Williams, Tennessee - Un Tranvia Llamado Deseo
Williams, Tennessee - Un Tranvia Llamado Deseo
Williams, Tennessee - Un Tranvia Llamado Deseo
DE:
TENNESSEE WILLIAMS
IMPRIME VILLENA A. G.
Depósito Legal: M.-49—1989. ISBN: 84-7389-054-X
INTRODUCCIÓN
LA MUJER NEGRA.......................
EUNICE HUBBELL .......................
STANLEY KOWALSKI..................
STELLA KOWALSKI.....................
STEVE HUBBELL..........................
HAROLD MITCHELL (WITCH) ...
LA MUJER MEJICANA ................
BLANCHE DUBOIS.......................
PABLO GONZALES ......................
EL MUCHACHO ............................
LA ENFERMERA...........................
EL DOCTOR...................................
(Dos hombres dan la vuelta a la esquina: STANLEY KOWAISKY y MTTCH. Los dos tienen
entre veintiocho y treinta años y van vestidos funcionalmente, en ropa azul de trabajo.
Stanley lleva al brazo una chaqueta de jugar a los bolos y un paquete manchado que
denuncia su origen: la carnicería. Los dos hombres se detienen ante las escaleras.)
STANLEY—(Gritando.) ¡Eh!... ¡Stella! ¡Cielo!... ¡Eh! (STELLA aparece en el rellano del
piso superior. Es joven y atractiva: alrededor de veinticinco años. Procede de una clase
social que no es la de su marido.)
STELLA.—(Suave) No grites tanto, que no es necesario... Hola, Mitch...
STANLEY.-¡Ahí va eso! ¡Cógelo!
STELLA.—¿Qué es?
STANLEY.—Carne.
(STANLEY tira el paquete a STELLA. Ella da un grito de protesta pero lo atrapa. Respira
hondo. Se ríe. MITCH y STANLEY reemprenden la marcha hacia la esquina.)
STELLA.—(Gritando.) ¡Stanley! ¿Dónde vas ahora?
STANLEY.—Tengo una partida de bolos.
STELLA.—¿Te acompaño?
STANLEY.—Vente. (Sale.)
STELLA.—Voy corriendo. (A la mujer blanca.) ¿Cómo estás, Eunice?
EUNICE.—Muy bien. Oye, dile a Steve que se consiga un sandwich, que en casa no hay
nada... (Se ríen todos, especialmente la Negra, que no se puede parar, STELLA se va.)
MUJER NEGRA.—¿Qué había en ese paquete? (Se incorpora sin dejar de reírse.)
EUNICE.—No te preocupes, que no es asunto tuyo...
MUJER NEGRA.—¿Qué es lo que pidió que cogiera? (Todavía se está riendo cuando
BLANCHE aparece en la esquina, con una maleta en la mano. Mira un trozo de papel.
Luego la casa, consulta otra vez el papel y vuelve a mirar el edificio. Está estupefacta.
Su talante contrasta muchísimo con el del barrio. Va admirablemente vestida: traje
blanco, blusa de gasa, collar y pendientes de perlas, sombrero y guantes blancos. Está
vestida para un té o un cocktail elegante. Representa cinco años más que STELLA. Una
belleza sensible que sabe huir de las luces crudas. Se mueve con cierta inseguridad.)
EUNICE.—¿Qué le pasa, bonita? ¿Se ha extraviado?
BLANCHE.—(Emotivamente.) Me dijeron que... primero... tomase un tranvía llamado
«Deseo»... luego el que va al Cementerio y que me bajase en la sexta parada en... en los
«Campos Elíseos»...
EUNICE.—Y ya llegó.
BLANCHF.—¿Estos son los... Campos Elíseos?
EUNICE.—Los «Campos Elíseos...»
BLANCHE.—Puede que... no me explicase bien cuando di el número...
EUNICE.—¿Qué número era?
(BLANCHE inquieta, vuelve a mirar su papel.)
BLANCHE.—Seis... tres... dos...
EUNICE.—Pues ya no tiene que seguir buscando...
BLANCHE.—La casa de mi hermana: Stella du Bois... Es decir, la señora de Stanley
Kowalski.
EUNICE.—Ya dio con la fiesta. Es aquí... lo que no sé es como no se la ha encontrado.
BLANCHE.—¿Está segura de que... Stella vive aquí?
EUNICE.—Ella en el piso de abajo y yo en el de arriba.
BLANCHE.—Sí... Gracias... Y... ¿no está ahora?
EUNICE.—¿Ha visto una bolera que hay a la vuelta?
BLANCHE.—No... No me he fijado.
EUNICE.—Pues ahí tiene a su hermana viendo jugar a su marido... (Pausa.) ¿Por qué
no deja aquí la maleta y se llega a buscarla?
BLANCHES.—No, gracias...
MUJER NEGRA.—Iré yo y le diré que está usted aquí.
BLANCHE.—Muchas gracias.
MUJER NEGRA.—De nada, mujer, de nada... (Sale.)
EUNICE.—Por lo visto su hermana no la esperaba...
BLANCHE.—No, no me esperaba esta noche.
EUNICE.—Bueno, pues... pase... ¿Por qué no entra? Pase y póngase cómoda para
esperarlos...
BLANCHE.—¿Ponerme...? ¿Cómo voy a hacer eso?
EUNICE.—Pase con toda confianza... (EUNICE abre la puerta del piso inferior.
Enseguida se enciende una luz filtrada por el azul celeste de los visillos, BLANCHE. muy
despacio, sigue a EUNICE, entra en el piso. Se enciende el piso, se ha hecho el oscuro en
la calle. Ahora se ven dos habitaciones mal definidas. La primera, entrando, es
evidentemente una cocina, aunque hay en ella una cama auxiliar que es la que más
tarde usará BLANCHE. La otra habitación es un dormitorio con una puertecilla al baño.)
EUNICE.—La casa está hoy un poco desordenada... Pero... cuando está limpia y en
orden es muy agradable.
BLANCHE.—¿Ah, sí?
EUNICE.—Sí, sí... Bueno, esa es mi opinión... ¿De modo que es usted la hermana de
Stella?
BLANCHE.—Sí, su hermana... (Intenta quedarse sola.) Bueno... muchas gracias por
haberme dejado pasar.
EUNICE.—«De nada», «de nada», como dicen los mejicanos... Stella habla mucho de
usted...
BLANCHE.—¿Mucho?
EUNICE.—Me dijo que era profesora...
BLANCHE.—Sí... lo soy...
EUNICE.—En una escuela de Mississippi... ¿Viene de ella?
BLANCHE.—Sí.
EUNICE.—Me enseñó una foto de su plantación. ¡Qué casa!
BLANCHE.—¿«Belle-Reve»?
EUNICE.—Una casa enorme, con dos columnas blancas a los lados...
BLANCHE.—Sí...
EUNICE—Debe costar una fortuna sostener esas casas.
BLANCHE.—¿No le importa que...? Estoy que me caigo...
FUNICE—Claro que sí, bonita... Siéntese, siéntese si quiere.
BLANCIIE.—Me gustaría quedarme sola...
EUNICE.—No faltaba más... Me largo inmediatamente.
BLANCHE.—Perdóneme... No he querido ofenderla, pero es que...
EUNICE.—Me acercaré a la bolera y le meteré prisa a su hermana.
(Sale EUNICE. BLANCHE, tensa e incómoda se sienta en la silla. Las piernas juntas y los
hombros apretados sujeta el bolso crispadamente, como si tuviese frío. Después de
unos momentos, comienza a serenarse y sus ojos revisan el lugar. Se oye el maullido de
un gato. Melosa, BLANCHE retiene la respiración. De pronto, su mirada descubre algo en
un armario entrecerrado. De un salto, va al armario y toma una botella de whisky. Se
sirve medio vaso y se lo bebe de golpe. Con cuidado deja la botella donde estaba y lava
el vaso en el fregadero. Vuelve a sentarse detrás de la mesa.)
BLANCHE.—(Bajo.) Dominarme... Necesito dominarme... (STELLA dobla la esquina
corriendo y va hacia la puerta del piso inferior. Llama alegremente a su hermana.)
STELLA.—¡Blanche! ¡Blanche!
(Se miran una a otra durante unos instantes. Luego BLANCHE se incorpora y corre
hacia STELLA con un grito.)
BLANCHE—¡Stella!... ¡Stella!... ¡Estrella!... (BLANCHE rompe a hablar febrilmente, con
mucha vivacidad, como si quisiese impedir que puedan detenerse a reflexionar. Se
abrazan con fuerza, espasmódicamente.) ¡Déjame que te vea!... Pero no me mires tú, no
me mires, Stella, no me mires hasta... luego... después que me dé un baño y esté un poco
más tranquila... ¡Y apaga la luz ahora mismo! ¡Por favor! No quiero que nadie me vea
con esta luz tan cruda, (STELLA obedece con una sonrisa.) ¡Acércate!... ¡Ay, Stella,
Stella! (La abraza otra vez.) ¡No pensé que íbamos a encontrarnos en un sitio tan
espantoso!... Bueno... perdona... es que no sé lo que digo... Quería ser muy cariñosa y lo
primero que había pensado decirte era. «¡Stella, qué sitio tan bonito y qué casa tan...!»
Bueno... ja, ja... ¡Estrellita mía!... ¡Hermana!... No has abierto la boca desde que has
llegado...
STELLA.—¡Cielo mío, no me has dejado hablar! STELLA se ríe pero mira a su hermana,
con cierta preocupación.)
BLANCHE.—Pues habla, habla... habla todo lo que quieras, mientras yo trato de
encontrar que beber... Tendrás algo digerible, ¿no? Bueno, vamos a ver... vamos a ver si
puedo encontrarlo sola... (BLANCHE va al armario y saca la botella de whisky. Trata de
seguir bromeando pero tiembla y respira con dificultad. Casi se le cae al suelo la
botella, STELLA se da cuenta.)
STELLA.—Será mejor que te sientes, Blanche... Desde... Yo te sirvo. No sé con qué lo
podrías tomar... ¡Ah, sí! Creo que hay Coca-Cola en la heladera... Tráela tú, mientras
yo...
BLANCHE.—No, Estrellita, Coca-Cola no. Estoy muy nerviosa esta noche para tomar
Coca-Cola. Pero bueno... ¿y dónde?... ¿Dónde está tu...?
STELLA.—¿Stanley?... ¡Ah, está en la bolera! Jugando... Es lo que más le gusta en el
mundo. Hoy tienen un campeonato... Mira, aquí queda un poco de soda.
BLANCHE.—La soda estropea el whisky, hermosita. No me hagas caso... y no vayas a
pensar que me emborracho todos los días... Es que me siento mal... sucia... cansada...
con los nervios de punta... Bueno, es igual... Siéntate conmigo y cuéntamelo todo. ¿Por
qué vives aquí?
STELLA.—Te lo explicaré, Blanche...
BLANCHE.—Voy a ser muy franca contigo... Yo no soy hipócrita... soy sincera...
Nunca... nunca en mi vida... ni en una pesadilla podía imaginarme un lugar así... ¡Es de
Poe!... ¡Solo Edgar Alian Poe podría describir un sitio como éste!... ¡Supongo que lo
que hay detrás serán los bosques de Weis, con sus fantasmas y sus brujas! (Se ríe.)
STELLA.—No, cielo, no... Ahí donde tú señalas no hay más que las vías del ferrocarril.
BI.ANCHE.—Las vías... Entonces, hablando en serio, ¿por qué no me lo dijiste?... Con
una simple carta yo... (STEILLA. cautelosa, sirve otro vaso a BLANCHE.)
STELLA—¿Por qué no te dije qué, Blanche?... ¿Qué?
BLANCHE.—Las condiciones en que estabas viviendo.
STELLA.—Cálmate un poco ¿quieres?... Este no es un mal sitio, ni muchísimo menos...
Lo que pasa es que Nueva Orleans no se parece a ninguna otra ciudad... Esto es todo.
BLANCHE.—No me refiero a Nueva Orleans... me refiero al sitio y... ¡Perdona! (Se
detiene bruscamente.) Bueno, cambiemos de tema.
STELLA.—(Irritada.) Cambiemos. (Una pausa, BLANCHE mira con atención a su
hermana y STELLA sonríe, BLANCHE desvía la mirada y contempla su vaso que agita
nerviosamente.)
BLANCHE.—¡Tú eres lo único que tengo en el mundo y ni siquiera te alegras de que
esté en tu casa!
STELLA.—Blanche, ¿qué estás diciendo? Eso no es verdad.
BLANCHE.—Puede... Se me había olvidado que eres de muy pocas palabras.
STELLA.—Nunca me dejaste hablar, Blanche. Siempre me callé cuando estábamos
juntas...
BLANCHE.—(Suave.) Una buena costumbre... (Brusca.) Ni siquiera te ha interesado
saber por qué tuve que abandonar mi escuela sin esperar a las vacaciones...
STELLA.—Supuse que me lo dirías sin que te lo preguntara, si es que te interesa
contármelo.
BLANCHE.—O sea que pensaste que me habían echado...
STELLA.—Pensé que habías dimitido... Sí, habías sido tú...
BLANCHE.—Me fallaron los nervios... Estaba deshecha con todo lo que había pasado
y... (Con rabia sacude el cigarrillo.) ¡Creí que me iba a volver loca!... Y entonces el
señor Graves... el señor Graves es el inspector de Enseñanza Superior... me sugirió que
pidiese unos meses de permiso... En un telegrama no se pueden matizar las cosas... (Se
bebe el vaso de un trago.) ... Bueno... ¡Esto me va a caer muy bien!
STELLA.—¿Te pongo otro?
BLANCHE.—No, no... Con uno tengo bastante...
STELLA.—¿De verdad?
BLANCHE.—Y, ¿cómo me encuestras, eh?... ¿Cómo me encuentras?
STELLA.—Bien... Te encuentro muy bien.
BLANCHE.—Una mentira piadosa. Jamás la luz del sol ha iluminado un estado de ruina
tan grande como el mío... Tú, en cambio... sí, bueno, has engordado más de la cuenta...
¡Pero te sienta bien!
STELLA.—Oye, Blanche...
BLANCHE.—De verdad... de verdad. Por eso te lo digo... Aunque deberías cuidar tu
cintura... Esas caderas no... Vamos a ver... Ponte de pie...
STELLA.—Ahora no, Blanche...
BLANCHE.—¡Ahora!... ¿No me has oído? ¡Te he dicho que te pongas de pie! E STELLA
obedece malhumorada.) Estás muy mal criada y además te has echado una mancha en
ese encaje del cuello, que no era feo... ¡Y qué peinado!... Con esa carita de ángel
deberías llevar el pelo mucho más corto... Supongo que tendrás una doncella...
STELLA.—Una doncella... No tenemos más que dos habitaciones...
