Deschner Karl Heinz - El Credo Falsificado
Deschner Karl Heinz - El Credo Falsificado
Deschner Karl Heinz - El Credo Falsificado
El credo falsificado
Una visión crítica de la doctrina de la Iglesia y de sus trasfondos históricos
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Karlheinz Deschner
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Índice
1.- ¿Cómo se llegó a los dogmas y por qué no habría que haber llegado?
(pág.3-21)
.- ¿Existió Jesús?
.- ¿cuál es el valor histórico de los Evangelios?
.- ¿cómo se transmitieron los Evangelios?
.- las contradicciones de los Evangelios son a menudo increíbles
.- el dogma primigenio del fin del mundo cercano y de cómo en su
lugar llegó la Iglesia
1
.- La proximidad del espíritu santo
.- Arrio y el fin de la disputa arriana
.- La cena:
.- Las comidas santas se retrotraen hasta la época del canibalismo.
.- La comida sacramental en los cultos mistéricos romano-helénicos.
.- Ni Jesús ni los apóstoles practicaron una comida sacramental.
.- Pablo fundador de la cena cristiana.
.- La cena cristiana surgió a imitación de las costumbres paganas.
.- La cena se convierte en punto central de la misa.
.- Del maravilloso "hallazgo" del "santo sacramento".
.- ¿Deben los vegetarianos recibir la sagrada comunión?
.- La "materia" de la eucaristía o a eso se denomina religión.
.- Confesión-penitencia-indulgencia
.- La confesión
.- La penitencia
.- La indulgencia
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2
Cómo se llegó a los dogmas y por qué no
debería haberse llegado
3
¿Existió Jesús?
El cristianismo (por mucho que originariamente se opusiera a seguir el curso de la historia) es objeto de la
ciencia histórica, por tanto lo es la discutida persona de Jesús, como parte integrante de su mitología, lo
mismo que Adán, Zeus, Apolo u otros; ni más ni menos.
Con frecuencia los apologistas responden a la pregunta de si Jesús existió realmente con
otra pregunta: ¿Existió Napoleón?; y se muestran increíblemente perspicaces y
contundentes. ¡Como si alguien hubiera puesto en duda alguna vez la existencia histórica de
Napoleón! “Pues no hay ninguna vida –así se afirma incluso con imprimátur1 en la segunda
mitad del siglo XX- de toda aquella época que haya sido tan clara y seriamente testificada
como la vida y obra de Jesús. Existen informes sobre Cristo, por ejemplo, de Tácito, de
Plinio, de Suetonio. Existen además testimonios judíos de Flavio Josefo, Justino y en el
Talmud.” Pero ya en la misma página se puede leer que es comprensible que “los paganos
no hicieran mucho hincapié en Cristo.” Y que “los judíos hicieran todo lo posible por no
hablar de él.” De cualquier manera existen “muchos testimonios sobre Cristo fiables, de
modo que resulta insostenible el tachar a Cristo de mito o fábula y negarle su personalidad
histórica.”
Otro apologista hecha en falta una “anotación oficial de Jesucristo en el registro.” Aun
cuando, comenta, de haber existido tal como hoy lo entendemos, hubiera sido muy difícil
que hubiera llegado hasta nuestros días. “Basta con que pensemos en la cantidad de gente,
de huidos y perseguidos por las bombas, que en nuestros días han perdido su
documentación sin volverla a encontrar ya nunca más...” Claro está, este apologista de la
única verdad salvífica conoce también “testimonios” paganos, judíos y, naturalmente,
cristianos. Y también él tiene que reconocer finalmente que: “Los escritores de la época de
Jesús dicen muy poco de él, pero que es explicable porque los judíos no le mencionan por
odio, y los romanos por orgullo.”
Que es posible que haya existido, quizá es hasta más probable que lo contrario; pero la
probabilidad de que no haya existido no está descartada2. Quien, por principio, da por
demostrada la historicidad de Jesús lo mínimo que se puede decir de él es que no es leal, y
quizá un tramposo. No existe una prueba segura, al menos hoy día no es aducible. Y si no
aparecen en el futuro nuevas y decisivas fuentes va a seguir permaneciendo el asunto en
una nebulosa. Claro está, tampoco la no existencia está demostrada. A comienzos de siglo
1
licencia que da la autoridad eclesial para imprimir un escrito
2
“...Jesús de Nazaret, cuya existencia real sigue siendo objeto de polémica, pero que por varias razones me
inclino por una respuesta positiva si se concibe como un simple ser humano sin la menor connotación divina”,
El mito de Cristo, Gonzalo Puente Ojea, ed. Siglo XXI, 2000.
4
no se debate, pero en modo alguno está solventada la cuestión. Algunos argumentos de
quienes niegan la historicidad de Jesús han ido perdiendo fuerza, otros han cobrado vigor.
Suetonio, que escribió en la primera mitad del siglo II, conoce a Jesús tan poco como su
amigo Plinio el Joven; o más llamativo aún, el judío Justo de Tiberiades, contemporáneo y
compatriota de Jesús, y que vivía en Tiberiades, no lejos de Cafarnaún –donde Jesús actuó
con frecuencia- no le menciona en su importante obra Historia de los reyes judíos, que va
desde Moisés hasta Herodes Agripa II, es decir, hasta el nacimiento del Evangelio de Juan.
Este increíble silencio, por cierto muy elocuente, lo explican los apologistas diciendo que
la transmisión de la obra es fragmentaria, extraviada como unum, como conjunto hace
tiempo -quizá una desaparición no del todo casual-. ¡Vaya usted a saber lo que se decía allí
sobre Jesús! Puede ser, pero ¿por qué se extrañaba tanto un hombre sabio y erudito del
siglo IX (un hombre nada sospechoso, como Focio, el patriarca de Constantinopla, que, por
lo visto, entre sus 12.000 volúmenes en su haber se hallaba un ejemplar de la Historia de
los reyes judíos de Justo, tal como se dice en un libro suyo) de que este preciso relator de
Galilea no mencionara a Jesús, el más grande de todos los galileos?
Tampoco dice nada de él Filón de Alejandría, sabio que sobrevivió en 20 años a Jesús. Y
llama la atención porque Filón era un excelente conocedor del judaísmo, de sus sagradas
escrituras y de las sectas, e informa también de los esenios3 y de Pilatos.
Y precisamente ese silencio de los historiadores judíos resulta insoportable a los cristianos.
Y, por eso, uno de ellos introdujo de contrabando en el siglo III una breve mención de Jesús
en la obra Las antigüedades judías de Flavio Josefo, escrita hacia el 93. En ella se
denomina a Jesús “un hombre sabio –si de verdad se le puede llamar hombre”, “un maestro
de los hombres que aman la verdad”, “el Cristo.” ¡No deja de ser curioso que el ateo judío
Josefo dé testimonio no solo de los milagros de Jesús sino también de su resurrección y del
cumplimiento de las profecías!
Lo cierto es que ninguno de los antiguos padres de la Iglesia hace mención de esta supuesta
cita de Josefo que, de haberla conocido, la hubieran citado de mil amores en su lucha contra
los judíos: ni Justino hacia el 150, ni Tertuliano en el 200 ni, tampoco, Cipriano hacia el
250. El escritor de la Iglesia Orígenes dice repetidamente que Josefo no es cristiano.
¡Todavía en el siglo XVII el teólogo holandés Gerhard Johann Vossius poseía un
manuscrito del texto de Josefo en el que no se decía ni palabra de Jesús!” Apenas si cabe
duda, en general todos admiten que el sospechoso testimonio flaviano es una falsificación
cristiana.
Como única fuente histórica extra-cristiana sobre Jesús quedaría una breve referencia en los
Anales de Tácito a un “Cristo, que bajo el emperador Tiberio fue muerto por el prefecto
Poncio Pilato.” Pero su informe data de casi un siglo después de la supuesta muerte de
3
secta judía Antigua que practicaba la comunidad de bienes
5
Jesús, y además se basa únicamente en los rumores que circulaban en el siglo II. Este
pasaje huele a falsificación ya que, tras diez siglos de silencio, aparece en un único
manuscrito del siglo XI. Pero aun cuando este testimonio de Tácito –que, como ya hemos
indicado, es sumamente dudoso- fuera auténtico, en el estado actual de las cosas tendría
poco valor probatorio, de modo que estamos abocados a los documentos cristianos, algo
que, dicho sea de paso, también lo admite y reconoce el teólogo católico Guardini cuando
dice que: “El Nuevo Testamento constituye la única fuente, que da información de Jesús.”
Pero aquí nos topamos, de nuevo, con una nueva sorpresa, puesto que Pablo, el testimonio
más antiguo del Nuevo Testamento, apenas dice nada sobre la vida de Jesús. Y es que no
son los Evangelios sino las cartas de Pablo los escritos más antiguos neotestamentarios. El
que algunas de éstas hayan sido falsificadas –las dos a Timoteo y la carta a Tito4 con toda
seguridad, con gran probabilidad también la carta a los efesios, es fácil también la carta a
los colosenses y, sobre todo, muy probable la segunda a los tesalonicenses-, el que otras
contengan añadidos de mano extraña o sean composiciones de distintas cartas de Pablo,
hechas por algún desconocido, aquí no nos importa en demasía; sí en cambio cabe destacar
el poco papel que juega en Pablo todo lo histórico de la figura de Jesús. El carácter y los
rasgos de su vida le interesan tan poco como su ética. Palabras del Señor, de las que más
tarde están saturados los Evangelios, apenas aparecen en Pablo. Se discute si las cita dos,
tres o cuatro veces. Pablo evita hasta el nombre de Jesús. En todo el corpus paulinum tan
sólo aparece 15 veces el nombre de Jesús, en cambio el título de “el Cristo” se cita nada
menos que 378 veces5.
4
llamadas cartas pastorales
5
Deschner especifica y fundamenta más esta cuestión en el vol. IV de su “Historia criminal del
cristianismo”, pag. 80 y s. Ed. Martínez Roca 1993
6
Para el historiador exigente... el tema de los originales resulta deficiente. Lo históricamente seguro y lo
legendario se mezclan continuamente. Uno llega pronto a la conclusión de que “de las fuentes que nos
proporcionan los Evangelios no es posible deducir al “Jesús primigenio”, al Jesús tal y como realmente fue.
El Jesús sólo tiene que ver con el Jesús tal y como lo han visto sus primeros discípulos, con el Cristo tal y
como se representó en la fe de su comunidad.
Admitida su existencia, no se conoce que Jesús escribiera nada. Según opinión general, sus
oyentes no registraron por escrito ninguna de sus palabras. Las pusieron en circulación
oralmente; sólo, como lo explica la critica moderna de la historia de las formas aplicada a
los Evangelios, a su muerte comenzaron a circular piezas sueltas sobre él, pequeñas
historias, comparaciones, sentencias, parábolas. El primero que las recogió por escrito fue
un tal Juan Marcos, el acompañante del apóstol Pedro. Según la tradición de la primitiva
Iglesia Marcos no escuchó a Jesús en persona, sólo escribió de lo que recordaba de
habérsele oído a Pedro y, por lo visto, sólo escribió a la muerte de éste. Hacia el 140
informa el testigo más viejo, el obispo Papías de Hierápolis: “Marcos ha registrado con
exactitud las palabras y hechos del Señor, que él recordaba como traductor de Pedro, pero
sin seguir un orden. Y es que él no escuchó ni acompañó al Señor, aunque, como se ha
dicho, sí acompañó más tarde a Pedro, y Marcos ajustaba sus exposiciones a las
necesidades, pero no de manera que hiciera una exposición continuada y coherente de las
enseñanzas del Señor. De ahí que no pueda imputar a Marcos que anotara lo que
recordaba.”
“Lo que recordaba”, tras esto se esconden varias cuestiones. Y es que, como no existía una
historia oral coherente de la supuesta actuación de Jesús, Marcos no sólo reunió las
narraciones existentes en circulación, recogiéndolas, escribiéndolas tal y como las
encontraba, sino que creó y elaboró también el marco mismo de la historia evangélica. La
mayor de las veces no se sabía con qué ocasión se dijeron aquellas palabras –caso de que se
dijeran alguna vez-. Como es natural el cuándo era lo que menos interesaba. Pero, a veces,
tampoco se sabía el dónde, y mucho menos la secuencia, el orden, y no digamos nada la
palabra exacta. De ahí que Marcos agrupara, añadiera o puliera el material a su criterio. Él
rellenó las lagunas y huecos entre los diferentes elementos de la tradición mediante
anotaciones, describiendo situaciones inventadas, añadidos propios; y, con ello, suscita la
apariencia de una topografía estable y el aspecto de una narración con coherencia
cronológica, pero, sobre todo, presenta el material bajo un determinado prisma. La
definición de Nietzsche del cristianismo como el arte de una mentira sagrada se verifica a
través del primer y más antiguo evangelista.
7
debemos a sus propios sabios, para ellos una tercera parte de los escritos del Nuevo
Testamento son falsificaciones, es decir, escritos que se imputan injustamente a apóstoles
como sus autores, lo que aparentemente no perjudica a su carácter de “palabra de Dios.” Y,
desde ese momento, ya nunca más se interrumpe en la literatura cristiana la cadena de
intentos de falsificación. Como disculpa de esta mentira piadosa se aduce que estos
escritores no hacían sino seguir una costumbre de la antigüedad. Pero en el caso de que así
fuera: ¿Es ésta una disculpa suficiente? Siempre seguimos oyendo que el cristianismo
mejora la moral del mundo antiguo, la profundiza y eleva, que trajo al mundo una moral
nueva y superior, pero, por lo visto, esa mejora no se dio en el amor por la verdad.
Tras reconocer Pablo que lo que a él le importa es anunciar a Cristo “con buena o mala fe”,
uno de los cristianos más prestigiosos, Orígenes, aboga claramente por la mentira y el
engaño como “medio de salvación”. Y el doctor de la Iglesia -máxima distinción para los
católicos, de hecho de los más de 260 Papas sólo dos son doctores-, y patrono de los
predicadores, Juan Crisóstomo, difundió la necesidad de la mentira si es para conseguir la
salvación del alma, apoyándose en ejemplos del Antiguo y Nuevo Testamento.
De ahí que antiguos cristianos falsificaran un intercambio epistolar entre Jesús y el rey
Abgar Ukkama de Edesa6 y una carta de Pilatos al emperador Tiberio; la misma Iglesia
atribuyó injustamente Evangelios a los apóstoles Mateo y Juan. Incluso se falsificó un
Evangelio, para protegerlo y potenciarlo con la autoridad de los apóstoles, atribuyéndolo a
los doce. Se falsificaron dos cartas del Nuevo Testamento a nombre de los apóstoles
Santiago y Juan, se falsificaron cartas, como ya se ha dicho, a nombre de Pablo; es decir, el
libro santo, la Biblia, está repleto de documentos falsos. “Las falsificaciones”, escribe el
teólogo Carl Schneider en su monumental Historia del pensamiento del cristianismo
antiguo “comienzan en la época neotestamentaria y todavía no han concluido.”
El jesuita Brors sostiene (con permiso de la autoridad eclesial): “En la Sagrada Escritura no
se contiene ningún error, porque Dios no puede equivocarse.” Y el jesuita Linden explica
(también con imprimátur) que los cuatro Evangelios “como todos los restantes libros de la
Sagrada Escritura se han escrito bajo inspiración del Espíritu Santo y, por tanto, no
contienen nada más que la palabra infalible de Dios... Si hay algún libro de la época
antigua que merece plena fe estos son los Evangelios.” E incluso el concilio Vaticano I
decreta que todos los libros de la Sagrada Escritura, con todas sus partes, han sido escritos
“bajo inspiración del Espíritu Santo y Dios es el autor.”
Todos los Evangelios, en su origen, fueron transmitidos anónimamente. Sólo más tarde
fueron adquiriendo el nombre de los autores, la Iglesia los puso en circulación como obras
de apóstoles primigenios y de discípulos de los apóstoles, lo que les confería su autoridad y
credibilidad. Pero la realidad es que ninguno proviene de apóstol alguno. Y todavía hoy no
sabemos si Lucas es el mismo que el acompañante de Pablo o si Marcos se confunde con el
compañero de Pedro. Lo que sí sabemos es que el autor del Evangelio más antiguo,
6
“Abgar Ukkama, el príncipe, envía su saludo a Jesús, el buen Salvador, que ha aparecido en Jerusalén. He
tenido noticias tuyas y de tus curaciones y he sabido que éstas las has hecho sin medicamentos ni hierbas...”
Se refiere a Abgar V, 9-46 d.C., y debió ser falsificado hacia el 300, pretendía datar en la época apostólica la
fundación de la Iglesia de Edesa.
8
posiblemente escrito entre los años 70 y 80 y en Roma, y llamado Marcos, no fue ningún
testigo ocular. También para él vale lo dicho por uno de los exegetas más importantes de
nuestros días, el teólogo Martín Dibelius: carece “de toda huella de un recuerdo personal.”
Las narraciones cristianas primigenias no contenían “material biográfico alguno digno de
tal nombre.”
Y lo mismo vale para los Evangelios de Mateo y Lucas, escritos probablemente una o dos
décadas después del de Marcos y, en parte, dependientes de él. Y con más razón cabe decir
del último, el cuarto Evangelio, el denominado de Juan, que es totalmente ahistórico.
Y los teólogos críticos no sólo renuncian a la exposición evangélica de la vida de Jesús sino
también al “marco” de su historia. No solo se da poca importancia y valor a las
descripciones de situación, a los datos de lugar y tiempo, a la mayoría de los milagros, que
se los considera como añadidos de cosecha propia, sino se considera también secundaria
parte de la doctrina transmitida.
Desde D.F. Strauss y F.C. Baur, pasando por Wellhausen, Wrede hasta Bousset, Goguel,
Dibelius, Klostermann, Bultmann, Werner, Hirsch... entre otros, la teología crítica
considera la doctrina del Jesús histórico como no idéntica con la reproducida por los
Evangelios. La investigación libre, no forzada por dogmas, obligaciones y permisos,
muestra que la predicación de Jesús -a través de los apóstoles y primeros misioneros hasta
llegar a la segunda o tercera generación de cristianos, entre los que se encuentran los
evangelistas- sufrió voluntaria o involuntariamente matices y colores que lo modificaron
esencialmente.
La teología científica cree que las palabras de Jesús se transmitieron con más cuidado que
sus hechos; que palabras y narraciones evangélicas, originariamente orientadas de manera
muy distinta, son tratadas poco a poco como puzzles que encajan entre sí; también el
judaísmo de esa época transmitió la Halacha -la parte jurídica del Talmud- igual que la
Haggada -los materiales legendarios y teológicos ampliamente expuestos y comentados por
los estudiosos de las escrituras-. Tampoco las palabras de Jesús fueron intocables, se fueron
ampliando, complementando. En muchos casos es fácil demostrar que él no las pudo
pronunciar, en otros casos es discutible, hay algunas que se las tiene por verdaderas...7
Del estudio de la exégesis crítica se deduce que los Evangelios no son fuentes históricas
fiables sino productos de literatura mitológica surgidos del delirio de la fe, escritos
misioneros y de propaganda destinados no sólo a fortalecer a los cristianos en su credo sino
a ganar nuevos adeptos. Sus autores no habrían tenido el menor interés por la realidad
histórica, tal y como la entendemos nosotros. Dicho de otro modo: Los Evangelios son
7
El profesor Gerd Lüdemann ha escrito un libro: “Jesús, 2000 años después. Lo que dijo e hizo”, ed. Zu
Klampen, 2000, en el que analiza las palabras y hechos auténticos de Jesús.
9
producto de la fantasía de las comunidades posteriores. Antiguos mitos han ido depositado
su huella.
Si los teólogos más importantes de nuestro siglo caracterizan al Evangelio como una
“colección de anécdotas” a utilizar con “extremado cuidado”, “no interesadas por la
historia”, cabe preguntarse de nuevo, con qué base y seguridad se aferran a la existencia de
Jesús. No cabe pues extrañarse de que un estudioso como Bultmann, que al darse por
vencido por Karl Barth delató toda su juventud crítica, no quiso seguir hablando de una
“personalidad” de Jesús porque no es nada lo que podemos decir de una personalidad de
Jesús. Es la confesión de Barth, de la que nos hablan sus tomos: prefería no “seguir
participando en la búsqueda del Jesús histórico.”
Las numerosas copias (del Nuevo Testamento hay unas 4000) coinciden en todos las cosas importantes
No sólo no tenemos ningún original de los Evangelios –aun cuando hasta el siglo XVIII se
ha sostenido poseer el original del Evangelio de Marcos, incluso por duplicado, uno en
Venecia y otro en Praga y, además en latín, en una lengua en la que ninguno de los
evangelistas escribió-, es que no existe el texto original de ningún libro neotestamentario,
de ningún libro bíblico. Ni tampoco existen las primeras copias. Sólo hay copias de copias
de copias.; copias de manuscritos griegos, de latín antiguo, de sirio, traducciones coptas y
de citas neotestamentarias de los padres de la Iglesia recogidas de memoria. En Orígenes
hay como unas 18000. Respecto a las obras de los padres de la Iglesia no todas gozan de
igual predicamento en cuanto a la transmisión.
Las copias de los Evangelios no se llevaron a cabo exentas de faltas. A lo largo de dos
siglos estuvieron expuestas, voluntaria o involuntariamente, a las intervenciones y
deformaciones de los copistas, experimentaron en su dar a conocer, por expresar en frase de
los teólogos Feine y Hehn, multitud de modificaciones, y también se vieron expuestas a
ampliaciones y omisiones voluntarias. Y, como demuestra el teólogo Hirsch, glosadores y
redactores eclesiásticos pulieron, añadieron, armonizaron, limaron y las mejoraron. De
modo que, al final, como escribe el teólogo Lietzmann, surgió un gran bosque de
variaciones, añadidos y omisiones opuestos entre sí, y, como el teólogo Knopf explica, en
muchos pasajes nosotros no podemos determinar el texto primigenio con seguridad sino tan
10
solo con probabilidad. De todas formas esto no es nada extraño, también los antiguos
egipcios corrigieron sus escritos sagrados.
En realidad, con las copias de los Evangelios se procedió, sobre todo en los primeros
tiempos, casi sin miramientos; a lo largo de un siglo no fueron tenidas ni por sagradas ni
por intocables. No existía ningún Nuevo Testamento, y al carecer de una sagrada escritura
propia se reivindicaba la del judaísmo. Fue en la segunda mitad del siglo II, cuando, por
primera vez, la transmisión oral fue adquiriendo formas cada vez más inverosímiles,
cuando los Evangelios se equipararon al Antiguo Testamento para, finalmente, terminar
anteponiéndolo. Es ahora cuando se comienzan a prioritar los cuatro Evangelios -más tarde
canónicos- a los muchos “apócrifos” hasta convertirlos en el “Evangelio”. Pero durante
largo tiempo no se tienen por inspirados. Y es que fuera del autor del Apocalipsis, que entró
con facilidad en la Biblia, ningún autor neotestamentario consideró su producción como
divina o inspirada por Dios, ni Pablo, ni los autores de las restantes cartas, ni, tampoco, los
evangelistas. Al contrario, la aseveración de Lucas de haber “examinado con detalle todos
los hechos desde el inicio” demuestra con nitidez lo poco que el escritor se sentía llevado
por la inspiración divina. Tampoco creía hacer algo extraordinario. En el primer versículo
confiesa que “ya antes de él muchos habían redactado tales cosas. Pero como no le
convencían quiere mejorarlas.”
Naturalmente, también los incontables copistas quisieron mejorar los Evangelios. Ellos
tacharon y añadieron, parafrasearon y se desahogaron en detalles, escribieron mucho más
de lo que era mera trascripción de copia. Los teólogos Hoskyns y Davey afirman que el
“texto original va desapareciendo más y más; se van dando cuenta de las contradicciones
que van surgiendo entre los manuscritos de distinta trasmisión y se intenta ajustarlos: el
resultado es un verdadero caos.” A juzgar por el teólogo Jülicher, hasta el año 200 los
textos neotestamentarios sucumbieron “en parte a una degeneración formal”, se procedió
con los Evangelios como se quiso, se los ajustó a gusto y capricho. Pero también
posteriores copistas siguieron cambiando, añadiendo nuevos milagros o exagerando los ya
existentes.
Y para poner fin a tanto desmán el año 383 el obispo Dámaso de Roma encargó a Jerónimo,
un falsificador y un calumniador nato (a quien la catolicidad, guiada por su instinto, le hizo
patrono de sus facultades teológicas), la elaboración de un texto unificado de las Biblias
latinas, de las que no había dos que coincidieran en párrafos un tanto extensos. El secretario
papal modificó el original de los modelos, que utilizó como base para su “legitimación” de
11
los cuatro Evangelios, en unos 3.500 lugares. Esta traducción de Jerónimo, la conocida
como Vulgata y rechazada durante siglos por la Iglesia, fue declarada en el siglo XVI por el
concilio de Trento como auténtica.
Y así como entre los manuscritos latinos clásicos de la Biblia no se podía armonizar del
todo ninguno con los demás, algo parecido ocurría con los griegos (en 1933 se conocían
alrededor de 4.230 y en 1957 se conocían 4.680 manuscritos griegos del Nuevo
Testamento), y no había dos que coincidieran exactamente en el texto. Y los códices no
concuerdan ni en la mitad de las palabras. Y esto, aun cuando en la transmisión manual
escrita se han ajustado los Evangelios entre sí, se calcula el número de esas variantes en
250.000. El texto de la Biblia, publicada hoy día en más de 1100 lenguas y dialectos, está
irremisiblemente deformado y ya no es posible restablecerlo a su primitiva forma, ni
siquiera más o menos.
A esto hay que añadir que, de forma oficial, se continúa modificando y falsificándolo.
Y Lutero traduce el correspondiente texto del primer libro de Crónicas 20, 3: “Y al pueblo
de dentro lo sacó fuera, y los partió con sierras, ganchos y punzones de hierro”, y en la
Biblia autorizada por el Consejo de la Iglesia Evangélica de Alemania, “según la traducción
alemana de Martín Lutero”, se dice: “Y al pueblo de dentro lo sacó fuera e hizo que
llevaran a cabo trabajos de servidumbre en sierras, hachas y picos de hierro”. Y Lutero
habla de 50.000 y 70 hombres, a los que Dios mata porque han mirado al arca de la
alianza, y la Biblia del Consejo de la Iglesia Evangélica de Alemania habla de “70
hombres”
8
“En el decurso de los últimos cien años, la Iglesia evangélica ha propuesto nada menos que tres revisiones
de la Biblia luterana. En la versión revisada de 1975 apenas dos terceras partes del texto remiten directamente
a la traducción hecha por Lutero. Una de cada tres palabras ha sido cambiada; a veces, es cuestión de matiz,
pero otras veces la modificación tiene su importancia: ¡de las 181.170 palabras que suma, poco más o menos,
el Nuevo Testamento, la innovación se extiende a unas 63.420 palabras! (Los investigadores más críticos
coinciden en afirmar que la modernización léxica necesaria para una comprensión actual del texto no exige
cambiar más de 2.000 ó 3.000 palabras), Deschner, Historia criminal del cristianismo, vol.I, pág 72
12
Pero, a menudo, las contradicciones de los Evangelios son enormes
Porque la mayoría de los hombres divinos antiguos procedían de un Dios o de una casa
real, cuyo origen se fundamentaba en un Dios, y porque una característica tradicional de la
figura del mesías judío era que descendía de la estirpe de David, los evangelistas tardíos
hacen proceder a Jesús de David, y además de dos genealogías a través de José, en
contraposición a Marcos, que no conoce esto. Y no se dan cuenta que el padre de Jesús no
es José sino el Espíritu Santo y, por tanto, ¡Jesús no podía estar relacionado con la casa de
David! El que María sea de la casa de David y Lucas presente su árbol genealógico, tal y
como la Iglesia católica sostiene, no sólo contradice al texto sino que va en contra del
principio básico, que consiste en no tener en cuenta el parentesco materno, puesto que a los
ojos del derecho judío en la descendencia sólo cuenta la línea paterna.
También es evidente que tanto José como María padecen mala memoria. Aun cuando los
dos han sido aleccionados de la naturaleza divina del niño –mediante un ángel, los pastores
informados por ángeles, los sabios de oriente- y aun cuando la María preñada loa de modo
entusiástico al “Dios” y al “Salvador” de su vientre, ambos sólo lo comprenden más tarde,
no tienen en cuenta todas las revelaciones divinas, ni a Simeón impulsado por el espíritu
alabando al niño Jesús en el templo, ni entienden allí al joven Jesús que les dice: “¿No
sabíais que debo estar en la casa de mi padre?” Al comienzo de su actividad misionera se
marcha la olvidadiza María con los hermanos y hermanas de Jesús para llevarle a casa a la
fuerza, pues “está fuera de sus cabales” –una palabra que los evangelistas lo pasan por alto
para evitar la contradicción con sus maravillosas historias de su nacimiento, de las que el
evangelista más antiguo no tiene ni idea-.
13
En ninguna parte, y no por casualidad, son las contradicciones tan abundantes y numerosas
como en el mayor milagro del cristianismo, en la resurrección.
Comencemos con toda esa lista de incongruencias. En Marcos las piadosas mujeres
compran los ungüentos para el cuerpo de Jesús el día después del sabbat, en Lucas el día
antes. En Marcos van las tres mujeres al sepulcro, en Mateo sólo dos (una discrepancia, que
probablemente proceda de la historia de la resurrección de Osiris, en la que según una
redacción van al sepulcro tres personas, como en Marcos, pero según otra redacción sólo
dos mujeres, como se dirá en Mateo; y también en la leyenda de la resurrección de Osiris
traen las mujeres, como en la Biblia, bálsamo). Y posiblemente esta fluctuación de las
narraciones evangélicas de la resurrección entre el tercer día y el cuarto –¡tras tres días!, se
basa en que la resurrección de Osiris se dio al tercer día y la de Atis al cuarto de su muerte.
Marcos habla de las mujeres y su descubrimiento de la tumba vacía: “Ellas no comentaron
con nadie”. En Mateo, sin embargo, las mujeres corrieron y fueron directamente “a contar
el mensaje a sus discípulos”, mensaje que en Lucas dan a conocer “a todos los demás.”
En los sinópticos llama Jesús a sus primeros discípulos tras la encarcelación del Bautista,
en Juan antes. En los sinópticos les llama en Galilea, en Juan en Judea. En los sinópticos
los encuentra en el lago de Genesaret al pescar, en Juan como discípulos de Juan Bautista.
Según Marcos Jesús aparece públicamente tras la detención de Juan Bautista por Herodes,
14
en el Evangelio de Juan Jesús actúa durante un tiempo conjuntamente con el Bautista. La
limpieza del templo, que según Mateo y Lucas sucede en el segundo día de la entrada de
Jesús en Jerusalén, en cualquier caso en los sinópticos hacia el final de su actividad
pública, en Juan sucede al principio de la misma. En Marcos la unción de Jesús en Betania
marca el final de su actuación en Jerusalén, en Juan se da antes de la entrada de Jesús en la
ciudad. En Marcos Jesús oculta su dignidad mesiánica hasta sus últimos días de su vida, en
Juan aparece como Mesías en el primer capítulo y exige por doquier ser reconocido como
tal. Ni siquiera en la fecha de la crucifixión coincide Juan con los sinópticos.
Terminamos, aunque se podrían aducir muchas más contradicciones, porque creemos que
las mencionadas son suficientes para mostrar la inexactitud de estos escritos, cuya
inspiración divina sostiene la Iglesia (católica) con toda energía. Para ello reclama el
testimonio tanto del Antiguo Testamento (Jeremías, Daniel, Habakuc entre otros) como el
del Nuevo Testamento (Pedro, Pablo, Juan), y también la doctrina de los padres de la
Iglesia, según la cual las Sagradas Escrituras han sido dictadas o escritas por Dios. Así, en
el siglo XV el Concilio de Florencia nombra a Dios autor (auctor) de ambos Testamentos.
Al mismo tiempo confiesa un siglo más tarde Trento (1545-1563) aceptar ambos
Testamentos con igual aprecio, porque Dios es su autor (cum utriusque unus Deus sit
auctor). Y el primer concilio Vaticano anatematiza a quienes niegan la inspiración de la
Biblia. ¡Pero raya en lo sorprendente cómo un libro, que por su historia, su carácter, su
origen, su transmisión y la multitud de contradicciones, es de los menos creíbles, ha
provocado una fe tan grande! Resulta sorprendente, y diríamos que éste es el único milagro.
“La inspiración”, asegura el católico Klug, “seguirá siendo para nosotros un misterio.”
Con toda intención se han expuesto con detalle las fuentes y la (no)credibilidad de los
escritos cristianos más antiguos. Pues hay que saber con cuánta razón Lessing denomina
“inciertas” las bases históricas del cristianismo, y Goethe –que culpó al “cuento de Cristo”
el que “nadie entre en razón”- escriba que “toda la enseñanza de Cristo...es algo ficticio.”
Hay que conocer que no sólo el papa León X (1513-1521) debió decir lo “mucho que nos
ha servido el embuste de Cristo” sino que Tertuliano, el padre del cristianismo de occidente,
que está mucho más próximo a los orígenes del cristianismo (150-225), el auténtico
fundador del catolicismo, abiertamente y por tres veces habló del cuento-Cristo. Hay que
saber lo absolutamente insegura que es la transmisión de Jesús para darse cuenta al mismo
tiempo que las afirmaciones absolutamente seguras de la Iglesia, por principio, no pueden
ser verdad. Esto lo dejan ya claro los escritos cristianos más antiguos, los Evangelios, los
restantes libros neotestamentarios, las primeras publicaciones de los padres de la Iglesia,
con las que se inicia y prosigue la formación de los dogmas y, sobre todo, el dogma de
Cristo como Hijo de Dios.
15
El dogma primigeniamente cristiano del fin próximo del mundo y de cómo
en su lugar vino la Iglesia
No se me ocurre negar que Jesús fue un hombre admirable; lo que yo sostengo es solamente que: No por lo
que él era sino por lo que él no era, no por amor a la verdad, que él enseñaba, sino por una profecía que no
se cumplió, que no fue verdad, se le ha convertido en punto central de una Iglesia, de un culto. Después de
conocer que él no fue eso, que eso no es verdad, y que se ha hecho por amor a él, es para nosotros razón
suficiente -porque queremos ser honrados- para dejar de pertenecer a esta Iglesia.
La convicción segura de Jesús de la pronta llegada del juicio y de la consumación no la discute hoy ningún
investigador serio e imparcial
Los primeros cristianos –es decir, los determinantes para la fe- no contaban con una Iglesia
católica, surgida en el transcurso del siglo II; no esperaban obispos y papas, no esperaban
en el seguimiento de Jesús más de un siglo de historia eclesiástica de guerras de religión y
hogueras, de persecuciones de judíos, de paganos y herejes, de acumulación de inmensas
fortunas..., ellos esperaban el inminente final del mundo en medio de una catástrofe
inmensa, cercana, la intervención del Dios del cielo y una total transformación de todas las
cosas en la tierra, incluyendo en ella la misma transformación del hombre.
Esta fe fue también la razón principal para el posterior nacimiento de los Evangelios entre
el 79 y el 120, es decir dos generaciones posteriores a la supuesta muerte de Jesús. De un
día para otro esperaban los cristianos primigenios la venida de su señor crucificado y el
establecimiento en la tierra del reino de Dios prometido por él. “El inminente fin del
mundo”, escribe Eduard von Hartmann, “fue el auténtico y único contenido del Evangelio,
el único que le confería el carácter de buena nueva, era el dogma fundamental del
cristianismo primigenio, era incluso (junto a la mesianidad de Jesús) el único dogma del
cristianismo primitivo, y dejó de ser dogma cuando se mostró que era falso, sin que
terminara por ello de seguir siendo una esperanza secreta y silenciosa...”
Pero esa esperanza del cristianismo primitivo del fin del mundo, y de la idea adosada a él
del mesías, era tan poco novedosa como todo lo demás del cristianismo. Entre los
babilonios, los egipcios, en Irán... ya se conocía la esperanza del fin o la irrupción de un
nuevo periodo en el mundo, la idea de un salvador divino a punto de llegar y de un final
feliz. Los egipcios, cuyas escrituras inspiradas por Dios llegan hasta los tiempos más
remotos, sabían ya de un salvador cercano en el siglo III y II antes de Cristo y lo celebraban
en la Biblia con giros periódicos. De modo semejante se le honró en el siglo VII antes de
Cristo al rey asirio Asurbanipal como salvador e hijo de Dios, que inauguraba una nueva
época. “Los niños cantan, las mujeres paren sin dolor, los enfermos se curan, los viejos
saltan, los hambrientos son saciados y los harapientos obtienen ropas.” Y los sacerdotes
dan gritos de júbilo, algo que Marcos lo repite literalmente: “Ha llegado la hora.” Algo que
simultáneamente aparece en el anuncio de Zaratustra: la cercanía del reino de Dios. El
salvador iraní y redentor del mundo (Saoschjant), de cuya venida al mundo se hablaba,
aparece como el “enviado por excelencia”.
