, se los devolví y ella me lo agradeció. Me parece que ahora lo
correcto sería acercarme a saludarla.
Se calló y nos dirigió una mirada inquisitiva.
Mi estimado caballero intervino el brillante y encantador Dashboard, si
su titubeo surge de alguna duda acerca de la corrección de su traje, le ruego que
la aleje de su mente de inmediato. La tiranía de la costumbre, es verdad, obliga a
su amigo y a mí a de vestir de un modo especial, pero le aseguro que nada podría
ser más elegante que la manera en que el verde oliva de su saco se combina con el
delicado amarillo de su corbatín, o la forma en que el gris perla de sus pantalones
armoniza con el azul claro de su chaleco, y añade brillantez a la maciza cadena de
reloj de oro francés que reluce en su vestimenta.
Para mi sorpresa, el Hombre de Solano no le pegó una trompada a mi amigo.
Miró al irónico Dashboard con gran serenidad, y le dijo, tranquilamente:
Supongo entonces que no tendrá ningún inconveniente en llevarme hasta allá.
Admito que Dashboard se desconcertó un poco ante esta respuesta. Pero pronto
se recuperó, e inclinándose con cierta mordacidad, lo guio hasta el palco. Lo seguí a
él y al Hombre de Solano.
Por fortuna, la bella de la que hablábamos era una dama de muy buena familia,
y después de la irónica presentación de Dashboard, que no perdonó al Hombre de
Solano, captó de inmediato lo que estaba ocurriendo. Para asombro de Dashboard,
acercó una silla, invitó al Hombre de Solano a sentarse a su lado, le dio la espalda a
Dashboard, sin inmutarse, y ante el distinguido público del teatro y bajo el escrutinio
de cientos de impertinentes, inició una conversación con él.
Aquí, como toque romántico, me gustaría añadir que él se mostró alegre y reveló
algunos rasgos de excelencia, de raro ingenio o de sólido sentido común. Pero el
hecho es que se portó de manera aburrida y en extremo tonta. Insistía en hablar del
tema de los talones de equipaje perdidos, y todos los sagaces intentos de la joven
por cambiar el giro de la conversación fracasaron rotundamente. Al n, para alivio
de todos, se levantó, e inclinándose ante la silla de la dama, le dijo:
Me parece que me quedaré algún tiempo por aquí, señorita, y como usted y yo
somos, en cierto modo, forasteros en esta ciudad, quizá cuando haya otro espectáculo
como este, usted me permitirá...
La señorita X dijo con cierta impaciencia que lamentablemente sus muchos com-
promisos y el breve tiempo de su estadía en Nueva York le impedían, etcétera,
etcétera. Las otras dos damas se tapaban la boca con el pañuelo y mantenían la
mirada ja en el escenario. El Hombre de Solano continuó:
Entonces, señorita, si hay otro espectáculo al que usted tal vez asista, me
escribe unas líneas al Hotel Earle, en esta dirección sacó de su bolsillo varias
cartas arrugadas, tomó el sobre amarillento de una de ellas y se lo entregó con una
especie de reverencia.
Por cierto interrumpió el ocurrente Dashboard, la señorita X irá mañana
por la noche a un gran baile de caridad. El precio de la entrada es una suma insignif-
icante para un rico californiano y para un hombre de fortuna, como obviamente es
usted, y además se trata de uan buena obra. Usted podrá, sin duda, conseguir con
facilidad una invitación.
En ese instante, la señorita X clavó sus lindos ojos en Dashboard.
Por supuesto dijo ella, dirigiéndose al Hombre de Solano, y ya que el señor
Dashboard es uno de los organizadores y usted, un forastero, le enviará, sin duda,
una entrada de cortesía. Conozco al señor Dashboard lo suciente como para saber
que es en extremo amable con los forasteros, y además un perfecto caballero.
Dicho esto, se acomodó en el asiento, y volvió a jar la mirada en la escena.