BLANCHE.—¿Qué?... ¿No tienes más que dos habitaciones?
STELLA.—(Incomoda.) Esta donde estamos y... (BLANCHE se ríe con una risa
mortificante. Pausa incómoda.)
BLANCHE.—Ya está... Ya te has vuelto a quedar callada... ¡Qué suave eres! Te sientas
quietecita, cruzas las manos y pareces una niñita del coro...
STELLA.—(Inquieta.) Tú eres mucho más fuerte que yo, Blanche...
BLANCHE.—Sí, pero tú te dominas muchísimo mejor... Me parece que necesito otro
trago. (Se pone de pie.) Pues, para que lo sepas, no he engordado un solo kilo en estos
diez años... Peso exactamente lo mismo que cuando murió papá... El verano que tú te
fuiste de Belle-Reve a vivir tu vida...
STELLA.—(Aburrida.) La verdad, Blanche, es que te conservas divinamente.
BLANCHE.—Sí... Es mi encanto el que desaparece poco a poco...
(BLANCHE se ríe, muy tensa y busca la mirada de su hermana para serenarse.)
STELLA.—-(Amable.) Tu encanto está intacto...
BLANCHE.—¿Después de lo que me ha pasado? Ahora si que no te creo... ¡Pobre
Stella! (Se lleva a la frente una mano temblona.) ¿Es verdad que solo tienes dos habi-
taciones?
STELLA.—Y un baño...
BLANCHE.—Un baño... Al fondo de la escalera, la primera puerta a la derecha, ¿no?
(Las dos hermanas se ríen sin espontaneidad) Pues no sé donde me vas a instalar,
Stella...
STELLA.—Aquí...
BLANCHE.—¿Esto qué es?... ¿Una cama plegable? (Se sienta en la cama.)
STELLA.—¿No te gusta?
BLANCHE—-{Con la voz blanca.) Sí... está bien... Prefiero dormir en cama dura... Pero
no hay ninguna puerta de separación entre estos dos cuartos y creo que Stanley... ¿No
resultará un poco indecente?
STELLA—Como tú sabes muy bien, Stanley es polaco...
BLANCHE.—Quieres decir, que es un poco... así... como irlandés...
STELLA.—Sí.
STELLA.—Con menos orgullo... supongo. (Las dos hermanas se ríen otra vez
forzadamente.)
BLANCHE—He traído unos trajes muy bonitos para causarle buena impresión a tus
refinados amigos.
STELLA.—No te van a parecer nada refinados.
BLANCHE.—¿Ah, no?
STELLA.—Son amigos de Stanley...
BLANCHE.—¿Todos polacos?
STELLA.—Una mezcla...
BLANCHE—Sea como sea traigo un buen guardarropa y lo voy a usar... No sé si estás
esperando que diga que me voy a un hotel... pero te equivocas... Quiero estar aquí
contigo... No podría estar sola... Supongo que... te habrás dado cuenta, ¿no?... La verdad
es que no ando nada bien... (Su voz se ha ido debilitando. Está muy asustada.)
STELLA.—Nervios... Sí, te veo muy nerviosa... muy excitada.
BLANCHE.—¿Y qué va a decir Stanley? Si toma mi visita como la simple pasada de
una hermana de su mujer no creo que yo lo resista...
STELLA.—Lo único que tienes que hacer es no compararle con aquellos invitados que
venían a casa... No lo hagas y te sentirás muy bien con él...
BLANCHE.—¿Es... muy distinto a... nuestros amigos?
STELLA.—Es de otra raza...
BLANCHE.—¿Qué quieres decir? Dime de una vez como es...
STELLA.—No es fácil... Y menos para mí, que le quiero... mira... Esta es una foto
suya. (Da una foto a BLANCHE que la mira.)
BLANCHE.—¿Es un oficial?
STELLA.—Sargento primero de ingenieros... Y muy condecorado.
BLANCHE.—¿Llevaba todas esas medallas cuando te conoció?
STELLA.—Todas... Pero no fue esa chatarra lo que me deslumbró...
BLANCHE—Yo no he dicho eso.
STELLA.—Fue después, cuando... cuando tuve que adaptarme a su vida.
BLANCHE.—¿Quieres decir a su vida civil? (STELLA se ríe vacilante.) ¿Qué pasó cuando
le dijiste que yo iba a venir aquí?
STELLA.—Pues... bueno... todavía no lo sabe.
BLANCHE.—(Inquieta.) ¿No le has dicho nada?
STELLA.—Está muy poco en casa.
BLANCHE.—¿Viaja mucho?
STELLA.—Mucho.
BLANCHE.—Eso está bien.
STELLA.—(Bajo.) No soporto pasar las noches sola...
BLANCHE.—¡Vamos, Stella!
STELLA.—Si está una semana sin venir me puedo volver loca... Y el día que vuelve me
echo en sus brazos y rompo a llorar como una niña. (Sonríe.)
BLANCHE.—Eso se llama amor... (STELLA levanta la vista y sonríe con orgullo.) Stella...
STELLA.—Dime...
BLANCHE.—(Con rapidez.) No te he contado nada de lo que estarías esperando que te
contase... pero... me gustaría que fueras muy comprensiva con lo que te tengo que
decir...
STELLA.—(Inquieta.) ¿De qué se trata, Blanche, de qué se trata?
BLANCHE.—Me lo vas a echar en cara, Stella... Sé que me lo vas a echar en cara...
pero, antes... recuerda que... que tú te viniste y yo me quedé luchando... Sí... tú nos
dejaste para venir a Nueva Orleans... no pensaste más que en ti... Yo me quedé sola en
Belle-Reve... sola y... luchando para salvarlo... No te hago ningún reproche, ¿sabes?,
pero debes reconocer que dejaste todo el peso de aquello sobre mis espaldas...
STELLA.—Hice lo que pude: buscarme un trabajo...
BLANCHE.—(Tiembla otra vez convulsivamente.) Sí, sí... eso lo sé... Pero abandonaste
Belle-Reve y yo no... Yo me quedé allí, luchando día y noche... Por poco me muero por
defender la casa...
STELLA.—Cuéntame lo que ha pasado y deja de hacer una escena. ¿Qué significa eso
de que luchaste y luchaste por defender la casa?
BLANCHE.—Sabía que al enterarte de la pérdida reaccionarías de esa manera.
STELLA.—¿De qué pérdida estás hablando? ¿De Belle-Reve? ¿Es qué hemos perdido
la casa...?
BLANCHE.—Sí, Stella.
(Las miradas de las dos hermanas se enfrentan por encima del hule amarillo que
hay sobre la mesa, BI.ANCHF. afirma ligeramente con la cabeza y STELLA baja la suya,
muy despacio, hasta hundirla entre sus manos, apoyadas sobre el hule. Se oye más
fuerte la música negra del piano, BLANCHE se lleva un pañuelo a la frente.)
STELLA.—¿Cómo la hemos perdido? ¿Cómo? (BLANCHE se levanta bruscamente.)
BLANCHE.—¿Qué cómo?... ¿Eso es todo? Te has vuelto delicadísima.
STELLA.—¡Blanche!
BLANCHE.—Delicadísima. Te sientas ahí y me acusas de todo...
STELLA.—¡Blanche!
BLANCHE.—Sí, Blanche... Blanche que recibió en la cara y en el cuerpo todos los
golpes del mundo... ¡Tantas muertes!... ¡Tantas idas, una detrás de otra, al cementerio...!
Papá muerto, mamá muerta... y Margarita, muerta de aquella enfermedad tan horrible...
¿Sabías que se hinchó como un globo y no pudimos meterla en el féretro? La quemamos
como se quema la basura... Llegaste tan justa al entierro que no te enteraste de nada... Y
los entierros no están nada mal cuando se compara con la muerte... Un desfile silen-
cioso... Pero la muerte... la muerte es otra cosa... Una respiración ronca... una voz que
rechina... alguien que llora pidiéndote que no la dejes viva... ¡Cómo si tú pudieses hacer
algo! En cambio los entierros son tranquilos... rodeados de flores... Buenos ataúdes... Se
los llevan en paz y si no estuviese en la agonía, cuando te pedían que los retuvieses, no
podrías sospechar que lucharon y lucharon para sangrar y para respirar... No... tú ni
siquiera puedes imaginártelo... Pero es que yo lo vi... yo lo vi... yo lo vi... Y ahora te
sientas ahí, tranquilamente, a decirme con la mirada que yo tengo la culpa de que
perdiésemos esa casa... ¿Cómo crees que pagamos las cuentas de tanta enfermedad y
tanto entierro? La muerte es muy cara, Stellita, muy cara...
Y detrás de Margarita murió la prima Jessie... La parca era una segadora instalada a
la puerta de nuestra casa... Stella... cielo mío... así es como perdí la casa... Ninguno de
ellos tenía un miserable seguro y ninguno dejó un céntimo. Bueno, sí... la pobrecilla
Jessie dejó cien dólares... lo que nos costó el féretro...
Y eso fue todo, Stella. Así fue... me quedé con el miserable sueldo que me pagaban
en la escuela... Así que... échame la culpa... Quédate ahí mirándome, segura de que yo
soy responsable de haber perdido la casa... Pero, ¿dónde estabas tú, Stella?... ¿Dónde
estabas? Estabas aquí... aquí... viviendo con tu polonés... (STELLA se incorpora
bruscamente.)
STELLA.—¡Ya está bien, Blanche! ¡Cállate! (Va a macharse.)
BLANCHE.—¿Dónde vas?
STELLA.—A lavarme. Al cuarto de baño.
BLANCHE.—Pero si... ¡estás llorando, Estrellita!
STELLA—Claro... ¿También te sorprende eso? (STELLA desaparece en el cuarto de
baño. Una pausa. Luego se oyen unas voces y llegan al pié de la escalera STANLEY.
STEVE y MiTCH. Vienen muertos de risa.)
STEVE.—Bueno, ¿qué?... ¿Hace un poker mañana por la noche?
STANLEY.—Buena idea... en casa de Mitch.
MITCH.—No puede ser. Mi madre no está bien todavía. (Se aleja.)
STANLEY.—(Gritando.) Entonces aquí... en mi casa... Pero tú pones la cerveza.
EUNICE.—(A gritos, arriba.) Deja ya la tertulia, hombre... Hice los spaghettis que
querías y me los he tenido que comer sola.
STEVE.—(Saliendo.) Te dije que teníamos partida y te llamé por teléfono. (A sus
amigos.) A ver si tienes una cerveza un poco más fuerte.
EUNICE.—Dijiste que me llamarías, pero no me llamaste.
STEVE.—Sí, te llamé... a la hora de comer... y además te lo expliqué durante el
desayuno.
EUNICE.—Bueno, da igual. Mientras sigas volviendo por las noches...
STEVE.—¿Pero es que quieres que ponga un anuncio en los periódicos?
(Nuevas risas y gritos de los hombres. Stanley da un empujón a la puerta de la
cocina y entra en su casa. Es de altura normal pero fuerte y bien proporcionado. Una
especie de alegría animal está implícita en su comportamiento y manera de moverse. El
objetivo de su vida, desde su adolescencia, es el placer con las mujeres, que da y
recibe, no con indulgente ligereza sino con el orgulloso poder de un gallo de buen
plumaje en un corral de gallinas. De esta satisfecha plenitud derivan todos los cardes
secundarios de su vida: amistad con los hombres, humor rudo y directo, amor a la
buena mesa y a la buena bebida, al juego, a su coche, a su radio, a todo cuanto posee y
lleva por ello la impronta orgulloso del sembrador. Valora las mujeres al primer
vistazo, las clasifica sexualmente y las dedica la sonrisa justa. Frente a esa actitud,
Blanche retrocede instintivamente.)
BLANCHE.—Soy Blanche. Tú debes ser Stanley.
STANLEY—Blanche. ¿La hermana de Stella?
BLANCHE.—Sí.
STANLEY.—Gusto. ¿Dónde está Stella?
BLANCHE.—En el baño.
STANLEY.—No tenía ni idea de esta visita.
BLANCHE.—Pero... yo...
STANLEY.—¿De dónde has salido, Blanche?
BLANCHE.—Pues... vivía en Laurel.
STANLEY.—¿En Laurel, eh?... Sí, claro... En Laurel. (Ha ido al armario y ha sacado la
botella de whisky. La mira al trasluz.) El whisky desaparece muy deprisa cuando hace
calor. ¿Quieres un poco?
BLANCHE.—No... bebo... bebo muy poco...
STANLEY.—Hay gente que apenas bebe hasta que el alcohol se los bebe a ellos.
(Blanche se ríe forzada y débilmente.) Tengo toda la ropa pegada al cuerpo... ¿Te
importa que me ponga un poco más cómodo? (Empieza a quitarse la camisa, sin
esperar respuesta.)
BLANCHE.—Por favor...
STANLEY.—La comodidad ante todo: esa es mi norma...
BLANCHE.—Sí, la mía también. Y eso que... has llegado antes de que pudiera lavarme
y... maquillarme.
STANLEY.—Es muy fácil respirar después de un ejercicio tan violento como los bolos.
Tú eres profesora, ¿no?
BLANCHE.—Sí.
STANLEY.—¿De qué?
BLANCHE.—De inglés.
STANLEY.—Yo fui muy mal estudiante de inglés. ¿Cuánto tiempo piensas estar por
aquí, Blanche?
BLANCHE.—Todavía no lo sé.
STANLEY.—¿Te vas a quedar con nosotros?
BLANCHE.—Me gustaría... Si es que no os molesto.
STANLEY.—Muy bien...
BLANCHE.—El viaje ha sido bastante cansado...
STANLEY.—Entonces, tómatelo con tranquilidad. (Un gato maulla junto a la ventana,
BLANCHE se sobresalta.)
BLANCHE.—¿Qué ha sido éso?
STANLEY.—Son los gatos... ¡Eh, Stella!
STELLA.—(Off.) ¿Qué hay, Stanley?
STANLEY.—¿Es qué te has caído al agua? (STANLEY hace un guiño a BLANCHE. que
intenta una sonrisa. Pausa.) Tengo la impresión, no sé por qué, de que te voy a parecer
un poco raro... No soy muy refinado, ¿sabes? Stella siempre está hablando de tí.
Estuviste casada, ¿no? (Sube la lejana música del piano.)
BLANCHE.—Sí. Hace mucho. Cuando era joven...
STANLEY.—¿Y cómo terminó?
BLANCHE.—El chico... se murió. (Se deja caer en la silla.) Ay... Creo que... me estoy
sintiendo mal. (Hunde la cabeza entre los brazos.)
OSCURO
ESCENA SEGUNDA
Hay un cuadro de Van Gogh que tiene por tema un salón nocturno de billar. La
cocina sugiere ese espléndido brillo de la noche, pura como un recuerdo infantil. Sobre
el linoleum amarillo que cubre la mesa de la cocina está suspendida una bombilla con
una pantalla de cristal muy verde.
