ENSAYOS Por RAINER MARÍA RILKE

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DEL PAISAJE (1902) Muy poco se sabe de la pintura de la Antigedad; pero no ser demasiado atrevido suponer que vea

a los hombres como pintores posteriores han visto el paisaje. En las decoraciones de la cermica, esos inolvidables recuerdos de un gran arte del dibujo, el ambiente (casa o calle) est slo nombrado, incluso, abreviado, slo indicado con las iniciales, pero los hombres desnudos lo son todo, son como rboles que llevan frutos y guirnaldas de frutos, y como arbustos que florecen, y como primaveras en que cantan los pjaros. Entonces, era el cuerpo el que se cultivaba como una tierra, en torno al cual se tena cuidado como por una cosecha, y que se posea como quien posee un buen trozo de terreno; era lo contemplado y lo bello, la imagen por la cual pasaban en rtmicas filas todas las significaciones, dioses y animales, y todos los sentidos de la vida. El hombre, aunque ya duraba de milenios, todava era demasiado nuevo para s mismo para poner su mirada ms all de s o para no mirarse. El paisaje era el camino por el que iba, la pista por que corra, todos los lugares de juego y danza en que transcurra el da griego; los valles en que se reuna, el ejrcito, los puertos de que se zarpaba para las aventuras y a que regresaban, ms viejos y llenos de inauditos recuerdos; los das de fiesta y las noches enjoyadas de sonido plateado, que los seguan; las procesiones hacia los dioses y el giro en torno al altar: era el paisaje en que se viva. Pero eran extraas la montaa en que no habitaban dioses de forma humana, las estribaciones en ellas no se elevaba ninguna estatua visible desde lejos, las laderas que no haban encontrado pastores; no eran dignas de una palabra. Todo era escenario y vaco, mientras no apareciera el hombre y llenara la escena con la alegre o trgica aparicin de su cuerpo. Todo le esperaba, y donde l apareca, todo se echaba atrs y le dejaba sitio. El arte cristiano perdi esa relacin con los cuerpos, sin aproximarse realmente por eso al paisaje: hombres y cosas eran como letras en l, y formaba largas frases pintadas n un alfabeto de iniciales. Los hombres eran ropajes, y solo en el infierno eran cuerpos; y el paisaje raramente poda ver la tierra. Casi siempre que era amable deba significar el cielo, y cuando produca terror y era-salvaje e incultivado, entonces, apareca como el lugar de los desterrados y para siempre perdidos. Ya se la vea; pues los hombres se haban vuelto peques y transparentes, pero corresponda a su manera el percibir el paisaje como un pequeo pasado, como una tira de tumbas cubiertas de verde, bajo las cuales quedaba el infierno sobre las cuales se abra el gran cielo como la realidad autntica, profunda, querida por todos los seres. Al haber entonces tres lugares, de que se habla mucho, Cielo, Tierra e infierno, se haba hecho apremiantemente necesaria una determinacin de lugar, y se deba advertir y representrsela; en los maestros primitivos italianos, esta representacin creci ms all de su propia finalidad, y es slo preciso recordar esas pinturas en el camposanto de Pisa, para sentir que la captacin paisajista entonces ya se haba hecho algo autnomo. Cierto es que an se pretenda indicar un lugar y nada ms, pero se haca con tal cordialidad y entrega, se contaba con tan arrebatadora elocuencia y tan como amadores de las cosas que estaban en la Tierra, en esa Tierra renegada y celada por los hombres, que esa pintura se nos aparece hoy como un canto de alabanza a la Tierra, en que los santos recuerdan sus voces. Y todas las cosas que se vean eran nuevas, de modo que con el mirar se enlazaba su asombro continuado y una alegra en incontables hallazgos. As ocurri por s solo, que se alab con la Tierra al Cielo, y se conoci aqulla cuando haba ansia de reconocer a ste. Porque la piedad profunda es como una lluvia: vuelve siempre a caer en la tierra de que brot, y es bendicin sobre los campos. Se haba sentido as, sin querer, el calor, la felicidad y la soberana que puede irradiar de una pradera, de un ro, de una ladera florecida y con rboles que se yerguen juntos dando fruto, de tal modo que, cuando se pintaban Madonnas, se las revesta con esta riqueza como con un manto, .y se las coronaba con ella como con una corona, y se desplegaban paisajes como banderas para alabarlas; porque no se les saba preparar una fiesta que fuera ms estrepitosa, y no se conoca otra ofrenda comparable a sta: llevarles todo lo bello encontrado y fundirlo con ellas. Ya no se indicaba, as ningn lugar, ni aun el cielo: se dispona el paisaje como un cntico a Mara, que resonaba en colores claros y luminosos. Pero con esto haba ocurrido una gran evolucin: se pintaba el paisaje, y no se aluda a l, sino a uno mismo. Se haba convertido en pretexto para un sentimiento humano, smbolo de un gozo humano, sencillez y piedad. Se haba hecho arte. Y ya Leonardo lo asumi as. Los paisajes de sus cuadros son expresiones de su ms profunda experiencia y saber, espejos azules, en que se contemplan leyes secretas meditando, lejanas, grandes como porvenires e