El Hombre de Solano le agradeció al Hombre de Nueva York, y entonces, después
de estrecharles la mano a todos los presentes en el palco, se dio vuelta para salir. Al
llegar a la puerta, miró de nuevo a la señorita X, y dijo:
Es una de las cosas más extrañas del mundo, señorita, que por haber encon-
trado aquellos talones de equipaje...
Pero el telón acababa de levantarse en la escena del jardín de Fausto, y la señorita
X permanecía absorta en la obra. El Hombre de Solano cerró con cuidado la puerta
del palco y se retiró. Lo seguí.
Se mantuvo callado hasta que llegamos al vestíbulo, y entonces dijo, como si
continuara una conversación ininterrumpida:
Es una muchacha muy elegante, ¾no es cierto? Es justo mi tipo y será una
magníca esposa.
Tuve la sensación de que el Hombre de Solano se iba a meter en problemas, así
que me atreví a decirle que la señorita X era muy cortejada, que podía elegir marido
entre lo más rancio de la sociedad y que, seguramente, ya estaba comprometida con
Dashboard.
Así es dijo en tono bajo y sin ninguna emoción. Sería muy raro que no lo
estuviera. Bueno, creo que me voy al hotel. No me gusta mucho este griterío.
(Se refería a una cadenza de aquella famosa cantante, la Signora Batti Batti.)
¾Qué hora será?
Sacó su reloj. La cadena era tan deslumbrante y tan obviamente falsa que quedé
fascinado con ella. No podría quitarle los ojos de encima.
Ah, veo que está mirando el reloj dijo. Bonito en apariencia, pero no vale
un centavo. Y sin embargo, su precio es de ciento veinticinco dólares en oro. Tenía
muchos deseos de tenerlo y lo compré anteayer en la Chatham Street, donde los
estaban vendiendo muy baratos en un remate.
½Lo han estafado de un modo escandaloso! le dije, indignado. El reloj y la
cadena no valen ni veinte dólares.
¾Valen quince? preguntó, serio.
Puede ser.
Entonces me parece que hice un buen negocio. Pues les dije que yo era califor-
niano, de Solano, y que no tenía billetes de banco. Sólo tenía tres slugs. ¾Recuerda
los slugs ?
(Los recordaba muy bien. El slug era una moneda emitida en el pasado una
pieza de oro hexagonal, dos veces el tamaño de una de oro de veinte dólares, y
equivalía en la actualidad a cincuenta dólares.)
Bueno, se los di y ellos me dieron el reloj. Pues esos slugs... me los fabriqué
yo mismo con limaduras de cobre y piritas de hierro, y los usaba para engañar a los
muchachos haciéndoles blu en el póquer. Y mire usted, como no es moneda legal del
Gobierno, no hay falsicación. Creo que me costaron, tomando en cuenta mi tiempo
y mi dedicación, cerca de quince dólares los tres. Así que, si este reloj vale eso, es un
trato justo, ¾no es cierto?
Empezaba a comprender al Hombre de Solano, y le contesté que sí. Guardó el
reloj en el bolsillo, se puso a jugar con la cadena y observó:
Como que hace uno que parezca a la moda y adinerado, ¾no?
Estuve absolutamente de acuerdo con él.
¾Y qué piensa hacer aquí? le pregunté.
Bueno, tengo un capital de cerca de setecientos dólares en efectivo. Me parece
que hasta que me dedique a algún negocio estable, voy a presentar batalla en Wall
Street, y esperaré mi oportunidad.
Estaba por hacerle algunas advertencias, pero recordé su reloj y desistí. Nos
estrechamos la mano y nos despedimos.
Pocos días después lo encontré en Broadway. Vestía un traje nuevo, pero me
pareció notar cierto progreso en su apariencia general. Su atuendo solo mostraba
cinco colores diferentes. Esto, sin embargo, era accidental, como pude comprobar
más adelante.