(STANLEY, STEVE, MITCH y PABLO, los jugadores de poker, visten camisas de colores
fuertes: azul intenso, púrpura, ajedrezado de rojos y blancos, verde pálido. Los cuatro
hombres son viriles, están en el apogeo de la vida y son fuertes, claros y directos como
sus camisas. En la mesa hay unos trozos muy rojos de sandía, unas botellas de whisky y
unos vasos. El dormitorio está en penumbra sin más luz que la que entra de la calle por
el gran ventanal. Hay un silencio tenso mientras juegan.)
PABLO.—Cartas.
STEVE.—Dos.
PABLO.—¿Tú Mitch?
MITCH.—No voy.
PABLO.—Una.
MITCH.—¿Quién quiere beber?
STANLEY.—Yo.
PABLO.—¿Por qué no se llega alguien al restaurant chino? Yo me comería una ración
de buey.
STANLEY.—A tí te entra hambre en cuanto yo voy perdiendo. Estoy servido. ¿Quién
abre? Quita esas manazas de la mesa, Mitch... Cartas, fichas y whisky es lo único
permitido en la mesa de poker. (MITCH se incorpora de mal humor y tira al suelo sin
querer las cáscaras de sandía.)
MITCH.—Te has puesto los pantalones de cuadros, ¿no?
STANLEY.—Cartas.
STEVE.—Tres.
STANLEY.—Una.
MITCH.—No... me parece que me voy a ir enseguida a casa...
STANLEY.—Primero, cállate.
MITCH.—Mi madre está mal. Si no me ve llegar no se duerme.
STANLEY.—¿Y por qué no te quedas con ella?
MITCH.—Porque le gusta que salga... Por eso... Y entonces salgo, pero no me hace,
pensando si estará bien o no.
STANLEY.—Bueno, pues vete de una vez.
PABLO—¿Qué tienes?
STEVE.—Full.
MITCH.—Vosotros estáis casados, pero yo me quedaré solo cuando se muera mi
madre. Voy un momento al cuarto de baño.
STANLEY.—Vuelve pronto... Te buscaremos entre todos un buen chupete.
MITCH.—Vete al carajo. (Va hacia el cuarto de baño.)
STEVE.—(Repartiendo.) Sintético de siete... (Reparte las cartas sin dejar de hablar.)
Oid ésto: «un negro muy viejo, muy viejo, sale al patio de su casa y empieza a echarle
maíz a los pollos. De repente oye un revoloteo terrible y ve a una gallinita que como
desesperada cacareando perseguida por el gallo que está a punto de alcanzarla...»
STANLEY.—(Impaciente.) Sigue dando.
STEVE.—Pero cuando la va a cazar ve el gallo al negro soltando maíz, da un frenazo,
la gallina se le escapa pero él se pone a picotear tan contento... Y entonces el viejo
negro lo mira estupefacto y dice: «Jesús, Dios mío, haz que yo no pase nunca en la vida
tantísima hambre»...
(Se ríe acompañado por PABLO, BLANCHE y STELLA doblan la esquina.)
STELLA.—Todavía están jugando. .
BLANCHE—¿Cómo estoy, Estrellita?
STELLA.—Preciosa, Blanche.
BLANCHE.—Este calor me mata... Espera, no abras todavía... Deja que me arregle un
poco... Estoy hecha polvo.
STELLA.—Estás como una rosa...
BLANCHE.—Sí. Con una semana en el florero...
(STELLA abre la puerta. Entran las dos.)
STELLA.—¡Vaya, buenas noches! Una partida larga, ¿no?
STANLEY.—¿Qué habéis hecho?
STELLA.—Estuvimos en el teatro... Mira, Blanche... Este es Pablo González y éste
Steve Hubbell.
BLANCHE.—Por favor, no se muevan.
STANLEY.—Tranquila... nadie se iba a mover.
STELLA.—¿Tenéis para mucho?
STANLEY.—Para todo lo que el cuerpo aguante.
BLANCHE.—A mí me fascina el poker... ¿Puedo mirar?
STANLEY.—No, no se admiten mirones... ¿Por qué no os subís un ratito a casa de
Eunice?
STELLA.—Porque son casi las dos y media de la mañana.
(BLANCHE va hacia el dormitorio, entra y cierra un poco las cortinas.)
Otra mano y lo dejáis.
(STANLEY le da un fuerte azote en las nalgas, STELLA se revuelve rabiosa.)
Eso no me gusta, Stanley... No tiene ninguna gracia.
(Risas masculinas, STELLA desaparece en el dormitorio.)
Me da muchísima rabia que haga eso delante de los demás.
BLANCHE.—Voy a darme un baño.
STELLA.—¿Otro?
BLANCHE—Me calmará los nervios. ¿Está libre el cuarto de baño?
STELLA.—Míralo.
(BLANCHE llama al cuarto de baño. Se abre la puerta y MITCH sale con una toalla,
secándose las manos.)
BLANCHE.—Buenas noches.
MITCH.—Buenas...
(MITCH se queda mirando fijamente a BLANCHE)
STELLA.—Blanche, éste es Harold Mitchell, Mitch para los amigos... Blanche du Bois,
mi hermana.
MITCH.—(Con torpeza.) Encantado, señorita du Bois. ¿Cómo está usted?
STELLA.—¿Y tu madre, Mitch?... ¿Qué tal sigue?
MITCH.—Como siempre. Me dijo que te diera las gracias por el flan... Perdónenme.
(MITCH vuelve despacio a la cocina, después de mirar de nuevo a BLANCHE Tose,
nervioso. Al verse todavía con la toalla en las manos se ríe forzadamente y se la da a
STELLA. BLANCHE lo examina con cierta curiosidad.)
BLANCHE.—Parece el mejor, ¿no?
STELLA.—Sí. Es el mejor.
BLANCHE.—Más fino... más sensible.
STELLA.—Tiene a su madre muy enferma.
BLANCHE.—¿Casado?
STELLA.—No.
BLANCHE.—¿Mujeriego?
STELLA.—Pero bueno, Blanche... (BLANCHE se echa a reír.)
No, no creo que sea mujeriego.
BLANCHE.—¿En qué trabaja?
(BLANCHE se desabrocha la blusa.)
STELLA.—Trabaja con instrumentos de precisión en la sección de recambios de la
fábrica en que trabaja Stanley.
BLANCHE.—Y... ese... ¿es un puesto importante?
STELLA.—No. De todo el grupo, Stanley es el único que tiene alguna posibilidad de
ascender.
BLANCHE.—¿Por qué? ¿Por qué crees que subirá?
STELLA.—¿Le has visto bien?
BLANCHE.—Le he visto divinamente.
STELLA.—¿Y no lo has notado?
BLANCHE.—Si te refieres a la marca del genio, no... No la veo en su frente.
(BLANCHE se quita la blusa y se queda con un sujetador rojo y una falda blanca. Los
jugadores continúan su partida hablando en voz baja.)
STELLA.—No lo puedes ver. No es ningún genio.
BLANCHE.—¿Entonces? ¿Qué es lo que tiene de extraordinario? No lo adivino.
STELLA.—Tiene fuerza... Quítate de la luz.
BLANCHE.—No me había dado cuenta. (BLANCHE se aparta de la amarillenta luz. STELLA
se ha quitado el vestido y se ha puesto un ligero kimono de seda azul.)
STELLA.—(Burlona.) ¡Si hubieses conocido a sus amiguitas!
BLANCHE.—(Divertida.) Me las puedo imaginar. Fuertes y sólidas, ¿no?
STELLA.—¿Has visto la de arriba? (Se ríen.) Un día... qué barbaridad... (Se ríe.) Se
agrietó el techo raso y...
STANLEY.—Basta ya, cotorras... Callaros de una vez.
STELLA.—Si no puedes oírnos.
STANLEY.—Pero tú a mí si. Callaros... es una orden.
STELLA.—En mi casa, que es ésta, hablo como me da la gana.
BLANCHE.—No discutas, Stella.
STELLA.—Está borracho... Vuelvo enseguida. (STFLLA entra en el cuarto de baño,
BLANCHE se incorpora y con cierta indolencia va hacia una pequeña radio blanca. La
enciende.)
STANLEY.—Bueno, Mitch... ¿qué? ¿Vas o no vas?
MITCH.-—¿Qué?... ¡Ah, sí!... No, no voy. (BLANCHE vuelve a colocarse de forma
que la ilumine la luz. Alza los brazos desperezándose y vuelve balanceándose hacia la
silla en que estaba. La radio deja oir una rumba, MITCH abandona la mesa de juego.)
STANLEY.—¡Esa radio!... ¿Quién ha encendido esa radio?
BLANCHE.—Yo. ¿Quieres que la apague?
STANLEY.—Sí.
STEVE.—Déjalas, hombre, que se diviertan un poco.
PABLO.—La música no hace daño.
STEVE.—Y ésta menos. ¡Parece Cugat! (STANLEY se incorpora de un salto, va hacia el
aparato de radio y lo apaga. Al ver a BLANCHE sentada, que lo mira sin pestañear, se
detiene en seco un momento. Regresa a la mesa de juego donde sus compañeros discu-
ten.)
STEVE.—Yo no te he oído.
PABLO.—Pues lo he dicho. ¿Verdad Mitch?
MITCH.—Lo siento. Estaba distraído.
PABLO.—¿Cómo distraído? ¿Con qué?
STANLEY.—Con esas cortinas...
(STANLEY se levanta de nuevo y cierra totalmente las cortinas.)
Bueno, vuelve a dar... Vamos a jugar en serio o vamos a dejarlo. Los hay que se
vuelven idiotas en cuanto ganan... (STANLEY vuelve a su sitio y MITCH se incorpora.)
STANLEY.—(Gritando.) ¡Siéntate, Mitch!
MITCH.—No me des cartas. Voy otra vez al baño.
PABLO.—Está que se sale... Siete billetes de cinco dólares hechos una pelotita en el
bolsillo del pantalón.
STEVE.—Mañana los cambiará en la caja de la fábrica.
STANLEY.—Y en su casa los meterá en una hucha, monedita a monedita... La hucha es
un regalo de mamá...
Por Navidad. (Distribuye las cartas.) Otra mano de sintético, ¿vale?
(MITCH. azorado, sonríe, abre las cortinas, pasa y se detiene inmediatamente en el
otro cuarto.)
BLANCHE.—(Bajo.) ¡Hola!... Stella está dentro.
MITCH.—Siento molestar... Es la cerveza... Hemos bebido mucho.
BLANCHE.—No me gusta nada la cerveza.
MITCH.—Pues es buena... Sobre todo cuando hace calor.
BI.ANCHE.—No estoy de acuerdo. A mí, por lo menos, me acalora más... ¿Me da un
cigarrillo?
MITCH—Sí, claro...
BI ANCHE—¿Qué son?
MITCH.—L'uckys.
BI.ANCHF—Son los míos... Qué pitillera tan bonita. Parece de plata.
MITCH—.Es de plata... Y mire lo que tiene grabado.
BLANCHE.—¿Qué dice? No leo bien... (MiTCH enciende un fósforo y se acerca mucho
a BLANCHE)
¡Ah, sí!
(BL ANCHE simula leer con dificultad.)
«Y si Dios me da permiso te querré más, mucho más, después de muerta»...
Browning. Mi soneto preferido.
MITCH.—¿Lo conocía?
BLANCHE.—Desde luego.
MITCH.—Esta pitillera tiene su historia.
BLANCHE.—Una novela.
MITCH.—Sí... Bastante triste...
BLANCHE.—Lo siento.
MITCH.—La chica murió.
BLANCHE.—(Compungida.) ¡Qué pena!
MITCH.—Pero lo sabía... Sabía que se iba a morir cuando me regaló la pitillera... Era
un poco rara... inquieta... pero muy cariñosa.
BLANCHE.—Debió quererle mucho... Las personas enfermas aman muy
profundamente.
MITCH.—Eso es cierto.
BLANCHE.—El dolor vuelve a la gente sincera.
MITCH.—Sí, muy sincera.
BLANCHE.—Solo los que sufren son verdaderamente auténticos, francos, diría yo.
MITCH.—Tiene usted toda la razón. ;
BLANCHE—La tengo, la tengo... Hábleme de alguien que no haya sufrido y tendré que
decirle que no es una persona completa... No, no lo es... Pero, bueno... ¿se da usted
cuenta de lo que le estoy diciendo? Es que... no sé si me he expresado bien... Es culpa
suya... y de sus amigos... Salimos del teatro a las once y no quisimos volver a casa para
no interrumpir la partida... así que nos fuimos a tomar una copa... Yo nunca tomo más
de una copa... dos a lo sumo, alguna vez... y, bueno, tres... pues... (Se ríe.) Y esta noche
me bebí tres copas.
STANLEY.—¿Qué haces, Mitch?
MITCH.—No quiero cartas... Estoy de charla con...
BLANCHE.—...la señorita du Bois.
MITCH.—¿Du Bois?
BLANCHE.—Un nombre francés... «Du Bois» quiere decir «del Bosque» y «Blanche»,
Blanca. Así que todo junto quiere decir «Blanca del Bosque»... Espero que no se le
olvide.
MITCH.—Pero usted no es francesa.
BLANCHE.—De origen francés... Parece que nuestros tatarabuelos americanos eran
hugonotes franceses...
MITCH.—¿Y es hermana de Stella, no?
BLANCHE.—Sí, Stella es mi hermanita pequeña... Es un poco menor que yo... solo un
poco... nos llevarnos menos de un año... pero a mí me parece muy pequeña... ¿No le
importaría hacerme un favor?
MITCH—Claro que no.
BLANCHE.—Pues póngame en esa bombilla este farolillo de papel que compré en la
tienda de un chino. ¿Le importa?
MITCH.—Lo haré con muchísimo gusto.
BLANCHE.—Es que no aguanto las bombillas desnudas... Bueno... ni las groserías...
ni... los comportamientos ordinarios.
MITCH.—Entonces no le va a gustar nada nuestra... nuestro grupo.
BLANCHE.—Sé adaptarme a... a mi entorno.
MITCH.—Eso está bien. ¿Ha venido de visita?
BLANCHE.—Sí... A ayudar a mi hermana. Hace mucho que Stella no anda bien... Está
muy cansada.
MITCH.—¿Y puede...? ¿Es que no está usted...?
BI.ANCHF.—No... no estoy casada... Soy una maestra de escuela solterona.
MITCH—Maestra puede que sí... pero solterona, desde luego no...
BLANCHÉ.—Gracias... Es usted un encanto.
STANLEY.—(Gritando.) ¡Mitch!
MITCH—Ya voy... ya voy...
BLANCHE—¡Qué vozarrón!
MITCH.—¿Y qué enseña usted en esa escuela?
BLANCHE.—Adivínelo.