indescifradas como ellos. No es una casualidad que Leonardo, que al principio pint hombres como experiencias, como destinos, por los que haba atravesado solitario, tambin percibiera el paisaje como medio de expresin para una experiencia, una profundidad y una melancola casi indecibles. A este adelantador de muchas cosas todava no llegadas le fue dado usar todas las artes infinitamente grandes: como en muchos idiomas, cont en ellas de su vida y de los avances y lejanas de su vida. Todava nadie ha pintado un paisaje que sea tan plenamente paisaje y, sin embargo, tan confesin y voz propia como esa profundidad tras la Monna Lisa; como si todo lo humano estuviera contenido en su retrato infinitamente tranquilo, pero todo lo dems, todo lo que hay ante los hombres y por encima de ellos, estuviera en esas misteriosas conexiones de montaas, rboles, puentes, cielos y aguas. Este paisaje no es imagen de una impresin, no es opinin de un hombre sobre las cosas en reposo; es Naturaleza que apareci, mundo que lleg a ser, tan extrao para los hombres como el bosque nunca hollado de una isla sin descubrir. Y necesario mirar el paisaje como algo lejano y extrao, o algo remoto y sin amor, que se cumple todo en s mismo haba de ser alguna vez medio y ocasin de un arte autnomo; pues deba estar lejano y ser muy diverso a nosotros para poder hacerse smbolo redentor de nuestro destino. Casi enemigo deba ser, en sublime indiferencia, para a nuestra existencia una nueva significacin con sus cosas. Y en este sentido avanz la formacin de ese arte paisajista que Leonardo precursoramente ya posey. Despacio se constituy, en manos de solitarios, a travs de los siglos. largo era el camino que deba recorrerse porque era difcil desacostumbrarse tanto al mundo, como para no verlo con los ojos predispuestos de la familiaridad, que lo aplica todo a uno mismo y a sus exigencias, cuando miran. Y necesario tambin apartar las cosas de s para luego ser capaz de acercarse a ellas de modo ms adecuado y tranquilo, con menos confianza y con distanciamiento ms respetuoso. Pues slo se empez a comprender la Naturaleza cuando no se la comprenda; cuando se sinti que era lo otro, lo que no participa, lo que no tiene sentido que nos acepte, entonces se haba salido de ella, solitarios de un mundo solitario. Y esto era necesario para ser artistas en ella: era preciso no percibirla ya materialmente en la significacin que era para nosotros, sino objetivamente, como una gran realidad existente. As se haba percibido a los hombres en el tiempo en que se les pintaba grandes; pero el hombre se haba hecho vacilante e incierto, y su imagen escap en transformaciones y apenas pudo captarse ms. La Naturaleza era ms duradera ande, todo movimiento era en ella ms amplio y toda a ms simple y solitaria. Hubo en los hombres un ansia de hablar de ella con sus medios sublimes como de algo real, y as aparecieron los cuadros de paisajes en que no ocurre nada. Se pintaron mares vacos, casas blancas en das de lluvia caminos por los que no iba nadie, y aguas indeciblemente solitarias. Cada vez desapareca ms el patetismo, y cuanto mejor entenda el hombre ese lenguaje, de modo ms sencillo lo utilizaba. Se ofrendaba el hombre de la gran calma de las cosas; notaba cmo su existencia transcurra en leyes, sin expectacin y sin impaciencia. Y tranquilos andaban los animales entre ellas y las soportaban -como ellas el da y la noche- y estaban llenos de leyes. Y cuando el hombre ha entrado ms tarde en ese dominio, como pastor, como labrador o sencillamente como una forma desde lo profundo del cuadro, entonces se ha desprendido de l toda arrogancia y se le ve que quiere ser cosa. En esta maduracin del arte del paisaje hasta un lento hacerse paisaje del mundo, hay una amplia evolucin humana. El contenido de estos cuadros, que tan sin intencin brot de la contemplacin y el trabajo, nos habla de que ha comenzado en un futuro en medio de nuestro tiempo: que el hombre ya no es el ser sociable que va entre lo semejante en equilibrio, y tampoco ya aquel por quien se hace la tarde y la maana y la cercana y la distancia. Que est puesto entre las cosas como una cosa, infinitamente solo, y que toda comunidad de cosas y hombres se ha retrotrado a la hondura comn, en que beben las races de todo lo que crece. WORPSWEDE (1902) La historia de la pintura de paisaje todava no est escrita y, sin embargo, figura entre esos libros que se esperan desde hace aos. Quienes los escriban tendrn una tarea grande y extraa, una tarea abrumadora por su inaudita novedad y hondura. Quien emprenda trazar la historia del retrato o de la pintura religiosa tiene un amplio camino; debe disponer de un saber fundamental como de una bien ordenada biblioteca a mano, y la seguridad e incorruptibilidad de su mirada deben ser tan grandes como su memoria visual: debe ver colores y poder

decirlos, debe poseer el lenguaje de un poeta y la presencia de espritu de un orador, para no caer en perplejidad ante la amplia materia, y la balanza de su modo expresivo debe indicar aun las ms finas distinciones con seales de oscilacin bien claras. No slo debe ser historiador, sino tambin psiclogo que aprendido en la vida, sabido capaz de repetir con palabras tanto la sonrisa de Monna Lisa como la expresin envejecida del Carlos Y, de Tiziano y la divertida mirada perdida del Jan Six de la coleccin de Amsterdam. Pero siempre estara tratando con personas, contando sobre personas y reflejando a personas, al reconocerlas. Estara rodeado de ms finos rostros humanos, contemplado por los ms bellos ojos, por los mis graves, por los ms inolvidables del mundo; con la sonrisa en torno de labios celebrados, y sostenido por manos que llevan una vida peculiarmente independiente, no tendra que dejar de ver en los hombres lo principal, lo esencial, aquello hacia lo cual aluden, unnimes quietos; los animales y las cosas, como a la meta y la perdicin de su vida muda o inconsciente. Pero quien tuviera que escribir la historia de la pintura de paisaje, se encontrara sin ayuda, entregado a lo extrao, a lo no relacionado, como inaprehensible. Estamos acostumbrados a contar con figuras, y el paisaje no tiene figura; estamos acostumbrados a producir desde movimientos hasta actos de voluntad, y el paisaje no quiere, aunque se mueva. Las aguas marchan y en