Historia de La Mentira
Historia de La Mentira
Historia de La Mentira
Jacques Derrida
(Conferencia dictada en Buenos Aires en 1995.
Organizada por la Facultad de Filosofía y Letras y por la Universidad de Buenos
Aires)
Aun antes de un exergo, permítanme hacer dos confesiones que son a la vez
dos concesiones. Tienen que ver con la fábula y el fantasma, es decir, con lo
espectral. Se sabe que, en griego, phantasma alude también a la aparición del
espectro, el fantasma o el aparecido. Lo fabuloso y lo fantasmático tienen un
rasgo en común: stricto sensu y en sentido clásico, esos términos, no conciernen
ni a lo verdadero, ni a lo falso, ni a lo veraz, ni a lo falaz. Se emparentan más bien
con una especie irreductible del simulacro o de la virtualidad. Sin duda, no son en
sí mismos verdades o enunciados verdaderos, pero tampoco son errores,
engaños, falsos testimonios o perjurios.
La primera confesión concedida tiene que ver con el título propuesto: «Historia
de la mentira» Si lo desplazamos ligeramente, haciendo deslizar una palabra bajo
la otra, parece imitar el célebre título de un texto que antes me interesó mucho.
En El ocaso de los ídolos, Nietzsche llama «Historia de un error» (Geschichte
eines Irrtums) a una especie de relato en seis episodios que, en una sola página,
narra en suma, nada menos que el mundo verdadero (die wahre Welt), la historia
del «mundo verdadero». El titulo de este relato ficticio anuncia la narración de
una afabulación: «Cómo ‘el mundo verdadero’ terminó por convertirse en una
fábula (Wie die ‘wahre Welt’ endlich zur Fabel wurde)». Por consiguiente, no se
nos contará una fábula sino, en cierto modo, cómo llegó a tramarse una fábula.
Tal como si fuera posible un relato verdadero acerca de la historia de esa
afabulación y de una afabulación que, precisamente, no produce otra cosa que la
idea de un mundo verdadero, lo que amenaza arrastrar hasta la pretendida
verdad del relato: «Cómo ‘el mundo verdadero’ terminó por convertirse en una
fábula (Wie die ‘wahre Welt’ endílch zur Fabel wurde)». «Historia de un error» no
es más que un subtitulo. Esta narración fabulosa sobre una fabulación, sobre la
verdad como afabulación, es un truco teatral. Pone en escena personajes que,
para nosotros estarán más o menos presentes como espectros, entre bastidores:
en primer lugar Platón, quien, según Nietzsche, dice: «Yo, Platón, soy la verdad»,
después la promesa cristiana con los rasgos de una mujer, luego el imperativo
kantiano, la «pálida idea koenigsberguiana», después aún el canto del gallo
positivista y por fin el mediodía zaratustriano. Volveremos a nombrar a todos esos
espectros, pero también apelaremos a otro, que Nietzsche no nombra: San
Agustín. Es verdad que este último, en sus grandes tratados sobre la mentira (De
mendacio o Contra mendacium), siempre está en diálogo con San Pablo, quien,
por su parte, fue un íntimo de Nietzsche, el adversario privilegiado de un
ensañado Nietzsche.
Cuesta creer que la mentira tenga una historia. ¿Quién se atrevería a contar
la historia de la mentira? ¿Y quién la propondría como una historia verdadera?
Pues suponiendo, concesso non dato, que la mentira tenga una historia, aún se
debería poder contarla sin mentir. Y sin ceder demasiado fácilmente a un
esquema convencional y dialéctico que hiciera participar a la historia del error,
como historia y trabajo de lo negativo, en el proceso de la verdad, en la
verificación de la verdad referida al saber absoluto. Si hay una historia de la
mentira, es decir del falso testimonio, y si apunta a alguna radicalidad del mal que
llamamos mentira o perjurio, ella no sería reapropiable por una historia del error
o de la verdad. Por otro parte, si según parece, la mentira supone la invención
deliberada de una ficción, no por eso toda ficción o toda fábula viene a ser una
mentira; y tampoco la literatura. Ya se pueden imaginar mil historias ficticias de la
mentira, mil discursos inventivos destinados al simulacro, a la fábula y a la
producción de formas nuevas sobre la mentira, y que no por eso sean historias
mentirosas, es decir, si nos guiamos por el concepto clásico y dominante de
mentira, historias que no sean perjurios o falsos testimonios.
He aquí pues, tal como creo que debo formularla aquí, una definición de la
definición tradicional de la mentira. En su figura prevaleciente y reconocida por
todos, la mentira no es un hecho o un estado: es un acto intencional, un mentir.
