El Elfo Oscuro 3 - El Refugio
El Elfo Oscuro 3 - El Refugio
El Elfo Oscuro 3 - El Refugio
Salvatore
El Elfo Oscuro 3
EL REFUGIO
Traducción de
Alberto Coscarelli
CÍRCULO de LECTORES
Ha llegado el momento de citar a las dos personas cuya
confianza en mí y cuya influencia me ayudaron a hacer realidad
los relatos de Drizzt. Dedico El refugio a Mary Kirchoff y a J.
Eric Severson, editores y amigos, con todo mi agradecimiento.
Preludio
DRIZZT DO'URDEN
1
Lecciones malolientes
Drizzt se deslizó más allá de los arbustos que lo ocultaban y cruzó la roca lisa y
desnuda que llevaba hasta la cueva que ahora le servía de hogar. Sabía que algo había
pasado por allí hacía poco, muy poco. No había ninguna huella a la vista, pero el olor
era intenso.
Guenhwyvar rondaba por las rocas, encima de la cueva en la ladera. Ver a la
pantera tranquilizó un poco al drow. Drizzt había llegado a confiar sin reservas en
Guenhwyvar y sabía que el felino se encargaría de hacer salir de su escondite a
cualquier enemigo emboscado. Drizzt desapareció en el hueco oscuro y sonrió al oír que
la pantera descendía para vigilarle las espaldas.
Apenas traspasada la entrada, Drizzt hizo una pausa detrás de una piedra y dejó
que los ojos se habituaran a la penumbra interior. El sol todavía brillaba aunque se
hundía deprisa en el cielo occidental, pero en la cueva estaba mucho más oscuro, lo
suficiente para permitir a Drizzt utilizar la visión infrarroja. Tan pronto como completó
el ajuste, el drow localizó al intruso. El brillo de una fuente de calor —una criatura
viviente— emanaba por detrás de otra roca casi en el fondo de la cueva. Drizzt se relajó.
Guenhwyvar sólo estaba a unos pasos más atrás, y, a la vista del tamaño de la piedra, el
intruso no podía ser una bestia muy grande.
De todos modos, Drizzt se había criado en la Antípoda Oscura, donde todas las
criaturas, con independencia del tamaño, eran respetadas y consideradas peligrosas.
Hizo una señal a la pantera indicándole que mantuviera la posición cerca de la entrada y
avanzó sigilosamente para poder ver mejor al intruso.
Drizzt nunca había visto antes a este animal. Se parecía mucho a un gato, pero la
cabeza era bastante más pequeña y puntiaguda. Su peso no pasaba de unos pocos kilos.
Este hecho, unido a la cola peluda y la piel espesa, indicaban que debía de ser un
forrajero más que un depredador. Ahora revolvía un paquete de comida, al parecer ajeno
a la presencia del drow.
—Tranquila, Guenhwyvar—susurró Drizzt, envainando las cimitarras.
Curioso, dio un paso adelante, aunque sin acercarse demasiado para no asustarlo,
ilusionado ante la posibilidad de tener otro compañero. Si llegaba a ganarse la confianza
de...
El pequeño animal se volvió bruscamente al oír la llamada de Drizzt, y sus
cortas patas delanteras lo llevaron rápidamente hasta la pared.
—Tranquilo —repitió Drizzt con voz suave, esta vez para el intruso—. No te
haré daño.
El elfo oscuro avanzó otro paso, y la criatura chilló y, volviéndole la espalda,
arañó el suelo de piedra con las patas traseras.
Drizzt casi se echó a reír, al imaginar que el animal pretendía escalar por la
pared trasera de la cueva. La pantera pasó a su lado de un salto, y la súbita
desesperación de Guenhwyvar borró la expresión de burla del rostro del drow.
El animal alzó la cola; Drizzt observó que la bestia tenía unas rayas blancas en el
lomo. Guenhwyvar gimió y dio media vuelta con la intención de huir, pero era
demasiado tarde…
Una hora después, Drizzt y Guenhwyvar recorrían los senderos más bajos de la
montaña en busca de una nueva casa. Habían rescatado todo lo que pudieron, aunque no
era mucho. La pantera se mantenía bastante apartada de Drizzt. La proximidad hacía
que el olor fuera insoportable.
Drizzt lo aceptó de buen humor, si bien la fetidez del propio cuerpo hacía la
lección demasiado maloliente para su gusto. Desde luego desconocía el nombre del
pequeño animal, pero no olvidaría su aspecto. La próxima vez que encontrara una
mofeta iría con más cuidado.
«Y ¿qué hay de los otros compañeros en este mundo extraño?», se preguntó
Drizzt.
No era la primera vez que el drow manifestaba esta preocupación. Sabía muy
poco de la superficie y todavía menos de las criaturas que vivían allí. Había pasado
meses sin alejarse de la cueva, con sólo algunas excursiones hasta las zonas más bajas y
pobladas. En dichos recorridos había visto animales, por lo general a lo lejos e incluso
algunos humanos. Sin embargo, aún no había tenido el coraje de abandonar el escondite
para saludar a los vecinos, temiendo el rechazo y consciente de que no tenía otro lugar a
donde ir.
El ruido de una corriente guió al drow y a la pantera hasta un arroyo. Drizzt
buscó el refugio de la sombra y comenzó a quitarse la armadura y la ropa, mientras
Guenhwyvar iba corriente abajo a pescar. El chapoteo de la pantera hizo aparecer una
sonrisa en las severas facciones del drow. Esa noche comerían bien.
Drizzt abrió el broche del cinturón y dejó las armas junto a la cota de malla. La
verdad es que se sentía vulnerable sin la armadura y las cimitarras —nunca las habría
dejado tan lejos en la Antípoda Oscura— pero habían pasado muchos meses sin que
necesitara utilizarlas. Miró las cimitarras y revivió el recuerdo agridulce de la última vez
que las había usado.
En aquella ocasión se había batido contra Zaknafein, su padre, mentor y querido
amigo. Sólo Drizzt había sobrevivido al duelo. El legendario maestro de armas había
desaparecido para siempre, pero el triunfo en aquella batalla se lo habían repartido entre
los dos contendientes, porque no había sido Zaknafein el que lo había atacado en los
puentes de la caverna llena de ácido, sino su espectro controlado por la malvada madre
de Drizzt, la matrona Malicia. Ella había querido vengarse de la blasfemia del hijo a
Lloth y de su rechazo a la sociedad drow en su conjunto. Drizzt había pasado más de
treinta años en Menzoberranzan pero nunca había aceptado los modos perversos y
crueles que eran la norma en la ciudad drow. Había sido una fuente de escarnio para la
casa Do'Urden a pesar de su considerable habilidad con las armas. La huida de la ciudad
para vivir exiliado en las regiones salvajes de la Antípoda Oscura, significó que su
madre, gran sacerdotisa de la reina araña, perdiera el favor de la diosa.
En consecuencia, la matrona Malicia Do'Urden había resucitado el espíritu de
Zaknafein, el maestro de armas que ella había sacrificado a Lloth, y enviado a la cosa no
muerta detrás del hijo. Pero Malicia se había equivocado, porque todavía quedaba
bastante del alma de Zak en el cuerpo para negarse a atacar a Drizzt. En el instante en
que Zak había conseguido librarse del control de Malicia, había soltado un grito de
triunfo y saltado al lago de ácido.
«Mi padre», susurró Drizzt, recuperando el ánimo con estas sencillas palabras.
Él triunfaría allí donde Zaknafein había fracasado; Drizzt había rechazado la
malvada vida de los drows mientras que Zak había permanecido sujeto durante siglos,
como un simple peón en los juegos de poder de la matrona Malicia. En el fracaso de
Zaknafein y en su muerte, el joven Drizzt había encontrado fuerza; de la victoria de Zak
en la caverna del ácido, había extraído determinación. Drizzt no había hecho caso del
montón de mentiras que los viejos maestros de la Academia de Menzoberranzan habían
intentado enseñarle, y había salido a la superficie para comenzar una nueva vida.
Drizzt se estremeció cuando entró en el agua helada. En la Antípoda Oscura sólo
había conocido temperaturas casi siempre constantes y una oscuridad invariable. Aquí,
en cambio, el mundo lo sorprendía a cada nuevo paso. Ya había observado que los
períodos de luz y oscuridad no eran constantes; el sol se ponía más temprano cada día y
la temperatura —que al parecer cambiaba con las horas— descendía desde hacía unas
semanas. Incluso dentro de estos períodos de luz y oscuridad había irregularidades.
Algunas noches aparecía una esfera plateada, y había días en los que había un manto
gris en lugar de una cúpula celeste por encima de su cabeza.
A pesar de todo, Drizzt no se arrepentía de la decisión de venir a este mundo
desconocido. Al mirar las armas y la armadura, colocadas a la sombra a una docena de
pasos del lugar donde se bañaba, el joven tuvo que admitir que la superficie, pese a
todas las rarezas, era mucho más pacífica que cualquier lugar de la Antípoda Oscura.
Ahora estaba muy tranquilo aunque se encontraba en la espesura. Había pasado
cuatro meses en la superficie y siempre había estado solo excepto cuando había
invocado a su compañera mágica. Pero ahora se sentía vulnerable, desnudo salvo por los
pantalones rotos, con los ojos enrojecidos por las salpicaduras de la mofeta, el sentido
del olfato estropeado por el hedor de su propio cuerpo, y su fino oído ensordecido por el
estrépito del agua.
—Vaya aspecto que debo de tener —murmuró Drizzt, pasando con fuerza los
delgados dedos entre la maraña de su espesa melena blanca.
Cuando miró otra vez sus pertenencias, desapareció cualquier otra preocupación.
Cinco figuras encorvadas removían su equipo, y sin duda no les interesaba para nada el
aspecto desastrado del elfo oscuro.
Drizzt observó la piel grisácea y los hocicos oscuros de los humanoides de dos
metros de estatura y rostro perruno, pero sobre todo se fijó en las lanzas y espadas.
Conocía a esta clase de monstruos, porque había visto criaturas similares que servían
como esclavos en Menzoberranzan. No obstante, en esta situación los gnolls parecían
diferentes, más peligrosos de como los recordaba.
Por un momento consideró la posibilidad de correr en busca de las cimitarras,
pero descartó la idea, consciente de que una lanza podía detenerlo antes de conseguir su
propósito. El más grande de la banda, un gigante de casi dos metros y medio y pelo rojo,
miró a Drizzt durante un buen rato, observó el equipo, y volvió a mirarlo.
—¿En qué piensas? —susurró Drizzt para sí.
Sabía muy poco de los gnolls. En la Academia de Menzoberranzan le habían
enseñado que pertenecían a una raza goblinoide, malvada, imprevisible y muy peligrosa.
Lo mismo le habían dicho de los elfos de la superficie y de los humanos, y ahora
acababa de caer en la cuenta de que habían incluido a casi todas las razas excepto la
drow. Drizzt casi se echó a reír a carcajadas a pesar del apuro en que se veía. Por una de
esas ironías del destino, la raza que más se merecía el calificativo de malvada era la
drow.
Los gnolls no hicieron ningún otro movimiento ni pronunciaron palabra alguna.
Drizzt entendió su inquietud al ver a un elfo oscuro, y sabía que debía aprovecharse de
ese miedo natural si quería salvar la vida. El joven apeló a las habilidades mágicas
innatas y con un movimiento de su negra mano envolvió a los cinco gnolls en una
aureola de fuego fatuo.
Una de las bestias se hincó de rodillas, tal como había esperado Drizzt, pero los
otros se detuvieron a una seña de su líder más veterano. Miraron a su alrededor
inquietos, al parecer preocupados por la conveniencia de mantener este encuentro. El
cacique gnoll conocía el fuego fatuo, de un combate con un infortunado —y ahora
muerto— explorador, y sabía que era inofensivo.
Drizzt tensó los músculos y trató de adivinar el próximo movimiento.
El cacique gnoll miró a los compañeros, como si quisiera determinar hasta
dónde los rodeaba el fuego. A juzgar por la perfección del hechizo, el que estaba en el
arroyo no era un vulgar campesino drow; esto al menos era lo que Drizzt esperaba que
pensara.
El elfo oscuro se relajó un poco cuando el líder bajó la lanza y les indicó a los
demás que lo imitaran. Entonces el gnoll ladró una serie de palabras que sonaron a
jerigonza en los oídos del drow. Al ver la obvia confusión de Drizzt, el gnoll gritó algo
en la lengua gutural de los goblins.
Drizzt entendía la lengua goblin, pero el dialecto del gnoll era tan extraño que
sólo alcanzó a entender unas pocas palabras, «amigo» y «líder» entre ellas.
Con mucha cautela, Drizzt avanzó hacia la orilla. Los gnolls se apartaron,
abriendo un sendero hasta sus pertenencias. Drizzt dio otro paso, y se tranquilizó al
advertir la silueta felina oculta entre los arbustos a muy poca distancia. No tenía más
que dar la orden, y Guenhwyvar saltaría sobre la banda de gnolls.
—¿Tú y yo caminar juntos? —le preguntó al líder gnoll, en la lengua goblin y
con un acento que pretendía simular el dialecto de la criatura.
El gnoll replicó con un grito apresurado, y la única cosa que Drizzt creyó
entender fue la última palabra de la pregunta: «¿... aliado?».
El drow asintió lentamente, confiado en que había captado correctamente el
significado.
—¡Aliado! —ladró el gnoll.
Todos los demás sonrieron y rieron aliviados y se palmearon las espaldas. Drizzt
llegó junto al equipo, y sin perder un segundo se abrochó el cinturón con las cimitarras.
Al ver a los gnolls distraídos, el drow miró a Guenhwyvar y movió la cabeza para
indicarle la espesura sendero arriba. Rápida y silenciosamente, la pantera se movió a la
nueva posición. No había ninguna necesidad de revelar todos los secretos, pensó Drizzt,
al menos hasta comprender a fondo las intenciones de los nuevos compañeros.
Drizzt caminó con los gnolls por los sinuosos senderos de las estribaciones de la
montaña. Las criaturas se mantenían a una distancia prudente, quizá por respeto a Drizzt
y a la reputación de su raza o por alguna otra razón que desconocía. Aunque creía que el
motivo era el hedor, que el baño sólo había conseguido disminuir un poco.
El líder gnoll no dejaba de decirle cosas, y acentuaba las entusiastas palabras con
un guiño astuto o un súbito frotar de las manos peludas. Drizzt no entendía nada de lo
que decía la criatura, aunque por la forma de relamerse suponía que lo guiaba a alguna
clase de fiesta.
El joven adivinó muy pronto el destino de la banda, porque a menudo había
observado desde las alturas las luces de la pequeña comunidad humana en el valle.
Drizzt no tenía ninguna prueba referente a cómo eran las relaciones entre los gnolls y
los campesinos humanos, pero suponía que no debían de ser amistosas. Cuando se
acercaron a la aldea, adoptaron un despliegue defensivo, y buscaron el cobijo de los
arbustos y las sombras en su avance. Ya era casi de noche. El grupo rodeó la parte
central de la aldea para acercarse a una granja aislada en el oeste.
El cacique gnoll susurró una frase a Drizzt, muy despacio para que el drow
pudiese comprender cada palabra.
—Una familia —dijo—. Tres hombres, dos mujeres.
—Una joven —añadió otro ansioso.
El cacique gnoll lo acalló con un ladrido.
—Y tres machos jóvenes —concluyó.
Drizzt pensó que por fin comprendía el propósito del viaje, y la expresión de
sorpresa que apareció en su rostro impulsó al gnoll a sacarlo de dudas.
—Enemigos —declaró el líder.
Drizzt, que lo desconocía casi todo de las dos razas, se encontraba en un dilema.
Los gnolls eran asaltantes —esto resultaba evidente— y pretendían atacar la granja en
cuanto desapareciera la última luz del día. El joven no tenía intención de sumarse a la
batalla sin conocer la naturaleza del conflicto.
—¿Enemigos? —preguntó.
El jefe gnoll frunció el entrecejo con evidente consternación. Soltó una frase en
su jerga en la que Drizzt creyó oír «humano... débil... esclavo». Todos los gnolls
notaron la súbita inquietud del elfo oscuro, y comenzaron a juguetear con las armas y a
mirarse los unos a los otros, nerviosos.
—Tres hombres —dijo Drizzt.
El cacique agitó furioso la lanza.
—¡Matar viejo! ¡Cazar dos! —exclamó.
—¿Mujeres?
La sonrisa malvada que apareció en el rostro del gnoll respondió a la pregunta
con toda claridad, y Drizzt comenzó a comprender cuál sería su bando en la pelea.
—¿Qué hay de los niños?
Miró al líder gnoll a los ojos y recalcó las palabras. No podía haber
malentendidos. La última pregunta sería definitiva. Drizzt podía aceptar el salvajismo
típico entre enemigos mortales, pero era incapaz de olvidar la única vez que había
participado en una incursión. Aquel día había salvado a una niña elfo, la había ocultado
debajo del cuerpo de la madre muerta para librarla de la furia de sus compañeros drows.
De todas las maldades que Drizzt había presenciado, el asesinato de niños era la más
terrible.
El gnoll clavó la punta de la lanza en el suelo, y su perruno rostro se contorsionó
en un ansia asesina.
—No cuentes conmigo —dijo Drizzt sencillamente, los ojos lila encendidos.
Los gnolls advirtieron que, como por arte de magia, ahora empuñaba las
cimitarras.
Una vez más el cacique gnoll frunció el hocico, esta vez confundido. Intentó
levantar la lanza para defenderse, sin saber qué haría este extraño drow, pero fue
demasiado tarde.
El ataque de Drizzt fue como un rayo. Antes de que la lanza del gnoll se alzara,
el drow avanzó con las cimitarras por delante. Los otros cuatro gnolls observaron
atónitos cómo los aceros del joven golpeaban dos veces, y destrozaban la garganta del
poderoso jefe. El gigante cayó de espaldas en silencio, tratando inútilmente de llevarse
las manos al cuello.
Un gnoll situado en uno de los flancos fue el primero en reaccionar; levantó la
lanza y cargó contra Drizzt. El ágil drow desvió sin problemas el ataque directo pero
tuvo la precaución de no frenar el impulso del gnoll. Cuando la enorme criatura pasó a
su lado, Drizzt la rodeó y descargó un puntapié contra los tobillos. Perdido el equilibrio,
el gnoll se tambaleó, y la lanza fue a clavarse en el pecho de uno de los compañeros.
El gnoll tironeó de la lanza, pero estaba muy hundida, con la dentada cabeza
sujeta a la columna vertebral de la víctima. Al gnoll no le preocupaba el compañero
moribundo, sólo quería recuperar el arma. Tiró, sacudió, retorció, maldijo y escupió el
torturado rostro del herido, hasta que una cimitarra le hendió el cráneo.
Otro de los gnolls, al ver al drow distraído, decidió que era mejor atacar a
distancia y alzó la lanza para arrojarla. Subió el brazo bien alto, pero antes de que
pudiese lanzarla, Guenhwyvar cayó sobre él; el gnoll y la pantera rodaron por el suelo.
La criatura descargó los puños contra los musculosos flancos del animal, pero de nada
le sirvieron contra las garras de la pantera. En la fracción de segundo que Drizzt tardó
en desembarazarse de los tres gnolls muertos a sus pies, el cuarto integrante de la banda
yacía cadáver entre las patas del felino. El quinto había huido.
Guenhwyvar se libró del abrazo del gnoll muerto. Los gráciles músculos de la
pantera temblaban ansiosos mientras esperaba la orden. Drizzt observó la carnicería a su
alrededor, la sangre en las cimitarras y las expresiones de horror en los rostros de los
muertos. Quería acabar con todo esto, porque sabía que se encontraba en una situación
que sobrepasaba su experiencia; se había interpuesto en el camino de dos razas que le
eran prácticamente desconocidas. Tras pensarlo un momento, lo único que veía claro era
la voluntad del cacique gnoll de asesinar a los niños humanos. Había demasiado en
juego. Se volvió hacia Guenhwyvar.
—Ve tras él —dijo con tono decidido.
Cuestiones de conciencia
Drizzt dejó que su visión pasara al espectro infrarrojo, la visión nocturna que le
permitía ver las variaciones de calor con tanta claridad como veía los objetos a la luz del
día. Para sus ojos, las cimitarras resplandecían con el calor de la sangre fresca, y los
destrozados cadáveres de los gnolls desparramaban su calor en el aire.
El joven intentó mirar en otra dirección, observar el sendero por el que había
partido Guenhwyvar a la caza del quinto gnoll, pero cada vez, la mirada volvía a los
gnolls muertos y a la sangre en las armas.
—¿Qué he hecho? —se preguntó Drizzt en voz alta.
Realmente, no lo sabía. Los gnolls habían hablado de matar niños, un
pensamiento que despertaba la ira en su interior, pero ¿qué sabía él del conflicto entre
los gnolls y los humanos de la aldea? Tal vez los humanos, incluso los niños humanos,
eran monstruos. Quizás habían atacado el poblado gnoll y asesinado sin piedad. Tal vez
los gnolls pretendían contraatacar porque no tenían otra elección, porque tenían que
defenderse.
Drizzt apartó la mirada de la horrible escena y de pronto echó a correr en busca
de Guenhwyvar, confiando en poder alcanzar a la pantera antes de que matara al quinto
gnoll. Si podía encontrar a la criatura y capturarla, quizá consiguiera algunas respuestas.
Se movió con paso ágil y elástico, sin hacer apenas ruido mientras cruzaba los
matorrales a lo largo del sendero. Podía ver sin problemas las huellas del gnoll y
también las de Guenhwyvar, que le seguía el rastro. Cuando por fin llegó al bosquecillo
aún esperaba tener éxito. El corazón le dio un vuelco al ver a la pantera echada junto al
último gnoll.
Guenhwyvar miró a Drizzt con curiosidad mientras el joven se acercaba
evidentemente nervioso.
—¿Qué hemos hecho, Guenhwyvar? —susurró Drizzt. La pantera inclinó la
cabeza como si no le hubiese entendido—. ¿Quién soy yo para juzgar quién debe morir?
—añadió, más para sí mismo que para el felino. Se apartó de Guenhwyvar y del gnoll
muerto y se acercó a un arbusto frondoso donde poder limpiar la sangre de las
cimitarras—. Los gnolls no me atacaron cuando me tuvieron a su merced en el arroyo.
Y les he pagado derramando su sangre.
Drizzt se volvió hacia Guenhwyvar mientras hacía esta proclama, como si
esperara y hasta deseara que la pantera le reprochara su conducta, que lo condenara para
así justificar su culpa. Guenhwyvar no se había movido antes y tampoco lo hizo ahora.
Los grandes ojos de la pantera, con un brillo amarillo verdoso en la oscuridad, no
taladraron a Drizzt, no lo acusaron por las acciones cometidas.
Drizzt comenzó a protestar, en un deseo de refocilarse en la culpa, pero la
tranquila aceptación de Guenhwyvar se mantuvo incólume. En la época en que habían
vivido solos en las profundidades de la Antípoda Oscura, cuando Drizzt había cedido a
los impulsos salvajes que lo llevaban a matar, Guenhwyvar lo había desobedecido en
algunas ocasiones, incluso había llegado a marcharse al plano astral por propia
voluntad. Ahora, en cambio, no daba ninguna señal de sentirse descontenta.
Guenhwyvar se levantó, sacudió el cuerpo para limpiar la sedosa piel negra de polvo y
hojas y, acercándose a Drizzt, lo frotó con el morro.
Poco a poco, Drizzt se relajó. Limpió las cimitarras nuevamente, esta vez en la
hierba espesa, y las guardó en las vainas; después puso una mano sobre la enorme
cabeza de Guenhwyvar como una expresión de afecto.
—Ellos mismos se señalaron como malvados —musitó el drow como un
consuelo—. Sus intenciones forzaron mi intervención.
A su tono le faltaba convicción, pero por el momento, Drizzt no podía hacer otra
cosa que creerlo. Respiró con fuerza para tranquilizarse y buscó en su interior la fuerza
que necesitaría. Al comprender que Guenhwyvar llevaba a su lado mucho tiempo y que
necesitaba regresar al plano astral, metió la mano en la bolsa colgada del cinturón.
Antes de que Drizzt pudiera sacar la estatuilla de ónice de la bolsa, la pantera
levantó una pata y le apartó la mano. Drizzt miró a Guenhwyvar sorprendido, y el felino
estuvo a punto de derribarlo al recostarse contra él.
—¡Mi leal amiga! —exclamó Drizzt, al ver que la pantera deseaba permanecer a
su lado a pesar del agotamiento.
Sacó la mano de la bolsa y, rodilla en tierra, abrazó a Guenhwyvar. A
continuación, se alejaron del bosquecillo.
Drizzt no durmió aquella noche, sino que se dedicó a mirar las estrellas y a
pensar. Guenhwyvar percibió su angustia y no se apartó mientras salía y se ponía la
luna, y, cuando Drizzt se levantó para ir a saludar el nuevo día, Guenhwyvar lo
acompañó. Encontraron una cresta en las estribaciones y se sentaron a contemplar el
espectáculo.
Más abajo se apagaban las últimas luces en las ventanas de la aldea agrícola. El
horizonte se tiñó de rosa y después de rojo, pero el joven se distraía con otra cosa. Su
mirada buscaba las casas; su mente intentaba descubrir la actividad habitual de esta
comunidad desconocida y al mismo tiempo encontrar una justificación para los
episodios del día anterior.
Sabía que los humanos eran campesinos, y también trabajadores diligentes
porque muchos de ellos ya se encontraban en los campos. Si bien esto parecía
prometedor, Drizzt no podía hacer suposiciones sobre el comportamiento general de la
raza humana.
Entonces, a medida que la luz del día iluminaba progresivamente las
construcciones de madera de la aldea y los grandes campos cultivados, Drizzt tomó una
decisión.
—Tengo que saber más, Guenhwyvar —dijo con voz suave—. Si yo..., si
nosotros queremos permanecer en este mundo, tendremos que aprender cómo son
nuestros vecinos.
Drizzt asintió al reflexionar sobre sus palabras. Ya había comprobado,
dolorosamente, que no podía ser un observador neutral de la actividad del mundo de la
superficie. A menudo la conciencia lo impulsaba a la acción, con una fuerza que no
podía resistir. Sin embargo, con un conocimiento tan escaso de las razas que poblaban
esta región, podía equivocarse con mucha facilidad. Podía hacer daño a algún inocente,
en abierta contradicción con los principios que aspiraba a sostener.
El drow se protegió los ojos de la luz matutina y contempló la aldea lejana como
si buscase una respuesta.