16
Parecidas percepciones, como la idea del mesías, cuyo origen no israelítico hace tiempo
que estaba demostrado, aparecen en el Antiguo Testamento, en donde al salvador se le
esperaba de la descendencia de David. En el judaísmo tardío aparece, cada vez con más
nitidez, la fe en el fin cercano, la escatología, la enseñanza de las “ultimas cosas” (eschata),
del fin del mundo y de su renovación. Se esperaba la eliminación repentina de todas las
miserias mediante una catástrofe cósmica y el comienzo realmente tangible del reino de
Dios, el basileia theou, el malkut Jahwe sobre la tierra.
Los profetas lo anunciaban siempre como algo que iba a suceder en su generación o en un
futuro muy cercano, aduciendo una mezcla de motivos muy diversos: de ideología real del
antiguo oriente, de un salvador, aduciendo ideas paradisíacas de paz entre animales, de
reminiscencias de exilio etc. “Así dice Jahwé, que en tiempos abrió camino en el mar y una
senda en medios de las masas de agua, que dejó marchar a caballos y carretas, a ejército y a
poderosos -allí yacen ellos, tumbados, extinguidos, cual mecha consumida-. No penséis ya
más en las cosas de antes, no tengáis en cuenta el pasado. Mirad, ahora creo todo nuevo.
¡Ya brotó!, ¿no habéis percibido? Sí, trazo un camino por el desierto y ríos por el páramo.
Me honrarán los animales del campo, los chacales y los avestruces, voy a hacer que haya
agua en el desierto y ríos en el páramo para dar de beber a mi pueblo elegido, al pueblo que
me he formado.” También los Apocalipsis judíos tardíos, los libros de Daniel, el libro de
Henoc, saturado de mitos griegos y persas antiguos, hasta en la Biblia abisinia y en muchos
lugares se anuncia, desde el siglo segundo antes de Cristo, la esperanza cercana del fin, sus
cosas horribles y las promesas.
De igual manera profetizaron los esenios –que poseían ya un cristianismo antes de Cristo:
un bautismo sacramental, una comida sacramental, una doctrina sobre la predestinación, un
“maestro de la justicia” que predicaba penitencia, pobreza, humildad, castidad, amor al
prójimo, que fue llevado a juicio por los sacerdotes de Jerusalén, declarado inocente y,
quizá, hay argumentos a favor de que fue crucificado- la catástrofe del mundo en esta
generación, igual que los Evangelios. Ya los esenios se presentaban como la “última
generación” y se sabían “al final de los días.” También ellos fundamentaron, como los
cristianos, la demora del final del mundo en que “los misterios de Dios son insondables”,
en “que el último final se prolonga y que resta un tiempo para el cumplimiento de todo lo
que los profetas anunciaron... Sí, se retarda pero esperad, que viene y llegará.”
De igual manera se sentía el Jesús de los sinópticos, como un profeta de los últimos
tiempos. También él (influido tanto respecto al contenido como a la forma por Daniel y,
sobre todo, por el libro de Henoc, dependiente a veces hasta literalmente) contaba con la
pronta realización terrenal del reino de Dios –su idea favorita, que en Marcos aparece
catorce veces, en Lucas treinta y en Mateo todavía más (describe Mateo, es el único autor
neotestamentario, el concepto de “reino de Dios” con la expresión no utilizada por Jesús de
“reino de los cielos”, una transcripción rabínica protocolaria por aversión del
tardojudaísmo a pronunciar el nombre de Dios)-. Y la Iglesia explicó como idéntico este
“reino de Dios” con la Iglesia y se declaró como pedagoga para el “reino de los cielos”, con
lo que invierte el contenido, es decir, deja para el más allá lo que los primeros cristianos
esperaban para este mundo y, naturalmente, todo ello apoyándose en Jesús.
17
Y es que también Jesús, como los profetas, los Apocalipsis judíos, los esenios, Juan el
Bautista... contemplaba su generación como la última, había sonado ya la vieja alarma
apocalíptica. Estaba totalmente convencido de que el tiempo había expirado y que algunos
de sus discípulos “no iban a morir, iban a ver llegar el reino de Dios con poder.” Que no
iban a acabar con la misión en Israel “antes de que viniera el hijo del hombre.” Que el
juicio de Dios se “iba a consumar en esta generación.” “En verdad os digo”, profetiza, “no
pasará esta generación sin que todo haya sucedido.”
Queda pues claro no sólo cómo Jesús, colocando en el centro de su predicación el anuncio
del cercano reinado de Dios, empalmaba con todas las percepciones de su tiempo, con la
escatología tardojudía (aun cuando esta fe con la eliminación del elemento nacionalista en
Jesús experimentó una cierta limpieza, lo que ya estaba dispuesto en el judaísmo), sino
también lo gravemente que él se engañó. Esto lo escribió por primera vez en el siglo XVIII
el orientalista hamburgués Hermann Samuel Reimarus en su trabajo de 1400 páginas,
nunca publicado en vida por prudencia, Del fin de Jesús y de sus discípulos. Bastante más
tarde se ampliaron estos conocimientos y fueron mostrados por los teólogos Johannes
Weiss y Albert Schweitzer. Hoy día esta teoría la defienden como un hecho copernicano en
este campo casi todos los teólogos no atados y obligados por el dogma, el juramento y el
imprimátur. “La total convicción de Jesús de la pronta llegada del juicio y de la
consumación”, escribe el teólogo Heiler, “hoy no lo discute ningún teólogo serio y leal.” Y
el teólogo Bultmann remarca: “Es claro que Jesús se equivocó en la esperanza del cercano
fin del mundo.”
Pero no sólo se equivocó –en lo esencial de su mensaje- el Jesús de los sinópticos sino
también toda la cristiandad primigenia, ya que vivió los días y años tras la muerte de Jesús
en una tensión expectante, convencida de su pronto regreso y contando con el inminente
reinado de Dios. En toda la literatura cristiana de los primeros tiempos, tanto fuera como
dentro del Nuevo Testamento, se sigue afirmando esta idea hasta muy entrado el siglo II.
Incansable y absolutamente seguros profetizan obispos, santos y cartas apostólicas
(falsificadas, pero que están en el Nuevo Testamento) la llegada del último tiempo, de los
últimos días y horas, prometen la pronta recompensa para los buenos y el castigo para los
paganos, anuncian el regreso inminente del Señor. Incluso alrededor del 200 hay un
importante documento de la comunidad de cristianos de Roma en donde el padre de la
Iglesia, Tertuliano, asegura que “estamos ya al final de los tiempos”: Estamos determinados
por Dios desde antes de la creación del mundo para el final de los tiempos. Él no sólo
escribe: “el espectáculo que va a resultar en breve para nosotros el regreso del Señor”, sino
también que “en Judea” “en los amaneceres, durante quince días, pendía una ciudad del
cielo...”
Pero el final no llegó. Al contrario. A medida que pasaba iban creciendo las dudas entre los
cristianos engañados, se cansaron de las promesas de la Iglesia y empezaron a murmurar:
“Esto lo hemos oído ya en los días de nuestros padres y mirad, ellos se han hecho viejos y
no ha ocurrido nada de lo anunciado”, o: “¿Dónde está su prometido regreso? Desde que
los padres han muerto todo sigue como al inicio de la creación”, a lo que la Iglesia católica
naciente respondía, ante la tardanza del Señor, con el salmista de que: para él mil años son
como un día. Y en el siglo IV vocean los “padres”, tras esperar generación tras generación
18
el regreso prometido de Cristo y ansiado hasta la extenuación: “¡Ojalá que no se cumpla en
nuestros días, porque la llegada del Señor es espantosa!”
Uno no se puede hacer idea del todo de lo que aquí ocurre. En el cristianismo se ha dado
una inversión semejante de lo primigenio en dos ocasiones más: en el siglo IV con la
envoltura de su pacifismo ante el horrible griterío de guerra, que resuena en la historia de la
religión, y con la envoltura de su comunismo religioso ante el refinado capitalismo de la
Iglesia cristiana con todo tipo de matices.
Desde mitades del siglo III hay voces católicas que lo combaten. Y tras el reconocimiento
del cristianismo por el estado, la Iglesia lo rechaza como judaico, como pensamiento carnal,
como “opinión privada” y “mal entendido” o, como en el Concilio de Éfeso del 431,
“descarrilamiento y patraña.” El reino milenarista, la fe en un paraíso comunista, que en
tiempos enardecía a las masas cristianas necesitadas y que todavía en el siglo III se tenía
como doctrina ortodoxa, resultaba incómoda para una Iglesia que tenía poder. La esperanza
de un reino divino terrenal resultaba ahora fuera de lugar, a los obispos católicos les
resultaba magnífico no hablar del ocaso del mundo. Al contrario. Ahora se remarca con
especial empeño la “duración infinita” del reino de Cristo, y se declara oficialmente como
herejía lo contrario, también la visión representada por Pablo de un reino mesiánico
temporal, un reino provisional. Un obispo prominente, que goza en la cristiandad
primigenia de gran predicamento como es Eusebio de Cesarea, el padre de la historia de la
Iglesia, para quien el reino de Dios había comenzado ya realmente sobre la tierra,
desacredita ahora al obispo Papías, mártir frigio, por su exagerada fe escatológica,
tachándole de imbécil, y confiesa también que Papías “motivó a muchos posteriores
escritores de la Iglesia -cita expresamente a Ireneo, quien según Altaner es “el padre de la
dogmática católica”- a profesar parecida doctrina.”
La Iglesia trata de que desaparezcan casi todos los escritos milenaristas, aun cuando parte
de ellos todavía existen avanzada la Edad Media. Por lo que parece, de las obras de
Hipólito y de Ireneo se expurgaron las partes milenaristas. Ireneo comulgaba totalmente
con las convicciones sociales y las esperanzas comunistas del obispo frigio Papías. Pero los
padres de la Iglesia hicieron todo lo posible en los siglos III y IV por negar la esperanza
escatológica de Jesús suprimiendo o adulterando, de modo sistemático, palabras claras de la
Biblia. Tampoco dudaron en meter mano a los textos neotestamentarios y, en momentos,
19
hasta fue falseado el padrenuestro, la petición de la llegada del reino –“que venga tu reino”
sustituido por: que venga tu espíritu-. Agustín, cuyo consejo fundamental a los pobres era
que siguieran siendo pobres y que trabajaran mucho, Agustín, prototipo del perseguidor de
herejes de la Edad Media, que propagó también la conversión de los donatistas9 por la
fuerza, partidario y propulsor de que se les castigara, confiscara sus iglesias y se les
expulsara, fue el primero en identificar -en radical inversión de la fe primigenia- la Iglesia
con el reino de Dios de Jesús. “Ahora ya”, escribe el doctor de la Iglesia, “es la Iglesia el
reino de Cristo y el reino de los cielos.”
9
doctrina cismática de Donato (obispo de Cartago en el siglo IV), extendida por los medios rurales del norte
de África, que sostenía la invalidez de los sacramentos administrados por ministros indignos, sospechosos de
traición a la fe durante la persecución de Diocleciano.
20
relación con la renuncia a la rigurosa práctica ética primigenia está el creciente
acercamiento de los cristianos al estado. “El siglo II muestra ya, en todas las líneas, un
desarrollo de las comunidades cristianas, que camina al encuentro del estado y la
sociedad”. E incluso las persecuciones ocasionales de los cristianos por el estado no
modifica lo más mínimo su trayectoria de acercamiento. Es cierto que siguió habiendo
aquí y allá intentos por establecer e implantar en el estado y en la vida burguesa la vieja
ética rigorista antagónica. Pero la mayoría de los cristianos y, sobre todo, los obispos
dirigentes se decidieron por otra línea. Basta con llevar a Dios en el corazón y reconocerle
ante la autoridad, si se hace inevitable una confesión pública. Basta con evitar el servicio
real a los ídolos, el cristiano puede conservar honradamente su puesto de trabajo, incluso
hasta puede rozar en su trabajo con el servicio a los ídolos, eso sí, debe actuar con
inteligencia y habilidad, de modo que no se manche él mismo ni provoque escándalo en los
demás. Ésta fue la postura de la Iglesia por doquier a partir del siglo III. El estado ganó
para sí a numerosos ciudadanos conscientes, fieles y silenciosos que, lejos de ocasionarle
problemas, afianzaban el orden y la paz en la sociedad.... Con esto la Iglesia caminaba,
renunciando a su postura de rechazo frente al “mundo”, hacia un poder que coadyuvaba y
fortalecía al estado. Y esto provoca una aparición moderna: “el que los fanáticos que
huían del mundo, que esperaban el estado celestial futuro, se volvieran revisionistas del
orden existente.”
Toda esta transformación profunda del cristianismo, de ser la religión de los oprimidos a
convertirse en la religión de los gobernantes y de las masas dirigidas y manipuladas por
ellos, de pasar de la esperanza en la irrupción del juicio y de los nuevos tiempos a la fe en
la salvación ya realizada, del postulado de una vida moral límpida a la satisfacción de la
conciencia a través de la gracia eclesial, de la animosidad contra el odiado estado al pacto
íntimo con él, todo esto está en relación estrecha con el último gran cambio: El
cristianismo, que fue la religión de una comunidad de hermanos iguales, sin jerarquía y
burocracia, se convierte en Iglesia, en reflejo de la monarquía absolutista del imperio
romano.
21
El dogma de la divinidad de Cristo
No hay duda alguna: los Evangelios canónicos ven en la persona de Jesús al mismo Jahwé
La frase: “Yo soy el hijo de Dios”, no introdujo Jesús en el Evangelio, y quien la intercala en él, junto a
otras, añade algo a los Evangelios.
Sigamos la tragedia paso a paso, que, a la luz del sol, encierra trazos cómicos.
La preexistencia no era nada nuevo. Buda existía ya como ser inmaterial en el cielo antes
de su bajada, y vino a la tierra para salvar al mundo. También los salvadores paganos vivían
desde la eternidad y fueron anunciados de antemano como salvadores de la humanidad
sufriente. Más tarde Pablo fanfarroneará: “Cuando llegó la hora envió Dios a su Hijo”, o, en
Marcos: “Ha llegado la hora y el reino de Dios se ha acercado.” En un famoso texto pre-
cristiano se lee: “Ha llegado la hora... Apolo ha comenzado ya su reinado... Nacerá un hijo
del dios supremo.”
En la era pre-cristiana también los gnósticos enseñaron la bajada del salvador, del hijo
primogénito de Dios, quien salva las almas para el luminoso mundo celestial. Y la
cristología de la preexistencia encuentra aquí claramente una analogía sorprendente con lo
anterior. El mito gnóstico del hombre celeste, del salvador y revelador, fue transferido a la
persona de Jesús.
22
Y también, la mayoría de las veces, los salvadores paganos nacían como hijos de doncellas:
en Egipto, en Babilonia, en la India, en Persia y en Roma.
Ya en el siglo III el dios del sol egipcio fecundó a la esposa virgen del rey. En la India
Buda nació de una virgen. Los ángeles le anunciaron como salvador y auguraron a su
madre que: “Te colmarás de felicidad, reina Maya – alégrate y sé feliz, este niño, que has
parido, es santo.” En Persia se honraba a Zaratustra como hijo de virgen. Hera parió a
Hefesto siendo virgen; también a Platón se le consideró hijo de una virgen, y en el culto a
Heracles la madre del dios era considerada, al mismo tiempo, virgen y madre.
Los nacimientos de una virgen eran tan conocidos en la antigüedad que los principales
padres de la Iglesia propagaron el nacimiento de Jesús de una virgen mediante mitos
parecidos. Hoy, dice el teólogo Bousset, esto es tan claro y evidente que no se hace
necesario acumular citas y aducir todas esas leyendas de hijos de Dios, nacidos
milagrosamente de una virgen.
Mucho antes de que la Iglesia estableciera el 25 de diciembre como día del nacimiento de
Cristo (ocurre por primera vez el año 353), ya se festejaba, en ese día, el nacimiento de
Mitra, el invencible dios del sol. Las fórmulas litúrgicas de los paganos creyentes en la
fiesta del solsticio del 24 al 25 de diciembre decían: “La virgen ha parido, recibid la luz.”
“El gran rey, el bienhechor Osiris, ha nacido.” Y de las celebraciones de los misterios
procede la exclamación: “¡Os ha nacido hoy el salvador!” Y en Lucas dice el ángel: “¡Hoy
os ha nacido el salvador!”
Y lo mismo que Herodes se entera por los magos de que acaba de nacer un rey, por lo que
él persigue al niño Jesús, de igual manera Hera sabe que Heracles, descendiente de Zeus,
será rey, y por eso le perseguirá. Y de igual manera que Jesús, por el miedo de los padres,
es llevado a Egipto y traído de nuevo, también Heracles es abandonado y luego recogido
10
Véase a este respecto tomo III de la “Historia criminal del cristianismo” de Deschner, pág. 43 y s.; vol. IV,
pág 213
23
por el miedo de su madre. Y al igual que, más tarde, el viejo Simeón toma en sus brazos a
Jesús y le llama la “salvación”, que “se ha mostrado a los ojos de todos los pueblos”,
también la anciana Asita tomó en sus brazos al recién nacido Buda y le presagió,
entusiasmada, ser “foco de luz”, le alabó como “salvación de muchas gentes” y predijo que
su religión sería ampliamente difundida.
Y también los demás salvadores paganos, que precedieron a Jesús, fueron mediadores,
reveladores y salvadores. Anuncian: “Yo soy una luz para la humanidad”, “quien cree se
salvará, quien no cree será víctima del juicio”, y cosas parecidas. También ellos actúan por
amor a la gente, se presentan y se dan a conocer mediante profecías y milagros. Hasta
nosotros han llegado profecías de Buda, de Pitágoras, de Sócrates y de muchos más; y al
igual que los cristianos, también los paganos discutieron sobre si una profecía proviene de
la divinidad literal o sólo según su contenido.
Respecto a los milagros, no hay ninguno en los Evangelios que no se hubiera realizado ya
antes. Ya Buda sanó a enfermos, hizo ver a ciegos, oír a sordos y andar a impedidos.
Caminó ya sobre el Ganges crecido, al igual que más tarde lo haría Jesús sobre el lago. E
igual que los discípulos de Jesús, también los de Buda hicieron milagros. “De la misma
manera que Pedro camina sobre las aguas, antes lo había hecho un discípulo de Buda. Y de
igual manera que Pedro comenzó a hundirse cuando flaqueó su fe, de la misma manera el
discípulo de Buda cuando dudó de Buda. Y de la misma manera que el Señor salva a Pedro,
de la misma manera salva al discípulo de Buda el fortalecimiento de su creencia en el
maestro.” E igual que Jesús en Lucas, también Pitágoras comienza su actividad misionera y
milagrosa con un milagro de peces, en el que por cierto de manera mucho más elegante y
digna que en el relato de Jesús ordena soltar los peces, cuyo valor él resarce. También
Pitágoras curó a enfermos de cuerpo y alma, calmó tempestades en el mar, algo que uno de
sus oyentes ocasionales, Empédocles, lo hacía tan a menudo que se apodaba “dominador
del viento.” También Empédocles curó apestados y resucitó muertos.
El milagro de la boda de Caná (donde el Cristo joánico transforma sin dificultad alguna
seiscientos o setecientos litros de agua en vino, como se deduce de Juan 2,6 y siguientes,
24
aun cuando exegetas creyentes reducen, a veces, la cantidad y sin necesidad alguna tratan
de empequeñecer el milagro), tal y como atestigua Eurípides fue realizado ya por Dioniso,
el dios preferido del mundo antiguo y a quien le homenajearon con procesiones fastuosas
desde Asia a España. Uno de sus títulos más conocidos, el de “vid”, se transfiere en el
Evangelio de Juan a Jesús, él es “la verdadera vid” (todo lo que antes era falso ahora, en el
cristianismo, es verdad); Dioniso hizo muchos milagros con el vino, y posteriormente sus
sacerdotes los repitieron siendo conscientes del engaño milagroso, al igual que más tarde
los sacerdotes cristianos en el aniversario de la boda de Caná (el 6 de enero, en cuya fecha
era muy celebrada una fiesta dionisíaca) repitieron engañosamente la transformación del
agua en vino.
Como gran taumaturgo fue tenido el médico y semidios Asclepio, sobre cuyos altares
resplandecía con grandes letras la palabra “salvador”, y cuyos milagros comenzaron ya a
florecer en el siglo V antes de Cristo en Epidauro que, al igual que hoy Lourdes, era
conocido en el mundo entero. Y para ver cómo numerosos milagros de Jesús nos retrotraen
a los de Asclepio y lo cercanas que ambas actividades milagreras están entre sí, el teólogo
Carl Schneider ha resumido sus investigaciones de manera gráfica diciendo: “Jesús, como
Asclepio, sana extendiendo o imponiendo la mano, o colocando un dedo en el miembro del
cuerpo enfermo, o simplemente rozando al enfermo. Y, como en Asclepio, también en
Jesús se relacionan (aunque no siempre) fe y curación: ocasionalmente será sanado también
alguien sin fe. Y, como allí, también aquí se exige agradecimiento. Un ciego, curado por
Asclepio -al igual que uno curado por Jesús- comienza al inicio a ver sólo árboles. Ambos
curan a: paralíticos, mudos, enfermos a distancia, tullidos. Tras la curación, en ambos
llevan los curados consigo las muletas. Ambos no hacen distinciones sociales: sanan a
jóvenes y viejos, ricos y pobres, hombres y mujeres, esclavos y libres, amigos y enemigos...
Entre los milagros se dan milagros de la naturaleza: Asclepio, su pariente Zarpáis y Jesús
apaciguan tormentas. Asclepio resucitó a seis muertos, en los que las particularidades son
las mismas que en los que resucita Jesús: son numerosos los testigos presentes, los no
creyentes piensan que se tratan de muertos aparentes, a los resucitados se les da alimento.
Jesús asume también el tratamiento de Asclepio: él “es el médico por antonomasia, domina
a las fuerzas de la enfermedad, es el salvador”.11
Los historiadores de la Religión han demostrado, ya desde hace tiempo, que en la literatura
antigua hay numerosos equivalentes con las historias milagrosas evangélicas; que éstas
concuerdan en estilo y contenido con las narraciones profanas de milagros, y que, en su
mayor parte, es muy posible el origen pagano de las leyendas neotestamentarias de
milagros. Según el teólogo Bousset, se transfirió a Jesús todo tipo de historias vigentes en
el lenguaje popular de este o aquel taumaturgo y a narraciones evangélicas existentes se
dotó con motivos milagreros corrientes. “Narradores cristiano-judíos”, escribe el teólogo
Martín Dibelius, “convirtieron a Jesús en el héroe de las leyendas de profetas o maestros
conocidos, novelistas cristiano-paganos continuaron con historias de dioses, salvadores y
taumaturgos aplicándolas al salvador cristiano.” Así aparecen, de nuevo, en el Nuevo
Testamento los milagros estándar de muchas “religiones sublimes.” Curaciones
inexplicables, sobre todo expulsión de demonios, caminar sobre las aguas, pacificación de
tormentas, multiplicaciones maravillosas de pan y alimentos..., todo esto era conocido y
11
Para una mayor concreción, véase vol. 4 de obra ya citada de Deschner, pág 210 y s.
25
habitual en el mundo antiguo, milagros típicos de la época. Tampoco era especialmente
singular la resurrección de muertos, incluso había formularios especiales para ello. En
Babilonia, donde estaba muy extendida la resurrección de muertos, a muchos dioses se les
denominaba “resucitadores de muertos.”
Los católicos consideran los milagros bíblicos como “hechos incuestionables” y están
obligados a “creer todos los milagros contenidos en la Sagrada Escritura, porque Dios nos
ha revelado. Quien niegue uno de ellos ya no es católico” (con imprimátur). A la vista de la
multiplicación de los panes por Jesús, de la curación del ciego de nacimiento y de la
resurrección de Lázaro se afirma y sostiene que: “La realidad de tales hechos
extraordinarios se les manifiesta a las gentes mediante la propia observación o por
narraciones de testigos...”
El milagro más grande, la propia resurrección, era bien acogido entre los hijos de Dios,
tanto entre los míticos como entre los históricos; era tan popular y conocido que el escritor
de la Iglesia, Orígenes, en el siglo III, respecto a la resurrección de Cristo decía: “El
milagro, como no es nuevo para los paganos, no les resulta escandaloso.” Entre los dioses
más conocidos, que han padecido, muerto y resucitado, están Dioniso y Heracles, y también
el babilonio Tammuz, el sirio Adonis, el frigio Atis y el egipcio Osiris. Algunos, como el
Jesús sinóptico, murieron pronto y, no pocas veces, resucitaron ya al tercer día o tras tres
días como Attis, Osiris y con bastante probabilidad también Adonis; incluso, a veces, su
muerte tenía carácter reparador. Y ya en épocas anteriores –como más tarde con Jesús-, la
resurrección del dios iba ligada a la esperanza de inmortalidad para el hombre.
En parte, hasta los detalles más nimios, ocurridos en la muerte de las divinidades paganas,
se repiten en la muerte de Jesús. Así Marduc, la divinidad más valorada de Babilonia,
considerado como el creador del mundo, el dios de la sabiduría, de la medicina, ser mágico,
salvador enviado por el padre, resucitador de muertos, señor de los señores y buen pastor,
es apresado, interrogado, condenado a muerte, flagelado, ejecutado con un criminal
mientras otro quedaba en libertad –y una mujer le limpió la sangre del corazón que le manó
de una herida de lanza. En la muerte de César, el pueblo ateniense le loó como salvador, el
pueblo romano creía de forma generalizada que fue llevado al cielo y hecho Dios, el sol se
oscureció y aparecieron las tinieblas, la tierra estalló y los muertos regresaron a la
superficie. Heracles, hacia el 500 antes de Cristo, como hijo de dios e intermediario de los
hombres, honrado en la época de Jesús como salvador del mundo, es ensalzado por el padre
26
dios por sus obras y al morir encomendó su espíritu: “Acepta, te ruego, mi espíritu... Mirad,
mi padre me llama y abre el cielo. Voy, padre, voy.” En el Evangelio de Lucas se dice más
tarde: “Entonces Jesús gritó con voz fuerte las palabras: ¡Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu!”
Y todavía son más llamativas las concordancias entre la religión de Heracles y el Evangelio
de Juan.
En los tres Evangelios más antiguos no está bajo la cruz el discípulo amado, ni tampoco la
madre de Jesús, miran “de lejos” las mujeres. Lucas escribe incluso: “Pero todos (¡) sus
conocidos estaban a distancia, cosa que se contradice con el Evangelio de Juan en donde la
madre de Jesús y el discípulo amado están junto a la cruz, como en la muerte de Heracles
cuya madre y el discípulo predilecto estaban presentes. Como el izado Heracles grita: “...
madre, no te lamentes... ahora voy al cielo”, así también exclama el Cristo joánico:
“¿Mujer, por qué lloras?... Asciendo a donde mi padre.” Heracles muere pronunciando:
“Todo se ha consumado”, como el Cristo de Juan. Heracles, antes de Cristo, portaba el
apelativo de “logos.” Y en la religión de Heracles se decía: “El logos está no para dañar o
castigar sino para salvar”, y en el Evangelio de Juan se dice: “Dios no ha enviado a su hijo
al mundo para condenarlo sino para salvarlo mediante él.” Y al igual que en la muerte de
Heracles el culpable se cuelga de remordimiento y espanto, de igual manera se cuelga
Judas, a quien las Escrituras más antiguas hacen que perezca de tres maneras, en donde
cada variante excluye las otras dos.
También la famosa historia bíblica del sepulcro vacío –“la fosa está vacía”, se mofa
Goethe. “¡Qué milagro más fantástico, el señor ha resucitado! ¡Quién lo cree! ¡Pícaros, lo
habéis llevado lejos!”- se podía leer ya antes en la conocida novela griega Chaireas y
Kallirhoe de Chariton. Allí, en el tercer libro, corre Chairea al sepulcro de Kallirhoe por la
mañana temprano. Está desesperado, pero ve que la losa está desplazada y la entrada libre.
Chaireas, de miedo, no se atreve a entrar en el sepulcro. Otros corren hacia el olor, también
ellos temen, pero por fin uno entra y anuncia el milagro: No está la muerta, el sepulcro está
vacío. Ahora entra también Chaireas y confirma lo increíble.
Formaba parte de la leyenda que el otrora enviado por Dios, el inmortal, tras la partida, se
mostraba alguna vez a las gentes. Se querían pruebas. Así apareció el resucitado Apolonio
de Tiana, un contemporáneo de Jesús, a dos de sus discípulos y les permitió incluso coger
su mano para convencerse de que vivía, de que era verdad que había resucitado. Y porque,
según opinión veterojudía, que se encuentra en el quinto libro de Moisés y que en el Nuevo
Testamento se recoge repetidas veces, sólo dos o más testigos constituían prueba
concluyente, también Cristo tenía que mostrarse ante varios para demostrar que
“verdaderamente” había resucitado.
Y esto ocurrió no sin contradicciones (como las burlas expuestas ya antes). Pero hizo más.
Inmediatamente, tras su muerte, descendió a los infiernos; pero, claro está, esto ocurrió por
primera vez en el siglo II. Los Evangelios lo callan hasta entonces por completo. El dogma
de la bajada a los infiernos de Cristo contradice al Evangelio de Lucas, según el cual Jesús
pasa los primeros días tras su muerte en el cielo. “En verdad os digo”, le promete al “buen”
ladrón, “hoy estarás conmigo en el paraíso”, lo que la esperanza de Jesús presupone que de
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la cruz va al paraíso. Y para evitar que esta palabra de Jesús esté en contradicción con otras
se la tacha ocasionalmente y se declara como falsificación herética.
Pero la bajada a los infiernos de las divinidades era un tema demasiado apreciado como
para poder prescindir de él en el cristianismo. Había adquirido gran importancia en la
creencia antigua de la inmortalidad, tal como lo encontramos en los mitos egipcios,
babilonios y helenos.
Y no sólo lo paganos conocían numerosos viajes de seres vivos a los cielos (entre otros
desaparecieron maravillosamente Kybele, Heracles, Atis, Mitra, emperadores como César,
poetas como Homero), sino también los judíos (Enoc, Moisés, Elías), por tanto Cristo no
podía quedarse a la zaga. ¡Y vaya contradicciones de nuevo! El Evangelio de Mateo no sólo
no conoce ni una subida al cielo sino que, tras algunos doctos, la excluye. La ascensión del
Evangelio de Marcos se halla en un final prorrogado, rechazado incluso por
neotestamentaristas católicos como falso, ni que decir tiene por la teología crítica.
Y también, al igual que Heracles y Dioniso en su marcha al cielo dejaron huellas de sus
pies, lo mismo ocurre con el Cristo ascendente. Todo tenía que ser palpable. El santo
Jerónimo, honrado con el infrecuente título de doctor de la Iglesia, asegura que todavía se
podían ver esas huellas en su tiempo, en el siglo V. Y Beda el venerable, el “maestro de la
Edad Media”, las atestigua todavía en el siglo VIII, y esto, ¡oh milagro!, se da después de
que todo romero a su paso por Jerusalén hubiera recogido la tierra que Jesús piso antes de
emprender el viaje al cielo.
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Y aun cuando podríamos presentar otras muchas concordancias y caprichos, las ya
mencionadas bastan para dejar claro lo natural y humano, lo demasiado humano que
ocurrió todo en la configuración de la imagen de Cristo. El encuadre, los contenidos, las
formas, tratamientos, milagros, los mandatos y prohibiciones... no hay nada que fuera
nuevo. Y como dice Diderot de modo acertado: “Probar el Evangelio mediante un milagro
significa probar algo absurdo mediante algo contranatural.”
Ya hemos dicho que su existencia no es demostrable (y digamos por última vez, tampoco
su no existencia), respecto a cómo se convirtió en el creador del mundo sólo cabe suponer.
Con la transmisión escrita podemos ir, naturalmente, conociendo cada vez con más claridad
los distintos estadios: la formación de la cristología, el origen el dogma del hijo de Dios y
de Dios.
Recordemos: Desde la supuesta muerte de Jesús hasta el nacimiento del primer Evangelio
pasó algo así como medio siglo. En este tiempo creció el recuerdo en él inmerso, de modo
natural, en un mundo mítico popular. Exageraciones, exaltación de afirmaciones, remarque
y magnificación del tono de sus milagros, adornos y complementaciones de sus palabras...,
todo esto se dio ya desde el inicio. Toda transmisión oral se somete a determinadas leyes de
evolución, cada transmisión de este tipo, sobre todo entre los orientales -que muestran en la
trasmisión de tradiciones no escritas sin duda alguna una determinada perfección- significa
modificación, variación, aumento. Cada narración se transforma mediante la divulgación
continuada, y si esto ocurre ya en breve espacio de tiempo cuando más en una tradición y
trasmisión de varias décadas.
Imaginémonos a los primeros cristianos, a los que debemos las narraciones sobre Jesús, que
provenían de capas sociales bajas y muy bajas, infantiles, con poca capacidad crítica. Todo
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el mundo estaba preso y dominado por una creencia supersticiosa y revelada sin barrera
alguna. Florecieron cultos mistéricos, creció la magia y la profecía. Hicieron su agosto
sentimientos de penitencia, manías demoníacas, interpretación de oráculos. Se creía de
modo general en las apariciones de dioses. Magos, videntes, predicadores de la salvación,
místicos, taumaturgos, iluminados, todos ellos poseídos y enviados por Dios vagaban a lo
largo y ancho del imperio romano predicando y haciendo milagros. También Jesús pudo
“haber sido uno de tantos de aquellos fundadores de religión y milagreros normales de su
tiempo”, escribió el emperador Juliano, el gran enemigo de los cristianos. “Durante su vida
no hizo nada especial para que se hablase de él, a no ser que se quiera dar a la curación de
ciegos y tullidos en los pueblos de Betsaida y Betania una gran importancia.”
Efectivamente, lo milagroso no era algo extraordinario, más bien era algo normal, de todos
los días. “Los exegetas”, anota de los guías de los templos Pausania, un hombre que había
viajado mucho, “saben que no todo lo que dicen es verdad, pero son conscientes de que no
es fácil convencer a la gente de lo contrario de lo que creen.”
Incluso los pertenecientes a las clases más elevadas eran, la mayoría de las veces, tan
crédulos o supersticiosos como la masa. “No considero nada imposible”, esta manifestación
del maestro de retórica Apuleyo es descriptiva de la época. El mismo Celso daba a
conocer: “¿Para qué enumerar las muchas profecías en los lugares de oráculos hechas por
profetas y profetisas, por místicos, hombres y mujeres, que hablan en nombre de Dios?
¡Enorme la cantidad de cosas maravillosas que se escuchan en el interior de los
santuarios!... A algunos se les han aparecido los dioses en persona.”
De hecho, la frontera entre Dios y la creación no era tan infranqueable. Sobre todo los
griegos helenísticos, de los que partió el endiosamiento de Jesús, fueron especialmente
sensibles a las obras de caridad y estaban dispuestos siempre a admitir a los benefactores
como encarnaciones de la divinidad. “Está bien vista esa facilidad griega”, afirma el
Firmicus Maternus, que con discursos incendiarios exigía de los emperadores la destrucción
del paganismo, “por denominar dios a quien les ha ayudado mediante consejo u obra.”
Su vida, bosquejada por Filóstratos por encargo de la emperatriz Julia Domna, ofrecía
tantos y tan llamativas semejanzas con Jesús que, durante mucho tiempo, se creyó que se
trataba de un equivalente hecho a sabiendas, algo que, en general, todos lo admiten que no
puede ser.
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cantante; y el sacerdote de Zeus, que tenía delante de la ciudad su templo, trajo junto a la
puerta de la ciudad animales y coronas para ofrecer sacrificios con la multitud.”
Este proceso de transfiguración, que nosotros tan sólo podemos presuponer o imaginarnos
durante las primeras décadas después de la muerte de Jesús -eso sí, con una muy alta
probabilidad, de modo que toda la teología crítica la da como seguro-, este proceso
prosigue posteriormente en los Evangelios. Ellos muestran a un Jesús, escribe el teólogo
Pfannmüller, “ya modificado en rasgos fundamentales”, o, formula el teólogo Hirsch, “de
rasgos fantásticos.” Los evangelistas no reflejan a Jesús como era sino, concluye el teólogo
Jülicher, “como los creyentes le necesitaban.” Y nosotros, de modo distinto a la transmisión
oral comentada, podemos seguir ahora paso a paso la deificación sistemática de Jesús,
comenzando en Marcos, pasando por los posteriores Evangelios de Mateo y Lucas, hasta
llegar al último, al cuarto Evangelio y, con ello, acercarnos al origen del dogma central del
cristianismo12.