No hay mentiras, hay ese decir o ese querer decir al que se llama mentir: mentir
será dirigir a otro (pues sólo se miente al otro, uno no se puede mentir a sí
mismo, salvo sí mismo como otro) un enunciado o más de un enunciado, una
serie de enunciados (constatativos o realizativos) que el mentiroso sabe, en
conciencia, en conciencia explícita, temática, actual, que constituyen aserciones
total o parcialmente falsas; hay que insistir desde ahora en esta pluralidad y en
esta complejidad, incluso en esta heterogeneidad. Tales actos intencionales están
destinados al otro, a un otro o a otros, para engañarlos, para hacerles creer (aquí
la noción de creencia es irreductible, aun cuando permanece oscura) en lo que se
ha dicho, cuando por lo demás, se supone que el mentiroso, ya sea por un
compromiso explícito, un juramento o una promesa implícita, dirá toda la verdad y
solamente la verdad. Lo que aquí cuenta, en primero y en último lugar, es la
intención. San Agustín lo destacaba también: no hay mentira, por más que se
diga, sin la intención, el deseo o la voluntad explícita de engañar (fallendi
cupiditas, voluntas fallendi)[2] Esta intención, que define la veracidad o la mentira
en el orden del decir, del acto de decir, es independiente de la verdad o de la
falsedad del contenido, de lo que se dice. La mentira tiene que ver con el decir y
con el querer decir, no con lo dicho: «... no se miente al enunciar una aserción
falsa que uno cree verdadera y (...) se miente, antes bien, enunciando una
aserción verdadera que uno cree falsa. Pues es por la intención (ex animi sui)
que hay que juzgar la moralidad de los actos».[3]
Esta definición parece al mismo tiempo evidente y compleja. Cada uno de
sus elementos resultará necesario para nuestro análisis. Si insistí en el hecho de
que esta definición de la mentira circunscribía un concepto prevaleciente en
nuestra cultura, fue para conceder una posibilidad a la hipótesis de que tal
concepto, determinado por una cultura y una tradición religiosa o moral, quizás
por más de una herencia, por una multiplicidad de lenguas, etc., tenía él mismo
una historia. Pero he aquí una primera y luego una segunda complicación: si el
concepto aparentemente más común de mentira, si el sentido común
concerniente a la mentira tiene una historia, entonces está inmerso en un devenir
que siempre amenaza relativizar su autoridad y su valor. Pero, segunda
complicación, también hay que distinguir entre la historia del concepto de mentira
y una historia de la mentira misma, una historia y una cultura que afectan la
práctica de la mentira, las maneras, las motivaciones, las técnicas, las vías y los
efectos de la mentira. Dentro de una sola cultura, allí donde reinaría
unánimemente un concepto estable de mentira, puede cambiar la experiencia
social, la interpretación y la puesta en práctica del mentir. Puede dar lugar a otra
historicidad, a una historicidad interna de la mentira. Suponiendo que en nuestra
tradición llamada occidental (judía, griega, romana, cristiana, islámica)
dispongamos de un concepto unificado, estabilizado, y por consiguiente confiable
de mentira, no basta con reconocerle una historicidad intrínsecamente teórica, a
saber, aquello que lo distinguiría de otros conceptos en otras historias y en otras
culturas; también habría que examinar la hipótesis de una historicidad práctica,
social, política y técnica que la habría transformado, y aun, marcado por rupturas
dentro de nuestra propia tradición.
Lejos de contentarse con narrar una cierta historia, cada uno de estos
fragmentos refleja en su resplandor una historicidad paradojal e insólita.
[The famous credibility gap, wich has with us far six long years, has suddenly
opened up into an abyss. The quiscksand of lying statements of all sorts,
deceptions as well as self-deceptions, is apt to engulf any reader who
whishes to probe this material, which, unhappily, he must recognize as the
infrastructure of nearly a decade of United States foreign and domestic
policy]. [5]
Sería tentador pero un poco fácil oponer, como dos fines de la historia, el
concepto negativo de ese mal, la mentira absoluta, a la positividad del saber
absoluto, ya sea en el modo mayor (Hegel) o en el modo menor (Fukuyama). Lo
que sin duda, y con alguna inquietud, debería movernos al recelo en esta noción
de mentira absoluta, es cuánto ella presupone, todavía, de saber absoluto en un
elemento que sigue siendo el de la autoconciencia reflexiva Por definición, el
mentiroso sabe la verdad, si no todo la verdad, por lo menos la verdad de lo que
piensa, sabe lo que quiere decir, sabe la diferencia entre lo que piensa y lo que
dice: sabe que miente. Sócrates profesaba esa conexión esencial entre el saber,
la ciencia, la autoconciencia y la mentira y jugaba con ella en ese otro texto
mayor de nuestra tradición referente a la mentira, el Hipias menor (è operi tou
pseudous). Si se apela a ella en conciencia y de acuerdo a su concepto, la
mentira absoluta de la que habla Arendt corre el riesgo de ser la contracara del
saber absoluto.