—Iré allí —le comunicó a la pantera—. Iré allí, y miraré para poder aprender.
Guenhwyvar permaneció inmóvil escuchando al drow. Si la pantera aprobaba o
no, o siquiera si comprendía las intenciones de Drizzt, era algo que el joven no podía
saber. Pero esta vez Guenhwyvar no hizo ningún movimiento de protesta cuando Drizzt
sacó la estatuilla de ónice. Al cabo de unos segundos, la gran pantera corría por el túnel
que conducía a su casa en el plano astral, y Drizzt caminaba en dirección a la aldea
humana en busca de respuestas. Sólo hizo una pausa, junto al cadáver del gnoll, para
recoger la capa de la criatura. Lo avergonzaba despojar al muerto, pero el frío de la
noche le recordó que la pérdida del piwafwi podía tener consecuencias serias.
Hasta este momento, el conocimiento que tenía Drizzt de los humanos y su
sociedad era muy limitado. En las profundidades de la Antípoda Oscura, los elfos
oscuros tenían poca comunicación con los habitantes de la superficie y sentían poco
interés por ellos. La única vez que Drizzt había escuchado hablar de los humanos en
Menzoberranzan había sido en la Academia, durante los seis meses pasados en Sorcere,
la escuela de hechiceros. Los maestros drows habían advertido a los estudiantes contra
el empleo de la magia «como lo hacen los humanos», dando a entender un peligroso
descuido por parte de la otra raza.
«Los hechiceros humanos —habían dicho los maestros— tienen tantas
ambiciones como los magos drows, pero mientras que un drow puede emplear cinco
siglos en conseguir sus objetivos, un humano sólo dispone de unas pocas décadas.»
Drizzt no había olvidado las implicaciones de aquella afirmación y las tenía muy
presentes en los últimos meses, cuando vigilaba la aldea de los hombres casi a diario. Si
todos los humanos, no sólo los hechiceros, eran tan ambiciosos como la mayoría de los
drows —fanáticos capaces de gastar medio milenio en conseguir sus metas—, ¿estarían
consumidos por una obstinación rayana en la neurastenia? En cualquier caso, Drizzt no
perdía la esperanza de que las historias que había escuchado sobre los humanos en la
Academia sólo fuesen otra de las tantas mentiras habituales que cercaban a su sociedad
en una red de intrigas y paranoias. Quizá los humanos fijaban las metas a un nivel más
razonable y encontraban alegría y satisfacción en los pequeños placeres de cada día de
su corta existencia.
Drizzt sólo había conocido a un humano durante los viajes por la Antípoda
Oscura. Aquel hombre, un mago, se había comportado de una forma irracional,
imprevisible, y por último peligrosa. El mago había transformado a un pek, una
inofensiva y pequeña criatura humanoide, en un monstruo horrible. Cuando Drizzt y sus
compañeros habían ido a la torre del mago para enmendar el hechizo, habían sido
recibidos con un rayo mortífero. Al final, el humano había muerto y el amigo de Drizzt,
Clak, el pek, no se había podido librar del tormento.
La experiencia había dejado a Drizzt con un regusto amargo. El comportamiento
del hombre parecía confirmar las advertencias de los maestros drows. Por lo tanto,
Drizzt avanzaba ahora cauteloso hacia el establecimiento humano, apesadumbrado por
el creciente temor de que tal vez había cometido un error al matar a los gnolls.
Drizzt escogió observar la misma granja aislada en la parte occidental de la
aldea que los gnolls pensaban atacar. Se trataba de un edificio alargado de una sola
planta con una puerta y varias ventanas con postigones. En el frente había un porche.
Un poco más allá estaba el granero de dos plantas, con puertas dobles del tamaño
suficiente para permitir el paso de una carreta. Había unos cuantos cercados de
diferentes tamaños y materiales, algunos con gallinas y cerdos, otro con una cabra y
varios con hileras de plantas que Drizzt no conocía.
El patio limitaba con los campos de cultivo por tres lados, pero la parte trasera
de la casa daba a la ladera de la montaña cubierta de matorrales, árboles y rocas. Drizzt
eligió como puesto de observación un pino cercano a una de las esquinas posteriores del
edificio, desde donde podía ver la mayor parte del patio, y se instaló oculto por las
ramas bajas del árbol.
Los tres hombres adultos de la casa —Drizzt supuso por el parecido que eran
tres generaciones— trabajaban en los campos, demasiado lejos de los árboles como para
poder distinguir muchos detalles. Más cerca de la casa, una niña casi adolescente y tres
niños menores se ocupaban de sus menesteres, cuidaban las gallinas y los cerdos y
arrancaban hierbas del huerto. Trabajaban por separado y casi sin conversar, y Drizzt no
averiguó gran cosa de las relaciones familiares. Cuando una mujer robusta con el mismo
pelo de color trigo que los niños apareció en el porche y tocó una campana enorme, los
pequeños trabajadores dieron rienda suelta a su espíritu.
Con fuertes gritos y alaridos, los tres niños corrieron hacia la casa, demorándose
sólo lo necesario para tirar verduras podridas contra la hermana mayor. En un primer
momento, Drizzt creyó que el bombardeo era el preludio de un conflicto más serio; pero
al ver que la muchacha les correspondía de la misma manera, comprendió que sólo se
trataba de un juego.
Al poco rato, el más joven de los hombres del campo, probablemente el hermano
mayor, llegó al patio a la carrera, dando gritos y esgrimiendo una azada de hierro. La
muchacha chilló entusiasmada con la llegada de este nuevo aliado y los tres niños
corrieron hacia el porche. El joven fue más veloz; alcanzó al más pequeño de los tres, lo
alzó en brazos y lo arrojó de cabeza al abrevadero de los cerdos.
A todo esto, la mujer con la campana sacudía la cabeza y soltaba una retahíla
interminable de protestas. Una mujer anciana, de cabellos canos y delgada como una
estaca, salió de la casa y, colocándose junto a la primera, sacudió una cuchara de
madera con gesto amenazador. Al parecer satisfecho, el joven rodeó con un brazo los
hombros de la muchacha y siguieron a los dos niños al interior de la vivienda. El tercer
niño salió del agua fangosa y se dispuso a seguirlos, pero la cuchara de madera lo
mantuvo a raya.
Drizzt no entendía ni una sola palabra de lo que decían, aunque suponía que las
mujeres mayores no estaban dispuestas a permitir la entrada del más pequeño hasta que
se secara. El pequeño alborotador musitó algo contra la anciana de la cuchara cuando
ella le volvió la espalda y entró en la casa.
Los otros dos hombres, uno con una espesa barba gris y el otro afeitado, llegaron
del campo y se acercaron al niño por detrás mientras protestaba. Una vez más, el niño
voló por los aires y aterrizó estrepitosamente en el abrevadero. Contentos con su
proceder, los hombres entraron en la casa, donde los recibieron con gritos de alegría. El
niño empapado soltó un quejido y echó un poco de agua a los morros de un cerdo que se
había acercado a investigar.
Drizzt lo observó todo asombrado. No había visto nada concluyente, pero el
comportamiento juguetón de la familia y la resignación del perdedor del juego le dieron
ánimos. Presentía un espíritu de unidad en el grupo, con todos los miembros trabajando
por una meta común. Si esta granja era un reflejo de toda la villa, entonces el lugar sin
duda se parecería a Blingdenstone, la ciudad comunal de los enanos de las
profundidades, y no a Menzoberranzan.
La tarde transcurrió casi de la misma manera que la mañana, con una mezcla de
trabajo y juego en toda la granja. La familia se retiró temprano, y apagaron las lámparas
poco después del crepúsculo. Por su parte, Drizzt se adentró un poco más en la espesura
de la ladera para reflexionar sobre lo que había visto.
Todavía no podía estar seguro de nada, pero aquella noche durmió más
tranquilo, olvidadas por completo las dudas referentes a la muerte de los gnolls.
Los cachorros
Drizzt advirtió el engaño mucho antes de que la hija del granjero avanzara sola
entre las zarzamoras. También vio a los cuatro muchachos, agachados a la sombra de un
bosquecillo. Connor sujetaba la espada de forma bastante torpe.
Sabía que el más pequeño los había llevado allí. El día anterior, el drow había
visto cómo lo arrastraban hasta el cobertizo. Los gritos de «¡drizzit!» habían
acompañado a cada correazo, al menos al principio. Ahora el empecinado chiquillo
quería demostrar que había dicho la verdad.
De pronto la muchacha dejó de recoger moras, se tiró al suelo y gritó. Drizzt
reconoció la palabra «¡Auxilio!»; era la misma que había empleado el chico rubio, y una
sonrisa apareció en el rostro oscuro. Por la forma ridícula de la caída, Drizzt
comprendió el juego. La joven no estaba herida; sólo intentaba que apareciera el
«drizzit».
Drizzt sacudió la cabeza, asombrado por la inocencia de la trampa, y se volvió
dispuesto a marcharse, pero lo dominó un impulso. Miró hacia las zarzas, donde la
muchacha se frotaba el tobillo, sin dejar de mirar hacia donde se ocultaban sus
hermanos. Una necesidad irresistible surgió en su pecho. ¿Cuánto tiempo llevaba solo,
como un vagabundo solitario? En aquel momento echó de menos a Belwar, el enano
que lo había acompañado en tantas aventuras por las profundidades de la Antípoda
Oscura. Añoró a Zaknafein, su padre y amigo. Ver el comportamiento de los hermanos
era más de lo que Drizzt Do'Urden podía soportar.
Había llegado la hora de que Drizzt conociera a los vecinos.
El drow se cubrió la cabeza con la capucha de la capa del gnoll, aunque la
prenda desgarrada no servía de mucho para ocultar su verdadera naturaleza, y corrió a
través del campo. Tenía la esperanza de que, si al menos podía suavizar la reacción
inicial de la muchacha al verlo, quizás encontraría una manera de establecer la
comunicación, aunque era mucho suponer.
—¡El «drizzit»! —jadeó Eleni cuando lo vio aparecer.
Quería gritar, pero no tenía aliento. Quería correr, pero el terror la retenía. Desde
el bosquecillo, Liam habló por ella.
—¡El «drizzit»! —gritó el niño—. ¡Os lo había dicho! ¡Os lo había dicho!
Miró a los hermanos. La reacción entusiasmada de Flanny y Shawno era la que
esperaba. En cambio, el rostro de Connor mostraba una expresión de miedo tan
profundo que con sólo verla se esfumó la alegría de Liam.
—¡Por todos los dioses! —susurró el mayor de los hijos Thistledown. Connor
había recorrido las montañas con el padre y había aprendido a reconocer a los enemigos.
Ahora miró a los tres hermanos menores y musitó una sola palabra que no aclaró nada a
los inexpertos niños—: Drow.
Drizzt se detuvo a una docena de pasos de la aterrorizada muchacha, la primera
mujer humana que había visto de cerca, y la observó. Eleni era bonita, de ojos grandes y
expresivos, las mejillas con hoyuelos, y la piel suave y dorada. Comprendió que no
representaba ninguna amenaza. Le sonrió y cruzó los brazos sobre el pecho, sin hacer
movimientos bruscos.
—Drizzt —la corrigió, señalándose.
Con el rabillo del ojo advirtió que algo se movía por un costado y se volvió.
—¡Corre, Eleni! —gritó Connor Thistledown, mientras corría espada en alto
hacia el drow—. ¡Es un elfo oscuro! ¡Un drow! ¡Corre!
De todo lo que Connor había gritado, Drizzt sólo entendió la palabra «drow».
Sin embargo, la actitud y la intención del joven resultaban muy claras, porque Connor
se interpuso entre Drizzt y Eleni, con la punta de la espada apuntando al elfo. Eleni
consiguió ponerse de pie detrás de su hermano, pero no escapó como él le había dicho.
Ella también había escuchado hablar de los malvados elfos oscuros, y no estaba
dispuesta a dejar que Connor se le enfrentara a solas.
—Vete, elfo oscuro —gruñó Connor—. Soy un espadachín experto Y mucho
más fuerte que tú.
Drizzt extendió las manos en un gesto de indefensión, sin entender ni una
palabra.
—¡Lárgate! —chilló Connor.
Llevado por un impulso, Drizzt intentó contestar con el código mudo de los
drows, un complicado lenguaje de manos y gestos faciales.
—¡Cuidado, prepara un hechizo! —gritó Eleni, y se zambulló entre las zarzas.
Connor soltó un alarido y cargó.
Antes de que Connor pudiese hacer nada, Drizzt lo sujetó por el antebrazo,
utilizó la otra mano para retorcerle la muñeca y quitarle la espada, hizo girar el arma
tres veces por encima de la cabeza de Connor, la lanzó al aire, la cogió por la hoja
cuando caía y se la devolvió al muchacho por el mango.
Drizzt abrió los brazos y sonrió. Según la costumbre drow, semejante muestra de
superioridad sin herir al oponente representaba el deseo de amistad. En cambio, en el
hijo mayor del granjero Bartholemew Thistledown, la fulgurante exhibición del drow
sólo inspiró aún más terror.
Connor permaneció inmóvil, boquiabierto, durante un buen rato. Dejó caer la
espada sin darse cuenta, y tampoco advirtió que acababa de orinarse en los pantalones.
Un grito de espanto surgió por fin de la garganta de Connor. Sujetó la mano de
Eleni, que se unió al grito, y juntos escaparon hacia el bosquecillo para buscar a los
demás, y después corrieron todos juntos hasta cruzar el umbral de su casa.
De pronto Drizzt se había quedado solo entre las zarzamoras con la sonrisa en
los labios y los brazos extendidos.
Unos ojos muy atentos habían vigilado el episodio con gran interés. La
inesperada aparición de un elfo oscuro, cubierto con la capa de un gnoll, explicaba
muchas de las cosas que quería saber Tephanis. El trasgo había examinado los
cadáveres de los gnolls, y lo había intrigado la limpieza de las heridas mortales de los
gnolls, que no podían haber sido hechas con las armas vulgares que usaban los
campesinos. Al ver las magníficas cimitarras colgadas en el cinturón del elfo oscuro y la
facilidad con que había desarmado al joven labriego, Tephanis descubrió la verdad.
El rastro que dejó el trasgo habría confundido a los mejores exploradores de los
Reinos. Tephanis, que nunca hacía nada directamente, subió por los senderos
montañosos, rodeó unos cuantos árboles, corrió arriba y abajo por los troncos de otros, y
en general dobló, e incluso triplicó, la ruta. La distancia jamás había sido un problema
para Tephanis; se presentó ante el barje de piel púrpura antes de que Drizzt, ocupado en
analizar las implicaciones del desastroso encuentro, se marchara del campo de
zarzamoras.
4
Preocupaciones
Drizzt los vio venir desde un kilómetro de distancia. Diez granjeros armados
seguidos por el joven que había conocido en el bosquecillo de zarzamoras el día
anterior. Charlaban y reían mientras caminaban, pero el paso era decidido y exhibían las
armas, obviamente listas para ser usadas. Más peligroso parecía el personaje que
marchaba un tanto separado del grupo, un hombre muy fornido y de rostro serio,
abrigado con pieles gruesas, cargado con un hacha de primera y acompañado por dos
grandes mastines de pelo amarillo sujetos con cadenas.
Drizzt quería establecer nuevos contactos con los aldeanos, deseaba de todo
corazón continuar los hechos que había puesto en movimiento el día antes y saber si,
después de tanto tiempo, había encontrado un lugar al que pudiese llamar hogar, pero
comprendió que el encuentro que se avecinaba no prometía mucho. Si los granjeros lo
encontraban, sin duda habría problemas, y, aunque no lo preocupaba su propia
seguridad ante la banda de desarrapados, incluido el guerrero de rostro serio, temía que
alguno de los labriegos acabase herido.
El drow decidió que debía eludir al grupo y desviar su curiosidad. Conocía la
diversión perfecta para conseguir sus objetivos. Colocó la estatuilla de ónice en el suelo
y llamó a Guenhwyvar.
Un zumbido a su lado, seguido por un súbito movimiento de la maleza, distrajo
al drow sólo por un momento mientras se formaba la niebla habitual alrededor de la
figurilla. Drizzt no advirtió la presencia de nada peligroso, y se olvidó del tema. Tenía
problemas más urgentes, pensó.
Cuando llegó Guenhwyvar, Drizzt y la pantera bajaron por el sendero más allá
del bosquecillo de zarzamoras, donde el elfo suponía que los aldeanos comenzarían la
caza. El plan era sencillo: dejaría que los labriegos rondaran la zona por un rato,
permitiría que el hijo del granjero repitiera el relato del encuentro. Entonces
Guenhwyvar haría una aparición cerca del bosquecillo y guiaría al grupo en una
persecución inútil. La visión de la pantera negra podía plantear algunas dudas sobre el
relato del joven; probablemente los mayores supondrían que los niños habían topado
con el felino y no con un elfo oscuro y que la imaginación había provisto el resto de los
detalles. No dejaba de ser un riesgo, pero como mínimo, Guenhwyvar podía sembrar
algunas dudas referentes a la existencia del elfo oscuro y alejar a los cazadores durante
un tiempo.
Los granjeros llegaron al bosquecillo de zarzamoras a tiempo, algunos serios y
dispuestos para el combate, pero la mayoría entretenidos en charlar y reír. Encontraron
la espada caída, y Drizzt observó cómo el hijo del campesino relataba el episodio del día
anterior. También vio que el portado del hacha casi no escuchaba el relato, y caminaba
alrededor del grupo con los perros, señalando distintos puntos de las zarzas y animando
a los perros a que olieran el rastro. Drizzt no tenía experiencia práctica con perros, pero
sabía que muchas criaturas tenían sentidos muy desarrollados y que podían ser útiles en
una cacería.
—Ve, Guenhwyvar —susurró el drow, sin esperar a que los perros descubrieran
un rastro claro.
La gran pantera se alejó silenciosa por el sendero y tomó posición en uno de los
árboles del mismo bosquecillo donde los niños se habían ocultado el día anterior. El
súbito rugido de Guenhwyvar silenció las conversaciones del grupo en el acto, y todas
las cabezas se volvieron hacia los árboles.
El felino saltó al sendero, pasó como una flecha entre los atónitos humanos y se
alejó entre las rocas de la ladera. Los granjeros gritaron e iniciaron la persecución
animando al hombre con los perros a que cogiera la delantera. Muy pronto todo el
grupo, con los perros ladrando furiosos, desapareció de la vista y Drizzt camino hasta
los árboles cercanos a las zarzamoras para analizar lo ocurrido y planear lo que haría
después.
Le pareció notar que lo seguía un zumbido, pero lo atribuyó a algún insecto.
El cazador furtivo
¿Existe en el mundo algo que pese más que la culpa sobre los hombros de un
hombre? He soportado esa carga muchas veces, la he llevado durante mucho tiempo,
por caminos muy largos.
La culpa es como una espada de dos filos. Por uno, corta en nombre de la
justicia, imponiendo una moralidad práctica sobre aquellos que la temen. La culpa, la
consecuencia de la conciencia, es lo que separa a las personas de bien de la maldad.
Dada una situación que promete una ganancia, la mayoría de los drows matarían a
cualquiera, pariente o desconocido, y se marcharían sin ninguna preocupación. El
asesino drow puede temer la venganza pero no llorará por la víctima.
Para los humanos —y también para los elfos de la superficie y todas las demás
razas buenas—, el sufrimiento impuesto por la conciencia superará cualquier amenaza
externa. Algunas consideran que la culpa —la conciencia— es la diferencia primaria
entre las distintas razas de los Reinos. En este sentido, la culpa debe ser considerada
como una fuerza positiva.
Pero hay otro aspecto en esta emoción. La conciencia no siempre sigue el juicio
racional. La culpa siempre es una carga que se impone uno mismo, aunque en ocasiones
no existan motivos. Es lo que pasó conmigo a lo largo del camino desde
Menzoberranzan hasta el valle del Viento Helado. Salí de Menzoberranzan cargado con
la culpa de la muerte de Zaknafein, mi padre, sacrificado para salvarme. Entré en
Blingdenstone con la culpa del sufrimiento de Belwar Dissengulp, el svirfnebli mutilado
por mi hermano. En el recorrido de muchos otros caminos soporté nuevas cargas: Clak,
asesinado por el monstruo que me perseguía; los gnolls, a los que yo mismo maté; y los
granjeros —la más dolorosa—, aquella sencilla familia campesina asesinada por el
cachorro de barje.
Racionalmente, sé que no fue culpa mía, que aquellas acciones estuvieron fuera
de mi control, o en algunos casos, como el de los gnolls, que actué como era debido.
Pero la razón es una mala defensa contra el peso de la culpa.
Con el tiempo, alentado por la confianza de los amigos, me libré de muchas de
aquellas cargas. Otras permanecerán siempre conmigo. Lo acepto como algo inevitable,
y me ayudarán a guiar mis pasos futuros.
Éste, creo, es el verdadero propósito de la conciencia.
DRIZZT DO'URDEN
6
Sundabar
—Oh, basta, Fret —le dijo la mujer alta al enano de barba canosa y túnica
blanca, apartándole las manos.
Se pasó los dedos por la espesa cabellera castaña, enmarañándola.
—Vaya, vaya —replicó el enano, que de inmediato movió las manos otra vez
hacia la mancha de la capa de la mujer. La frotó frenético, pero los continuos
movimientos de la vigilante impidieron que progresara mucho con la limpieza—.
Señora Garra de Halcón, creo que te vendría muy bien consultar algún manual de
buenos modales.
—Acabo de llegar de Luna Plateada —respondió Paloma Garra de Halcón
indignada, al tiempo que le guiñaba un ojo a Gabriel, el otro guerrero presente en la
habitación, un hombre alto de rostro severo—. Es normal ensuciarse en el camino.
—¡Hace casi una semana de ello! —protestó el enano—. ¡Anoche asististe al
banquete con esta misma capa!
Entonces el enano advirtió que con la prisa por limpiar la capa de Paloma se
había manchado la túnica de seda, y la catástrofe hizo que se olvidara de la vigilante.
—Querido Fret —añadió Paloma, que mojó un dedo en saliva para después
frotarlo contra la mancha de la capa—, eres un ayudante de lo más extraño.
El rostro del enano se volvió de un rojo encendido, y golpeó el suelo de
cerámica con su brillante zapatilla.
—¿Ayudante? —gritó—. Yo diría...
—¡Dilo ya! —se burló Paloma.
—¡Soy el más..., uno de los más famosos sabios del norte! Mi tesis sobre la
etiqueta correcta en los banquetes raciales...
—O la falta de la etiqueta correcta —lo interrumpió Gabriel, sin poder evitarlo.
El enano se volvió hacia él con gesto agrio—: Al menos en lo que concierne a los
enanos —acabó el guerrero con una expresión inocente.
El enano tembló visiblemente, y sus zapatillas marcaron un ritmo furibundo en
el duro suelo.
—Oh, querido Fret —intervino Paloma, que apoyó una mano sobre el hombro
del enano en un gesto de consuelo y después la hizo correr a lo largo de su pulcra y bien
recortada barba.
—¡Fred! —exclamó el enano enfadado, apartando la mano de la dama—.
¡Fredegar!
Paloma y Gabriel cruzaron una mirada de picardía, y después gritaron al unísono
el apellido del enano en medio de una explosión de risas:
—¡Triturarrocas!
—¡Fredegar limpiaplumas sería más adecuado! —añadió Gabriel.
Una mirada al furioso enano avisó al hombre que había llegado el momento de
largarse, así que recogió la mochila y escapó de la habitación, no sin antes hacerle un
último guiño a Paloma.
—Sólo deseaba ayudar.
El enano hundió las manos en los inmensos bolsillos y agachó la cabeza.
—¡Y lo has hecho! —afirmó Paloma para consolarlo.
—Me refiero a que tienes una audiencia con Helm Amigo de los Enanos —
prosiguió Fret, recuperando parte de su orgullo—. Uno debe vestir correctamente
cuando ve al señor de Sundabar.
—Desde luego —aceptó Paloma—. Pero todo mi ajuar es lo que ves, querido
Fret, manchado y sucio por el camino. Mucho me temo que no pareceré muy elegante a
los ojos del señor de Sundabar: él y mi hermana se han hecho tan amigos... —Esta vez
le tocó a Paloma fingir debilidad, y, si bien su espada había convertido a muchos
gigantes en comida para los buitres, la vigilante podía comportarse como una niña
indefensa mejor que nadie—. ¿Qué haré? —Ladeó la cabeza mientras observaba al
enano—. Quizás —insinuó— si pudiera... —El rostro de Fret comenzó a animarse—.
No —dijo Paloma con un suspiro—. Nunca me atrevería a pedírtelo.
Fret comenzó a dar saltos de alegría y aplaudió con sus regordetas manos.
—¡Claro que puedes, señora Garra de Halcón! ¡Pide!
Paloma se mordió el labio para contener la risa mientras el enano entusiasmado
salía de la habitación. A pesar de que a menudo le tomaba el pelo, no vacilaba en
reconocer que quería al enano. Fret había pasado muchos años en Luna Plateada, donde
gobernaba la hermana de Paloma, y había hecho muchas contribuciones a la famosa
biblioteca de aquel país. Fret era un sabio de fama, conocido por sus extensas
investigaciones sobre las costumbres de otras razas, tanto buenas como malvadas, y
también era un experto en temas de semidioses. Además se lo consideraba como un
compositor de primera. ¿Cuántas veces, se preguntó Paloma con humildad sincera,
había cabalgado por un sendero montañoso, silbando una melodía alegre compuesta por
él?
—Querido Fret —susurró la vigilante cuando regresó el enano, con una capa de
seda colgada del brazo, pero bien plegada para que no rozara el suelo, diversas joyas y
un par de zapatos a la moda en la otra mano, una docena de alfileres sujetos entre los
labios, y una cinta métrica colgada de una oreja.
Paloma ocultó la sonrisa y decidió rendirse a la voluntad del enano. Entraría de
puntillas en la sala de audiencias de Helm Amigo de los Enanos ataviada con una túnica
de seda, la viva imagen de una dama, con el diminuto sabio henchido de orgullo a su
lado.
Mientras tanto, como bien sabía, los zapatos le provocarían dolor de pies y le
picaría el cuerpo en algún lugar donde la túnica le impediría rascarse. «Son los
inconvenientes de la posición», pensó Paloma, con la mirada puesta en la túnica y los
accesorios. Después miró la expresión feliz en el rostro de Fret y comprendió que bien
valía la pena soportar las molestias.
«Son los inconvenientes de la amistad», se dijo a sí misma.