ellas vacilan y tiemblan las imgenes de las cosas. Y en el momento que suena en los viejos rboles, crecen los bosques jvenes, crecen en un futuro que nosotros no viviremos. Entre los hombres, solemos deducir mucho de sus manos y todo de su rostro, en el cual, como en una esfera de reloj, estn visibles las horas que llevan y nacen sus almas. Pero el saje est ah sin manos y no tiene rostro -o es todo l rostro y obra, mediante la grandeza e inalcanzabilidad de sus rasgos, terrorfico y opresor sobre los hombres, algo as como Aparicin de espritus en el conocido dibujo del pintor japons Hokusai. Pues lo confesamos solamente: el paisaje es algo extrao para nosotros y se est terriblemente solo bajo rboles que crecen y entre ros que fluyen. Solo con un hombre muerto no se est tan largamente abandonado como solo con rboles. Pues por misteriosa que pueda ser la muerte, ms misteriosa todava es la vida que no es nuestra vida, que no forma parte en nosotros y que, incluso sin vernos, celebra sus fiestas, que nosotros contemplamos con cierta perplejidad, como invitados casualmente llegados, que hablan otro idioma. Ciertamente, podra alguno apelar a nuestro parentesco con la naturaleza, de la que derivamos como los ltimos frutos de un gran rbol genealgico creciente. Pero el que lo haga no puede negar que al recorrer ese rbol, partiendo de nosotros, rama por rama, pronto nos perdemos en lo oscuro; en una oscuridad que est poblada de gigantescos animales muertos, de horror lleno de enemistad y odio, y que cuanto ms atrs vamos, llegamos a seres ms extraos y crueles, de modo que esperamos encontrar la Naturaleza al fondo como lo ms cruel y extrao de todo. Muy poco cambia esto por la circunstancia de que los hombres traten con la Naturaleza desde hace milenios; porque este trato es muy unilateral. Siempre vuelve a parecer que la Naturaleza no sabe nada de eso, que nosotros la construimos y nos servimos temerosamente de una pequea parte de sus fuerzas. Acrecentamos en algunas partes su fertilidad y en otras partes ahogamos, con el yeso de nuestras ciudades, maravillosas primaveras, que estaban dispuestas a brotar de las migajas. Llevamos los ros a nuestras fbricas, pero ellos no saben de las mquinas que mueven. Jugamos con fuerzas oscuras, que no podemos captar con nuestros nombres, como nios jugando con fuego, y parece por un momento como si toda la energa hasta ahora hubiera yacido en las cosas sin usar, hasta que vinimos para aplicarla a nuestra vida huidiza y a sus necesidades. Pero cada vez ms, en los milenios, las fuerzas sacuden sus nombres y se levantan, como una clase oprimida, entra sus pequeos seores, mejor dicho, ni siquiera contra ellos; simplemente, se levantan, y caen las culturas de los hombros de la Tierra, que otra vez es grande y ancha y sola, con sus mares, rboles y estrellas. Qu importa que cambiemos la superficie ms extensa de la Tierra, que ordenemos bosques y praderas, y saquemos de su corteza carbones y metales, que recibamos los frutos de los rboles como si estuvieran preparados para nosotros, si al lado de eso nos acordamos de una sola hora en que la Naturaleza actu pasando sobre nosotros, pasando sobre nuestra esperanza, sobre nuestra vida, con esa sublime altivez e indiferencia de que estn llenos todos sus ademanes! No sabe nada de nosotros. Y por ms que los hombres puedan haber alcanzado, ninguno hubo tan grande que ella participara en su dolor, y que haya hecho coro a su alegra. Alguna vez, acompa grandes horas eternas de la Historia con su poderosa msica mugiente, o pareci sin viento, ante una gran decisin, con el aliento contenido, quedarse quieta, o rodear un momento de alegra reunida e inocente con floraciones lisonjeras, mariposas temblorosas y vientos retozantes; pero slo para apartarse un momento despus y dejar en la estacada aquel con quien pareca compartirlo todo.

El hombre habitual, que vive con los hombres, y ve slo la Naturaleza en la medida en que ella le relaciona con l, raramente se da cuenta de este proceder enigmtico e inhospitalario. Ve las superficies de las cosas, que l y sus semejantes han creado durante siglos, y le gusta creer que toda la tierra tiene parte con l, porque se puede labrar un campo, talar un bosque o hacer navegable un ro. Sus miradas, que estn puestas casi solamente en los hombres, ven la Naturaleza junto a l, como algo comprensible por s mismo y a mano, que debe ser usado todo lo posible. Y a los nios ven de otro modo a la Naturaleza; sobre todo, los nios solitarios, que crecen entre personas mayores, se aprietan a ella con una especie de semejanza de intenciones, y viven en ella, igual que malitos, completamente entregados a los acontecimientos del bosque y del cielo, y en un acorde visible e inocente con ellos. Pero por eso viene luego para los muchachos y muchachas ese tiempo solitario, tembloroso de muchas melancolas hondas, cuando, precisamente en los das de la madurez corporal, indeciblemente desvalidos, sienten que las acontecimientos de la Naturaleza ya no tienen parte en ellos y los hombres todava no. Se hace primavera aunque ellos estn melanclicos, las rosas florecen y las noches estn llenas de ruiseores aunque ellos queran morir, y cuando por fin vuelven a sonrer, entonces estn ah los das del otoo, los das pesados, incesantemente cayendo, de noviembre, tras los cuales viene un largo invierno sin luz. Y al otro lado ven a los hombres, del modo extraos y sin participacin, tener sus negocios, ocupaciones, sus xitos y alegras, y ellos no los entienden. Y al fin se deciden unos, y van hacia los hombres para compartir su trabajo y su destino, para aprovechar, para ayudar y para servir de algn modo a la continuacin vida, mientras los