Tras los numerosos hijos divinos existentes, tanto míticos como históricos (Pitágoras,
Platón, Augusto etc), de quienes se atestigua que son “hijos de Dios”, merced a esa
tradición oral transfiguradora y debido a los ingredientes añadidos por los evangelistas
aparece Jesús también como “hijo de Dios” ya en el Evangelio más antiguo. Y resulta
curiosa esta expresión en él porque Marcos raramente la usa, y además la mayoría de las
veces aparece en contextos en los que la palabra tiene un cierto tono “sospechoso” y de
cierta reserva. Dos veces lo utiliza una voz del cielo, dos veces lo emplean los malos
espíritus. Está al inicio del Evangelio y en la confesión del capitán bajo la cruz:
“Verdaderamente este hombre es hijo de Dios”, que toda la teología crítica la rechaza como
falsa; la conversión del verdugo era un motivo literario extendido, se puede encontrar
también en las narraciones judías de los mártires. Todo esto no tiene mucho valor. Sin
12
Para más información, léase vol. IV de Deschner “Historia del cristianismo”, pág. 149 y s.
31
embargo sí resulta mucho más importante que a Jesús se le llame en este Evangelio once
veces maestro y tres veces rabí, y que no se piense ni en la preexistencia ni en si es idéntico
a Dios, y que el evangelista más antiguo, en estricta oposición al dogma de la Iglesia,
admita por decirlo así a Jesús por primera vez como hijo de Dios en su bautismo.
La investigación considera el bautismo de Jesús administrado por Juan como uno de los
datos de su vida mejor documentados. Pero también se pone éste en tela de juicio porque,
cuando menos, los relatos evangélicos sobre el bautismo son legendarios; ya la narración
bautismal más antigua está tomada íntegramente del Antiguo Testamento, concretamente
de Isaías. Pero evidentemente también esta historia, en la que el espíritu de Dios en forma
de paloma desciende sobre Jesús, es una referencia a las fórmulas antiguas de elección, a
la elección del rey mediante un pájaro, que al posarse sobre una persona concreta indica
que él es el elegido. Además, entre los sirios y fenicios la paloma era símbolo de la
divinidad que se manifiesta, los antiguos teólogos judíos se creyeron espíritu de Dios como
una paloma y en el Cantar de los cantares hacían pasar su voz por la voz del espíritu
santo. Ya antes del Jesús sinóptico revoloteaban palomas sobre las cabezas de los
soberanos egipcios y también, posteriormente a Jesús, aparecen palomas en ocasiones
semejantes.
De todos modos la leyenda de Marcos muestra, de modo claro, que Jesús no era
considerado Dios o hijo de Dios entre sus discípulos más antiguos. Sólo, y por primera
vez, con la bajada del espíritu divino –éste es precisamente el fin de la historieta- es
entronizado como hijo de Dios. Si fuera ya hijo de Dios estaría de más el recibimiento del
espíritu. “E inmediatamente le llevó el espíritu al desierto”, cuenta el evangelista. No pudo
expresar con más nitidez la relación real y de inmediatez que existe para él entre el
recibimiento del espíritu y el inicio de la actividad del pneuma: Solamente al comienzo de
su actividad pública es adoptado Jesús como Hijo de Dios en el Evangelio más antiguo.
Ahora no resulta difícil perseguir cómo, muy pronto, se desfiguró y modificó el sentido de
su bautismo, y cómo ya en el Evangelio de Mateo aparece sublimada la imagen de Cristo.
Marcos informa cándidamente del bautismo de Jesús administrado por Juan, algo que ya
por entonces a muchos cristianos les traía el asunto de cabeza. No tanto porque casi todos
los judíos ilustres lo tenían al Bautista por loco sino porque su bautismo era un bautismo
de penitencia para el perdón de los pecados. El que Jesús fuera bautizado con un
bautismo de penitencia para el perdón de los pecados (según la enseñanza de la Iglesia no
tenía pecado alguno) es algo que en el cristianismo primigenio encuentra reparos o se
niega porque presupone en él una conciencia de pecado.
Este argumento pronto lo usaron los judíos contra los cristianos. Y ya en Mateo se
encuentra un intento de justificación. Teje un diálogo con la ingenua comunicación de
Marcos, destinado a mostrar que ya el Bautista sabe que Jesús es un ser sin pecado. “¿Yo
debería ser bautizado por ti y tú vienes a mí? Y Jesús le respondió: Deja que sea así por
esta vez.”
32
En el Evangelio de Lucas, en el que Juan el Bautista aclama a Jesús ya en el vientre de la
madre -salta ya como embrión (ante la presencia del otro embrión)- aparece todavía el
bautismo discriminatorio de Jesús administrado por Juan: “Y ocurrió que todo el pueblo se
dejó bautizar y Jesús también fue bautizado y estando en oración el cielo se abrió...” En el
cuarto Evangelio, más tardío, se dice únicamente: “Y Juan dio testimonio y dijo: He visto
al espíritu descender del cielo como una paloma y posarse sobre él.” Del bautismo ni
palabra; se omite totalmente el tema y en su lugar entona un himno a Jesús, y
disimuladamente polemiza en contra de Juan el Bautista, que aquí con frecuencia y
voluntariamente reconoce su inferioridad frente a Jesús y se muestra como su “precursor”,
mientras en la realidad fue su rival; lo mismo que los seguidores del Bautista no se hicieron
cristianos sino que siguieron en la secta mandeísta, que vivía en la cuenca del Eúfrates.
Ahora se mostraba que el Evangelio de Marcos no sólo no era dogmático en relación con el
bautismo de Jesús, con el que pone fecha a su ser hijo de Dios, sino que en el Evangelio
más antiguo Jesús no es todavía ningún Dios preexistente ni, tampoco, todopoderoso, ni
omnisciente, ni absolutamente bueno.
No es todopoderoso, Marcos informa que Jesús en su ciudad natal –después de dejar claro
por si las moscas que “un profeta en ningún sitio vale menos que en su ciudad natal y entre
los suyos”- “no podía realizar ningún milagro.” Marcos quita un poco hierro al tema y lo
colorea: “... fuera de algunos enclenques, a los que sana imponiéndoles las manos.” Mateo
dice aquí que “no hizo muchos milagros.”
33
demuestra lo que se quiere negar, y aun cuando existe cierta confusión no contendría una
manifestación de su relación con Dios.
¿No se infiere también esto de su oración? En ninguna parte del Nuevo Testamento Jesús se
reza a sí mismo. ¡El reza a Dios, que debe ser él mismo! (“¿Y a quién venera?, se mofa
Diderot. “¡A sí mismo!” Y, a veces, aparece en clara tensión con Dios. Se postra “en tierra
y pide, que si es posible, pase de él la hora; y decía; ¡Abba, padre, a ti todo te es posible,
deja que pase de mí este cáliz! Y después “oró él con las mismas palabras”. Y en la hora de
su muerte gritó “con voz fuerte... ¿Dios mío, Dios mío, por qué me han abandonado?
Cierto, sólo aparece en Marcos y Mateo, Lucas evita la frase sospechosa. Ahí Jesús se
encomendó de modo muy parecido al salvador Heracles, que moribundo y de camino al
cielo dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Lo mucho que dolió a los cristianos la queja de Jesús por el abandono de Dios lo aclara
también el Evangelio “apócrifo” de Pedro; en él narra Pedro la historia evangélica en
primera persona. Y se corrige el grito de “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado?” por: “¿fuerza mía, fuerza mía, por qué me has abandonado?”
Y así como el Jesús de Marcos llama bueno a Dios y no se llama a sí mismo, así como él no
sabe –sino sólo Dios- la fecha del comienzo del reino de Dios, de igual modo para él es
evidente que no es él sino Dios quien concede los puestos en este reino. Y responde a los
dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, en su deseo ambicioso de poder sentarse en su
gloria a su derecha y a su izquierda –ruego sentido ya pronto como penoso, de ahí que
Mateo lo presente a través de la madre de ambos y que Lucas lo suprima-: “...el sentarse a
mi derecha o mi izquierda no lo concedo yo, sino que él los concederá a quienes haya
determinado.”
Hay todavía pequeños detalles que muestran la glorificación del Señor llevada a cabo, de
modo sistemático, por los posteriores evangelistas. Así cuando Marcos dice de José de
Arimatea que “también él aguardaba el reino de Dios”, Mateo introduce un fino pero
sugerente matiz, él “asimismo se hizo discípulo de Jesús.” De igual manera, el “reino de
Dios”, predicado por Jesús en Marcos, se convierte en Mateo, a menudo, en reino de Jesús
o del hijo del hombre, el pregonero se convierte, tras una conocida formulación, en el
anunciado. O en Marcos, Jesús habla de los pequeños “que creen eso”, y Mateo lo
transforma en: “que creen en mí”. O en el Evangelio de Marcos están los discípulos
“totalmente asombrados” después de ver caminar a Jesús por el mar, y en el Evangelio de
Mateo se hunden y confiesan: “¡En verdad tú eres el hijo de Dios!”
Tampoco ocurre, como alguna vez se ha creído sin duda simplificando en exceso el proceso
evangélico de edificación de Jesús, como si el evangelista más antiguo describiera a un
hombre, los evangelistas posteriores hicieran de éste una especie de semidiós y el cuarto
Evangelio y los evangelios apócrifos posteriores lo remataran presentando a un Dios con
apariencia de hombre sólo externa; pero sí hay que decir que las sublimaciones son
evidentes y van en progreso. Ya en el siglo IV descubrió el emperador Juliano algo que es
34
verdad en esencia, que ni Pablo, ni Mateo, ni Lucas ni Marcos se han atrevido a denominar
Dios a Jesús. “Más bien diríamos que el primero que osó utilizar esta denominación fue el
vacilante Juan, porque se dio cuenta que ya mucha gente en muchas ciudades italianas y
helenas estaba afectada por esta enfermedad...” Y tanto antes como ahora al teólogo le
afecta la corriente. “Nosotros hemos aprendido a distinguir entre el hijo de Dios del
Evangelio de Juan y de la teología sinóptica y el Jesús hombre, el maestro mesiánico, el
taumaturgo y profeta, tal y como se le caracteriza en las narraciones primigenias de la
tradición.” Sobre todo en el Evangelio más antiguo, que aun basándose en una tradición
oral de varios decenios, Jesús sigue apareciendo todavía reiterativamente como un hombre
que se reconoce a amplia distancia de Dios. Y, a pesar de todo, encontramos en Marcos una
respuesta clara a la pregunta del sumo sacerdote sobre si Jesús es el Cristo, el hijo del
sumamente loado: “Sí, yo soy, y veréis al hijo del hombre sentarse a la derecha del poder y
llegar del cielo entre nubes.” Con razón comentaba atinadamente Montefiore: “¿Cómo
podemos deducir de todo esto con una mínima certeza lo que Jesús pensaba, si ni siquiera
tenemos una mínima seguridad sobre lo que realmente dijo?”
De su transmisión de los milagros se deduce que la figura de Jesús se fue sublimando cada
vez más por los posteriores evangelistas. Y así como crecen por doquier los milagros con la
tradición, lo mismo ocurre en los Evangelios.
Mateo amplió casi de manera sistemática los milagros de Marcos, que los consideraba muy
ingenuos. En la primera aparición de Jesús hace que los enfermos, que solicitan milagros,
lleguen no sólo de toda Galilea sino incluso de Siria. Y allí donde Marcos sólo conoce una
curación, Mateo confirma dos. Un procedimiento muy característico.
La misma historia en Mateo es como sigue: “Cuando se marchaban de Jericó les seguía una
gran muchedumbre. Allí había sentados dos (¡) ciegos junto al camino; cuando oyeron que
pasaba Jesús, gritaron: ¡Señor, hijo de David, compadécete de nosotros. La gente les
amenazó para que callaran, pero ellos gritaron aún más fuerte: ¡Señor, hijo de David,
compadécete de nosotros! Entonces se detuvo Jesús, les grito que se acercaran y les
preguntó: ¡Qué deseáis de mí! Ellos le respondieron: ¡Señor, que se abran nuestros ojos!
Entonces Jesús tuvo compasión de ellos, les tocó sus ojos y al instante pudieron ver y se
unieron a él.”
Algo muy análogo ocurre en la curación del poseso. Marcos: “Y ellos llegaron del otro lado
del mar a la región de los gadarenos. Y cuando Jesús salió de la barca corrió hacia él un
35
hombre, salido de los sepulcros, poseído por un espíritu impuro, que tenía su morada en los
sepulcros; y nadie podía sujetarlo ni con cadenas... Y como vio a Jesús a lo lejos, corrió
hacia él y se postro a sus pies, y gritaba diciendo: ¡Oh Jesús, hijo de Dios, del Altísimo, qué
te he hecho yo! Te conjuro por Dios que no me martirices.”
Y Mateo cuenta la misma historia así: “Cuando Jesús llegó a la otra orilla, a la región de los
gadarenos, se acercaron a él dos (¡) hombres, poseídos por espíritus malos, que salieron de
los sepulcros, y eran tan peligrosos que nadie de la calle se atrevía a pasar por delante.
Apenas le divisaron, empezaron a gritar: ¿Tú, hijo de Dios, qué tienes con nosotros? ¿Has
venido para martirizarnos?” En Marcos Jesús cura a un poseso, en Mateo son dos y cada
vez envía sus malos demonios a la famosa piara de cerdos, que a continuación se precipita
en el mar y se ahogan –¡dos mil cerdos! “Se trataba, se ríe Shelley, de un grupo de cerdos
hipocondríacos y generosos, muy distintos a todos los demás, de los que tenemos una
transmisión auténtica.”
Mateo hace de un milagro de Marcos dos; farolea, allí donde Marco se expresa todavía con
una cierta moderación diciendo “él curó a muchos”, con un: “él curó a todos” sin el menor
reparo, y repite lo mismo tanto en las curaciones de Cafarnaún como en posteriores
sanaciones junto al lago. Y mientras Marcos en “la alimentación de cuatro mil” Jesús
emplea “siete panes” y “un par de peces pequeños”, algo ya en sí suficientemente
sorprendente, Mateo amplifica el milagro y pone “unos cuatro mil hombres”, y añade: “sin
contar las mujeres y los niños”, por lo que la gente debió ser el doble. De igual manera
retoca Mateo la historia de la “alimentación de cinco mil; por lo demás claramente un
duplicado, con evidentes prototipos tanto en la literatura judía como en la indú.
Marcos narra solamente a la muerte de Jesús que: “El velo del templo se rasgo en dos de
arriba abajo”, Mateo ofrece mucho más, él prosigue: “...la tierra tembló y las rocas se
resquebrajaron, las fosas se abrieron y muchos cuerpos de los santos fallecidos resucitaron,
tras su resurrección salieron de sus sepulcros, marcharon a la ciudad santa y se aparecieron
a muchos.” Un pasaje digno de tener en cuenta, del que Marcos nada dice al igual que los
historiadores contemporáneos. En realidad los terremotos eran, por entonces, un motivo
literario ya conocido ante un acontecimiento extraordinario.
Los ejemplos aquí presentados, que podrían ser ampliados, prueban la sublimación de la
figura de Jesús a través de Mateo y Lucas con respecto a Marcos, que es anterior. Un
proceso muy análogo (y consecuente con su estilo) se realiza también en el último, en el
cuarto Evangelio, con respecto a las narraciones de Mateo y de Lucas.
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Endiosamiento progresivo de Jesús en el cuarto Evangelio
Este cuarto Evangelio ha llegado a ser el Evangelio realmente preferido de la Iglesia y Lutero lo valora
también como el Evangelio principal. Es fácil de entender... el cuarto Evangelio es una composición libre.
Gustav Wyneken
Sois tan miserables que ni siquiera sois fieles a lo que os han transmitido los apóstoles... ni Pablo, ni Mateo,
ni Lucas ni Marcos se han atrevido a denominar Dios a Jesús. Más bien fue el vacilante Juan quien osó
utilizar esta denominación, porque se dio cuenta que ya mucha gente en muchas ciudades italianas y helenas
estaba afectada por esta enfermedad... Esta maldad propia se retrotrae a Juan. ¿Pero quién podría
manifestar merecidamente su antipatía sobre todo aquello que vosotros habéis seguido inventando?
Emperador Juliano
En el siglo II los ilógicos (Alogern) ya advirtieron del carácter totalmente distinto del
denominado Evangelio de Juan comparado con los otros tres sinópticos. Éste no proviene
del apóstol Juan, a quien la Iglesia le atribuye la paternidad –y esto a pesar de haber muerto
éste o con su hermano Santiago en el año 44 bajo el rey Herodes Agripa I o, quizá más
probablemente, con su hermano Santiago en el 62 y el Evangelio de Juan tener su origen
como muy pronto hacia el año 100-. Desde hace ya siglo y medio la exégesis bíblica crítica
ha mostrado: “... que las conclusiones evidentes de la investigación libre, de la que ningún
historiador honrado puede prescindir, hacen difícil y penoso seguir y admitir los
subterfugios apologéticos frente al hecho claro.”
En contra de una redacción de este Evangelio por el apóstol Juan se alzan una serie de
pesadas razones, cuya discusión y esclarecimiento nos llevaría lejos. Pero, aunque sea
sucintamente, anotemos que el cuarto Evangelio fue valorado y favorecido primeramente, y
sobre todo, por los herejes, y precisamente juzgado de manera crítica, e incluso rechazado,
por los círculos denominados ortodoxos, en especial en Roma, y merced a una
reelaboración hecho apto para la Iglesia. Luego la ortodoxia tuvo una especial debilidad por
él hasta convertirse en su Evangelio preferido, llevándose de esta manera casi a cabo el
proceso de la deificación de Jesús.
Convenzámonos:
El Jesús histórico apenas si juega papel alguno en este Evangelio, determinado en gran
medida por la teología y la apologética. Tras confesión propia fue escrito para demostrar
la divinidad de Cristo.
Las narraciones sinópticas, que el evangelista utiliza a su gusto, las transforma a menudo
radicalmente. Él procede con su material, como anota con frecuencia, como un
dramaturgo. Galilea, su país natal -en los sinópticos el lugar de su actividad pública- pasa
aquí muy a segundo plano. Ahora Jesús actúa sobre todo en Jerusalén, sin duda una
37
reacción apologética ante la acusación de los judíos de que el Mesías divino, originario
del villorrio de Nazaret, predicó durante su vida ante la gente idiota y pobre de la
provincia. Su aparición en Jerusalén fue muy breve.
Apenas si aparecen en el cuarto Evangelio frases o alusiones del Jesús de los sinópticos;
sin embargo el grueso del material en los sinópticos lo conforman los discursos de Jesús. A
veces en el cuarto Evangelio no queda claro si el que habla es Jesús o “Juan”, y es que
con frecuencia se mezclan y confunden narración y explicación. El Cristo joánico habla
sólo aparentemente con las personas que el evangelista agrupa en su torno. Desaparecen
en cuanto han servido a la técnica y a la dogmática del narrador, que sermonea a las
comunidades cristianas del siglo II. Esto aclara muy bien la “conversación” de Jesús con
Nicodemos, que ansiaba la salvación, y a quien el autor le confronta con toda una serie de
dogmas que surgirán más tarde, y que Nicodemos, al igual que los demás coetáneos de
Jesús, nunca podrían entender. Tampoco era el lenguaje de Jesús. Era el lenguaje del
evangelista, que escribía ya para cultos con alegorías puras y monotonía didáctica, y que
combatía a los “herejes.” El Jesús histórico no habría entusiasmado a nadie con estos
discursos. Y sus enemigos no le hubieran considerado peligroso sino, a lo sumo, le
hubieran tenido por loco.
Se comenzó a sentir ya como rara la oración de Jesús a Dios, Dios que él mismo debía
ser. El cuarto evangelista intercala repetidamente, y con hondo significado, que la
comunicación en la oración sucede sólo por amor del entorno de Jesús. Y es que tampoco
este evangelista, informadísimo, sabía todavía nada de sus dos naturalezas. De todos
modos su Cristo faroleaba ya: “¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?” En
Marcos todavía dice Jesús: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios.”
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majestuosísimo. Incluso hasta hace un milagro. Sólo pronuncia una palabra y los
verdugos caen a tierra.
Y los milagros de Jesús van a seguir siendo sublimados, y esto hay que enmarcarlo dentro
de la corriente de la restante exaltación del Señor. Sin duda que el cuarto evangelista achicó
las curaciones de demonios, narradas antes, pero sólo porque eran normales. También
ignora él algunos milagros contados por los sinópticos, sólo repite tres grandes narrados por
ellos, que él los retoca. Y añade cuatro importantes, curiosamente no (o tampoco)
mencionados por sus antecesores: la transformación de vino en la boda de Caná, la curación
del hombre en el estanque de Bethsaida, que llevaba 38 años enfermo y como señal de su
sanación cogió la cama y se marchó –al igual que se atestigua ocurrió en una historia
maravillosa pagana trescientos años antes, de una tal Midas, mordida por una serpiente que,
tras su curación, agarra la cama y puede andar-, la curación del ciego de nacimiento y,
finalmente, el punto álgido, la resurrección de Lázaro, que ya olía. “Señor se está ya
descomponiendo”, dice Marta, la hermana del muerto, “es ya el cuarto día de su muerte.”
Pero al grito de Jesús “¡Lázaro, sal fuera!”, abandona la fosa quien está en proceso de
putrefacción. Y llama de nuevo la atención que precisamente este milagro, el mayor en la
vida de Jesús, no (o tampoco) lo anoten los anteriores evangelistas.
De todas formas no es raro que la Iglesia, ya en el siglo IV –en su recopilación del Nuevo
Testamento-, eliminara y declarara como no históricas las nuevas exageraciones de los
milagros bíblicos que aparecían en los numerosos evangelios extrabíblicos, en las historias
de los apóstoles, en las cartas y libros de revelaciones; historias que originariamente en
modo alguno fueron tenidas como “apócrifas”, y que, incluso, fueron defendidas como
auténticas por los padres más prestigiosos de la Iglesia. Tampoco es raro que los
evangelistas, que escribieron más tarde, idealizaran también ampliamente a los discípulos
de Jesús. Como constata el teólogo Wagenmann: “se eliminan todas las carencias que se
encuentran en Marcos.”
La tradición se amplia y se sublima de año en año, de década en década, más y más, de cara
a lo que es ideal, maravilloso, divino. Al Evangelio más antiguo, surgido entre el 70 y 80,
lo corrigen y mejoran Mateo y Lucas, que escriben entre el 80 y 100. Y sus escritos serán
de nuevo aventajados, corregidos y mejorados por el cuarto Evangelio, que es posterior en
el tiempo. Cada obra intenta, por expresar en palabras del teólogo Cullmann, “hacerlo
mejor que quienes les precedieron.” O, en frase del teólogo Marxen: “La vieja historia...
debe adaptarse al presente.”
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Quien sigue deplorando discrepancias en el Evangelio, desconoce que Jesús y sus
discípulos andaban, desde un punto de vista dogmático, todavía en zapatillas, desconoce
que “todavía no estaban en asuntos de teología tan desarrollados”, desconoce que fue
bastante más tarde cuando los papas pudieron y osaron decir clara y nítidamente lo qué
pensaban el “salvador” y sus apóstoles, lo que estos no dijeron o dijeron de otra forma, o,
incluso, no dijeron porque todavía no podían decir mejor o sencillamente no lo podían
decir, o, tal vez, no lo quisieron decir. Lo que no cabe duda es que si Jesús y sus discípulos
hubieran sido tan inteligentes como el Papa sin duda alguna que lo hubieran dicho.
Bromas aparte. La cuestión sobre la autocomprensión de Jesús, sobre lo que Jesús pensaba
de sí mismo, no ha cesado desde el inicio de la investigación crítica, es decir desde que
comenzó a cuestionarse en serio (en lugar de creer) los orígenes del cristianismo. Algo, por
otra parte, no acabado. Y es que sigue siendo sumamente difícil avanzar y llegar a la
doctrina del galileo a través de las percepciones de las comunidades cristianas del último
tercio de siglo, tal y como se contienen en los Evangelios. Repetimos lo que decía
Montefiore: ¿Si ni siquiera tenemos una cierta seguridad de las palabra de Jesús, cómo
vamos a saber lo qué él pensaba y cómo se concebía a sí mismo? Nosotros únicamente
podemos deducir indirectamente de los libros del Nuevo Testamento.
Según el sentir general de la teología crítica, Jesús no exigió creer en sí mismo. “Jesús”,
remarca el teólogo Wendland, “nunca se identificó con Dios o dijo yo donde pensaba
Dios.” Y Adolf Harnack manifiesta categóricamente: “La frase: yo soy el hijo de Dios no
fue insertada por Jesús mismo en su Evangelio, y quien la inserta junto a las demás añade
algo al Evangelio.” Según pensamiento común de la teología crítica, en el centro de la
predicación jesuánica se halla la promesa del reino de Dios cercano, pero ningún precepto
de fe. Por primera vez entra uno así en los Evangelios en algunas partidas de procedencia
posterior, como cosecha propia de la comunidad y de su propaganda. Y fue el cuarto
Evangelio, redactado en torno al año 100 o más tarde, quien puso en boca de Jesús
exigencias de fe, mientras que las dos únicas excepciones de los sinópticos surgieron
merced a elaboraciones suplementarias, como se deduce claramente de la comparación de
textos.
Y con los pareceres de los primeros apóstoles de Jerusalén ocurre como con las ideas de
Jesús, que sólo se pueden esclarecer más o menos, con un cierto margen. Y así como no
tenemos testimonios de Jesús, tampoco tenemos testimonios de ellos: son gente sencilla,
“iliterati” que, en absoluto, son capaces de escribir libros. Además esperaban de un día para
otro el regreso del maestro crucificado y el establecimiento del reino de Dios en la tierra, y
no una historia de la Iglesia. A causa de su creencia en el final de los tiempos, que era
incuestionable, no estaban interesados en ningún tipo de notas o apuntes. Todos los
40
Evangelios y cartas que, dentro o fuera del Nuevo Testamento, llevan su firma la portan
fraudulentamente13.
La reacción de Pablo
Cuando se confrontan los conceptos fundamentales de la teología paulina con la enseñanza misma de Jesús
se da una coincidencia completa entre Pablo y Cristo.
Todas las bellas páginas del cristianismo conectan con Jesús, todas las feas con Pablo. Precisamente para
Pablo Jesús fue increíble.
41
cartas falsificadas, otras, a juicio de la generalidad, son verdaderas. Ellas y la Historia de
los Apóstoles muestran no solo la larga lucha de Pablo contra los judeocristianos, sino
también (y muy unido a ello) su modificación fundamental de la enseñanza de Jesús.
Sin duda que en la Escuela de Tubinga del siglo XIX se exageró la contradicción entre el
cristianismo paulino y el petrino, pero en la posterior y última investigación crítica existe
acuerdo al decir que entre las primeras comunidades y Pablo, independientemente de su
reconocimiento formal, existían graves divergencias. Los libros neotestamentarios hablan
aquí, a pesar de todos los retoques, un lenguaje claro.
Los judeocristianos, que adjudican a la postre a Pablo el apostolado de los gentiles, afirman
que es un hombre brillante, se adecua al paladar de cada uno, hace demasiado fácil la
entrada en el cristianismo, no predica a Jesús sino a sí mismo, le acusan también de engaño
financiero, de cobardía, de anomalía, de loco y, finalmente, entran en sus comunidades
para arrebatarlas a él –la lucha por las ideas y principios se convierte en lucha por el poder,
algo muy típico en la historia de los dogmas-.
Por otra parte, Pablo no fue hombre que admitiera fácilmente ataques. Se irrita y queja de
las rencillas, de la cizaña y de las divisiones. Sostiene que los enemigos instigan a los
suyos, les confunden, les hacen de menos, predican a otro Jesús, otro espíritu, otro
Evangelio. Da a entender que tiranizan a sus seguidores, se aprovechan de ellos, se ríen de
ellos, él mismo les llama “perros” y “mutilados”, se mofa y les maldice. “Esta gente son
apóstoles de la mentira, trabajadores mentirosos, sólo portan la máscara de apóstoles de
Cristo. Y no hay por qué admirarse; hasta el mismo Satán asume la máscara de un ángel de
la luz.” ¿Y quiénes eran estos servidores de Satán y apóstoles de la mentira? No es el
teólogo Lietzmann el único que reconoce, tras ellos, “las sombras de los grandes de
Jerusalén. Pablo se encontraba en su nuevo mundo de cristianos sólo y a su espalda tenía a
los enemigos más peligrosos.” En los últimos años de la vida de Pablo se agudizó todavía
más su enemistad con los cristianos de Jerusalén, se echo a perder toda la relación con los
primeros apóstoles, y Pedro se convirtió en su mayor enemigo.
Por supuesto, la Iglesia en el lugar de esta disputa, que a la muerte de Pablo siguió siendo
brava, colocó como ideal a Pedro y Pablo, pareja ejemplar de apóstoles, restó importancia
a la oposición judeocristiana de la comunidad primigenia considerándola un grupo
extremista sin importancia y explicó las acaloradas divergencias de opiniones diciendo que
eran diferencias de tipo protocolario, como la circuncisión o las normativas sobre
alimentos. En realidad, la lucha se centraba en la nueva teología de Pablo, que
evidentemente tenía muy poco que ver tanto con Jesús como con la fe de los apóstoles. “No
hay ningún otro momento” -comenta el teólogo y amigo de Nietzsche, Overbeck, la
irrupción del cristianismo paulino, que rápidamente inunda el mundo- “que haya falseado
más profundamente la tradición histórica del cristianismo primigenio que cuando pasó a
depender totalmente de manos de los cristianos gentiles.”
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que la descendencia judeocristiana de los apóstoles, los ebionitas y nasoreos, fueron
considerados ya en el siglo II por la Iglesia católica, que acababa de nacer, herejes y
heresiarcas, el judeocristianismo fue muriendo en el siglo IV, el efecto del cristianismo
pagano sobre el mundo grecorromano fue ostensible y determinó el futuro.
Pablo fue el pionero decisivo, pero sin tampoco supravalorarlo. “Éste es el primer
cristiano”, exclamó Nietzsche, “el inventor del cristianismo. Hasta entonces sólo hubo
representantes judíos de sectas.” Y George Bernard Shaw no fue el único que comprendió
“por qué el cristianismo de Jesús no se impuso política y socialmente y pudo ser
suavemente reprimido mediante la policía y la Iglesia, mientras el paulismo inundó todo el
mundo occidental civilizado.”
En efecto, fue Pablo quien potenció de manera determinante aquella evolución y línea, que
hizo de Jesús el Cristo, del hombre, quizá histórico, el Dios venerado en el culto y
enseñado por la Iglesia –un principio metafísico, un ser espiritual supraterrenal, enviado a
la tierra para salvar a la humanidad y elevado de nuevo por Dios tras su resurrección:
“Porque habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos, que tuvo Cristo
Jesús en el suyo; el cual teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación sino por
esencia el ser igual a Dios; no obstante se anonadó a sí mismo tomando la forma o
naturaleza de siervo, hecho semejante a los demás hombres, y reducido a la condición de
hombre. Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por
lo cual también Dios le ensalzó sobre todas las cosas, y le dio nombre superior a todo
nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el
infierno y toda lengua confiese que el señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre14.”
Al principio era suficiente con lo tradicional, con mantenerse, Pablo, como toda la primera
cristiandad, contaba con la parusía que estaba a punto de ocurrir, con el inmediato regreso
de Cristo. Se reconoce en diversos lugares del Nuevo Testamento: “Se acerca la hora...
Mirad, estoy a punto de llegar y conmigo la recompensa... Voy enseguida.” “Sólo un poco
de tiempo y vendrá quien tiene que venir, no se hará esperar.” “Está a punto de llegar el
final de todas las cosas”, “el juez llama ya a la puerta”, “Hijitos, asistimos a la última hora”,
y como ocurre con todo este tipo de sentencias, también Pablo se siente “azuzado por la
inquietud de que el anuncio tiene prisa y el tiempo es breve, porque el Jesús resucitado sólo
se ha ausentado por un momento de la tierra, su regreso va a ocurrir en cualquier momento,
en pocos años, si no ocurre en semanas o días.”
Familiarizado ya desde la infancia con las convicciones escatológicas del Judaísmo, Pablo
creía, con todos los cristianos de su tiempo, que el fin del mundo iba a ocurrir pronto y esto
lo anunció y predicó abiertamente y con decisión. “Nosotros, los que ahora vivimos, los
que vamos a asistir a la llegada del señor”, enseña en la primera carta a los tesalonicenses.
“El plazo está ajustado y a punto de cumplirse”, advierte a los corintios, “el mundo en su
14
“Posiblemente en un encuentro personal (entre Pablo y Jesús) hubieran tenido pocas cosas que contarse.
Las barreras sociales no les habría facilitado la comunicación. Quizá Pablo, ante un hombre natural como
Jesús, un chaval de Galilea, se hubiera sonreído o, tal vez, se hubiera encogido de hombros. Y Jesús hubiera
actuado de modo parecido. La argumentación teológica de Pablo, resumida y abstracta, quizá Jesús ni lo
hubiera entendido. La exposición severa, académica, de preceptos, profetas y escrituras, con todas aquellas
distinciones complicadas, no serían de su gusto”, Gerd Lüdemann, obra citada, cap. VII
43
formal actual camina al ocaso” –una profecía, que resultó posteriormente tan penosa para
los padres de la Iglesia como Tertuliano, Rufino, el obispo Hilario Pictaviense... que del
presente, tan limitativa del plazo, la alargaron y convirtieron en futuro: “Se irá acercando al
ocaso” (transibit). “Mirad”, promete Pablo solemnemente, “os revelo un secreto, no todos
vamos a morir, pero todos vamos a ser transformados”, y concluye con la oración de los
primeros cristianos: “Marana tha”, “Ven, señor”.
Pero poco a poco Pablo abandona su creencia, manifestada con tanta seguridad. Pasaron las
semanas y los años, ocurrieron muchas cosas, pero el señor no vino. Murieron numerosos
cristianos, a los que Pablo les había prometido que iban a vivir hasta la llegada del señor.
¿Qué hacer? Primero explicó Pablo las muertes, no previstas, como castigo de Dios por el
deleite pecaminoso de la eucaristía –¡y qué, en la historia de la salvación, no prevista, no se
consideraba todo, de igual manera, castigo de Dios!-, y prometió que estos muertos
resucitarían al mismo tiempo de la venida del señor, mientras que los demás tendrían que
esperar hasta la resurrección del último día.”
Pero parece que, con el tiempo, esta salida no les satisfacía ni a él, ni a sus ovejuelas. Así
que terminó espiritualizando el realismo infantil de su esperanza escatológica y comenzó a
enseñar, en contra de lo que aparecía, que el tan ansiado y suspirado cambio de eón, la gran
renovación del mundo, aun cuando no se ve aparentemente ya se ha llevado a cabo -cuando
menos para los creyentes- mediante la muerte y resurrección de Jesús. “Mirad, ha llegado
ya el tiempo favorable, ha llegado el día de la salvación.” “Por tanto si alguno está en
Jesucristo”, enseñaba ahora Pablo, “ya es una criatura nueva, acabose lo que era viejo, y
todo viene a ser nuevo, todo ha sido renovado.” Los apóstoles primigenios seguían
creyendo en Jerusalén, con sus comunidades, en el pronto regreso de Jesús y en la
realización del reino de Dios en la tierra y, en estricta contradicción con todo esto, enseñaba
Pablo que el reino ha irrumpido ya con la muerte y resurrección de Jesús. Cristo ya no va a
regresar a la tierra, sino que quien sufre y muere por él, el cristiano que cree en él, tras su
muerte, va a él.
Pablo propagó ahora el mito del hijo del hombre, que muere y resucita, conocido ya siglos
antes y trasplantado a las comunidades cristiano-gentiles antes de él, aplicándole a Jesús.
Como ya se ha indicado, a Pablo le interesan muy poco la vida y enseñanza de Jesús. Pero
una cosa de Jesús sí era importante para Pablo: su muerte. Precisamente denomina a su
Evangelio “la palabra de la cruz”, y además escribe: “Puesto que no me he preciado de
saber otra cosa entre vosotros, sino a Jesucristo, y éste crucificado.” “Mi única mira es,
olvidando las cosas de atrás”, dice otro de los credos de Pablo, que caracteriza su
evolución, “atender y mirar sólo a lo de adelante, ir corriendo hacia la meta, hacia el
tesoro.”