[We must now turn our attention to the relatively recent phenomenon of mass
manipulation of fact and opinion as it has become evident rewriting history, in
image-making, and in actual government policy. The traditional political lie, so
prominent in the history of diplomacy and statecraft, used to concern either
true secrets –data that had never been made public- or intentions, which
anyhow do not possess the same degree of reliability as accomplished facts.
(…) In contrast, the modern political lies deal efficiently with things that are not
secrets at all but are known to practically everyboody].
[In other words, the difference between the traditional lie and the modern lie
will more often than not amount to the difference between hiding and
destroying] [8]
Por fin, llego a los ejemplos prometidos y a mis crónicas de los dos mundos.
En efecto, los elegí lo más cercanos a nuestros dos continentes europeos,
Europa y América (entre Paris y Nueva York) y a nuestros periódicos, el New
York Times y la edición parisina del International Herald Tribune. Hace algunos
meses, poco después de su elección, cuando ya había anunciado como decisión
irrevocable que Francia reiniciaría sus ensayos nucleares en el Pacífico, el
presidente Chirac -se recordará, reconoció solemnemente en el aniversario de la
redada del Velódromo de Invierno, de siniestra memoria, la responsabilidad, es
decir, lo culpabilidad del Estado Francés durante la Ocupación, en la deportación
de decenas de miles de judíos, en la instauración del estatuto de los judíos y en
numerosas iniciativas que no fueron adoptadas simplemente por imposición del
ocupante nazi, Esta culpabilidad, esta participación activa en lo que hoy se
califica como «crimen contra la humanidad», aparece, finalmente, reconocida.
Irreversiblemente. Es confesada, en definitiva, por un Estado como tal. La
confesión está ratificada por un jefe de Estado elegido por sufragio universal. Es
declarada públicamente, en nombre del Estado francés, y ante el derecho
internacional, en un acto teatral y ampliamente mediatizado en el mundo entero
por la prensa escrita, radiofónica y televisiva (subrayo otra vez esta relación
entre la res pública y los medios, pues es esa mutación en el estatus de la
imagen uno de los temas que nos ocupan). La verdad proclamada por el
presidente Chirac tiene, a partir de ahora, el estatuto y a la vez la estabilidad y la
autoridad de una verdad pública, nacional e internacional.
Sin embargo, esa verdad sobre una historia tiene ella misma una historia.
Esta sólo sería legitimada, acreditada y establecida como tal cincuenta años
después de que ocurrieron los hechos. Hasta entonces, seis presidentes de la
República francesa (Auriol, Coty, De Gaulle, Pompidou, Giscard d’Estaing,
Mitterrand) no habían considerado posible ni oportuno ni necesario y ni siquiera
justo estabilizarla como verdad de este tipo. Ninguno de ellos creyó que debía
comprometer a Francia, a la nación francesa, a La República francesa, con una
suerte de firma en la que se asumía la responsabilidad de esa verdad: Francia
culpable de crimen contra la humanidad. Hoy se podrían citar gran cantidad de
ejemplos como éstos y situaciones semejantes, de Japón a Estados Unidos a
Israel, a propósito de violencias o de represiones pasadas, de crímenes de
guerra notorios o recientemente descubiertos, del uso justificado o no de bombas
atómicas en Hiroshima (es sabido que a pesar del testimonio de muchos
historiadores, el presidente Clinton continúa sosteniendo oficialmente que el
bombardeo de Hiroshima y de Nagasaki fue una decisión justificable), por no
hablar de lo que aún se espera en cuanto a la política de Japón en Asia durante
la guerra, la guerra de Argelia, la guerra del Golfo, la ex-Yugoslavia, Ruanda,
Chechenia, etc. Y puesto que acabo de nombrar a Japón en el paréntesis,
resulta que mientras preparaba esta conferencia, el Primer Ministro Muruyama
hacía una declaración cuyas palabras y estructura pragmática habría que
sopesar enteramente: sin comprometer al Estado Japonés en su jefatura y en la
permanencia de su identidad imperial, en la persona del emperador, habla un
ministro. Ante lo que él llama de manera significativa «esos hechos irrefutables
de la historia» («These irrefutable facts of history», para citar la traducción
inglesa donde leí ese discurso por primera vez), y un «error de nuestra historia»
(«error in our history»), Muruyama expresa en su nombre (ese nombre dice más
que su nombre, pero no compromete el nombre del Emperador) su «disculpa
profunda y sincera» («heartfelt apology») y su duelo; un duelo a la vez personal y