Le pregunté si había asistido al baile y me contestó armativamente.
La joven, esa muchacha tan elegante, también estaba allí, pero me dio la sen-
sación de que me evitaba. Me compré este traje nuevo para estrenarlo con ella, pero
los mozos me ubicaron rápidamente en un palco privado, y no tuve la oportunidad de
continuar nuestra conversación sobre los talones de equipaje. Ese joven, Dashboard,
fue muy atento conmigo. Trajo a muchos caballeros y damas jóvenes al palco para
presentármelos, y hasta se comprometió esa misma noche a mostrarme Wall Street
y a llevarme a la Bolsa de Valores. Y al día siguiente vino a buscarme y fuimos.
Yo invertí cerca de quinientos dólares en acciones, quizá un poco más. Verá usted,
hicimos una especie de canje de acciones. Usted bien sabe que yo tenía diez acciones
de la mina de cobre Peacock, de la que usted fue secretario...
½Pero esas acciones no valen nada! Todo ese asunto se acabó hace diez años.
¾Ah, sí? Puede ser. Si usted lo dice. Pero, claro, yo tampoco sabía nada de
Communipaw-Central o de la compañía Naphtha Gaslight, así que me pareció que
era juego limpio. Solo que yo revendí las acciones que compré, ½y salí de Wall Street
con cuatrocientos dólares de ganancia! Vea, fue un riesgo, después de todo, ½porque
las acciones de Peacock bien podrían volver a subir!
Lo miré a la cara. Su rostro estaba sereno y era tan inmensamente vulgar. Em-
pezaba a sentir un poco de temor del Homber de Solano, o más bien, de la opinión
supercial que tenía de él. Después de intercambiar unas cuantas palabras, nos des-
pedimos y me alejé.
Pasaron varios meses antes de que nos encontráramos de nuevo. Cuando nos
volvimos a ver, me enteré de qué se había convertido en miembro del directorio
de la Bolsa de Valores, y tenía una pequeña ocina en Broad Street, donde había
empezado un buen negocio. Recordé la noche en que lo había conocido, y le pregunté
si había reanudado su amistad con la señorita X.
Supe que estaba en Newport este verano, y fui para allá a pasar una semana.
¾Y conversaron acerca de los talones de equipaje?
No dijo, con la mayor seriedad. Me pidió que le comprara algunas acciones.
Verá usted, esos muchachos de sociedad seguramente le hablaron de mí, y ella decidió
relacionarse conmigo a través de los negocios. ½Es una muchacha tan elegante! ¾Se
enteró usted de que tuvo un accidente?
No, no me había enterado.
Bueno, verá usted, ella había salido a navegar y yo me las arreglé para conseguir
una invitación. El paseo había sido organizado por el caballero con el que, según
dicen, se va a casar. Entonces, una tarde, la botavara giró con un fuerte viento y
empujó a la muchacha al agua. ½Hubo un gran alboroto!... ¾Oyó hablar de esto?
½No! dije, pero mi instinto de novelista me permitió imaginar de inmediato la
escena en un rapto de inspiración poética y apasionada. El pobre hombre, impedido
de expresarle su amor por su falta de cultura, había encontrado al n la oportunidad
de su vida. Había...
Se armó un revuelto terrible continuó. Corrí hacia la borda y allí, a unos
diez metros de distancia, estaba la linda criatura, la muchacha tan elegante y yo...
Se arrojó al agua para salvarla exclamé, rápidamente.
½No! dijo, muy circunspecto. Dejé que el otro se lanzara al mar. Yo me
limité a mirar.
Lo miré lleno de asombro.