MITCH.—Arte... música... no sé. (BLANCHE se ríe con coquetería.) Me equivoqué, ya
veo... Bueno, entonces enseña aritmética.
BLANCHE.—¡Aritmética jamás, señor, aritmética jamás! (Se ríe.) Ni siquiera puedo
multiplicar... no me sé la tabla... Tengo la mala suerte de enseñar inglés... Trato de que
un puñado de Romeos de hamburguesería respeten a Hawthorne, a Whitman y a Poe...
MITCH.—Muchos preferirían otros temas.
BLANCHE—No lo sabe usted bien... No son precisamente los valores literarios los que
les interesan... ¡Pero son sensibles a su modo! ¡Tendrá usted que verlos en primavera,
cuando descubren el amor! ¡Cómo si nada se hubiese enamorado antes...! (STELLA sale
del baño, BLANCHE continua hablando con MITCH)
¡Ah! ¿Ya estás lista? Espera, voy a buscar música... ( BLANCHE enciende la radio.
Comienza a oírse »Rien, Rien, nur du allain». BLANCHE romántica, comienza a bailar el
vals, MITCH fascinado, trata de imitarla; es un oso. STANLEY abre de golpe las cortinas,
entra en el dormitorio, levanta la pequeña radio blanca y la tira por la ventana
lanzando un taco en voz baja.)
STELLA—¡Bestia! ¡Bestia! ¡Borracho!
(Corre a la otra habitación y se planta gritando ante la mesa de poker.)
¡Fuera! ¡Cada uno a su casa! ¡Rápido, si os queda algo de decencia!
BLANCHE.—(Rápida.) Stella, ten cuidado... ¡Qué va Stanley! (STELLA echa a correr
y STANLEY la persigue.)
LOS HOMBRES.—(Tranquilos.) Venga, Stanley... Vamos, no te sulfures... Bueno,
vamonos...
STELLA.—Si me tocas te vas a... (STELLA huye y STANLEY la sigue. Se oye el ruido de un
fuerte golpe e inmediatamente un grito de STELLA BLANCHE grita a su vez y corre hacia la
cocina. Los hombres corren a sujetar a STANLEY y forcejean con él. Derriban algo que
cae ruidosamente al suelo.)
BLANCHE.—(Gritando.) ¡Qué está embarazada!
MITCH,—¡Qué barbaridad!
BLANCHE.—¡Es terrible! ¡Se ha vuelto loco!
MITCH.—¡Traedlo a la cocina!
(Los amigos sujetan a STANLEY obligándole a volver al dormitorio. Se sacude con tal
fuerza al entrar que casi los tira. Sin transición alguna se tranquiliza y se deja
arrastrar por los otros. Todos le hablan con suavidad y afecto mientras STANLEY apoya
la cabeza en el hombro de PABLO, STELLA oculta, grita con toda su alma.)
STELLA.—(Gritando.) ¡Quiero marcharme, quiero marcharme de aquí!
MiTCH.—En las casas donde hay mujeres no se deben organizar partidas de poker...
(BLANCHE corre hacia el dormitorio.)
BLANCHE.—¡Las cosas de mi hermana! ¿Dónde está su ropa? ¡Nos iremos con esa
vecina!
MITCH.—¿Dónde está su ropa? (BLANCHE abre el armario de STELLA)
BLANCHE.—Aquí... aquí... es ésta... (Toma las ropas y corre hacia su hermana.)
Estrella... Estrellita, guapa... No te asustes... No te asustes que aquí estoy yo.
(Abriga a STELLA y la ayuda a salir de la casa y a subir los escalones que llevan al
piso superior.)
STANLEY.—(Hundido.) ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?
MITCH.—Nada, Stan, nada... Qué perdiste la cabeza.
PABLO.—Ya se le pasó...
STEVE.—Sí, ya está bien.
MITCH.—Vamos a acostarle y le pasaremos una toalla mojada.
PABLO.—Mejor café...
STANLEY.—(Enronquecido.) Dadme agua.
MITCH—Te meteremos debajo de la ducha...
(Los hombres cambian entre sí algunas palabras en voz baja mientras llevan a
STANLEY hacia el cuarto de baño.)
STANLEY.—¡Dejadme tranquilo, idiotas!
(Del cuarto de baño llega el ruido de algunos golpes y luego el sonido fuerte de la
ducha.)
STEVE.—¡Bueno, vamonos de aquí!
(Todos recogen sus apuestas en la mesa de poker y salen precipitadamente.)
MITCH.—(Triste.) Cuando hay mujeres no se pueden organizar partidas de
poker...
(Los hombres salen cerrando las puertas. Silencio. Pausa. Los negros del bar
interpretan «Paper dolí». Finalmente, chorrenado agua, sale del baño STANLEY)
STANLEY.—¡Stella! (Pausa.) ¡No está!
(Se echa a llorar. Va al teléfono, desesperado y marca un número.)
¿Eunice?... ¡Dile a mi mujer que baje!...
(Pausa, STANLEY está esperando. Le han cortado. Cuelga y vuelve a marcar.)
¡Eunice! ¡Por favor!... ¡Voy a estar llamando toda la noche hasta que hable con
Stella!
(Se oye un grito inidentificado en el teléfono y STANLEY lo tira. Disonancias metálicas
sobre el fondo pianístico. Oscuro en las habitaciones. Exterior de la casa con luz
nocturna. El piano de los «blues» continua oyéndose durante unos momentos hasta que
STANLEY sale de la casa a medio vestir, dándose un golpe con la puerta del porche, baja
los escalones y en la calle se enfrenta con la casa. Lo suyo es casi el aullido de un
perro que alza la cabeza.)
STANLEY.—¡Stella!... ¡Stella, cielo, cariño! ¡¡¡Stella!!!
EUNICE.—(Desde arriba.) ¡No sigas aullando y acuéstate!
STANLEY.—¡Mi mujer!... ¡Quiero ver a mi mujer! ¡Dile que baje! ¡Stella!
EUNICE.—Acuéstate porque no va a bajar. Y no grites más si no quieres que venga la
policía.
STFII A—¡¡¡Stella!!!
EUNICE—No es posible darle una paliza a una mujer y después llamarla... Acuéstate,
porque no bajará... ¡Y eso que está embarazada!... ¡Pedazo de animal! ¡Eres un polaco
de mierda! ¡Ojalá te detengan y te den una manta de palos como la otra vez!
STANLEY.—(Sincero.) Eunice, quiero que mi Estrellita vuelva a casa.
(EUNICE. sin contestarle, cierra de golpe la puerta de su piso, STANLEY estalla a grito
pelado.) ¡¡¡Stella!!!
(El clarinete acompaña ahora al piano del bar. Se abre otra vez la puerta del piso
de EUNICE y STELLA. en bata, baja muy despacio, las escaleras. Lleva el pelo suelto sobre
los hombros. Ha llorado, STELLA y STANLEY se miran uno a otro y se abrazan
desesperadamente con un jadeo animal. Luego, STANLEY se pone de rodillas en un
escalón y hunde su cara en el vientre de STELLA donde ya es perceptible el embarazo,
STELLA se deshace en ternura y levanta a STANLEY apretando su cabeza entre las manos,
STANLEY abre la puerta y la arrastra hacia la oscuridad del departamento, BLANCHE
aparece en la galería del piso superior. Esta en bata y zapatillas y muy asustada. Baja
con miedo.)
BLANCHE.—¡Stella!... ¿Dónde está mi hermana? ¡Stella! ¡Stella!
(BLANCHE llega ante la oscuridad de la puerta del piso de STELLA y STANLEY y se
detiene. Casi no se atreve a respirar. Corre hacia la calle y se vuelve de frente a la
casa. Mira a derecha e izquierda de la calle como si necesitara protección. El piano se
apaga, MITCH dobla la esquina de la calle.)
MITCH.—Señorita Du Bois...
BLANCHF.—Ah, ¿es ustes?
MITCH.—¿Pasó el temporal?
BLANCHE.—Stella ha vuelto con él... La llamó y bajó corriendo.
MITCH.—Sí, claro...
BLANCHE.—Tengo miedo...
MITCH.—¡Ja, ja, ja! ¿Miedo de qué? Se quieren como dos locos.
BLANCHE.—Es que yo no... No estoy acostumbrada a que...
MITCH.—Lo único malo es que haya pasado delante de usted... Pero no le dé
importancia...
BLANCHE.—¡Ha sido muy violento! ¡Mucho! ¡Esas cosas a mí me...!
MITCH.—Bueno, siéntese aquí... en este escalón... y nos fumaremos un cigarrillo.
BLANCHE.—Estoy sin vestir.
MICH.—Para este barrio está usted divinamente.
BLANCHE.—La verdad es que es una pitillera preciosa...
MITCH.—Le enseñé antes lo que tiene grabado, ¿no?
BLANCHE.—Sí, me lo enseñó.
(Una pausa, BLANCHE levanta la vista al cielo.)
¡Qué mundo tan complicado nos ha tocado vivir!
(MITCH tose con timidez.)
Muchas gracias por su amistad... Me va a hacer un gran bien...
OSCURO
ESCENA CUARTA
A la mañana siguiente, muy temprano. Los confusos gritos callejeros suenan casi
como una coral.
(STELLA está echada en su dormitorio. Su casa está tranquila bajo el sol del
amanecer. Una de sus manos descansa sobre el vientre, ligeramente abombado por el
principio de la maternidad. De la otra cuelga un libro infantil, un «comic». Su mirada y
sus labios tienen la tranquilizada languidez de un ídolo oriental. La mesa está revuelta
con las sobras del desayuno y de la noche anterior y en la puerta del cuarto de baño
está caído el escandaloso pijama de STANLEY. La puerta que da a la calle está
entreabierta y deja pasar el claror del verano. BLANCHF; aparece en la puerta. No ha
dormido y su aire es exactamente el opuesto al de STELLA. Tiene los nudillos apretados
contra la boca y muy nerviosa mira al interior antes de entrar.)
BLANCHE.—Stella...
STELLA.—(Desperezándose.) ¡Hmmmh! (BLANCHE, asustada, deja escapar un grito, se
precipita al dormitorio y en un histérico ejercicio de ternura corre junto a su hermana
sin separar los nudillos de ¡a boca.)
BLANCHE.—¡Estrella, Estrellita, hermana, hermanita mía! (STELLA la aparta
tranquilamente.)
STELLA.—¿Te pasa algo, Blanche?
BLANCHE.—¿Ya desayunó?
STELLA.—¿Stan?... No.
BLANCHE.—¿Va a volver?
STELLA.—Claro. Solo ha ido a engrasar el coche. ¿Por qué?
BLANCHE.—¿Cómo que por qué? Anoche creí que me volvía loca... Pero, ¿cómo te
atreviste a bajar aquí otra vez después de lo que ocurrió? ¡Me faltó un pelo para entrar a
buscarte a la fuerza.
STELLA—Ese pelo nos salvó ¡menos mal que no entraste!
BLANCHE.—¿En qué estabas pensando, dime, en qué estabas pensando cuando
volvitste?
STELLA.—Lo primero es lo primero. Siéntate y deja de chillar.
BLANCHE.—Sí, sí, te lo preguntaré bajito... ¿Cómo te atreviste anoche a volver a esta
casa? (STELLA se levanta con tranquilidad.)
STELLA.—Ya no me acordaba de lo nerviosa que eres... Le das a las cosas mucha más
importancia de la que tienen.
BLANCHE.—¿Qué yo le...?
STELLA.—Sí, sí se la das... Adivino muy bien que has pensado y... la verdad, siento
muchísimo lo que ocurrió ayer, pero no fue tan tremendo como tú crees... Lo primero
que tienes que saber es que cuando los hombres se toman unas copas y juegan al poker
puede pasar de todo... La atmósfera se vuelve pólvora, ¿comprendes? Stan, anoche, no
era consciente de sus actos... Cuando bajé estaba hecho un corderito y muy, muy
avergonzado de sí mismo.
BLANCHE.—Y... ¿a tí... te basta con eso?
STELLA.—Yo no apruebo y no me parece bien que se arme un momento como el de
anoche, pero hay ocasiones en que las personas se comportan así... se vuelven locas...
Stan tiene la manía de romper las cosas... En nuestra noche de boda llegamos... ¿nada
más llegar, eh?... y me quitó un zapato y se cargó a zapatazos todas las bombillas de la
casa.
BLANCHE.—¿Qué?
STELLA.—(Riéndose.) Que rompió todas las bombillas... todas... A zapatazos.
BLANCHE.—Y tú... ¿no pudiste?... ¿no echaste a correr?... ¿no?
STELLA.—Yo... me emocioné... ¿comprendes? Me emocioné... (Pausa.) ¿Has
desayunado en casa de Eunice?
BLANCHE—No he podido probar bocado.
STELLA.—En la cocina hay un poco de café... Te hará bien.
BLANCHE.—Una solución muy materialista.
STELLA.—La que tengo... Se llevó la radio a arreglar... Dió en blando y solo se le ha
roto una lámpara.
BLANCHE—¡Y a tí te hace gracia!
STF.I.I.A.—Pues, claro...
BLANCHE.—Stella, deja de reírte y afronta la situación.
STELLA.—¿Qué situación? Según tú, por supuesto.
BLANCHE.—¿Según yo?... Tu marido está loco.
STELLA.—No.
BLANCHE.—Sí. Completamente loco. Tus problemas son mucho más graves que los
míos... Solo que tú no quieres enterarte... Yo he reaccionado por lo menos... Estoy
tratando de serenarme y voy a afrontar una nueva vida.
STELLA.—Eso está bien.
BLANCHE.—Pero tú no, por lo que veo. Tú te has rendido... No lo comprendo...
Todavía eres joven... Puedes huir de este horror.
STELLA.—(Firme.) No me apetece absolutamente nada huir de... absolutamente
nada...
BLANCHE.—(Asombrada.) ¡Stella!
STELLA.—Ni me apetece huir ni necesito huir de nada... ¡Mira, fíjate bien en el
espanto de este lugar!... ¿Ves esa colección de botellas vacías?... Dos cajas... Anoche se
bebieron dos cajas... Bueno... Esta mañana cuando se despertó me prometió que anoche
había jugado su última partida de poker... ¡Je! Comprenderás que no me puedo fiar lo
más mínimo de esa promesa. ¿Qué quieres que haga? Le gusta el poker como a mí me
gusta el cine o... el bridge. Digo yo que hay que ser tolerantes con los demás si quieres
que ellos lo sean contigo.
BLANCHE.—No te comprendo. ¿Te has vuelto budista o algo así? (STELLA se vuelve
hacia BLANCHE.) Si no... no puedo... No comprendo tanto abandono ni tanta
renuncia... Las bombillas rotas... las botellas de cerveza por el suelo... la cocina hecha
un asco... ¡y tú como si no hubiese pasado nada! (STELLA se ríe para sí misma. Toma
una escoba y la hace girar entre las manos.) ¿Me vas a dar con la escoba en la cabeza?