vaga y confusamente nacional y estatal. ¿Qué es un duelo de Estado cuando
llora muertes que no son ni las de un jefe de Estado ni tampoco de
conciudadanos? ¿Cómo pensar un remordimiento o excusas estatales una vez
que el derecho internacional ha definido el crimen contra la humanidad? He aquí
un enjambre de cuestiones que no se podían plantear en estos términos hace
cincuenta años. Sigo citando en inglés, tal como la leí, la declaración de
Muruyama: «I regard, in a spirit of humility, these irrefutable facts of history, and
express here once again my, feelings of deep remorse and state my heartfelt
apology» [Considero con espíritu humilde esos hechos irrefutables de la historia
y expreso aquí, una vez más, mis sentimientos de hondo remordimiento y hago
manifiesta mi disculpa sincera]. Después, evocando una represión «colonial» -lo
que debería dar qué pensar a otros imperios coloniales- el Primer Ministro
japonés agrega: «Alow me also to express my feelings of profound mourning for
all victims, both at home and abroad, of that history» [Permítanme expresar
también mis sentimientos de profundo duelo por todas las víctimas de esta
historia, tanto en el país como en el extranjero]. Esta confesión declara también
la responsabilidad de una tarea, asume un compromiso con el porvenir: «Our
task is to conveny to the younger generations the horrors of war, so that we never
repeat the errors in our history» [Nuestra tarea es transmitir a las generaciones
más jóvenes los horrores de la guerra, de manera que nunca repitamos los
errores de nuestra historia]. El lenguaje de la culpa y de la confesión se une,
para atenuar el efecto, con el lenguaje heterogéneo del error; y he aquí que, sin
duda por primera vez en la historia, se osa disociar el concepto de Estado o de
Nación de lo que siempre lo había caracterizado, de manera constitutiva y
estructural, es decir, la buena conciencia. Por confusa que sea su ocasión y por
impura que siga siendo su motivación, por calculada y coyuntural que sea la
estrategia, hay allí un progreso en la historia de la humanidad y de su derecho
internacional, de su ciencia y de su conciencia. Quizá Kant habría visto en esto
uno de esos acontecimientos «anunciadores», una señal que, como por ejemplo
la Revolución Francesa, y a través del fracaso o el límite, rememora, demuestra
y anuncia (signum rememorativum, demostrativum, prognosticum), atestigua así
una «tendencia» y la posibilidad de un «progreso» de la humanidad. Todo esto
sigue siendo parcial, para Japón, Francia o Alemania, pero es mejor que nada: la
URSS o Yugoslavia, que ya no existen, están al resguardo de toda mala
conciencia y de todo reconocimiento público de los crímenes pasados; Estados
Unidos tiene todo el porvenir ante sí. Cierro este paréntesis y vuelvo a lo mío.
Que durante medio siglo ningún jefe de Estado francés haya considerado
posible, oportuno, necesario o justo constituir en verdad una inmensa
culpabilidad francesa, reconocerla como verdad, he aquí algo que ya sugiere que
en este caso el valor de verdad, es decir, la veracidad, el valor de un enunciado
referido a hechos reales (pues la verdad no es la realidad), pero ante todo el
valor de un enunciado en conformidad con lo que uno piensa, podría depender
de una interpretación política respecto de valores, por otra parte, heterogéneos
(posibilidad, oportunidad, necesidad, justeza o justicia). Entonces, en principio, la
verdad o la veracidad se subordinarían a esos valores: problema inmenso, como
ustedes saben, problema clásico sin duda, pero al cual quizás haya que tratar de
encontrar alguna especificidad histórica, política, tecno-mediática hoy en día.
Entre los presidentes anteriores, el mismo De Gaulle -a quien Chirac dice sin
embargo que debe toda su inspiración política- jamás pensó en declarar la
culpabilidad del Estado Francés bajo la Ocupación, mientras que, o bien porque,
la culpabilidad del «Estado Francés» (nombre oficial de Francia bajo Vichy,
puesto que la República estaba abolida y redesignada «Estado francés») para él
seguía siendo la de un Estado no legítimo, si no ilegal. Pensemos también en el
caso de Vincent Auriol, ese otro presidente de la República que no consideró
posible, necesario, oportuno o justo reconocer lo que Chirac acaba de reconocer
-y reconocerlo por razones coyunturales que sin duda son más complejas que la
simple obediencia incondicional al mandato sagrado del que habla Kant. Vincent
Auriol había sido uno de los únicos ochenta parlamentarios franceses que se
negaron a votar plenos poderes para el mariscal Pétain el 10 de julio de 1940.
