Gloria Alcorta - El Circulo

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Gloria Alcorta El crculo

De El hotel de la luna y otras imposturas, Sudamericana, Buenos Aires, 1957

Isabel de Valenzuela fue despertada por un ruido de campanas y de risas. La noche era clarsima, y la joven record de pronto haber odo hablar de baos de luna sin que nadie le hubiera dado nunca ocasin de tomar parte en ellos. La ciudad en que viva era, sin embargo, clebre por la claridad de sus noches. Sin duda que los habitantes de la colina se tenan por demasiado respetables para entregarse a prcticas tan frvolas como la de los baos de luna. Era el 24 de diciembre, un poco antes de medianoche. Isabel de Valenzuela salt de la cama, se visti y sali de la casa (cuya puerta hall abierta de par en par) con la intencin de caminar hasta la playa y de espiar a los baistas. En el jardn, bajo un ramo de flores suspendido de la verja, gente ruidosa y perfumada le tom por el cuello y procur abrazarla. Entre las velas de color y los copos de algodn empolvado, el calor era insoportable. Qu ocurre? pregunt Isabel. Pero una mirada entontecida fue la sola respuesta a su pregunta. Entonces, viendo que nadie trataba de impedirle el paso, ech a correr hasta el pie de la colina y, ya en el camino, ofreci su cara al viento que vena de la playa. Ese viento no estaba ya empolvado ni perfumado; era seco y traa voces de gente joven. "Ahora han saltado de la jeep calcul, aguzando el odo, ahora se persiguen y van a alcanzarse," Haba dos caminos para bajar al mar. Eligi el de las moreras. El suelo arenoso quemaba bajo sus sandalias. Cuando iba llegando a los alrededores del pequeo puerto, crey reconocer la voz desafinada de Desdmona Ross. "Claro! Ese ruido de gnero que se desgarra lo hace su traje de bao... Va a quedar desnuda... Estoy segura...". E Isabel volvi a correr con todas sus ganas. Pero debi de equivocarse de camino, pues a medida que avanzaba las risas y las voces de los baistas se hacan cada vez ms lejanas. En lugar de aproximarse se transformaban en tenues murmullos parecidos a gemidos que, muy pronto, Isabel no supo distinguir del silbido del mirlo o del grito de algn otro pjaro burln. El silencio de la playa, sostenido por el canto de los grillos, interrumpido por el choque de las pequeas olas contra el casco de los barcos, sobrecogi a Isabel, que, como en un vrtigo, tendi los brazos y gir la cabeza a todos lados en busca de apoyo. Pero el camino no estaba desierto. Un hombre caminaba delante de ella, sin prisa, balanceando ligeramente su gran busto sobre sus delgadas caderas. Era un desconocido en mangas de camisa que mordisqueaba una hoja verde o un pedazo de corteza arrancada a un eucalipto. Isabel lo tom al pronto por un marinero, pero advirti en seguida, con decepcin, que su camisa arremangada era de seda y que sus pantalones haban sido cortados por un experto. Sin reflexionar, como empujada por la