STELLA.—No.
BLANCHE.—Pues entonces, déjalo. No te permitiré que arregles esta casa para un
hombre así...
STELLA.—¿La vas a arreglar tú?
BLANCHE.—¿YO? ¡Yo!
STELLA.—No, no serías capaz...
BLANCHE.—Bueno, vamos a ver... vamos a ver si todavía puedo razonar. Necesitamos
dinero... Sin dinero nunca saldremos de esta situación.
STELLA.—Tener dinero siempre está bien.
BI ANCHE—Préstame atención... Se me ha ocurrido una cosa...
(Muy nerviosa, BLANCHE. saca una boquilla y un cigarrillo.)
Shep Huntleig... ¿te acuerdas de él? (STELLA hace un gesto negativo.) ¿Pero cómo no
te vas a acordar? Claro que sí. Iba conmigo a la Universidad... Estábamos prácticamente
comprometidos... Me pidió que fuera su mascota... Bueno, pues... Shep...
STELLA.—Sigue...¿Qué pasa con Shep?
BLANCHE.—Nos encontramos este invierno... ¿Te acuerdas que pasé las Navidades en
Miami?
STELLA.—No me puedo acordar porque no me lo dijiste.
BLANCHE.—Bueno, pues sí, estuve en Miami... Una inversión... Pensé que a lo mejor
encontraba un millonario libre.
STELLA.—¿Y...?
BLANCHE.—Allí estaba... Shep Huntleigh... Me lo enconaré justo el día de Navidad al
atardecer... en la avenida Byscaye... Se estaba subiendo a un Cadillac descapotable más
bajo que la calle...
STELLA.—Mala cosa para aparcar.
BLANCHE.—¿Sabes lo que es un pozo de petróleo?
STELLA.—Más o menos.
BLANCHE.—Los suyos están por toda Texas... y lo cubren de oro...
STELLA.—¿De veras?
BLANCHE.—A mí el dinero no me importa nada... tú lo sabes bien. A mí solo me
interesa tener dinero para gastármelo... Shep podía ser una buena salida.
STELLA.—¿Para qué?
BLANCHE.—Para nosotras... Para poner una «boutique».
STELLA.—¿Qué clase de «boutique»?
BLANCHE.—¿Y eso qué importa? (STELLA se ríe desarmada. Súbitamente BLANCHE se
incorpora de un salto y va hacia el teléfono. Descuelga y habla con voz chirriante.)
¿Cómo se llama a la Wester Union? ¿Operadora? Póngame con la Wester Union...
STELLA.—Si no marcas no te va a contestar.
BLANCHE.—¿Si no marco qué...? Estoy muy nerviosa.
STELLA.—Tienes que marcar el cero...
BLANCHE.—¿El cero?
STELLA.—Sí... Así te contestará la telefonista.
BLANCHE.—Si... (Se interrumpe. Piensa. Cuelga el teléfono.) ¿No tienes un papel?
Dame algo para escribir. Será mejor que le ponga un telegrama. Sí, mucho mejor...
(Encuentra en el tocador una toallita de papel y un lápiz de cejas y se dispone a
escribir.) Vamos a ver... (Mordisquea el lápiz.) «Querido Shep. Mi hermana y yo
estamos atravesando una situación desesperada».
STELLA.—¿Qué?
BLANCHE.—«Mi hermana y yo estamos atravesando una situación desesperada. Ya te
lo explicaré. Pero me pregunto si no te interesaría... (Mordisquea otra vez el lápiz.)... Si
no te interesaría... (Tira el lápiz encima de la mesa y se incorpora.) Con este miserable
estilo literario no se va a ninguna parte.
STELLA.—(Riéndose.) ¡Estás muy graciosa!
BLANCHE.—Se me va a ocurrir algo, no te preocupes. Pero tengo que pensar... ¡Y no te
rías, Estrellita, no te rías! Te voy a enseñar toda mi fortuna... Mírala. (Abre su bolso.)
Sesenta y cinco centavos en monedas de los Estados Unidos. (STELLA va hacia la
cocina.)
STELLA.—Yo tengo una cantidad fija para gastos de la casa... A Stanley le gusta llevar
las cuentas... Pero esta mañana me regaló diez dólares. Nos los repartiremos...
BLANCHE.—No, Stella, por favor.
STELLA.—(Insistente.) Cinco dólares en el bolsillo te levantan un poquito la moral.
BLANCHE.—Gracias... prefiero marcharme y ver que...
STELLA.—No seas tonta... ¿Y cómo es que no te queda ni un dólar?
BLANCHE.—Se fueron... se fueron por... por todas partes. (Se lleva la mano a la
frente.) Voy a necesitar un calmante.
STELLA.—¿Quieres que te lo busque?
BLANCHE.—No, luego... Ahora tengo que reflexionar...
STELLA.—Ahora tienes que descansar... tienes que descansar un poco.
BLACHE.—Stella, yo no puedo convivir con Stanley... tú sí, porque estás casada con
él... Pero ¿cómo quieres que yo me quede aquí, después de la escena de anoche, sin más
amparo que esas cortinas?
STELLA.—Anoche viste a Stan en un mal momento...
BLANCHE.—En su mejor momento, diría yo... Exhibiendo su brutalidad... su energía
salvaje... Fue una demostración de primer orden.
STELLA.—En cuanto duermas un rato verás las cosas de otro color... En esta casa
puedes vivir sin preocupaciones... Para quedarte con nosotros no... no necesitas dinero.
BLANCHE.—Tengo que inventar algo que nos permita a las dos salir cuanto antes de
aquí.
STELLA.—...dando por sentado, por lo visto, que yo estoy en una cárcel de la que me
gustaría escapar...
BLANCHE.—Dando por supuesto que naciste en Belle-Reve y algo te quedará... Tú no
puedes vivir en esta pocilga compartida con unas bestias que juegan al poker.
STELLA.—Pues has dado por sentadas demasiadas cosas.
BLANCHE.—¿Lo dices en serio?
STELLA.—Muy en serio.
BLANCHE.—Sí... Me lo imagino... Le debiste conocer en un acto oficial, de uniforme...
Y, claro...
STELLA.—En cualquier lugar y de cualquier manera que le hubiera conocido, las
consecuencias habrían sido las mismas.
BLANCHE.—¡El indescriptible misterio del flechazo! Dímelo otra vez que me hará
mucho bien reírme con toda mi alma.
STELLA.—No. Ya no tengo nada más que decirte.
BLANCHE.—Tú sabrás...
STELLA.—Sí... sé que hay cosas... un mundo de cosas que pasan entre un hombre y
una mujer y que... fuera de ese mundo... todo lo demás carece de importancia. (Pausa.)
BLANCHE.—¡Sexo!... Pero ¡esa es una reacción completamente animal! ¡No es más que
eso!... Deseo... El nombrecito de ese espantoso tranvía que vuelve sordo a todo el
barrio... trepando por una callejuela y despeñándose por otra... «Deseo».
STELLA.—¿Has utilizado alguna vez ese tranvía?
BLANCHE.—Vine en él. Llegué hasta aquí donde ni nadie está a gusto con conmigo ni
yo me encuentro a gusto con los demás.
STELLA.—Entonces... tu complejo de superioridad... no tiene cabida en esta casa.
BLANCHE.—No tengo ningún completo de superioridad, Stella... Ninguno... Soy como
soy y no quiero cambiar. ¿Cómo puedes vivir con un hombre así? ¿Cómo puedes traer
al mundo un hijo de Stanley?
STELLA.—Ya te lo he dicho antes... Porque le quiero.
BLANCHE.—No digas eso que me da miedo... Miedo por tí, claro... Por tu vida...
(Pausa). ¿Puedo hablarte francamente?
STELLA.—Puedes decirme todo lo que te dé la gana. (Se oye el ruido de un tren que se
aproxima, BLANCHE y STELLA, en el dormitorio, se quedan en silencio hasta que el tren
pasa y se aleja. Protegido por el estruendo llega STANLEY de la calle cargado de
paquetes. Las hermanas no lo ven pero él las oye tranquilamente. Va en camiseta y con
unos pantalones ligeros con grandes manchas grasientas.)
BLANCHE.—Perdóname, pero Stanley es vulgar, ordinario y mal educado...
STELLA.—Ya lo sé...
BLANCHE.—¿Lo sabes?... Sí, claro... No creo que se te haya olvidado... absolutamente
olvidado... la educación que recibimos... Y si no se te ha olvidado, tienes que saber que
ese hombre es cualquier cosa menos un caballero... ¡De caballero, nada! Además podía
ser ordinario y... vulgar... pero tener al mismo tiempo algo decente y... honesto... ¡Pues
ni eso! ¡Es una bestia! ¿No te gusta oirlo, verdad?
STELLA.—(Fria.) No te preocupes... Suelta todo lo que quieras.
BLANCHE.—¡Es una bestia y se porta como una bestia! Come como una bestia, vive
como una bestia y se mueve como una bestia... Es... está por debajo del nivel inferior de
cualquier ser humano... Por debajo... Es... no sé... me recuerda a esos monos que dibujan
los antropólogos... El orangután, eso es... Miles, cientos de miles de años han pasado
sobre este planeta y ahí sigue Stanley Kowalski como un increíble superviviente de la
edad de piedra, que mata en la selva y se lleva a su cueva la carne cruda de sus
víctimas... ¡Un depredador! ¡Y tú, Stella du Bois, aquí... en la cueva... esperando su
vuelta! ¡Un día te pega, otro te gruñe y otro te cubre de besos!... O no... no creo que
sepa lo que es un beso... No debe haberlo descubierto todavía.. Y luego, anoche, los
monos se reúnen en el refugio, gruñen juntos, beben, mastican, tragan y bailan
tontamente hasta que se caen... Eso... eso es lo que tú llamas una partida de poker... Dos
gruñidos cuando una de las bestias pone su zarpa sobre la mesa y... ¡a la botella!... Cielo
santo, Stella, Estrella, hermanita... hemos progresado algo desde la Edad de Piedra hasta
hoy... Han nacido el arte... la música... la poesía... El mundo tiene una luz que los
animales primitivos no conocieron... Las pasiones y los sentimientos se han refinado...
Y por eso ha avanzado la Humanidad... Esa es nuestra bandera... la civilización... Tú...
tú no puedes quedarte atrás... en la oscuridad... sola con las bestias.
(Pasa un nuevo tren, STANLEY no sabe que hacer. Se relame. Luego, muy
cuidadosamente, sale por la puerta de la calle, BLANCHE y STELLA no se han dado cuenta
de nada. Cuando termina de pasar el tren STANLEY llama desde la puerta que cerró.)
STANLEY.—¡Stella! ¡Stella, soy yo!
(STELLA deja de mirar a BLANCHE a quien escuchó muy seria, sin interrumpirla.)
STELLA.—¡Es Stan!
BLANCHE.—Escúchame, Stella... yo solo... (STELLA no la oye. Corre hacia la puerta y
abre. Entra STANLEY con los paquetes.)
STANLEY.—¡Hola, Estrellita!... ¿Ha vuelto Blanche?
STELLA.—Sí, hace un rato.
STANLEY.—Buenos días, Blanche... ¿Qué tal estás? (STANLEY sonríe a BLANCHE.)
STELLA.—Tienes toda la pinta de haber engrasado el auto...
STANLEY.—Esos jodidos mecánicos son muy brutos...
¡Eh... eh!
(STELLA se ha abrazado a STANLEY desesperadamente como si esa fuera su
respuesta a BLANCHE. STANLEY sonríe a BLANCHE que está mirándole en el dormitorio. La
luz comienza a desvanecerse sobre las cabezas de la pareja. Llega la música del piano,
la trompeta y la batería del bar.)
OSCURO
ESCENA QUINTA
ESCENA SEXTA
Mediados de septiembre. Anochecer. Las cortinas están abiertas. La mesa, con tarta
y flores, está dispuesta para una cena de cumpleaños.
Tres cuartos de hora más tarde. A través de los grandes ventanales el conjunto se
hunde lentamente en un dorado atardecer. El sol es una antorcha encendida sobre un
gran depósito de agua al fondo de un solar desierto. Hacia la zona comercial
perforada por los alfilarejos de las ventanas y de sus cristales que reflejan los brillos
del sol poniente.
(Un poco más tarde, en la misma noche, BLANCHE. acobardada y nerviosa, está
sentada en el dormitorio en una silla que ha intentado medio tapizar con una tela
rayada verde y blanca. Lleva su bata de satín roja. En una mesita auxiliar tiene un vaso
y una botella de whisky. Se oye el rápido tema de la polca de Varsovia. La música la
afecta. Bebe como si quisiera no oírla. Frente a ella ha dispuesto un ventilador de los
que giran, MITCH dobla la esquina en traje de trabajo: camisa y pantalón azules. Está
sin afeitar. Sube los escalones del porche y llama a la puerta.)
BI ANCHE—¿Quién es?
MITCH.—(Ronco.) Mitch... (Cesa la música.)
BLANCHE.—¡Ah, Mitch!... Voy enseguida. (BLANCHE esconde de prisa la botella. Se
mira al espejo y se da velozmente polvos y colores. Respira muy fuerte. Corre
enloquecida y abre la puerta de la cocina.) ¡Mitch!... ¿Sabes? No sé si dejarte entrar
después de lo de esta noche... No lo sé... Eso no lo hace un caballero. Pero, en fin,
buenas noches, guapo, buenas noches...
(Se ofrece para que la bese pero MITCH la ignora, le hace un lado y entra en la casa.
El rostro de BLANCHE revela el pánico mientras MITCH entra en el dormitorio.) ¡Mira,
mira que témpano! Vaya aspecto... ¡Y sin afeitar, la peor ofensa que se le puede hacer a
una dama!
Pero yo te perdono... Te perdono porque solo con verte ya me siento mejor... Entras
y... ya he dejado de oír esa maldita polca que está todo el día resonando en mi cabeza...
¿A tí no te ha pasado nunca? Oír una cosa... una música... una frase que te da vueltas y
más vueltas en el cerebro sin quererse marchar... No, claro... a los angelotes no se les
mete nada en la cabeza...
(BLANCHE habla y habla siguiendo a MITCH que la mira sin contestar. Está bebido.)
MITCH.—¿Es muy necesario este ventilador?
BLANCHE.—No.
MITCH.—Odio los ventiladores.
BLANCHE.—Pues lo paramos, cielo, lo paramos... A mí tampoco me gustan.
(Acciona el interruptor y el ventilador se detiene poco a poco, BLANCHE carraspea
nerviosa y MITCH se tumba en la cama del dormitorio y enciende un cigarrillo.)
Te buscaré algo de beber, si es que queda... No... no lo sé.
MITCH.—No quiero beber whisky de Stanley.