Por lo tanto, sabia, desgraciadamente, que la interrupción de la República y el
paso a ese Estado francés culpable del Estatuto y de la deportación de los judíos
fue un acto legal que comprometía a un gobierno de Francia. La misma
discontinuidad de la interrupción se inscribió en la continuidad legal de la
República y del Estado francés. Fue la República Francesa la que, a través de
sus representantes legalmente elegidos, renunció a su propio estatuto. Por lo
menos esto es la verdad de la legalidad formal y jurídica. Pero ¿dónde está aquí
la verdad de la cosa misma, si es que existe? En varias oportunidades y hasta el
fin de su mandato, François Mitterrand también se negó a reconocer la
culpabilidad oficial del Estado francés. Aducía explícitamente que el llamado
Estado Francés se había instalado por usurpación, interrumpiendo la historia de
la República francesa, única persona política o moral que aquí debía rendir
cuentas y que en esa época se encontraba amordazada o en la resistencia
ilegal. Según él, en la actualidad, la República francesa no tenía nada que
«confesar», no tenia por qué asumir la memoria y la culpabilidad de un tiempo en
que había sido puesta fuera de juego. La nación francesa, como tal y en su
continuidad, no tenía que acusarse de crímenes contra la humanidad cometidos
injustamente en su nombre. Mitterrand rechazó ese reconocimiento aun cuando
inauguró las conmemoraciones públicas y solemnes de la redada del Velódromo
de Invierno y aun cuando durante años, fueron muchos los que le solicitaron
insistentemente en cartas y petitorios oficiales -que conozco bien porque los he
firmado- que hiciera lo que, por suerte, acaba de hacer el presidente Chirac.
Citaré asimismo otra posición típica acerca de este problema: la de Jean-Pierre
Chevénement, ex-ministro de Mitterrand, socialista muy independiente, opuesto
al modelo de Europa que se está constituyendo, preocupado por la soberanía y
por el honor nacional, y que renunció a su cargo de Ministro de Defensa durante
la guerra del Golfo. Para Jean-Pierre Chevénement, si Chirac hizo bien en
reconocer la culpabilidad indudable del Estado francés, las consecuencias de
esta «veracidad» y de los términos en los cuales se puso en práctica acarrearán
graves riesgos, por ejemplo el de legitimar, a su vez al pétainismo y alentar a
todas las fuerzas que hoy necesitarían acreditar la idea de que «Pétain, es
Francia».[11] Sin duda, éste también era el punto de vista del propio general de
Gaulle, y quizá, de manera menos decidida, el de los presidentes que lo
sucedieron. En una palabra: por cierto, es preciso que haya verdad y veracidad,
pero no hay que ponerlas en práctica de cualquier manera, a cualquier precio.
Cualquier verdad no es buena en sí misma, como lo recuerda el proverbio
francés, y el imperativo no es tan sagrado e incondicional como lo quería Kant.
Habría que tener en cuenta los imperativos hipotéticos, la oportunidad
pragmática, el momento, las formas del enunciado, la retórica, el destinatario,
etc. Para distinguir entre la legalidad del gobierno de Vichy y la voluntad popular
que dimitió ante él, Chevénement, por lo demás, debe remontarse mucho más
atrás, al menos cinco años, para determinar las responsabilidades reales. En
sentido estricto, el análisis propiamente histórico seria infinito y la distinción entre
mentira y veracidad correría, entonces, el riesgo de perder el rigor de sus aristas.
Por una parte, hay, en efecto, una novedad histórica en esta situación, en
esta pragmática de la oposición veracidad/mentira, si no en la esencia de la
mentira. Es que se trata aquí de una veracidad o de una mentira de Estado
determinables como tales, en un escenario del derecho internacional que no
existía antes de la Segunda Guerra Mundial. Estas hipótesis se plantean hoy con
referencia a conceptos jurídicos como los de «crimen contra la humanidad» que
son invenciones, y por consiguiente «realizativos» [performatives], que la
humanidad jamás había conocido hasta ahora es su condición de conceptos
jurídicos que implican jurisdicciones internacionales, contratos y cartas
interestatales, instituciones y cortes de justicia en principio universales. Si todo
esto es histórico de principio a fin, es porque la problemática de la mentira o de
la confesión, el imperativo de la veracidad respecto de algo tal como un «crimen
contra lo humanidad», no tenía ningún sentido para los individuos ni para el
Estado, antes de que se definiera este concepto jurídico en el artículo 6c de los
Estatutos del Tribunal militar internacional de Nüremberg y, sobre todo, por lo
menos en el caso de Francia, si no me equivoco, antes de que estos crímenes
hubieran sido declarados «imprescriptibles» por una ley del 26 de diciembre de
1964.