misma mano que la haba sacado de su casa, sigui al caminante. "Si no va al mar estoy perdida", pens. Sus pies se hundan en la arena cada vez que intentaba defenderse de la atraccin que el desconocido ejerca sobre ella. La playa estaba desierta; sin duda los baistas la haban dejado para continuar persiguindose entre las rocas. Ni una vez el hombre volvi la cabeza hacia ella, ni vari la expresin preocupada de su rostro. Fue, sin embargo, con una risa de sorpresa y alegra que acogi el asalto de un perro negro, surgido bruscamente de la arena, el pelo lleno de algas. Isabel mir con envidia cmo hombre y perro rodaban juntos entre las piedras. "Quisiera ser un hombre y un perro que se quieren", murmur. El desconocido se liber pronto de las caricias del animal, se quit entonces la camisa y la arroj al viento. Cuando Isabel, luego de haber seguido con los ojos el vuelo del hermoso tejido blanco, se dio vuelta, el hombre estaba desnudo y se mantena a orillas del agua, tan ignorante de su desnudez como los pinos de la suya. A algunos metros de l, un barco se balanceaba bajo la luna. El hombre pronunci palabras que Isabel no entendi, pero que juzg llenas de sentido. Vio entonces cabecear dulcemente un joven velero de escaso tamao que luego avanz hacia su amo. ste, con precauciones, toc el mstil nico y acarici la popa recientemente barnizada. Luego, en el agua, cogi al paso un gnero blanco que deba de haber sido el de una camisa de seda, hizo con l una mueca y comenz a frotar pacientemente los flancos del velero. De tiempo en tiempo se interrumpa para sumergirse entero en el agua inmvil que lo rodeaba, y luego volva a su trabajo, silbando. Todo ello bajo la mirada aprobadora del perro negro sentado en la arena. Frot el velero de arriba abajo y de izquierda a derecha, sin alterar jams el ritmo de sus ademanes. A medida que nuevos mstiles surgan de la hermosa carne barnizada y que cordajes bien trenzados se agrandaban bajo el frotar de sus dedos, su silbido se haca cada vez ms vigoroso. Despuntaba el alba cuando el hombre empuj hacia el horizonte su navo terminado. ste, extrao todava a la majestad de su condicin, titube un poco antes de obedecer; luego desapareci juiciosamente, con todas sus velas desplegadas, entre el cielo y el agua. El hombre se enjug la frente, se dio vuelta y pos sobre la mujer que se hallaba de pie y a su lado una mirada azul que pareca no conocer. Se puso luego rpidamente sus pantalones e hizo un ademn como para recobrar su camisa... Pero como sta no le obedeca, meti en el bolsillo el trapo que tena en la mano y, tras una distrada caricia al perro, que no se movi, se alej de la playa. Isabel sigui al hacedor de navos hacia la ciudad como lo haba seguido hacia el mar. Acaso en el estrpito de las ciudades y en el horror de los suburbios supiera inventar tambin un palacio como los que ella tena vistos en los cuadros italianos. . . De nuevo fue la gran espalda sobre estrechas caderas la que le ense el camino. Ella intent crearse recuerdos en que ese cuerpo tuviera su parte: "Se haba casado con l diez aos antes; l renunci por ella a una provincianita, a la hermosa Desdmona Ross... Su padre, a quien llamaba el marqus de Carabs, se opuso al casamiento, pero l le asegur que Isabel Mansilla tendra hijos soberbios... Durante las noches de invierno contemplaba a su mujer sin hablarle las persianas de su casa permanecan cerradas mientras l le explicaba pacientemente el milagro del placer... el crujido de las hojas bajo el peso de sus cuerpos, las picaduras de las hormigas que los sorprenderan acostados en tierra, el pescado que se abre y que se vaca, el gusto de la sal, de la piel amada,

del vino... "Record, sobre todo, la indiferencia de su esposo por el mundo. El desconocido no haba tomado el camino de la ciudad sino el de la colina. Al contornear una pequea iglesia rodeada de rosales tupidos que servan de escondrijos a los enamorados, Isabel oy las campanas del domingo echadas a vuelo. Y, de sbito, como si algo hubiera iluminado un rincn oscuro de su mente, record a su hijo que, en efecto, haba sido bautizado en esa iglesia... Record su propio vientre de madre que se agrandaba todos los das y ante el cual l se arrodillaba y que l estrujaba balbuceando de orgullo. El hombre atraves en la madrugada un campo descolorido. Cuando pos una mano en la puerta de la casa, Isabel advirti tambin que su rostro haba envejecido por lo menos diez aos. La verja se cerr tras ellos con estrpito. Isabel entr entonces en un saln tan convencional como el de su casa. Rostros hinchados de sueo iban y venan entre las botellas vacas, mientras un hombre de frac yaca en el suelo con los ojos en blanco. Un lacayo recamado de oro rechaz con el pie al desvanecido, sin siquiera echarle una mirada. Las voces de toda esa gente, reunida sin duda para divertirse, eran las mismas voces muertas de todos los das, las de la radio, del telfono, de los directorios... Isabel se sorprendi al ver que aquel a quien haba seguido ya no tena el torso desnudo, que su camisa mojada no era ya un trapo de marinero, sino que estaba cuidadosamente abotonada. Amo y seor de ese saln y de esos mucamos galoneados, era grave y viejo como lo es la gente rica, y concienzudamente estrechaba las manos de las personas que se despedan. Mujeres que haban sonredo a Isabel, tuvieron un momento de rechazo cuando recibieron la luz del da en la cara. Pronto, en la casa ya libre de visitas, Isabel se hall en traje de baile, sola frente a quien la haba atrado all con propsitos que ignoraba. Intent abrir la boca para preguntar algo, pero el hombre no la miraba, dedicado a cerrar cuidadosamente los postigos del saln y a echar llave a las puertas. Qu haca ella en una casa donde las puertas eran difciles de cerrar y que deberan de ser aun ms difciles de abrir? Qu deseaba ese desconocido que no la miraba, pero que la esper cuando ella vacil ante la verja?... Isabel, a quien la cabeza le daba vueltas, dio un paso adelante y se puso a sollozar para llamar la atencin de su husped. Pero el hombre permaneca imperturbable, contentndose con protestar contra la humedad del tiempo y contra la mala calidad de todo lo que se fabricaba despus de la guerra. Agreg que la comida haba sido desastrosa... y como Isabel se le aproximaba con la intencin de poner su mano en sus hombros, l dijo, sin darse vuelta: Te prevengo, Isabel, que si vas a importunarme todava con tus lgrimas me tendr que ir a dormir a la playa... Conoca, pues, su nombre!... Y ella lo haba importunado con sus lgrimas! S, haba un resentimiento en el tono de su voz. Se encontraba sola con un hombre como todos los dems, a quien se hace padecer y que nos hace reproches... Hasta le pareci haberle odo pronunciar la palabra "choc"... De qu "choc" se trataba? Isabel se asombr de que, no obstante su terror, no tuviera ningn deseo de huida y de que encontrase sin dificultad el lugar del gran silln de Aubusson en el que tena costumbre de sentarse. Todo lo que perteneca a este saln le era cada vez ms familiar, hasta ese olor a tabaco ruso que sala de un florero de plata. Cerr los ojos para no ver