Al alba del día siguiente, el grupo de Paloma, formado por un arquero elfo y dos
guerreros humanos, había cabalgado casi veinte kilómetros desde las puertas de
Sundabar.
—¡Qué asco! —gimió Fret cuando salió el sol. Cabalgaba en un fornido poni
adbar al lado de Paloma—. ¡Mira cómo tengo de sucias mis hermosas prendas! ¡Sin
duda, éste será el fin de todos nosotros! ¡Morir mugrientos en un camino infame!
—Escribe una canción —le aconsejó Paloma, compartiendo una sonrisa con los
otros tres compañeros—. Podrías llamarla la balada de los cinco aventureros ahogados.
La furiosa mirada de Fret sólo duró el tiempo que tardó Paloma en recordarle
que Helm Amigo de los Enanos, el señor de Sundabar en persona, había ordenado que
formara parte de la expedición.
7
Furia rutilante
Tephanis sintió el aire fresco que le acariciaba el rostro y por un momento pensó
que tenía un sueño muy agradable. La ilusión le duró muy poco al advertir que caía en
el vacío. Por fortuna, Tephanis estaba cerca de la pared. Comenzó a mover manos y pies
a una velocidad tremenda y a descargar manotazos y puntapiés en el acantilado en un
esfuerzo por aminorar el descenso. Al mismo tiempo comenzó a recitar la letanía de un
hechizo de levitación, probablemente la única cosa que podía salvarlo.
Pasaron unos segundos antes de notar que flotaba. Chocó contra el suelo con
fuerza, pero las heridas no revestían mucha importancia. Se puso de pie lentamente y se
sacudió el polvo. Su primer pensamiento fue el de avisar a Ulgulu de la presencia del
drow; no obstante, lo descartó en el acto. No podía levitar hasta la cueva a tiempo para
alertar al barje, y sólo había un sendero en la cara del acantilado: el mismo que ocupaba
el drow. Tephanis no tenía ninguna gana de volver a enfrentarse a él.
Ulgulu no había hecho ningún esfuerzo por ocultar el rastro. El elfo oscuro había
servido a sus propósitos; ahora pensaba comerse a Drizzt, una comida que quizá sería
suficiente para alcanzar la madurez y permitirle regresar a Gehenna.
Los dos guardias goblins de Ulgulu no se sorprendieron ante la entrada de
Drizzt. Ulgulu les había avisado que se presentaría el drow y que sólo debían retenerlo
en el vestíbulo hasta que el barje pudiese atenderlo. Los goblins callaron bruscamente al
verlo aparecer, cruzaron las lanzas delante de la cortina, e hincharon los raquíticos
pechos, acatando como unos idiotas las órdenes de su jefe.
—Nadie puede en... —Fue todo lo que alcanzó a decir uno de ellos antes de que
la cimitarra de Drizzt los degollara a los dos con el mismo golpe.
Las lanzas cayeron al suelo mientras los centinelas se llevaban las manos a las
gargantas; sin aminorar el paso, Drizzt atravesó la cortina.
En el centro de la sala interior, el drow vio a su enemigo. El gigantesco barje de
piel púrpura lo esperaba con los brazos cruzados y una sonrisa cruel en el rostro.
Drizzt arrojó la daga y cargó contra el rival. El lanzamiento le salvó la vida,
porque, cuando la daga pasó sin obstáculo por el cuerpo del enemigo, el drow
comprendió que le habían tendido una trampa. Aun así, al no poder controlar el impulso
de la carga, su cimitarra penetró en la imagen sin hacer blanco en nada tangible.
El barje real se encontraba detrás del trono de piedra al fondo de la habitación.
Gracias a un truco de su considerable repertorio mágico, Kempfana había proyectado
una imagen de sí mismo en el centro de la sala para mantener al drow en su lugar.
De inmediato los instintos de Drizzt le avisaron del engaño. No se enfrentaba a
ningún monstruo real sino a una aparición creada para dejarlo al descubierto en una
posición vulnerable. Apenas si había muebles en la habitación; no había nada cerca
donde poder refugiarse.
Ulgulu, levitando por encima del drow, bajó deprisa y se posó con suavidad a
sus espaldas. El plan era perfecto, y el objetivo estaba exactamente en su sitio.
Drizzt, con los músculos y reflejos entrenados a la perfección para el combate,
lo presintió y se zambulló en la imagen en el momento en que Ulgulu lanzaba un
puñetazo. La enorme mano del barje sólo rozó la larga cabellera de Drizzt, pero fue
suficiente para hacerle torcer la cabeza.
El joven dio media vuelta en el aire mientras se zambullía y se puso de pie para
enfrentarse a Ulgulu en cuanto tocó el suelo. Se encontró frente a un monstruo todavía
más grande que la imagen gigante, pero esto no lo amilanó. Como un resorte, se lanzó
contra el rival y, antes de que Ulgulu pudiese reaccionar, le hundió la cimitarra tres
veces en la panza y le abrió un agujero debajo de la barbilla.
El barje rugió encolerizado aunque las heridas no eran graves, porque el arma de
Drizzt había perdido gran parte de la magia durante el tiempo pasado en la superficie y
sólo armas mágicas —como los dientes y las garras de Guenhwyvar— podían causar
auténtico daño a una criatura de los abismos de Gehenna.
La enorme pantera chocó contra la nuca de Ulgulu con la fuerza suficiente para
hacer caer al barje de cara al suelo. Ulgulu jamás había experimentado tanto dolor como
el que le producían las garras de Guenhwyvar al desgarrarle la cabeza.
Drizzt se acercó dispuesto a intervenir en el combate, cuando oyó un estrépito
procedente del fondo de la sala. Kempfana abandonó su escondite detrás del trono,
chillando de furia.
Ahora era el turno de Drizzt para utilizar algún truco mágico. Lanzó un globo de
oscuridad en el camino del barje de piel púrpura, se zambulló en el interior y se puso a
cuatro patas. Incapaz de detenerse, Kempfana penetró en el globo, tropezó con el cuerpo
del drow —con tanta fuerza que quedó sin respiración— y cayó al suelo.
Kempfana sacudió la cabeza para despejarse y se apoyó en las manos para
levantarse. Sin perder un instante, Drizzt se montó a horcajadas sobre la espalda del
barje y comenzó a descargar feroces mandobles contra la cabeza. La sangre empapaba
el pelo de Kempfana cuando por fin consiguió quitarse al drow de encima. Se irguió
tambaleante y se volvió para hacer frente a Drizzt.
Guenhwyvar saltó del lomo del lobo gigante otra vez a la empinada ladera por
encima de la boca de la cueva. Ulgulu se volvió, furioso, y arañó las piedras en un
esfuerzo por perseguirla.
En el acto la pantera repitió el salto para caer sobre el lomo de Ulgulu y darle
cuatro zarpazos. Cuando el lobo se volvió, Guenhwyvar buscó refugio en la ladera.
El juego se repitió varias veces: Guenhwyvar atacaba y huía. Por fin el lobo se
anticipó a la maniobra y atrapó a la pantera con las poderosas mandíbulas. Guenhwyvar
consiguió zafarse pero fue a dar al borde del abismo. Ulgulu se acercó a ella, cerrándole
el paso.
Drizzt salió de la cueva cuando el gran lobo obligaba a retroceder a
Guenhwyvar. Se desprendieron unas cuantas piedras, que cayeron al fondo del abismo;
las patas traseras de la pantera resbalaron y sólo de milagro encontraron un punto de
apoyo. Incluso la poderosa Guenhwyvar no podía oponerse al peso y la fuerza del lobo-
barje.
El drow comprendió de inmediato que no podría apartar al lobo a tiempo para
salvar a su compañera. Sacó la estatuilla de ónice y la arrojó cerca de los combatientes.
—Vete, Guenhwyvar —ordenó.
En otras circunstancias la pantera no habría abandonado a su amo en una
situación tan peligrosa, pero Guenhwyvar entendió el plan de Drizzt. Ulgulu lanzó la
última embestida dispuesto a despeñar a Guenhwyvar de una vez por todas.
Entonces el monstruo se encontró empujando en la nada. Ulgulu perdió el
equilibrio y trató de sujetarse. Un alud de piedras cayó al vacío junto con la estatuilla, y
un segundo después las siguió el lobo.
Los huesos se modificaron una vez más y la piel se adelgazó. Ulgulu no podía
realizar el hechizo de levitación con la forma de lobo. Desesperado, el barje concentró
todo el poder mental y comenzó a recuperar el cuerpo de goblin. El hocico de lobo se
acortó y volvió a ser un rostro achatado, las garras cedieron paso a los brazos. Cuando
Ulgulu se estrelló contra el fondo sólo había conseguido transformarse a medias.
Drizzt utilizó el hechizo de levitación para descender, sin darse prisa y bien
cerca de la pared de piedra. Como le había ocurrido en ocasiones anteriores, el hechizo
no tardó en perder efecto. El elfo resbaló a lo largo de los últimos seis metros y golpeó
contra el suelo bastante fuerte. Vio al barje que se sacudía a unos pocos pasos de
distancia e intentó levantarse, pero perdió el conocimiento y lo envolvió la oscuridad.
Pistas y acertijos
Había pasado más de un día desde la masacre cuando el primero de los vecinos
de los Thistledown cabalgó hasta la granja solitaria. El hedor de la muerte alertó de la
tragedia al campesino visitante incluso antes de haber mirado en la casa o en el granero.
Regresó una hora más tarde con el alcalde Delmo y varios granjeros armados.
Recorrieron cautelosamente la casa de los Thistledown y los patios, cubriéndose los
rostros con pañuelos para combatir el terrible olor.
—¿Quién puede haber hecho esto? —preguntó el alcalde—. ¿Qué monstruo
abominable es capaz de semejante atrocidad?
Como en respuesta a su pregunta, uno de los campesinos salió del dormitorio y
entró en la cocina, sosteniendo una cimitarra rota en las manos.
—¿Un arma drow? —inquirió el hombre—. Tendríamos que llamar a McGristle.
Delmo vaciló. Esperaba de un momento a otro la llegada del grupo de Sundabar
y consideraba que la famosa vigilante Paloma Garra de Halcón estaba mucho más
capacitada para resolver la situación que el irascible e incontrolable montañés.
El debate no llegó a plantearse porque el ladrido de un perro alertó a los de la
casa de que McGristle había llegado. El rudo y sucio hombretón entró en la cocina; un
costado del rostro presentaba unas heridas desgarradas cubiertas de sangre seca.
—¡Un arma drow! —gruñó en cuanto vio la cimitarra—. ¡La misma que utilizó
contra mí!
—La vigilante no tardará en llegar —dijo Delmo, pero McGristle no le prestó
atención.
Recorrió la cocina y el dormitorio, empujando sin miramientos los cadáveres
con el pie para después agacharse y examinar algunos detalles menores.
—Vi las huellas fuera —afirmó McGristle sin más—. Dos juegos diferentes.
—El drow tiene un aliado —razonó el alcalde—. Otro motivo para que
esperemos al grupo de Sundabar.
—¡Bah, ni siquiera sabe si vendrán! —protestó McGristle—. ¡Hay que perseguir
al drow ahora, mientras el rastro esté fresco para el hocico de mi perro!
Varios de los granjeros presentes asintieron para expresar su acuerdo hasta que
Delmo les recordó prudentemente el peligro al que podían verse expuestos.
—Un solo drow pudo con usted, McGristle —dijo el alcalde—. Ahora piensa
que son dos, quizá más, ¿y quiere que nosotros los persigamos y les demos caza?
—¡Fue pura mala suerte que me sorprendiera! —contestó Roddy. Miró a su
alrededor, dispuesto a apelar a los ahora poco dispuestos campesinos—. ¡Lo tenía a
punto para degollarlo!
Los campesinos se movieron inquietos y cuchichearon entre ellos mientras el
alcalde cogía a Roddy de un brazo y lo guiaba hasta un extremo de la habitación.
—Espere un día —le rogó Delmo—. Nuestras posibilidades de éxito aumentarán
si viene la vigilante.
—De mis batallas me ocupo yo —replicó McGristle, sin dejarse convencer—.
Mató a mi perro y me afeó la cara.
—Lo quiere y lo tendrá —prometió el alcalde—, pero puede haber en juego algo
más que su perro o su orgullo.
El rostro de Roddy mostró una expresión de amenaza que no intimidó al alcalde.
Si era verdad que un grupo drow actuaba en la región, todo Maldobar corría peligro. La
mejor defensa para la pequeña comunidad, hasta que pudiera recibir ayuda de Sundabar,
era permanecer unida, y esto no se podría conseguir si Roddy se llevaba a un grupo de
hombres —guerreros que ya eran bastante escasos— en una persecución por las
montañas. Sin embargo, Benson Delmo era lo suficientemente astuto para saber que no
podía tratar con Roddy en estos términos. Si bien el montañés llevaba en Maldobar un
par de años, en el fondo siempre había sido un vagabundo y no formaba parte del
pueblo.
Roddy le volvió la espalda, convencido de que la conversación había acabado,
pero el alcalde volvió a sujetarlo del brazo y lo hizo girar. El perro de Roddy le mostró
los dientes y gruñó, aunque esto no fue nada comparado con la mirada furiosa que le
dirigió el montañés.
—Tendrá al drow—se apresuró a decir el alcalde—, pero se lo ruego, espere a
que llegue la ayuda de Sundabar. —Después utilizó las palabras que Roddy entendía
mejor—. Soy un hombre en buena posición, McGristle, y usted era un cazador de
recompensas antes de venir aquí y espero que todavía lo sea. —La expresión de Roddy
pasó rápidamente de la furia a la curiosidad—. Espere a que llegue la ayuda, y después
vaya a cazar al drow. —El alcalde hizo una pausa para considerar la oferta que pensaba
hacer. No tenía experiencia en estas cosas y, si bien no quería ofrecer demasiado poco y
apagar el interés despertado, tampoco quería aflojar los cordones de la bolsa más de lo
necesario—. Mil monedas de oro por la cabeza del drow.
Roddy había jugado a este juego muchísimas veces. Ocultó el placer que le
produjo la oferta; la cantidad prometida por el alcalde era cinco veces superior a su
tarifa normal, y en cualquier caso pensaba cazar al drow, le pagaran o no.
—¡Dos mil! —gruñó el montañés sin pestañear, dispuesto a sacar el máximo
beneficio por sus esfuerzos. El alcalde se balanceó sobre los talones dudando si aceptar
o no, pero se recordó a sí mismo varias veces que podía estar en juego la existencia de
todo el pueblo—. ¡Y ni una menos! —añadió Roddy, cruzando los musculosos brazos
sobre el pecho.
—Espere a la dama Garra de Halcón —dijo Delmo sumiso— y recibirá las dos
mil monedas.
Durante toda la noche, Lagerbottoms siguió el rastro del drow herido. El gigante
de las colinas todavía no tenía muy claro sus sentimientos ante la muerte de Ulgulu y
Kempfana, que se habían convertido en sus amos apoderándose de su guarida y de su
vida. Si bien Lagerbottoms temía a cualquier enemigo capaz de derrotar a aquellos dos,
el gigante sabía que el elfo oscuro estaba malherido.
Drizzt sabía que lo perseguían pero no podía hacer gran cosa por ocultar sus
huellas. Arrastraba una pierna, lastimada en el brusco descenso hasta el fondo del
barranco, y sólo lo preocupaba alejarse lo máximo posible del gigante. Cuando llegó la
aurora, clara y brillante, el drow comprendió que su desventaja se había incrementado.
No podía confiar en escapar del gigante de las colinas teniendo ante sí las largas horas
de luz diurna.
El sendero descendía hasta un pequeño bosquecillo de tenaces árboles que
habían aprovechado cada pequeño trozo de suelo desprovisto de cantos rodados. El
joven planeaba continuar la marcha en línea recta —no veía otra opción que la huida—
cuando, mientras descansaba apoyado en el tronco de un árbol, se le ocurrió una idea al
ver que las ramas parecían fuertes y flexibles como cuerdas.
Drizzt echó una mirada al sendero y vio al gigante que cruzaba a paso lento una
zona llana. Desenvainó la cimitarra con el único brazo que podía mover y cortó la rama
más larga que encontró. Después buscó un peñasco adecuado.
El gigante entró en el bosque una media hora más tarde, balanceando su enorme
garrote. Lagerbottoms se detuvo bruscamente al ver que el drow salía de detrás de un
árbol con la intención de cerrarle el paso.
Drizzt casi soltó un suspiro de alegría cuando el gigante se detuvo, exactamente
en el lugar escogido. Por un momento había tenido miedo de que el monstruo no se
detuviera y lo aplastara de un garrotazo, porque, herido como estaba, no podía ofrecer
mucha resistencia. Aprovechó el momento de duda del gigante y le dio el alto en idioma
goblin e inmediatamente ejecutó un hechizo sencillo que rodeó a la criatura en una
aureola de fuego fatuo.
Lagerbottoms se movió inquieto sin intentar proseguir el avance hacia el extraño
y peligroso enemigo. Drizzt vigiló el movimiento de los pies del gigante con mucho
interés.
—¿Por qué me persigues? —preguntó Drizzt—. ¿Quieres unirte a los demás en
el sueño de la muerte?
El gigante pasó la lengua sobre los labios resecos. Hasta el momento, el
encuentro no había resultado como esperaba. Pasada la reacción instintiva que lo había
conducido hasta allí, intentó considerar las opciones. Ulgulu y Kempfana estaban
muertos; también habían muerto los goblins y los gnolls. Había recuperado la caverna, y
hacía tiempo que no veía a aquel molesto trasgo. De pronto se le ocurrió una idea.
—¿Amigos? —preguntó Lagerbottoms, con un tono anhelante.
Aunque sintió alivio ante la posibilidad de poder evitar el combate, Drizzt no
tenía mucha confianza en la oferta. La banda gnoll le había propuesto lo mismo y el
resultado había sido desastroso; además, era obvio que el gigante había estado
relacionado con los otros monstruos que él había matado, los asesinos de la familia de
granjeros.
—¿Amigos para qué? —replicó Drizzt.
Tenía la remota esperanza de que la oferta de la criatura pudiese estar inspirada
en algún principio moral y no en la necesidad de tener un nuevo compañero para sus
correrías.
—Para matar —dijo Lagerbottoms, como si la respuesta hubiese sido algo
obvio.
Drizzt gruñó y sacudió la cabeza en una violenta negativa que hizo flotar en el
aire su larga melena blanca. Desenvainó la cimitarra, sin preocuparse de que el pie del
gigante estuviese o no metido en el lazo de la trampa.
—¡Te mataré! —gritó Lagerbottoms, al ver el súbito cambio en la situación.
El gigante levantó el garrote y dio un paso adelante, un paso acortado por la
liana que se ajustó alrededor del tobillo.
El drow dominó el impulso de acercarse. La trampa funcionaba y él no estaba en
condiciones de sobrevivir a un encuentro con el formidable gigante.
Lagerbottoms miró el lazo y rugió furioso. La liana no tenía la resistencia de una
soga y el lazo no estaba muy apretado. El gigante no tenía más que agacharse para
quitar el lazo del pie. Sin embargo, los gigantes de las colinas no destacan por su
inteligencia.
—¡Te mataré! —repitió el gigante, y dio un puntapié con la intención de romper
la rama.
Impulsada por la considerable fuerza de la patada, la roca sujeta al otro extremo
de la rama, detrás del gigante, salió disparada del matorral y voló contra la espalda de
Lagerbottoms.
El gigante había comenzado a gritar por tercera vez, pero la amenaza se
transformó en un quejido sordo. El pesado garrote cayó al suelo y Lagerbottoms, con las
manos en los riñones, hincó una rodilla en tierra.
Drizzt vaciló por un momento, sin saber si debía echar a correr o rematar al
enemigo. No temía por sí mismo, pues el gigante tardaría algún tiempo en recuperarse,
pero no podía olvidar la expresión sanguinaria en el rostro de Lagerbottoms cuando le
había propuesto que podían matar juntos.
—¿Cuántas familias más piensas asesinar? —le preguntó Drizzt en idioma drow.
El gigante no podía entenderlo porque desconocía el lenguaje, y continuó bramando de
dolor—. ¿Cuántas? —insistió el joven, con fuego en los ojos y la cimitarra bien
apretada en el puño.
El ataque fue rápido y mortífero.
Desde un lugar muy alto en la montaña, Drizzt Do'Urden miró por última vez las
luces de Maldobar. Desde que había bajado de las cumbres después del desagradable
encuentro con la mofeta, el drow se había visto enfrentado a un mundo casi tan salvaje
como el reino oscuro que había dejado atrás. Las esperanzas alimentadas a lo largo de
los días dedicados a observar a la familia campesina se había esfumado, enterradas bajo
el peso de la culpa y las terribles imágenes de la carnicería que lo perseguirían para
siempre.
El dolor físico del drow había disminuido un poco: respiraba mejor aunque con
esfuerzo, y las heridas en los brazos y las piernas habían cicatrizado. Sobreviviría.
Mientras contemplaba el pueblo, otro lugar que nunca podría ser su casa, Drizzt
se preguntó si después de todo no sería mejor así.
9
La persecución
—¿Qué es? —preguntó Fret, moviéndose con cautela detrás de los pliegues de la
capa verde hoja de Paloma.
La vigilante, e incluso Roddy, también avanzaron con precaución porque, si bien
la criatura parecía muerta, nunca habían visto nada parecido. Parecía ser una extraña
mutación gigante entre un goblin y un lobo.
Ganaron coraje cuando se acercaron al cuerpo, convencidos de que
efectivamente estaba muerto. Paloma se inclinó y lo tocó con la espada.
—En mi opinión, lleva muerto más de un día —anunció.
—Pero ¿qué es? —insistió Fret.
—Un híbrido —murmuró Roddy.
Paloma inspeccionó atentamente las extrañas articulaciones de la criatura. No
pasó por alto las numerosas heridas que presentaba el monstruo; la carne parecía
desgarrada por los zarpazos de un gran felino.
—¿Un ser capaz de transformarse? —sugirió Gabriel, que montaba guardia en
un costado de la zona rocosa.
Paloma asintió.
—Muerto en medio de la transformación —añadió.
—Nunca he escuchado hablar de magos goblins —protestó Roddy.
—Oh, sí—intervino Fret, quitándose las arrugas de las mangas de la túnica—.
Había, por cierto, aquel presunto archimago, Grubby el Charlatán, que...
Un silbido desde lo alto del acantilado interrumpió al enano. En el borde se
encontraba Kellindil, el arquero elfo, que les hacía señas con los brazos.
—Hay más aquí —gritó el elfo cuando obtuvo su atención—. Dos goblins y un
gigante de piel púrpura que no se parece a nada que haya visto en toda mi vida.
Paloma miró el acantilado. Calculó que podía escalarlo, pero una mirada al
pobre Fret le hizo comprender que tendrían que regresar por el sendero, un trayecto de
casi dos kilómetros.
—Tú quédate aquí —le dijo a Gabriel.
El hombre de rostro severo asintió y se movió para ocupar una posición
defensiva entre unos peñascos, mientras Paloma, Roddy y Fret echaban a andar hacia el
sendero.
A medio camino por el angosto sendero que seguía la cara del acantilado, se
encontraron con Darda, el otro guerrero del grupo. El hombre, bajo y muy musculoso,
se rascaba la barba mientras examinaba lo que parecía ser una reja de arado.
—¡Es de los Thistledown! —gritó Roddy—. Estaba en el patio de la casa, lista
para reparar.
—¿Cómo es que está aquí? —preguntó Paloma.
—¿Y por qué tiene manchas de sangre? —añadió Darda, que señaló a los demás
las manchas en la parte cóncava de la hoja. El guerrero se asomó al borde del barranco,
miró el fondo y después otra vez la reja—. Alguna pobre criatura se estrelló contra ella
—murmuró—, y después cayó al fondo.
Las miradas de todos se centraron en Paloma cuando la vigilante se apartó los
cabellos de la cara, apoyó la barbilla en su delicada pero callosa mano, y pensó en cuál
sería la solución de este nuevo enigma. Las pistas eran muy pocas, y, al cabo de unos
momentos, Paloma levantó las manos en un gesto de enfadó y reanudó la marcha. El
sendero se apartaba del abismo a medida que se acercaba a la cima, pero Paloma siguió
hasta el borde, directamente encima del lugar donde habían dejado a Gabriel. El
guerrero la vio en el acto y le hizo una seña para avisarle que todo estaba en calma.
—Venid —les dijo Kellindil, y guió al grupo hasta la caverna. Algunas
preguntas quedaron contestadas en cuanto Paloma echó una ojeada a la carnicería de la
sala interior.
—¡Cachorro de barje! —exclamó Fret al ver el cadáver del gigante de piel
púrpura.
—¿Barje? —preguntó Roddy, perplejo.
—Desde luego —repuso Fret—. Esto explica el lobo gigante en el fondo del
barranco.
—Atrapado en pleno cambio —razonó Darda—. Las muchas heridas y el suelo
de piedra acabaron con él antes de que pudiera acabar la transformación.
—¿Barje? —insistió Roddy, esta vez enfadado, porque lo dejaban fuera de una
discusión que no comprendía.
—Una criatura de otro plano de existencia —explicó Fret—. Se rumorea que
proceden de Gehenna. Los barjes envían a los cachorros a otros planos, algunas veces al
nuestro, para que se alimenten y crezcan. —Hizo una pausa mientras pensaba—. Para
que se alimenten —repitió, con un tono que alertó a los demás.
—¡La mujer en el granero! —exclamó Paloma.
Los miembros del grupo de la vigilante asintieron al escuchar la súbita
revelación, pero McGristle se aferró a su teoría original.
—¡El drow los mató! —refunfuñó.
—¿Tiene la cimitarra rota? —le preguntó Paloma.
Roddy sacó el arma que guardaba entre uno de los muchos pliegues de sus
prendas de piel.
Paloma cogió la cimitarra y se agachó para examinar al barje muerto. Saltaba a
la vista que la hoja coincidía con las heridas de la bestia, especialmente en la herida
fatal de la garganta.
—Usted dijo que el drow utilizaba dos cimitarras —le comentó la vigilante a
Roddy.
—Lo dijo el alcalde —la corrigió Roddy—, repitiendo la historia que contó el
hijo de Thistledown. Cuando vi al drow —explicó, cogiendo el arma— sólo llevaba
una, la que utilizó para matar a la familia Thistledown.
Roddy ocultó adrede que el drow, si bien había esgrimido una sola cimitarra,
llevaba dos vainas sujetas al cinto.
—El drow mató al barje —replicó Paloma, que dudaba de la teoría del
cazarrecompensas—. Las heridas se corresponden con el arma, la cimitarra gemela de la
que tiene usted. Y, si examina a los goblins en la antesala, podrá ver que sus gargantas
las cortó una cimitarra curva.