44
Empleando el mito del hijo del cielo, que desciende, utilizando la doctrina gnóstica
precristiana de la bajada y descenso del salvador, del hijo primogénito de Dios y de su
marcha al cielo, Pablo convirtió la doctrina de Jesús en una religión mistérica, y a Jesús
mismo en una divinidad mistérica, le fue proyectando cada vez más en el reino de lo
místico y metafísico hasta hacer, relativamente no mucho tiempo después de su muerte, de
un individuo humano una figura, por decirlo de algún modo, cósmica, en convertirle en un
ser espiritual supraterrenal, en el Cristo mítico. “Estamos”, dice Wyneken, “ante tres
hechos altamente significativos. Primero: ¡veinticinco años tras la muerte del fundador (si
admitimos la cronología usual) en la doctrina de su mayor apóstol no aparece nada de la
vida terrenal del fundador, ni de su actividad, ni de su doctrina! Segundo: Pablo es muy
consciente de ello, pero rechaza expresamente como intranscendente para la fe apelaciones
a testificaciones oculares o a trato personal con Jesús. Tercero: La única fuente segura y
determinante de su predicación es para él la propia iluminación interior, a la que él también
denomina el espíritu. De esta supuesta iluminación divina proviene también el Evangelio,
que Pablo anuncia y con el que ha fundado las comunidades cristianas. En su anuncio no se
da una transmisión de la vida de Jesús, en un Evangelio así no se podía dar. Para Pablo
Jesucristo no es sujeto sino objeto de su enseñanza, él no anuncia la doctrina de Cristo sino
la doctrina sobre él, Cristo no es autor sino objeto de la nueva fe.”
No es sólo significativo el que Pablo describa con giros claramente griegos y helenos la
bienaventuranza y la alegría, el que sus escritos rezumen por todas partes un vocabulario
religioso pagano, sino que se argumenta y defiende también ideológicamente, a veces de
manera ostensible, con ideas y pensamientos de las religiones mistéricas y de la filosofía
griega. Además hay que decir que el culto a Mitra, que muestra muchas y llamativas
equivalencias con el cristianismo –por ejemplo, siete sacramentos, entre ellos el bautismo,
la confirmación, la comunión, hostias con un signo de cruz, una misa diaria en la que el
sacerdote pronuncia las fórmulas sagradas sobre el pan y el agua y otros elementos más-,
tenía en Tarso, la ciudad natal de Pablo, una sede ya antes de la era precristiana. También
en Tarso existe el culto a una divinidad de la vegetación, que muere y resucita, el dios de la
ciudad Sandan, cuya muerte y resurrección se celebra todos los años. Y, claro está, también
eran conocidos en Tarso los dioses Adonis, Atis y Osiris, dioses que mueren y resucitan.
45
Según todo lo que se nos ha transmitido de Jesús, hay que decir que la doctrina paulina de
la salvación está muy lejos del pensamiento de Jesús. Él anuncia a un “padre”, que no
perdona al pecador arrepentido mediante una intermediación reparadora, sino a quien
está dispuesto a la indulgencia y al arrepentimiento; un padre que, como en la parábola
del hijo perdido, incluso busca al pecador. Jesús no perdona los pecados en virtud de su
muerte, sino, como enseña en el padrenuestro y en otros lugares, en virtud del
comportamiento indulgente del hombre frente a su prójimo. ¿Si él hubiera considerado
como necesaria su muerte para la salvación y el perdón de los pecados, hubiera podido
pronunciar “si es posible que pase de mí este cáliz” y “tus pecados te son perdonados”?
La teoría de la redención surgió sólo cuando el escándalo sorprendente de la muerte en la
cruz –“en realidad un infortunio y no otra cosa”- exigió de los cristianos una
interpretación. Pero con ello no sólo se modificó la doctrina primigenia sino que se la
desvalorizó.
Y como muchas cosas, que la Iglesia resaltó más tarde, la doctrina de la salvación apenas
juega papel alguno en los sinópticos. Sólo en dos lugares se alude a ella, y, a juicio de la
mayoría de los últimos exegetas, hay serias dudas de que ambos sean auténticos. El giro de
la entrega de la vida como rescate por “muchos”, que Mateo y Marcos ponen en boca de
Jesús, algo que no existe en Lucas, nos lleva o al pensamiento paulino o se trata de una
creación de la comunidad helénica de Jesús o, quizá, palestina, la asunción de un verso del
capítulo 53 de Isaías. El segundo lugar, que expresamente relaciona la muerte de Jesús
con el perdón de los pecados, se encuentra sólo en Mateo y falta en Marcos, en Lucas y en
la primera carta a los corintios.
En la antigüedad era también de todos conocida la idea del rey, que sufre y muere por su
pueblo. Ya una escritura sagrada del siglo I remite a los muchos soberanos paganos, que
en tiempos de catástrofe, y tras escuchar el oráculo, entregaban su vida para, “con su
sangre, salvar a sus ciudadanos.” También el sumo sacerdote Caifás alude a esto cuando
aconseja a los judíos que es mejor para ellos que muera un solo hombre por el pueblo a
que perezca todo el pueblo. Hacia el 200 escribe el padre de la Iglesia, Tertuliano: “En el
46
mundo pagano se le permitía a la escita Diana, al galo Mercurio y a Saturno el Africano
desenojarse mediante sacrificios humanos; todavía hoy, en medio de Roma, se derrama
sangre humana en honor del latino Júpiter.” Y a mitades del siglo III se refiere también
Orígenes de manera nítida a aquella idea típicamente antigua del rey y el justo, que padece
y muere por los delitos de su pueblo, cuando habla de las “numerosas narraciones de los
griegos y de los bárbaros, que cuentan que algunos han muerto por el bien general, para
liberar a sus ciudades y pueblos del mal, que les oprimía.” A veces, en estos actos de
reconciliación, se mataba también a criminales, como ocurre más tarde en Rodas y
Masilia.
Los judíos de los tiempos antiguos compartían con cananeos, moabitas y cartagineses la
costumbre de matar niños para desairar a la divinidad. Luego, en lugar de los niños, se
colocaron a criminales. Una sustitución para la matanza del primogénito fue también el
cordero pascual, que se asaba en forma de cruz; aparece ya en la época precristiana como
símbolo religioso.
Pablo conocía ya este tipo de costumbres, a las que él mismo alude una vez, y así puede
aprovechar y utilizar más fácil los conceptos e ideas que se esconden detrás; a Jesús
también se le ejecuta como criminal. Y de igual manera que la sangre de todos los
hombres, sacrificados antes de él, poseía poder redentor, de igual manera la suya. Pablo
habla una y otra vez de reconciliación (katallagé) y redención (apolýtrosis), del medio de
expiación “en su sangre”, de redención “por su sangre”, de pacificación “mediante
derramamiento de sangre en la cruz.” Ni se le ocurre la idea de que Dios pudiera
perdonar quizá una culpa sin satisfacción “oficial.”
Naturalmente que Pablo conocía también la idea de expiación del Antiguo Testamento,
sobretodo los sufrimientos del justo como una expiación representativa por los pecados. Es
difícil precisar si y en qué medida influyeron en él, a este respecto, las tradiciones
teológicas de la primigenia comunidad. De todas formas estas ideas fueron tan usuales
que los Evangelios no se extienden en explicar la muerte expiatoria de Jesús...
El porqué ocurrió tan tarde, el porqué no fueron salvados los hombres de los miles de
siglos anteriores sigue siendo algo naturalmente inconcebible. En cambio es claro que
Jesús tenía que ser salvador, respondía a una necesidad religiosa de la gente que por
doquier suspiraban por un salvador, redentor. Y si el cristianismo quería tener un
importante influjo debía dar una respuesta a la demanda. “Se trata de lo que el gentil de
aquella época necesitaba y buscaba.”
Con todo esto Pablo, influido desde su más tierna infancia por el tesoro espiritual helénico,
inició el cambio revolucionario: el paso del cristianismo apostólico-escatológico al
cristianismo eclesiástico-sacramental, la compensación del desengaño por la tardanza del
señor, que iba regresar en breve, mediante la fe en el más allá. En lugar del reino
mesiánico terrenal, esperado por los judeocristianos, él colocó el mito griego de la
inmortalidad, en lugar de la fe veterotestamentaria del dios único él alumbró la doctrina de
dos divinidades, haciendo del profeta judío el hijo cristiano de Dios. Sin esta modificación
profunda y fundamental no hubiera habido Iglesia católica, y, al no llegar el esperado reino
sobre la tierra, hubiera fenecido la secta judía de Jesús.
47
De todas formas, y a pesar de la potenciación del endiosamiento de Jesús por parte de
Pablo, hay que decir que para él en modo alguno se identifica Jesús con Dios. En él no se
da la equiparación del “hijo” con el “padre”. ¡Él defiende nítidamente la cristología de
subordinación, reprobada por la Iglesia en el siglo IV en el Concilio de Nicea! ¡Subordina
Jesús a Dios! ¡Cómo si no hubiera podido escribir el apóstol Dios ha “elevado a Jesús sobre
todas las cosas”, o “y cuando ya todas las cosas estuvieran sujetas a él, entonces el hijo
mismo quedará sujeto al que las sujetó todas, para que Dios sea en todas las cosas!” De
modo natural habla Pablo todavía del “Dios y padre de nuestro señor Jesucristo” y llama a
Dios la cabeza de Cristo, en el mismo sentido que Cristo la cabeza del hombre. ¿No es
significativo que Pablo reserve el predicado de Dios casi ininterrumpidamente únicamente
al padre y omita visiblemente su aplicación a Jesús? Todavía la cristología paulina
considera, escribe el teólogo Bousset, a “Cristo como un ser divino pero un peldaño por
debajo de Dios” o, expresado un tanto burdamente, como un “semidios.”
Pero no sólo se distancia Pablo y queda rezagado enormemente respecto al posterior dogma
de Cristo, sino que de igual manera le ocurre al Credo cristiano durante todo el siglo II. A
Jesús no se le consideraba por entonces como “idéntico”, sino que, como atestigua Justino
el mártir, se le reconocía “el segundo lugar tras el Dios inmutable y eterno, el creador del
mundo.” Y esto no sólo fuera de los grandes círculos eclesiales sino, como muestra la cita,
también dentro de los mismos. En el siglo II la cristología era todavía subordinada, coloca
al “hijo” por debajo del “padre”, el hijo se subordina al padre, ésta es la doctrina común y
natural de la Iglesia. E igual que el Cristo joánico, para desesperación de muchos padres de
la Iglesia, confiesa “el Padre es mayor que yo”, de la misma manera atestigua san Ireneo,
“el padre de la dogmática católica”, que el Padre está sobre todas las cosas y que también es
mayor que el hijo. Y lo mismo Orígenes, el teólogo estrella de la Iglesia de los tres
primeros siglos, considera a Jesús un Dios menor, de segundo orden, no más poderoso que
el Padre sino, al contrario, de menos poder. Enseñamos esto al tiempo que creemos en sus
propias palabras, cuando dice: “El Padre, que me ha enviado, es mayor que yo”, por eso
Orígenes rechaza incluso la oración a Cristo.
Los apologistas terminarán eliminando sin gran esfuerzo la frase “Pater maior me est.” Y
porque Jesús es supuesta y al mismo tiempo “verdadero Dios” y “verdadero hombre” le
concierne la máxima, “según el contexto, de sólo Cristo por su humanidad, cuya
dependencia de Dios él reconoce humildemente.” Y aunque es de locos, tiene su lógica.
Puesto que merced a esta diferenciación se manejan también otras frases bíblicas. Por
ejemplo lo dicho en Juan 14, 31 donde Jesús afirma que “el mundo debe reconocer que yo
amo al Padre y hago lo que el Padre me ha ordenado.” O, en la primera a Corintios 15,28:
“y cuando ya todas las cosas estuvieran sujetas a él, entonces el hijo mismo quedará sujeto
48
al que las sujetó todas, para que Dios sea en todas las cosas.” Porque todo esto se refiere a
Cristo sólo según su humanidad.
Se complicó la relación entre la persona del Padre y la del Hijo aún más con la llegada de
una tercera, la del Espíritu Santo; de donde surgió un monoteísmo plural, un politeísmo
refinado.
Aun cuando Dios, a tenor del Evangelio de Juan es ya espíritu, la Iglesia distinguió una vez más al Espíritu
Santo de Dios; ya en Irán se había predicado un “Espíritu Santo” (spenta manju). Y, por supuesto, la tercera
persona divina fue la última persona descubierta en el cristianismo.
49
Y como en el cristianismo nada es original, tampoco lo es la doctrina de la trinidad. Hubo
trinidades en el hinduismo, en el budismo..., así como en todas las grandes religiones
helénicas. Hubo una teoría trinitaria de Apis y Sarapis; hubo una trinidad en la religión
dionisíaca: Zagreus, Fanes y Dioniso; hubo una trinidad capitolina: Júpiter, Juno y
Minerva. También en la época poscristiana prosiguieron parecidas asimilaciones, sonaron
imprecaciones como: “Uno es Bait, uno es Ator, ambos son una fuerza, uno es Acorio tu
querido padre del universo, querido Dios triforme”. O: “Uno es Zeus, Sarapis y Helios
Hermanubis.” O: “Uno es Dios: Zeus-Mitra-Helios, el dominador invencible del mundo.”
Para el cristianismo primigenio las ideas trinitarias eran totalmente extrañas. Claro está,
Jesucristo nada sabía de esto. Fue Mateo quien por primera vez puso en boca del
“resucitado” el supuesto mandato del bautismo: “Id y enseñad a las gentes y bautizadlas en
el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo...”, según información de la teología
crítica se trata de una falsificación. Tampoco en Pablo se da una doctrina sobre la trinidad,
ni alusiones trinitarias. Y en la Biblia se atestigua el dogma de la trinidad tan escasamente
que, por eso mismo y probablemente en el siglo IV, se dio una de las falsificaciones más
conocidas del Nuevo Testamento, la denominada “coma joánica” (Comma Johanneum) que
consistía en modificar en varios códices la colocación de la coma de la primera Carta de
Juan (1J. 5, 7): “Tres son, los que atestiguan: El espíritu, el agua y la sangre, y los tres son
uno” cambian por: Tres son, los que dan testimonio en el cielo, el Padre y la Palabra y el
Espíritu Santo, y estos tres son una misma cosa15.”
Hasta el dogmatista católico Michael Schmaus, por lo demás un enaltecedor entusiasta del
nacionalsocialismo, tiene que admitir que los “padres” prenicenos en sus esfuerzos
reflexivos filosófico-teológicos se veían incapaces de compaginar la trinidad y la unidad, la
heterogeneidad y la igualdad, e incurrían en conceptos confusos y expresiones erróneas.
Además la Escritura misma, mediante determinadas expresiones, que afectan al logos
hecho hombre, y mediante su doctrina de los orígenes, exige una cierta subordinación de la
segunda y tercera persona.” Claro está, según Schmaus el que algunos padres presenten y
expongan no sólo formulaciones falsas sino, también, enseñanzas heterodoxas no significa
“enturbiamiento serio alguno en la concienciación fiducial del antiguo cristianismo.“
15
“La falsificación procede del norte de África o de España, donde aparece por primera vez alrededor de
380”, Deschner , obra citada, vol IV, pag 91
50
Con el tiempo el Espíritu Santo fue adquiriendo importancia, ciertamente no tanta como el
Hijo, y fue produciendo cada vez más dolor de cabeza el comportamiento de un Dios
respecto al otro, de un espíritu –también Dios es espíritu- frente al otro, del Padre respecto
al Hijo, del Hijo con el Espíritu Santo, del Espíritu con el Padre. Mucha tela que cortar.
... los arrianos con su herejía luchaban sólo aparentemente contra nosotros, en realidad luchaban en contra
de la divinidad misma
.
El eclesiólogo Atanasio
La Iglesia católica hizo de Arrio, al igual que de casi todos sus enemigos competentes e
importantes, una caricatura abominable, le tildó de mentiroso e impostor, de arrogante y
mezquino. Pero Arrio, párroco de la iglesia de Baucalis, la iglesia más prestigiosa de
Alejandría, debió ser un hombre bien formado y querido, en modo alguno dogmático y
extremista, antes bien agradable en el trato y de gran espiritualidad. Arrio no negaba la
trinidad, sino que tan sólo defendía, mientras subordinaba el Hijo al Padre y el Espíritu
Santo al Hijo, una subordinacionismo categórico. Con ello se acercaba a los Evangelios y a
toda la tradición del cristianismo primigenio; en cualquier caso, mucho más acorde que la
Iglesia, que convirtió en dogma la creencia en la divinidad de Cristo. Arrio puso, en cambio
-aun cuando también hiciera de Jesús un ser híbrido, un semidiós- su centro de gravedad no
en la fe sino en el etos. “Arrio”, escribe el teólogo Walter Nigg, “quiso acentuar sobre todo
el seguimiento de Cristo, preocupación que pasaba a segundo término ante el remarque
unidimensional de la función redentora de Cristo. Éste es el gran privilegio de Arrio, a
16
“ Los teólogos fueron ahondando cada vez más en este tema en el curso del tiempo. Llegaron a descubrir
que Dios era algo así como un único ser (ousia, substancia) en tres personas (hypóstaseis, personae). Que esta
triple personalidad era consecuencia de dos “procesos” (procesiones): de la generación (generatio) del Hijo a
partir del Padre y de la “exhalación” (spiratio) del Espíritu entre el Padre y el Hijo. Que esos dos “procesos”
equivalían a cuatro “interacciones” (relationes): la calidad de padre y la de hijo, la exhalación y el ser
exhalado, y esas cuatro “interacciones” dan a su vez cinco “particularidades” (proprietates, notiones). Que al
final todo esto, en mutua “compenetración” (perichóresis, circuminsessio) daría sólo un Dios: ¡actus
purissimus! “ Deschner, vol. II, pág 17 y s.
51
menudo pasado por alto, y que muestra mejor que nada lo mucho que a este hombre le
interesaba Jesús17.”
Su obispo Alejandro, en favor del cual él mismo había renunciado a la silla episcopal, le
excomulgó aun cuando el mismo Alejandro había sido anteriormente un defensor de la idea
de subordinación. Se expulsó al párroco“hereje” del país con todos sus seguidores, entre
ellos los obispos Segundo y Teonas. Fueron muchos los dirigentes de la Iglesia que
abogaron por Arrio, un sínodo en o cerca de Nicomedia tomó también partido por él, otro
sínodo palestino les restituyó a él y a sus seguidores en sus puestos. Pero siguió la disputa y
discusión y la iglesia occidental, cuyas fuerzas espirituales en Roma eran especialmente
escasas, no entendió ni de lejos la cuestión, discusión que en Oriente adquirió una increíble
popularidad y terminó dividiendo a la iglesia oriental en dos bandos. Hay que decir que
quien le confirió al arrianismo agresividad, intensidad y duración fueron no tanto las
diferencias dogmáticas cuanto la lucha por el poder de las sedes episcopales. Fue una
táctica, empleada con frecuencia sobre todo por Atanasio, el principal enemigo de Arrio, la
de trasladar las confrontaciones y luchas político-eclesiales al ámbito de la fe, donde
siempre se encuentran razones para acusar. Desde un principio, en esta disputa secular se
trataba menos de diferencias dogmáticas que del núcleo de una típica política clerical.
En el famoso concilio de Nicea (325), cuyo nivel fue tan bajo que un contemporáneo
malicioso lo calificó como “sínodo de puros idiotas”, sucumbieron los arrianos. Se les
arrebató su profesión de fe y se hizo trizas de ella. Y el emperador Constantino, todavía no
bautizado, impuso a los prelados en la profesión de fe de Nicea una fórmula, no defendida
por ninguno de los bandos: la igualdad del Hijo con el Padre, la identidad de una substancia
divina en ambas personas, el concepto “homousios” (latín: consustantialis). Éste concepto
no provenía, como se creía a comienzos de nuestro siglo, de la teología de la Iglesia –ésta
lo había rechazado ya expresamente en la segunda mitad del siglo III-, el concepto provenía
–al igual que otros muchos termini technici de la dogmática católica- de la teología de los
“herejes”, de la doctrina de los gnósticos18.
17
La predicación que Arrio inició hacia el 318 se encontraba en la línea de otras anteriores negadoras de la
estricta divinidad del Verbo. Marcaba así distancias entre la naturaleza del Hijo y la del Padre, cuya
preeminencia y originalidad quería salvaguardar a cualquier precio. Arrio aparecería así como un
“subordinacionista” –acusación favorita de los opositores- que establece diferencias de categoría entre las
distintas Personas de la Trinidad. El Padre, a su entender, era el único “inengendrado” (agenetos) y el que no
tenía principio, ya que Él era el principio (arje) de todos los seres. El Hijo –que había sido creado y había
recibido la vida del Padre- era ontológicamente inferior a Éste, pero se situaba por encima de todos los seres.
Se le podía considerar así dotado de una especial fuerza divina. Arrio siempre llama al Verbo Hijo de Dios
para mantenerse dentro de los consagrados usos bíblicos. Cristo actuaría como una especie de intermediario
entre la divinidad y los hombres, superior en todo a estos pero “subordinado” en cualquier caso al Padre.
18
“Fue Constantino quien convocó el concilio, y no el “papa”. También él lo abrió el 20 de mayo y ocupó la
presidencia. El emperador corrió con los gastos de los participantes, sobre cuyo número los datos oscilan
entre 220 y 318”, Deschner, obra citada, vol. II, pág 24 y s
52
arrianos asesinado-. 45 años más tarde, en el 381, se estableció en la denominada profesión
de fe niceno-constantinopolitana por primera vez el dogma de la trinidad, convirtiendo la
doctrina trinitaria en ley orgánica, en contra del Nuevo Testamento, en contra de la fe de
toda la cristiandad primigenia y en contra de la razón19.
La nueva idea del Hijo, que sigue siendo un segundo ser junto a Dios pero uno con él,
convierte la tensión entre Dios y su Hijo en una armonía, evita la idea de que un hombre
pudiera ser Dios, elimina el carácter revolucionario, antipaternal de la vieja fórmula.
Porque el cristianismo tenía una cualidad, que por la función social, que debía cumplir,
era superior. Era la fe en el Hijo de Dios crucificado. Con él podían seguir identificándose
los hombres oprimidos y sufrientes. Pero la satisfacción de la fantasía ahora fue otra. La
masa ya no se identificó con el crucificado para colocar en la fantasía el destronamiento
del Padre sino para disfrutar de su amor y de su gracia. El que el hombre se convirtiera en
Dios era expresión de las tendencias agresivas, activamente antipaternales. El que Dios se
hiciera hombre era expresión de la atadura pasiva y tierna al Padre. La masa encontró su
satisfacción en que su representante, el Jesús crucificado, fuera como quien dice elevado
en rango, convertido en Dios preexistente. Y así como no se esperaba que se iba a dar
pronto un cambio histórico, sino que se creía que la redención se había dado ya, que lo
esperado había tenido lugar ya, de igual modo se había renunciado a la fantasía
antipaternal y, en su lugar, se había creado otra, la que armonizaba que el Hijo se sentara
por voluntad del Padre junto a él. Aquí radica el meollo de la importancia de la paradoja
lógica del dogma de la trinidad.
19
“Creemos en un solo Dios, el Padre todopoderoso... y en un solo Señor, Jesucristo... verdadero Dios del
verdadero Dios, engendrado, no creado, de la misma naturaleza (homousios) que el Padre... Y en el Espíritu
Santo...”, Deschner, obra citada, vol. II, pág 26
53
El contrasentido lógico es la expresión de una aspiración sociológica, es decir, del cambio
de la función social del cristianismo. De una religión determinada por rebeldes y
revolucionarios se hizo una religión dirigida por la clase dominante, para conducir y
tutelar a la masa.
54
Bautismo,
eucaristía
y penitencia
55
El bautismo
También los paganos, conscientes de las fuerzas espirituales, atribuyen a sus ídolos las mismas virtualidades.
Sólo que se engañan porque sólo es agua.
Tertuliano
Y como indica el lema de Tertuliano enunciado líneas antes, en el cristianismo no hay nada
nuevo –empezando por las cosas más baladíes hasta el dogma central-, lo mismo cabe decir
del bautismo.
Según las palabras del salvador (Jn 3, 5) el bautismo es absolutamente indispensable para conseguir la
salvación
56
El mismo Jesús, a quien se atribuye el bautismo católico, nunca bautizó. El Evangelio de
Juan, que en el capítulo 3 deriva de él el bautismo y recalca por dos veces que bautizó, en
el capítulo 4 sostiene lo contrario.
Es verdad que el catolicismo enseña la institución del bautismo por “Cristo”. Pero no sabe
realmente cuándo y dónde se llevó a cabo esto. “Para una solución segura de la cuestión no
bastan los datos de la Sagrada Escritura y de la tradición”. Era imposible que el Jesús de los
sinópticos, que era anticlerical, antileguleyo y contrario al culto, ordenara un bautismo. La
observación de una determinada costumbre en el trato con Dios era algo que le repugnaba,
predicó ese cambio de mentalidad urgiendo lo necesario y rechazando lo secundario, lo
superfluo, aquello que los fariseos lo convertían en fundamental. Empalmando con
parecidas tendencias de profetas anteriores, él no valoraba ningún ritual, ningún códice de
costumbres hueras, ninguna consagración, lavado, ayuno o “filtro de mosquitos.” Él separó
claramente lo ético del embrollo innecesario y perjudicial con el culto.
Jesús criticó con energía el servicio rutinario del clero respecto a Dios. Rompe con todo
formalismo y menudencia de la ley. Rompe con el sábado, se preocupa muy poco de
ayunar, desprecia los ritos vacíos de los santurrones, rechaza fórmulas de confesión, no da
valor a los méritos de las prescripciones de purificación y desprecia otras prácticas
cultuales. Además parece que se han eliminado los pasajes más radicales de sus ataques
contra el culto. De cualquier forma, él anuló todo postulado ritual y todo servicio fingido a
Dios y, en concordancia con los profetas veterotestamentarios, declaró el amor efectivo al
prójimo como el verdadero sacrificio querido por Dios.
De los conocimientos aportados por la investigación crítica se sabe que tampoco los
apóstoles de Jesús recibieron orden de bautizar. Incluso ni los mismos católicos se ponen de
acuerdo sobre cuándo instituyó Jesús el bautismo. Existen serias duda de que el mandato
trinitario del Evangelio de Mateo: “Id y enseñad a las gentes y bautizadlas en el nombre del
Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo...” no sea una falsificación. Durante todo el siglo I no
se conocía la trinidad cristiana, y sí, en cambio, se conocía una abundancia de trinidades
divinas: la doctrina trinitaria de Apis y de Arapis, la trinidad de la religión de Dioniso, la
triade capitolina de Júpiter, Juno y Minerva; existía también el tres veces grande Hermes,
el dios trinitario del mundo, del que se creía que era “uno y trino”, por destacar algunas de
entre todas las numerosas trinidades antiguas.
¿Pero cómo les iba a ordenar Jesús, que se creía “enviado sólo a las ovejas perdidas de
Israel”, que ordenó a los apóstoles “no emprender el camino hacia los pueblos gentiles”,
que profetizó “el Hijo del hombre vendrá antes de que hayáis terminado de recorrer las
ciudades de Israel”, llevar a cabo la misión del mundo? Estas citas se tuvieron como
verdaderas porque la cristiandad comenzó pronto a misionar a los gentiles. Se hizo lo
57
contrario de lo predicado por Jesús. No se las habría inventado porque contradecían la
propia práctica. Sólo que más tarde, y precisamente para justificar una praxis y en
contradicción con las palabras de Jesús, se introduce, al final del Evangelio de Mateo, la
orden del bautismo, en la que el “resucitado” decreta la misión del mundo. Esta orden, que
llevaron a cabo los cristianos antes de ser dada, consideran los teólogos críticos que es una
falsificación.
Pero hoy, que toda la investigación crítica reconoce el mandato trinitario del bautismo por
parte de Jesús como falsificación histórica, un teólogo cristiano concluye de manera
asombrosamente paradójica que el mandato del resucitado, históricamente no vendible, es
la explicación histórica más plausible acerca del origen del bautismo cristiano. Y el
arzobispo Konrad Gröber, en tiempos miembro patrocinador de las SS, ignora por completo
en todo un capitulillo sobre el bautismo el origen del mismo, afirmando únicamente de
entrada que los “antiguos habrían tenido en gran estima el sacramento del bautismo.” Los
antiguos son, para él, el rey Luis IX, Dante y Pedro Canisio.
Los apóstoles bautizaron -ellos no fueron bautizados-, pero, como es demostrable, no “en
el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”, sino en Jesús o “en nombre de Jesús”,
una forma bautismal normal en el siglo I. También bautizó Pablo, él promocionó
especialmente el bautismo, aun cuando reconoce expresamente que Cristo no le ha enviado
a bautizar. Pero él le da profundidad mística y eclesiológica, puesto que en lugar de la
fórmula tradicional “en nombre de Jesús” propaga el “bautismo sumergido en Cristo”,
“sumergido en el cuerpo de Cristo”, “sumergido en la muerte de Cristo”.
Martín P. Nilsson
¿A qué se debe la profusión de ceremonias en el santo bautismo? Sirven de adorno externo al sacramento, el
más indispensable de todos., pero, sobre todo, como enseñanza de la importancia de este santo sacramento.
58
El jesuita Franz Xaver Brors
En una descripción del pseudo Dionisio Aeropagita se explica la forma común de llevarse a
cabo el bautismo en la Iglesia antigua:
El obispo acoge a ambos con la misma alegría con la que se coloca un cordero sobre los
hombros. Lleno de respeto loa él con espíritu agradecido y cuerpo postrado a la fuente
originaria de todas las bondades, de la que mana todo lo que se pide, y de la que participa
todo el que se salva. Luego reúne el obispo a todo el clero en aquel lugar sagrado para que
actúen en la salvación del hombre y participen en la fiesta de acción de gracias por
tamaño beneficio divino. Al inicio reza el obispo con el pueblo, reunido en la Iglesia, un
canto de alabanza contenido en la sagrada Escritura. Luego besa el altar, se coloca
delante del bautizando y le pregunta por la razón de su venida.
Movido por el amor de Dios, declara el bautizando, tal y como le ha sugerido el padrino,
su ateísmo, su desconocimiento de lo realmente bello, su ceguera respecto a la vida
plenamente divina. Pide al obispo que, merced a su santo oficio de mediación, le haga
partícipe de Dios y de los bienes divinos. El obispo recalca que la conversión a Dios debe
ser total porque Dios es perfecto y sin mácula. Y una vez que le ha explicado el cambio de
vida, le ha hecho la pregunta de si desea llevar una vida así, y obtenida una respuesta
afirmativa, le coloca la mano sobre la cabeza, le marca con la señal (de la cruz) y ordena
a los sacerdotes que anoten al candidato al bautismo con el padrino en el registro de
bautismos.
Llevado a cabo el registro por los sacerdotes, el obispo realiza una oración. Después de
que toda la comunidad haya rezado juntamente con el obispo, le desciñe al candidato y
deja que los diáconos le desvistan. Luego le coloca mirando a occidente, con las manos
vueltas en la misma dirección y estiradas. En esta situación le ordena soplar por tres veces
contra Satán dictándole la fórmula del conjuro, que el bautizando la repite por tres veces.
Luego le coloca mirando hacia el este, le hace mirar al cielo con las manos alzadas
prometiendo fidelidad a Cristo y guardar toda la doctrina revelada por Dios. Una vez
hecho esto, el obispo le hace de nuevo una triple promesa, le bendice y le impone la mano.
Los diáconos lo desnudan totalmente y los sacerdotes le acercan el santo óleo. El obispo
comienza a ungir con un triple signo de cruz, dejando luego a los sacerdotes que continúen
59
ungiéndole por todo el cuerpo. El mismo obispo se acerca al vientre materno de la
aceptación del hijo, santifica el agua de la pila bautismal con invocaciones santas, la
consagra derramando por tres veces el óleo santo al tiempo que hace el signo de la cruz y
canta correspondiendo al número de infusiones santas de santo crisma el canto sagrado,
nacido de la inspiración de los profetas invadidos por Dios. Entonces hace que se acerque
el bautizando. Uno de los sacerdotes lee en voz alta su nombre y el del padrino, el
bautizando es acercado por los sacerdotes a la fuente bautismal y entregado en manos del
obispo. Éste se encuentra arriba, junto a la pila bautismal, los sacerdotes repiten de nuevo
con voz fuerte mirando al obispo por encima del agua el nombre del candidato, el obispo le
introduce en el agua por tres veces, e invoca en las tres infusiones y alzamientos del
bautizando a las tres divinas personas.
Casi todos los cultos conocían la idea básica del bautismo como “renacimiento”. “Renacido
a la vida eterna” (in eternum renatus) se denominaba a sí mismo el creyente en Atis;
“renacido” el salvado por Isis; “los nacidos de Dios”, se dice en una importante casta
mística de la religión de Dioniso.
El neófito cristiano, según Pablo, se viste de Cristo como de una túnica. “Todos vosotros,
que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis vestido de Cristo.” O como dice el apóstol
en la carta a los romanos: “Vestíos del señor Jesucristo.” La imagen proviene de la
“mística de la túnica” de las diferentes religiones mistéricas, especialmente marcada en
Eleusis o en el culto a Isis, donde el creyente se vestía la túnica de la divinidad y así se
volvía inmortal o incluso se endiosaba. Tampoco para Pablo el bautismo es tan sólo una
ceremonia simbólica, es también un acto de endiosamiento entendido de manera totalmente
real y substancial.
60
oración forman parte de este proceso; cinco días antes del bautismo hay que bañarse,
durante tres días hay que practicar un ayuno severo, y la última noche se debe permanecer
en vela. Al igual que en el culto de Isis, el dispensador del bautismo debe ayunar también
antes y decidir cuándo está preparado el candidato para el bautizo. Y como en la religión de
Mitra, se bautiza preferentemente al inicio de primavera (en Pascua). Como en el bautismo
eleusíaco o de Orfeo, también en el cristiano la mayor de las veces la inmersión se hace
desnudo. Como en el culto a Isis el lugar del bautismo puede ser un río, una fuente o la
playa. Más tarde se llevó a cabo en una casa bautismal, en el baptisterio, que también tiene
sus antecedentes en las fuentes e instalaciones de las religiones de misterios, sobre todo del
culto a Mitra, levantadas para bautizar. Incluso en sus templos había una especie de pila de
agua consagrada. En el vestido blanco bautismal prosigue la mística helénica de la túnica –
blanco y rojo eran los colores más frecuentes de los vestidos de las fiestas de culto en las
religiones de misterios-. En el siglo IV se convierte, por fin, el sacramento en una fiesta de
dimensión social con cartas de felicitación.
Existe toda una serie de otras afinidades y concordancias, aunque los teólogos siempre se
han esforzado en destacar los ritos propios de los anteriores y en acentuar lo supuestamente
nuevo y original (el espiritualismo místico del bautismo cristiano, el estar exento de toda
magia...) del puro enmascaramiento apologético.
Pero lo que se lleva a cabo no es más que una repetición de todas las formas posibles de la
mística sacramental de la época precristiana, es la co-resurrección con el dios del culto
antiguo, de ahí que durante largo tiempo la época bautismal fuera exclusivamente en
pascua. Todo lo que se repite en la usanza cristiana (el embrujo protector y de defensa, la
imposición de manos, el gesto de bendición y transmisión, la unción del cuerpo o la cabeza,
los actos de exorcismo como el soplar, ensalivar, el triple sumergimiento, la mística de la
túnica etc...) todo ello no son más que imitaciones y plagios y, en cualquier caso, las
diferencias son muy relativas y escasas.
Por ejemplo, y cito únicamente de libros de teólogos católicos con imprimátur, el “soplar”
o más bien el quitar soplando (exsufflet) es un signo de rechazo y de asco, con el que se
intenta alejar un ser molesto, y simboliza la expulsión del demonio como resultado del
bautismo. Luego el sacerdote hace una cruz sobre la frente y el pecho del bautizando y le
coloca la mano sobre la cabeza. Así debe “adquirir gusto por la doctrina salvífica, por la
61
sabiduría de la cruz y ser liberado del pecado. Por eso se coloca en la boca del bautizando
un poco de sal al tiempo que se recita una oración.” A continuación se lleva a cabo una
nueva expulsión del demonio y se hace una nueva cruz, “se realiza un nuevo exorcismo,
concluyendo con el signo de la cruz dibujado sobre la frente del bautizando, que sirva de
centinela y defensa contra los poderes que se han evadido.” Se dice taxativamente que este
exorcismo “no es una mera expresión o símbolo de los efectos y virtualidades del bautismo,
que tiene además un efecto espiritual.”