el canasto en la mesa redonda con patas de porcelana y para no reconocer el bordado que all colocaba todas las noches. No, Pedro; no vayas a la playa... Era su voz, su propia voz, la que acababa de nombrar a un hombre y la que suplicaba: No vayas sin m! El que acababa de cumplir con sus deberes de dueo de casa, se haba dejado caer en una silla. Luego tom un diario de sobre la mesa redonda con patas de porcelana y lo recorri mientras desabrochaba su camisa. Has cambiado... dijo ella Es horrible!... No dijo l, sin levantar los ojos; no yo. Eres t la que se ha vuelto loca. Ella, confusa, lo mir. Qu quera decir?... De nuevo oy su propia voz suplicante: No me dejes! l alz un poco sus cejas y prosigui la lectura. Ser como antes. Ya vers!... Pedro! Y oy removerse algo extrao en el pecho de su interlocutor, cuyas manos se pusieron a temblar sobre el diario.. . Te lo prometo: me quedar toda la noche en la arena, aunque tenga fro... Y como l tuvo un gesto de fastidio, prosigui rpidamente: No lo sabes, pero he recordado esta noche el gusto de las hojas y de las hormigas coloradas que nos quemaban la espalda... Tambin me he acordado de ti... Te he visto acariciar al perro que tu padre haba echado... Y he mirado tu barco... Es muy lindo. Esta vez, Pedro levant los ojos del diario, pos sus minsculas pupilas en Isabel y logr preguntar, sin violencia: Qu has recordado? Nuestro hijo. Cllate! Se levant con un movimiento brutal, e Isabel cerr nuevamente los ojos para escapar a la dureza de su mirada. Nuestro hijo ha muerto dijo l con voz apagada; y agreg, sin sentarse: Nosotros tambin hemos muerto. El viento abri un postigo mal cerrado y un vaho ardiente entr en la sala. Me acuerdo! grit ella mientras se ergua en el silln. No! aull l Es demasiado tarde. Y dando la espalda a su mujer se asom a la ventana para respirar el aire del mar. Isabel volvi a dejarse caer en los cojines. Te vas, no es eso? pregunt. Pero esta vez cerr los ojos humildemente, sin esperar la respuesta.

Algunas horas ms tarde, bajo el duro sol de medioda, cuando abri unos ojos capaces, en una noche de Navidad, de ver surgir mstiles encantados bajo los dedos de un hombre, tres sirvientes silenciosos iban y venan alrededor de ella. Sus escobas se deslizaban bajo los muebles, pero ninguno de ellos le diriga la palabra. Todas las puertas de la casa estaban abiertas. De afuera llegaban gritos felices. El aire ola a tomillo y a magnolia. Pero a Isabel no se le ocurri salir. Con una mano sin voluntad y sin memoria tom el bordado en el canasto de la mesa redonda con patas de porcelana y hundi profundamente la aguja en la tela tensa de un babero.

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