BLANCHE.—No es suyo... No todo lo que hay aquí es suyo... También habrá algo mío,
digo yo... ¿Y tu madre? ¿Está mal?
MITCH.—No. ¿Por qué?
BLANCHE.—Porque te pasa algo... Pero, bueno... «No interrogaré al testigo»... Y
disimularé como pueda...
(Se lleva las manos a la frente. Vuelve a oírse la polca.)
Como si no hubiese notado en tí nada raro... Ya estoy volviendo a oír esa maldita
música.
MITCH.—¿Qué dices?
BLANCHE.—La polca... la «Varsoviana»... lo que estaban tocando aquella noche
cuando Alian... ¡Espera un momento!
(Se oye, lejos un disparo y BLANCHE parece respirar mejor.)
¡Ya! Después del disparo la música se interrumpe siempre...
(Cesa la polca.)
MITCH.—¿Estás bien?
BLANCHE.—No. Por eso voy a ver si hay aquí algo de... (Finge buscar algo de beber
en el armario.) ¡Ah, y... perdóname por recibirte así...! ¡Te había dado por
desaparecido! ¿Se te olvidó que te habíamos invitado a cenar?
MITCH.—No quería volver a verte.
BLANCHE.—Un momento, por favor... Hablas tan poco y te oigo tan mal que no quiero
perderme ni una sola de tus palabras... Vamos a ver... ¿Qué es lo que estaba
buscando?... El whisky, eso es... Ha sido una noche tan agitada que estoy como tonta...
(Simula encontrar la botella, MITCH coloca los pies encima de la cama y la mira
despectivamente.) ¡Aquí! ¿Qué es esto? «Southern Confort»...
MITCH.—Si no es tuya, será una botella de Stan...
BLANCHE.—Levanta esos pies... ¿No ves que esa colcha es muy clara y la vas a
manchar? Los hombres no os fijáis en esas cosas, ya lo sé... pero he conseguido cambiar
un poco esta casa... Desde que llegué...
MITCH.—Eso es cierto.
BLANCHE.—Sí, es cierto, tú la conocías de antes... Pues mírala bien... Ahora este
cuarto tiene una atmósfera más... más delicada, más... El ambiente que a mí me gusta...
¿Esto se toma solo? ¡Uf! ¡Es dulcísimo!... ¡Uf! Es una especie de anís... (ymen
rezonga.) Pruébalo... Aunque me parece que no te va a gustar.
MITCH.—No quiero las bebidas de Stan... Ya te lo he dicho... Luego dice que has
estado todo el verano saqueando su bar...
BLANCHE.—¡Qué imaginación! Fantástico que lo diga y fantástico que tú te atrevas a
repetírmelo... Pues, no. ¡No me rebajaré para contestar cosas tan estúpidas!
MITCH.—Ya...
BLANCHE.—¿Qué piensas? No me gustan tus ojos...
MITCH—(Incorporándose.) Esto está muy oscuro.
BLANCHE.—A mí me gusta así... La penumbra me tranquiliza.
MITCH.—Creo que no te he visto nunca en plena luz... (BLANCHE intenta una risita.)
No, nunca...
BI.ANCHE.—La culpa no es mía.
MITCH.—No hay quien te haga salir de día.
BLANCHE.—Porque tú estás en el trabajo.
MITCH.—Los domingos, no... Todos los domingos que te he pedido que saliésemos me
has puesto algún pretexto... Nunca he podido sacarte de casa antes de las seis y aún
entonces hemos ido a sitios con poca luz...
BLANCHE.—Parece cosa de misterio, ¿no?
MICHT.—Parece que no te he visto nunca como debe ser, Blanche...
BLANCHE.—¿Qué quieres decir?
MITCH.—Que enciendas...
BLANCHE—{Aterrada.) ¿Por qué?
MITCH.—Enciende esa lámpara.
(Arranca de un tirón la pantallita de papel de la lámpara, BLANCHE da un grito.)
BLANCHE.—¿Qué haces?
MITCH.—Quiero verte de verdad...
BLANCHE.—Me estás insultando.
MITCH.—Estoy tratando de ser realista.
BLANCHE.—No me gusta el realismo.
MITCH.—Ya lo supongo.
BLANCHE.—Me gusta el misterio... me gusta la magia... Y eso es lo que quiero que la
gente reciba de mí... Pura magia...Cosas que no son lo que parecen... Yo no digo
verdades... Digo cosas que debieran ser verdad... ¡Y si eso es malo pues al infierno
conmigo! ¡No toques esa luz!
(Pero MITCH se acerca a la lámpara, enciende y mira con atención a BLANCHE. BLANCHE
se echa a llorar y se tapa la cara con las manos, MITCH apaga la lámpara.)
MITCH.—(Despacio.) No me importa que seas mucho mayor de lo que creía... Es lo
otro... Ese cuento fantástico de tus ideales y todas esas memeces que me has contado
este verano... Claro que yo sabía que tenías más de quince años... Lo estúpido fue
creerme que eras una mujer decente.
BLANCHE.—¿Y quién te ha dicho lo contrario? Mi querido cuñado... Y tú le has hecho
caso a él...
MITCH.—Yo le llamé mentiroso antes de saber la verdad... Primero hablé con ese
amigo nuestro... el proveedor que va y viene a Laurel.... Y luego tuve una conversación
con el otro... con el comerciante.
BLANCHE.—No sé quién es...
MITCH.—Kilfaber...
BLANCHE.—Ah, Kilfaber... el de Laurel... Sí, sí, lo conozco... Me silbó un día, cuando
pasaba y lo puse en su sitio... Desde entonces se venga contando no sé qué cosas atroces
de mí...
MITCH.—Kilfeber, Stanley y Shaw... Tres personas me han jurado que todo lo que
dicen en verdad.
BLANCHE.—Les preguntas de tres en tres...
MITCH.—¿No estuviste nunca en un hotel llamado «Flamingo»?
BLANCHE.—¡En el «Tarántula»! ¡Ahí es donde estuve! ¡En el «Tarántula»!
MITCH.—(Desconcertado.) ¿El «Tarántula»?
BLANCHE.—Sí... la tarántula, la araña gigante... Ahí arrastraba yo a mis víctimas...
(BLANCHEvuelve a llenar su vaso.) Cuando se mató Alian... yo no pude... no pude
tranquilizar mi corazón seco más que de una manera... Tenía miedo... pánico... un
pánico que me arrastraba aquí y allí... de uno a otro... buscando protección y ayuda
donde podía... en cualquier lugar, sien cualquiera. Alguien me denunció a la dirección...
«La falta de moral de esa mujer la incapacita para dar clases».
(Con una risa mezclada de sollozos, convulsa, descompuesta, echa atrás la cabeza,
se repite, se confunde y bebe de nuevo.) Supongo que tenían razón... Falta de moral...
Sí... Y por eso huí y por eso me vine a esta casa... ¿Dónde iba a ir? Estaba quemada...
¿Sabes lo que eso quiere decir? Mi juventud, de pronto, ardió... desapareció... pero
entonces te conocí... Me dijiste que necesitabas a alguien a tu lado... como yo... Y
entonces recé porque nos habíamos encontrado... porque parecías bueno... porque eras
un refugio donde esconderme de la ruindad del mundo... Cuando no se tiene nada el
sueño no es más que... la paz... Por lo visto he soñado demasiado... El cometa no puede
volar... Stanley, Shaw y Kilfebel le han atrapado por la cola... (Pausa, MITCH la mira
sin saber que decir.)
MITCH.—No me dijiste más que mentiras, Blanche.
BLANCHE.—Cállate.
MITCH.—Mentiras y más que mentiras y más mentiras. Mentiras por fuera y mentiras
por dentro.
BLANCHE.—No, por dentro, no... Mi corazón te ha dicho toda la verdad.
(Una Vendedora mejicana da la vuelta a la esquina. Es ciega. Llega un manto
oscuro. Ofrece esas flores de hojalata brillante que las clases populares de México
utilizan en algunas fiestas. Va pregonando a media voz. Apenas se la adivina en el
exterior del edificio.)
MUJER MEJICANA.—Flores. Flores. Flores para los muertos. Flores. Flores.
BLANCHE.—¿Qué? ¿Quién hay ahí? f BLANCHE corre a la puerta, abre y mira a la
Vendedora que le ofrece unas flores.)
MUJER MEJICANA.—¿Flores? ¿Flores para los muertos?
BLANCHE.—(Temblando.) ¡No, no!... ¡Ahora, no! ¡Ahora, no!
(Vuelve a entrar en la casa y cierra la puerta de golpe. La MEJICANA da media vuelta
y prosigue su camino.)
MUJER MEJICANA.—¡Flores para los muertos!
(Vuelve a oírse la polca.)
BLANCHE.—(Para sí.) Muerte... desolación... y lágrimas... Muchas lágrimas... Si haces
esto te costará aquello...
MUJER MEJICANA.—¡Coronas para los muertos! ¡Coronas!
BLANCHE.—¡Legados!...Y almohadas, muchas almohadas manchadas de sangre...
«Hay que cambiarle la ropa de la cama»... «Sí, mamá» .«¿Sí, mamá!»... No... no era
posible nada era posible menos...
MUJER MEJICANA.—¡Flores!
BLANCHE.—...menos morirse... Yo me sentaba aquí y ella allí... Tenía la muerte tan
cerca como te tengo a tí ahora... ¡Pero no se podía decir!
MUJER MEJICANA.—Flores para los muertos... Flores... flores...
BLANCHE.—¿Comprendes ahora? El deseo es lo contrario de la muerte... ¿Pero cómo
es posible que no lo entiendas? Cerca de Belle-Reve había un campo de entrenamiento
del ejército... La noche del sábado los soldados bajaban a la ciudad y se
emborrachaban...
MUJER MEJICANA.—(Bajo.) Flores...
BLANCHE—... y al volver a su cuartel pasaban por mi jardín y me llamaban: «Blanche!
¡Blanche!»... Aquella pobre vieja sorda no podía oír nada... Y entonces yo salía para
buscar a quienes me llamaban... Era un campo cubierto de margaritas... (La MUJER
MEJICANA vuelve a pasar y se aleja repitiendo sus gritos funerarios, BLANCHE se inclina
sobre el aparador. Pausa, MITCH se levanta y va hacia ella. Deja de oírse la polca, MITCH
toma a BLANCHE por la cintura y trata de abrazarla.)
BLANCHE.—¿Qué quieres ahora, Mitch?
MITCH.—Lo mismo que he querido todo el verano.
BLANCHE.—Cásate conmigo.
MITCH.—NO.
BLANCHE.—¿Por qué?
MITCH.—Estás demasiado sucia para que te lleve a casa con mi madre.
BLANCHE.—¡Entonces, márchate! (MITCH la mira sin pestañear.) Sal de aquí ahora
mismo o empiezo a pedir auxilio... (El llanto no deja continuar a BLANCHE,) ¡Sal
inmediatamente o grito!
(MITCH continúa mirándola, BLANCHE corre hacia el ventanal por el que entra la luz
suave de una noche de verano y grita con fuerza.) ¡Socorro! ¡Fuego!... ¡Fuego!
(Con un gemido MITCH sale corriendo de la casa, tropieza en los escalones y
desaparece a la carrera, doblando la esquina. Temblando, a punto de derrumbarse,
BLANCHE abandona la ventana y cae al suelo de rodillas. Vuelve muy triste y muy lento el
sonido lejano del piano.)
OSCURO
ESCENA DECIMA
(La misma noche, pocas horas después, BLANCHE ha continuado bebiendo desde que
se fue MITCH Ha llevado su baúl hasta el cuarto del dormitorio. Está totalmente abierto
y se ven algunos vestidos con flores. La bebida y el trabajo de hacer el equipaje la han
producido una especie de alegría histérica. Se ha puesto un traje de noche de seda
blanca, más bien un poco sucio y calza mediocres zapatillas de tacón alto. Ahora está
ante el espejo y se coloca en la cabeza una tiara barata mientras habla muy exaltada
como si estuviese rodeada de admiradores espectrales.)
• • •
BLANCHE—¿No os parece buena idea que nos demos un baño ahora mismo y nademos
ahí entre las rocas a la luz de la luna? Bueno, si es que queda alguien capaz de
conducir... Ja, ja... No se ha inventado nada mejor para despejar la cabeza... Solo hay
que tener cuidado para no darse con las piedras... Si te das con una roca no vuelves a la
superficie hasta las veinticuatro horas... (Con mano temblona levanta el espejo de mano
y se mira cuidadosamente. Aguanta la respiración y luego rompe el espejo al dejarlo
con fuerza sobre la mesa. Gime. Hace un esfuerzo para levantarse, STANLEY dobla la
esquina. Aún lleva puesta la camisa verde brillante del equipo de bolos. Vuelve la
música de la lejana sala de fiestas y continúa oyéndose en sordina durante toda la
escena. STANLEY entra en la casa y cierra de un golpe la puerta de la cocina. Silba
bajito al descubrir a BLANCHE. Tiene unas copas de más. Trae unos botellines de
cerveza.)
BLANCHE.—¿Cómo has dejado a mi hermana?
STANLEY.—Estupendamente.
BLANCHE—¿Y el niño?
STANLEY—(Sonriente.) No llegará hasta mañana por la mañana. Me han ordenado que
venga a casa y que me acueste un rato.
BLANCHE.—Así que estamos solitos...
STANLEY.—Solitos, Blanche... Digo, si es que no has escondido a alguien debajo de la
cama... ¿Para quién te has puesto tan elegante?
BLANCHE.—¿Elegante? ¡Ah, sí!... Es que el telegrama llegó después que tú te fuiste.
STANLEY.—¿Qué telegrama?
BLANCHE.—Un viejo admirador...
STANLEY.—¿Y...? ¿Alguna noticia agradable?
BLANCHE.—Una invitación...
STANLEY.—¿Para el baile del pueblo? (BLANCHE sacude orgullosamente la cabeza.)
BLANCHE—Un crucero en su yate por el Caribe.
STANLEY.—Eso está bien.
BLANCHE.—La verdad es que no me lo esperaba...
STANLEY.—Te creo.
BLANCHE.—Un destello en el mar...
STANLEY.—¿Y de quién me has dicho que es?
BLANCHE.—De un viejo pretendiente.
STANLEY.—¿El del abrigo de zorros?
BLANCHE.—Shep Huntleigh. Yo fui su mascota en el colegio... No lo había vuelto a
ver hasta estas Navidades. Nos encontramos en el bulevard Byscaine... Y ahora, justo
ahora, me invita a un crucero... El problema es mi guardarropa... No sé que ponerme
para... un barco y... el trópico...
STANLEY.—Y te has decidido por una tiara de brillantes.
BLANCHE.—¿Esto? No, hombre. Ja, ja, ja... Esto es bisutería barata.