Por otra parte, los objetos en cuestión, respecto de los cuales habría que
pronunciarse, no son realidades naturales «en sí». Dependen de
interpretaciones, pero también de interpretaciones realizativas. No hablo aquí del
acto realizativo del lenguaje por el cual, confesando una culpabilidad, un jefe de
Estado produce un acontecimiento y provoca una reinterpretación de todos los
lenguajes de sus predecesores. No, quiero subrayar ante todo, la realizatividad
puesta en práctica en los objetos mismos de estas declaraciones: la legitimidad
de un Estado supuestamente soberano, la fijación de una frontera, la
identificación o el reconocimiento de una responsabilidad son actos realizativos.
Cuando los realizativos tienen éxito, producen una verdad cuya fuerza se impone
a veces para siempre: la fijación de una frontera, la instauración de un Estado
son siempre violencias realizativas que, si las condiciones de la comunidad
internacional lo permiten, crean el derecho, de manera durable o no, allí donde
no lo había o había cesado, donde no era lo suficientemente fuerte. Al crear el
derecho, esta violencia realizativa -que no es ni legal ni ilegal- crea lo que luego
se tendrá por una verdad de derecho, verdad pública dominante y jurídicamente
incuestionable. ¿Donde está hoy la «verdad» sobre las fronteras en la ex-
Yugoslavia, en todos sus «enclaves» fragmentados o enclavados en otros
enclaves, y en Chechenia, y en Israel? ¿Quién dice la verdad y quien miente en
estos campos? Para mejor y para peor, esta dimensión realizativa hace la
verdad, como dice Agustín. Imprime por tanto su dimensión irreductiblemente
histórica a la veracidad y a la mentira. A esta fuerza «realizativa» original, ni Kant
ni Hannah Arendt, me parece, la toman en cuenta temáticamente. Intentaré
mostrar que, a pesar de todo lo que los separa o los opone desde otro punto de
vista, tienen en común este desconocimiento, o en todo caso esta explicitación
insuficiente, en cuanto ignoran la dimensión sintomática o inconsciente de estos
fenómenos. Ellos no podrían abordarse sin, por lo menos la conjugación de una
«lógica del inconsciente» y de una teoría de lo «realizativo». Lo que no significa
que basten, para ello, el discurso presente y actualmente elaborado del
psicoanálisis o de la teoría de los speech acts [actos lingüísticos]. Aún menos
significa que esté disponible la articulación entre ambos, o entre ambos y un
discurso sobre la política o la economía de los saberes y de los poderes tele-
tecnológicos. Definimos aquí una tarea y las condiciones de un análisis ajustado
a estos fenómenos de «nuestro tiempo».
II
Para ilustrar lo que esta fuerza realizativa puede tener de temible en nuestra
modernidad tele-tecno-mediática, he aquí, ahora, otra secuencia, aparentemente
menor, de la misma historia. Dije que los medios ocuparían un lugar central en
este análisis. El New York Times se ocupó de informar sobre la reciente
declaración de Chirac. Preocupado por la verdad y por la competencia,
supongamos, confió la responsabilidad del artículo a un profesor. En nuestra
cultura, la idea de competencia se asocia a la universidad y a los profesores
universitarios. Todos suponen que los profesores saben y dicen la verdad. Ese
profesor, presunto conocedor, enseña en una gran universidad neoyorkina.
Inclusive pasa por ser un experto en las cuestiones Francesas de la modernidad,
en el cruce de la filosofía, la ideología, la política y la literatura y -según lo
recuerda el New York Times- es autor de un libro titulado Past Imperfect: French
Intellectuals, 1944 to 1956. Con el título «French War Stories», el New York
Times del 19 de julio de 1995 publica, pues, un articulo deTony Judt, profesor de
la New York University. Antes de concluir que (cito), «It is well that Mr. Chirac has
told the truth about the French past» [está bien en que el señor Chirac haya
contado la verdad sobre el pasado francés], el autor de Past Imperfect
denunciaba empero el comportamiento vergonzoso de los intelectuales
franceses que, durante medio siglo, según él, se habían preocupado tan poco de
esa verdad y de su reconocimiento público. En primer lugar, observaba que
Sartre y Foucault habían permanecido «curiously silent» sobre el tema. Y lo
atribuía a la simpatía de ambos por el marxismo. Esta explicación mueve un
poco a risa, sobre todo en el caso de Foucault, cuando se sabe que la mayoría,
los más duraderos y conocidos de sus «compromisos políticos» eran de todo
menos marxistas, cuando no expresamente anti-marxistas. Lo que el profesor
Judt escribe, entonces, sólo lo citaré para multiplicar, como introducción, los
ejemplos de errores que siempre será difícil determinar. Dudaremos siempre
entre varias posibilidades. ¿De qué se trata en realidad? ¿De incompetencia?