En la segunda parte del rito bautismal se añade un tercer exorcismo, ahora de palabra, con
el significado de que “el reino de las tinieblas nunca más tenga poder sobre el bautizando,
por lo que el sacerdote roza primero los oídos del bautizando con el pulgar mojado en
saliva”, luego “la nariz”, indicando que su “sentido interior y exterior debe estar en
adelante abierto a la palabra de Dios y ésta debe ser su placer más cotizado.”
Esta ceremonia del ensalivamiento se retrotrae al mismo Jesús, quien en Marcos sana al
sordomudo aplicándole saliva de su lengua y, según Juan, el ciego de nacimiento puede ver
de nuevo “porque yo estoy en el mundo, soy la luz del mundo. Y dicho esto escupió en la
tierra, y formando una masa con la saliva la colocó sobre los ojos ciegos...” Y surtió efecto.
Una vieja creencia popular, muy extendida en oriente y mencionada varias veces por Tácito
y Plinio, sobre la fuerza sanadora y liberadora de desgracia de la saliva se hace aquí
presente. Debía aplicarse en la mordida de la serpiente, contra la epilepsia, contra el
entumecimiento y las brujas. “Escupimos en nuestro propio pecho”, dice Plinio, “cuando
pedimos a los dioses protección y ayuda en una empresa.” Por tanto también el Señor tenía
que operar con saliva, y la madre Iglesia a lo largo de los siglos. Y para “eliminar” la
costumbre pagana, “se asumió la unción con saliva en el exorcismo cristiano del bautismo y
se le dotó de un sentido sagrado más profundo.” Y lo que antes era superstición se volvió
ahora fe, lo que antes era superficial se convirtió en algo profundo y la desgracia se volvió
salvación. “Tras nuevas determinaciones la Iglesia renuncia a la aplicación de estas
ceremonias en lugares donde son inaceptables.”
En el rito bautismal ahora tiene lugar “la renuncia solemne a Satanás, que en cierta manera
corresponde a un exorcismo.” El bautizando renuncia de manera solemne al príncipe de las
tinieblas y a sus obras, y promete “lucha permanente en su vida” contra ellas. Y para
fortalecimiento de esto “es ungido con aceite como los atletas de la antigüedad en el pecho
y entre los hombros...”; y es que el pecho es el lugar “de las malas inclinaciones”, y entre
los hombros se asienta “la fuerza.”
Y después de todo esto y algunas cosas más se llega a la administración del auténtico
“sacramento”, que al tiempo de la pronunciación de la fórmula bautismal se derrama “por
tres veces el agua bautismal sobre la cabeza del bautizando dibujando con el agua la cruz;
sobre la cabeza porque “representa de la forma más digna a todo el cuerpo; se hace tres
veces por reverencia y respeto a la santísima trinidad, y en forma de cruz para indicar que
el renacimiento tiene lugar por el mérito del sacrificio de la cruz.”
Realmente, tras la praxis bautismal cristiana no se esconde otra cosa que la vieja visión
pagana de la fuerza misteriosamente salvadora y purificadora del agua, sobre todo del
“agua fluyente” y “viva”, llena de fuerzas divinas, proveniente de la divinidad y vivificada
62
por ella. De ahí que se atribuyera fuerza curativa a manantiales y ríos, y los cristianos
aplicaron y trasladaron al bautismo casi todo lo que judíos y helenos –y también los
conocimientos de los estoicos sobre la metafísica de la naturaleza- conocían y enseñaron
sobre la importancia del fluido.
Y porque el bautismo en realidad no es más que un rito, que no causa nada fuera de la
militancia obligatoria y voraz en las iglesias, a poder ser hay que rellenarlo de misterio. Y
como no tiene ningún efecto interno lo externo recobra una importancia exagerada.
A modo de ejemplo sirva la discusión teológico pastoral y moral sobre el agua bautismal,
embarazosamente detallada, “aqua vera et naturalis” (Conc. de Trento), un requisito básico
“para la consagración del agua”. Se distingue “materia certe invalida”, “materia dubia”,
“materia valida”, “materia licita seu praescripta.” ¿Qué líquidos tienen fuerza salvífica y
cuáles no? ¿Qué agua es “materia dubia”, es decir es verdadera agua... o no? ¿Qué pasa con
la escarcha o el granizo... son verdadera agua? ¿Y el aguardiente, la sopa espesa de carne,
la sangre, la saliva, qué pasa con el café o la sopa?
En la Teología moral de Franz Adam Göpfert, una obra fundamental, reeditada y corregida
muchas veces, se dice por ejemplo:
I.- Materia del bautismo. 1. Materia remota del bautismo y materia válida es el agua
verdadera, el agua natural. Y entre ésta hay que entender toda agua elemental, simple, sea
agua de mar, de río, de fuente, de pozo, de cisterna, de pantano, de lluvia, de hielo, de
nieve y pedrisco disuelta, agua mineral, sulfúrica, agua de rocío, reunida de vapores, agua
como la que baja por las paredes y se desliza en épocas de lluvias y se mezcla de cosas –
siempre que la mayor parte sea agua-, todo aquello que se tiene por verdadera agua,
también el agua destilada –siempre que esté exenta de elementos ajenos-.
En cambio son materia inválida todas las secreciones orgánicas, como leche, sangre,
saliva, lágrimas, sudor, el jugo exprimido de yerbas y flores, el vino, todos los líquidos que,
en opinión general, son distintos al agua, así como la cerveza y el tinte.
63
asimismo materia dudosa; pero aquí apenas hay dificultad alguna porque pueden
disolverse con el calor de ambas manos.
“Es importante también el momento de la consagración del agua bautismal. “Se debe
consagrar tras prescripción estricta el viernes santo o el sábado antes de Pentecostés, en
cantidad suficiente y con la solemnidad correspondiente... Y si los nuevos óleos no han
llegado aún se utilizan los existentes, caso de que haya que administrar de inmediato un
bautismo... Si regularmente llegan tarde los nuevos óleos, entonces se usan para la
consagración del agua bautismal los antiguos (can. 734). Y si se acaban los óleos santos,
utilizados para la administración de los santos sacramentos, se puede añadir aceite de olivo
repetidamente, pero siempre en menor medida que el aceite consagrado existente. Y si no
hay suficiente cantidad de agua bautismal entonces....” etc
64
expulsado, encerrado todavía en la bolsa, hay que romper ésta con cuidado y sumergir toda
la formación en agua caliente y sacarlo mientras se pronuncia la fórmula bautismal.”
Un feto mejor formado puede ser bautizado por infusión. Sólo si se tratara de una masa de
carne totalmente degenerada, que ha salido del vientre materno, y no existe persona
alguna entonces no habría que administrar el bautismo. Pero hay que examinar con
cuidado estas masas porque, a veces, contienen un germen animado. El denominado
Arcadio, un engendro, compuesto sólo de vientre y piernas, no se debe contemplar como
individuo humano. Y porque resulta difícil saber, dice Capellmann-Bergmann, si cada
órgano capital es complementario o independiente, si existe vida vegetativa o no, resulta
aconsejable administrar el bautismo condicional.
¡Se analizan todas las posibilidades para que no perezca ninguna alma! “Si se bautizara a
un niño en el útero materno..., y tras él nacieran varios niños sin saber exactamente cuál fue
el bautizado, se debe bautizar condicionalmente a todos (si non es baptizatus).”
Tú te lavas en un agua, en la que también se lavan los cerdos... Nosotros en cambio nos lavamos en un
agua viva.
65
pide el iniciado en Eleusis: “Deméter, tú que has fecundado mi espíritu, haz que sea
digno de tu bendición.” Pero también de los banquetes y brebajes sagrados de las
numerosas religiones de misterios manaba un efecto fuertemente moralizante.
En un lugar se trata de mero agua, de agua simple, en el otro es agua viva. Pero por lo
demás era tan iguales ambas que el santo Justino, el apologista más importante del siglo
II, se lamenta ¡de que los malos demonios hayan robado el bautismo y la eucaristía de
los cristianos! También Tertuliano se encoleriza y pregunta: “¿De dónde han sacado los
filósofos o escritores estas ideas tan próximas? De nuestros misterios sagrados.”
Los padres más antiguos de la Iglesia estaban tan afectados por las coincidencias que
acusaban a los paganos del robo llevado a cabo contra los cristianos. Pero los misterios
paganos precedieron a los cristianos y, por tanto, evidentemente no podía darse el “robo
de los helenos.” Una vez más estaba en juego lo sobrenatural: el demonio y sus
ayudantes, los demonios malos, habían revelado a los paganos los “misterios” cristianos
ya antes de Cristo. ¡La filosofía de los cristianos, la doctrina del logos, los
sacramentos... todo había sido robado a los cristianos inocentes del Antiguo
Testamento, habían copiado del libro de los judíos! De ahí que Justino pronunciara
aquella grave frase: “Por tanto, nosotros no enseñamos lo mismo que los demás, sino
que todos los demás repiten lo nuestro”, con lo que afirma lo que niega, sólo que
invirtiendo la dependencia.
Justino enumera, por lo demás, nuevas coincidencias en la función del agua en el culto.
Narra la aspersión de los paganos o su baño completo al entrar en los santuarios.
Numerosos lugares de culto antiguos disponían de pilas de agua sagrada. En los
templos de Isis había hasta automáticas; y sus sacerdotes utilizaban, como hoy día lo
hacen los católicos, hisopos con agua bendita. Y, al igual que los paganos, los católicos
colocaron en sus Iglesias recipientes de agua y se lavaban las manos al entrar. Incluso,
siguiendo el ejemplo de los paganos, los cristianos pusieron en práctica el baño de todo
el cuerpo y lo hacían esto antes de la oración.
Después de que este “robo de los helenos” -falsificación histórica defendida por casi
todos los padres de la Iglesia antigua- hubiera tenido éxito durante siglos, no se reveló
ni más creíble ni más necesario. El primero que sustituyó esta teoría por una especie de
revelación primigenia fue Agustín, gracias a la cual la divina providencia se habría
66
manifestado a los paganos. En el siglo XX explica el teólogo Hermann Raschke, de
acuerdo con la investigación crítica que: “La Iglesia es culpable de lo que echa en cara a
los demás, ella es quien ha robado; es la vieja canción: ¡Detened al ladrón! Ésta es la
táctica cuando se quiere apartar a los perseguidores de aquel, que es el auténtico
ladrón.”
El bautismo, al que se aferra también la Reforma -aun cuando negara que fueran siete
los sacramentos- podía expender al principio cualquier cristiano. A partir del siglo II los
laicos fueron perdiendo poco a poco poder, sobre todo se combatió, difamó y se les
privó a las mujeres de expender el bautismo hasta que, por fin, terminaron
administrando únicamente los eclesiásticos. Esto hay que encuadrar dentro del
derrocamiento general del laico por el sacerdote. El poder del clero salió fortalecido por
la introducción del bautismo de los niños.
La objeción de que es inicuo bautizar a niños menores de edad e imponerles sin su consentimiento las
pesadas cargas de la religión cristiana presupone, falsamente, que las obligaciones bautismales
dependen del consentimiento del hombre. Toda persona tiene que asumirlas desde el anuncio del
Evangelio mismo.
¡Qué increíble osadía se desprende de esta frase! ¡Qué triste violación de la persona al
poco de nacer! Ante la excelente idea de que no se debía bautizar a ningún niño
pequeño, sino que se debía esperar a que se hicieran mayores y determinaran ellos
mismos si querían ser católicos o no, replica un católico: “Lo mismo se podía decir: No
se debía dejar a los hijos con sus padres, sino educarles en otro sitio para que luego
ellos, más tarde, elijan si quieren ir o no con sus padres.” ¡Qué baratura de sofisma!
¡Como si el catolicismo (o el cristianismo) fuera algo tan connatural y necesario para el
hombre como el padre y la madre! Y otro católico, tan caradura como el anterior,
afirma que: “El bautizar a un niño sin preguntarle es igual de injusto como quien le testa
una gran herencia sin preguntarle.” ¡Emparejadas a una gran herencia están, sobre
todo, grandes ventajas y derechos, al bautismo, en cambio, se le unen pesadas
obligaciones e impedimentos de por vida!
En todo el Nuevo Testamento nada se habla del bautismo de niños, y las generaciones
más antiguas de cristianos únicamente practicaron el bautismo de adultos. De parte
católica no hay más remedio que admitir que el bautismo de los niños “no se deja
deducir de la Biblia de forma concluyente”, que “desde ésta no se justifica con
seguridad.” Probablemente se comenzó en la Iglesia por primera vez a bautizar niños a
finales del siglo II –y esta novedad, como era normal, dice apoyarse en la tradición
“apostólica.”
67
En el siglo III el ritual bautismal del reglamento eclesial de Hipólito prescribía ya el
bautismo de niños (baptismus infantium). De todos modos Tertuliano seguía
combatiéndolo con argumentos muy razonables. Los hombres deben acercarse, escribía,
cuando son adultos, “que sean cristianos cuando son capaces de conocer a Cristo.”
“¿Por qué razón”, se preguntaba más tarde el patrístico desgajado “tienen tanta prisa la
inocencia y la infancia en la condonación de los pecados?”
Pero no era la edad de la inocencia quien tenía prisa, sino la Iglesia. Ya en el siglo III
afirmaba ella que el primer grito del niño, a su llegada al mundo, no era un grito de
queja, sino un grito de solicitud, de petición del bautismo. Y en el siglo IV el santo
Gregorio Nacianceno es partidario de que los niños no sean bautizados hasta los tres
años. Hasta comienzos de la Edad Media la regla fue el bautismo de adultos. Y fue en el
siglo VI cuando se impuso el bautismo a niños (propagado sobre todo por Agustín).
Pero lo que se dice obligatorio sólo fue a partir del Concilio de Trento (1545-1563).
“Los párrocos deben enseñar en adelante que los niños tienen que ser bautizados, y
deben ser formados poco a poco, a una edad tierna, mediante las prescripciones de la
religión cristiana en la verdadera divinidad, pues como dice atinadamente el sabio: “Si
el joven se acostumbra a su camino, ya no se aparta de él ni de mayor.” En lugar de
“joven” sería más acertado poner “asno.”
También Lutero defendió con fuerza el bautismo de niños, que hasta entonces,
amparándose en la costumbre del cristianismo primigenio, únicamente lo combatían
pequeñas sectas: pelagianos, albigenses y valdenses. Y como por doquier se liquidó a
estos “herejes”, se asentó el bautismo de niños; y para Lutero “esta maravillosa obra
divina” fue la demostración de que “el bautismo de niños tiene que estar bien”, aun
cuando entraba en contradicción con su propia concepción sacramental.
Los anabaptistas, que según el reformador por su boca hablaba “Satán”, siendo
consecuentes, procedieron a la “re-bautización”, al bautismo de adultos, siendo
combatidos por católicos y protestantes. Nosotros “ordenamos, imponemos, actuamos y
declaramos querer la perfección y saber mejor”, y la orden de 1529 contra los
anabaptistas disponía “que todos y cada uno de los anabaptistas y rebautizados,
hombres y mujeres maduros, deben ser condenados a muerte mediante fuego, espada o
métodos parecidos, según las personas, sin que tengan que intervenir los jueces
eclesiásticos de la inquisición.”
Melanchthon exigía en su tiempo la pena de muerte para los “herejes”, Lutero el juicio
sumarísimo, yendo más allá de la praxis de la inquisición católica. Con razón glosa el
teólogo Ahlheim: “Apenas se había establecido la Iglesia protestante y ya comenzaba a
pegarse la sangre de los herejes en las manos de sus dirigentes; proseguía la buena
tradición católica de la intolerancia brutal. Ciertos anabaptistas debían agradecer su
muerte a la actuación resuelta de los reformadores de Wittenberg, que fortalecieron los
músculos de la violencia profana cuando la fundamentación para las sentencias de
muerte contra los simpatizantes del bautismo no eran suficientes. Miles de anabaptistas
(se calcula por lo bajo en unas 5000 víctimas) hallaron la muerte en el siglo XVI a
manos del verdugo, sin contar quienes sufrieron castigos “menores” como la
mutilación, la cárcel y el destierro.”
68
• Protesta en la actualidad contra el bautismo de niños
El bautismo de niños tiene, de manera especial, el carácter de una acción religiosa sustitutoria. Los
vástagos indefensos tienen que realizar, de forma supletoria, algo que ni los mismos padres son capaces
de llevar a cabo, la de oponerse a una presión social interiorizada.
Joachim Kahl
En los últimos años se ha protestado con fuerza contra el abuso del bautismo de niños
por parte de algunos eruditos protestantes. Karl Barth lo atacaba como “vacunación por
vía oral” de la Iglesia. A otros teólogos, contrarios, se les aplicó juicios en contra de su
actividad magisterial o se les obligó a jubilarse. Es claro que la Iglesia en este tema no
cede. La ceremonia, aparentemente inocente, de aspersión de agua asegura primero su
consistencia en la afiliación y, segundo, su riqueza. Y esto es evidente sobre todo en la
República Federal Alemana donde cada ciudadano, en virtud de su remojón de
pequeño, paga a la iglesias entre el ocho y diez por ciento del impuesto sobre el salario
o la renta, ¡sólo por esto, la Iglesia ingresa año tras año miles de millones de euros!
No hay duda, si las Iglesias dejaran durante una generación de ser Iglesias de masas,
desaparecería la mojadura de los lactantes. Esto sostuvo hace ahora cerca de una
década Joachim Kahl, en su artículo “Educación sin religión”, digno de leerse, y que es,
desde el inicio, una crítica sustanciosa contra “el automatismo ciego del ritual del
bautismo de los niños”, que debe formar parte, con todo derecho, del “arsenal de la
cristianización forzada.” Kahl afirma, en este contexto, la misión violenta que
comienza con Agustín; la ideología de cruzada bajo el papa Gregorio I (hacia el 600);
el posterior modelo dinástico de la misión violenta, por la que, siguiendo la máxima de
cuius regio eius religio, el soberano determinaba la confesión de sus súbditos; y
finalmente las cristianización de las gentes, por las que pasan a ser súbditos no ya del
soberano sino de sus padres, cuius generatio eius religio.
El que fuera teólogo en otros tiempos censura el bautismo de los lactantes como
violación del derecho fundamental del niño a la libertad de religión, y lo denuncia como
anticonstitucional. Se apoya en el art. 4, párrafo 1 de la ley constitucional: “La libertad
de credo, de conciencia, la libertad de confesión religiosa y de ideas son inviolables.”
También se apoya en el art. 136, párrafo 4 de la constitución de Weimar, incorporado a
la constitución a través del art. 140: “Nadie puede ser obligado a una actuación
69
religiosa, a la celebración o a la participación de actos religiosos o a la utilización de
una forma de juramento religiosa.”
Y Kahl comenta:
¿Y qué pasa con el bautismo de los niños? Una persona, un lactante menor de edad,
¿qué indica esto? Los derechos de las personas pertenecen a cada persona
independientemente de su edad; una persona que no puede defenderse es obligado, sin
ser preguntado, a una actuación eclesial. Peor aún: se le degrada en objeto
involuntario de la actuación cultual de otros.
Por muy baladí que sea el hecho externo -a petición de los padres cristianos un
funcionario eclesial derrama agua tibia sobre la cabeza de un niño, la mayoría de las
veces lloroso-, lo decisivo es el hecho jurídico que se da a través de ese suceso. Antes
de la ceremonia el lactante era un “niño infiel.” Tras la ceremonia obtiene una partida
de bautismo y es un cristiano, miembro de una Iglesia con todas las consecuencias
jurídicas. (Por ejemplo un lactante bautizado, que hace una herencia, debe pagar
enseguida impuesto eclesial). Lo increíble de este hecho se puede medir comparándolo
con el padre más autoritario del NPD, éste no podía afiliar a su hijo al partido
inmediatamente después de nacer, algo, por otra parte, también muy difícil de hacerlo
si nos ajustamos a derecho.
¿Qué ocurre, por tanto, en el bautismo de niños? Que las personas pueden atribuirse
violentar religiosamente a otra persona indefensa y hacerle miembro a la fuerza de una
organización, que en realidad no prevé, en su concepción teológica, una salida,
porque la actuación divina mediante el bautismo en el niño es definitiva e inapelable.
Con esto el bautismo infantil no sólo lesiona el derecho fundamental de libertad de
religión sino también el derecho del niño al desarrollo libre de su personalidad (Ley
fundamental, art. 2, pár 1).
En lugar de ayudar al niño a potenciar su autonomía, con el bautismo los padres sellan
la falta de libertad aducida socialmente. La ideología del derecho paternal se
manifiesta como un canto darwiniano de la sociedad de los más fuertes. La supremacía
física pasa a convertirse en instancia psicológico-moral. El camino a la pila bautismal
de la Iglesia nos dice que en nuestra sociedad el derecho de autodeterminación del
individuo no se sostiene. En el bautismo de niños se anticipa, de manera forzada, la
deseada identificación del niño con el colectivo. El recién nacido es obligado desde el
primer instante a colaborar. El bautismo de los niños, como acto de nivelación de
clases, se alimenta de una violencia latente. Procede de esa manía de la Iglesia en
contra de lo otro y distinto. Por no poder soportar “un niño pagano” en el seno de una
familia cristiana –formulado de manera exagerada- se establece potencialmente el
pogrom.
70
que la iglesia enseña. No, no hay pensar. ¡Hay que repetir maquinalmente! (¡“repetir
maquinalmente” es un insulto, pero “pensar como la Iglesia” no!)
El lactante es el objeto ideal de violación para la Iglesia. “Los niños son aptos mediante
la potentia oboedientialis para aceptar los efectos del bautismo y, al mismo tiempo, se
elimina el ponerles impedimento alguno (obex gratiae). La mayoría tiene la religión -en
la que han sido metidos desde su nacimiento- que ya tenían sus padres, sus abuelos, sus
tartarabuelos, su fe es hereditaria, una desgracia familiar. “Serían muy pocos”, dice el
párroco Jean Meslier (un apóstata como Kahl) y cuyo testamento literario editó en parte
Voltaire en 1764, “quienes tuvieran un Dios si alguien no se hubiera preocupado de
darles uno.”
71
La eucaristía
No hay un dogma que exija tanto al pensamiento del cristiano católico, sencillamente que deje de pensar.
... tan sólo el eco de una comida mucho más realista y canibalista
Gustav Wyneken
Ya los caníbales, que claro está no aparecieron en el origen de la humanidad sino en una
fase posterior de su desarrollo religioso, no devoraban a sus víctimas por venganza o por
instinto de animal carnicero. Trataban sobre todo de apoderarse así de sus privilegios
corporales y espirituales, como determinados incultos tratan de apoderarse de la fuerza de
un oso cuando lo comen, o ciertos cristianos de las fuerzas sobrenaturales de san Sebastián,
de san Erhart de Regensburgo, de san Teodolfo de Trieste... al beber en sus cráneos; una
costumbre católica muy frecuente en tiempos, en la que la investigación teológica ve un eco
o huella del canibalismo cultual, como por ejemplo de la cacería de cabezas en Indonesia.
72
comió sus almas. Se desayunaba con los dioses importantes, los medianos eran su comida y
los menores constituían su cena. El rey devoraba todo lo que se le ponía delante. Tragaba
con ganas, y su poder mágico llegará a ser superior a todo poder mágico. Heredará más
potencia que nadie, será el rey del universo; se apoderó de todas las coronas y brazaletes, se
hizo con la sabiduría de todos los dioses.”
Para potenciar el poder mágico se saboreaba en el culto mejicano al Sol también la “sopa de
maíz con carne de hombres”: la carne de los presos, sacrificados por un sacerdote, era
cocida en una salsa de granos de maíz y comida por el rey y su clan, mientras que el
corazón con toda la sangre de las víctimas se reservaba para el dios Sol. En este contexto
hay que situar también la teoquale mejicana, la comida divina; el rey, los sacerdotes y los
demás “creyentes” comían la imagen del dios Uitzilopochtli, hijo de una doncella,
confeccionada con harina, miel y sangre de niño, para así apoderarse de su fuerza.
Ritos un poco más civilizados caracterizan los ágapes y bebidas de las religiones mistéricas.
Llevo una vida pura desde que yo, como pastor y Zagreus que ha pasado la noche de juerga, he
almorzado carne cruda.
Dioniso, un dios que padeció, murió y resucitó de nuevo, hijo de Zeus y de una mujer
mortal, adquirió importancia en Grecia ya en el siglo VIII antes de Cristo, y se
convirtió en el dios favorito del mundo antiguo. Él era médico, hijo de dios con aspecto
de hombre, dios del “espíritu” y de la profecía, en estrecha relación con el vino –a Jesús
se le aplica en el Evangelio de Juan uno de los títulos más conocidos de Dioniso, el de
“vid”. Jesús es “la vid verdadera.” También el milagro de la bodas de Caná, la
transformación del agua en vino, lo realizó ya Dioniso. Y, finalmente, el Evangelio de
Juan aplica a la cena del Señor la fórmula de “quien no mastica mi carne y bebe mi
sangre”, utilizada ya en la religión de Dioniso. Fórmula que no se halla ni en Pablo, ni
en Jesús. En la religión de Dioniso Dios se introduce e incorpora en el cuerpo de sus
partidarios: En el mito de Dioniso los titanes devoran al divino hijo; comen sus
73
miembros, y en el éxtasis del culto dionisiaco las bacantes despedazan y devoran carne
cruda (omofagia) para alcanzar la inmortalidad en la fusión sacramental con dios. Como
consta, las comunidades dionisiacas veneraban, ya en tiempos precristianos, a su dios
sobre una mesa-altar con vasos de vino con una señal de cruz. Estos parangones
resultan desenmascarantes. También se daban en otros cultos comidas sagradas.
Curiosamente la aceptación del pez, como símbolo cultual, donde primero se dio fue
entre los cristianos de Siria, que era el lugar donde la veneración del pez era más
conocida. Luego la palabra griega para designar pez “ichthys”20 (pez) se convirtió en el
anagrama del nombre griego “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.”
También el culto a Mitra –cuyo sacerdote era denominado a menudo “padre” y sus
creyentes “hermanos”, y que conocía, como luego la Iglesia católica, siete sacramentos-
poseía además del bautismo y la confirmación una comunión. Se componía de pan y
agua o una composición de agua y vino y, como en el cristianismo, se realizaba en
recuerdo de la última comida del maestro con los suyos. Las hostias portaban una señal
de cruz, la misa se celebraba a diario, pero la más importante era la del domingo, en
donde el celebrante pronunciaba las fórmulas sagradas sobre el pan y el agua.
En el servicio divino del culto a Mitra se utilizaban los mismos útiles que en la
eucaristía cristiana, cáliz y patena. También en el culto a Mitra se mezclaba, como en la
20
Los sacerdotes sirios gozaban de la divinidad sobre todo comiendo pescado, pues era sagrado para la diosa-
pez Atargatis... La palabra griega “ichthys” forma un anagrama del nombre “Jesucristo, Hijo de Dios,
Salvador” [Jesús Cristos Theou Hyos Soter], Deschner, vol. IV de obra citada, pág 231
74
mayoría de misas, el vino con agua y uno se inclinaba ante el cáliz santo. También
había bebidas sagradas en los misterios dionisiacos y eleusiacos.
La institución sinóptica de la comida del Señor se conoce desde W. Heitmüller como leyenda cúltica
y... es mejor prescindir de ella en testimonios sobre el Jesús histórico.
La Iglesia sostiene la institución de la cena por Jesús. Y como prueba presenta sus
supuestas palabras de la última cena con sus discípulos: “Éste es mi cuerpo, que se parte
por vosotros; ¡hacedlo en mi recuerdo!” “Este vaso es la nueva alianza en mi sangre,
¡hacedlo cuantas veces bebáis en mi memoria!”
Por una parte, su postura anticultual la excluye ya, su poca valoración de ceremonias
externas, su lucha pasional contra todo formalismo y menudencias legales..., algo que
nosotros ya tratamos un tanto someramente al comenzar a hablar del bautismo.
También habla en contra de esta institución la esperanza de Jesús en la cercanía del fin
del mundo; claro está, una auténtica equivocación. Y él evitó también toda predicción
exacta, puesto que estaba convencido de que algunos de sus discípulos “ no saborearían
la muerte antes de ver llegar el reino de Dios con poder.” Que no terminaría la misión
en Israel “para cuando el Hijo del hombre llegase.” De que el juicio del castigo divino
se iba a llevar a cabo “en esta generación.” “En verdad os digo”, profetiza, “no pasará
esta generación sin que suceda todo esto.”
Al igual que los profetas, que los esenios, que los Apocalipsis judíos y Juan el Bautista,
también Jesús contempla su generación como la última, profetiza con énfasis la
cercanía del fin –y se equivoca: un conocimiento que entretanto, defienden en general
casi todos los representantes no atados por el dogma, como el hecho copernicano de la
teología moderna. Quien espera el fin del mundo, no instituye ni Iglesia ni sacramentos,
ni bautismo ni cena-.
75
La supuesta orden de: “Haced esto en mi recuerdo” tiene suma importancia. Sin ésta no
hay institución de la cena; es quien confiere a esta comida el carácter de
repetitibilidad, de sacramento renovable. Pero precisamente esta orden institucional no
se encuentra en tres de los cuatro Evangelios (lo mismo ocurre con las supuestas
palabras de la institución de la Iglesia). La denominada orden institucional sólo aparece
en Lucas, y sólo en el rito de la partición del pan. E incluso no se encuentra en muchos
de los manuscritos antiguos de Lucas.
Todavía dificulta todo esto aún más el que los primeros apóstoles no practicaran comida
sacramental alguna sino sólo la comida en común, como en tiempos de Jesús. Y en vista
del pronto regreso de Jesús partían el pan con “regocijo”, sin sacerdote ni culto.
Pero Pablo, en cuya comunidad de Corinto era al principio la cena una comida normal
para pobres como en la primigenia comunidad de Jerusalén, hizo de una comida de
amor una comida de culto, una comida simulada, un rito sobrenatural de salvación. A
este cambio fundamental le motivaron las diferencias de clases sociales en Corinto, una
situación en la que uno “pasa hambre y el otro se emborracha.” Por razón de estos
inconvenientes ya en los inicios del cristianismo, en el año 56, sugiere el apóstol que, en
adelante, coman en casa y que el encuentro se reduzca a una celebración corta, a una
mera comida simbólica.
Una alegoría increíble y que tanto abundaban por entonces (y no sólo entonces).
Realmente no hay duda de que:
76
• La cena cristiana surgió a imitación de las costumbres paganas
Quienes mejor conocieron la relación de la cena del Señor con los cultos antiguos de misterios fueron
los padres de la Iglesia.
Pablo había crecido rodeado de cultos mistéricos. Estos cultos conocían también,
además de las doctrinas y ritos que Pablo trasladó al cristianismo, una comunión
sagrada. Así escribe el teólogo Carl Schneider, cuya gran Historia del pensamiento del
cristianismo antiguo no me cansaré de recomendar: “Pablo y sus comunidades
cristianas vivieron lo mismo que vivieron los místicos de Eleusis con el kikeon sagrado,
los de Dioniso con el vaso de vino de mano en mano, los de Kybele con la comida y
bebida del kymbalon y del tympanon sagrados y los de Mitra con el pan y el vino. Las
palabras institucionales en Pablo son parecidas a las utilizadas en Eleusis.
Con razón escribe el teólogo Lietzmann: “La cena de los cristianos se corresponde con
la comida de sacrificio de los paganos y judíos. Así como los gentiles mediante el
disfrute de sus comidas de sacrificio entraban en una comunidad misteriosa con sus
dioses, de igual modo nos ocurre a nosotros con el Señor resucitado.”
77
Ya un padre de la Iglesia del siglo IV, Firmico Materno, atestigua la gran semejanza
que se da. Él comenta el oráculo mistérico del culto de Atis: “Del timbal he comido, del
címbalo he bebido y he conocido a fondo los misterios sagrados” y dice: “De mala
manera confiesas tú, hombre malvado, la fechoría realizada. Has sorbido un brebaje
apestante, y saboreas el cáliz que te trae la muerte impulsado por una demencia
desalmada... Otra comida es la que proporciona vida y salvación, la que reconcilia al
hombre con el gran Dios, otra es la comida que alivia al machacado, que llama al
perdido, que levanta al caído, que a los moribundos les regala el símbolo de una
inmortalidad eterna. Busca el pan de Cristo, el cáliz de Cristo... Es dulce el alimento
celestial, dulce la comida divina.”
El criterio para la “verdadera” comida ve este padre de la Iglesia en las palabras del
Evangelio de Juan: “Yo soy el pan de la vida...”, o en “Si no coméis la carne del hijo
del hombre y no bebéis su sangre”, giros que inequívocamente suenan a paganos
anteriores, por ejemplo a la conocida fórmula de Asclepio: “Si mueres, no has muerto”,
o a la vieja expresión de culto de los misterios Osiris-Isis: “Tan cierto como que Osiris
vive, también él vivirá, tan cierto como que Osiris no ha muerto, tampoco él morirá, del
mismo modo que Osiris no se ha destruido, tampoco él será destruido.”
Fue hacia mitades del siglo II cuando la eucaristía (el buen don o la acción de gracias),
o como ahora se llama la eucaristía, la “medicina para la inmortalidad, la medicina que
impide la muerte”, se separó de las comidas comunitarias del atardecer, y fue trasladada
a la mañana y celebrada a continuación del servicio divino de la palabra, por lo que
surgió la forma primigenia del servicio divino católico. “Todo el servicio divino
adquirió carácter de misterio”, escribe el teólogo Heussi, “en especial la eucaristía.”
78
serían los descendientes heréticos de la primitiva comunidad, con pan y sal; entre los
montanista con pan y queso; y en círculos importantes de la Iglesia se celebraba la
eucaristía con pan, agua y verduras. Por doquier resplandecía todavía el carácter
primigenio de la comida.
También el reformador Lutero asumió la cena de los católicos, insistió como ellos en la
presencia corporal del señor y sostuvo que el mundo, por el disfrute indigno del pan y
vino, sería invadido “con pestes, guerras y otras terribles plagas.”
Pero cuando llegan las guerras y los horrores las apoyan los predicadores cristianos que,
con frecuencia, las han buscado o las buscan ¡a través de la –siempre tan anhelada-
eucaristía! Así recuerda un antiguo capellán de campaña de Hitler en una obra con
prólogo del obispo militar Kunt y del inspector general del ejército, Foertsch: “La
maleta de campaña estaba prácticamente repartida. Junto a los utensilios para la
celebración de la santa cena un crucifijo, dos candelabros, dos antipendien y velas. Las
distintas piezas, todas ellas de metal noble y muy dignas en sus formas... La maleta de
campaña era el fiel acompañante de los párrocos en todos los escenarios de la guerra
moderna. Y el capellán de guerra hacía un buen servicio allí donde se anunciaba la
palabra de Dios y administraba el santo alimento de Cristo.”
También es éste un hallazgo del infinito amor de Dios... Es, como dice santo Tomás, el mayor de los
milagros realizado por Cristo.
79
El estado nupcial de un alma o de una comunidad católica... en el matrimonio místico con el Dios
eucarístico: eso es su primavera, su oasis y florecimiento, en él se fundamenta todo sentimiento
espiritual que sacude al cuerpo de la Iglesia y toda belleza exterior.
Milagro número dos: En los demás sacramentos la materia sigue siendo la misma, no
cambia; el agua en el bautismo sigue siendo agua; el aceite en la confirmación aceite,
también en la unción última (un teólogo católico la denominó una vez en mi presencia
“último engrase”), en la “transubstanciación” ocurre lo contrario. La materia cambia, se
convierte en carne y sangre de Cristo. Es decir –es el segundo “milagro digno de
admiración”- allí ya no hay ya pan ni vino, “aun cuando eso parezca a nuestros
sentidos.” Nosotros, oh milagro, seguimos viendo pan y vino, ¡que ahora en realidad –
me atrevo a decir- son cuerpo y sangre del Señor! Quien ose dudar que piense en las
palabras de san Ambrosio: “Quien creó de la nada la tierra y el cielo, puede hacer de
una cosa otra y un ser puede transformar en otro.” Naturalmente, si admitimos que creó
el cielo y la tierra. Y concluye Rodríguez de manera aguda: “¿No nos enseña la
experiencia, que el pan que comemos, a través de procesos totalmente naturales,
contribuye al desarrollo de nuestro cuerpo? ¿Cómo no iba a tener el Dios poderoso la
fuerza para causar aquella admirable transformación?” Y además el padre jesuita puede
apoyarse en las palabras del ángel a la “doncella más bienaventurada de todas”: “Para
Dios nada es imposible.”
80
Milagro número cuatro: Desaparece la sustancia de pan y de vino, pero, dicho en pocas
palabras, siguen presentes todas las cualidades de pan y vino: forma, color, olor, sabor.