STANLEY.—¡Qué bruto soy! Creí que era una joya auténtica... comprada en Nueva
York... (STANLEY comienza a soltarse los botones de la camisa.)
BLANCHE.—Bueno, el caso es que se trata de una invitación por todo lo alto.
STANLEY.—La vida está llena de sorpresas.
BLANCHE.—Y cuando empezaba a dudar de mi buena suerte...
STANLEY.—¡Plaf! Un multimillonario de Miami.
BLANCHE.—De Dallas. Donde el dinero nace en mitad de la calle.
STANLEY.—Bueno lo importante es que sea algún sitio concreto... ('STANLEY comienza
a quitarse la camisa.)
BLANCHE.—Si te vas a desnudar, haz el favor de correr la cortina.
STANLEY—(Cordial.) Por ahora solo voy a quitarme la camisa. (Prepara una botella
de cerveza.) ¿Sabes dónde hay un abridor de botellas?
(BLANCHE, despacio, va hacia el armario. Se queda ante él con las manos
entrecogidas.) Yo tuve un primo que las abría con los dientes... (Golpea la botella
contra el filo de la mesa.) Era lo único que sabía hacer en la vida... Y un día, en una
fiesta, la botella fue más fuerte y le arrancó todos los dientes de golpe... Desde entonces
resultó imposible echarle la vista encima...
(Consigue abrir la botella y salta un surtidor de espuma. STANLEY. contentísimo, se
ríe, levanta la botella y se la brinda a BLANCHE.)
Ja, ja... ¿Qué? ¿Firmamos la paz y nos la bebemos juntos?
BLANCHE.—No, Stanley.,. Gracias...
STANLEY.—Esta es una noche grande... A tí te espera un viejo y a mí un niño... Eso
hay que celebrarlo. (STANLEY va hacia el dormitorio, se inclina, busca en un cajón
del tocador y saca algo.)
BLANCHE.—(Retrocediendo.) ¿Qué haces?
STANLEY.—Buscar una cosa que siempre me trae suerte... El pijama que me puse el
día que me casé... Cuando me llamen y me digan: «Eh, que tiene usted un hijo» lo
romperé para hacer una bandera. Me parece que hoy vamos a poder presumir los dos.
(STANLEY con el pijama al brazo, vuelve a la cocina.)
BLANCHE.—Tengo ganas de llorar... ¡Independiente, independiente otra vez!... ¡Soy
independiente!
STANLEY.—Al servicio de un millonario de Dallas.
BLANCHE.—Eres un miserable mal pensado. Shep es un señor... y siente muchísimo
respeto por mí. (Comienza a improvisar, nerviosísima.) Pero necesita mi compañía...
Hay en el mundo mucha gente rica que se siente muy sola... Una mujer inteligente, una
mujer culta, enriquece enormemente la vida de un hombre... Yo puedo ofrecer todo eso
sin perder nada de mí misma... La belleza pasa enseguida... es un atractivo perecedero...
Pero la belleza intelectual, la del espíritu, la del corazón... la belleza que yo poseo, no
solo no se desvanece sino que aumenta día tras día... Soy más hermosa cada año que
pasa... ¿Por qué tiene nadie que decir que soy una pobre mujer si mi corazón está car-
gado de tesoros?... (No puede contener un gemido.) ¡Soy rica, soy rica, soy rica! He sido
una estúpida echando margaritas a los puercos...
STANLEY.—Nada menos que puercos, ¿eh?
BLANCHE.—Sí, sí, sí... ¡Puercos! Y no me refiero solo a tí... Me refiero muy en
especial a tu amigo el señor Mitchell... Vino esta noche, ¿sabes?... ¡Tuvo todo el
descaro de presentarse aquí sin vestir! ¡Cómo si fuese a la fábrica!... ¡Me repitió todas
las ordinarieces que tú le habías contado! No tuve más remedio que largarle...
STANLEY.—¿Tú... lo largaste?
BLANCHE.—Y volvió a pedir perdón con un ramo de rosas... «Perdón... perdón»,
decía... Hay cosas en el mundo que no tienen perdón... Y una de ellas es la crueldad...
La crueldad, no... la crueldad, creo yo, no se puede perdonar y yo no la he perdonado
nunca. Se lo dije, ¿sabes?... Le di las gracias, pero ya sabía que fue una estupidez pensar
que dos personas tan... tan distintas... dos vidas tan diferentes como las nuestras
hubiesen podido unirse... ¡Qué locura! Venimos de ambientes incompatibles... Hay que
tener sentido común... Ser muy realista... Así que «buen viaje, señor Mitchell»...
Procura no odiarme.
STANLEY.—Y... todo ese discurso... ¿se lo soltaste cuando ya habías recibido el
telegrama del millonario de Tejas o... fue antes?
BLANCHE.—¿De qué telegrama estás hablando? Después, fue después... No... El
telegrama llegó cuando...
STANLEY.—El telegrama no ha llegado nunca.
BLANCHE—¿Qué?
STANLEY.—No hay ningún millonario... no hay ningún yate... no hay ningún crucero...
Y Mitch no volvió a verte con ningún ramo de rosas...
BLANCHE.—¿Qué?
STANLEY—La única verdad de todo esto es tu puñetera imaginación... con todas tus
mentiras... tu vanidad... y tus fraudes...
BLANCHE.—¡Aaaaah!
STANLEY.—¡Pero, mírate de una vez en serio! ¡Mírate con esa mierda de traje viejo
alquilado en una tienda de disfraces!... ¡Esa corona ridícula!... Una reina... ¿Reina de
dónde?
BLANCHE.—¡Dios mío, ayúdame!
STANLEY—¡A mí no me has engañado ni un segundo! ¡Yo te vi venir desde el primer
día!... Llegas... lo empolvas todo... echas un poco de perfume... le pones una pantallita a
la luz... y ya está... esta casa es un palacio egipcio y tú la mismísima Reina del Nilo...
Cleopatra en su trono bebiéndose mi whisky. ¿Sabes lo que me pareces?. Una risa...
Una risa... Ja, ja, ja. ('STANLEY entra en el dormitorio.)
BLANCHE.—¡No entres! ¡No entres aquí! (Unos reflejos horribles aparecen en las
paredes y rodean a BLANCHF Se trata de perfiles y formas grotescas e intimidantes,
BLANCHF. tratando de contener su agitada respiración, va hacia el teléfono y golpea ner-
viosamente el gancho, STANLEY se encierra en el cuarto de baño.)
¡Operadora! ¡Operadora!... ¡Con la interurbana, por favor!... Póngame con Shep
Huntleigh, en Dallas... No, no lo sé, pero es una persona muy conocida... Tampoco sé su
dirección... ¡Pues pregúntele a quien sea!... No, por favor, espere... No, claro que no
puedo encontrarlo... ¡Pero, espere un momento! ¡Por favor, no cuelgue!
(Deja el teléfono sin colgar y va hacia la cocina. La noche se llena de murmullos
inhumanos como los de una jungla. Los horribles reflejos y las sombras grotescas
tiemblan y se retuercen sobre las paredes. La pared trasera de las habitaciones se
vuelve transparente descubriendo la acera de la calle. Una prostituta derriba a un
borracho y le roba. El hombre se incorpora, corre, la alcanza y lucha con ella. Silba un
policía y todos desaparecen.
Momentos después dobla la esquina la MUJER NEGRA. Trae el bolso que ha tirado al
suelo la prostituta y busca en él afanosamente, BLANCHF. por su parte, se lleva las manos
a la boca y regresa despacio junto al teléfono. Su voz es baja y enronquecida.)
¡Operadora!... No, no quiero la interurbana. Déme el servicio telegráfico... No, no
puedo ir... Gracias... ¿Telégrafos? Sí, se lo dicto... «Me encuentro en circustancias
desesperadas... desesperadas... Por favor, ayúdame... He caído en una trampa... He caído
en...» ¡Ay!...
(STANLEY abre la puerta del baño y sale. Lleva el pijama de seda. Sonríe cortésmente
a BLANCHE mientras se anuda el cinturón. BLANCHE se ha asustado. Sin poder evitar el
grito se separa del teléfono. El la mira fijamente, diez segundos. Se oye al fin el ruidito
del teléfono que da la señal de comunicar.)
STANLEY—¡No dejes el teléfono descolgado! (Va hacia el teléfono con decisión y lo
cuelga en el gancho. Se vuelve, mira a BLANCHF. sonríe mefistofélicamente y haciendo
eses se va hacia la puerta de la calle. El piano que casi no se oía aumenta su
intensidad. El sonido es apagado por el bramido de un tren que se acerca, BI.ANCHF. se
acurruca tapándose los oídos y espera que cese el ruido. AI fin se incorpora.)
BI.ANCHF..—¡Déjeme! ¡Déjeme salir!
STANLFY.—¿A la calle?... Pues, claro... La puerta está abierta...
(STANLFY retrocede y queda en medio de la puerta abierta.)
BI.ANCHF.—¡Quítese de ahí!
STANLEY.—Sobra sitio.
BI.ANCHF.—¡No, no sobra!... No puedo pasar... ¡Y tengo que salir a la calle!
STANLEY.—Ahora resulta que no la dejo salir... Ja, ja, ja. (El piano se oye otra vez
muy suavemente, BLANCHF. confundida, se vuelve con un gesto de desesperación. Suben
fortísimo los gritos de la jungla, STANLFY se muerde la lengua y da un paso para
acercarse a BI.ANCHE)
¡Que soy yo quien no le deja que se marche! (Se ríe.) ¡Pobrecita!... Bueno... a lo
mejor... no sería una mala idea.... (BLANCH, asustada, se refugia en la alcoba.)
BLANCHE.—¡Quieto!.... ¡Quieto o...!
STANLFY.—¿Quieto o qué?
BI.ANCHF.—Sucederá una catástrofe... Sí... una catástrofe...
STANLEY.—¿Qué es eso? ¿Otra fantasía? (Ya están los dos en el dormitorio.)
BLANCHF—¡No se acerque a mí!... ¡No se acerque! ¡Puedo ser una fiera!
(STANLFY continua acercándose a BLANCHF. BLANCHE rompe un casco de botella
sobre la mesa y le hace frente con el trozo de cristal roto en la mano.)
STANLEY.—¿Y éso por qué? ¿Y para qué?
BIANCHE.—Para rasgarle la cara....
STANLEY.—Hace falta mucho valor...
BIANCHE.—Eso me sobra...
STANIEY.—Muy bien... La señorita quiere pelea... Pues tendrá pelea...
(STANLEY da la vuelta y sujeta a BLANCHE que se debate y grita amenazante.
Finalmente, STANLEY la agarra de la muñeca y se la retuerce.)
¡Vamos, tigresa!... ¡Suelta eso! Así... así debíamos haber empezado el día que
viniste... (BLANCH grita y deja caer el trozo de botella. Luego cae de rodillas delante de
STANLEY. Se derrumba desmayada, STANLEY la toma en brazos y la lleva a la cama. El
piano, la batería y una trompeta llegan con fuerza desde el bar.)
OSCURO
ESCENA UNDÉCIMA
(Unas semanas más tarde. STELLA prepara el equipaje de BLANCHE. Corre el agua en
el cuarto de baño. Las cortinas están medio abiertas. Ante la mesa de poker se sientan
STANLEY. PABLO, MITCH Y STEVE La atmósfera tensa y agria, se parece a la de la partida
anterior. El edificio está siluetado contra un cielo color turquesa. STELLA está llorando
mientras guarda en el baúl los floreados vestidos de su hermana.
EUNICE sale de su piso, baja las escaleras y entra en la cocina. La mesa de poker está
muy animada.)
STANLEY.—Fui con la cara... Fui con la cara pero la ligué.
PABLO.—¡Maldita sea tu suerte!
STANLEY.—Mi suerte... ¿Sabes lo que es la suerte?... Pues creérselo... nada más que
eso... creérselo... Acuérdate de lo de Salerno... Que yo creía en mi suerte... Que yo creía
que de cinco valía uno y que ese uno era yo... Y por eso volví... Es una ley de vida...
Para ganar te tienes que creer que vas a ganar.
MITCH.—Un farol detrás de otro... Vives del farol. Eso es lo que te pasa... (STELLA
entra en el dormitorio y recoge unos vestidos.)
STANLEY.—Y a tí... ¿Qué te pasa a tí? (EUNICE rodea la mesa de los jugadores.)
EUNICE.—Siempre he dicho que los hombres no tienen sentimientos... Ni sufren ni
sienten ni padecen... pero lo vuestro ya es demasiado... Sois unos bestias...
(EUNICE entra en el dormitorio.)
STANLEY.—¿Qué bicho le ha picado?
STELLA.—¿Cómo está mi niño?
EUNICE.—Duerme como un ángel. Te he traído unas uvas... (Las coloca en un
taburete. Baja la voz.) ¿Y Blanche?
STELLA.—En el baño.
EUNICE.—¿Cómo va?
STELLA.—Sin comer... Pero me pidió una copa.
EUNICE.—¿Cómo se lo has dicho?
STELLA.—Le he dicho qué... hemos hecho un arreglo para que pueda descansar una
temporada en el campo... Su cabeza lo ha relacionado otra vez con Shep Huntleigh.
(BLANCHE entreabre la puerta del cuarto de baño.)
BLANCHE.—¡Stella!
STELLA.—Dime...
BLANCHE.—Si llama alguien mientras me baño que te deje su número y yo lo llamaré
en cuanto salga.
STELLA.—Sí, Blanche.
BLANCHE.—Me parece que ese vestido amarillo está muy arrugado... Si puedo me lo
pondré con la turquesa de plata que es un alfiler con un caballito... Está en esa cajita de
corazón donde tengo mis cosas... A ver si encuentras también unas violetas artificiales,
y me las pongo con la turquesa...
(BLANCHE cierra la puerta, EUNICE y STELLA se miran.)
STELLA.—No sé si lo estoy llevando bien o mal.
EUNICE.—No puedes hacer otra cosa.
STELLA.—Si la hago caso... si la creo... no podía seguir aquí... con Stanley.
EUNICE.—Entonces no la creas. Es tu vida... tu vida y no la suya... la que tiene que
seguir adelante.
(Se entreabre la puerta del cuarto de baño.)
BLANCHE.—¿Hay peligro?
STELLA-No, Blanche... (STELLA habla bajo a EUNICE) Dile que tiene muy buen aspecto.
BLANCHE.—Por favor, las cortinas...
STELLA.—Sal tranquila. Están corridas.
STANLEY.—¿Cartas?
PABLO.—DOS.
STEVE.—Tres.
(BLANCHE sale a la luz ámbar de la habitación. Su bata de seda roja, que moldea las
líneas del cuerpo, tiene reflejos trágicos. Cuando avanza entrando en el dormitorio se
perciben claramente las notas de la «Varsoviana», BLANCHE habla con rapidez casi
histérica.)
BLANCHE.—Me estaba lavando el pelo.