—¡Como las heridas de los Thistledown! —afirmó Roddy.
Paloma decidió no mencionar la hipótesis que había pensado. Pero Fret, llevado
por el disgusto que le provocaba el hombre, manifestó en voz alta los pensamientos de
sus compañeros.
—Fueron asesinados por el barje —proclamó el enano, recordando los dos
juegos de huellas en el patio de la granja—. ¡Transformado en drow! —Roddy lo miró
furioso y Paloma también miró al enano en una muda petición para que se callara. Fret
malinterpretó la mirada de la vigilante y, pensando que era de asombro ante su poder de
deducción, añadió orgulloso—: Eso explica los dos juegos de huellas. Las primeras,
más pesadas, correspondían al bar...
—¿Y qué dices de la criatura del barranco? —le preguntó Darda a Paloma, al
comprender que la vigilante deseaba que Fret se callara—. ¿Crees que sus heridas
también las hizo una cimitarra curva?
—Quizás algunas —respondió Paloma tras una breve pausa, al tiempo que
agradecía la intervención de Darda con una disimulada inclinación de cabeza—.
Aunque todo parece indicar que al barje lo mató la pantera. —Miró directamente a
Roddy—. El felino que usted dice que el drow tiene de mascota.
—¡El drow mató a la familia Thistledown! —insistió Roddy, descargando un
puntapié contra el barje muerto.
Había perdido un perro y una oreja a manos del elfo oscuro y no aceptaría
ninguna conclusión que disminuyera las posibilidades de cobrar las dos mil monedas de
oro prometidas por el alcalde.
Una llamada desde el exterior de la cueva acabó con la discusión, cosa que
complació tanto a Paloma como a Roddy. Después de guiar al grupo hasta la
madriguera, Kellindil había vuelto a salir para seguir otras pistas que había descubierto.
—La huella de una bota —explicó el elfo cuando salieron los demás, señalando
una pequeña mancha de musgo aplastada—. Y aquí —añadió. Esta vez les indicó los
raspones en la piedra—. Creo que el drow se acercó al borde. Y después saltó, quizá
detrás del barje y la pantera, aunque esto último sólo es una suposición.
Paloma y Darda, e incluso Roddy, estuvieron de acuerdo con la suposición de
Kellindil en cuanto acabaron de estudiar las pistas.
—Tendríamos que volver a bajar —sugirió Paloma—. Quizás encontremos un
sendero más allá del fondo rocoso que nos lleve a conseguir respuestas más claras.
Roddy se rascó las costras de la cabeza y dirigió a Paloma una mirada desdeñosa
que reveló sus emociones. A Roddy no le interesaban en lo más mínimo las «respuestas
más claras» prometidas por la vigilante porque hacía tiempo que había llegado a las
conclusiones que le interesaban. Por encima de todo, estaba resuelto a regresar a
Maldobar con la cabeza del elfo oscuro.
Paloma Garra de Halcón no tenía tan clara la identidad del asesino. Para la
vigilante y sus compañeros todavía quedaban muchas preguntas sin contestar. ¿Por qué
el drow no había matado a los niños cuando se encontraron por primera vez en las
montañas? Si el relato de Connor al alcalde era verdad, ¿por qué el drow le había
devuelto al muchacho la espada? Paloma estaba convencida de que el barje, y no el
drow, había asesinado a la familia Thistledown, pero entonces ¿por qué el drow había
ido a la guarida de los barjes?
¿Había estado el drow en complicidad con los barjes, una unión que no había
tardado en romperse? Todavía más desconcertante para Paloma —cuyo credo era
defender a los civiles en la interminable guerra entre las razas buenas y los monstruos—
era pensar que el drow había buscado al barje para vengar la muerte de los granjeros. La
vigilante sospechaba que esto último era verdad, pero no podía entender los motivos del
drow. ¿Acaso el barje, al matar a la familia, había alertado a los pobladores de
Maldobar, y como consecuencia estropeado la incursión de los drows?
Una vez más las piezas no encajaban. Si los elfos oscuros planeaban una
incursión contra Maldobar, desde luego que ninguno de ellos se hubiera dejado ver
antes de hora. Algo en el interior de Paloma le dijo que el drow había actuado a solas,
que había venido a vengar la muerte de los granjeros. Rechazó la idea como un truco de
su propio optimismo y se recordó a sí misma que los elfos oscuros no eran conocidos
precisamente por sus buenas acciones.
Cuando los cinco llegaron al final del angosto sendero y estuvieron a la vista del
cadáver del monstruo, Gabriel ya había encontrado el rastro, que se encaminaba hacia
las montañas. Se veían dos juegos de huellas, las del drow y otras más frescas que
pertenecían a otra criatura bípeda gigante, probablemente un tercer barje.
—¿Qué le habrá pasado a la pantera? —preguntó Fret, un tanto abrumado por su
primera campaña en muchos años.
Paloma soltó una carcajada y sacudió la cabeza sin saber qué responder. Cada
respuesta parecía provocar una multitud de nuevas preguntas.
Guenhwyvar regresó a donde estaba Drizzt poco después del alba. El drow
sacudió la cabeza, casi sin sorprenderse al ver la flecha que sobresalía en el flanco de la
pantera. A regañadientes, aunque convencido de que era lo más conveniente, cogió la
daga del trasgo y ensanchó la herida para quitar el dardo.
La pantera gimió suavemente durante la operación pero permaneció quieta sin
ofrecer resistencia. Después, y a pesar de que quería mantener a Guenhwyvar a su lado,
Drizzt la envió de regreso a su casa astral, donde la herida cicatrizaría más deprisa. La
flecha le había informado al drow de todo lo que necesitaba saber sobre los
perseguidores, y no dudaba que muy pronto volvería a necesitar a la pantera. Trepó
hasta un saliente rocoso y vigiló los senderos inferiores, atento a la presencia del
enemigo.
Desde luego, no vio nada porque, incluso herida, Guenhwyvar había dejado muy
atrás a los perseguidores y, para cualquier hombre o criatura parecida, el campamento se
encontraba a muchas horas de viaje.
Pero Drizzt sabía que se presentarían y lo forzarían a otra batalla que no quería
librar. El joven estudió el terreno, y pensó en las trampas que podía montar, las ventajas
que podía conseguir cuando llegara el momento de desenvainar las armas.
Los recuerdos del último encuentro con los humanos, el hombre con los perros y
los campesinos, alteraron bruscamente los pensamientos de Drizzt. En aquella ocasión,
la batalla había sido provocada por la incapacidad de comunicarse, una barrera que
Drizzt comenzaba a considerar insuperable. Entonces no había deseado combatir contra
los humanos y tampoco lo deseaba ahora, a pesar de la herida de Guenhwyvar.
El sol ascendía en el firmamento y el drow herido, si bien había descansado toda
la noche, quería encontrar un agujero oscuro y cómodo. Pero Drizzt no podía permitirse
ninguna demora si pretendía huir de la batalla.
—¿Hasta dónde me seguiréis? —susurró Drizzt en la brisa de la mañana. En un
tono sombrío y decidido, añadió—: Ya lo veremos.
10
—La pantera encontró al drow —afirmó Paloma después de que ella y sus
compañeros acabaron de inspeccionar el terreno cerca del montículo rocoso. La flecha
de Kellindil yacía rota en el suelo, más o menos en el mismo lugar donde acababan las
huellas del animal—. Luego la pantera desapareció.
—Es lo que parece —asintió Gabriel, rascándose la cabeza mientras estudiaba el
confuso rastro.
—¡Un gato del infierno! —gruñó McGristle—. ¡Ha regresado a su inmunda
guarida!
Fret estuvo a punto de preguntarle si se refería a su propia casa, pero optó
prudentemente por no hacer ningún comentario sarcástico.
También los otros dejaron pasar la afirmación del montañés. No tenían
respuestas a este enigma, y la opinión de Roddy era tan buena como la de los demás. La
pantera herida y el rastro de sangre fresca habían desaparecido, pero el perro de Roddy
no tardó en descubrir el olor de Drizzt. El animal los guió, y Paloma y Kellindil, los dos
rastreadores expertos, encontraron más indicios que les confirmaron la dirección.
El rastro seguía la ladera de la montaña, bajaba entre una zona boscosa muy
densa, continuaba por una extensión pedregosa y acababa bruscamente en otra
quebrada. El perro de Roddy se acercó hasta el borde e incluso bajó hasta el primer
repecho del traicionero descenso.
—Maldita sea la magia drow —exclamó Roddy.
Miró alrededor y descargó un puñetazo contra la cadera, al comprobar que
tardaría muchas horas en bajar por la pared casi vertical.
—El día se acaba —dijo Paloma—. Acamparemos aquí y buscaremos el camino
de bajada por la mañana.
Gabriel y Fret se mostraron de acuerdo, pero el cazarrecompensas se opuso
rotundamente.
—El rastro está fresco —afirmó el montañés—. Tenemos que llevar al perro
hasta abajo y seguirlo un poco, antes de pensar en dormir.
—Nos llevará horas... —comenzó a protestar Fret, que se interrumpió ante la
intervención de Paloma.
—Vamos —dijo la vigilante, y echó a andar hacia el oeste, donde el suelo
comenzaba un declive bastante fuerte pero permitía el descenso sin tantas dificultades.
Aunque Paloma no compartía el razonamiento de Roddy, no quería más
discusiones con el representante de Maldobar.
En el fondo de la quebrada sólo se encontraron con más enigmas. Roddy envió
al perro en todas direcciones en un esfuerzo inútil, porque no había más rastros del
escurridizo drow. Después de mucho pensar, Paloma descubrió la verdad y su sonrisa
fue explicación suficiente para sus compañeros veteranos.
—¡Nos ha burlado! —afirmó Gabriel con una carcajada, adivinando el motivo
de la sonrisa de Paloma—. Nos llevó hasta el borde de la quebrada a sabiendas de que
llegaríamos a la conclusión de que había empleado la magia para descender hasta el
fondo.
—¿De qué hablan? —preguntó Roddy furioso, pese a que él también
comprendía perfectamente lo que había ocurrido.
—¿Queréis decir que tendremos que volver a subir? —preguntó Fret, con un
tono lastimero.
Al escucharlo, Paloma no pudo menos que echarse a reír, pero se controló de
inmediato.
—Sí —contestó con la mirada puesta en Roddy—. Por la mañana.
Esta vez el montañés no puso más pegas.
Cuando asomó el sol a la mañana siguiente, el grupo ya se encontraba de regreso
en la cima de la quebrada y el perro de Roddy había recuperado el rastro del drow, que
volvía sobre el sendero hacia el montículo donde comenzaba. Había sido un truco muy
sencillo, aunque había una pregunta que desconcertaba a los perseguidores: ¿cómo se
las había ingeniado el elfo oscuro para apartarse del rastro hasta el extremo de engañar
al sabueso? Cuando llegaron a la zona boscosa, Paloma encontró la respuesta.
La vigilante le hizo una seña a Kellindil, que en aquel momento se despojaba de
la pesada mochila. El ágil elfo escogió una de las ramas flexibles que casi tocaban el
suelo y trepó por ella hasta llegar a la copa. Una vez allí buscó las rutas que podía haber
seguido el drow. Las ramas de muchos árboles se entrelazaban, y las opciones eran
muchas, pero al cabo de unos minutos Kellindil guió correctamente a Roddy y al perro
hasta el nuevo rastro, que se apartaba del bosque y bajaba en una curva por la ladera en
dirección a Maldobar.
—¡Se dirige al pueblo! —exclamó Fret angustiado.
Los demás no compartieron su preocupación.
—¡No al pueblo! —afirmó Roddy, demasiado intrigado para mostrarse furioso.
Como buen cazarrecompensas, siempre disfrutaba con un buen oponente, al menos
durante la cacería—. Va hacia el arroyo —explicó, convencido de que por fin había
comprendido el plan del drow—. Se dirige al arroyo, para seguirlo durante un tramo, y
después salir e internarse otra vez en la espesura.
—El drow es un adversario astuto —comentó Darda, que compartía las
conclusiones de Roddy.
—Y ahora nos lleva como mínimo un día de ventaja —acotó Gabriel.
En cuanto Fret dejó de rezongar, Paloma le ofreció al enano un poco de
esperanza.
—No temas —dijo Paloma—. A diferencia del drow, estamos bien provistos. En
algún momento tendrá que detenerse a cazar o a recolectar frutos, y nosotros en cambio
no tendremos retrasos.
—¡Dormiremos sólo cuando sea necesario! —intervino Roddy, poco dispuesto a
tolerar las demoras de los demás miembros del grupo—. ¡Y únicamente unas horas!
Fret volvió a suspirar desconsolado.
—Y comenzaremos a racionar las provisiones ahora mismo —añadió Paloma,
tanto para aplacar a Roddy como por considerarlo una medida prudente—. Ya nos
costará bastante acercarnos al drow. No quiero demoras.
—Racionamiento —murmuró Fret.
Suspiró y apoyó una mano sobre la barriga. ¡Cuánto deseaba poder estar de
regreso en su cómoda y limpia habitación en el castillo de Helm, en Sundabar!
—Perderá la ventaja con la luz del día —afirmó Paloma, esperanzada después de
varias horas de persecución inútil.
Se encontraban en el fondo de un valle rocoso, y el rastro del drow se perdía por
el lado más lejano en una pendiente muy empinada.
—¿Ventaja? —gimió Fret, a punto de desplomarse por el agotamiento. Miró la
siguiente ladera y sacudió la cabeza—. Moriremos de cansancio antes de dar con ese
maldito drow.
—¡Si no puede seguir, entonces abandone y deje de incordiar!—rugió Roddy—.
¡Esta vez no permitiremos que el drow se nos escape!
No había acabado el montañés de pronunciar estas palabras, cuando un nuevo
incidente los apartó de la búsqueda. De pronto una piedra cayó sobre el grupo, y golpeó
el hombro de Darda con tanta fuerza que arrancó al hombre del suelo y lo hizo volar por
los aires. Ni siquiera pudo gritar antes de caer de bruces en el polvo.
Paloma cogió a Fret y lo arrastró detrás de un peñasco cercano. Roddy y Gabriel
los imitaron. Otra piedra, y después varias más, cayeron a su alrededor.
—¿Una avalancha? —preguntó el enano aturdido cuando se recuperó de la
sorpresa.
Paloma, demasiado preocupada por el bienestar de Darda, no le respondió,
aunque sabía que no se trataba de una avalancha.
—Está vivo —le gritó Gabriel desde su refugio detrás de un peñasco, a una
docena de pasos de distancia.
Otra piedra se estrelló violentamente contra el suelo, muy cerca de la cabeza de
Darda.
—Maldita sea —murmuró Paloma. Asomó la cabeza por encima del peñasco, y
observó la ladera y los riscos cercanos a la base—. Ahora, Kellindil —musitó para sí
misma—. Consíguenos un poco de tiempo.
Como si hubiese escuchado la petición, se oyó el zumbido distante de la cuerda
del arco del elfo, seguido por un rugido furioso. Paloma y Gabriel cruzaron una mirada
y mostraron una sonrisa adusta.
—¡Gigantes de las piedras! —gritó Roddy, que había reconocido el timbre del
rugido.
Paloma se agazapó dispuesta a esperar, la espalda contra el peñasco y la mochila
abierta en la mano. No cayeron más proyectiles en su sector; en cambio, una lluvia de
rocas bombardeó la posición de Kellindil. Paloma corrió hasta donde estaba Darda y lo
ayudó a ponerse boca arriba con mucha suavidad.
—Duele —susurró Darda con una sonrisa forzada.
—No hables —contestó Paloma, mientras buscaba una botella de poción en la
mochila, pero se le acabó el tiempo.
Los gigantes, al verla al descubierto, reanudaron el ataque contra la zona baja.
—¡Volved a las rocas! —gritó Gabriel.
Paloma deslizó un brazo por debajo del hombro del herido para sostenerlo en la
difícil marcha de regreso hasta el refugio.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —chilló Fret, que los miraba ansioso con la espalda
apoyada en el peñasco.
Paloma se tiró de pronto sobre Darda y lo aplastó contra el suelo para esquivar
otra piedra que pasó a unos centímetros de sus cabezas.
Fret comenzó a morderse las uñas; entonces vio lo que hacía y se contuvo, con
una expresión de disgusto en el rostro.
—¡Deprisa! —repitió.
Otro proyectil cayó muy cerca.
Justo antes de que Paloma y Darda pudieran reunirse con Fret, una piedra golpeó
de lleno contra el peñasco. Fret, que estaba apoyado en la roca, salió despedido y pasó
por encima de los compañeros que se arrastraban. Paloma dejó a Darda a buen recaudo,
y después se volvió, convencida de que tendría que ir a socorrer al enano caído.
Pero Fret ya se había levantado y protestaba con gran vehemencia, más
preocupado por un nuevo agujero en el coleto que por cualquier herida.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Paloma.
—Pandilla de gigantes estúpidos y malolientes —fue lo único que respondió
Fret, mientras caminaba hacia el peñasco con aire enfadado, y sin dejar de abrir y cerrar
los puños contra las caderas.
Prosiguió el bombardeo por toda la zona. Entonces apareció Kellindil, que se
arrojó cuerpo a tierra en cuanto llegó al peñasco donde se protegían Roddy y el perro.
—Gigantes de las piedras —dijo el elfo—. Al menos una docena. Señaló un
risco en la mitad de la ladera.
—El drow nos ha metido en la trampa —afirmó Roddy, que descargó un
puñetazo de rabia contra el peñasco.
Kellindil no opinaba lo mismo, pero no dijo nada.
—¡Nos rodean! —gritó Roddy McGristle, al ver los grupos de gigantes que se
movían por los senderos en las alturas.
Paloma, Gabriel y Kellindil miraron a su alrededor y después los unos a los
otros, en busca de una manera de huir. Habían luchado muchas veces contra los gigantes
durante sus viajes, juntos y con otros grupos. En todas las ocasiones, se habían lanzado
al combate con el corazón alegre, dispuestos a aliviar al mundo de unos cuantos
monstruos indeseables. Esta vez, sin embargo, sospechaban que el resultado podía ser
diferente. Los gigantes de las piedras eran los mejores lanzadores de todos los Reinos, y
un solo impacto podía acabar con el más fuerte de los hombres. Además, Darda no
podía acompañarlos en la huida, y ninguno de los otros tenía intención de abandonarlo.
—Escapa, montañés —le dijo Kellindil a Roddy—. No nos debes nada.
—Yo no huyo, elfo —gruñó Roddy, que miró incrédulo al arquero—. Lidio mis
batallas hasta el final.
Kellindil asintió y tensó el arco.
—Si consiguen rodearnos, estamos perdidos —le explicó Paloma a Fret—. Te
pido perdón, querido Fret. No tendría que haberte sacado de tu casa.
Fret encogió los hombros. Metió una mano entre sus ropas y sacó un pequeño y
resistente martillo de plata. Paloma sonrió al ver el objeto; le resultaba muy extraño ver
un martillo en las suaves manos del enano, más habituadas a sostener la pluma.
—¡Los únicos que pueden alcanzarnos son los que tenemos delante!—gritó
Roddy al ver que una piedra lanzada desde el flanco derecho se quedaba muy corta del
objetivo—. Los de la derecha están demasiado lejos, y los de la izquierda...
Paloma comprendió la lógica del montañés y siguió su mirada hacia la densa
nube de polvo en el flanco izquierdo. Contempló atentamente la avalancha, y lo que
podía haber sido la silueta de un elfo encapuchado. Cuando se volvió para mirar a
Gabriel, descubrió que él también había visto al drow.
—Tenemos que irnos ahora mismo —le avisó Paloma al elfo.
Kellindil asintió y se asomó por un borde del peñasco que le servía de escudo
con el arco tenso.
—Deprisa —añadió Gabriel—, antes de que el grupo de la derecha vuelva a
ponerse a tiro.
El arco de Kellindil disparó una vez y después otra. Enfrente, un gigante aulló de
dolor.
—Quédate con Darda —le pidió Paloma a Fret, cuando ella, Gabriel y Roddy,
con el perro bien sujeto por la correa, abandonaron el refugio y corrieron a enfrentarse
con los gigantes.
Corrían de peñasco a peñasco en un zigzag violento, para evitar que los gigantes
previeran sus movimientos. Mientras tanto, Kellindil disparaba por encima de los
compañeros, y los gigantes estaban más ocupados en esquivar las flechas que en arrojar
piedras.
Profundas grietas marcaban las estribaciones de la montaña, grietas que ofrecían
protección pero que también separaban a los tres guerreros. Ninguno podía ver a los
gigantes, y seguían su camino lo mejor que podían.
Al pasar por una curva muy pronunciada entre dos paredes de piedra, Roddy
encontró a uno de los gigantes. En el acto el montañés soltó al perro, que cargó sin
miedo y dio un salto que casi le permitió alcanzar la cintura del monstruo de seis metros
de estatura.
Sorprendido por el súbito ataque, el gigante soltó el garrote, atrapó al perro en el
aire, y lo habría aplastado entre sus manos en un abrir y cerrar de ojos de no haber sido
porque Roddy descargó el hacha con todas sus fuerzas contra el muslo del enemigo. El
gigante soltó al perro, que escaló su cuerpo hasta llegar a la cabeza, donde comenzó a
morderlo en el rostro y en el cuello. En el suelo, Roddy no dejaba de dar hachazos
contra el gigante como quien tala un árbol.
A medida que llegaban a terreno abierto, Paloma y Gabriel pudieron verse otra
vez. Observaron movimientos delante de ellos, detrás de una pared de piedras de unos
cuatro metros de altura y otros quince de largo.
Un gigante asomó por encima de la pared, rugiendo furioso y con una piedra
entre las manos, alzada sobre la cabeza. El monstruo tenía varias flechas clavadas en el
cuello y la frente, pero no parecían preocuparlo.
El siguiente disparo de Kellindil sí tuvo un efecto fulminante. La flecha se
hundió en un codo del monstruo. El gigante aulló y se sujetó el brazo, al parecer sin
recordar la piedra, que cayó sobre su cabeza. El gigante permaneció inmóvil, atontado,
y otras dos flechas hicieron blanco en el rostro. Se tambaleó durante un momento y cayó
de bruces.
Paloma y Gabriel sonrieron satisfechos, compartiendo el aprecio por la puntería
del arquero elfo, y después continuaron la carrera, cada uno hacia un extremo de la
pared.
La vigilante pilló por sorpresa a uno de los gigantes en cuanto rodeó el muro. El
monstruo intentó coger el garrote, pero la espada de Paloma fue más rápida y le cortó la
mano. Los gigantes de las piedras eran enemigos formidables, con puños que podían
aplastar a una persona y la piel tan dura como la roca. Pero herido, atacado por sorpresa
y sin el garrote, el gigante no era rival para Paloma, que se encaramó en la pared para
colocarse a la altura de la cabeza y puso la espada a trabajar.
Con dos estocadas dejó ciego al gigante. La tercera, un golpe horizontal, abrió
un tajo en la garganta del monstruo. Entonces la vigilante se puso a la defensiva y
esquivó fácilmente los últimos golpes desesperados del gigante moribundo.
Gabriel no tuvo la misma suerte que su compañera. El último gigante no estaba
tan cerca de la pared y, aunque la aparición del humano lo sorprendió, tuvo tiempo
suficiente —y una piedra en la mano— para reaccionar.
El hombre levantó la espada para desviar el proyectil, y esto le salvó la vida. La
piedra arrancó el arma de la mano del guerrero y lo hizo caer al suelo. Gabriel era un
veterano, y la razón por la que todavía sobrevivía después de tantas batallas era que
sabía cuándo tocaban a retirada. Se levantó, a pesar del intenso dolor, y echó a correr
hacia el otro lado de la pared.
El gigante, garrote en mano, fue tras él. Una flecha recibió al gigante en cuanto
apareció en campo abierto, pero éste no le hizo más caso que a la picadura de un
mosquito y continuó la persecución.
Gabriel no tardó en encontrarse sin espacio. Intentó llegar a las grietas, pero el
gigante le impidió el paso y lo encajonó en un pequeño cañón formado por los peñascos.
El guerrero desenvainó la daga y maldijo su mala suerte.
En estos momentos Paloma ya había acabado con su enemigo, Y advirtió el
grave peligro que corría su compañero.
Gabriel también vio a la vigilante y encogió los hombros, casi como una
disculpa, consciente de que Paloma no podía llegar a tiempo para salvarlo.
El furioso gigante avanzó con el garrote en alto, dispuesto a acabar con el
hombre. En aquel instante se oyó un golpe muy sonoro y el monstruo se detuvo
bruscamente. Permaneció boquiabierto un par de segundos, y después se derrumbó a los
pies de Gabriel, fulminado.
El guerrero miró a un lado, hacia lo alto de la pared de peñascos, y a punto
estuvo de soltar la carcajada.
El martillo de Fret no era un arma muy grande —la cabeza no medía más de
cinco centímetros— pero era muy sólida, y de un solo golpe el enano había hendido el
grueso cráneo del gigante.
Paloma se acercó con la espada envainada, sin entender lo ocurrido.
Al mirar las expresiones de sorpresa en los rostros de los compañeros, Fret no
ocultó el disgusto.
—¡Después de todo, soy un enano! —les gritó, mientras se cruzaba de brazos
furioso.
El movimiento puso en contacto el martillo sucio de sesos con el coleto de Fret,
y la arrogancia del enano se convirtió en un ataque de pánico. Mojó con saliva los
regordetes dedos, frotó la mancha, y entonces mostró un horror todavía más grande al
ver la materia gelatinosa enganchada en la mano. Paloma y Gabriel se echaron a reír.
—¡Ya puedes hacerte a la idea de que pagarás un coleto nuevo! —exclamó el
enano—. ¡Y no pienses que te librarás!
Un grito en la distancia los apartó de su alivio momentáneo. Los cuatro gigantes
que quedaban, al ver que un grupo de compañeros había sido sepultado por una
avalancha y el otro abatido por los humanos, habían perdido todo interés en el ataque y
ahora emprendían la fuga.
Detrás de ellos corrían Roddy McGristle y el sabueso.
Para todos los pueblos del mundo, no hay nada tan fuera de su alcance, y al
mismo tiempo tan profundamente personal y dominante, como el concepto de «Dios».
La experiencia en mi país natal me enseñó muy poco sobre estos seres sobrenaturales,
más allá de las influencias de la malvada deidad drow, la reina araña, Lloth.