“Y esto constituye un nuevo gran milagro, porque normalmente las propiedades
accidentales de un ser no pueden existir por sí solas... Pero aquí siguen existiendo las
formas de pan y vino en contra del ordenamiento natural, aun cuando ha dejado de
existir la sustancia de pan y vino. Es decir, se mantienen mediante un milagro
ininterrumpido de Dios.” A mi entender –aunque reconozco que carezco del ingenio de
nuestro jesuita- también este milagro cuatro, como el tres, están ya contenidos en el dos
o en el uno.
Milagro número cinco: Aquí nos sirve Rodríguez un nuevo milagro fenomenal. El pan
no sólo contiene el cuerpo y el vino no sólo contiene la sangre de Cristo, “sino que en
cada una de ambas formas está presente Cristo entero”, como verdadero Dios y
verdadero hombre, tal y como está ahora en el cielo.” Que quiere decir que en la hostia
además del cuerpo está también la sangre de Cristo, y en el vino del cáliz además de la
sangre está “también su santísimo cuerpo con su alma y su divinidad, y da igual que se
comulgue la hostia o el vino, siempre se come al Señor completo.
Milagro número seis: Es asimismo verdad “otro gran milagro: Cristo está presente
todo entero no sólo en toda la hostia sino también en cada parte de la misma, por muy
pequeña que ésta sea.”
Milagro número siete: “Si se rompen o parten las formas no se parte o divide a Cristo,
sino que permanece entero y completo en cada partecita.” También este milagro me
parece estar ya contenido en el anterior. Pero, como siempre recalca el padre Rodríguez,
todos “estos maravillosos misterios... hay que creer con santa humildad, sin querer
investigarlos con curiosidad.” Se nos podría exigir demasiado.
El sabio jesuita recalca todavía que en los demás misterios nosotros tenemos “sólo” que
creer lo que no vemos, pero en este “excelso sacramento” tenemos que creer lo
contrario de lo que vemos o creemos ver. Lo contrario de lo que “nos dicen los
sentidos”, y concluye con gran agudeza: “Y de ahí el grandísimo mérito nuestra fe.”
Aquí no es posible ni siquiera ennumerar los beneficios que todo esto conlleva, se
abarrotarían bibliotecas enteras con los infolios escritos sobre los problemas y aporías
surgidos de estos milagros. Pero cuando menos traigamos a colación una cuestión, que
en lo hasta ahora publicado –puede radicar en mi desconocimiento- no he encontrado
que se haya tratado, por muy importante y cercana que parezca, y es:
Lo siento, pero no es posible... exponer las razones por qué los fegetarianos (sic) pueden comulgar.
81
El canónigo Max Hofer
Algunos monjes de Gascogne tuvieron por santo a un ratón, que devoró una hostia –por
lo menos así informa Lichtenberg-. ¿Pero los vegetarianos convencidos y honrados que
comen la carne y sangre de Cristo, en qué medida consideran sagrada esta teoría?
Este dilema, quizá no tratado todavía con seriedad en los estudios y trabajos
competentes de teología moral y pastoral, convulsionó fuertemente a un suizo de
nuestros días. En la fiesta de Navidad (el 26 de diciembre) de 1982 dirigió este suizo la
siguiente carta al pastor supremo de la diócesis de Basilea: “Querido y venerable señor
Obispo Wüst, perdóneme si me dirijo por escrito directamente a usted, pero creo que es
lo mejor porque hasta ahora no he obtenido de los demás una respuesta adecuada. Mi
problema es el siguiente: Soy vegetariano desde hace medio año, un vegetariano
consecuente, y no como carne. Como católico solía comulgar regularmente hasta que
alguien me advirtió que la santa comunión es en realidad la carne y sangre de Cristo. Es
algo que el sacerdote remarca expresamente en cada servicio divino. Quisiera
preguntarle qué pasa. ¿Cómo vegetariano debo renunciar a la carne y sangre de Cristo o
se puede entender la sagrada comunión también de otra manera, como que es pan? Me
gustaría obtener de usted una respuesta a la mayor brevedad. Le saludo con sumo
respeto. Fredi Kummer.”
Fredi Kummer dio las gracias en junio, “pero dicho honradamente, sigue para mí no
estando claro si, como vegetariano, puedo o no comer la carne y sangre de Jesús en la
santa comunión. Como recibí el opúsculo unos días antes de Pascua, por si acaso, este
año no he comulgado por Pascua. Me he decidido a leer en Pentecostés de nuevo el
folleto de siete páginas, con la esperanza de aclararme. Y mientras tanto ha pasado ya
un mes y sigo sin saber nada. De ahí que quisiera rogarle de nuevo me dijera cómo está
el tema. Como convencido vegetariano ¿debo renunciar a la carne y sangre de Jesús o
puedo entender la sagrada comunión también de un modo meramente simbólico, como
que todo en realidad sigue siendo sólo pan y agua?
82
El canónigo Max Hofer, a quien está claro que le superaba la cuestión, discute el tema –
tal y como le comunica el 23 de junio a Kummer- “con el director del servicio de
pastoral, el vicario episcopal Anton Hopp... Ambos somos de la opinión que usted,
como vegetariano, puede recibir la sagrada comunión.”
Pero a Fredi Kummer, satisfecho con la respuesta en un principio, pronto le asaltan las
dudas. “Consecuentemente”, comunica el 28 de agosto a Solothurn, “este verano he
comido la carne y sangre de Jesús, hasta que surgieron de nuevo en mí dudas. Y me he
comportado así porque usted me dio permiso pero no la fundamentación de por qué
siendo vegetariano puedo comer la carne y sangre de Cristo. De modo que me he
decidido prescindir de la sagrada comunión hasta no recibir de usted una aclaración más
comprensible y clara. Por tanto le ruego que, en cuanto le sea posible, me dé razones de
su licencia.”
El señor Hofer sólo puede lamentar y no “poder hacer otra cosa” que enviar de nuevo a
su compañero de correspondencia, cuatro días más tarde, “las explicaciones del obispo
doctor Otto Wüst, el folleto de la “La presencia de Jesús.” En él encuentra usted una
respuesta clara a su cuestión, por ejemplo en la frase: Que este pan es verdaderamente
el cuerpo del Señor y este vino es verdaderamente su sangre, es un misterio regalado,
incapaz de ser comprendido con nuestro talento, algo que sólo podemos admitir por
fe...”
Para no prescindir de algo necesario para la salvación, quizá también para librarse de
este pesado suizo, el canónigo Hofer confía el tema a un tercer colega. Envía copias del
intercambio de cartas al representante del obispo en Basel, al decano de la región y
canónigo Andreas Cavelti, recomendándole a Kummer que en adelante, si quiere más
información sobre su problema, se dirija a éste.”
Pero Kummer, a quien se le ha ido dando largas, hace ahora algo distinto.
83
El 16 de diciembre de 1983, un año después de la primera carta al obispo Wüst, pide
“ayuda al químico del Cantón de Basilea... en un conflicto grave, porque soy un
convencido vegetariano y católico.” Describe el problema, el contacto por carta con la
sede episcopal, “después de haber escrito nueve cartas no sé todavía dónde estoy. ¿...
como convencido vegetariano que soy quiero saber si he comido carne o pan?” Ni el
propio obispo, el doctor Otto Wüst, le ha dado una salida, el mismo Fredi Kummer está
en la misma situación que al inicio y “le ruega que le ayude dando respuesta a la
siguiente pregunta: ¿Quizá usted ha investigado, o sabe por investigaciones dar una
respuesta competente, sobre si en el cambio sagrado se transforma el pan y vino en
carne y sangre? ¿Se puede ofrecer para comer algo a alguien sin estar informado sobre
el contenido? ¿Se permiten misterios? ¿Cómo está el control de alimentos?
Y por fin Kummer recibe, en lugar de informaciones oficiales poco esclarecedoras, una
respuesta relativamente clara. El 23 de mayo de 1984 informa el creyente escéptico al
ilustre señor obispo que todo ha ido a mejor, “gracias al químico cantonal de Basilea.
Me escribió que en su opinión no se puede comparar vegetarianismo y comunión. Hay
dos niveles distintos: vegetarianismo = convencimiento, modo de ver la ingestión de
alimento; comunión = creencia, visión de problemas religioso-espirituales. En la
sagrada comunión no se contempla una igualdad, una equiparación substancial en el
sentido vulgar y material. No se trata de transformaciones materiales toscas, sino de
efectos espirituales sensibles. El químico del Cantón piensa que yo, por tanto, puedo
recibir la sagrada comunión.
84
El secretario episcopal transmitió de todas formas su agradecimiento al químico
cantonal, pero vio en la publicación de la correspondencia completa en el
Wochenzeitung de Zurich (16 de noviembre de 1984), y en el Tageszeitung de Berlín
(24 de noviembre de 1984) -como él, contento por la información, me dijo por teléfono
el 22 de diciembre de 1986- “de haber ridiculizado todo el asunto.” El periódico,
opinaba él, únicamente trata de rellenar sus páginas, opina que se ha mantenido una
“larga” correspondencia sin que de verdad existiera Fredi Kummer. Pero el canónigo se
engañaba (o me engañaba) porque yo ese mismo día hablé con Fredi Kummer, que vive
en Basel, sólo que bajo otro nombre. De niño, me dijo, que se le pegó la hostia en el
paladar y sintió “verdadera angustia de morder al Señor.” Fredi Kummer, por entonces
muy creyente, tras su demanda a Solothurn abandonó la Iglesia, el intercambio de cartas
fue “una empresa arriesgada.” Me confirmó la autenticidad de todos los textos, por
cierto el mismo día que me confirmó el Wochenzeitung de Zurich, y no en último lugar
sino el primero me lo confirmó también el canónigo Max Hofer, de modo que cada uno
puede sacar sus consecuencias.
Sin embargo la cuestión sigue siendo, ¿por qué la correspondencia, tomada tan en serio
por el episcopado de la diócesis de Basilea, tras la publicación “pone el tema en
ridículo” si no lo era ya antes?
Sin duda que, por mi documentación, se me imputará de nuevo falta de seriedad, pero la
falta de seriedad hay que buscarla en otra parte: a la luz de la razón –¡y en la noche de
la historia de los dogmas!- Fredi Kummer trata “todo el asunto” con bastante más
mesura que la teología huera e increíble, con apariencias de ciencia, que busca
disimular su incompetencia en la materia, al menos hacia fuera, aferrándose a la
metodología formal de la división y subdivisión, aparentando o creyendo aparentar
cierta solidez ante sí mismo o ante los idiotas con letras, números y subdivisiones: A, B,
C...I, II, III... 1, 2, 3... a, b, c...
A modo de ejemplo –pálido reflejo de lo que existe- pueden servir aquí algunos
desahogos de los expertos.
• La “materia” de la eucaristía
o
a esto se denomina religión
Arno Holz
85
Cuando Arno Holz versificaba así, cuando fustigaba “la inundación de este mundo /
con aguardiente, cristianismo y jabón”, cuando escribía: “El mayor embuste de esta
historia del mundo, ¡el mayor engaño es el cristianismo!”, cuando confesaba: “¡Yo
desde la religión estoy contra la religión!”, la Teología moral de Franz Adam Göpfert
iba engordando edición tras edición, y detalle (religioso) tras detalle:
I.- La materia remota es el pan de trigo y el vino de la cepa (panis triticeus et vinum de
vite).
1.- Para la consagración válida se requiere pan de trigo. El pan de trigo hay que
prepararlo con harina de trigo, mezclada con agua, cocida al fuego, es decir, debe ser
pan de trigo en el verdadero sentido.
Que se hallan detrás de una pared, cuando menos es dudosa la consagración cuando se
encuentran encerradas con llave en el tabernáculo. Es inválida la consagración de
partecitas tan pequeñas que no se pueden percibir por medio de los sentidos si no se
encuentran contenidas en un todo mayor. En cambio es válida la consagración de las
hostias, que el sacerdote, porque es ciego o no ve en la oscuridad, bien sea por el tacto
o porque alguien le dice sabe que están presentes. También es válida la consagración
de hostias, escondidas en un gran montón o contenidas en el copón cerrado, lo mismo
hay que decir de la consagración con el cáliz tapado. Yo al menos considero dudosa la
consagración de hostias, que por casualidad y antes de la consagración, se extravían
entre las hojas del misal, bajo los corporales o bajo un paño, aun cuando ellas
86
mediante la intención y el ofertorio fueran incluidas entre las que había que consagrar.
Y es que echando mano de una interpretación razonable la intención del sacerdote
llega sólo hasta consagrar lo que tiene delante en los copones destinados para ello o
sobre los corporales. No estarían consagradas si él, en la consagración, sólo tuviera la
intención de consagrar las partículas que se encontrasen sobre el corporal, una
intención que se recomienda cuando las partículas que hay que consagrar se hallan
sólo sobre el corporal, y es que es muy fácil que una u otra por pura casualidad pueda
extraviarse del corporal. Otro es el caso...
Dejémosle que no nos cuente más casuística, dejemos también de lado lo que enseña el
en otros tiempos profesor de teología moral y pastoral de Wizburgo, de homilética y
ciencias sociales cristianas sobre la “materia del cáliz” y el “vino de la cepa”. Acontece
con la misma extremada precisión, que caracterizan sus indicaciones sobre el Dios
cocido con harina de trigo. ¿Y cómo soluciona? ¿Qué ocurre si el sacerdote quisiera
consagrar 20 partículas y en el copón hay 21; si tenía intención de consagrar 25 y sólo
hay 20; si tiene dos o tres hostias en la mano creyendo tan sólo tener una...? (casos
posibles de la praxis, ¡de la praxis de una religión!) Él incluye todos estos casos y otros
muchos más, los examina, los juzga (analiza todo y retiene lo mejor), así por ejemplo
examina también en la “materia del cáliz” la “cuestión debatida... de si las gotas
individuales, separadas de la masa de vino, que se encuentran en el cáliz, están
consagradas. Los unos consideran consagradas, los otros no, otros sostienen que las
gotas que están cerca sí y las alejadas no. En la práctica “se recomienda que siempre se
tenga la intención de excluirlas de la consagración y únicamente consagrar lo que
constituye la masa principal. Sólo si hay que binar, para la primera misa es preferible la
intención de consagrar las gotas separadas, porque sino con el disfrute de las gotas no
consagradas se puede romper con la sangre sagrada el ayuno; pero no hay que
angustiarse, la Iglesia urge su mandato para que se realice de un modo humano. Las
gotas que penden de la parte externa del cáliz ciertamente no han sido consagradas”.
Y el corifeo de Wizburgo no olvida: Que el vino debe ser no sólo “materia valida” sino
a poder ser también “digna”, “es decir, no hay que emplear el peor vino como vino de
mesa”
87
corcho permanezca siempre húmedo y no pase el aire; de lo contrario, cuando aumenta
el calor, se desarrolla el hongo de ácido acético, que se encuentra en pequeñas
proporciones en todo vino, en mayores proporciones en el tinto, y convierte al vino en
vinagre. Si avanza el proceso de descomposición el vino se convierte en no autorizado,
para terminar convirtiéndose en materia no válida. También la entrada de aire
favorece la formación de moho, porque el hongo del moho necesita mucho oxígeno y
medra en vinos con poco alcohol. La formación de moho no invalida al principio el
vino pero mediante la descomposición del alcohol en agua y en ácido carbónico y la
destrucción de otros ácidos convierte al vino en insípido, turbio, y en estado avanzado
de descomposición se convierte en vinum putridum, del que el misal dice que no se
puede consagrar. En verano se forma moho en el vino cuando, en pequeña cantidad, se
guarda en botella en la sacristía. Se debería subir de la bodega cada día la cantidad
necesaria, ya que el mero nadar de las partículas de moho por el vino no lo invalida
pero sí lo hace indecente, poco apetitoso, y con el aumento de partículas mohosas en
no autorizado... Se deben evitar “falsificaciones de vino” en la sacristía mediante una
seria información del sacristán y de los monaguillos y mediante la atenta vigilancia del
párroco.
En la Iglesia protestante, sea dicho de paso, existe al menos desde 1979 también la cena
sin alcohol, la cena con mosto, para “posibilitar a los hermanos y hermanas
“alcohólicos” la participación en la cena sin peligro para la salud.” ¡Resulta algo
extraño que precisamente la “medicina de la inmortalidad” dañe a la salud! Fueron
reflexiones de años las que precedieron a la cena con mosto, “sobre cuál podía ser la
mejor manera de ordenar la participación de miembros alcohólicos de la comunidad.
Hasta que el obispo bávaro Hanselmann encontró que también el mosto es excrecencia
de la vid y que el proceso de la fermentación no puede convertirse en status
confessionis, en cuestión de fe determinante. Y esto, según Hanselmann, no responde ni
a la intención de Jesucristo ni traiciona la confesión luterana. Siempre ha habido normas
especiales, y la particularidad de la cena no está en el tanto por ciento de alcohol del
cáliz sino en la “participación de los creyentes en la comunidad del cuerpo y la sangre
del Señor.”
Claro está, en nuestra opinión, que no pinta mucho, da exactamente igual si uno toma
vino, mosto o agua, y tampoco hay duda que la “materia del cáliz”, el “vino de la cepa”,
embelesaba sobre manera a muchos seguidores de Jesús. Un colega, mayor que
Göpfert, Andreas Gassner, tesorero honorífico de su Santidad, canónigo capitular de la
fundación Mattsee, profesor de pastoral en la facultad de teología de Salzburgo y
redactor de la Salzburger Kirchenblattes (Hoja de la Iglesia de Salzburgo), como –por
humildad cristiana- se dice en la portada, doctor Gassner, un conocedor de la materia,
exclama en su título “Renovación de la especie eucarística” apelando a Dios y en
directa referencia a él: “¡... ah, Dios mío! ¡A menudo qué vino! ¡Se parece al que dieron
de beber al Señor en la cruz, del que se dice: Et noluit bibere. Él bebió todo el cáliz del
sufrimiento con todas sus amarguras hasta la última gota y bebió con alegría. Pero al
beber una mezcla de vino así, se rebeló su naturaleza divina y humana –et noluit bibere.
¿Qué pasaría si un brebaje así estuviera medio año en el tabernáculo?, estremece sólo el
pensar.”
88
Ciertamente estremece pensar en otro sacramento y en las consecuencias intoxicantes,
que ha tenido y tiene para tanta gente.
• La confesión
Al igual que la estructura dogmática es una cárcel para el entendimiento, del mismo modo la confesión
es una mazmorra para el hombre.
Tiene usted razón, ésta es una cosa bastante incómoda. ¿Pero hay que eliminarla por eso? También la
extracción de una muela es desagradable y, sin embargo, vamos al dentista.
Alois Stiefvater
Entre todos los sacramentos nadie atrajo tanto la atención de los teólogos como la
confesión. No es ningún milagro que la confesión se aferrara a la mano de la Iglesia
más que ningún otro. Escribe el jesuita Adolf von Doss: “Da limosna, atiende a
enfermos, entierra muertos, ayuna, estate vigilante, reza, mortifícate, lacérate, llora
desconsoladamente; pero nada de todo esto sustituye a la confesión.”
Como la mayoría de las cosas del cristianismo, tampoco la doctrina católica del pecado
y la praxis de la confesión se apoya en Jesús, pero sí muestra de modo drástico la
acomodación eclesial a la situación y a la idiotez aparentemente ilimitada del hombre.
89
Y en especial en lo último ha habido gente destacada. El budismo conocía ya una
confesión, a la que se atribuía fuerza purificadora: “Allí donde uno es capaz de confesar
sus pecados habita la fuerza aligeradora de la pesada carga que le oprime o limpiadora
de sus pecados.” Se dio una confesión en el jainismo, en el culto de Anaitis, en los
misterios samotrácicos de los cabiros o en Isis, en donde los penitentes arrepentidos se
arrojaban al suelo en el templo ante las amenazas de los sacerdotes, golpeaban la puerta
sagrada con la cabeza, suplicaban a los puros con besos y hacían peregrinaciones,
mientras en el ámbito de la religión primitiva (puesto que a lo demás se le denomina
“excelsa”) tras la confesión se lanzaban al aire astillas de madera y briznas de paja y se
alegraban de que: “Se hayan escapado todos los pecados con el viento.”
El supuesto Jesús histórico nunca instituyó la confesión. De ahí que fuera el Evangelio
de Juan quien por primera vez pusiera en boca del “resucitado”: “¡Recibid el Espíritu
Santo! A quienes les perdonéis los pecados se les perdonarán, y a quienes se los
retengáis, se les retendrán.” Por parte católica no queda más remedio que admitir que en
la sagrada Escritura “no se habla expresamente” de la necesidad de la confesión de los
pecados, y no ofrece testimonios seguros de la sacramentalidad de la confesión; “existe
dudas de que se trate de la confesión sacramental”, pero la adornan con vivos colores.
“Admitimos”, reconoce un católico, “que no se da una mención expresa de la confesión
en las palabras transmitidas de Jesús.” Los reformadores niegan que Jesús instituyera la
confesión.
El mismo Jesús predicó el perdón, pero Jesús no distinguía, como la Iglesia, entre
pecados graves y leves. Él entendía por pecado algo muy distinto, a saber, una
contravención contra el recto sentir del corazón, no una contravención de determinadas
ordenanzas. Es cierto que utiliza la idea de premio-castigo, algo muy enraizado en el
judaísmo. Pero lo decisivo en Jesús es que rompe a menudo el esquema eudemonista
del premio, en lugar del dogma judío de la venganza defiende una ética de sentimiento
altruista, a veces incluso la desestimación de toda esperanza de premio.
90
De todos modos el cristianismo primigenio conoció sólo un único arrepentimiento, el
bautismo. En la época apostólica éste se consideraba una especie de baño del que uno
salía limpio, se excluía un segundo. En contradicción con Jesús, un segundo
arrepentimiento es calificado en el Nuevo Testamento como “imposible”, pasajes que
los padres de la Iglesia los ignoran a propósito o, como Atanasio, sólo los citan a
medias. También Pablo excluía a los cristianos con pecados graves. En ninguna parte se
habla de una reconciliación, de la posibilidad de regreso, de ahí que muchos dejaran el
bautismo para los últimos instantes de la vida21.
Pero esta costumbre, evidentemente errónea, pero surgida de la fe compartida por toda
la cristiandad primitiva del regreso próximo del Señor, se mostró como demasiado
rigurosa. Por eso se distinguió, siguiendo el ejemplo de los cultos mistéricos, primero
entre pecados perdonables, “veniales”, que no conducen al castigo eterno, y “pecados
mortales”: apostasía de la fe, abusos deshonestos (adulterio o prostitución) y asesinato.
Una distinción así realiza ya al inicio del siglo II la primera Carta de Juan, lo que no
contribuyó mucho a su canonización. Y este escrito neotestamentario se mantiene firme
en la existencia de pecados no perdonables, no permite rezar por “quienes han
cometido pecados graves.”
Pero la doctrina de los pecados imperdonables resulta difícil mantenerla ante la tardanza
del regreso de Jesús; por otra parte las comunidades van creciendo y siendo cada vez
más numerosas. De modo que a inicios del siglo II anuncia el cristiano Hermas,
significativamente hermano de un obispo romano, aleccionado (¿) por un ángel del
Señor, la posibilidad de un único segundo arrepentimiento, creando con ello el puente
con la institución penitencial. Y lo que comenzó siendo una única vez pasó a ser dos
veces, tres veces para, finalmente, convertirse en cuantas veces se necesitaba. Hermas
no anunció un arrepentimiento general, para siempre, sino hasta el juicio final, que
estaba próximo. Pero como se seguía retrasando, el mismo Hermas terminó
entendiéndolo de modo general.
El obispo romano Calixto concedió por primera vez en el 217 ó 218 -hecho Papa tras un
intento de suicidio, una estafa y una estancia en la cárcel en Sicilia- la posibilidad de un
segundo arrepentimiento, por cierto a numerosos pecadores de lascivia. Calixto
permitió -atendiendo a lo dicho por su competidor Hipólito, padre de la Iglesia- “a
mujeres distinguidas tener un amante de su elección, esclavo o libre, y contemplarlo
como su hombre aun sin contraer matrimonio legal.” El Papa Calixto autorizó no sólo a
“mujeres de alto copete” matrimonios salvajes, sino que se mostró muy previsor.
Enseñaba que un obispo, cometiera el pecado que cometiese, no podía ser depuesto,
incluso aun pecando contra el Espíritu Santo.
21
El emperador Constantino, por ejemplo, recibió las aguas bautismales en su finca de Achyrona de
Nicomedia de manos de un arriano, de Luciano Constantino, al final de su vida. Resulta, por tanto, que el
princeps christianus se despidió de este mundo como “hereje”. “En aquel entonces (y hasta el año 400
aproximadamente) era costumbre habitual aplazar el bautismo hasta las últimas, sobre todo entre príncipes
responsables de mil batallas y condenas a muerte. Como sugiere Voltaire, “creían haber encontrado la fórmula
para vivir como criminales y morir como santos”, Deschner, obra ya citada, vol I, pág 222
91
Cristianos de pensamiento menos “progresista” se opusieron y se rebelaron. En Cartago
protestó Tertuliano. La doncella, la esposa de Cristo, clamó, se va a convertir en una
madriguera de adúlteros y prostitutos. En Roma se dio el cisma de Hipólito, que acabó
en el 235 con su expulsión. Tras morir él y su obispo enemigo Ponciano, en Cerdeña,
sus cuerpos fueron trasladados a Roma, enterrándoles a ambos a la vez, pero en sitios
diferentes, y se les festejó a los dos como mártires.
Tras la masiva apostasía en la persecución de Decio, a mitades del siglo III (249-251),
se terminó por admitir a renegados, contra lo que protestó el austero clérigo romano
Novaciano. Y aunque se mantuvo fiel a la vieja costumbre y personalmente fue
intachable, la Iglesia le excomulgó y le difamó, le llamó cobarde, negó su martirio ¡y
permitió que su enemigo, el obispo Cornelio, alcanzara la corona del martirio! Tras el
Sínodo de Arelate (314) y del servicio militar, que comenzaba para los hasta ahora
cristianos pacifistas, la Iglesia católica acogió en su seno de nuevo a criminales. Con el
paso del tiempo se hizo cada vez más evidente que no se trataba de velar por la
decencia y buenas costumbres, de conseguir una “enmienda” en los pecadores, sino lo
que importaba era la cantidad, la consecución de subordinados.
Los métodos para lograr esto cambian con el tiempo, y cambiaron de manera especial
en el siglo XX. Pero el objetivo sigue siendo siempre el mismo.
Esto ya hoy nadie dice. Dios permanece siempre el mismo, son sus servidores quienes
le muestran de tiempo en tiempo algo distinto, de acuerdo con el sentir de los tiempos.
Ergo los padres no deben decir ya a los hijos: “¡Eres un niño muy malo! ¡Todo esto es
pecado!¡Esto no puedes hacer!” O: “Pedro, hoy te has portado muy mal. Le has hecho
sangre a Hansi. El padre celestial no te quiere, porque él no quiere el mal. Debes ir a
donde él y decirle: Perdóname. Y así te querrá Dios de nuevo.” No, hoy ya no se dice
esto... sino: “Padre celestial, Hansi está hoy triste porque le he pegado. Por favor, haz
que duerma bien y que pronto se curen sus heridas.”
92
conciencia de pecado. El “pecado”, se dice en el Diccionario de teología pastoral de
Klostermann, Rahner y Schild, con el visto bueno de la Iglesia, “designa un estado de
cosas estrictamente teológico.” La experiencia del pecado “sólo es posible en el
horizonte de la experiencia de fe.” Por tanto se necesita “de los ojos de la fe” para
percibir el pecado como tal. “Fuera de un contexto de fe la palabra pecado no tiene
sentido, antes bien tiene el gustillo de lo cómico y de lo raro.”
El clero necesita el pecado, vive de él. Y con el que más disfruta, claro está, es con el
más frecuente, con el sexual. Todavía en 1963 se pregunta en el “confesionario” (como
se seguirá preguntando en este siglo) por la “castidad” (sexto mandamiento, y cito del
viejo catecismo de Simon Scherzl, Bendita confesión)
93
¿He efectuado tocamientos atrevidos con otros?¿... he querido conducirles a acciones
impuras (relaciones carnales con niños, con solteros, con casados, con parientes, con
seres irracionales)?¿... me he negado sin razón suficiente al cónyuge?¿...he hecho mal
uso del matrimonio (métodos preventivos?¿... he cometido adulterio?
94
Y como siempre, el cristiano es esclavizado por la Iglesia hasta en el lugar más
recóndito de su cerebro, hasta en el último rincón de su cama, educado desde pequeño a
dominarse –según Agustín el lactante ya peca-, le han inoculado la manía del pecado:
no para que se mantenga libre de pecado, lo que es imposible, sino para que entre
siempre en conflicto, para que peque siempre, para que fracase, porque sólo como
pecador, culpable, fracasado, recibe la ayuda de la Iglesia, la absolución del peso de sus
pecados y la expectativa futura de la salvación eterna deseada, con otras palabras, se
convierte en infantil, manipulado, dominado. “Los hombres”, dice Lichtenberg, “ que
encontraron el perdón de los pecados mediante fórmulas latinas, son culpables de la
mayor ruina del mundo.”
La penitencia, respondiendo a esta táctica y a unos tiempos que van siendo más
liberales, se ha vuelto más laxa, para así cumplir la función respecto al “pecado.”
95
La penitencia
Entre nosotros los pecadores son dura y severamente castigados, sobre todo quienes han cometido
abusos deshonestos; ellos son expulsados de la comunidad de los creyentes.
Orígenes
Qué espectáculo más conmovedor tuvo que ser ver al obispo llorar como un padre tierno, acompañado
de su clero, conduciendo ante la Iglesia a estos pecadores, cubiertos con vestidos de penitencia,
salpicados de ceniza, con los pies desnudos y lágrimas en los ojos...
La penitencia es una autocondena a la muerte, que se lleva a cabo de manera espiritual día a día y hora a
hora. La penitencia es una extradición de uno mismo, una entrega en manos de verdugos bien
pertrechados, contratados para hacer sufrir. La penitencia es un grito incesante del corazón: más, más,
Dios mío...
Ya en el paso al siglo II Clemente Romano sabe que la confesión de los pecados de los
cristianos está unida a la oración, al dolor, a las lágrimas, a la postración: “¡someteos a
los sacerdotes!” Cien años más tarde ordena Tertuliano a los malhechores: “vestiros de
saco y ceniza para desfigurar el cuerpo con el abandono de la limpieza, sumergir el
espíritu en la tristeza, suspirar, llorar, suplicar día y noche al Señor, postraos ante los
sacerdotes, abrazad las rodillas de los preferidos de Dios...”
Que quien ha pecado –os ruego queridos hermanos- confiese sus culpas mientras está
en el mundo, mientras su confesión tenga desagravio, mientras el perdón concedido
por los sacerdotes sea agradable a Dios. Volquémonos con todo nuestro corazón al
96
Señor, supliquemos su misericordia, expresemos con dolor sincero la penitencia por
nuestros pecados. Ante él se postra nuestra alma, a él satisface nuestro dolor, en él está
nuestra esperanza. Él mismo dice cómo debemos rogar: “Convertíos a mí de todo
corazón”, dice él, “con ayunos, lloros y lamentos, rasgad vuestro corazones y no
vuestros vestidos.” Volved al Señor con todo el corazón, aplaquemos su rabia e ira, a
indicación suya, con ayunos, lágrimas y lamentos. Si hubieras perdido alguno de tus
seres queridos por fallecimiento, lamentarías y llorarías desconsolado, descuidarías tu
rostro, vestirías de luto; descuidarías tu pelo, mostrarías gestos compungidos, llevarías
la cabeza gacha, darías a conocer tu aflicción mediante todos estos signos.
Desgraciado, es tu propia alma la que has perdido; espiritualmente estás muerto, has
comenzado a vivir después de la muerte, de manera ambulante vas presentando tu
propio cadáver. ¿Y no suplicas con manos entrelazadas, desesperado, lloroso, no te
escondes de vergüenza por tu proceder, sigues sin entregarte en cuerpo y alma al
lamento? Mira, eso es todavía peor, eso es más criminal, haber pecado y no ofrecer
satisfacción; cuando uno se ha manchado y no llora sus pecados... Haced penitencia y
manifestad la tristeza de un corazón compungido. Examinad vuestros pecados con
arrepentimiento y dolor, reconoced la grave culpa de vuestra conciencia, abrid los ojos
del corazón para contemplar vuestro mal proceder sin desesperar de la misericordia
del Señor, pero tampoco sin estar seguros de su perdón... Si queremos conseguir una
salvación duradera y esmerada de la herida profunda, la penitencia no debe ser menor
que la falta. ¿Crees acaso que Dios permite reconciliarse tan fácil con él, de quien tú
has renegado con palabras alevosas, tú que has antepuesto todo a él y has deshonrado
su templo con manchas ateas? ¿Crees que él se compadece tan fácil, Dios, a quien has
rechazado? Por eso se hace urgente ahora el rezar y rogar, el vivir en aflicción, el
pasar en vela y llorando las noches, el lamentarse incesantemente con lágrimas en los
ojos, el postrarse en el suelo, el revolcarse en la porquería vestido de saco y ceniza, el
caminar desnudo una vez perdida la vestidura de Cristo, el ayunar después de haber
degustado los manjares del demonio, el dedicarse a obras buenas para borrar los
pecados, el conceder limosnas generosas para, así, rescatar las almas de la muerte.”
Realmente los penitentes tenían que ser condenados, a poder ser, de forma dramática;
era casi imposible que llorasen tan amargamente como debían, que temblasen con la
rigurosidad requerida, que se sumergieran en el polvo con la humillación exigida.
Dependiendo de la época y el lugar se les obligaba a raparse la cabeza o a dejarse pelo y
barba para expresar el tamaño de su culpa. Con ceniza sobre la cabeza y vestidos de
penitencia eran expulsados “del paraíso como Adán, el primer hombre.”
“La penitencia pública en la antigua Iglesia”, escribe el católico Klug, “era dura y a
menudo de por vida.”
San Agustín remarca que todo lo que antes, en la vida, era dulce para el alma, por la
penitencia sabe amargo, y lo que era divertimento para el cuerpo ahora causa dolor en el
corazón. Por tanto todo sufrimiento era poco en la vida de los penitentes. El Sínodo de
Agde (506) no imparte el sacramento de la penitencia a quien no tenga la cabeza
rapada y porte vestido de penitente.
97
Por tanto, acorde con esto, en la Edad Media la confesión y penitencia estaban
reguladas exactamente por una especie de presentación teatral de los párrocos. Los
libros de confesión del obispo Haligtar de Cambrai y las famosas instrucciones del
abad Regino de Prüm, para las inspecciones de los párrocos, ordenan al confesor que,
en cuanto ve a alguien acercarse a confesar, tiene que “echarse al suelo y entre lamentos
y lágrimas” rezar por sus fechorías y las del penitente. Y luego debe ir a la Iglesia o a su
casa para darle tiempo al penitente a arrepentirse. Más tarde debe animar “al hijo
espiritual a una confesión sin reservas y, si es necesario, disuadirle de toda vergüenza.”
Y, al final, el penitente se arroja al suelo y el confesor reza salmos antes de impartir la
absolución.
En cambio la confesión de los pecados de los laicos, tan duramente castigados, era con
frecuencia pública. Sólo cuando esto no fue conveniente se abolió: en Oriente Nestorio
el 390, en Occidente el Papa Leon I, el 461. Desde el siglo VII prevaleció la penitencia
privada, pero con la reforma carolingia para errores graves se instauró de nuevo la
expiación pública.
Los cánones eclesiales hasta el siglo VII enumeran, por lo general, sólo el tiempo de la
penitencia. Se le decía al “malhechor” que tenía que expiar tales y tales años, lo que
significaba, entre otras cosa, la exclusión de los sacramentos, portar vestido de
penitente, un saco de pelo, ayuno continuo a excepción de domingos y fiestas, casi
siempre no realizar el acto sexual y prohibición de conducir y montar a caballo.
En el 658 ordena el Sinodo de Nantes: “Si alguien mata a otro sin querer, por
casualidad, tiene que ayunar a pan y agua durante 40 días.” La misma penitencia vale
para quien mata a alguien por orden de su señor. Un asesinato por encargo no se castiga
con mayor dureza -a veces con menor- que el devolver una hostia por borrachera o
francachela.
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a cabo con gran dureza, debe hacer penitencia durante cuatro años, si se le golpeó
moderadamente (clementer) hasta matarle, entonces tres años. Otro libro de penitencia
(análogo, sínodos eclesiales) ordenaba: “Golpea una señora a su muchacha de manera
que ésta muere dentro de los tres días siguientes, debe ayunar siete años si lo ha hecho
intencionadamente, cinco años si ha ocurrido casualmente (casu).”