STELLA.—Se te nota.
BLANCHE.—Pero no sé que tal me lo habré enjuagado.
EUNICE.—Está precioso... ¡Como es tan fino!
BLANCHE.—(Natural.) Sí, pero tengo que cuidarlo mucho. ¿Me han llamado?
STELLA.—¿Quién?
BLANCHE.—Shep... Shep Huntleigh...
STELLA—No, cielo, todavía no.
BLANCHE.—¡Qué raro!... Tenía que... (MITCH deja caer sobre la mesa la mano con que
sostiene las cartas al oír la voz de BLANCHE. SU mirada se extravía hasta que STANLEY le
toca en el hombro.)
STANLEY.—¡No te duermas, Mitch, que estamos jugando! (Ahora es la voz de STANLEY
la que sacude a BLANCHE. Casi murmura el nombre de STANLEY mientras trata de
controlarse, STELLA hace un gesto y separa la vista de su hermana, BLANCHE. perpleja,
vacilante, con el espejo de plata en la mano, se queda inmóvil en silencio, reflexio-
nando. Cuando se decide a hablar no puede ocultar sus nervios.)
BLANCHE.—¿Qué pasa?
(BLANCHE mira a STELLA. luego a EUNICE y de nuevo a STELLA. Sin darse cuenta levanta
el tono de voz que llega a la mesa de juego donde MITCH hunde la cabeza entre los
hombros y STANLEY. al contrario, mueve su asiento como si fuese a incorporarse, STEVE
lo evita sujetándole ligeramente de un brazo.)
¿Qué ha pasado? Dime que está pasando aquí.
STELLA.—(Asustada.) ¡Sch... sch...!
EUNICE.—Calla, cielo, calla.
BLANCHE—Pero ¿por qué?... ¿Qué estáis mirando? ¿Estoy mal?
EUNICE.—Estás muy bien, Blanche... ¿Verdad, Stella?
STELLA.—Está maravillosa.
EUNICE.—Me han dicho que te vas de viaje.
STELLA.—Sí... Nos deja. Se va de vacaciones.
EUNICE.—Estoy verde de pura envidia...
BLANCHE.—Echadme una mano... Tengo que acabar de vestirme...
(STELLA le pasa el vestido.)
STELLA.—¿Te vas a poner éste?
BLANCHE.—Sí. Este me va muy bien... Estoy deseando perder de vista esta casa... Me
siento atrapada.
EUNICE.—Esa chaqueta es maravillosa... ¡Qué azul!
STELLA.—Es malva...
BLANCHE.—No, no... Es azul Della Robbia... El color de la Virgen en los cuadros
clásicos... ¿Están limpias estas uvas?
(Juguetea con el racimo de uvas, regalo de EUNICE.)
EUNICE.—¿Las uvas?
BI.ANCHE—-Sí. ¿Las has lavado?
EUNICE.—Las compré en el supermercado francés.
BLANCHE.—Lo cual no quiere decir que estén limpias.
(Suena una campana.)
...La campana de la Catedral... Lo único decente que hay en este barrio... Bueno... ya
estoy lista... Llegó la hora de irse...
EUNICE.—(Bajo.) Todavía no han venido...
STELLA.—Tienes tiempo, Blanche.
BLANCHE.—No quiero ver a esos hombres.
EUNICE.—Por eso... Espera un poco... Ya están acabando.
STELLA.—Sí... Siéntate aquí y...
(BLANCHE duda, pierde su fuerza y se sienta.)
BLANCHE.—Noto la brisa del mar... Quiero pasarme en el mar todo lo que me quede de
vida... Quiero morirme en el mar... ¿Y sabes cómo me quiero morir? Pues envenenada
por una uva sin lavar y en mitad del Océano... (Arranca una uva del racimo y se la
come.) Una muerte muy bonita... De la mano del médico del barco que será joven... y
guapo... y tendrá un bigote rubio y un gran reloj de plata... «La quinina no le ha hecho
ningún efecto... ¡Pobre muchacha!... ¡Pobre muchacha!», dirá... «Unas uvas sin lavar se
la han llevado al cielo».
(Se oyen nuevamente las campanas de la Catedral.) Luego, un saco limpio y
blanquísimo resbalando por la borda... y al agua... Será al mediodía... hará calor... y el
agua estará azul... azul... (Vuelven a oírse las campanas.) ...del color que tenían los ojos
de aquel primer chico que...
(Un Médico y una Enfermera vuelven la esquina y suben las escaleras del porche.
Exageran levemente la importancia de su oficio porque tienen el aire despejado de
quienes pertenecen a un organismo oficial. El MEDICO llama a la puerta y los jugadores
de poker suspenden la partida.)
EUNICE.—(Bajo.) ¡Ahí están!
(STELLA repite el gesto habitual de BLANCHE. Se lleva los puños a la boca, BLANCHE
se levanta despacio.)
BLANCHE.—¿Qué pasa?
EUNICE.—(Natural.) Perdonadme... Voy a ver quien es...
STELLA.—Sí, gracias... (EUNICE va hacia la cocina.)
BLANCHE.—(Nerviosa.) Puede que vengan por mí... (Algunas palabras muy bajas en
la puerta de la.calle. Vuelve EUNICE, alegre.)
EUNICE.—Es para Blanche. Preguntan por ella.
BLANCHE.—¡Para mí! ¡Es para mí! (BLANCHE está asustada otra vez. Mira a su
hermana y a EUNICE y luego a las cortinas. Se oye apagadamente la « Varsoviana».)
¿Es el señor de Dallas?
EUNICE.—Sí, Blanche, creo que sí.
BLANCHE.—Es que... todavía no estoy lista.
STELLA.—Dile que espere un momento.
BLANCHE.—Sí, dile que yo...
{EUNICE va hacia la cortina. De la calle llega el sonido de la batería del bar.)
STELLA.—¿Está listo tu equipaje?
BLANCHE.—Me faltan las cosas del tocador.
STELLA.—Las de plata...
EUNICE.—(Que vuelve.) Te esperan fuera... Son dos...
BLANCHE.—¿DOS?
EUNICE.—Un señor y una señora.
BLANCHE.—La señora no sé quien puede ser... ¿Cómo está vestida?
EUNICE.—Pues creo que... me parece que lleva un traje sastre...
BLANCHE.—Sí... seguramente será... (No puede seguir. Está nerviosísima.)
STELLA.—Bueno, Blanche,.. ¿nos vamos ya?
BLANCHE.—No me gusta tener que pasar por ese cuarto...
STELLA.—Yo te acompaño.
BLANCHE.—¿Estoy bien?
STELLA.—Estás divinamente.
EUNICE.—Sí, divinamente.
(BLANCHE. muy asustada, se acerca a las cortinas que EUNICE descorre, BLANCHE pasa.
Trata de no mirar a los hombres.)
BLANCHE.—Por favor, no se muevan... Voy a la calle. (BLANCHE se dirige hacia la
puerta de la calle. Los jugadores se incorporan como pueden sin moverse de junto a la
mesa, menos MITCH que permanece sentado sin levantar la vista de las cartas, BLANCHE
llega rápida al porche, se detiene y respira hondo.)
MEDICO.—¿Cómo está usted?
BLANCHE.—Usted no es la persona que yo estaba esperando, (BLANCHE da un grito y
vuelve a subir corriendo los escaIones. Se refugia junto a STELLA que está en la puerta.
Está muy asustada.)
¡No!... ¡Ese hombre no es Shep Huntleigh! (Vuelve a oírse, muy lejos, la
«Varsoviana», EUNICE sostiene a STELLA del brazo y ésta mira a su hermana. Un silencio
absoluto sin más ruido que el de las cartas de baraja STANLEY sin cesar.
BLANCHE, con un suspiro profundo, retrocede hacia la casa. Tan pronto como BLANCHE
se acerca, STELLA une sus manos y cierra los ojos, EUNICE la abraza, tratando de
consolarla. Luego EUNICE inicia la retirada hacia su piso, BLANCHE entra y se detiene.
Todos la miran con atención menos MITCH que sigue con la vista clavada en las cartas.
Por último, BLANCHE rodea la mesa de los jugadores y va hacia el dormitorio, STANLEY
hace retroceder su silla y se incorpora como si fuese a impedirle el paso. Entra la
ENFERMERA,)
STANLEY.—¿Te has olvidado de algo?
BLANCHE.—(Gritando.) ¡Sí!... ¡Sí!... Algo... algo se me ha olvidado...
(BLANCHE pasa junto a STANLEY y se refugia corriendo en el dormitorio. Los reflejos
fantasmagóricos aparecen de nuevo en las paredes de nuevo en las paredes con sus
formas inquietantes. Se oye suavemente una versión deformada de la «Varsoviana»
salpicada con los rumores de la jungla, BLANCHE toma el respaldo de una silla como si
fuese una arma.)
STANLEY.—(Bajo.) Es mejor que vaya usted, doctor...
DOCTOR.—(Bajo.) Tráigala aquí, enfermera... (STANLEY y la ENFERMERA avanzan
separadamente hacia el dormitorio. Desprovista de feminidad, la ENFERMERA tiene un
aire siniestro. Habla desentonadamente, como una campana de bomberos.)
ENFERMERA.—¡Hola, Blanche!
(Sus palabras son repetidas y repetidas por el eco de muchas otras voces que
retumban detrás de las paredes, como en una montaña.)
STANLEY.—Ha dicho que se había olvidado algo...
(Continúa amenazador el eco de ¡as palabras de la ENFERMERA.,)
ENFERMERA.—¡Ah, bueno!
STANLEY.—Blanche... ¿qué es lo que se te había olvidado?
BLANCHE.—Pues... yo... yo...
ENFERMERA.—No se preocupe... Otro día lo recogeremos.
STANLEY.—Nosotros se lo mandaremos todo con el baúl. (BLANCHE aterrada, da un
paso atrás.)
BLANCHE.—No sé quien es usted... No lo sé... Por favor... por favor, déjenme en paz...
ENFERMFRA—¡Decídase ya, Blanche! (Los ecos crecen y decrecen.)
ECOS—¡Ya, Blanche!... ¡Ya, Blanche!... ¡Ya, Blanche...!
STANLEY.—Aquí no quedan más que unos polvos de talco en el suelo y un frasco de
perfume vacío... A menos que te quieras llevar el farolillo de papel... ¿Lo quieres?
¿Quieres llevártelo?
(STANLEY se acerca al tocador, quita de la lámpara el pequeño farolillo y se lo ofrece
a BLANCHE que grita como si ella misma fuera la pantalla. La ENFERMERA oto un paso
hacia BLANCHE. BLANCHE llora y trata de esquivar a la ENFEMERA. LOS jugadores se ponen
de pie. STELLA huye hacia el porche y EUNICE la sigue cariñosamente. Su intento de decir
algo se confunde con las voces masculinas de la cocina. Ya en el porche, STELLA se
abraza a EUNICE,)
STELLA.—¡Eunice! ¡Eunice, por Dios!... ¡Ayúdame! ¡La van a lastimar!...
¡No les dejes que hagan éso!... ¡Dios mío, Dios mío, qué no la hagan daño!... ¿Qué
están haciendo con mi hermana? ¿Qué la están haciendo? (Lucha por separarse de
EUNICE que la tiene fuertemente abrazada.)
EUNICE.—Tranquila, tranquila, cielo, tranquila... No entres... no entres ahí... Quédate
conmigo... ¡Y no mires, por favor!
STELLA.—¿Qué le he hecho a mi hermana? ¿Qué le he hecho, Dios mío?
EUNICE.—Has hecho lo mejor... lo único que se podía hacer... Aquí no puede seguir
y... tampoco tiene donde marcharse...
(EUNICE Y STELLA continúan hablando pero ahora dominan las voces masculinas de la
cocina, MITCH se levanta para ir al dormitorio y STANLEY se lo impide y le empuja, MITCH
se resiste, STANLEY le da un empujón más fuerte y le hace caer en la silla, MITCH se
inclina sobre la mesa sollozando. Entretanto, la ENFERMERA ha sujetado con fuerza un
brazo de BLANCHE para evitar que se escape, BLANCHE grita con la voz enronquecida y
cae al suelo de rodillas.)
ENFERMERA.—Estas uñas va a haber que cortarlas... (El MEDICO entra en la habitación.)
¿Le ponemos la camisa de fuerza, doctor?
DOCTOR.—Por el momento, no. (El MEDICO se descubre y con ese sencillo gesto se
vuelve más humano. Va hacia ella y habla con dulzura. Al oír su nombre comienza a
ceder el pánico de BLANCHE Las sombras de las paredes, los gritos inhumanos y los rui-
dos desaparecen, BLANCHE parece calmarse.) ¡Por favor, señorita Du Bois!... ¡Por
favor! (BLANCHE le mira con desesperación. El MEDICO le sonríe con efecto y se vuelve a
la ENFERMERA,) No, no hace falta...
BLANCHE.—(Bajo.) Que me suelte... Dígaselo.
MEDICO.—Sí...
(El MEDICO hace un gesto a la ENFERMERA y ésta obedece, BLANCHE ofrece su mano al
MEDICO. El MEDICO la levanta con afecto y tomándola del brazo echa a andar con ella,
BLANCHE se aprieta contra el MEDICO)
BLANCHE.—No sé quien es usted, pero... ¿qué más da?... Yo... yo he dependido
siempre del cariño de los demás...
( BLANCHE y el MEDICO cruzan la cocina en dirección a la puerta exterior y los
jugadores de poker retroceden. BLANCHE se deja arrastrar. Como si estuviese ciega.
Cuando salen al porche, STELLA. encogida unos escalones más arriba, gime el
nombre de su hermana.)
STELLA.—¡Blanche! ¡Blanche! ¡Blanche! (BLANCHE desciende los escalones sin
volverse, acompañada del MEDICO y de la ENFERMERA. Desaparecen por la esquina del
edificio.
(EUNICE baja los escalones, se acerca a STELLA y le entrega a su hijo. La criatura está
envuelta en una cobertura azul pálida, STELLA, llorando, retiene al niño en sus brazos,
EUNICE baja la escalera y entra en la cocina. Los hombres, en silencio, todos menos
STANLEY. vuelven a sentarse en sus sitios, ante la mesa de poker. STANLEY ha ido hacia el
exterior, hacia el porche y permanece al pie de los escalones, dudoso, mirando a su
mujer.)
STANLEY.—¡Stella!...
(STELLA llora con un infinito desconsuelo. Ahora que su hermana ya no está se
entrega al llanto casi con alivio.)
STANLEY.—(Dulce.) Estrellita, cielo... Vamos... Vamos, amor mío... amor mío...
amor mío... (STANLEY se arrodilla junto a STELLA. SUS palabras, de cariño se pierden bajo
la música del piano del bar que sube acompañado por el temblor del clarinete.)
STEVE.—Jugamos el último...
TELÓN