otros, los que no quieren dejar a la Naturaleza perdida, la siguen y ahora intentan acercrsele, conscientes y con el uso de una voluntad concentrada, como estaban en la niez sin darse bien cuenta. Se comprende que estos ltimos son artistas: poetas o pintores, msicos o arquitectos, solitarios en el fondo, los que, al verterse hacia la Naturaleza, prefieren lo eterno a lo transitorio, lo sujeto hondamente a las leyes, a lo fundado transitoriamente, y los que, como no pueden persuadir a la Naturaleza a que tenga parte con ellos, ven su tarea en captar la Naturaleza, para insertarse de alguna manera en su gran conexin. Y con estos solitarios aislados se acerca toda la Humanidad a la Naturaleza. No es el ltimo valor del arte, y quizs es el ms peculiar, el de constituir el medio en que se encuentran y hallan hombre y paisaje, figura y mundo. En la realidad, vive lo uno junto a lo otro, sin conocerse apenas, y en el cuadro, en el edificio, en la sinfona, en una palabra, en el arte, parecen reunirse, como en una ms alta verdad proftica, llamndose mutuamente, y es como si se completaran mutuamente para esa unidad perfecta que constituye la esencia de la obra de arte. Desde ese punto de vista, parece como si estuviera el tema y la intencin de todo arte en la reunin entre lo aislado y el todo, y como si el momento de la sublimacin, el momento decisivo del arte fuera aqul en que logran el equilibrio los dos platillos de la balanza. Y, en efecto, sera muy seductor mostrar esta relacin en diversas obras de arte; indicar cmo una sinfona funde las voces de un da tempestuoso con el rumor de nuestra sangre, cmo un edificio puede ser viva imagen, mitad nuestra, mitad de un bosque. Y hacer un retrato, no significa ver a un hombre como un paisaje? Y hay un paisaje sin figuras, que no est lleno de contar de aquel que las ha visto? Maravillosas relaciones se muestran as. A veces, estn contrapuestas en rico contraste frtil, a veces, parece brotar el hombre del paisaje, otras, el paisaje parece nacer del hombre, y, al fin, se han reconciliado fraternales e igualados. La Naturaleza parece acercarse por momentos, al dar a las ciudades un aspecto de paisajes; y con centauros, sirenas y viejos del mar, de estirpe caprina, que aproxima la Humanidad a la Naturaleza. Pero siempre que se establece esta relacin -y no menos en la poesa, que precisamente es la que ms sabe decir del alma, cuando da paisaje, y que debera desesperar de decir lo ms hondo de ella-, el hombre quedara en ese espacio vaco y sin orillas, en que Goya ha gustado de colocarle. El arte ha conocido a los hombres antes de ocuparse del paisaje. El hombre estaba ante el paisaje y lo tapaba, is Madonna estaba delante, la amada y suave mujer italiana con el nio juguetn, y lejos, detrs de ella, se armonizaban un cielo con una tierra con unos pocos colores, como las palabras iniciales de un Ave Mara. Ese paisaje que se abre al fondo e los cuadros umbros y toscanos es como un acompaamiento suave, tocado con una mano, no excitado por la realidad, sino imitando a los rboles, caminos y nubes, que ha guardado un recuerdo querido. El hombre era lo principal, el tema propio del arte, y se le adornaba -como a las mujeres bellas con piedras preciosas- con fragmentos de esa Naturaleza que todava no se era capaz de mirar como un todo. Tuvo que haber otros hombres que, pasando junto a lo semejante a ellos, miraran el paisaje, la gran Naturaleza, ajena, poderosa. Hombres como Jacob Ruysdael, solitarios que vivan como

nios entre personas mayores, y moran olvidadas y pobres. El hombre perdi su importancia, se puso detrs de las grandes, sencillas e inexorables cosas, que perduraban ms que l y le dominaban. No se deba por eso renunciar a representarle, al contrario: por la ocupacin consciente y fundamental con la Naturaleza, se haba aprendido a verle mejor y ms rectamente. Se haba hecho ms pequeo: ya no era el centro del mundo. Se haba hecho ms grande: pues se miraba con los mismos ojos que a la Naturaleza, y ya no ala ms que un rbol, pero vala mucho, porque -el rbol vale mucho. Acaso el secreto y la altivez de Rembrandt no est en que vio y pint a los hombres como paisajes? Con los medios e la luz y la penumbra con que se capta la esencia de la maana o el misterio de la tarde, hablaba de la vida de los que pintaba, y se haca distante y poderoso en ellos. En sus cuadros y dibujos bblicos nos sorprende precisamente cunto anuncia a los rboles, para usar a los hombres como rboles y arbustos. Recurdese el dibujo de los cien gulden: no se arrastra la muchedumbre de los mendigos y miserables como u n matorral bajo de muchos brazos por las paredes, y no se yergue Cristo como un rbol solitario sobresaliendo en el borde de la ruina? No conocemos muchos paisajes de Rembrandt y, sin embargo, era paisajista, quizs el mayor que ha habido, y en general, uno de los mximos pintores. Saba pintar retratos, porque su mirada calaba en los rostros como en tierras de ancho horizonte y cielo alto, nuboso y movido. En los pocos retratos que ha pintado Bcklin (pienso sobre todo en los autorretratos), es de sealar una anloga concepcin paisajstica del objeto, y si por lo dems le ha interesado tan poco el retrato, e incluso le ha afectado tan desagradablemente, esto consiste en que slo logr ver a pocas personas de esa manera paisajstica. Para l, que se haba habituado a la inconmensurable riqueza de la Naturaleza, el hombre era una limitacin, una estrechez, un caso particular, que interrumpa destructivamente la rumorosa amplitud de la sensacin, de la cual l viva. Pona, donde necesitaba de ella, la figura en su lugar. Seres, que parecen nacidos de los rboles, pasan por sus cuadros, y el mar que pinta se llena de