Después de presenciar los estragos de las obras de Lloth, no me apresuré a
abrazar el concepto de ningún dios, de cualquier ser que pudiese dictar los códigos de
conducta y los preceptos de toda una sociedad. ¿Acaso la moral no es una fuerza
interior? Y, si lo es, ¿los principios han de ser dictados o sentidos?
A esto sigue la pregunta sobre los propios dioses: ¿son estas entidades seres
reales, o son la manifestación de creencias compartidas? ¿Los elfos oscuros son
malvados porque siguen los preceptos de la reina araña, o es Lloth la culminación de la
conducta malvada inherente a los drows?
De la misma manera, cuando los bárbaros del valle del Viento Helado cargan a
través de la tundra camino de la guerra, gritando el nombre de Tempus, señor de las
batallas, ¿siguen los preceptos de Tempus, o es Tempus sencillamente el nombre
idealizado que dan a sus acciones?
No sé la respuesta, y he llegado a comprender que tampoco la saben los demás,
no importa lo mucho que griten lo contrario, especialmente los sacerdotes de algunos
dioses. Al final, para gran pena del predicador, la elección de un dios es exclusivamente
personal, y esta elección está de acuerdo con el código de principios de cada uno. Un
misionero puede coaccionar y engañar a los futuros discípulos, pero ningún ser racional
puede honestamente seguir las órdenes de cualquier figura divina si dichas órdenes van
en contra de sus propios principios. Ni yo, Drizzt Do'Urden, ni mi padre, Zaknafein,
podríamos haber sido nunca discípulos de la reina araña. Y Wulfgar del valle del Viento
Helado, mi amigo de los últimos años, aunque puede invocar al dios de la batalla,
tampoco complace a esta entidad llamada Tempus excepto en aquellas ocasiones en que
utiliza su poderosa maza de combate.
Los dioses de los Reinos son muchos y diversos, o tal vez los muchos y
diversos nombres e identidades correspondan a un mismo ser.
No lo sé ni me importa.
DRIZZT DO'URDEN
11
Invierno
El búho voló silencioso entre las brisas invisibles, ascendiendo con la bruma del
río por la pared opuesta a la cueva de Drizzt. El pájaro voló a través de la noche hasta
un espeso bosque en la ladera de una montaña, y se posó en un puente de cuerdas
construido entre las ramas más altas de tres de los árboles. Después de unos momentos
dedicados a alisarse el plumaje, el búho hizo sonar una campanita de plata, sujeta al
puente para estas ocasiones. Al cabo de un segundo, el pájaro tocó otra vez la campana.
—Ya voy —dijo una voz desde más abajo—. Paciencia, Sirena. ¡Deja que un
ciego camine al paso que más le acomode!
Como si hubiese entendido, y disfrutara del juego, el búho repitió el toque.
Un anciano con un enorme e hirsuto mostacho gris y los ojos blancos apareció
en el puente. Avanzó con toda seguridad por los troncos del puente en dirección al
pájaro. Montolio era un antiguo vigilante de mucho renombre, que ahora vivía sus
últimos años —por propia elección— recluido en las montañas y rodeado por las
criaturas a las que más quería (no consideraba entre ellas a los humanos, elfos, enanos,
ni a ninguna de las otras razas inteligentes). A pesar de su considerable edad, Montolio
se conservaba ágil y atlético, aunque el paso de los años se había dejado sentir, y el
ermitaño tenía una mano retorcida hasta el punto de que se parecía a la garra de un ave.
—Paciencia, Sirena —repitió varias veces.
Cualquiera que lo hubiese visto cruzar el peligroso puente no habría imaginado
que era ciego, y aquellos que lo conocían tampoco lo habrían descrito como tal. En
cambio, quizás habrían dicho que los ojos no le funcionaban aunque se habrían
apresurado a añadir que no los necesitaba. Con sus habilidades y conocimientos, y la
ayuda de sus muchos amigos animales, el viejo vigilante podía «ver» mucho más del
mundo que la mayoría de las personas con vista.
Montolio extendió un brazo, y el gran búho se posó sobre él y aseguró las garras
en la gruesa manga de cuero.
—¿Has visto al drow? —preguntó Montolio.
El búho respondió con un «¡uuuuuh!» y después emitió una complicada serie de
sonidos. Montolio escuchó con gran atención sin perderse ni un solo detalle. Con la
ayuda de los amigos, y en especial la del búho parlanchín, el vigilante había seguido los
movimientos del drow durante varios días, curioso por saber las razones por las que un
elfo oscuro había entrado en el valle. Al principio, Montolio había pensado que el drow
podía tener alguna relación con Graul, el jefe de los orcos de la región; pero a medida
que pasaba el tiempo, el vigilante fue cambiando de parecer.
—Una buena señal —comentó Montolio cuando el búho le aseguró que el drow
no había mantenido ningún contacto con las tribus de orcos.
¡Graul ya era una pesadilla y sólo le faltaba recibir la ayuda de un aliado tan
poderoso como un elfo oscuro!
Aun así, el vigilante no podía entender por qué los orcos no habían ido a
buscarlo. Probablemente no lo habían visto; el drow se había tomado muchas molestias
para pasar inadvertido, no había encendido fuego (hasta esta noche) y sólo salía con el
anochecer, aunque Montolio llegó a la conclusión, después de pensar un poco más, que
los orcos habían visto al drow pero no tenían coraje para establecer contacto.
En cualquier caso, todo el episodio proporcionaba una distracción que complacía
al vigilante mientras se ocupaba de las tareas habituales de preparar la casa para el
invierno. No temía la aparición del drow —Montolio no le tenía miedo a nada— y, si el
drow y los orcos no eran aliados, el conflicto podía ser digno de verse.
—Ya puedes irte —le dijo al búho, que rezongaba—. ¡Ve y caza unos cuantos
ratones! —El búho remontó el vuelo al instante, dio una vuelta por encima del puente, y
desapareció en la noche—. ¡Ten cuidado de no comerte ninguno de los que vigilan al
drow! —añadió Montolio, con una carcajada.
Sacudió la gran melena gris, regresó a la escalera al final del puente. Juró,
mientras descendía, que no tardaría en ceñirse la espada a la cintura y descubrir qué
buscaba el drow en esta región.
El vigilante era muy dado a hacerse estas promesas.
Los avisos del otoño cedieron paso rápidamente al terrible invierno. Drizzt no
había tardado en comprender el significado de las nubes grises, pero cuando estalló la
tormenta, esta vez en forma de nieve en lugar de lluvia, el drow se quedó boquiabierto.
Había visto el blanco en la cumbre de las montañas, aunque nunca había subido hasta
allí, y había pensado que sólo era la coloración de las rocas. Ahora contemplaba la caída
de los copos blancos en el valle; desaparecían en el torrente y se amontonaban en las
piedras.
A medida que aumentaba el espesor de la nieve y las nubes bajaban de altura,
Drizzt comprendió que debía actuar deprisa, y se apresuró a llamar a Guenhwyvar.
—Tenemos que buscar un refugio más adecuado —le explicó a la cansada
pantera, que sólo había podido estar un día en su casa astral—. Y debemos abastecerlo
con madera para las hogueras.
Había muchas cuevas en la pared a este lado del río. Drizzt encontró una, no
sólo profunda y oscura sino también protegida del viento por un risco bastante alto.
Entró y se detuvo para permitir que los ojos se habituaran a la oscuridad después de
soportar el fuerte resplandor de la nieve.
El suelo de la cueva era irregular y el techo no muy alto. Había un montón de
piedras grandes dispersas, y en un extremo, cerca de una de éstas, Drizzt observó una
sombra más oscura, que indicaba una segunda cámara. Dejó la brazada de leña y se
dirigió hacia allí; de pronto, Guenhwyvar y él se detuvieron al presentir otra presencia.
Drizzt desenvainó la cimitarra, se ocultó detrás del peñasco, y espió el interior
de la otra cámara. Con la infravisión no le fue difícil ver al otro habitante de la cueva,
una bola caliente mucho más grande que el drow. Drizzt supo de inmediato quién era,
aunque no tenía un nombre para él. Había visto a la criatura desde lejos en repetidas
ocasiones, la había observado mientras, con mucha maña —y una velocidad
sorprendente, dado el tamaño—, pescaba en el río.
En cualquier caso le daba igual no saber el nombre. No tenía ningún interés en
luchar contra él para ocupar la cueva; había muchas más en la zona, más fáciles de
conseguir.
El gran oso pardo, en cambio, parecía tener otras ideas. El animal se despertó
bruscamente, se irguió sobre las patas traseras, y exhibió las garras mientras su
poderoso rugido resonaba como un trueno en la caverna.
Guenhwyvar, la entidad astral de la pantera, conocía al oso como un enemigo
ancestral, una criatura que los felinos sensatos trataban de evitar. Sin embargo, en esta
ocasión la valiente pantera se colocó delante de Drizzt, dispuesta a enfrentarse con el
oso para que su amo tuviera tiempo de huir.
—¡No, Guenhwyvar! —le ordenó Drizzt, y sujetó a la pantera para ponerse él
otra vez delante.
El oso, otro de los muchos amigos de Montolio, no hizo ningún movimiento de
ataque, sino que mantuvo la posición con fiereza, enfadado por la interrupción del sueño
invernal.
Drizzt notó una sensación que no podía explicar; no una amistad hacia el oso,
sino una extraña comprensión del punto de vista de la criatura. Se trató a sí mismo de
tonto cuando envainó la cimitarra, pero tampoco podía negar la empatía, casi como si
estuviese viendo la situación a través de los ojos del animal.
Con cautela, Drizzt se acercó para mirar al oso atentamente. El animal pareció
casi sorprendido y entonces, poco a poco, bajó las garras y la mueca feroz fue
reemplazada por una expresión que el elfo comprendió como de curiosidad.
Drizzt metió una mano en la bolsa y sacó el pescado que tenía reservado para la
cena. Se lo arrojó al oso, que lo olió una vez y después se lo engulló casi sin masticarlo.
Transcurrió otro largo momento de estudio, pero la tensión había desaparecido.
El oso eructó una vez, volvió a tenderse en el suelo, y al cabo de un par de minutos
roncaba satisfecho.
Drizzt miró a Guenhwyvar y encogió los hombros, sin saber cómo explicar la
comunicación tan profunda con el animal. Por su parte, la pantera parecía haber
comprendido las connotaciones del cambio porque la piel ya no se veía erizada.
Durante el resto del tiempo que Drizzt pasó en aquella cueva, nunca dejó de
poner algo de comida junto al oso dormido, cada vez que podía hacerlo. En ocasiones,
especialmente si Drizzt había dejado pescado, el oso lo olía y se despertaba el tiempo
suficiente para comérselo. Pero la mayoría de las veces, el animal no hacía caso y
continuaba dormido soñando con miel, frutas, osas, todo aquello con lo que sueñan los
osos.
Conoce a tu enemigo
El viento soplaba frío en la cumbre de la pared del valle y la nieve era más
profunda, pero a Drizzt no le importaba. Ante su mirada se extendían grandes zonas
boscosas, que oscurecían los valles montañosos y lo invitaban, después de pasar el
invierno encerrado en una cueva, a que los explorara.
Había caminado casi un kilómetro cuando advirtió que lo seguían. No había
visto a nadie, excepto quizás una sombra fugaz con el rabillo del ojo, pero los instintos
guerreros advirtieron a Drizzt que se trataba de algo real. Subió por una cuesta
empinada, buscó la protección de un grupo de árboles muy altos y corrió hasta la cresta.
Una vez allí, se ocultó detrás de un peñasco y esperó.
Siete siluetas oscuras, seis humanas y una canina, salieron de los árboles, y
siguieron el rastro lenta y metódicamente. A tanta distancia, Drizzt no podía distinguir
la raza, aunque sospechaba que debían de ser humanos. Miró a su alrededor, en busca de
un buen camino para la retirada, o un sector fácilmente defendible.
Drizzt casi no se dio cuenta de que tenía la cimitarra en una mano y la daga en la
otra. Cuando advirtió que empuñaba las armas, y que el grupo de perseguidores estaba
muy cerca, pensó en lo que debía hacer.
Podía enfrentarse a ellos aquí y ahora, atacándolos mientras escalaban los
últimos metros de la resbaladiza y traicionera pendiente.
—No —gruñó Drizzt, descartando la posibilidad de un ataque.
No dudaba de la victoria. En cambio, lo preocupaba el hecho de que después
tendría que soportar el remordimiento y la culpa por la batalla. El drow no quería ni le
interesaba tener ningún tipo de contacto. Ya se sentía bastante culpable.
Oyó las voces de los perseguidores, sonidos guturales parecidos a los del idioma
goblin.
—Orcos —musitó, al relacionar el lenguaje con la silueta casi humana de las
criaturas.
Saber qué eran no cambió la decisión del elfo oscuro. Drizzt no sentía ningún
aprecio por los orcos —los había conocido muy bien en los años pasados en
Menzoberranzan—, pero tampoco tenía ningún motivo ni justificación para luchar
contra la banda.
Dio media vuelta, escogió un sendero y se perdió en la oscuridad.
Los perseguidores no desistieron.
Se encontraban demasiado cerca, y Drizzt no podía despistarlos. Pensó que
acabaría por tener problemas. Si los orcos eran hostiles —y, a juzgar por los gritos y los
gruñidos, éste era el caso—, entonces había desperdiciado la oportunidad de luchar en
terreno favorable. La luna se había puesto hacía rato y el cielo mostraba el tono azul que
anunciaba el alba. A los orcos no les gustaba la luz, aunque esto no resultaba una
ventaja importante porque el resplandor de la nieve también lo afectaba a él.
Empecinado, el drow no hizo caso a la opción del combate y trató de dejar atrás
a los perseguidores, retrocediendo otra vez hacia el valle. Aquí Drizzt cometió el
segundo error, porque otra banda de orcos, éstos acompañados por un lobo y alguien
mucho más grande, un gigante de las rocas, lo esperaban.
El sendero era bastante llano, limitado a la izquierda por una pendiente casi
vertical y por la derecha por una pared prácticamente inescalable. Drizzt sabía que los
perseguidores no tendrían ninguna dificultad en seguirlo por este único camino, y
comprendió que dependía exclusivamente de la velocidad. Tenía que llegar a la cueva
antes de la salida del sol.
Un gruñido fue el único aviso antes de que un worg, un enorme lobo con la piel
como cerdas, saltara al camino para cerrarle el paso. El worg se le echó encima, las
fauces abiertas en busca de la cabeza. Drizzt se agachó por debajo del animal y descargó
un golpe que abrió una segunda boca en el cuello de la bestia. El worg cayó detrás del
drow, ahogado en la propia sangre.
Drizzt se giró para asestarle otro mandoble cuando aparecieron los seis orcos
armados con lanzas y garrotes. El drow se dispuso a huir y entonces volvió a agacharse,
justo a tiempo para evitar que una piedra enorme le arrancara la cabeza.
Sin detenerse a pensar, Drizzt creó un globo de oscuridad a su alrededor.
Los cuatro orcos que iban a la cabeza se metieron en el globo sin darse cuenta.
Los otros dos consiguieron detener la carrera y esperaron inquietos, con las lanzas
preparadas. No podían ver lo que ocurría en el interior de la oscuridad mágica, aunque
por el ruido de los garrotazos y el chasquido metálico de las espadas parecía como si allí
dentro se enfrentaran dos ejércitos completos. Entonces otro sonido surgió de las
sombras: el rugido de un felino.
Los dos orcos retrocedieron, sin dejar de mirar por encima del hombro, mientras
deseaban que el gigante de las piedras se apresurara a venir a socorrerlos. Uno de los
camaradas, y después otro, salieron de la oscuridad, gritando aterrorizados. El primero
pasó como una exhalación junto a los compañeros, el segundo no lo consiguió.
Guenhwyvar saltó sobre el orco y acabó con él en un instante. A continuación,
casi sin solución de continuidad, abatió a uno de los dos que esperaban sin darle tiempo
a escapar. Los que quedaban fuera del globo se dispersaron en un intento inútil por
escalar la pendiente. La pantera remató a la segunda víctima y fue a perseguir a los
otros.
Drizzt apareció por el otro lado del globo, sin un solo rasguño, con la cimitarra y
la daga tintas con sangre de orco. El gigante de las piedras, enorme, de hombros
cuadrados y piernas como troncos, se enfrentó a él. El drow no vaciló. Se encaramó a un
peñasco y lo utilizó de trampolín para saltar con la cimitarra por delante contra el
monstruo.
La agilidad y la rapidez del joven sorprendieron al gigante, que no tuvo tiempo
para esgrimir el garrote o levantar una mano. Pero esta vez la suerte no acompañó al
drow. La cimitarra, fortalecida con la magia de la Antípoda Oscura, había pasado
demasiadas horas expuesta a la luz del sol. Golpeó contra la piel dura como una roca del
gigante de cuatro metros y medio de estatura, se dobló por la mitad y se quebró en la
empuñadura.
Drizzt se echó atrás, traicionado por primera vez por su arma más apreciada.
El gigante lanzó un aullido y levantó el garrote, con una sonrisa cruel que
mantuvo hasta que una forma oscura pasó por encima de la presunta víctima y le clavó
en el pecho cuatro garras formidables.
Guenhwyvar había salvado una vez más a Drizzt, pero no era tarea fácil derrotar
a un gigante, que comenzó a dar garrotazos y a sacudirse hasta que la pantera voló por
los aires. El felino tuvo la mala suerte de aterrizar en la pendiente y, al intentar saltar
para reanudar el ataque, resbaló en la nieve. Guenhwyvar rodó un gran trecho y, cuando
finalmente consiguió frenar la caída, ya estaba demasiado lejos para ayudar al drow.
Esta vez el gigante no sonreía. La sangre manaba de la docena de heridas
profundas que le cruzaban el pecho y el rostro. A sus espaldas, el otro grupo de orcos,
guiados por el segundo worg, se acercaba a la carrera.
Como cualquier otro guerrero al verse superado en número, el elfo oscuro dio
media vuelta y echó a correr.
Si los dos orcos que habían escapado de la pantera hubiesen regresado sobre sus
pasos, podrían haber cogido al drow. Pero los orcos nunca se habían destacado por la
valentía, y aquellos dos ya habían pasado la cumbre y todavía corrían, sin mirar atrás.
Drizzt avanzó por el sendero en busca de algún lugar que le permitiera bajar la
pendiente y reunirse con la pantera. No había ninguno por el cual pudiera descender
deprisa, porque no dudaba que tendría que soportar la lluvia de piedras lanzadas por el
gigante. Trepar la ladera tampoco prometía mucho con el monstruo tan cerca, así que el
drow siguió corriendo, con la esperanza de que el sendero no se acabara muy pronto.
Entonces el sol asomó por el horizonte: otro problema —uno entre muchos—
para el drow acosado.
Consciente de que la fortuna le había vuelto la espalda, Drizzt comprendió, aun
antes de rodear el siguiente recodo, que había llegado al final del trayecto. Un
deslizamiento había cubierto el camino hacía años. El drow se detuvo en seco y se
despojó de la mochila; ya casi no le quedaba tiempo.
La banda guiada por el worg alcanzó al gigante y, mutuamente envalentonados,
reanudaron juntos la persecución, con el malvado worg a la cabeza.
La bestia pasó a la carrera una curva muy cerrada, tropezó e intentó detenerse
cuando vio que tenía la pata metida en un lazo. Los worgs no eran criaturas estúpidas,
pero éste no advirtió las consecuencias de la trampa cuando el drow empujó el peñasco
a la pendiente. El worg no se preocupó hasta que la cuerda se puso tensa y la piedra lo
hizo caer al vacío.
La sencilla trampa había funcionado a la perfección; sin embargo, era toda la
ventaja que había conseguido Drizzt. A sus espaldas, el deslizamiento le cerraba el paso,
a los lados sólo podía elegir entre el precipicio y la ladera casi vertical. Cuando los
orcos y el gigante aparecieron, con una cierta precaución después de presenciar el vuelo
del worg, Drizzt los esperaba con la daga como única arma.
El drow intentó parlamentar, utilizando la lengua goblin, pero los orcos no
estaban dispuestos a escuchar. Antes de que la primera palabra saliera de la boca de
Drizzt, uno de ellos arrojó la lanza.
El arma era una sombra que volaba hacia el drow, cegado por el sol. No
obstante, la había lanzado una mano torpe y seguía una trayectoria curva. Drizzt la
esquivó sin problemas y devolvió el tiro con la daga. Aunque el orco podía ver mejor
que el drow, era mucho más lento. Recibió la daga en la garganta. Con un gemido ronco
cayó al suelo, y el compañero más cercano se apresuró a sujetar el arma por el mango y
retirarla de la herida, no para salvarlo sino para hacerse con una daga tan buena.
Drizzt recogió la lanza y se plantó en medio del camino dispuesto a enfrentarse
con el gigante.
De pronto un búho sobrevoló al gigante y ululó, pero ello no distrajo al
monstruo. Un segundo más tarde, el enorme corpachón se sacudió por el impacto de una
flecha en la espalda.
Drizzt vio el astil de la flecha con las aletas de plumas negras cuando el gigante
se volvió furioso. El drow no perdió tiempo en averiguar de dónde había llegado la
ayuda inesperada, y clavó la lanza en la espalda del rival con todas sus fuerzas.
El gigante se habría vuelto para responderle, pero el búho se aproximó otra vez
y, en cuanto ululó, una segunda flecha se hundió en el pecho del gigante. Una tercera
llamada, y otra flecha hizo diana.
Los boquiabiertos orcos buscaron ansiosos al agresor invisible, aunque sin éxito,
porque el brillo cegador de la nieve dificultaba la visión de las bestias nocturnas. El
gigante, con el corazón atravesado, permaneció erguido con la mirada extraviada, sin
darse cuenta de que su vida había acabado. El drow volvió a hundirle la lanza en la
espalda, y el monstruo cayó de bruces.
Los orcos se miraron los unos a los otros y a su alrededor, preocupados por
descubrir la mejor vía para escapar.
El extraño búho bajó otra vez para situarse por encima de un orco, y soltó el
peculiar aullido. El orco, consciente de las consecuencias, sacudió los brazos y gritó
para espantarlo; una flecha lo silenció en el acto.
Los cuatro orcos restantes rompieron filas y escaparon, uno ladera arriba, otro
por el mismo camino por el que había venido, y los otros dos cargaron contra Drizzt. El
drow hizo girar la lanza, descargó el extremo del mango contra el rostro de uno de los
atacantes y completó el movimiento para desviar la lanza del otro enemigo. El orco
soltó el arma al comprender que no podría levantarla a tiempo para detener a Drizzt.
El orco que trepaba por la ladera supo que estaba condenado en cuanto el búho
voló por encima de su cabeza. La aterrorizada bestia se zambulló detrás de una roca en
el momento de oír el ululato. De haber sido más listo habría advertido el error. Por el
ángulo de los flechazos que habían tumbado al gigante, el arquero debía de estar situado
en algún punto más alto de la ladera.
Una flecha le atravesó el muslo mientras se agachaba y lo hizo caer de espaldas,
chillando de dolor. Con tanto escándalo como montaba el orco, el arquero invisible no
necesitaba de la ayuda del búho para orientar el segundo disparo, que alcanzó al orco en
el pecho y lo acalló para siempre.
Drizzt cambió de dirección en el acto y descargó otro golpe contra el orco. Con
una velocidad fulminante, el drow invirtió la lanza y la clavó en la garganta de la
criatura con tanta fuerza que alcanzó el cerebro.
El orco que había recibido el primer golpe se tambaleó mientras sacudía la
cabeza violentamente con la intención de reorientarse. Notó que las manos del drow lo
sujetaban por la pechera de la chaqueta de piel mugrienta, y después sintió el roce del
aire mientras caía al vacío, siguiendo el mismo camino del worg.
Al oír los alaridos de los compañeros que morían, el orco que escapaba por el
camino agachó la cabeza y corrió más deprisa, convencido de que era el más astuto de
todos. Cambió de opinión cuando, al doblar un recodo, fue a caer en las garras de una
enorme pantera negra.
Drizzt, agotado, se apoyó en la ladera, con la lanza preparada para usarla cuando
el búho bajó desde lo alto de la montaña, aunque esta vez el ave se mantuvo a distancia
y se posó en el saliente que formaba el recodo a una docena de pasos.
Unos movimientos en la ladera llamaron la atención del drow. Apenas si podía
ver por culpa de la luz, pero consiguió distinguir una silueta humana que bajaba con
mucho cuidado.
El búho remontó el vuelo y comenzó a ulular por encima del elfo oscuro, que se
acurrucó, alerta y preparado, mientras el hombre se situaba detrás del saliente. Sin
embargo, ninguna flecha siguió a la llamada del búho. En cambio apareció el arquero.
Era alto, erguido y muy viejo, con grandes mostachos grises y una larga
cabellera enmarañada. Lo más curioso de todo eran los ojos blancos sin pupilas. De no
haber sido por la eficacia de los disparos, Drizzt habría dicho que era ciego. Los
miembros del anciano parecían enclenques, pero Drizzt no se dejó engañar por las
apariencias. El hombre llevaba el arco preparado y sostenía la flecha casi sin ningún
esfuerzo.
El viejo dijo algo en un lenguaje que Drizzt no entendió, después en otro, y por
último en goblin.
—¿Quién eres? —preguntó el vigilante.
—Drizzt Do'Urden —contestó el drow, muy sereno y esperanzado al ver que
podía comunicarse con el adversario.
—¿Es un nombre? —preguntó el anciano. Soltó una risa seca y encogió los
hombros—. En cualquier caso, tu nombre, lo que puedas ser, y por qué estás aquí, no
tienen mucha importancia.
El búho, al advertir un movimiento inesperado, comenzó a revolotear y a ulular,
pero ya era demasiado tarde para el viejo. A sus espaldas apareció Guenhwyvar, que se
colocó a un par de pasos, con las orejas aplastadas contra el cráneo y las fauces abiertas.
Al parecer despreocupado ante el peligro, el anciano acabó la frase.
—Ahora eres mi prisionero.
Guenhwyvar gruñó una vez, y el drow mostró una sonrisa de oreja a oreja.
—Creo que no —contestó Drizzt.
13
Montolio
No se habrían sentido tan felices de haber sabido que cierto rey orco, furioso por
la pérdida de diez soldados, dos worgs y un gigante aliado, tenía puestos en la región
sus amarillos ojos inyectados en sangre, dispuesto a encontrar al drow. El gran orco
comenzaba a preguntarse si el drow había regresado a la Antípoda Oscura o si se había
unido con algún otro grupo, quizá con una de las pequeñas bandas de elfos que había en
la zona, o con aquel temible vigilante ciego, Montolio.