Con el clero, sobre todo con los obispos, se hacía la vista gorda o no se cumplían los
castigos dosificados.
Así por ejemplo, para laicos el castigo más duro –empleado únicamente en casos
extremos- era la excomunión, y su correspondiente para clérigos era sólo la suspensión.
Y mientras a un clérigo, que devastaba (¡) fosas, únicamente se le alejaba del servicio y
se le condenaba a una penitencia de tres años, a un laico por lo mismo tenía que penar
con su muerte. O mientras un sacerdote, que había participado armado en una rebelión,
era depuesto y debía ingresar en un convento de por vida, a un laico por la misma
acción se le castigaba con la muerte. Incluso en caso de alta traición el sacerdote recibía
un trato de privilegio. En delitos sexuales del clero, el obispo tenía la facultad de
castigar. Para la prueba de lascivia de un clérigo el tercer Concilio de Braga exigía de
dos a tres testigos, y al acusador que no podía aportar la prueba requerida se le aplicaba
la excomunión.
Muchos pecados meramente eclesiásticos pasaban por ser a la vez delitos civiles, como
por ejemplo la blasfemia, perturbación del servicio divino, incumplimiento de la
disciplina clerical y conventual. Y determinados castigos meramente eclesiales eran
impuestos no sólo por el estado en todo el ámbito, sino que además se les añadía
castigos civiles, por ejemplo a la destitución del cargo se le añadía todavía la
confiscación de bienes o el internamiento en el convento. Ya desde principios de la
Edad Media a los clérigos depuestos para el cumplimiento de su penitencia, igual el tipo
que fuere, se les metía en un convento, la mayoría de las veces de por vida. Alguna vez
99
la Iglesia erigió sus propias cárceles, denominadas “ergástula”, ¡también a los ataúdes
se les denominaba “ergástula”! A los hombres se les arrojaba de las mazmorras civiles,
por regla general directamente, a las eclesiásticas, en donde –por pura “gracia”
episcopal- se les imponía la penitencia canónica.
¡Durante toda la temprana y alta Edad Media se seguía recomendando la confesión! Fue
tras el cuarto Concilio lateranense, en el 1215, cuando se hizo indispensable para los
católicos confesarse cuando menos una vez al año. Pero ya antes se podía satisfacer la
penitencia impuesta con dinero, lo que constituyó para el clero una importante fuente de
ingresos.
100
La indulgencia
En mi cartera guardo vuestro dinero, toda vuestra propiedad es mía,
vuestra plata alemana va a parar a mi arca.
La indulgencia fue quien mayor influjo ejerció en la vida económica... Estaba tan enraizada en la vida
del pueblo que en 1500 se pudo hacer en serio la propuesta de que el imperio reuniera el dinero de su
presupuestos mediante predicaciones sobre las indulgencias, ya que éste es el único camino de
conseguir dinero del pueblo.
Para los teólogos católicos pocas cosas hay en la dogmática romana tan penosas como
la doctrina de la indulgencia. Para entenderla es importante hacer la distinción entre
culpa y castigo. Según doctrina de la Iglesia, a través del denominado sacramento de la
penitencia se borra la culpa del pecado y el castigo eterno pero no los castigos
temporales, que hay que purgar en la tierra o en el purgatorio. Uno puede librarse de
ellos especialmente mediante indulgencias, de modo total mediante una indulgencia
“plenaria”, en parte mediante una “parcial”, en la que indicaciones de tiempo no
significaba que ése era el tiempo que uno debía purgar en el purgatorio, sino el tiempo
que tenía que realizar en la antigua Iglesia como penitencia por sus pecados. Si alguien
tenía “la suerte” de morir inmediatamente después de haber ganado una indulgencia
plenaria, iría “directamente al cielo, sin ser rozado por las llamas del purgatorio.”
Durante siglos los mismos representantes de Cristo organizaron cruzadas, y todos los
papas extendieron indulgencias contra turcos, tártaros, moros, “herejes” y demás
demonios, para la dirección y fomento de estas guerras agresivas y de ataque, que
ocasionaron la muerte de millones de personas.
101
Ya León IV (847-855) concedió una especie de indulgencia de cruzada, prometiendo
ser aceptados en el cielo los cristianos que caían luchando contra los sarracenos. Algo
parecido garantizó el Papa Juan VIII (872-882) como comandante de una escuadra de
buques de guerra: “la paz de la vida eterna a las víctimas de la guerra.” Y estas
promesas continuaron durante toda la Edad Media en las guerras de los Santos Padres.
Y es que la indulgencia proporcionaba claro está –ése era el objetivo- dinero a los
papas. En primer lugar la tasa por el libramiento; había una tasa por el borrador, otra
por la copia en limpio, una tercera por el registro, una cuarta por el sello (taxa
abbreviatorum, scriptorum, registri, plumbi). Además, los representantes de Cristo
cobraban una parte del producto de todas las acciones provechosas. En muchas
indulgencias había que anotar exactamente, a finales de la Edad Media y en Roma, el
precio de adquisición.
Fueron muchos los obispos y cardenales que se quejaron de esta práctica romana de las
indulgencias, sobre todo porque les menguaba sus propios ingresos. Claro está, también
ellos promulgaban las correspondientes bulas y cobraban por ello; en pequeñas
indulgencias se quedaban con la tasa por el libramiento, pero el ingreso gordo iba a
parara a la Iglesia o entidad “agraciada.” Como ya se ha dicho, en negocios fuertes, una
parte del dinero de la indulgencia se mandaba a Roma, donde existía una especie de
doble regulación. O la cámara papal recibía un tercio, la mitad o a veces hasta dos
tercios de la cantidad, o el solicitante pagaba por cada otorgamiento una suma global,
que tenía el bonito nombre de “composition.”
Sobre todo desde el siglo XIII los obispos idearon también, siguiendo la costumbre de
los papas, multitud de indulgencias. El prelado español Ermengaud, ya en el siglo XI y
con el visto bueno de su arzobispo, concedió indulgencias a todos los que dispensan
“pan, vino, oro, plata y otras cosas.” Dicho sea de paso, Ermengaud, que compró con
dinero su sede episcopal, es venerado como santo desde el 1044.
A lo largo de la Edad Media se estableció también las indulgencias por los muertos. Es
cierto que hubo sus discusiones en la Iglesia. Así, a mitades del siglo XIII, el conocido
canonista Heinrich de Susa (Hostiensis), que gozaba de alto predicamento entre los
102
papas, tildó las indulgencias por los muertos de engaño pecaminoso. Para el doctor
Alberto Magno, en cambio, son de gran utilidad para las pobres almas del purgatorio.
Pero cuando en 1482, el franciscano Johann Angeli propagó en Tournai que el papa, si
quisiera, podía vaciar el purgatorio completamente, lo desmintió tajantemente al año
siguiente, el 5 de febrero de 1483, la Sorbona como algo “escandaloso.” ¡Y es que un
purgatorio vacío no les hubiera proporcionado dinero! En España sostuvieron algunos
clérigos, mediante bulas falsificadas, que era posible librar a las almas no sólo del
purgatorio sino incluso del infierno. Esta ignominia fue duramente reprendida y
rechazada en 1453 por Nicolás V.
Según el librito de Roma, impreso en latín varias veces, la primera bajo Inocencio VIII,
estando diciendo misas en la capilla de san Práxedes el papa Pascual (817-824) por una
determinada alma, tras la quinta vio el papa cómo la santísima virgen la portaba al
cielo. No es extraño, por tanto, que muchísimos peregrinos emprendieran la cara
romería a Roma buscando el consuelo de las pobres almas. Y hasta finales del siglo
XVIII se podía alcanzar, visitando la iglesia de san Práxedes, una indulgencia “diaria”
de 12.000 años.
Pero pronto perdieron tirón las indulgencias más mezquinas de tiempos anteriores, de
modo que hubo que rellenarlas y complementarlas. Una oración para el rey de Francia,
que bajo Inocencio IV proporcionaba diez días de indulgencia, rendía cien años
después, bajo Clemente VI (1342-1353), cien días. El legado papal Peraudi, a inicios
del siglo XVI, había concedido para cada reliquia de la Schlosskirche de Wittenberg –
allí había por millares- cien días de indulgencia, pues bien, el Papa León X de cien días
subió por cada partícula a cien años, y por cada reliquia de la nave a 4.000 años. De
modo que se dio paso a un proceso verdaderamente inflacionista. Se multiplicaron las
gracias. De una indulgencia de pocos días se llegó –mediante documentos verdaderos o
falseados- a 1.000 años, 12.000 años, 48.000 años , incluso hasta 100.000 años, 158.790
103
años, 186.093 años, y (en un libro inglés de oraciones) a una indulgencia de un millón
de años.
Y ante una indulgencia bastante llena, como aquella de 48.000 años de la iglesia de san
Sebastián de Roma, amenazaba el librito alemán de Roma: “Nadie debe dudar de la
indulgencia, que existe en la digna iglesia; si alguien duda peca gravemente.”
¡Y cuán numerosas fueron las indulgencias de las cruzadas! A partir del siglo XV se
hizo más frecuente la anulación de las anteriores, se anulaban casi todas con la emisión
de nuevas. Pío II necesitaba dinero para la restauración de la basílica romana de san
Marcos, así que hizo que el obispo de Treviso encontrase cien personas en su diócesis,
que pagaran una considerable aportación por una indulgencia plenaria a la hora de la
muerte y, mandó suspender, mientras no se encontrase este centenar, todas las demás de
este tipo. Sixto IV, constructor de la Capilla Sixtina y de un burdel, e instaurador de la
fiesta de la Concepción inmaculada y fanfarrón sexual sin igual, quería ver el año
jubilar de 1475 a numerosos cristianos reunidos en Roma y, con ese motivo, engordar
sus arcas. Así que, con antelación suficiente, (para que preparasen con suficiente tiempo
el viaje) el 29 de agosto de 1473 suspendió todas las indulgencias plenarias, excepto las
de las iglesias de Roma. (Alejandro VI, amante de su hija Lucrecia y de otras
104
prostitutas, aprendió la lección e hizo lo mismo en el gran Año Santo). Inocencio VIII,
que se mudó al Vaticano con dos hijos, accedió a la silla papal el 29 de agosto de 1484
y ya el 30 del mismo mes y año anuló todas las indulgencias plenarias de su predecesor
(a excepción de la de a la hora de la muerte). Quien quisiera de nuevo las anteriores,
debía pagarlas de nuevo en el gabinete papal. Y, de la misma forma que Inocencio VIII,
procedieron Alejandro VI, Pío III, Julio II, León X y Adriano VI.
Y a todo esto hay que añadir que los clérigos falsificaron indulgencias, falsificaron en
proporciones industriales, es decir, las extendieron en sus mismas iglesias en nombre
de papas anteriores. Así se inventaron ya en el siglo XI indulgencias plenarias para la
catedral de Asti, para un convento en Vertemate, para la iglesia de Pedro en Nesso etc.
Se falsificó una bula del 28 de diciembre de 1121 para Catanzaro, otra del 23 febrero de
1120 para el convento de san Jean-du-Mont, un privilegio de bula del 1 de mayo de
1133 para el convento de san Salvatore de Brescia, y en la misma época una
indulgencia para la abadía de Königslutter. También se falsificaron indulgencias para
varias iglesias de Tréveris, también para el convento de Andech, para la iglesia de san
Agustín en Orvieto, para la iglesia de san Simplicio en Milán, la iglesia de san Marcos
en Viterbo, la iglesia de san Marcos en Venecia, la catedral de Padeborn, la catedral de
Anagni en Vercelli etc. Y, como decíamos, abundaron estas falsificaciones en provecho
de la Iglesia.
La mayoría de las bulas sobre indulgencias, falsificadas en la tardía Edad Media por
clérigos y miembros de órdenes religiosas, habían sido ya aprobadas por los papas en
los siglos XV y XVI. Pero, según algunos teólogos expertos, aún aquellas indulgencias,
que no hubieran obtenido el placet de los papas, serían válidas en virtud del derecho
consuetudinario.
Pero no fueron tanto las falsificaciones –con las que muchos cristianos no contaban
(hoy muchos siguen no teniendo ni idea de lo ocurrido en este asunto)- cuanto el gran
número de emisiones y concesiones de indulgencias lo que desacreditó e hizo
sospechoso todo el tema. Lutero censuró el embuste antibíblico de las indulgencias. “El
papa y sus comediantes... enseñan para grandísimo oprobio de Cristo como mérito de
Cristo el tesoro de la indulgencia. Pero si alguien pregunta qué base tiene en la
Escritura, se hinchan y vanaglorian de su facultad y poder y contestan: ¡Y no basta con
nuestra palabra! En su contra escribo este artículo y lo fundamento en la Escritura.”
Pero en tiempos de Lutero la indulgencia no era sólo un puro negocio monetario, una
explotación de las masas entontecidas, de las que sólo sacaban provecho el clero, la
curia romana, los obispos, los predicadores de indulgencias, los confesores, sino
también se aprovechaban de ellas los príncipes reinantes, los cambistas y los agentes.
“Muchos se escandalizaban de que el dinero de los pobres, que creían hacerse poco a
poco con la llave del reino de los cielos, sirviera para tapar los agujeros de las bolsas
reales. Se murmuraba porque el dinero acumulado en el tráfico no se utilizara en
beneficio de los fines caritativos, por los que se expendían.” Efectivamente, en el siglo
XVI la riqueza de la indulgencia fue a parar a las manos de los ricos hacendados en
Silesia, Hungría y Polonia. Abrían con sus propias llaves las arcas y enviaban el dinero
y demás contenido a Roma.
105
Cuando en 1518 llegaron los comisarios de indulgencias a Breslau, hasta el capítulo
catedralicio obligó al obispo a mandarlos fuera; era tal el número de indulgencias
expendidas en los últimos años ¡que el pueblo estaba ya harto y se burlaba de todo
esto!”
Todavía después del Concilio de Trento obispos españoles vendían indulgencias por
dinero, “a la vieja usanza”, montándose así “un buen negocio pecuniario.”
Y a mitades del siglo XX se alaba, de parte católica, la indulgencia como “uno de los
principales elementos de la historia de la economía”, y se vanagloriaban de que a través
de ella se erigiesen los deslumbrantes palacios episcopales y catedrales; de que
floreciesen por doquier capillas recogidas y calvarios, que se adornara y decorara
iglesias con imágenes y llenaran sacristías y tesoros de...”
Todavía en el siglo XX los papas repartían indulgencias: cincuenta días cada vez que al
oír blasfemias contra Dios se pronunciaba la jaculatoria: “¡alabado sea Dios!” (Pío X, el
28 de noviembre de 1903); cien días cada vez que suspirando se dijera: “¡Señor,
mantennos la fe!” (Pío X, 20 de marzo de 1908).
Todavía en el siglo XX gana cada sacerdote una indulgencia de 300 días cada vez que
se viste el roquete, hace la señal de la cruz y reza una determinada oración; el laico
obtiene las denominadas indulgencias de Tierra Santa siempre que lleve consigo “con el
106
debido respecto” estatuas, medallas o cosas parecidas, que rozaron lugares santos de
Palestina o reliquias de santos.
Incluso en el Concilio Vaticano II se llevó a cabo una dura crítica contra la práctica de
la indulgencia, así entre otros el patriarca Máximo IV Saigh: “En la Edad Media”, dijo,
“con el tema de las indulgencias se cometieron innumerables abusos. Supusieron para la
cristiandad un grave escándalo, y aún hoy nos parece que la práctica de la indulgencia
promueve entre los cristianos con frecuencia el fetichismo, la idolatría, la propensión a
una avara acumulación de capital santo, y la idea de como si en temas de fe el hombre
pudiera establecer exigencias.” El patriarca llegó a decir: “En realidad en la tradición
primigenia y general de la Iglesia no hay ninguna prueba de que se hubieran dado o
conferido indulgencias, como ocurrió en la Edad Media en occidente. Sobre todo en
aquellos onces siglos de unidad entre la Iglesia de oriente y occidente no encontramos
la más mínima huella de indulgencias entendiendo como hoy se entiende. Todavía hoy
la Iglesia ortodoxa, que sigue siendo fiel a la primigenia tradición, no conoce nada de lo
que occidente entiende por indulgencia.”
Pero como ha señalado Fritz Leist, la institución indulgencia sirve al prestigio de los
papas como “trasmisores de la salvación” ante la masa de los creyentes y, por eso,
Pablo VI se impuso de un plumazo por encima de la oposición de los obispos y ordenó
de motu propio en la Paenitemini de 1967: “Es nuestra voluntad, que estas
determinaciones e instrucciones ahora y en el futuro permanezcan y sigan estando
vigentes y, dado el caso, aboliendo constituciones apostólicas y órdenes de nuestros
predecesores en contrario o de menciones y declaraciones de invalidez por parte de
alguna prescripción digna de todo respeto.”
La llamada silla apostólica siguió otorgando indulgencias para las “pobres almas” del
purgatorio, sólo que ahora no se sabe cuál es su efecto. Si una indulgencia para vivos
sigue siendo “infalible”, “no queda claro” si le beneficia y en “qué medida a una
determinada alma.”
¿Y que suceda todo esto 200 años después de Voltaire, Helvétius, Diderot, Bayle es
algo realmente increíble?
¿Pero en esta Iglesia qué es increíble? ¿Por ejemplo, la infalibilidad del Papa?
107
El dogma de la infalibilidad papal
Y así ocurre dentro de la moral y la religión reinantes,
algo que, por otra parte, siempre se ha hecho:
Cuando hay alguien que comienza a discutir la costumbre y a preguntar por las razones e
intenciones, se comienza a introducir subrepticiamente razones e intenciones para justificarla.
Aquí subyace esa gran deslealtad de los conservadores de todos los tiempos:
Son mentirosos sobrevenidos.
Friedrich Nietzsche
108
El origen del episcopado monárquico
De la comunidad de amor surgió la Iglesia, del sacerdocio universal una jerarquía administrativa
jurídicamente intachable, del Señor excelso en el espíritu el obispo protegido por la ley. El lugar de los
místicos lo ocuparon los leguleyos y, al final, la relación de Dios con el hombre terminó siendo regulada
por un código legal.
El Jesús histórico, caso de que hubiera existido, no tuvo doce apóstoles; esto es una
ficción, un número que responde a los doce patriarcas y tribus de Israel. Incluso no
coinciden ni las listas de apóstoles del Nuevo Testamento.
Ya en la primigenia comunidad, junto a los apóstoles estaban los profetas, a los que
también se les denominaba apóstoles. Todos ellos poseían gran autoridad personal y
moral, pero carecían de autoridad jurídica; sólo les legitimaba su actuación y no su
nombramiento o la delegación de poderes por parte de Jesús. Lo mismo ocurría en los
primeros tiempos con los maestros, que junto con los profetas conducían
espiritualmente a las comunidades y les hablaban sobre Dios, el demonio, los espíritus y
los ángeles. También esta actividad poseía un carácter sobre todo carismático.
Pero a medida que va perdiendo fuerza el entusiasmo primigenio de los místicos, de los
imbuidos por el espíritu, se confirma y robustece la posición de los obispos y
presbíteros. Al final se llegó a una disputa entre ellos y los profetas, entre los
funcionarios de la comunidad y los carismáticos, que acabó con una victoria total de la
administración sobre el espíritu. El obispo terminó subordinando al presbítero y a
finales del siglo II se juntaron todos los cargos en una misma persona: “Un-hombre-
sistema”, que en la Iglesia jugaría el papel más importante, pero que no existe en el
Nuevo Testamento.
109
Al obispo (episkopos) se le conoce ya desde Homero, Esquilo, Sófocles, Píndaro. El
cargo episcopal monárquico, que imparte leyes, el obispo único, puesto en circulación
por la Iglesia como de tradición apostólica –como muchas cosas que jamás fueron de
tradición apostólica ni apostólico, como la confesión de fe-, no se conoció en todo el
siglo I. Antes no era un individuo quien dirigía la comunidad, si prescindimos de las
relaciones especiales en Jerusalén, sino un colegio. Todavía en la época pospaulina los
sacerdotes y obispos estaban al principio equiparados, hasta que al final el obispo
terminó poniéndose al frente.
Los obispos de la antigua Iglesia eran elegidos por el pueblo y, dado el caso, también
revocados. Por primera vez se combate esta ocupación democrática del cargo episcopal
en el escrito pospaulino más antiguo desde Roma, en la primera carta de Clemente,
redactada presumiblemente a finales del siglo I. Es el documento cristiano más antiguo,
que habla de los laicos. Estos laicos poseen un derecho de cogestión en la nueva
elección de sacerdotes; se sigue aquí sin distinguir entre sacerdotes y obispo, y el cargo
elegido en modo alguno es el episcopado monárquico.
Está posición jerárquica se ratificó y consolidó todavía con más fuerza hacia mitades
del siglo III mediante el obispo Cipriano. Con él se revisten los obispos de autoridad
jurídica. Toda la vida de la Iglesia se concentra ahora en torno a ellos. Ellos señorean no
sólo sobre el clero sino también sobre mártires y confesores –y esto se debe sobre todo
a Cipriano-.
Con todo sigue existiendo todavía esa determinada jerarquía eclesiástica conocida: “Se
nombra obispo a quien es elegido por todo el pueblo”; todavía él tiene que ser “del
gusto de todos” y ser ordenado “bajo aprobación de todos.” “En las grandes
comunidades”, escribe el teólogo Carl Schneider, “estas elecciones son muy
tumultuosas y están salpicadas de aclamaciones y peleas entre pueblo, pero guardando
siempre de modo estricto la legalidad formal.”
Conocemos lo que ocurría con frecuencia entre facciones. Desde mitades del siglo II y
por regla general las comunidades de Roma eran carismáticas. El primer “antipapa” se
da a inicios del siglo III: Hipólito, uno de los denominados padres católicos viejos, y
discípulo de san Ireneo, el primer obispo formado en Roma. Su exitoso contrincante,
110
Calixto (217-222) comenzó su conquista de la silla papal partiendo del barrio del
puerto, teniendo en su haber una educación cristiana, un desfalco y una estancia en la
cárcel. Cuando, por intervención del césar Cómodo, se libró de la favorita cristiana
Marcia, y se refugió durante una década en Antium, una de las (Villeggiaturen) más
apreciadas de la Roma aristocrática, con una pensión mensual del obispo romano
Víctor, se le loó como mártir. El cisma duró casi dos décadas.
Entre los obispos Cornelio (251-253) y Novaciano se dio otra ruptura y división. Y
también hubo riñas bajo los Papas Marcelo I y Eusebio a inicios del siglo IV;
“discordia y pendencia, revuelta y asesinato”, como reza el epitafio que el Papa Dámaso
I le dedicó a Marcelo. A mitades del siglo IV se dio una guerra civil sangrienta entre los
papas, Liberio y Félix II, que gobernaron al mismo tiempo. Y cuando en el 366
disputaron sus sucesores Dámaso y Ursino la silla episcopal, se armó tal paliza y
trifulca que de la iglesia se sacaron en un día 137 cadáveres.
¿Cómo llegó el primado a los obispos de Roma, a los “papas”? ¿Cómo surgió “su
infalibilidad”? Naturalmente que esto no existía al principio, se fue generando con el
paso de los siglos en clara contradicción con Jesús y con la era apostólica.
La comunidad romana de los cristianos no fue fundada ni por Pedro ni tampoco por
Pablo, sino por cristianos judíos desconocidos. No está demostrado que Pedro hubiera
estado en Roma, su sepulcro, a pesar de todas las excavaciones, sigue sin encontrarse
hasta el día de hoy. Y Pedro jamás se sentó en la silla que hoy lleva su nombre. A
mediados del siglo II, cuando Roma tenía unos 30.000 cristianos y 155 clérigos, nadie
de la comunidad sabía nada de su fundación por Pedro. Y a finales del siglo II no se le
contaba entre los obispos, ¡sólo en el siglo IV se dice que fue obispo durante 25 largos
años! Incluso el Liber pontificalis, el libro oficial de los papas, la lista más antigua de
los prelados de Roma, nombra a un tal Lino como el primer obispo de la ciudad. Luego
se colocó Lino en segundo lugar y a Pedro en el primero. Pero los episcopados de la
lista romana de obispos de los dos primeros siglos son muy inciertos, como los
alejandrinos o antioquenos, y los de “los primeros decenios pura arbitrariedad”
(Heussi).
Los obispos de Roma, desde un punto de vista espiritual y en política eclesial muy poco
relevantes al principio, tampoco se sintieron, durante mucho tiempo, papas en el sentido
que este concepto adquirió con el tiempo. Fue en el siglo III cuando se colocó a la
cabeza de la Iglesia italiana. Pero su influjo sobre la Iglesia de oriente, que era más
importante, era exiguo. El gran Concilio de Nicea (325) ni vio al Papa, ni éste podía
mandar, ni siquiera co-decidir. ¡Allí quien determinaba el nuevo dogma era el
emperador! En el Concilio de Sardica (343) fracasó el intento por convertir al obispo de
Roma en instancia de apelación en casos de disputas eclesiales. Entonces no fue Julio I
(337-352) sino Atanasio el clérigo determinante. Todavía al finalizar el siglo IV, el
111
papa Anastasio I se considera únicamente cabeza de occidente. Y para la Iglesia de
oriente el obispo de Roma sigue siendo, todavía en el siglo VI, un mero patriarca de
occidente.
El origen del papado es todo menos milagroso, no hubo nada sobrenatural, todo fue
muy natural. Las razones se derivan de la posición de Roma como capital del imperio
de Roma y del papel dirigente que en Italia se atribuye el obispo de Roma tras el
desmoronamiento del imperio.
Entre nosotros no hay un obispo de obispos, no hay nadie que obligue a sus colegas a obedecer con
autoridad tiránica.
El obispo Cipriano
Este socavamiento del poder fue llevado a cabo teológicamente por la denominada
doctrina de Pedro, loada y encumbrada por los papas y su séquito.
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jugado papel alguno antes de mediados del siglo III en la historia de la reclamación
romana de poder y autoridad.” Y el mismo teólogo católico Bernhart confiesa: “Los tres
primeros siglos tras la muerte de Simón Pedro no dicen ni palabra de un soberano en la
cátedra de Pedro.”
Los pastores supremos de las comunidades romanas más antiguas en modo alguno se
consideraban “papas.” Utilizan la palabra “papa” (pappas, papa, padre), que desde el
siglo III designa a todo obispo, como autocalificación de modo regular desde finales del
siglo VIII. Y sólo después del siglo X el título de “papa” es una prerrogativa exclusiva
del obispo de Roma.
El primero que apeló a Mateo 16, 18 fue el autoritario Esteban I (254-257). Pero ya
entonces reconocía nada menos que Cipriano, obispo, mártir y santo de la Iglesia
católica, en consenso manifiesto con el sentir general de la Iglesia, que “no hay un
obispo de obispos”; nadie de ellos está subordinado a otro y nadie es más que nadie; ¡de
ahí que Roma falseara incluso un pasaje fundamental de los escritos de Cipriano! El
papa, en postura a menudo divergente con el santo, no recibió a su mensajero y le
insultó llamándole “pseudocristiano” y “pseudoapóstol”, Cipriano le responde
acusándole de blasfemia y arrogancia.
Por supuesto que los teólogos orientales conocidos del siglo IV, los santos Basilio,
Gregorio el Nacianceno, Gregorio de Nisa etc, nada sabían de estas pretensiones, que se
querían derivar de la palabra de Pedro como roca. Y ningún obispo romano se atribuía
por entonces poder judicial o de decisión en asuntos de oriente.
Cuando menos, hay que conocer a grandes rasgos que: la ficción del círculo de los
doce, la eliminación de los profetas mediante los obispos, la creación del episcopado
monárquico, los modos papales de primado... no es algo que se justifique únicamente
por el logion artificial de Mateo 16, 18, sino que se recurre y justifica también por
documentos falsificados, como los decretos pseudocirílicos y los pseudoisidóricos (más
de cien cartas papales y decisiones conciliares falsificadas), por el Constitutum Silvestri
113
etc; hay que conocer todo esto para darse cuenta que casi nada de lo que esta Iglesia
hacía pasar por apostólico lo era realmente, ninguno de sus dogmas está en relación
legítima con su origen, tampoco la denominada infalibilidad del Papa en cuestiones de
fe.
Sobre la evidencia de la Escritura se manifiesta la mayoría (en el primer Concilio Vaticano de 1870)
extraordinariamente segura. La infalibilidad del Papa es una verdad, que se demuestra “por testimonios
evidentísimos en la Sagrada Escritura...”
La Escritura contiene la infalibilidad más claramente o, cuando menos, de modo más inmediato que el
primado del Papa; se enseña en ella con más nitidez que el origen del Espíritu Santo, que la virginidad
de María, que la concepción sin mancha de María y que otros muchos dogmas.
“Si es así, ¿por que no comprende la gente”, se pregunta el obispo Claret y Clará, “los claros
testimonios de la Escritura?”
Por parte católica se habla, con toda seriedad, de los “fundamentos bíblicos de la
infalibilidad”, aun cuando se tiene que admitir: “que lo que nosotros designamos hoy
con la palabra infalible en ninguna parte de la Biblia se denomina con dicha palabra.”
Se insiste en que Jesús, según Marcos 3, 13, elige a los apóstoles, “que iban a estar en
su entorno y a los que quería enviar a anunciar la palabra”; él dijo, según Lucas 10, 16:
“quien a vosotros escucha me escucha a mí, y quien a vosotros rechaza, me rechaza a
mí”; les aseguró repetidamente su asistencia y la del Espíritu Santo y confirmó que el
espíritu de la verdad les llevaría a la verdad completa.
Se da gran importancia a Juan 21, 15 y siguientes, donde Jesús pregunta a Pedro por
tres veces si le ama, y si le ama más que los demás, y al famoso y tristemente célebre
pasaje de la fundación de la Iglesia, Mateo 16, 13 y siguientes.
114
mismo modo aclara Brentano -a quien loa el decano del cabildo de Kettler, Heinrich,
como teólogo culto y religioso- respecto a la apelación de Mateo 16, 13 y siguientes que
“de ninguna manera se puede sacar de este pasaje una conclusión válida sobre la
infalibilidad del Papa.” Se podía pensar que todo aquel que leyera estas sentencias
bíblicas u otras como la de Lucas 22, 32: “He rezado por ti, para que tu fe no se
tambalee” admitía como una prueba básica del Primer Concilio Vaticano.
Pero tampoco en este Concilio de 1870 reconocía la minoría de los reunidos en Mateo
16, 18 un testimonio de la infalibilidad del Papa. El obispo americano, Augustin Vérot,
fundamentaba en su tiempo en cuatro razones su rechazo de los supuestos argumentos
de la Escritura; aquí sólo presento el cuarto: “Los santos Cipriano y Agustín, los padres
del sexto Sínodo en épocas pasadas, san Antonio, Bossuet y otros más conocieron
aquellos textos. Y en ellos no vieron ninguna prueba de la infalibilidad del papa.” Y
cien años más tarde resume el teólogo católico August Bernhard Hasler: “Desde los
resultados de la investigación exegética actual –también en el lado católico se ha
impuesto el método de la crítica histórica- la argumentación de la mayoría aparece
todavía más pobre. Los exegetas confirman no sólo el parecer de la minoría, es decir,
que en el pasaje de Mateo no se podía encontrar nada que hablara de una infalibilidad
papal, sino que la mayor parte duda también de que las exigencias romanas de primado
se puedan apoyar en este pasaje. Incluso los exegetas católicos están de acuerdo de que
Mateo 16, 17-19 no es palabra de Jesús sino una formación pospascual de la comunidad
palestina o siria, es decir de Mateo.”
Parece que los padres de la Iglesia, que nos precedieron, no conocieron la prerrogativa de la
infalibilidad del papa romano, en especial quienes trataron sobre las normas de fe. ¿Cómo sino explicar
que aquellos, que nos enseñaron el caminó y la autoridad para conocer los verdaderos y seguros
dogmas de la Iglesia, no dijeran nada sobre la infalibilidad del papa?... De ello se deduce que en los
primeros siglos de la Iglesia no se anunció esta infalibilidad y que permaneció oculta a los santos y
sabios padres.
De igual manera que con la “prueba de la Escritura” ocurre con la “prueba de los
padres.”
Por orden cronológico quizá el primer lugar lo ocupe Ireneo. Pero su doctrina, que se
aduce para apoyarse en ella, tuvo que ser falseada varias veces en el siglo XIX por el
primado de Bélgica, el redentorista y cardenal arzobispo, Victor Auguste Dechamps,
para así darle “valor probatorio.”
115
En segundo lugar los defensores de la infalibilidad se apoyan en el obispo Cipriano.
Pero precisamente su proceder en la disputa sobre el denominado bautismo de los
herejes (255-257) confirma lo contrario.
Y al igual que Cipriano, también Ambrosio debía atestiguar la infalibilidad. Y para eso
se combinan dos pasajes de sus escritos. Se une la frase de la fundación de la Iglesia,
citada por él, a la que él añade, donde está Pedro debe colocarse la Iglesia, con otro
párrafo distinto, en el que él acentúa la “fe” (fidem) de Pedro, algo que la mayoría de
los códices, en lectura equivocada, convierten en su “silla” (sedem). De nuevo protesta
el perito Brentano: “Basta contemplar los pasajes en su contexto para darse cuenta que
aquí se perpetra un auténtico abuso con los pasajes... En realidad uno debía
avergonzarse de los medios de prueba utilizados.”
Los defensores de la infalibilidad citan también a Agustín como testigo. Y también para
ello se falsifica su obra, convirtiendo su: “Causa finita est: utinam aliquando finiatur
error (liquidado el asunto estaría también liquidado el error) en una sentencia más
brillante y pomposa: “Roma locuta est, causa finita est (habló Roma, asunto liquidado).
Se trataba de Pelagio, el irlandés que desde largo tiempo vivía en Roma, el opositor de
aquellos complejos turbios de pecado original, de pesadillas de predestinación y
sutilezas de gracia de Agustín, que el Concilio de Orange convirtió en dogma en el 529.
116
escritos polémicos. Persiguió a sus enemigos hasta Palestina con la anatematización e
hizo mediante tres escritos –“con todos los visos de una cacería de brujas” (Brown)-
que 416 obispos africanos les declarasen herejes siendo papa Inocencio I. Agustín
redactó dos cartas, a las que añadió en su envío a su “Santidad”, al “Humilde de
corazón, a la “abundantísima fuente” todavía el libro de Pelagio Sobre la naturaleza,
junto a un escrito en su contra De natura et gratia Dei (con subrayados “de los
principales pasajes” para una lectura más cómoda para el pontífice).
Pero Agustín lo celebró demasiado pronto. Puesto que la “herejía”, que se extendió
desde Sicilia hasta Dalmacia, Galia y Bretaña, se asentó también tras la muerte de
Inocencio en la ciudad santa e incluso trepó a la silla papal y hasta se hizo notar en
Agustín.
Pero Agustín y los africanos no se dejaron confundir por artículos de fe emanados desde
Roma. Operaron impasibles con intrigas y sobornos. 80 caballos sementales de
Numidia cambiaron de establo a lo largo de la disputa de la gracia. Comes Valerius, un
mayordomo mayor, enemigo acérrimo de la herejía, fan de Agustín, pariente de un gran
latifundista de Hipona y católico como el papa, se mostró complaciente con los obispos
africanos. Ellos, endeudados seriamente por la lucha de décadas contra los donatistas,
consiguieron rápidamente la represión de los pelagianos, la expulsión de sus obispos y
el rechazo de la libre discusión.
117
Tiro en Marsella, un simpatizante furibundo de las elucubraciones agustinianas sobre la
gracia- “para enterrar en el polvo las cabezas de los ateos.” Y el presbítero Sixto, hasta
ahora simpatizante de los “herejes”, más tarde papa, cambió presurosamente con sus
señores de campo y colaboró conjuntamente con Agusín –a espaldas de Zósimo, que
seguía siendo sospechoso-.
De todo esto se deduce que los obispos romanos se equivocaron en la historia, en la crítica, en el
derecho de los pueblos, en los temas de los sacramentos, en la interpretación de las Escrituras y en otras
cosas más.
Papas, más claramente convictos de “herejía” y anteriores a Zósimo, serían los papas
modalistas: Víctor I, Ceferino y Calixto, todos defendieron –más o menos- el
118
modalismo: un doctrina que en las tres personas divinas veía sólo modos, maneras de
manifestación de un Dios, es decir, defendía en Dios una persona indivisa (no como el
dogma de la Iglesia, que defiende tres personas individuales).