sonora vida riente. Todos los elementos parecen ser frtiles, y el mundo, que no puede pisar el hombre, parece poblarse con sus hijos e hijas. Bcklin, que, como apenas nadie, se esforz en captar la Naturaleza, vio la grieta que la separa de los hombres y la pint como un misterio, como Leonardo ha pintado a la mujer, cerrada en s, sin participar, con una sonrisa que se nos escapa tan pronto como queremos referirla a nosotros. Tambin en los paisajes de Anselm Feuerbach y de Puvis de Chavannes (para nombrar slo a dos maestros) aparecan slo tranquilas formas sin tiempo que brotaban de lo hondo del cuadro y, a la vez, vivan ms all de un espejo. Y ese temor ante el hombre atraviesa toda la pintura paisajstica. Uno de sus mximos pintores, Thodore Rousseau, renunci por completo a la figura, y nunca se la echa de menos. As se puede igualmente prescindir del hombre en su mundo, casi matemticamente correcto. Otros se acercaron a vivificar sus caminos y prados con animales pastando y andando; con vacas, cuya amplia pereza se alzaba maciza y tranquila en la superficie del cuadro; con ovejas, .que llevaban en su lomo lanudo la luz del cielo de la tarde a travs del crepsculo: con pjaros que, totalmente envueltos en temblor por el aire, se dejaban caer en altas cimas. Y all vena de repente adentro del cuadro el pastor con los rebaos, el hombre en la terrible soledad. Quieto como un rbol est Millet, lo nico erguido en la amplia llanura de Barbizon. No se mueve; est como un ciego entre las ovejas, como una cosa, que ellas conocen exactamente, y su ropa es como tierra y erosionada como piedra. No tiene vida especial. Su vida es la de esa llanura y ese cielo y esos animales que le rodean. No tiene recuerdos, pues sus impresiones son lluvia y viento y medioda y cada del sol, y el no tiene que retenerlas, porque ellas vuelven siempre. Y lo mismo son todas esas figuras de Millet, cuya silueta tan arbreamente tranquila se yergue ante el cielo, o, como inclinada por un viento ininterrumpido, se eleva del oscuro llano. Millet escribi una vez a Thor: Querra que los seres que represento parecieran entrar plenamente en su situacin, y que fuera imposible pensar que les viniera la idea de ser otra cosa. Pero la situacin en la que entran es el trabajo. Un trabajo muy determinado, cotidiano, el trabajo en esa tierra que lo ha conformado, como el vierto del mar conforma los pocos rboles que hay en el borde de las dunas. Ese trabajo de recibir el alimento, los liga como una fuerte raz a ese suelo al que pertenecen como tenaces plantas, que sacan de tierra pedregosa una existencia mezquina. As como el lenguaje ya no tiene nada comn con las cosas que nombra, los gestos de la mayora de las personas que viven en la ciudad han perdido su relacin con la tierra; se ciernen, quizs, en el aire, vacilan ac y all y no encuentran donde pudieran posarse. Los labradores que pinta tienen todava Millet tienen esos pocos grandes movimientos que son sencillos y tranquilos y que siempre van a la tierra por el camino ms corto. Y el hombre, el

pretencioso y nervioso habitante de la ciudad, se siente ennoblecido en esos obtusos labradores. I, que no est en armona con nada, ve en ellos seres que ponen su vida ms cerca de la Naturaleza; es ms, est inclinado a ver en ellos hroes, porque lo hacen como ella, aunque la Naturaleza permanece contra ellos igualmente dura y sin participar. Y quiz le parece, un poco de tiempo, como si slo se hubieran construido ciudades para no ver a la Naturaleza y su sublime indiferencia (que llamamos belleza) y para consolarse con la Naturaleza visible del mar de casas, hecho por el hombre y que como con grandes espejos le vuelve a repetir a l y a los hombres. Millet odiaba Pars. Y cuando sala de la aldea hacia los sitios abiertos, como su amigo Rousseau, eso ocurra quiz porque lo cerrado del bosque siempre le recordaba demasiado la estrechez de la ciudad, porque los rboles altos actuaban en l fcilmente como altas paredes, como esas paredes de que se haba escapado igual que de una crcel. Los elementos de su arte, no podran llamarse, en consideracin a sus formas, soledad y actitudes, no son propiamente esos valores de figura, sino los valores paisajsticos correspondientes. La soledad corresponde a la llanura, la actitud al cielo, ante el cual se cumple. Tambin l es paisajista. Sus figuras son grandes por lo que las rodea, y por la lnea que las separa de su contorno. Se trata de la llanura y del cielo. Millet ha introducido ambas cosas en la pintura; slo que l lograba a menudo dar solamente el contorno en vez de la luz, que fluye por todas partes del cielo terrible. Su contorno era grande, seguro, monumental; es lo eterno en su obra, pero indica a menudo ms un dibujante o un escultor que un pintor. Aqu hay que recordar esa vaca bramante de Segantini, en el famoso cuadro que se encuentra en la Galera Nacional de Berln. La lnea con que se separa el lomo del animal del cielo, esa inolvidable lnea, tiene fuerza y claridad de Millet, pero no es inmvil, tiembla y vacila como una cuerda sonora, tocada por la pura luz de este mundo montaoso, alto y solitario. Este pintor est ms relacionado con Millet de lo que se cree. No es un pintor de las montaas. Las montaas son para l slo los escalones para nuevos llanos, sobre los cuales se eleva un cielo, grande como el cielo de Millet, pero ms lleno de luz, ms hondo, ms coloreado. Este cielo lo persigui toda su vida y cuando lo hubo encontrado, muri. Muri, casi a 3.000 metros de altura, donde ya no viven hombres, y la Naturaleza se irgui en grandeza ms quieta y ciega en torno de su pesada muerte. Tampoco supo de l. Pero cuando pint en la luz inconmensurable de ese mundo intacto la madre con