¿De falta de lucidez o de agudeza analítica? ¿De ignorancia de buena fe? ¿De
error accidental? ¿De una mala fe crepuscular, entre la mentira y la
inconsciencia? ¿De compulsión y lógica del inconsciente? ¿De falso testimonio
caracterizado, perjurio, mentira? Sin duda, estas categorías son irreductibles
entre sí, pero, ¿qué pensar de las situaciones tan frecuentes donde de hecho, en
verdad, se contaminan recíprocamente y no permiten una delimitación rigurosa?
¿Y si este contagio marcara a menudo el espacio mismo de tantos discursos
públicos, sobre todo en los medios? He aquí, pues, lo que dice el profesor Judt
para explicar el silencio, a sus ojos culpable, de Sartre y de Foucault:
«No one stood up to cry ´J´accuse!’ at hight functionaries, as Emile Zola did
during the Dreyfus affair. When Simone de Beauvoir, Roland Barthes and
Jacques Derrida entered the public arena, it usually involved o crisis far
away-rin Madagascar, Vietnam or Cambodia. Even today, politically engaged
writers call for action in Bosnia but intervene sporadically in debates about
the French past» [Ninguno se levantó para enrostrar a los altos funcionarios
un «J’accuse!» como lo hiciera Emile Zola durante el asunto Dreyfus.
Cuando Simone de Beauvoir, Roland Barthes y Jacques Derrida aparecieron
en la escena pública, lo que estaba en juego habitualmente era una crisis
bien remota: en Madagascar, Vietnam o Camboya. Aún hoy en día los
escritores políticamente comprometidos convocan a una acción en Bosnia,
pero en los debates sobre el pasado francés intervienen esporádicamente].
Aun cuando estoy dispuesto a conceder una parte de verdad a esta
acusación, debo declarar que en lo esencial ella me indigna, y no sólo -les ruego
que lo crean- porque me concierne también personalmente y soy objeto, con
otros, de una verdadera calumnia. No es la primera vez que periódicos que
llevan el nombre de Nueva York en su título dicen cualquier cosa y mienten de
manera caracterizada a mi respecto, a veces durante meses y en varios
números. Pero si me sentí particularmente afectado por lo que en francés se
llama en este caso, una contra-verdad, no fue sólo por esta razón, ni
simplemente, porque, como otros soy de los que se preocupan por lo que el Sr.
Judt llama el «French Past». Es sobre todo porque, junto o otros, lo he señalado
públicamente más de una vez, incluso respecto de otros temas (Argelia, por
ejemplo) y porque, junto a otros, firmé una carta abierta al presidente Mitterrand,
pidiéndole que reconociera lo que Chirac acaba de reconocer. Al leer el New
York Times, y como muy a menudo desalentado de antemano, ya había
renunciado a responder y a corregir esa contra-verdad convertida en verdad por
la fuerza conjunta de la autoridad supuesta de un experto académico y de un
periódico de difusión masiva e internacional (norteamericana y europea, pues el
mismo articulo se reproducía tal cual, tres días más tarde en la edición europea
del International Herald Tribune). Afortunadamente, cuatro días más tarde, la
contra-verdad era denunciada en el mismo periódico por otro profesor
norteamericano a quien no conozco, pero a cuya competencia y honestidad debo
rendir un reconocido homenaje. Se trata del Sr. Kevin Anderson, profesor de
rango más modesto en una universidad menos famosa (es Profesor Asociado de
Sociología en la Northern Illinois University). Con el título «French intellectuals
Wanted Truth Told» [«Necesaria verdad sobre los intelectuales franceses»], el
New York Times se vio, pues, obligado a publicar una carta de Kevin Anderson
«to the edithor». Como siempre, este tipo de cartas se publican en un lugar
modesto y a veces inhallable, mientras que el efecto de verdad o más bien de
contra-verdad del primer artículo «propiamente dicho» subsiste imborrable para
millones de lectores, y sobre todo para los lectores europeos del International
Herald Tribune que sin duda jamás leerán esa carta al editor. Kevin Anderson
critica en más de un aspecto todo el análisis político del profesor Judt (me
permito remitirlos a él) y, en particular, hace esta precisión: «On June 15, 1992, a
petition signed by more than 200 maninly leftis intellectuals, including Mr. Derrida,
Régis Debray, Cornelius Castoriadis, Mr. Lacouture and Nathalie Sarraute, noted
that French occupation government in 1942 acted ‘on its ow authority, and
without being asked to do so by the Germar occupier’. It called on Mr. Mitterrand
to `recognize and proclaim that the French state of Vichy was responsible for
persecutions and crimes against the Jews’ of France» [El 15 de junio de 1992, un
petitorio firmado por más de doscientos intelectuales en su mayoría de izquierda,
incluyendo al señor Derrida, a Regis Débray, a Cornelius Castoriadis, al señor
Lacouture y a Nathalie Sarraute, señalaba que el gobierno francés en 1942,
durante lo ocupación, había actuado «por su propia autoridad y sin que el
ocupante alemán le pidiera que así lo hiciese…» El petitorio solicitaba al Sr.