León I (440-461)
Por una parte este papa fue el primero de auténtica importancia histórica, enormemente
arrogante, un aristócrata, inmisericorde con los disidentes, que persiguió a los
maniqueos casi con la saña sanguinaria de un inquisidor. Pero, por otra parte, criticó
también en el año 443 el nombramiento de eclesiásticos, que no manifestaban “una
cuna adecuada” y prohibió el ascenso de un “esclavo andrajoso al sacerdocio.” Incluso
frente a su compañeros obispos presumió de señor. Mandó también sobre prelados hasta
ahora independientes de Roma, como el metropolitano de Aquileia. La alta jerarquía de
la Galia ya no le denomina “tu fraternidad”, como era costumbre, sino que la mayoría
de las veces aparece ahora el tratamiento de “vuestro apostolado” (apostolatus vester) y
se impulsa con fuerza la teoría de Pedro, que mientras tanto ha ido ganando terreno en
occidente y en África.
León, que exigía también obediencia de parte de todos los maiores ecclesiae, de todos
los patriarcas, adoctrina que a través del papa habla Pedro, habla Cristo, habla Dios.
Fuerza la tradición, la amplifica, reivindica nuevas exigencias, se aprovecha de
Valentiniano y de las damas de la corte imperial a las que manda escribir cartas a la
corte de Constantinopla, que van más allá de lo escrito hasta ahora sobre el primado
romano.
119
“Sé”, escribe el papa León, “que sois instruidos suficientemente por el espíritu divino,
que mora en vosotros.” Atribuye al emperador inspiración en el magisterio y eleva su
iluminación hasta hacerle infalible, confirmando al soberano que “iluminado por la luz
más pura de la verdad no titubea en ninguna cuestión de fe, sino que es capaz de
distinguir con criterio santo y justo el mal del bien”, “que tu benevolencia no necesita
de instrucción humana y que ha mamado la doctrina más pura de la abundancia del
Espíritu Santo”, que su deber (el del papa) es dar a conocer lo que tú sabes y anunciar lo
que tú crees (officii tamen mei est et patefacere quod intelligis, et praedicare quod
credis), ¡y todo esto sostiene sin estar en modo alguno convencido de la infalibilidad del
emperador!
Virgilio (537-555)
Virgilio fue el asesino de su predecesor y el santo pontífice durante la gran matanza de
los godos. Gracias a su increíble capacidad maniobrera permaneció durante dieciocho
años en la silla papal, y se tomó los temas de fe con bastante menos seriedad que otras
cuestiones.
Es verdad que comenzó custodiando la fe, aun cuando incumpliera promesas hechas. En
contra de uno de esos compromisos adquiridos, no favoreció las ambiciones
monofisitas de la emperatriz Teodora, la mujer del ortodoxo Justiniano, por lo que
Virgilio había cobrado 700 monedas de oro. Pero luego se sometió al emperador en la
discusión de los Tres Capítulos, una disputa entre teólogos, que encendió mucho los
ánimos primero en oriente y luego en occidente. El emperador –para ganarse a los
monofisitas, determinantes en el sureste, sin renuncia del Concilio de Calcedonia- había
anatematizado con posterioridad, mediante un edicto del 543, a los teólogos Teodoro
de Mopsuesta, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, que tendían al nestorianismo y que
habían muerto hace años en paz con la Iglesia, y que en el Concilio de Calcedonia
habían sido reconocidos como ortodoxos. El clero oriental, muy dependiente del
emperador, en general aceptó esto, pero no así el occidental. El episcoapado africano,
que se había opuesto al papa en la disputa sobre el re-bautismo de herejes (en tiempos
de Cipriano) y, de nuevo, en la disputa pelagiana contra Zósimo (en tiempos de
Agustín) se unió también para luchar contra en papa Virgilio en la disputa de los Tres
Capítulos.
120
bendijera el papa asesino y luego, como narra el libro de los papas, agasajado
simbólicamente con pedradas, palizas y pucherazos le mandó a hacer gárgaras con
frases piadosas como: “¡Que te acompañe el hambre y la muerte! ¡Te has comportado
mal con los romanos, ojalá encuentres el mal allí donde vayas!”
Al principio no le fue mal a Virgilio. Mientras el rey de los godos, Totila, asaltaba
Roma, desmantelaba los muros de la ciudad, expulsaba a la población, tomaba como
rehenes a los senadores y más tarde los ejecutaba, el papa se recuperaba durante casi un
año en la soleada Sicilia, en donde la Iglesia tenía grandes posesiones. Fue en enero del
547 cuando entró él en Constantinopla, aclimatándose también allí. Al año siguiente
dio su conformidad, en el denominado juicio del 11 de abril del 548, a la condena de
los Tres Capítulos. De lo que se alarmó también su entorno más cercano, por lo que él
excomulgó a toda una serie de diáconos respondones, antes de que un sínodo de obispos
africanos terminara excomulgándole a él. Y aun cuando todo occidente gritó y el clero
romano se rebeló contra Virgilio -los galos, Lombardía, los dálmatas e ilirios renegaron
de él- apoyado sobre todo en el diácono Pelagio, su sucesor, se animó y retiró su fallo.
Y ahora se manifestó en contra de un nuevo edicto de los Tres Capítulos del emperador
y amenazó a todos los firmantes con la excomunión. Pero después que Justiniano les
obsequiara a los obstinados obispos africanos con el destierro y el soborno, y arrebatara
Italia a los godos mediante duras y terribles batallas –no sin intervención del papa-,
creyó de nuevo el vejado Virgilio, no sin razón, que su silla corría peligro y cambió de
opinión una vez más. El 8 de diciembre del 553 y, todavía de manera más prolija, el 23
de febrero del 554, condenó de nuevo solemnemente los escritos de Teodoro de
Mopsuesta, de Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, los llamados Tres Capítulos.
Asegurándose así el regreso, pero murió de camino el 7 de junio del 555 en Siracusa y
llegó a Roma ya cadáver. Fue el primer papa no hecho santo tras Pedro.
Honorio I (625-638)
Honorio fue un vástago noble, hombre de talento y activo. Por ejemplo en España
estimuló, como un verdadero alumno del doctor Gregorio I “el grande”, al episcopado a
atacar y ser duro con los judíos, comparando a los obispos con “perros mudos”, que no
quieren ladrar, y lamentándose de que él sólo tuviera que llevar adelante el castigo de
los sacerdotes de Baal.
Nada extraño que este “representante” alcanzara una cierta inmortalidad como “hereje”,
precisamente él, que hizo que se persiguiera a los disidentes. Ya hubo, antes que él,
papas convictos de herejía, como los ya mencionados papas modalistas. Pero Honorio,
como se ha dicho discípulo de Gregorio I, fue condenado oficialmente por la Iglesia
católica romana como “hereje.”
121
patriarca el 5 de octubre del 610 –un dato importante, ya que con la reforma de Heraclio
I comienza el imperio griego medieval.
En la guerra contra los persas, empujados hacia el Bósforo, recuperó él de nuevo para el
629 las provincias perdidas del este e hizo levantar en Jerusalén, el 21 de marzo del
630, la santa cruz, raptada a los persas; probablemente, “como apunta el material de la
prueba” (Mango), algo ficticio. Luego, mediante complacencias religiosas, buscó
ganarlos para la iglesia del imperio a los monofisitas de allí, que habían expulsado a los
obispos católicos y sustituidos por propios. Funcionó bastante bien merced a una
fórmula propuesta por el patriarca Sergio de Constantinopla22 (610-638), según la cual
en las dos naturalezas del hombre dios, que por decir de alguna manera se convirtió en
dogma estatal, no se daban dos sino sólo una manera de actuación, una energía
humano-divina (monoenergismo).
No necesitamos entretenernos con este tipo de sutilezas en una discusión increíble, que
echó por tierra el imperio del este mediante disputas y guerras civiles sin fin. De todas
formas como una acción puente al monofisismo, el asunto, desde un punto de vista
religioso político, no estaba mal pensado, y resultó exitoso también en Siria y Egipto, y
también para Honorio.
El papa se dirigió sobre todo contra la oposición ortodoxa, que se encontraba bajo el
monje y posterior patriarca de Jerusalén, Sofronio, y declaró: “Confesamos una única
voluntad en nuestro Señor Jesucristo...” Consecuencia de ello: el edicto de fe de la
“Ektesis” (638), redactado por Sergio, promulgado por el emperador y colocado en el
hagia sophia. Luego, en lugar de una manera de actuación (monergeia), se promulgó la
doctrina de una unica voluntad en Cristo, más complaciente con los monofisitas y
fundamentalmente más tendente a buscar la paz con ellos: el comienzo de la disputa
monotélica, de la última disputa de dogmas entre oriente y occidente, la cuestión de
Honorio, que llega hasta el siglo XIX23.
La doctrina monotélica fue de nuevo rechazada por los sucesores de Honorio, que
anhelaban en todos los campos una mayor independencia frente a Bizancio. En el sexto
concilio general de Constantinopla (680-81) -en donde trabajó el patriarca Macarios de
Antioquia con documentos falsificados, como reconocieron sus falsificadores: un monje
y un erudito- condenó la Iglesia al papa Honorio pública y formalmente como
monotélico y quemó solemnemente su escrito promulgado formalmente ex cátedra. El
papa fue anatematizado con otros cuatro patriarcas de Constantinopla más, reconocidos
todos ellos como “herejes” monotélicos (Sergio, su sucesor Pirro, Pablo y Pedro).
Tras la treceava sesión del concilio, el 28 de marzo del 681, una vez leídos en público
los documentos de debate, declaró la asamblea:
22
Monotelismo, doctrina defendida por el patriarca Sergio de Constantinopla y plasmada en la Ektesis del
emperador Heraclio en el 638.
23
monotelismo: doctrina herética, manteniendo la idea de dos naturalezas en Cristo se defiende la idea de una
sola voluntad en él, la divina.. Fue condenada en el tercer concilio de Constantinopla (680-681)
122
Conforme a la promesa que hemos hecho a vuestra reverencia, hemos analizado en
profundidad las cartas dogmáticas, dirigidas por Sergio, el entonces patriarca de esta
ciudad imperial protegida por Dios, al obispo de Fasis y, también, a Honorio, el
entonces papa de la antigua Roma, de igual manera hemos analizado
concienzudamente la carta de respuesta de Honorio a Sergio. Hemos encontrado estas
cartas ajenas a las doctrinas apostólicas, a los sínodos santos y a las aportaciones
expuestas por los apreciados santos padres, porque siguen las doctrinas mentirosas de
los herejes. Rechazamos totalmente estas cartas y las detestamos como corruptoras de
las almas. Y hemos decidido también que los nombres de esta gente, cuyas doctrinas
ateas las aborrecemos, sean eliminados de la Iglesia de Dios, es decir, el nombre de
Derruios, del entonces patriarca de esta ciudad protegida por Dios, que comenzó a
escribir sobre esta doctrina impía, el nombre de Ciro de Alejandría, de Pirro, de
Pablo, de Pedro, de los patriarcas de esta ciudad al amparo de Dios, todos ellos
defensores de parecidas ideas. Y a ellos hay que añadir el nombre de Teodoro, el
antiguo obispo de Farán. Los nombres de todas estas personas, antes citadas, los
mencionaba el más santo y tres veces bendito papa Agatón de la Roma clásica en su
escrito a nuestro soberano, piadosísimo y sumamente temeroso de Dios, al gran
emperador, y él las rechazó porque iban en contra de nuestra fe ortodoxa. Nosotros las
anatematizamos. Junto a estos nosotros borramos también de la Iglesia santa de Dios y
anatematizamos al entonces Papa Honorio de la antigua Roma, porque constatamos
que él en sus cartas, dirigidas a Sergio, seguía en todo su pensamiento y atestiguaba
su doctrina impía.
También la Iglesia romana reconoció, subscribió y dio a conocer esto expresamente, sin
defender lo más mínimo a su papa. Y como primero de sus sucesores el siciliano León
II sancionó la condena de Honorio I con la siguiente frase: “También (anatematizamos)
a Honorio, que no se esforzó en santificar esta Iglesia apostólica mediante la doctrina de
la tradición apostólica, sino que permitió que ella, pura hasta hoy, fuera ensuciada por
la traición impía.”
Sin duda, el mejor versado actualmente sobre el asunto Honorio en la Edad Media y
Edad Moderna, Georg Kreuzer, comenta: “No puedo reconocer en estas palabras de
León II una suavización y un debilitamiento de la condena de Honorio. Todas las
propuestas de traducción, que quieren servir a este fin, no pueden desmentir el hecho
de que Honorio I fue anatematizado igualmente por León II. Todos los intentos por
atribuir a esta sentencia otra cualidad tienen que fracasar porque no encuentran apoyo
en el contexto. Yo más bien me inclino a ver en ella una mayor exarcerbación de la
sentencia conciliar, porque culpa con especial dureza a Honorio de la mancha de la
Iglesia romana.”
A partir de León II una larga lista de papas, probablemente durante 350 años, en su
toma de posesión y en una solemne confesión de fe acusaban al papa Honorio I de
“llamarada de la herejía”; una autodesautorización sobre la que se discutió en el
concilio Vaticano de 1870 al hablar sobre el dogma de la infalibilidad papal, que parte
de que en virtud de la promesa divina hecha a Pedro, el príncipe de los apóstoles,
ninguno de sus (supuestos) sucesores puede equivocarse en asuntos de fe... Pero lo
cierto es que durante largos siglos no se intentó exonerar o disculpar al papa Honorio I.
123
En la Edad Moderna el historiador oficial de la Iglesia católica, el cardenal César
Baronio (muerto en 1607) negó tajantemente la condena del papa.
Nosotros no vamos a aportar más ejemplos, como los casos de los papas Zacarías (741-
752), Bonifacio VIII (1294-1303), Juan XXII (1316-1334), quien condenó como obra
del demonio la teoría de la infalibilidad del papa, defendida por el franciscano Pedro
Olivi, sospechoso reiteradamente de “herejía”; pasamos por alto a Urbano VIII (1623-
1644), Benedicto XIV (1740-1758), Gregorio XVI (1831-1846), que curiosamente
todos ellos se consideran más o menos especialistas en la infalibilidad. Pasamos por
alto también lo dicho por conocidos papas, como León III, Inocencio III e Inocencio IV,
quienes no hablaron a favor sino en contra de la infalibilidad.
P. Rudis quiere apoyar la infalibilidad del papa en la analogía con el sumo sacerdote
de la antigua alianza. Pero la analogía con la antigua alianza, que yo estoy dispuesto a
reconocer como un argumento a tener en cuenta, no es un argumento a favor sino en
contra.
Existe otro argumento especulativo más fuerte del que pueden echar mano los
enemigos de la infalibilidad. El Salvador organizó la Iglesia de tal manera que no
prescinde de los medios naturales para llevar todo a cabo mediante influjos
sobrenaturales. Al contrario, él ha elegido por doquier los medios naturales más
perfectos para elevarlos y engrandecerlos aún más mediante la ayuda sobrenatural. La
estructura de la Iglesia es testigo de todo esto de tal manera que escritores ateos, como
el inglés Macaulay, que admirado de esta gran obra, a su juicio totalmente humana,
concluye que la Iglesia, merced a su maravillosa organización, jamás puede fracasar.
Esta misma sabiduría tiene que manifestarse necesariamente en la elección del
responsable del magisterio infalible. ¿Cuál es la importancia de este servicio? La de
dar testimonio de la fe transmitida. Definir un dogma no significa emitir un oráculo,
como nos achacarían los enemigos del catolicismo falsamente, sino dar testimonio de
lo manifestado por Cristo y los apóstoles, de lo creído y enseñado desde antiguo en la
Iglesia.
124
Por tanto, tenemos que sospechar desde un principio, que así como, según esta
anotación, se daba en la antigua alianza pluralidad de testigos, también en la nueva
alianza, para el testimonio definitivo e irrevocable, se requiere una multiplicidad de
testigos. Y esto ocurre de la manera más completa cuando se da la concordancia de la
totalidad de la Iglesia que enseña, no cuando el papa es infalible por sí sólo. Es cierto
que por su posición en el centro de la cristiandad tiene más medios que cualquier otro
obispo para informarse sobre la fe universal, pero puede darse fácilmente una
negligencia, puede darse una obcecación en determinadas ideas favoritas, y hasta
pudiera darse mala voluntad. Cuando todos están de acuerdo parece natural que su
enseñanza sea la doctrina de la Iglesia, pero cuando es el juicio de uno sólo quien
debe decidir se hace más manifiesto el milagro de la providencia. No se me ocurre
negar a Dios poder para ello, pero precisamente su sabiduría y el espíritu de su
organización, manifestado tanto en la naturaleza como en la Iglesia (que también vale
aquí: disponit omnia suaviter), me parecen exigir otra cosa.
Por tanto, ¿cuántas veces habla un papa ex cátedra si se les concede todo según
deseo? Visto lo visto muy raramente, y sólo en aquellos casos en los que la decisión no
resultara tan complicada que su verdad llamara la atención. ¿Y la inducción de estos
pocos casos sería un argumento apreciable para la infalibilidad del Papa? Tal y como
yo pienso, se ve también aquí muy claramente, que los promotores y defensores de la
infalibilidad no se toman muy en serio sus pruebas, mientras que a los fundamentados
argumentos de los contrarios los tachan de hipercríticos, capaz de convertir en fábula
toda la historia y tradición de la Iglesia.
Viendo esto y otras cosas, que por el reducido espacio no puedo comentar (a veces tan
sólo he aludido, otras he desarrollado suficientemente), no puedo menos de llegar a la
125
convicción científica de que la opinión teológica de la infalibilidad del papa es
infundada y falaz, y esto a pesar del acogimiento que goza en la actualidad, por otra
parte algo que ya pasó en tiempos con postulados teológicos -tal y como reseñaba al
principio- que en su día gozaron de gran predicamento y hoy son tenidos por errores.
Hoy en día, por blasfemo que pueda sonar, Dios es en esta Iglesia la Iglesia misma, la
jerarquía; y si esto no se entiende –no me cansaré de repetir y decir en serio- no se ha
entendido nada. Repito, Dios es el caballo de Troya de todos estos clérigos
Desde santo Tomás de Aquino se fue convirtiendo poco a poco la infalibilidad personal
del papa en sententia communis. Pero a finales de la Edad Media y comienzos de la
Edad Moderna, bajo el influjo de los galicanos Gerson, Richer, de Marca... se colocó
claramente a los concilios por encima del papa y se dijo que sus definiciones eran
infalibles sólo en el caso de que las sancionara toda la Iglesia.
126
desacreditado a la razón, tan loada por la Ilustración, y abierto el camino al acatamiento
de otras autoridades. La Ilustración se convirtió en algo retrógrado, la gente buscaba un
nuevo asidero en las tradiciones heredadas, sobre todo en la religión.”
Bajo el papa Gregorio XVI (1831-1846), y más bajo Pío IX (1846-1878), se potenció y
apoyó sistemáticamente el movimiento ultramontano y se expandió con éxito por todo
centroeuropa e incluso allende sus fronteras, en donde de nuevo los jesuitas jugaron un
papel preponderante como defensores de los privilegios papales.
El Papa Pío IX
El diplomático español, Ximenes (encargado de negocios en la santa Sede) manifestó con preocupación
que el papa se había vuelto loco.
Ferdinand Gregorovius
Dios en la tierra
127
La revista católica l´Univers sobre Pío IX
Resulta iluminadora la nueva monografía de dos tomos del teólogo suizo August
Bernhard Hasler, basada en una exhaustiva investigación de las fuentes: “¿Pío IX estaba
en pleno uso de sus facultades todavía en los momentos del concilio?” En él no sólo se
demuestran las numerosas enfermedades que le aquejaban al papa, sobre todo epilepsia,
desmayos, beinrose, hidropesía, adiposidad, hepatopatía, ataques de asma, lumbago,
gota... sino que, de manera especial, se haga un bosquejo minucioso de la personalidad
de este “representante.” Se habla de su misticismo enfermizo, de su milagrerismo
rayano en la superstición, de sus rasgos de carácter de un despotismo y autoritarismo
marcado.
Era bastante extendida la impresión de que el papa Pío IX padecía megalomanía. Pocos
años antes de comenzar el concilio, abundantemente documentado, se aplicó a sí mismo
la frase de Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” El emisario prusiano Arnim
le comunica a Bismarck en febrero de 1871: “En general se cuenta aquí que a lo largo
del año anterior el papa le ordenó al pasar por delante de la iglesia de la Trinità dei
Monti a un inválido: Levánte y anda. Pero el experimento no funcionó. Gregorovius
relata el mismo suceso, y añade: “El pobre diablo lo intentó pero se cayó al suelo. Algo
que disgustó sobremanera el vicedios. La anécdota se comenta en los periódicos. Creo
realmente que está loco.” Al mismo tiempo: se reparten ropas de él con fines curativos.
128
El bispo Strossmayer piensa que a la luz del Concilio Pío IX quiere declararse Dios y
que los obispos le reconozcan.
La presentación corriente de que la mayoría de los obispos querían la definición de la infalibilidad del
papa desde el inicio es falsa. Fueron conducidos de manera astuta y taimada a que quisieran. Su
oposición fue mucho mayor de la que esperaban los líderes ultramontanos... Pero quienes abogaban por
la infalibilidad se aprovecharon de que muchos miembros del episcopado eran poco cultos,
intelectualmente perezosos y económicamente dependientes del Vaticano. Tampoco tenían de ellos una
alta consideración.
El papa y su grupo trabajó con los medios más diversos para la consecución de su
objetivo. Se limitó la información, se puso en el índice de libros prohibidos una serie de
129
ellos, entre otros también las aportaciones a la discusión del concilio, se confiscaron
periódicos poco simpáticos con su ideología, el mismo papa distinguió mediante
escrito de agradecimiento a teólogos promotores de su infalibilidad, e igualmente con
los redactores de la prensa afín. Por otra parte teólogos, que no abogaban por tesis
semejantes, tuvieron que contar con la pérdida de su cátedra. Al obstinado arzobispo
armenio, Placidus Casangian, se le amenazó repetidamente con la suspensión, más tarde
se le condenó a ejercicios obligatorios. Con otros obispos armenios se llegó a registros
domiciliarios mediante esbirros del santo padre y entre el vicario general del
arzobispado armenio de Bathiarian, Johannes Stefanian, y la policía pontificia, que le
quería detener, a una pela cuerpo a cuerpo. Se libro gracias a un tumulto popular y a la
intervención de su arzobispo.
En fiel correspondencia con la tradición, que hemos recibido de los primeros tiempos
del cristianismo, enseñamos para gloria de nuestro salvador, para honra de la religión
católica y para la salvación de los pueblos cristianos, bajo consentimiento del santo
concilio y declaramos como dogma revelado por Dios: que cuando el papa de Roma
habla ex cátedra, es decir, cuando él en ejercicio de su oficio de pastor y maestro de
todos los cristianos declara con su suprema autoridad apostólica, que una doctrina,
que afecta a la fe o a la vida ética, debe ser admitida por los creyentes de toda la
Iglesia, puesto que en virtud de la asistencia divina, que se le prometió a Pedro, goza
de aquella infalibilidad con la que el divino redentor quería pertrechar a su Iglesia en
decisiones de la doctrina de la fe y de las costumbres morales. Por eso no permiten
tales decisiones, en materia de enseñanza del papa romano, modificación alguna, ni
aunque sea, por su propia naturaleza, por consenso de la Iglesia. Quien, a pesar de
todo osase -no lo quiera Dios- contradecir esta nuestra decisión de fe: sea anatema.
Dado en Roma, en sesión pública solemne en la basílica vaticana en el año 1870 del
nacimiento de Cristo, a 18 de julio, en el veinticinco aniversario de nuestro
pontificado.
Un obispo recibió de manos del papa la constitución “Pastor aeternus” sin que antes se
hubiera cantado el “Veni creator spíritus.” La leyó desde el púlpito y preguntó:
“Dignísimos padres, ¿estáis de acuerdo con los decretos y cánones contenidos en esta
constitución? A continuación se votó mediante “placet o “non placet”, apoyada por una
130
terrible tormenta con gran aparato eléctrico. El corresponsal del Times, Mozley,
describió la escena:
La tormenta, que amenazó durante toda la mañana, descargó ahora con fuerza
inusitada, lo que a muchos espíritus supersticiosos pudo hacer rondar la idea de ser
expresión de la cólera divina, algo que “sin duda alguna pensará mucha gente”, así
confesaba un oficial de la guardia del palacio. Y los “placets” de los padres con la
tormenta, mientras que el trueno resoplaba sobre ellos y el rayo asomándose por cada
ventana discurría por la basílica llegando hasta cada rincón, atrayendo la atención de
la gente y embobándoles. “Placet” gritaba su eminencia o su merced y resonaba un
estruendo como respuesta, y entonces tremolaba un rayo por el dosel y por todas las
estancias de la Iglesia y de la sala conciliar, como si quisiera divulgar la respuesta. Y
así durante casi hora y media, mientras se fueron pronunciando todos los nombres.
Jamás he visto una escena tan impresionante. Si todos los decoradores y entendidos en
escena de Roma se hubieran puesto de acuerdo en la presentación y escenificación del
acto no hubieran conseguido el brillo y la solemnidad causado por esta tormenta.
Nadie que vio y presenció olvidará jamás el anuncio de la constitución sobre la Iglesia.
...infallibility is more than a simple, de facto absence of error. It is a positive perfection… Infallibility is
always primordially a gift of the Holy Spirit
Sólo el Espíritu Santo es quien sabe lo qué es verdaderamente piadoso y necesario para la Iglesia. Una
vez que el Espíritu Santo habló por el concilio no hemos dudado ni un momento en someternos a sus
sentencias.
131
Es claro que los obispos fueron expuestos a una presión masiva por el papa, por el
propio clero y por el pueblo católico; algunos se vieron obligados a presentar la
dimisión. A los demás Pío IX les excluyó durante años sistemáticamente de toda
promoción. Se retractaron y, a menudo, defendieron públicamente y con igual pasión
ante sus creyentes lo contrario.
El obispo Greith de St. Galler, que había presentado durante el concilio una serie de
reparos contra el dogma, terminó alabando al Papa Pío IX como profeta, que ha enviado
Dios al mundo caótico para separar la luz de las tinieblas y el día de la noche. El obispo
Krementz de Ermland, que combatió decididamente la infalibilidad durante el concilio
por razones y principios y que, entre otras cosas, había afirmado que en su diócesis de
Ermland nunca se había transmitido esta doctrina, intentó ahora mediante una carta
pastoral, sirviéndose de una larga lista de testigos, demostrar que en Ermland siempre se
conoció la infalibilidad del Papa. De modo parecido el obispo Eberhard de Trier, a
inicios del año 1870, encontraba en muchas regiones esta infalibilidad “casi o
totalmente desconocida”, posteriormente encontró muchas pruebas allí mismo de lo
contrario, realmente claro está todas de dudosa naturaleza.
Una consecuencia de la nueva doctrina fue el origen del cisma del viejo católico. El
meollo teológico lo conformaban los profesores Döllinger (sin duda la cabeza más
importante del movimiento), J. Friedrich, J.A. Messner, F.H. Reusch, J. Baltzer, J.H.
Reinkens, T.Weber, A. Menzel, F. Michelis, E. Herzog entre otros. Sus seguidores se
componían casi exclusivamente de círculos académicos y burgueses. En Alemania
alrededor de 60.000. El profesor de Breslau, Joseph Hubert Reinkens fue su primer
obispo, consagrado por un obispo de la iglesia de Utrecht en 1873 y excomulgado por
Pío IX de la Iglesia. También en Austria y en Suiza se formaron movimientos de
protesta dentro del catolicismo. Ellos y la iglesia de Utrecht formaron en 1889 “la
Unión de Utrecht”, iglesias nacionales desvinculadas de Roma, cuyo primado
honorífico sería el respectivo arzobispo de Utrecht.
Y aun cuando, por un lado, estos obispados viejo católicos nunca consiguieron una
especial importancia, por otra lado Roma remarcó constantemente que el papa sólo era
infalible en decisiones vinculantes en materia de fe y costumbres, no como teólogo,
autor, predicador o en virtud de cualidades personales. Nunca se acabó el debate sobre
la infalibilidad. Y esto tanto menos porque su objeto es bastante extenso; no sólo su
objeto directo, que es “la doctrina revelada misma en toda su extensión”, sino como
objeto indirecto de la infalibilidad: “todo lo ideológicamente depende necesariamente
de la tarea fundamental o es condición indispensable”; finalmente son también
“secundarias las verdades religioso-morales, que subyacen lógicamente de modo
general a la leyes eclesiales obligatorias y a la aprobación definitiva de orden religioso
(CIC can 492s), así como la canonización.
A esto se añade que el dogma tuvo que profundizar aún más la grieta respecto a los
protestantes. Según la doctrina evangélica la infalibilidad sólo es propio de la Biblia y
de los denominados impulsos internos del Espíritu Santo, pero incluso esto sólo como
cualidad de fe, no como infalibilidad de la propia iglesia. Y también en la teología
ortodoxa rusa ahora son los concilios ecuménicos infalibles como autoridad suprema de
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magisterio, según los seguidores de la influyente Chomjakow, que continuó la línea
influenciada por el protestantismo y galicanismo, la validez misma de las decisiones
doctrinales de los concilios ecuménicos son dependientes de la aceptación por parte de
los creyentes.
Así se entiende que en 1962 el jesuita Mario Galli declarase: “No se trata ciertamente
de que queramos reducir la infalibilidad del papa. Precisamente ella es posible gracias a
la asistencia del Espíritu Santo... Ello no impide, admitida la definición de la
infalibilidad del papa, que, tal como salió del Vaticano, necesite de complementación.
Es conocido que la entrada de Garibaldi en Roma precipitó la suspensión del concilio.
Puede ser que el Espíritu Santo se sirviera también del camisa azul Garibaldi; pero
entretanto la teología católica ha dado considerables pasos respecto a la doctrina de la
Iglesia.”
Esto suena lo mismo de cínico que la constatación en 1965 de Josef Höfer y Karl
Rahner, editado en el Léxico de teología e historia sobre la infalibilidad de las
decisiones eclesiales, cuando dice: “Tienen que ser siempre anunciadas de nuevo, de
acuerdo con el progreso intelectual. También su comprensión puede y debe ser
ampliada, profundizada y clarificada. Esto no significa relativizar los dogmas sino
preservarlos de la ligazón con la relatividad histórica. Por tanto las definiciones
infalibles no significa echar el cerrojo de manera definitiva a la tarea de revisar la
verdad de fe, son más bien acotaciones e indicaciones en el camino...” ¡En el camino de
una pseudo-acomodación continuada al respectivo espíritu del tiempo, y en el camino
de una doctrina sofística católica y de una falacia!
¡Por supuesto que el segundo concilio Vaticano no derogó lo más mínimo aquello por
lo que el primero luchó tan limpiamente! Cuando de parte católica se afirma que el
dogma de la infalibilidad “se relativiza ahora, quiere decir, puesto en relación con todo
el pueblo de Dios y rescatado de una perspectiva meramente jurídico-estructural y
ajustado a la base general de vida de un único espíritu”, en “la inmediatez del amor”,
“en la comunidad abierta de Dios con su pueblo” y cosas parecidas, que no son otra
cosa que lo ya conocido pero con conceptos, tonos y melodías más acordes con el
espíritu de la época. Palabrería usual en el ramo al que se dedican determinados
teólogos.
¿Küng o Mynarek?
Y cuando Hans Küng va un poco más lejos y se roza con este dogma, sacando
provecho de su fracaso, no es porque él quisiera sacarlo de quicio, pretendía tan sólo
hacer a la Iglesia algo menos vulnerable. Piensa que “en una Iglesia, que no tiene que
temer la verdad, que sólo tiene que temer la mentira, que se reclama columna y
cimiento de la verdad, en una Iglesia así tiene que reinar un interés vital por que la
verdad no sea reprimida sino sea siempre anunciada y revelada de nuevo. Nos jugamos
demasiado para seguir en silencio.”
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Pero quien retuerce la verdad hasta decir la gran mentira de que la Iglesia no tiene que
temer la verdad sino la mentira, quien se obstina en sus moderados y cuidadosos
ataques a un dogma, no para desenmascararlo sino para hacerlo menos vulnerable,
ocultando al mundo que los demás artículos de fe de esta Iglesia –conquistados a
menudo con crímenes y pillería- son lo mismo de ilógicos, de irracionales, de absurdos,
de fáciles de rebatir desde un punto de vista de la crítica histórica, ese tal o no conoce la
historia de la Iglesia o no conoce la honradez; ese tal potencia el avance de la reacción
obscurantista más que el esclavo más conservador de la Iglesia. Resulta grotesco,
satírico, que este hombre, que desde años goza de más publicidad que otros teólogos de
nuestro tiempo, que sigue teniendo una cátedra bien dotada económicamente, que goza
de un gran prestigio, que obtiene pingües beneficios con sus libros, que este hombre sea
loado por la prensa como un mártir, como un segundo Galileo... Da la sensación que
nuestros periódicos están escritos por idiotas.
Lo mejor que he leído en contra de Küng es la réplica de su colega, del entonces decano
de la facultad católica de la universidad de Viena, Hubertus Mynarek. Él, siendo
consecuente, se salió de la Iglesia y, por supuesto, fue privado de su cátedra, de su casa
y mediante quince procesos convertido en una especie de mártir.
Lo que acabo de decir suena muy duro e intolerante. Pero se actualiza en el siguiente
hecho: Los teólogos católicos que participan en los debates sobre el libro Infalibilidad?
de Küng no discuten sobre la cuestión de la posibilidad, es decir, sobre el problema de
si dentro de la humanidad, que busca la verdad, es posible una institución infalible o
una comunidad infalible. Esto, a partir de Kant, sería ya algo resuelto y resultaría un
anacronismo, pero se podría entender. Pero para todos estos teólogos no está a debate
la cuestión de la posibilidad, no se plantean, tampoco para Küng. Únicamente se
debate sobre cómo hay que definir la infalibilidad de la Iglesia, del magisterio eclesial
y del papa, en qué circunstancias tiene vigencia esta infalibilidad y hay que creer.
Küng y todos sus colitigantes y contrincantes defienden incondicionalmente y sin
problema algún tipo de infalibilidad, de indefectibilidad de la Iglesia etc. Es decir,
están separados de toda la gente, que realmente piensa, por un gran foso, que no se
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puede saltar, porque ellos en una eventual discusión con esta parte de la humanidad,
que intenta pensar sin normas sacrales pertenecientes a épocas pasadas de la
humanidad, tendrían que asumir una condición, que no se puede justificar
racionalmente y que tan sólo se puede justificar por la “fe.”
En la práctica, anota Mynarek, todo sigue como era, y eso es lo que hace Küng,
potenciar el sistema establecido. Al contrario, los jerarcas le debían agradecer porque
a través de él han encontrado un modo de conservar a pesar de todo –también par
contribuir con el impuesto- a los católicos descontentos con la institución y críticos con
ella.
La distinción de Küng es de este tenor: Uno odia la dictadura en la que vive y en justa
correspondencia la critica duramente. Pero sigue en ella porque ha encontrado en ella
un par de buenos amigos, con quienes quiere vivir. Él tiene su placer privado y se ríe
del sistema dictatorial y de sus representantes. Quien distingue el sistema católico de la
comunidad de fe católica es como el dueño de un coche, que a pesar de no tener
volante su coche y de carecer del sistema de dirección lo considera apto para viajar.
Y quien a estas alturas quiere “salvar algo” en esta Iglesia o es un necio, un oportunista
o está emborrachado de mística. Aquí no hay nada que salvar desde hace tiempo, sólo
cabe salvarse uno de ella y a los demás prevenirles de ella. La Iglesia es una práctica
que crea ciegos para conducirlos, crea enfermos para poder sanarlos, que ayuda en
necesidades que sin ella no existirían; sólo cabe que aquellos que siguen creyendo se
dejen guiar por quienes ya no creen.
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Desde 1970 trabaja en su gran obra “Historia criminal del cristianismo” (el I tomo aparece en 1986, II 1988,
III 1990, IV 1994, V-IX y X en 1997, VI-XI y XII 1999. En el semestre de verano de 1987 obtuvo en la
universidad de Münster una cátedra sobre el tema “Historia criminal del cristianismo”.
Por su labor clarificadora y por su obra literaria se le concedió a Karlheinz Deschner en 1988 –tras Koeppen,
Wollschläger, Rühmkof- el premio Arno-Schmidt, en junio de 1993 –tras Walter Jens, Dieter Hildebrandt,
Gehard Zwerenz, Robert Jungk- se le otorgó el premio alternativo de los libreros, en 1993 –tras Sacharow y
Dubcek- fue el primer alemán al que se le otorgó el International Humanist Award. En el 2001 se le concedió
el premio Erwin-Fischer
traducido
por
Mikel Arizaleta
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