el nio, entonces, estaba tan cerca del mundo humano como del otro, la vida sublime de la Naturaleza, que le rodeaba. Entre los romnticos alemanes hubo un gran amor a la raleza. Pero la amaban del mismo modo que el protagonista de una narracin de Turgueniev quera a aquella muchacha de la que dice: Sophia me agradaba especialmente cuando me sentaba y le yolvia la espalda, esto es, cuando me acordaba de ella, cuando la vea ante m en espritu, especialmente por la tarde en la terraza... Quiz slo uno de ellos le ha mirado a la cara: Philip Otto Runge, el de Hamburgo, el que pint el matorral de los ruiseores y la maana. nunca se ha vuelto a pintar de este modo el gran milagro de la aurora. La luz creciente, que sube a las estrellas quieta y sonriente, y abajo, en la tierra, el campo de coles, todava lleno de la bendicin de la hondura con roco de la noche, que est tendido un niito desnudo -la maana-. Todo est visto y penetrado. Se siente el fro de muchas maanas, en que el pintor se levant antes que el sol, y temblando de expectacin, sali para ver todas las escenas del emocionante drama y no desperdiciar nada de la tensa accin que all empezaba. Este cuadro est pintado con latidos del corazn. Es un hito. Abre, no un camino, sino mil caminos nuevos a la Naturaleza. Runge senta lo mismo. En sus escritos pstumos, que aparecieron en 1842, se encuentra este pasaje... Todo tiende al paisaje, busca algo determinado acusa indeterminacin. Sin embargo, nuestros artistas vuelven a aferrarse a la historia y se extravan. No hay, pues. quin en este arte -el paisajismo, si as se quiere llamar un asunto supremo que alcanzar, que quiz pueda ser ms que los anteriores? Al principio del siglo xix, Philip Otto Runge escribi estas palabras, pero an mucho despus se consideraba el paisaje no en Alemania como una actividad casi subordinada, y en nuestras Academias no se consideraba al paisajista como obsoleto. Estas instituciones tenan todas las razones para evitar la competencia de la Naturaleza, a la que ya Durero se haba dedicado con tan respetuosa sencillez. Se derram un torrente de jvenes de las salas polvorientas de las Escuelas Superiores, buscaron las aldeas, empezaron a ver, trajeron labradores y flores, y celebraron los maestros de Fontaneibleau, que haban intentado todo eso ya medio siglo anter . Era, en todo caso, una exigencia de honor la que haba en la base de este movimiento, pero era concretamente un movimiento y pudo haber arrastrado a muchos para quienes la Academia no era demasiado estrecha. Haba que esperar. De todos los que salieron entonces, muchos han vuelto mientras tanto a la ciudad, no sin haber aprendido, es ms, quiz no sin haberse

vuelto diferentes desde su base. Otros han pasado de paisaje en paisaje, aprendiendo en todo, finos eclcticos, a quienes el mundo les sirvi de escuela; algunos se han hecho clebres, muchos han cado y crecen otros nuevos, que juzgarn. Pero no lejos de ese lugar en que Philip Otto Runge ha pintado sus maanas, bajo el mismo cielo, por decirlo as, hay un notable paisaje, en que entonces se reunieron algunos jvenes, descontentos de la enseanza, deseosos de s mismos y dispuestos a tomar su vida de algn modo en sus propias manos. Ya no se han marchado de all, es ms, incluso han evitado hacer mayores viajes, siempre temerosos de desperdiciar algo, un atardecer insustituible, algn da gris de otoo o la hora en que, despus de noches tormentosas, brotan de la tierra las primeras flores de primavera. Las importancias del mundo quedaron a un lado, y notaron esa gran inversin de todos los valores que antes de ellos haba notado Constable, cuando escribi en una carta: El mundo es ancho, no hay dos das iguales, ni dos horas; no ha habido desde la creacin del mundo dos hojas de rbol que fueran iguales. Un hombre que llega a este reconocimiento, empieza una nueva vida. Nada queda tras de l, todo est delante y el mundo es ancho. Esos jvenes, que haban estado sentados varios aos, impacientes y descontentos, en las Academias, se lanzaron -como escribi Runge- al paisaje; buscaban algo determinado en esa indeterminacin. El paisaje es determinado, no hay en l casualidad, y toda hoja que cae cumple, al caer, una de las mayores leyes de la totalidad del mundo. Esta regularidad, que nunca vacila y que se cumple en cada momento tranquila y confiada, hace de la Naturaleza un tal acontecimiento para personas jvenes. Precisamente eso es lo que buscan, y si en su desconcierto buscan un maestro, no pretenden alguien que intervenga constantemente en su vida y con una sacudida estropee las horas misteriosas en que se cumple la cristalizacin de su alma; quieren un ejemplo. Quieren ver una vida, junto a s, sobre s, en torno de s, una vive sin cuidarse de ellos. Grandes formas de la historia viven as, pero no son visibles, y hay que cerrar los ojos para verlas. Pero a los jvenes no les gusta cerrar los ojos, al menos, cuando son pintores: los vuelven a la Naturaleza y, al buscarla, se buscan a s mismos. Es interesante ver cmo en cada generacin se hace educativo e incitador otro lado de la Naturaleza; sta luchaba por la claridad andando por los bosques; aquella us montaas y castillos para encontrarse. Nuestra alma es diferente que la de nuestros padres; podemos entender todava los castillos y desfiladeros ante cuya vista ellos crecieron, pero no vamos ms all por ah. Nuestra sensacin no aade ningn matiz, nuestros pensamientos no se multiplican, nos sentimos como en un cuarto de moda anticuada, en que no se puede pensar un futuro. Nosotros queremos usar aquellos lugares por donde nuestros padres pasaban de largo en vagones cerrados, impacientes y fastidiados por el aburrimiento. Donde ellos abran la boca para