Si el drow aún permanecía en la región, Graul daría con él. El cacique orco no
quería correr riesgos, y la sola presencia del elfo oscuro era un auténtico peligro.
14
La prueba de Montolio
De la misma manera que Drizzt sacaba provecho de las muchas lecciones que
Montolio le dio aquella noche y los días sucesivos, el vigilante recogía información
referente al drow. Su trabajo se concentraba sobre todo en el presente; Montolio le
enseñaba cosas del mundo de su alrededor y cómo sobrevivir en él. Pero siempre, en
algún momento, uno u otro —la mayoría de las veces Drizzt—deslizaba un comentario
sobre su pasado. Se convirtió casi en un juego. Uno mencionaba algún hecho lejano casi
con la única intención de ver la expresión de asombro del otro. Montolio tenía algunas
anécdotas muy buenas de los años pasados en los caminos, relatos de valientes batallas
contra los goblins y las bromas que los vigilantes, tan serios en apariencia, solían
gastarse entre ellos. Drizzt se mostraba un poco reservado, aunque sus historias de
Menzoberranzan, de la siniestra Academia y de las guerras salvajes entre familias,
superaban cualquier cosa que Montolio hubiese imaginado.
Pese a todas las confidencias, el vigilante sabía que Drizzt le ocultaba algo, que
se sentía abrumado por una terrible carga, pero no insistió. Esperó pacientemente,
satisfecho de que él y Drizzt compartieran los mismos principios y—a medida que
Drizzt mejoraba sus habilidades de vigilante— la misma visión del mundo.
Una noche de luna llena, Drizzt y Montolio descansaban en las sillas de madera
que el vigilante había construido en las ramas más altas de un roble enorme. El brillo de
la luna, que asomaba y se escondía entre el rápido paso de las nubes, encantaba al drow.
Desde luego Montolio no podía ver la luna, pero el viejo vigilante, con
Guenhwyvar acomodada sobre su regazo como un gatito, disfrutaba con el frescor
nocturno. Pasó una mano con aire ausente por la gruesa piel del cuello de la pantera y
escuchó los diversos sonidos que traía la brisa, la charla de un millar de criaturas que el
drow no había escuchado nunca, a pesar de que tenía el oído más fino que Montolio. De
vez en cuando, el anciano soltaba una risita, una vez al escuchar cómo una rata le
chillaba enfadada a un búho —probablemente Sirena— por interrumpirle la comida y
obligarla a buscar refugio en un agujero.
Al mirar al vigilante y a la pantera, tan tranquilos y confiados el uno en el otro,
Drizzt sintió punzadas de amistad y de culpa.
—Quizá no tendría que haber venido nunca —susurró casi para sí mismo, con la
mirada puesta en la luna.
—¿Qué has dicho? —preguntó Montolio en voz baja—. ¿No te gusta cómo
cocino?
La sonrisa del vigilante desarmó a Drizzt mientras se volvía para mirarlo con
aire sombrío.
—Me refería a la superficie —explicó Drizzt, que consiguió reírse a pesar de la
melancolía—. A veces pienso que mi decisión fue un acto egoísta.
—Sobrevivir casi siempre lo es —replicó Montolio—. En algunas ocasiones he
pensado lo mismo. Una vez tuve que hundir la espada en el corazón de un hombre. La
dureza de este mundo produce grandes remordimientos, pero afortunadamente es un
lamento pasajero y sin duda no es el más apropiado para ir a una batalla.
—Cuánto deseo que desaparezca para siempre —señaló Drizzt, como si hablara
con la luna y no con el viejo.
Pero el comentario caló muy hondo en Montolio. A medida que aumentaba la
intimidad entre ellos, más compartía el vigilante la carga desconocida de Drizzt. El
drow era joven según los patrones de su raza pero era más sabio y experto que la
mayoría de los soldados profesionales. Desde luego un elfo oscuro tropezaría con
muchas barreras en el mundo de la superficie, cargado de prejuicios. Sin embargo,
Montolio creía que Drizzt era capaz de superar estos prejuicios y disfrutar de una larga
y próspera vida, dados sus considerables talentos. «¿Cuál será la culpa que tanto
atormenta a este elfo?», se preguntó Montolio. Drizzt sufría más de lo que sonreía, y se
castigaba a sí mismo.
—¿El tuyo es un lamento sincero? —preguntó Montolio—. ¿Sabes?, la mayoría
no lo son. La mayoría de las cargas que nos imponemos se fundan en interpretaciones
erróneas. Nosotros... al menos los que somos de carácter sincero... siempre nos
juzgamos a nosotros mismos con normas mucho más exigentes que aquellas que
aplicamos a los demás. Supongo que es una bendición o, según cómo se mire, una
maldición. —Volvió los ciegos ojos hacia Drizzt—. Tómalo como una bendición,
amigo mío, una llamada interior que te empuja hacia metas inalcanzables.
—Una bendición frustrante —opinó Drizzt.
—Sólo cuando no te paras a pensar las ventajas que te ha dado esa búsqueda —
se apresuró a contestar Montolio, como si hubiese previsto las palabras del drow—.
Aquellos que aspiran a poco no consiguen nada. En esto no hay ninguna duda. Es mejor,
pienso, intentar coger las estrellas que no hacerlo porque sabes que no puedes
alcanzarlas. —Mostró la habitual sonrisa severa—. Al menos quien trepa disfrutará de
una magnífica vista, y quizás incluso se haga con una manzana colgada de la rama en
recompensa por sus esfuerzos.
—Y quizá también con una flecha rasante disparada por algún atacante
desconocido —comentó Drizzt en tono agrio.
Montolio inclinó la cabeza, impotente ante el perpetuo pesimismo de Drizzt. Le
dolía profundamente ver sufrir tanto al noble drow.
—Es probable —prosiguió Montolio, con una voz un poco más dura de lo que
pensaba—, pero la pérdida de la vida es sólo importante para quienes tienen la
oportunidad de vivirla en plenitud. ¡Suelta tu flecha y atraviesa al que se agazapa en el
suelo! ¡Que su muerte no sea una tragedia!
Drizzt no podía negar la lógica, ni el consuelo que le ofrecía el anciano vigilante.
Durante las últimas semanas, la filosofía casera de Montolio y su forma de entender el
mundo —pragmática y al mismo tiempo imbuida de una exuberancia juvenil— le
habían devuelto en parte la tranquilidad que había disfrutado en aquellos lejanos
tiempos, en el gimnasio de Zaknafein, aunque Drizzt tampoco podía negar lo poco que
duraba el consuelo. Las palabras podían aliviar, pero no conseguían borrar las voces
distantes de los muertos: Zaknafein, Clak y la familia campesina. Un solo eco de la
palabra «drizzit» podía borrar horas de consejos bienintencionados de Montolio.
—¡Ya está bien de tanta monserga! —exclamó Montolio, al parecer irritado—.
Te considero mi amigo, Drizzt Do'Urden, y espero que tú me tengas como tal. ¿De qué
sirve mi amistad si no puedo hacer nada para aliviar la carga que llevas sobre tus
hombros? Soy tu amigo o no lo soy. La decisión es tuya; pero si no lo soy, entonces no
veo ningún sentido en compartir noches tan maravillosas como ésta a tu lado. ¡Habla,
Drizzt, o vete de mi casa!
Drizzt apenas podía creer que Montolio, por lo general tan paciente y tranquilo,
pudiera plantearle semejante dilema. La primera reacción del drow fue de rechazo, de
crear una muralla de ira ante la intromisión del viejo y aferrarse a lo que consideraba
personal. Sin embargo, a medida que Drizzt superaba la sorpresa inicial y se tomaba el
tiempo necesario para meditar las palabras de Montolio, llegó a comprender la verdad
básica que excusaba este comportamiento: Montolio y él eran amigos, gracias sobre
todo a los esfuerzos del vigilante.
Montolio quería compartir el pasado de Drizzt, para poder comprender mejor y
ayudar al nuevo amigo.
—¿Sabes algo de Menzoberranzan, la ciudad donde nací y en la que vive mi
gente? —preguntó Drizzt en voz baja. Incluso le dolía pronunciar el nombre—.
¿Conoces cómo vive mi raza, o los edictos de la reina araña?
—Cuéntamelo todo, te lo ruego —respondió Montolio.
Drizzt asintió. —Montolio advirtió el movimiento aunque no podía verlo—. Se
apoyó contra el tronco. Dirigió la mirada a la luna aunque en realidad miraba más allá a
través de sus aventuras, al camino de Menzoberranzan, a la Academia y a la casa
Do'Urden. Mantuvo los pensamientos fijos por un rato, reflexionando sobre las
complejidades de la vida de familia de los drows y la sencillez de su vida en la época
del aprendizaje con Zaknafein.
Montolio esperó, paciente. Sabía que Drizzt buscaba la manera de comenzar. Por
lo que había sabido a través de los comentarios casuales del elfo, la vida de Drizzt había
estado llena de aventuras y episodios turbulentos, y Montolio comprendía que no le
sería fácil a Drizzt, con su conocimiento todavía limitado de la lengua común, hacer un
relato demasiado preciso. Además, a la vista de la culpa y la pena que lo afectaban,
sospechaba que Drizzt tenía sus recelos.
—Nací en un día muy importante en la historia de mi familia —comenzó
Drizzt—. Aquel día, la casa Do'Urden eliminó a la casa DeVir.
—¿Eliminó?
—Masacró —explicó Drizzt. Los ojos ciegos de Montolio no revelaron nada,
pero la expresión del vigilante era de repulsión, tal como había esperado Drizzt. Quería
que el compañero comprendiera los horrores de la sociedad drow, así que añadió
intencionadamente—: Y, aquel mismo día, mi hermano Dinin hundió la espada en el
corazón de nuestro otro hermano, Nalfein. —Montolio se estremeció al tiempo que
movía la cabeza. Se dio cuenta de que éste era sólo el comienzo de las tribulaciones del
elfo—. Es la manera de los drows —prosiguió Drizzt con voz calma, como si quisiera
adoptar el mismo tono de despreocupación que mostraban los demás elfos oscuros ante
el asesinato—. En Menzoberranzan existe una estructura jerárquica muy rígida. Para
escalarla, para tener un rango superior, se trate de un individuo o de una familia, el
único medio es eliminar a los que están por encima.
El vigilante percibió el leve temblor en la voz de Drizzt, y comprendió que su
amigo nunca había aceptado las canallas prácticas de su sociedad.
Drizzt continuó con el relato, sin escatimar detalles de los cuarenta años que
había pasado en la Antípoda Oscura. Le habló de los días en que vivió sometido a la
estricta tutela de su hermana Vierna, dedicado a limpiar día y noche la capilla familiar,
y a aprender a utilizar los poderes innatos y su posición en la sociedad drow. Drizzt
empleó mucho tiempo en explicarle la peculiar estructura social, las jerarquías basadas
en el rango, y la hipocresía de la «ley» drow, una burla cruel que ocultaba la anarquía de
la ciudad. El vigilante se encogió ante la narración de las guerras entre familias. Se
trataba de conflictos brutales que no permitían la supervivencia de ningún noble, ni
siquiera de los niños. Montolio sufrió todavía más cuando Drizzt le habló de la
«justicia» drow, de la destrucción de una casa que había fracasado en el intento de
asesinar a otra familia.
El relato fue menos terrible cuando Drizzt habló de Zaknafein, su padre y más
querido amigo. Desde luego, los felices recuerdos de su padre significaron un breve
respiro, un preludio a los horrores de la muerte de Zaknafein.
—Mi madre mató a mi padre —explicó Drizzt, con emoción contenida aunque
sin poder disimular del todo el profundo dolor—. Lo sacrificó a Lloth por mis crímenes.
Después reanimó el cuerpo y lo envió en mi persecución para que me matara, como
castigo por haber traicionado a mi familia y a la reina araña.
Le costó trabajo reanudar el relato, pero cuando lo hizo, habló con sinceridad y
reveló sin temor las debilidades y los fallos cometidos durante los años pasados a solas
en las profundidades de la Antípoda Oscura.
—Tenía miedo de haberme perdido a mí mismo y a mis principios a manos de
un monstruo instintivo y salvaje —manifestó Drizzt, en un tono rayano en la
desesperación.
Pero entonces los sentimientos que habían animado su existencia volvieron a
cobrar fuerza, y una sonrisa brilló en su rostro cuando recapituló la época vivida junto a
Belwar, el muy honorable capataz svirfnebli, y de Clak, el pek que había sido
transformado en un oseogarfio. Como era de esperar, la sonrisa desapareció en el
momento en que el relato llegó a la muerte de Clak a manos del ser infernal invocado
por la matrona Malicia. Otro amigo muerto por su relación con Drizzt.
El alba despuntó por las montañas del este cuando Drizzt comenzó a relatar la
salida a la superficie. Escogió las palabras con más cuidado, poco dispuesto a divulgar
la tragedia de la familia campesina por temor a que Montolio le echara la culpa y
destrozara el vínculo de amistad que habían formado. Racionalmente, Drizzt se recordó
a sí mismo que él no había matado a los granjeros, que incluso había vengado los
asesinatos, pero la culpa casi nunca es una emoción racional, y Drizzt sencillamente no
podía encontrar las palabras, al menos por ahora.
Montolio, viejo, sabio y con exploradores animales por toda la región,
comprendió que Drizzt le ocultaba algo. Cuando se habían conocido, el drow había
mencionado a una familia humana, y el vigilante ya estaba al corriente del asesinato de
una familia en el pueblo de Maldobar. Montolio no creía que Drizzt fuera el
responsable, aunque sospechaba que el drow tenía alguna vinculación con el suceso.
Aun así, prefirió no insistir; su amigo había sido muy sincero y había dicho más cosas
de lo que había esperado; confiaba en que Drizzt acabaría por llenar las lagunas a su
debido tiempo.
—Es una buena historia —opinó Montolio, después de una larga pausa—. Has
vivido más cosas en algo más de cuatro décadas que la mayoría de los elfos en
trescientos años. Pero las heridas son pocas y acabarán por curarse.
Drizzt, mucho menos seguro, le dirigió una mirada triste, y Montolio sólo pudo
ofrecerle el consuelo de una palmada en el hombro mientras dejaba la silla y se iba a la
cama.
Drizzt aún dormía cuando Montolio llamó a Sirena y le ató un rollo de papel a la
pata. El búho no se mostró muy contento al escuchar las instrucciones del vigilante; el
viaje le llevaría una semana, un tiempo muy valioso y agradable porque era el mejor
momento de la temporada para cazar ratones y aparearse. Sin embargo, a pesar de las
protestas, no pensaba desobedecer.
Sirena se alisó las plumas, aprovechó la primera ráfaga de viento y remontó el
vuelo. El viaje lo conduciría por encima de las montañas nevadas hasta Maldobar y
después hasta Sundabar, si era necesario. Una vigilante de fama, hermana de la dama de
Luna Plateada, todavía se encontraba en la región; Montolio lo sabía gracias a los
informes de los animales, y el mensaje iba dirigido a ella.
El mensajero de Montolio regresó dos días después con una nota de Paloma
Garra de Halcón. Sirena intentó recapitular la respuesta de la vigilante, pero el búho era
incapaz de transmitir un mensaje tan largo y complicado. Montolio no pudo hacer otra
cosa que darle la carta a Drizzt y pedirle que la leyera en voz alta. El drow aún tenía
dificultades para leer de corrido, y tardó un poco en comprender el texto. La nota
detallaba la versión de Paloma sobre los hechos ocurridos en Maldobar y durante la
persecución. El relato de la vigilante coincidía casi punto por punto con la verdad,
exculpaba a Drizzt y citaba a los cachorros de barje como los asesinos.
La alegría de Drizzt era tan grande que sólo con esfuerzo logró leer las últimas
palabras de la carta, donde Paloma mencionaba su gratitud y su placer al saber que
Montolio había acogido a alguien tan «cabal» como el drow.
—Como puedes ver, al final has recibido tu recompensa, amigo mío —
manifestó Montolio.
No tuvo necesidad de añadir nada más.
CUARTA PARTE
Resoluciones
DRIZZT DO'URDEN
16
De dioses y propósitos
En desventaja
Había sido una primavera pacífica para Kellindil y sus parientes elfos. Formaban
un grupo nómada, que recorría la región y se alojaba donde podía, en bosques y cuevas.
Les encantaba vivir al aire libre, bailar a la luz de las estrellas, cantar con el
acompañamiento de los rápidos en las montañas, cazar venados y jabalíes en los
bosques que cubrían las laderas.
En cuanto su primo apareció en el campamento una noche, ya tarde, Kellindil
advirtió en su rostro el temor, una emoción poco frecuente en este grupo libre de
preocupaciones. Todos los demás lo rodearon.
—Los orcos se preparan —anunció el elfo.
—¿Graul ha encontrado una caravana? —preguntó Kellindil.
—Es demasiado pronto para que vengan los traficantes —respondió el primo,
que pareció desconcertado por la pregunta.
—¡El huerto! —exclamaron varios elfos al mismo tiempo.
El grupo se volvió para mirar a Kellindil, al que consideraban responsable del
drow.
—No creo que el drow esté aliado con Graul —contestó Kellindil a la pregunta
implícita—. Con todos los exploradores que Montolio tiene, ya lo habría descubierto. Si
el drow es amigo del vigilante, entonces no es enemigo nuestro.
—El huerto está a muchos kilómetros de aquí —dijo uno de los presentes—. Si
queremos enterarnos de lo que prepara el rey orco, y llegar a tiempo para ayudar al
vigilante, tendremos que ponernos en marcha ahora mismo.
Sin una palabra más, los elfos recogieron las provisiones necesarias, consistentes
sobre todo en sus grandes arcos y abundantes flechas. Al cabo de unos minutos, corrían
por los bosques y los senderos montañosos, sin hacer más ruido que una leve brisa.
La fuerza principal de Graul llegó, tal como esperaban, por el oeste, precedida
por un vocerío infernal, y avanzó en dos grupos entre los densos matorrales.
—¡Apunta al grupo del sur! —le avisó Montolio a Drizzt, apostado en el puente
de soga donde tenían preparadas las ballestas—. ¡Tenemos amigos en el otro!
Como una confirmación a las palabras del vigilante, en el matorral del norte los
orcos comenzaron a gritar, y sus voces sonaban más a chillidos de terror que a gritos de
combate. Un coro de roncos gruñidos acompañaba a los gritos. Drizzt comprendió que
Bluster, el oso, había acudido en respuesta a la llamada de Montolio, y, por los ruidos,
parecía haber traído consigo a unos cuantos amigos.
Drizzt no estaba dispuesto a poner pegas a su buena fortuna. Se situó detrás de la
ballesta más cercana y disparó cuando los primeros orcos salieron de los matorrales del
sur. Corrió a lo largo del puente, apretando el gatillo de las ballestas a su paso. Desde su
posición, Montolio disparó unas cuantas flechas por encima de la pared.
Entre tantos cuerpos en movimiento, Drizzt no podía saber cuántos disparos
habían dado en el blanco, pero los dardos demoraron la carga de los orcos y dispersaron
las filas. Varios cayeron de bruces; unos pocos dieron media vuelta y regresaron por
donde habían venido. Pero el grueso del grupo, a los que se sumaron a toda prisa
algunos que salían del otro matorral, prosiguió la carga.
Montolio disparó una última vez, y después se situó en el pasillo creado por las
copas de los pinos doblados, donde lo protegían por tres lados las paredes de madera y
los árboles. Con el arco en una mano, comprobó la espada y a continuación posó la otra
sobre una cuerda.
Drizzt observó los movimientos del vigilante, situado a unos seis metros más al
norte, y pensó que ésta podría ser su última oportunidad para disparar sin estorbos.
Escogió un objeto colgado sobre la cabeza de Montolio y lanzó un hechizo sobre él.
Las flechas sólo habían provocado un cierto desorden entre los orcos, pero las
trampas resultaron muy efectivas. Primero uno, después otro, pisaron los cepos, y sus
gritos sonaron por encima del estrépito general. A medida que los demás veían el dolor
de los compañeros y eran conscientes del peligro, fueron demorando el paso o
deteniéndose.
Mientras aumentaba la confusión en el campo de batalla, Drizzt hizo una pausa y
consideró cuidadosamente el último disparo. Descubrió a un orco muy grande y bien
equipado que seguía el desarrollo de la lucha protegido por las ramas del matorral norte.
El drow comprendió que aquél era Graul, pero entonces su atención pasó a la figura
erguida junto al rey orco.
—Maldita sea —murmuró, al reconocer a McGristle.
Ahora estaba en un dilema y movió la mira de la ballesta de uno a otro. Drizzt
quería disparar contra Roddy, acabar con su tormento personal en aquel momento. Pero
Roddy no era un orco, y le repugnaba la idea de matar a un humano.
—Graul es el objetivo principal —se dijo a sí mismo como una manera de
resolver las dudas.
Deprisa, antes de pensar en más excusas, apuntó y disparó. El dardo fue a
clavarse en un árbol apenas unos centímetros por encima de la cabeza de Graul. Roddy
se apresuró a sujetar al rey orco y arrastrarlo hacia una parte más protegida. En su lugar
apareció un gigante con una piedra en la mano.
El proyectil golpeó los árboles detrás de Drizzt, y sacudió las ramas y el puente.
Un segundo tiro hizo blanco en uno de los pilares, y la primera mitad del puente se
derrumbó.
Aunque Drizzt lo había visto venir, esto no disminuyó el asombro y el horror
ante la increíble puntería del monstruo a tanta distancia. En el momento en que el
puente comenzó a caer, Drizzt saltó de la pasarela y se sujetó a una rama. Entonces se
vio enfrentado a un nuevo problema. Por el este llegaban los orcos montados en worgs,
provistos con antorchas.
El drow miró hacia el tronco lleno de líquido inflamable, y después a la ballesta.
El arma y el poste que la sujetaba seguían en pie, pero no podía llegar hasta ella por el
puente roto.
Los líderes del grupo principal, ahora detrás de Drizzt, llegaron a la pared de
piedra. Por suerte, el primer orco que saltó fue a dar en una de las trampas y los
compañeros ya no tuvieron tanta prisa por seguirlo.
A Drizzt y Montolio se les agotaba el tiempo. Por encima de todo, el drow sabía
que debía proteger la retaguardia. Con una perfecta sincronización de movimientos, se
quitó las botas, cogió el pedernal en una mano, sujetó el trozo de acero entre los dientes
y saltó a una rama que le permitiría llegar hasta la ballesta solitaria.
Consiguió situarse encima de ella. Cogido de una mano, golpeó el pedernal con
fuerza. Las chispas saltaron cerca del blanco. El drow realizó varios intentos hasta que
por fin una chispa dio en el trapo empapado de aceite y lo encendió.
Ahora Drizzt ya no tuvo tanta suerte. Se movió de un lado a otro pero no podía
acercar el pie para accionar el gatillo.
Desde luego Montolio no podía ver nada de lo que ocurría aunque sí tenía un
conocimiento bastante exacto de la situación. Escuchó a los worgs que se acercaban por
el fondo del huerto y comprendió que los que tenía enfrente habían superado la pared.
Disparó otra flecha entre las ramas de los árboles doblados, como una medida de
precaución, y ululó tres veces muy fuerte.
Al escuchar la señal, un grupo de búhos remontó el vuelo entre los pinos y se
lanzó contra los orcos que habían alcanzado la pared de piedra. Igual que las trampas,
los pájaros sólo podían ocasionar unos daños mínimos, pero la confusión que creaban
servía para dar un poco más de tiempo a los defensores.
Hasta el momento, el único lugar donde los defensores tenían ventaja era el
matorral norte, donde Bluster y otros tres de sus amigos osos habían acabado con una
docena de orcos y puesto en fuga a una veintena.
Un orco, en su intento por escapar de un oso, apareció por detrás de un árbol y
se encontró delante de Bluster. El orco tuvo el coraje suficiente para levantar la lanza
pero no la fuerza necesaria para clavarla en la dura piel del animal.
Bluster respondió con un manotazo que hizo volar la cabeza del orco entre los
árboles.
Otro oso inmenso pasó a su lado, con los brazos pegados al pecho. El único
indicio de que el animal llevaba a un orco aprisionado en su abrazo mortal eran los pies
que asomaban por debajo de los brazos.
Bluster descubrió a otro enemigo, más pequeño y rápido que un orco. El oso
lanzó un rugido y cargó inútilmente, porque la criatura desapareció mucho antes de que
pudiera dar un par de pasos.
Tephanis no tenía intención de unirse a la batalla. Había acompañado al grupo
del norte sólo para mantenerse lejos de la vista de Graul, y pensaba mantenerse oculto
en los árboles hasta el final del combate. Ahora los árboles no parecían un lugar seguro,
por lo que el trasgo echó a correr hacia el matorral sur.
A medio camino, se derrumbaron los planes de Tephanis. Su gran velocidad casi
lo había puesto a salvo de la trampa antes de que se cerraran las mandíbulas de hierro,
pero unos dientes agudos se hundieron en la junta del pie. El dolor lo dejó sin aliento, y
el tirón de la cadena lo hizo caer de bruces.
Drizzt sabía que la llama encendida en la punta del dardo delataba su posición y
por lo tanto no se sorprendió cuando un proyectil arrojado por el gigante golpeó la rama
a la que estaba sujeto; acompañada por unos crujidos indicadores de que se partiría de
un momento a otro, la rama bajó unos centímetros.
El drow enganchó el pie en la ballesta y apretó el gatillo antes de que el arma se
desviara demasiado. Después mantuvo la posición y observó.
La flecha incendiaria voló en la oscuridad más allá de la pared de piedra
occidental, pasó entre la hierba alta acompañada por una estela de chispas, y finalmente
se clavó en el exterior del tronco lleno de licor.
La primera mitad de los jinetes consiguió cruzar la trampa, pero los otros tres no
tuvieron tanta suerte. Las llamas alcanzaron a encender el licor y la hierba seca en el
momento en que los worgs saltaban por encima del tronco. Convertidos en bolas de
fuego, los orcos y los worgs rodaron por el suelo, con lo que provocaron varios
incendios.
Los que ya habían pasado se volvieron bruscamente ante la presencia de las
llamas. Uno de los jinetes orcos salió lanzado por los aires y fue a caer sobre su propia
antorcha, y los otros dos a duras penas consiguieron mantenerse en el lomo de los
animales. Por encima de todo, los worgs odiaban el fuego, y el ver cómo tres de su raza
se asaban vivos contribuyó muy poco a su moral de combate.
Guenhwyvar llegó a una pequeña zona llana dominada por un arce solitario. La
pantera trepó con la misma rapidez que si el tronco hubiese estado caído.