No continuó muy serio. Fue el otro el que dio el salto... En ese momento era
su responsabilidad, lo correcto. Escuche, si yo me hubiera tirado al mar, chapoteando
entre las olas, además de dar brazadas inútiles, para hundirme nalmente hasta el
fondo, ese hombre se hubiera lanzado igual y la hubiera salvado; y como de todos
modos se va a casar con ella, no sé qué tengo que ver yo, exactamente, con este
asunto. Pero mire usted: si después de saltar, no hubiera podido llegar a ella y se
hubiese ahogado, ah, entonces yo sin duda habría tenido una buena oportunidad de
cortejarla, aparte de la ventaja de librarme de él. Veo que usted no me comprende...
Tampoco me entendía usted cuando nos vimos en California.
Entonces, ¾él si la salvó?
Por supuesto. Usted bien sabe que ella está bien. Si él hubiera fracasado en su
intento, yo hubiera intervenido. No tenía sentido que yo asumiera su responsabilidad,
a no ser que él hubiese fallado.
No sé cómo trascendió lo sucedido. El Hombre de Solano, como blanco de todas
las burlas, se hizo más popular que nunca, y, por supuesto, recibió invitaciones para
estas en broma y, naturalmente, empezó a tratar a muchas personas que tal vez de
otro modo no hubiese conocido. Pronto resultó obvio, también, que sus setecientos
dólares aumentaban día a día y que sus negocios eran cada vez más prósperos.
Ciertas acciones de California que yo había visto morir, en los viejos tiempos, al
lado de sus padres, resucitaron por arte de magia; y recuerdo, como quien ve un
fantasma, el espanto que sentí cuando una mañana, al revisar las cotizaciones de la
Bolsa, me encontré con el rostro espectral de la compañía minera Dead Beat Beach,
maquillada y recompuesta, en las columnas del diario de la mañana. Por n, algunas
personas comenzaron a respetar al Hombre de Solano, o tal vez a desconar de él.
Finalmente, las sospechas culminaron en este incidente:
Desde tiempo atrás tenía el deseo de pertenecer a un determinado club de so-
ciedad, y como motivo de burla, fue invitado a entrar en él. En su honor se orga-
nizaron una serie de entretenimientos ridículos, que terminaron en una partida de
cartas. A la mañana siguiente, cuando pasé delante de las escaleras del club, no pude
dejar de escuchar a dos o tres miembros que conversaban con gran animación:
½Limpió a todos!
½Vaya! ½Se embolsó cerca de cuarenta mil dólares!
¾Quién? pregunté.
El Hombre de Solano.
Mientras me alejaba del lugar, uno de los caballeros, una de las víctimas, conocido
por su ación al juego, me siguió. Me puso la mano en el hombro y me preguntó:
Dígame la verdad: ¾Qué hacía su amigo en California?
Era un pastor.
¾Un qué?
Un pastor. Cuidaba su rebaño en las dulces colinas de Solano.
Bueno, lo único que puedo decirle es ½a la m... con California, su vida sencilla
y sus pastores!
Francis Bret Harte (1839-1902) nació en Albany, Estados Unidos. Años más tarde,
luego de la muerte de su padre, se iría a vivir a California con su madre. Allí ejerció
los más diversos ocios impresor, profesor, periodista, editor pero fue uno de
los primeros, el de minero, el que inuyó con más fuerza en casi toda su literatura.
Cuando era editor del periódico El Californiano conoció a Mark Twain, y por un
tiempo trabajaron juntos. En sus páginas publicó Harte sus primeros trabajos, nov-
elas cortas reunidas en 1867 en forma de libro. Luego de haber ganado cierta fama,
y después de un breve paso como profesor por la Universidad de California, volvió
a Nueva York hasta 1878, cuando comenzó a servir al Consulado de los Estados
Unidos, primero en Alemania y más tarde en Escocia. Desde 1885 hasta su muerte
vivió en Londres, dedicado exclusivamente a la literatura. Algunos de sus libros tra-
ducidos al castellano son Los desterrados de Poker Flat (que está, además, incluido
en el libro publicado por Alfaguara, llamado Cuentos memorables según Jorge Luis
Borges ), Cuentos del Oeste y Bocetos californianos.

También podría gustarte