bostezar, all abrimos los ojos para ver; porque vivimos en el signo de la llanura y del cielo. Son dos palabras, pero abarcan propiamente una nica experiencia: la llanura. La llanura es el sentimiento en que crecemos. La comprendemos, y tiene algo de modelo para nosotros: en ella todo nos es significativo: el gran crculo del horizonte y las pocas cosas, que se levantan importantes ante el cielo. Y este mismo cielo, de cuyo oscurecerse y aclararse parece contar con otras palabras una de las mil hojas de un arbusto, y que cuando hace de noche, toma muchas ms estrellas que esos cielos acosados y sin espacio que hay sobre ciudades, bosques y montaas. En una llanura as viven esos pintores, de quienes se ha de hablar. A ella le agradecen lo que han llegado a ser, y mucho ms: a su inagotabilidad y grandeza agradecen el seguir siendo siempre. Es una extraa tierra. Cuando se mira desde la pequea colina de arena de Worpswede, se la ve extendida en torno igual que esos pauelos de campesinos que en un fondo oscuro muestran picos de flores hondamente lucientes. Yace plana, casi sin pliegue, y los caminos y los cursos de agua se adentran hacia el horizonte. All empieza un cielo de indescriptible mutabilidad y grandeza. En todas las hojas se refleja. Todas las cosas parecen ocuparse con l: est por todas partes. Y por todas partes est el mar, que ya no est, que una vez, hace miles de aos, subi aqu y cay, y cuya duna es el cerro de arena en que est Worpswede. Las cosas no pueden olvidarlo. El gran rumor que llena los viejos pinos de la montaa parece su rumor, y el viento, el ancho viento poderoso, trae su aroma. El mar es la Historia de esta tierra. Apenas tiene otro pasado. Una vez, cuando el mar se retir, empez a formarse. Plantas que no conocemos se elevaron, y hubo un raudo y presuroso crecer en el untuoso fango con pliegues. Pero el mar, como si no se pudiera separar, volva siempre otra vez con sus aguas extremas a los territorios abandonados, y por fin, quedaron negros pantanos hundindose atrs, llenos de hmedos

animales y de fertilidad que lentamente se corrompa. As quedaron solas las llanuras, ocupadas por completo consigo mismas, durante milenios. El pantano se form. Y, por fin, empez a cerrarse en lugares aislados, quedo, como una herida que se cierra. En ese tiempo, se supone que en el siglo XIII, se fundaron en las cercanas del Weser monasterios, que enviaban colonizadores holandeses a estos lugares, en una pesada vida incierta. Ms tarde siguieron (bastante raramente) nuevos intentos de asentamiento, en el siglo XVI, en el XVII, pero slo en el XVIII con un plan determinado, por cuya enrgica realizacin las tierras en el Weser, en el Hamme, Wmme y Wrpe, se hicieron permanentemente habitables. Hoy, estn pobladas adecuadamente: los primitivos colonos, en cuanto se pudieron sostener, se hicieron ricos con la venta de la turba, los posteriores llevaron una vida de trabajo y pobreza, pegados a la tierra, como bajo el encantamiento de una gran fuerza de gravedad. Algo queda sobre ellos de la melancola y el desarraigo de sus padres, los padres que, al marcharse, abandonaron una vida para empezar otra nueva en la negra tierra en hundimiento, sin saber cmo iba a terminar. No hay semejanzas de familia entre estas gentes; la sonrisa de las madres no pasa a los hijos, porque las madres nunca han sonredo. Todos tienen un solo rostro: el duro y tenso rostro del trabajo, cuya piel se ha tendido bajo todos los esfuerzos de tal modo que en la vejez se le ha hecho demasiado grande a la cara, como un guante muy usado. Se ven brazos que ha estirado demasiado al levantar cosas pesadas, y espaldas de mujeres y viejos que se han vuelto encorvadas como rboles que siempre han aguantado la misma tempestad. El corazn queda oprimido y no se puede desplegar. El entendimiento es ms libre y ha cumplido una cierta evolucin en un sentido. Ningn ahondamiento, sino un aguzamiento en lo ingenioso, lo zaheridor, lo agudo. El lenguaje les ayuda a ello. Este plattdeutsch, con sus palabras cortas, tirantes, coloreadas, que avanzan como con alas desmedradas y patas de pata, como aves de pantano, tiene un crecimiento natural en ellos. Es propicio a los golpes y entra fcilmente en una sonora risa tableteante, aprende de las situaciones, imita ruidos, pero no se enriquece con ellos: los cra. Se oye a menudo desde lejos, en las pausas del medioda, cuando es interrumpido el duro trabajo de sacar turba, que obliga al silencio. S oye raramente por la tarde, cuando el cansancio irrumpe temprano y el sueo entra casi a la vez que el crepsculo en las casas. Estas casas estn muy dispersas en los largos y derechos diques: son rojas con tabiques verdes o azules, coronadas de espesos y pesados tejados de paja, y, a la vez, hincadas en la tierra por su peso macizo como una gran pelliza. Algunas se pueden ver apenas desde los diques: se han puesto los rboles delante de la cara, para defenderse de los continuos vientos. Sus ventanas brillan a travs del espeso follaje, como ojos curiosos que miran desde una oscura mscara. Estn ah tranquilas, y el humo de los hogares, que las llena todas, brota por la negra hondura de la puerta y se escapa por las rendijas del techo. Los das fros se queda alrededor de la casa, repitiendo sus formas, ms grandes en un gris fantasmal. En el interior es casi todo un solo espacio, un espacio amplio y alargado, en que se mezclan el olor y la tibieza del ganado con la acre humareda del fuego abierto, en una penumbra maravillosa, en que sera muy posible perderse. Al fondo se ensancha este zagun; a derecha e izquierda aparecen ventanas, y enfrente estn las habitaciones. No contienen muchas cosas. Una mesa espaciosa, muchas sillas, una