La manada de worgs apareció un segundo después, y los lobos comenzaron a dar
vueltas y a olfatear por todas partes, seguros de que la pantera se encontraba en el árbol,
aunque incapaces de descubrirla entre las profundas sombras de la copa.
La pantera sólo esperaba el momento propicio para reaparecer. En cuanto vio al
lobo plateado en posición, se dejó caer sobre su lomo, y esta vez se preocupó de
engancharle las orejas con las garras.
El lobo se sacudió enloquecido sin dejar de ladrar mientras las garras de
Guenhwyvar hacían su trabajo. Caroak consiguió volver la cabeza, y la pantera escuchó
cómo inhalaba con fuerza, para descargar el chorro helado.
Guenhwyvar flexionó los poderosos músculos del cuello y consiguió torcer en
otra dirección las abiertas fauces del lobo justo cuando éste soltaba el aliento, que
alcanzó a tres worgs que acudían en su ayuda y los congeló en el acto.
Una vez más, la pantera movió la cabeza de Caroak hacia un lado y después
bruscamente hacia el otro y se oyó un chasquido seco cuando le partió el cuello. El lobo
plateado se desplomó con Guenhwyvar erguida sobre su lomo.
Los tres worgs más cercanos a la pantera, los tres que habían recibido de lleno el
aliento de Caroak, no representaban una amenaza. Uno yacía tumbado, sin conseguir
llevar aire a los pulmones congelados; el segundo daba vueltas cerradas totalmente
ciego, y el tercero permanecía inmóvil, atento a sus patas delanteras, que se negaban a
moverse.
El resto de la manada, casi unos veinte, rodearon a la pantera en un anillo
mortal. Guenhwyvar buscó una brecha por donde escapar, pero los worgs avanzaron
metódicamente para no abrir huecos.
Trabajaban en armonía, hombro con hombro, sin dejar de cerrar el círculo.
Drizzt apeló a otro truco mágico para detener a los portadores de antorchas. De
pronto el fuego fatuo, algo totalmente inofensivo, apareció por debajo de las antorchas y
se extendió a lo largo de éstas hasta rodear las manos de los orcos. El fuego fatuo no
quemaba —ni siquiera era caliente— pero al ver que tenían las manos envueltas en
llamas, los orcos olvidaron toda conducta racional.
Uno arrojó la antorcha con tanta violencia que perdió el equilibrio y fue a dar
con los huesos contra el suelo. El worg se detuvo y lanzó un gruñido de frustración.
El otro orco sencillamente dejó caer la antorcha, que dio en la cabeza del animal.
El fuego quemó la espesa capa de pelo, las orejas y las cejas del worg, y la bestia se
volvió loca. Comenzó a rodar por el suelo y se llevó por delante al jinete. El orco se
puso de pie, tambaleante y dolorido, y abrió los brazos en señal de disculpa. Pero el
worg no estaba para disculpas. Saltó sobre el orco y le clavó los dientes en la garganta.
Drizzt no vio nada de todo esto. El drow sólo podía confiar en que el truco
hubiera dado resultado, porque, en cuanto realizó el hechizo, apartó el pie de la ballesta
y dejó que la rama rota lo llevara hasta el suelo.
Dos orcos, al ver por fin un blanco concreto, se lanzaron sobre el drow apenas
tocó tierra, pero Drizzt empuñó en el acto las cimitarras, un detalle que los atacantes
habían pasado por alto y que les costó la vida. Sin encontrar mucha resistencia, el drow
se abrió paso hacia el puesto que había elegido. Una sonrisa apareció en su rostro
cuando su pie desnudo pisó el mango metálico de la pica. Recordaba muy bien al
monstruo que había matado a la familia de granjeros en Maldobar, y lo consolaba saber
que ahora podría acabar con otro monstruo.
—Mangara bok woklok! —gritó Drizzt, con un pie apoyado en la raíz y el otro
en el extremo enterrado del arma oculta.
Montolio sonrió al escuchar la llamada del drow, y lo reanimó saber que tenía
cerca a un aliado tan poderoso. Disparó unas cuantas flechas, pero presentía que los
orcos se acercaban por detrás protegidos por los numerosos árboles. El vigilante esperó,
haciendo de cebo de su propia trampa. Entonces, cuando estaban a punto de rodearlo,
Montolio dejó caer el arco, empuñó la espada y cortó la soga que tenía a su lado, por
debajo de un nudo muy grande. El extremo cortado se perdió en las alturas, el nudo se
enganchó en la horqueta de la rama más baja y el escudo de Montolio, envuelto en el
globo de oscuridad que le había lanzado Drizzt, bajó hasta quedar colgado en el punto
exacto donde lo esperaba el brazo extendido del vigilante.
La oscuridad no afectaba a Montolio; en cambio, para el puñado de orcos que
habían intentado sorprender al viejo, planteaba una gran dificultad. Comenzaron a
repartir estocadas a diestro y siniestro —una de las cuales mató a otro compañero—
mientras Montolio actuaba con toda precisión. En un minuto, cuatro de los cinco
atacantes estaban muertos o agonizantes y el quinto había huido.
Lejos de darse por satisfecho, el vigilante avanzó, provisto con su globo de
oscuridad portátil, en busca de voces o sonidos que le permitieran encontrar más orcos.
Sonó una vez más la llamada del drow, y Montolio repitió la sonrisa.
Dos orcos y tres worgs, todo lo que quedaba del grupo montado, se reunieron y
se escurrieron en silencio hacia el borde oriental del huerto. Pensaban que, si
conseguían situarse en la retaguardia del enemigo, aún podían ganar la batalla.
El orco que cerraba la marcha ni siquiera vio la forma negra que se le venía
encima. Guenhwyvar lo arrolló y siguió adelante, segura de que aquél no volvería a
levantarse. El siguiente en la columna era un worg. Más rápido de reflejos que el orco,
el animal se volvió para enfrentarse a la pantera, con las fauces bien abiertas.
Guenhwyvar respondió con un rugido, se detuvo, y atacó con las garras. El worg
no podía superar la velocidad del felino. Lanzaba dentelladas a un lado y a otro, pero
siempre demasiado tarde para atrapar las garras. Cinco zarpazos fueron suficientes para
derrotar al worg. Había perdido un ojo; la lengua, hecha un pingajo, le colgaba por un
costado de la boca, y tenía la mandíbula inferior descolocada. Sólo la presencia de otros
objetivos le salvó la vida, porque, cuando dio media vuelta y huyó, la pantera prefirió
las presas más cercanas y no se molestó en perseguirlo.
La horda fugitiva pasó a la carrera junto al cuerpo del trasgo. Cuando Tephanis
volvió en sí, descubrió que era el único vivo en el campo empapado de sangre. Los
aullidos y los gritos de los fugitivos llegaban por el oeste, y en el huerto del vigilante
continuaba la batalla. Tephanis comprendió que había acabado su intervención en el
combate. Sentía un dolor terrible en la pierna. Miró el pie desgarrado y para su gran
espanto comprobó que la única manera de librarse de la trampa era completar el corte,
lo que significaba la pérdida de los cinco dedos y de parte del pie. No era difícil —sólo
un trozo de piel mantenía unida la punta del pie— y Tephanis no vaciló, temeroso de
que en cualquier momento apareciera el drow y acabara con él.
El trasgo ahogó un grito y vendó la herida con un trozo de tela de la camisa
hecha harapos, y se alejó —a la pata coja— entre los árboles.
—Se ha acabado —dijo el elfo explorador a los demás cuando se reunieron con
él entre los peñascos, al sur del huerto de Mooshie.
—No estoy tan seguro —replicó Kellindil con la mirada puesta en el oeste,
donde todavía se escuchaban los gruñidos de los osos y los chillidos de los orcos.
Sospechaba que había alguien más aparte de Graul en la ejecución del ataque y,
al considerarse en parte responsable del drow, quería averiguar quién podía ser.
—El vigilante y el drow han ganado la batalla —afirmó el explorador.
—De acuerdo —dijo Kellindil—, y vuestra parte ha terminado. Volved todos al
campamento.
—¿Y tú vendrás con nosotros? —preguntó otro de los elfos, aunque ya había
adivinado la respuesta.
—Si lo quiere la fortuna —contestó Kellindil—. Ahora tengo que atender otros
asuntos.
Los demás no plantearon objeciones. Kellindil sólo los visitaba de vez en
cuando y nunca por mucho tiempo. Era un aventurero, y su hogar era el camino. Partió
de inmediato en persecución de los orcos y, cuando los alcanzó, avanzó paralelo a ellos
un poco más al sur.
—¡Has dejado que aquellos dos te derrotaran! —protestó Roddy cuando Graul y
él se tomaron un momento de descanso—. ¡Sólo eran dos!
La respuesta de Graul fue un golpe de maza. Roddy consiguió parar en parte el
impacto, pero su fuerza lo hizo tambalear.
—¡Pagarás por esto! —gruñó el montañés, empuñando el hacha.
Una docena de orcos aparecieron junto a su rey y comprendieron al instante la
situación.
—¡Tú nos has traído la desgracia! —le respondió Graul y, volviéndose hacia los
suyos, ordenó—: ¡Matadlo!
El perro de Roddy se encaró con los orcos más cercanos, y Roddy no esperó a
que los demás se les unieran. Dando media vuelta, echó a correr en medio de la noche, y
utilizó todos los trucos que sabía para alejarse de los perseguidores.
Sus esfuerzos tuvieron éxito —en realidad los orcos ya no querían más peleas
aquella noche—, y Roddy hubiese hecho bien en dejar de mirar por encima del hombro.
Oyó un ruido delante y se volvió a tiempo para recibir en pleno rostro el pomo
de una espada. La fuerza del golpe, multiplicada por el impulso del hombre, lo dejó
inconsciente en el suelo.
—No me sorprende —comentó Kellindil junto al montañés caído.
19
Caminos separados
Ocho días no habían sido suficientes para aliviar el dolor en el pie de Tephanis.
El trasgo caminaba lo mejor que podía, pero cada vez que echaba a correr,
invariablemente se desviaba y a menudo iba a chocar contra algún arbusto o, todavía
peor, contra el tronco de un árbol.
—¡Quieres-por-favor-dejar-de-gruñirme, perro-estúpido! —le reprochó
Tephanis al sabueso amarillo que le hacía compañía desde el día siguiente a la batalla.
Ninguno de los dos se encontraba a gusto con el otro. Con frecuencia, el trasgo
lamentaba que este feo animal no se pareciera en nada a Caroak.
Caroak estaba muerto: Tephanis había encontrado el cadáver destrozado del
lobo plateado. Otro compañero desaparecido, y ahora estaba solo otra vez.
—¡Sólo-excepto-por-ti, perro-estúpido! —se lamentó.
El perro le enseñó los dientes y gruñó.
Tephanis sintió ganas de rebanarle la garganta, y de atravesar de arriba abajo
todo el cuerpo del perro sarnoso con su cuchillo. Sin embargo vio que faltaba poco para
la puesta de sol y pensó que la bestia podría serle de utilidad.
—¡Es-hora-de-irme! —anunció el trasgo.
Antes de que el perro pudiese reaccionar, Tephanis pasó junto a él, cogió la
cuerda que le había pasado por el cuello y la sujetó con tres vueltas alrededor de un
árbol cercano. El perro intentó cazarlo pero no pudo ir más allá de lo que daba la
cuerda.
—¡Enseguida-vuelvo, estúpido!
Tephanis corrió por los senderos de la montaña, consciente de que esta noche
podría ser la última oportunidad. Las luces de Maldobar brillaban en la distancia, pero el
trasgo se guiaba por otra luz, la de una hoguera. Llegó al pequeño campamento al cabo
de unos minutos, y le alegró ver que el elfo no estaba.
Encontró a Roddy McGristle sentado en el suelo con la espalda apoyada en el
tronco de un árbol, los brazos atrás y las muñecas atadas con una cuerda. El montañés
tenía un aspecto lamentable —tan lamentable como el perro— pero Tephanis no tenía
dónde elegir. Ulgulu y Kempfana estaban muertos, igual que Caroak, y Graul, después
de la derrota en el huerto, había puesto precio a la cabeza del trasgo.
Esto sólo le dejaba a Roddy, que no era gran cosa. Sin embargo, Tephanis no
quería tener que depender exclusivamente de sí mismo para la supervivencia. Se acercó,
sin ser visto, al árbol.
—Mañana-estarás-en-Maldobar —susurró al oído del montañés. Roddy se
quedó de una pieza al escuchar la voz chillona—. Mañana estarás en Maldobar —repitió
Tephanis, mucho más despacio.
—Vete —le gruñó Roddy, convencido de que el trasgo le tomaba el pelo.
—¡Tendrías-que-ser-más-amable-conmigo, sí, señor! —replicó Tephanis—. El-
elfo-quiere-llevarte-a-la-cárcel. Por-atentar-contra-el-vigilante-ciego.
—¡Cállate! —le ordenó McGristle, más fuerte de lo que esperaba.
—¿Con quién hablas? —preguntó Kellindil, que no estaba muy lejos.
—¡Ya-la-has-jorobado, tonto! —murmuró el trasgo.
—¡He dicho que te largues! —exclamó Roddy.
—Si-me-voy, ¿sabes-adónde-irás-a-parar? ¡A-la-cárcel! ¡Yo-te-puedo-ayudar,
si-es-que-quieres-mi-ayuda!
—Desátame las manos —ordenó Roddy, que al fin parecía comprender las
intenciones del trasgo.
—Ya-están-desatadas —contestó Tephanis, y Roddy comprobó que era verdad.
Hizo un movimiento para levantarse pero se detuvo al ver que Kellindil entraba
en el campamento.
—No-te-muevas —dijo Tephanis—. Yo-me-encargaré-de-distraer-al-elfo.
Tephanis ya se había puesto en movimiento mientras hablaba, por lo que Roddy
sólo escuchó un murmullo incomprensible. De todos modos, mantuvo las manos a la
espalda como una precaución, al ver que se aproximaba el elfo, fuertemente armado.
—Nuestra última noche en el camino —comentó Kellindil, dejando caer junto al
fuego el conejo que había cazado para la cena.
Se acercó a Roddy y se agachó—. Enviaré recado a la dama Garra de Halcón en
cuanto lleguemos a Maldobar —añadió—. Considera a Montolio DeBrouchee un buen
amigo y le interesará saber los hechos ocurridos en el huerto.
—¿Y tú qué sabes? —replicó Roddy—. ¡El vigilante también es amigo mío!
—Si eres amigo de Graul, el rey orco, entonces no eres amigo del vigilante del
huerto —afirmó Kellindil.
Roddy se quedó sin respuestas, pero Tephanis le dio una. Un zumbido sonó
detrás del elfo, y Kellindil se volvió con la mano en la empuñadura de la espada.
—¿Qué clase de criatura eres tú? —le preguntó al trasgo, con una mirada de
asombro.
Kellindil no tuvo ocasión de oír la respuesta, porque Roddy se abalanzó sobre él
y lo aplastó contra el suelo. El elfo era un guerrero veterano, pero en el combate cuerpo
a cuerpo no podía superar la enorme diferencia de peso del montañés. Las gordas y
sucias manos de Roddy McGristle se cerraron alrededor del esbelto cuello del elfo.
—Tengo-a-tu-perro —dijo Tephanis en cuanto Roddy acabó de estrangular al
elfo—. Atado-a-un-árbol.
—¿Tú quién eres? —inquirió Roddy, disimulando la alegría por haber
recuperado la libertad y saber que su perro estaba vivo—. ¿Qué quieres de mí?
—Soy-una-cosa-pequeña y, como-puedes-ver, no-miento —explicó el trasgo—.
Me-gusta-tener-amigos-grandes.
—Bueno, te lo has ganado —reconoció Roddy, con una carcajada. Encontró el
hacha entre las pertenencias del elfo muerto. Con una expresión seria, añadió—:
Vamos, tenemos que volver a las montañas. Debo ocuparme de un drow.
Durante un segundo, una expresión agria apareció en las delicadas facciones de
Tephanis, que no tenía ningún interés en acercarse al huerto del vigilante. Aparte del
precio puesto a su cabeza por el rey orco, sabía que los demás elfos podrían sospechar si
veían aparecer a Roddy sin Kellindil. Además, el solo hecho de pensar en tener que
enfrentarse otra vez al elfo oscuro aumentaba considerablemente el dolor en la cabeza y
el pie de Tephanis.
—¡No! —exclamó el trasgo. Roddy, poco acostumbrado a que lo
desobedecieran, lo miró enfadado—. No-es-necesario —mintió Tephanis—. El-drow-
ha-muerto. Lo-mató-un-worg. —El montañés no pareció muy convencido—. Yo-te-
guié-una-vez-hasta-el-drow —le recordó el trasgo.
Roddy se llevó una gran desilusión, pero ya no dudaba de la palabra de su
pequeño amigo. De no haber sido por Tephanis, jamás habría encontrado a Drizzt.
Ahora habría estado a casi doscientos kilómetros de distancia, dedicado a husmear por
la cueva de Morueme y malgastando su oro en las mentiras del dragón.
—¿Y qué me dices del vigilante ciego? —preguntó.
—Está-vivo, pero-déjalo-vivir-respondió Tephanis—. Se-le-han-unido-muchos-
amigos-peligrosos. —Guió la mirada de Roddy hacia el cadáver de Kellindil—. Elfos,
muchos-elfos.
Roddy asintió. No tenía ninguna deuda pendiente con Mooshie y no le
interesaba enfrentarse a los parientes de Kellindil.
Enterraron al elfo y todas las provisiones que no podían llevarse, buscaron al
perro de Roddy, y aquella misma noche echaron a andar hacia los amplios territorios del
oeste.
La primera nevada llegó muy pronto; era sólo un polvo blanco que descargaron
las nubes que ocultaban a ratos la luna llena. Drizzt, que había salido a pasear con
Guenhwyvar, disfrutaba con el cambio de estación, contento con la reafirmación del
interminable ciclo. De muy buen humor regresó al huerto, sacudiendo las ramas bajas
de los pinos para ver cómo caía la nieve.
En la hoguera sólo quedaban las brasas. Sirena permanecía inmóvil sobre una
rama e incluso el viento parecía no hacer ningún ruido. Drizzt miró a la pantera como si
le pidiera una explicación, pero el animal se instaló junto al fuego con aire sombrío.
El temor es una emoción extraña, la culminación de unas pistas muy sutiles que
producen tanto desconcierto como miedo.
—Mooshie... —llamó Drizzt en voz baja, acercándose al dormitorio del
vigilante.
Apartó la cortina y la utilizó para protegerse del resplandor de las brasas,
mientras acomodaba los ojos a la visión infrarroja.
Permaneció en la entrada durante mucho tiempo, observando cómo el cuerpo del
viejo irradiaba las últimas ondas de calor. Pero si el cadáver de Mooshie estaba frío, la
sonrisa satisfecha seguía cálida.
Drizzt lloró muchas veces durante los días siguientes, aunque, cada vez que
recordaba aquella sonrisa y la paz que emanaba de ella, comprendía que lloraba su
propia pérdida y no la de Mooshie.
El drow enterró al vigilante debajo de un montículo de piedras junto al huerto, y
después pasó el invierno ocupado en las tareas cotidianas mientras pensaba en el futuro.
Sirena aparecía cada vez menos, y, en una ocasión, por la mirada que dirigió al drow
mientras remontaba el vuelo, Drizzt supo que no volvería más.
Con la llegada de la primavera, Drizzt llegó a comprender los sentimientos del
búho. Durante más de una década había buscado un hogar y lo había encontrado con
Montolio. Pero desaparecido el vigilante, el huerto ya no era el mismo. Éste era el lugar
de Mooshie, no el de Drizzt.
—Cumplo con mi promesa —murmuró Drizzt una mañana.
Montolio le había pedido que meditara con mucho cuidado sobre el futuro
después de su desaparición, y él ahora cumplía la palabra dada. Se encontraba a gusto
en el huerto y todavía era aceptado, pero éste ya no era su hogar. El suyo se encontraba
en otra parte, en aquel mundo que Montolio le había dicho que estaba «lleno de dolor, y
también lleno de alegría».
Drizzt recogió unas cuantas cosas —provisiones y algunos de los libros más
interesantes del vigilante—, sujetó las cimitarras al cinto y se echó el arco al hombro.
Entonces dio un último paseo por el huerto; contempló los puentes de sogas, la armería,
los barriles de licor y el tronco hueco, la raíz del árbol donde había detenido la carga del
gigante, el lugar donde Mooshie había batallado. Llamó a Guenhwyvar, y la pantera
comprendió la situación en el acto.
No volvieron a mirar atrás mientras se alejaban por el sendero hacia el mundo
lleno de penurias y alegrías.
QUINTA PARTE
En busca de hogar
Qué diferente parecía el camino cuando dejé el huerto de Mooshie de aquel que
me había llevado hasta allí. Una vez más estaba solo, excepto cuando Guenhwyvar
respondía a mi llamada. Sin embargo, en este camino mi soledad era exclusivamente
física. En la mente llevaba un nombre, la encarnación de mis principios. Mooshie le
había dado el nombre de su diosa, Mielikki; para mí ella era una forma de vida.
Me acompañó a lo largo de todas las carreteras que recorrí. Me guió hacia la
seguridad y combatió mi desesperación cuando fui expulsado y perseguido por los
enanos de la ciudadela de Adbar, una fortaleza al noreste del huerto de Mooshie.
Mielikki, y la fe en mis valores, me dio el coraje para presentarme en una ciudad tras
otra a través de las tierras del norte. La recepción siempre era la misma: sorpresa y
temor que rápidamente se transformaba en ira. Los más generosos que encontré se
limitaban a decirme que me fuera; otros me perseguían con las armas en la mano. En
dos ocasiones me vi forzado a pelear, aunque conseguí huir sin que nadie resultara
malherido.
No le daba ninguna importancia a mis heridas y rasguños. Mooshie me había
dicho que no viviera como él, y los consejos del viejo vigilante demostraron ser, como
siempre, verdad. Durante mis viajes por las tierras del norte, conservé algo que nunca
habría tenido, de haber permanecido en la soledad del huerto: la esperanza. Cada vez
que aparecía un nuevo pueblo en el horizonte, el entusiasmo animaba mis pasos. Algún
día me aceptarían y encontraría mi hogar.
Imaginaba que ocurriría de pronto. Me acercaría a una puerta, saludaría, y
entonces me presentaría como un elfo oscuro. Incluso la fantasía estaba limitada por la
realidad, pues sabía que la puerta nunca se abriría del todo ante mi presencia. Se me
permitiría una entrada vigilada, un período de prueba muy parecido al que había
soportado en Blingdenstone, la ciudad de los svirfneblis. Las sospechas durarían meses,
pero al final mis principios serían aceptados por lo que valían; el carácter de una
persona valdría más que el color de su piel y la reputación de su raza.
Mantuve viva esta fantasía a lo largo de los años. Cada palabra de cada
encuentro en la ciudad imaginaria se convirtió en una letanía que me protegía contra los
continuos rechazos. No habría sido suficiente si no hubiera tenido a Guenhwyvar, y
ahora tenía también a Mielikki.
DRIZZT DO'URDEN
2O
Años y kilómetros
Drizzt se acomodó junto al fuego, que ardía en una vieja cuba de mineral que
había encontrado el grupo. Éste sería el séptimo invierno del drow en la superficie, pero
todavía le molestaba el frío. Había pasado décadas —y su pueblo había vivido así
durante milenios— en la atmósfera siempre cálida de la Antípoda Oscura. A pesar de
que todavía faltaban meses para la llegada del invierno, ya se anunciaba en los vientos
helados que soplaban de las montañas llamadas la Columna del Mundo. Drizzt sólo
llevaba una vieja manta, fina y desgarrada, sobre la ropa, la cota de mallas y el cinturón
con las armas.
El drow sonrió al advertir la discusión de los compañeros sobre quién sería el
siguiente en beber de la botella de vino que les habían dado, y sobre la cantidad bebida
por el último de ellos. Drizzt se encontraba solo junto a la cuba; los frailes plañideros, si
bien no lo rechazaban, tampoco se le acercaban mucho. El elfo lo aceptaba y
comprendía que los fanáticos aceptaban su presencia por razones prácticas. Algunos
miembros de la banda llegaban a disfrutar con los ataques de los diversos monstruos de
la región, pero los más pragmáticos apreciaban tener a un drow bien armado y experto
que los protegiera.
La relación también era conveniente para Drizzt, aunque poco gratificante.
Había dejado el huerto de Mooshie lleno de esperanza, aunque era una esperanza
moderada por las verdades de su existencia. Una y otra vez se había presentado en los
pueblos y lo habían rechazado con una barrera de insultos, desprecios y armas
desenfundadas. En cada ocasión, había hecho caso omiso del rechazo. Fiel a su espíritu
de vigilante —porque Drizzt era ahora un vigilante, por entrenamiento y corazón—,
aceptaba su destino con estoicismo.
Sin embargo, el último rechazo le había demostrado que su voluntad comenzaba
a flaquear. En Luskan, una ciudad en la Costa de la Espada, no habían sido los guardias
quienes lo habían rechazado, porque ni siquiera llegó a presentarse ante las puertas. Sus
propios temores lo habían mantenido apartado, y este hecho lo asustaba más que
cualquier arma. En la carretera que llevaba a la ciudad, Drizzt había encontrado al grupo
de los frailes plañideros, y los parias lo habían aceptado, en parte porque no tenían
medios para alejarlo y también porque, en su desgracia, no los preocupaban las
diferencias raciales. Incluso dos del grupo se habían arrojado a los pies del drow, y le
habían rogado que descargara contra ellos la «malignidad de los elfos oscuros» y los
hiciera sufrir.
A lo largo de la primavera y el verano, la relación había evolucionado, y ahora
Drizzt actuaba de guardián silencioso mientras los frailes continuaban con las prácticas
de mendicidad y sufrimiento. En conjunto, era una situación bastante desagradable, e
incluso falsa, pero el drow no había encontrado nada mejor.
El elfo contempló el fuego y pensó en su destino. Aún tenía a Guenhwyvar, y en
varias ocasiones había hecho buen uso de las cimitarras y el arco. Cada día se repetía
que, además de ayudar a los fanáticos hasta cierto punto indefensos, también servía a
Mielikki y a sus principios. De todas maneras, no tenía mucho respeto por los frailes y
no podía considerarlos amigos. Al observar a los cinco hombres borrachos, que
discutían entre ellos, pensó que nunca lo serían.