Mitterrand que «reconociese y declarase que el Estado francés de Vichy fue
responsable de las persecuciones y de los crímenes cometidos contra los judíos
de Francia»]
No sé si ella lo leyó o conoció, pero debemos decir que, en verdad, las tesis
de Arendt se conectan directamente con un artículo de Alexandre Koyré, también
publicado en Nueva York, en 1943, en la revista Renaissance, revista de la
Escuela Libre de Altos Estudios, bajo el titulo «Reflexiones sobre la mentira»
reimpreso en junio de 1945 en Contemporary Jewish Record con el título de «The
Political Function of the Modern Lie» [La función política de la mentira moderna] y
reeditado recientemente en Francia por el Colegio Internacional de Filosofía.[13] El
texto comienza así: «Jamás se ha mentido tanto como en nuestros días, ni
mentido de una manera tan descarada, sistemática y constante». Aquí
encontramos ya todos los temas de Arendt y en particular, el de la mentira a sí
mismo («Es indudable que el hombre siempre ha mentido. Se ha mentido a sí
mismo. Y a los demás.») y el de la mentira moderna:
Koyré recuerda primero, con toda razón y pleno sentido común, que la noción
de «mentira» presupone la de la veracidad, de la cual es lo opuesto o la
negación, así como la noción de «falso» supone la noción de «verdadero».
Agrega entonces una advertencia pertinente y grave, una advertencia que nunca
habría que olvidar, sobre todo en política, pero que empero no debería
detenernos cuando buscamos una genealogía deconstructiva del concepto de
mentira y, por tanto, del de veracidad. ¿Cómo hacer para que esa genealogía, tan
necesaria, para la memoria o la lucidez crítica, pero también para las
responsabilidades que quedan por asumir hoy y mañana, no termine sin embargo
arruinando o simplemente desacreditando aquello que analiza? ¿Cómo orientar
una historia deconstructiva de esta oposición entre la veracidad y la mentira sin
desacreditarla y sin ceder el paso a todas las perversiones contra las cuales
Koyré y Arendt siempre tendrán razón de prevenimos?
A. Por una parte, no digo esto para descartar la sospecha formulada por
Koyré: una vez más, ella es indispensable y legítima, debe vigilar estas nuevas
problemáticas por urgentes que ellas sean. B. Por otra parte, es verdad que estas
mismas problemáticas nuevas (de tipo pragmático-deconstructivo) pueden servir,
en efecto, a intereses contradictorios. Es preciso que esta doble posibilidad
permanezca abierta a la vez como oportunidad y como amenaza, sin lo cual sólo
nos quedaría el desarrollo irresponsable de una máquina programática. La
responsabilidad ética, jurídica o política, si es que la hay, consiste en decidir la
orientación estratégica que se dará a esta problemática que sigue siendo una
problemática interpretativa y activa, en todo caso realizativa, en virtud de la cual
la verdad tanto como la realidad no es un objeto dado de antemano que sólo se
trataría de reflejar adecuadamente. Es una problemática del testimonio, por
oposición a la prueba, la que me parece aquí necesaria pero que no puedo
desarrollar. (Aclaro rápidamente, por falta de tiempo para extenderme más
recurro un poco fácilmente a la palabra «realizativo», dejando sin tratar una serie
de cuestiones que he planteado en otro lugar sobre la oposición
realizativo/constatativo, sobre sus paradojas y particularmente sobre los límites
de su pertinencia y de su pureza. Puesto que Austin fue el primero en alertarnos
contra esa pretendida «pureza»,[15] no me propondría justamente contra él
restaurarla o reacreditarla sobre la marcha).
Entre las perspectivas abiertas por estas pocas páginas de Koyré, me parece
que habría que privilegiar por lo menos dos, y dejar en suspenso una importante
cuestión.
Pues por otra parte, me parece que cuatro motivos han actuado aquí para
inhibir, si no para vedar, una consideración seria de tal historia.
Pero, hay que confesarlo para precipitar la conclusión, nada ni nadie podrá
jamás probar, lo que se dice propiamente probar, en el sentido estricto del saber,
de la demostración teórica y del juicio determinante, la existencia y la necesidad
de tal historia como historia de la mentira.
Sólo se puede decir lo que podría o debería ser la historia de la mentira -si es
que la hay.