rinconera con algo de cristal y vajilla y los cobertizos de las camas, cerrados, grandes, provistos de puertas de corredera. En estos armarios de dormir nacen los nios, pasan las horas de agona y las noches de boda. All, en esa tiniebla ltima, estrecha, sin ventanas, se ha replegado la vida, que ha sido desplazada de todos los dems sitios de la casa por el trabajo. Extraamente sin intermedio caen las fiestas en esta existencia, las bodas, los bautizos, los entierros. Rgidos y cohibidos estn los campesinos en torno del atad, rgidos y cohibidos entran en el baile de la boda. Su tristeza. la dejan en el trabajo y su alegra es una reaccin a la seriedad que les impone el trabajo. Hay entre ellos originales, graciosos y escarmentados, cnicos y visionarios de fantasmas. Algunos cuentan de Amrica, otros no han ido ms all de Bremen. Unos viven con cierto contento y tranquilidad, leen la Biblia y mantienen el orden; muchos son desgraciados, han perdido hijos, y sus mujeres, agotadas de necesidad y cansancio, se van muriendo despacio, quizs aparecen aqu y all algunos a quienes llena un ansia indeterminada, profunda, como una llamada, quiz, pero el trabajo es ms fuerte que todos. En la primavera, cuando empieza la recogida de turba,. se levantan con el amanecer y pasan el da entero, chorreando de humedad, unidos al pantano por el mimetismo de sus ropas negras y pegajosas, en el hoyo de la turba, de donde sacan a paladas la plmbea tierra del pantano. En verano, mientras estn ocupados con la cosecha de trigo y heno, se seca la turba preparada,

que llevan en otoo a la ciudad en barcas y. carros. Viajan horas enteras.: A menudo, ya a media noche, suena el agudo despertador. En el agua negra del canal espera cargada la barca y, entonces, navegan gravemente, como con atades, hacia la maana y hacia la' ciudad, que, no quieren venir. Y qu hacen los pintores entre esta gente? Hay que decir que no viven entre ellos, sino que se les contraponen, como ellos se contraponen a los rboles y a todas las cosas que crecen y se mueven contorneadas por la corriente del aire hmedo y tnico. Vienen de lejos. Empujan a esos hombres, que no son semejantes a ellos, hacia el paisaje; y 'ello no es una violencia. La fuerza de un nio basta para esa; y Runge escriba: "Debemos hacernos nios, si queremos alcanzar lo mejor." Ellos quieren alcanzar lo mejor y se han hecho nios. Lo ven todo en un aliento, hombres y cosas. Como el olor peculiarmente coloreado de este alto cielo no hace ninguna distincin, y a todo lo que en l se yergue y descansa, lo rodea del mismo bien, as ejercen una cierta justicia ingenua, en cuanto que, sin pensarlo, perciben hombres y cosas: en quieto estar juntos, como aparicin de la misma atmsfera y como portadores de colores que ella hace brillar. A nadie hacen agravio con esto. No ayudan a esta gente, no la aleccionan, no la mejoran. No llevan a nada hacia delante, en su vida, que sigue siendo, hacia atrs y hacia delante, en dolor y tiniebla, pero sacan de la hondura de esta vida una verdad, en que crecen ellos mismos, o para no decir demasiado, una verosimilitud que se puede amar. Maeterlinck en su maravilloso libro de las abejas, dice en un lugar: "No hay ya ninguna verdad, pero hay en todo tres similitudes. Cada uno elige una de ellas, o mejor, ella le eligee a l, y esta eleccin, que hace l, o ella, ocurre de manera completamente instintiva. El se aferra desde entonces a ella, y ella determina forma y contenido de todas las cosas que entran en l." Y, ahora, se aplican tres similitudes a un ejemplo, a un grupo de labradores que amontonan almiares de paja en el borde de un llano. Hay la verosimilitud miope del romntico, que embellece al mirar, la verosimilitud inexorablemente cruel del realista y, finalmente la verosimilitud tranquila, honda, confiada en conexiones exploradas, del sabio, que quizs es la que ms se acerca a la verad. No lejos de sta est la ingenua verosimilitud del artista. Al poner los hombres junto a las cosas, los eleva, porque es el amigo, el confidente, el poeta de las cosas. Los hombres no se harn por eso mejores o peores, pero, para volver a usar palabras de Maeterlinck: El avance no es incondicionadamente exigible, a que nos entusiasma el espectculo. Basta el enigma... Y, en este sentido, l an parece estar por encima del sabio. Donde ste se esfuerza todava en resolver enigmas, el artista tiene una tarea mucho mas grande, o si se quiere, un derecho ms grande an. Lo propio del artista es amar el enigma. Esto es todo arte: amor, que se ha vertido sobre enigmas; y esto son todas las obras de arte: enigmas, rodeados, enjoyados, cubiertos de amor. Y all estaban, ante los jvenes que haban venido a encontrarse, los muchos enigmas de esta tierra. Los abedules, las cabaas del pantano, las llanuras de pramo, los hombres, las tardes y los das, de los cuales no hay dos iguales, ni hay tampoco dos horas que se puedan cambiar. Y all fueron a amar estos enigmas. Se hablar en lo sucesivo de estos hombres, no en forma de una crtica, ni tampoco con la pretensin de dar algo concluido. Esto no sera posible: porque se trata aqu de unos que llegan a ser, de gente que cambia, que crece, y que quizs en el momento en que escribo estas palabras, hacen algo que contradice todo lo que precede. Entonces, puedo siempre haber hablado de un pasado: tambin esto tiene su valor. Son diez aos de trabajo de lo que aqu 'informo, diez aos de trabajo alemn, grave, solitario. Y, en general, se aplica aqu tambin la limitacin que siempre debe suponerse cuando uno intenta penetrar diciendo la verdad en la vida de un hombre: "A menudo nos habremos de detener ante lo desconocido."

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