—¡Pégame! ¡Azótame! —gritó de pronto uno de los frailes, que echó a correr
hacia la cuba. Tropezó con el drow, y el joven lo sostuvo en pie, aunque sólo un
instante—. ¡Descarga tu maldad drow sobre mi cabeza! —farfulló el fraile mugriento y
sin afeitar, y su esquelético cuerpo cayó al suelo hecho un ovillo.
Drizzt le volvió la espalda, sacudió la cabeza y, con un gesto inconsciente, metió
la mano en la bolsa para sentir el contacto de la estatuilla de ónice y recordar que no
estaba solo. Sobrevivía, mantenía una batalla interminable y solitaria, pero distaba
mucho de estar satisfecho. Había encontrado un lugar, no un hogar.
—Como el huerto sin Montolio —murmuró el drow—. Sin un hogar.
—¿Has dicho algo? —preguntó un fraile gordo, el hermano Mateo, que se
acercaba para recoger al compañero borracho—. Perdona al hermano Jankin, amigo
mío. Creo que ha bebido demasiado.
La sonrisa de Drizzt le dijo que no se consideraba ofendido, pero las palabras
que pronunció después cogieron por sorpresa al hermano Mateo, el líder y el más
inteligente del grupo... aunque no el más honrado.
—Completaré con vosotros el viaje hasta Mirabar —anunció Drizzt—, y
después me iré.
—¿Te irás? —preguntó Mateo, preocupado.
—Éste no es mi lugar —contestó Drizzt.
—Diez Ciudades es el lugar —exclamó Jankin.
—Si alguien te ha ofendido... —dijo Mateo, sin hacer caso al borracho.
—Nadie —respondió Drizzt con una sonrisa—. Para mí hay algo más en la vida,
hermano Mateo. No te enfades, te lo ruego, pero me marcho. No es una decisión tomada
a la ligera.
—Como quieras —repuso Mateo después de considerar un momento la
situación—. ¿Sería mucho pedir que nos escoltaras a través del túnel hasta Mirabar?
—¡Diez Ciudades! —insistió Jankin—. ¡Aquél es el lugar para sufrir! A ti
también te gustará, drow. Una tierra de renegados, donde un bribón puede encontrar su
lugar...
—A menudo hay ladrones que se ocultan en las sombras para asaltar a los frailes
desarmados —lo interrumpió Mateo, al tiempo que sacudía a Jankin.
Drizzt hizo una pausa para reflexionar en las palabras de Jankin, que acababa de
desmayarse, y luego se dirigió a Mateo.
—¿No es la razón por la que escogéis la ruta del túnel para entrar en la ciudad?
—inquirió. El túnel estaba reservado a los carros cargados de minerales, provenientes de
la Columna del Mundo, pero los frailes iban siempre por allí, a pesar de los riesgos, para
poder dar un rodeo completo a la ciudad antes de entrar en ella—. ¿Para ser víctimas y
sufrir? Sin duda, el camino será menos difícil ahora que faltan meses para la llegada del
invierno.
A Drizzt no le gustaba el túnel de Mirabar. Todo aquel con quien se cruzara allí
descubriría su identidad antes de que pudiera ocultarla. Ya lo habían detenido en los dos
viajes anteriores.
—Los demás insisten en que pasemos por el túnel, aunque nos aparta muchos
kilómetros de nuestro destino —contestó Mateo, con un tono un poco más duro—. Pero
yo prefiero otras formas de sufrimiento más personales y apreciaría tu compañía hasta
Mirabar.
Drizzt tuvo ganas de pegarle cuatro gritos al fraile mentiroso. Mateo consideraba
un suplicio perderse una comida y sólo mantenía esta fachada porque muchas personas
ingenuas daban monedas a los fanáticos con sotanas, aunque sólo fuera por librarse de
ellos.
El drow asintió y observó cómo Mateo se llevaba a Jankin a rastras.
—Después me iré —murmuró para sí mismo.
Podía repetirse hasta el cansancio que servía a su diosa y a su corazón al
proteger a los frailes desamparados, pero su comportamiento a menudo contradecía lo
que proclamaban.
—¡Drow! ¡Drow! —balbuceó el hermano Jankin mientras Mateo lo arrastraba
hacia donde estaban los demás.
21
Hephaestus
El hermano Mateo abría la marcha hacia el túnel junto a otro fraile, y los otros
tres completaban un escudo protector alrededor de Drizzt, que caminaba con la capucha
bien ajustada y encorvado de espaldas. Esto lo había pedido el propio Drizzt para poder
ocultarse de las miradas ajenas.
Avanzaron a buen ritmo por el pasaje iluminado con antorchas, sin encontrar a
nadie, hasta que llegaron a una intersección. Mateo se detuvo bruscamente, al ver la reja
levantada en un corredor a la derecha. Una docena de pasos más allá, se veía una puerta
de hierro abierta y después sólo oscuridad, porque, a diferencia del túnel principal, no
había antorchas.
—Qué extraño —comentó Mateo.
—Un descuido imperdonable —dijo otro—. Roguemos que ningún viajero,
menos experto que nosotros, equivoque el rumbo y tome por allí.
—Quizá tendríamos que bajar la reja —propuso un tercero.
—No —se opuso Mateo—. Puede haber alguien allí abajo, quizás algún
mercader, al que no le gustaría encontrar la reja bajada.
—¡No! —gritó de pronto el hermano Jankin, y corrió a situarse a la cabeza del
grupo—. ¡Es una señal! ¡Una señal divina! ¡Se nos llama, hermanos míos, para que nos
reunamos con Phaestus, el sufrimiento final! —Jankin dio media vuelta dispuesto a
entrar en el corredor, pero Mateo y los demás, acostumbrados a los disparates del fraile,
se le echaron encima y lo sujetaron—. ¡Phaestus! —chilló Jankin enloquecido—. ¡Ya
voy!
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Drizzt, que no sabía de qué hablaban los
frailes, aunque creía recordar la referencia—. ¿Quién, o qué es Phaestus?.
—Hephaestus —lo corrigió el hermano Mateo. Drizzt conocía el nombre. Uno
de los libros que había recogido del huerto de Mooshie trataba el tema de los dragones,
y Hephaestus, un venerable dragón rojo que vivía en las montañas al noroeste de
Mirabar, figuraba en el texto—. Desde luego no es el nombre verdadero del dragón —
añadió el fraile entre gruñidos mientras forcejeaba con Jankin—. Nadie lo sabe.
Jankin se retorció bruscamente. Consiguió separarse del otro fraile y dio un
pisotón en la sandalia de Mateo.
—Hephaestus es un viejo dragón rojo que vive en las cuevas al oeste de Mirabar
desde hace tanto tiempo que ni siquiera los enanos recuerdan cuándo llegó —explicó
otro fraile, el hermano Herschel, menos ocupado que Mateo—. La ciudad lo tolera
porque es haragán y estúpido, aunque yo no me atrevería a decírselo. Supongo que la
mayoría de las ciudades están dispuestas a aceptar la presencia de un dragón rojo si con
ello consiguen evitar una pelea. Pero Hephaestus no es muy dado al pillaje (nadie
recuerda cuándo salió por última vez de su agujero), y de vez en cuando incluso lo
contratan para fundir minerales, aunque la tarifa es bastante cara.
—Hay quienes la pagan —añadió Mateo, que ya tenía otra vez bien sujeto a
Jankin—, a finales de la temporada, con la intención de llevar una última caravana hacia
el sur. ¡No hay nada como el aliento de un dragón rojo para fundir los metales!
La carcajada de Mateo se cortó de pronto cuando Jankin lo tumbó al suelo de un
puñetazo.
Jankin echó a correr, pero la libertad le duró muy poco. Antes de que los demás
frailes pudieran reaccionar, Drizzt se quitó la capa y fue tras él; le dio caza apenas
pasada la puerta de hierro. Una zancadilla y un movimiento de muñeca bastaron para
tumbar de espaldas al hombre y dejarlo sin aliento.
—Salgamos de aquí cuanto antes —dijo el drow, con la mirada puesta en el
fraile caído—. Estoy harto de las tonterías de Jankin, y si insiste lo dejaré que vaya a
reunirse con el dragón.
Dos frailes se acercaron para hacerse cargo de Jankin, y el grupo se dispuso a
reanudar la marcha.
—¡Socorro! —gritó una voz desde las profundidades del pasaje. Drizzt empuñó
las cimitarras. Los frailes se apiñaron a su alrededor y espiaron en la oscuridad.
—¿Ves algo? —le preguntó Mateo al drow, porque sabía que Drizzt disponía de
visión infrarroja.
—No, pero hay una curva un poco más allá —respondió el elfo.
—¡Socorro! —repitió la voz.
A espaldas del grupo, oculto en una curva del túnel principal, Tephanis tuvo que
reprimir la carcajada. Los trasgos eran muy buenos ventrílocuos, y la mayor dificultad
que tenía Tephanis en la realización del engaño era pronunciar con la lentitud suficiente
para ser entendido.
Drizzt avanzó cauteloso, y los frailes, preocupados por la llamada de auxilio, lo
siguieron. El drow les indicó que retrocedieran, al comprender que podía tratarse de una
trampa.
Pero Tephanis era demasiado rápido. La puerta se cerró con gran estrépito y,
antes de que el drow, a sólo dos pasos de distancia, pudiera pasar entre los frailes, el
trasgo ya había accionado la cerradura. Un segundo después, Drizzt y los frailes
escucharon el ruido de la reja al bajar.
Tephanis regresó a la superficie al cabo de unos minutos, muy orgulloso por lo
que había hecho y recordándose a sí mismo que debía mantener una expresión de
desconcierto cuando le explicara a Roddy que no había dado con el paradero del drow.
Los frailes dejaron de gritar en cuanto Drizzt les avisó que los gritos podían
despertar al ocupante del otro extremo del túnel.
—Además, aunque alguien pasara junto a la reja, no escucharía nada a través de
esta puerta —comentó el drow mientras inspeccionaba el portal a la luz de la vela que
sostenía Mateo.
La puerta, construida por los enanos, estaba hecha de una combinación de
hierro, piedra y cuero, y encajaba perfectamente en el marco.
Drizzt dio unos cuantos golpes con el pomo de la cimitarra, y el ruido no llegó
más allá de lo que habían llegado los gritos.
—Estamos perdidos —gimió Mateo—. No tenemos manera de salir y nuestras
provisiones son escasas.
—¡Otra señal! —exclamó de pronto Jankin.
Los dos frailes que lo vigilaban lo tumbaron en el acto y se sentaron sobre su
cuerpo para impedir que echara a correr hacia la guarida del dragón.
—Quizás el hermano Jankin tenga algo de razón —dijo Drizzt después de una
larga pausa.
—¿Crees que nuestras provisiones durarán más si el hermano Jankin va a
reunirse con Hephaestus? —preguntó Mateo con una mirada de sospecha.
—No tengo la intención de sacrificar a nadie —afirmó Drizzt con una carcajada
y mirando a Jankin, que intentaba librarse de sus compañeros—. Pero al parecer sólo
nos queda una salida.
—Si no piensas sacrificar a nadie, entonces miras en la dirección equivocada —
protestó el fraile al ver que Drizzt observaba el pasaje en tinieblas—. ¡No pensarás
pasar por donde está el dragón!
—Ya lo veremos —contestó Drizzt.
Encendió otra vela con la primera y avanzó unos cuantos metros. El sentido
común del drow se oponía al innegable entusiasmo que sentía ante la perspectiva de
enfrentarse a Hephaestus, aunque pensaba que la necesidad acabaría con la discusión.
Montolio había luchado contra un dragón, y el fuego le había quemado los ojos. Pero
aparte de las heridas, los recuerdos del vigilante no habían sido tan terribles. Drizzt
comenzaba a comprender lo que el vigilante ciego le había dicho sobre las diferencias
entre sobrevivir y vivir. ¿Hasta qué punto resultarían valiosos los quinientos años que
tenía por delante?
Por el bien de los frailes, Drizzt confiaba en que apareciera alguien para abrir la
reja y la puerta. Sin embargo, le cosquilleaban los dedos cuando metió la mano en la
bolsa y sacó el libro sobre dragones.
Los ojos del drow no necesitaban mucha luz, y podían ver las letras casi sin
dificultades. Tal como sospechaba, había una referencia al venerable dragón rojo que
vivía al oeste de Mirabar. El texto confirmaba que Hephaestus no era su nombre
verdadero, sino uno que le habían dado y que hacía referencia a un oscuro dios de los
herreros.
El comentario no era muy extenso. Las citas correspondían a mercaderes que
habían contratado al dragón por su aliento, y mencionaba a otros que al parecer habían
dicho algo equivocado o regateado demasiado el precio —o quizá sencillamente el
dragón tenía hambre o estaba de malhumor— y nunca más habían regresado. Lo más
importante para Drizzt era la confirmación de lo que habían dicho los frailes: que el
dragón era perezoso y un tanto estúpido. Según el libro, Hephaestus era muy orgulloso,
cosa habitual entre los dragones, y sabía hablar la lengua común, pero carecía de la
astucia y la inteligencia que normalmente se atribuían a la raza, y en especial a los
venerables rojos.
—El hermano Herschel intenta abrir la cerradura —le comunicó Mateo—. Tus
dedos son más hábiles. ¿No quieres intentarlo?
—Ni él ni yo podemos abrir esa cerradura —respondió Drizzt con aire ausente,
sin apartar la mirada del libro.
—Al menos Herschel lo intenta —gruñó Mateo—, y no se aparta a un lado ni
derrocha velas para leer un libro inútil.
—No es inservible para quien pretenda salir vivo de aquí —contestó Drizzt,
atento a la lectura.
La respuesta despertó el interés del fraile.
—¿De qué trata? —preguntó Mateo, inclinándose sobre el hombro de Drizzt,
aunque no sabía leer.
—Habla de la vanidad.
—¿La vanidad? ¿Qué tiene que ver la vanidad...?
—La vanidad de los dragones —lo interrumpió Drizzt—. Algo muy importante.
Todos los dragones son muy vanidosos, los malvados más que los buenos.
—Con garras largas como espadas y un aliento capaz de derretir las piedras, no
es de extrañar —masculló Mateo.
—Quizá, pero la vanidad es sin duda un punto débil incluso para un dragón.
Varios héroes se han aprovechado de esta flaqueza para derrotarlos.
—¿Ahora piensas matar al dragón? —exclamó Mateo.
—Si es necesario —repuso Drizzt, sin hacerle mucho caso.
Mateo alzó las manos y se alejó, sacudiendo la cabeza como única respuesta a
las miradas de los demás frailes.
Drizzt sonrió para sus adentros y volvió a enfrascarse en la lectura. Los planes
comenzaban a definirse. Leyó la referencia varias veces, hasta aprenderla de memoria.
Tres velas más tarde, Drizzt continuaba leyendo y los frailes estaban cada vez
más impacientes y hambrientos. Incordiaron a Mateo, que por fin se puso de pie,
acomodó el cinturón por encima de la barriga, y se acercó al drow.
—¿Más vanidades? —preguntó sarcástico.
—Ya he acabado con esa parte —respondió Drizzt. Levantó el libro para
mostrarle a Mateo el dibujo de un enorme dragón negro acurrucado entre varios árboles
caídos en un pantano—. Ahora estudio al dragón que puede ayudar a nuestra causa.
—Hephaestus es rojo —comentó Mateo con desprecio—, no negro.
—Éste es un dragón diferente —explicó Drizzt—. Mergandevinasander de
Chult, quizás el visitante que hablará con Hephaestus.
—Los negros y los rojos no se llevan bien —afirmó Mateo desconcertado pero
también escéptico—. Hasta los tontos lo saben.
—Pocas veces hago caso de los tontos —replicó Drizzt, y una vez más el fraile
se alejó moviendo la cabeza—. Hay algo más que tú no sabes, pero que Hephaestus sin
duda conoce —añadió Drizzt, tan bajo que nadie más lo oyó—. ¡Mergandevinasander
tiene los ojos lila!
Drizzt cerró el libro, seguro de que ahora sabía lo suficiente para hacer el
intento. Si alguna vez hubiese visto antes el terrible esplendor de un venerable rojo,
ahora no habría sonreído. Pero la ignorancia y las memorias de Montolio alimentaron el
coraje del joven guerrero drow, que no tenía nada que perder. Además, no estaba
dispuesto a morir de inanición; por miedo a un peligro desconocido, aunque todavía era
demasiado pronto para iniciar la aventura.
Antes tenía que practicar su mejor voz de dragón.
De todas las maravillas que Drizzt había visto a lo largo de su vida aventurera,
ninguna —ni las grandes mansiones de Menzoberranzan, ni la caverna de los illitas o el
lago de ácido— podía aspirar a compararse con el impresionante espectáculo de la
guarida del dragón. Montañas de oro y gemas tapizaban el suelo de la enorme sala,
formando ondas como la estela de un barco enorme en el mar. Armas y armaduras
relucientes se amontonaban por todas partes, y la abundancia de objetos manufacturados
—cálices, vasos, griales— era suficiente para abastecer los tesoros de un centenar de
reyes ricos.
El drow tuvo que hacer un esfuerzo para volver a la realidad. No eran las
riquezas lo que encendía su imaginación —no le daba valor a las posesiones
materiales— sino las aventuras que sugerían todos aquellos objetos preciosos. Al
contemplar la guarida del dragón, las peripecias vividas en el camino con los frailes
plañideros y el sencillo sueño de tener un hogar le parecieron baladíes. Pensó una vez
más en el relato de Montolio sobre su encuentro con el dragón y en todas las otras
aventuras que le había contado el vigilante ciego. De pronto sintió la necesidad de vivir
el mismo tipo de proezas.
El elfo quería un hogar y deseaba que lo aceptaran, pero al mirar los tesoros,
comprendió que también quería aparecer en los libros de los bardos. Deseó poder viajar
por carreteras llenas de peligro, y escribir incluso sus propias historias.
La sala era inmensa e irregular, con muchos rincones ciegos, y la iluminación le
daba un resplandor dorado. El ambiente era cálido, y tanto Drizzt como los frailes se
inquietaron al pensar en la fuente de calor.
Drizzt se volvió hacia los frailes y les guiñó un ojo. Después señaló hacia la
izquierda, en dirección a la única salida, y, sin emitir sonido alguno, movió los labios
para decir: «Ya sabéis la señal».
Mateo asintió inquieto; aún dudaba si había hecho bien en confiar en el drow.
Drizzt había sido un buen aliado en la carretera, pero un dragón era un dragón.
El joven volvió a examinar la sala, esta vez mirando más allá de los tesoros.
Entre dos pilas de oro vio su objetivo, y era tanto o más espléndido que las joyas y las
gemas. En el hueco formado por las dos pilas había una cola enorme cubierta de
escamas, con el mismo tono dorado rojizo de la luz, que se movía lenta y suavemente de
un lado a otro, aumentando la profundidad del surco.
El drow había visto figuras de dragones; uno de los magos de la Academia
incluso había creado imágenes de las diversas clases de dragones para los estudiantes.
Pese a ello, nada había preparado al joven para el espectáculo de un dragón vivo. En
todos los Reinos no había nada más impresionante, y, de todas las variedades de
dragones, los rojos eran los más imponentes.
Cuando Drizzt consiguió desviar la vista de la cola, escogió el camino a seguir a
través de la sala. El pasaje desembocaba a bastante altura en una de las paredes, pero
había un camino bien marcado para llegar hasta el suelo. Drizzt lo estudió durante un
buen rato, hasta memorizar cada escalón. Después echó dos puñados de tierra en los
bolsillos, sacó una flecha de la aljaba y la dotó con un hechizo de oscuridad. Con mucho
cuidado y en silencio, bajó uno a uno los peldaños, guiado por el suave roce de la cola
contra el oro. Estuvo a punto de caer cuando tropezó con la primera montaña de gemas,
y oyó cómo la cola se detenía.
—Aventura —murmuró para sí mismo.
Prosiguió la marcha, concentrado en la imagen mental de la sala. Imaginó que el
dragón se erguía ante él, capaz de ver a través del globo de oscuridad. Se encogió
instintivamente, convencido de que una bola de fuego lo abrasaría de un momento a
otro. Pero siguió adelante y, cuando por fin llegó a la pila de oro, se alegró de oír la
pausada respiración del dragón, que dormitaba.
Drizzt comenzó a subir la segunda pila paso a paso, mientras dejaba que el
hechizo de levitación surgiera en su mente. No tenía mucha confianza en lograrlo
porque el hechizo le había fallado en todas las últimas pruebas, pero cualquier ayuda era
bienvenida en este momento. Llegó a la mitad de la pila, echó a correr y ejecutó el
hechizo, que le permitió permanecer en el aire durante una fracción de segundo antes de
perder efecto. Entonces Drizzt cayó, al mismo tiempo que disparaba el arco para lanzar
la flecha con el globo de oscuridad al otro lado de la sala.
Jamás hubiese creído que un monstruo tan grande pudiera ser tan ágil, pero
cuando cayó con todo su peso sobre una pila de copas y ánforas recamadas de piedras
preciosas, se encontró delante mismo de la cara de una bestia muy furiosa.
¡Qué ojos! Como rayos gemelos, su mirada se clavó en Drizzt, lo atravesó, lo
empujó a prosternarse y a suplicar misericordia, a revelar todos los engaños, y a
confesar todos los pecados a Hephaestus, el dios. El largo cuello del dragón se inclinó
ligeramente a un lado, pero la mirada no se apartó del drow, manteniéndolo sujeto con
la misma firmeza que el abrazo de Bluster, el oso.
Una voz sonó débil pero insistente en los pensamientos de Drizzt: la voz del
vigilante ciego cuando relataba historias de batallas y heroísmo. Al principio, el drow
apenas si la oía: pero la voz insistía para recordarle a su manera que cinco hombres
dependían de él. Si fracasaba, los frailes morirían. Esta parte del plan no fue difícil para
Drizzt, porque creía sinceramente en las palabras.
—¡Hephaestus! —gritó en la lengua común—. ¿Puede ser finalmente que seas
tú? ¡Oh, eres magnífico! ¡Mucho más magnífico de lo que dicen los relatos!
La cabeza del dragón se apartó una docena de pasos, y una expresión de
desconcierto apareció en aquellos ojos sabios.
—¿Me conoces? —rugió Hephaestus, y el ardiente aliento del dragón agitó la
cabellera blanca del drow con la fuerza del viento.
—¡Todos te conocen, poderoso Hephaestus! —gritó Drizzt, que se arrodilló, sin
atreverse a permanecer de pie—. ¡Era a ti al que buscaba y ahora que te encuentro
puedo decir que no me decepcionas!
—¿Por qué el elfo oscuro busca a Hephaestus? —preguntó el dragón con una
mirada de sospecha—. El destructor de Cockleby y devorador de diez mil reses, el que
aplastó Angalander, el que...
Continuó el recitado durante varios minutos, y Drizzt soportó el aliento fétido
estoicamente, sin dejar de fingir una profunda admiración por la larga lista de maldades.
Cuando Hephaestus terminó, el drow tuvo que hacer una pausa para recordar la
pregunta inicial. Su desconcierto sirvió para mejorar el engaño.
—¿Elfo oscuro? —preguntó como si no hubiese entendido la pregunta. Miró al
dragón y repitió las palabras, todavía con más desconcierto—. ¿Elfo oscuro?
El dragón echó un vistazo a la sala, observó las montañas de tesoros, y se detuvo
un momento en el globo de oscuridad, casi al otro lado del recinto.
—¡Me refiero a ti! —bramó de pronto, y la fuerza del grito hizo caer de espaldas
a Drizzt—. ¡Elfo oscuro!
—¿Drow? —dijo Drizzt, que se recuperó en el acto y esta vez sí que se puso de
pie—. No, no lo soy. —Se miró el cuerpo y asintió como si de pronto se viera en la
realidad—. Sí, desde luego —añadió—. ¡Muchas veces olvido el cuerpo que tengo
ahora! —Hephaestus soltó un gruñido de impaciencia, y el joven comprendió que debía
actuar deprisa—. No soy un drow —afirmó—, aunque no tardaré en serlo si Hephaestus
no puede ayudarme. —Drizzt sólo podía confiar en despertar la curiosidad del dragón—
. Estoy seguro de que has escuchado hablar de mí, poderoso Hephaestus. Soy, o era... y
espero volver a serlo, Mergandevinasander de Chult, un viejo negro de larga fama.
—¿Mergandevin...? —Hephaestus se interrumpió en mitad del nombre.
Desde luego, lo había escuchado mencionar. Los dragones conocían los nombres
de casi todos los demás dragones del mundo. Hephaestus también sabía, como había
sospechado Drizzt, que Mergandevinasander tenía los ojos lila.
Para ayudarse en la explicación, Drizzt recordó sus experiencias con Clak, el
desgraciado pek que había sido transformado en oseogarfio por un mago.
—Un mago me derrotó —dijo compungido—. Un grupo de aventureros entró en
mi guarida. ¡Ladrones! ¡Atrapé a uno de ellos, un paladín! —A Hephaestus pareció
gustarle este pequeño detalle, y Drizzt se felicitó por su inventiva—. ¡Cómo se derretía
su armadura plateada con el ácido de mi aliento!
—Una pena haberlo desperdiciado —comentó Hephaestus—. ¡Los paladines son
un bocado exquisito!
Drizzt sonrió para ocultar la inquietud ante el comentario.
«¿Qué gusto tendrá la carne de elfo oscuro?», se preguntó al ver la boca del
dragón tan cerca.
—Los habría matado de no haber sido por aquel maldito hechicero. ¡Fue él
quien me hizo esta cosa tan terrible!
Drizzt miró su cuerpo de drow con un gesto de asco.
—¿Te refieres a la polimorfía? —preguntó Hephaestus, y a Drizzt le pareció
percibir un tono de compasión en la voz.
—Un hechizo malvado —asintió solemne—. Me quitó la forma, las alas, el
aliento. En mi pensamiento no dejé de ser Mergandevinasander, pero... —Hephaestus
abrió los ojos ante la pausa, y la mirada de angustia y desconcierto que le dirigió Drizzt
hizo que el dragón se apartara—. De pronto he descubierto que me gustan las arañas —
murmuró el drow—. Hacerles mimos, besarlas...
«Conque éste es el aspecto que tiene un dragón asqueado», pensó Drizzt cuando
volvió a mirar al monstruo.
Las monedas y las joyas tintinearon por toda la sala cuando un temblor
involuntario sacudió al dragón.
Los frailes, apiñados en la boca del túnel, no podían ver el encuentro, pero sí
escuchaban la conversación con toda claridad y comprendían el juego que el drow se
traía entre manos. Por primera vez desde que lo conocían, el hermano Jankin había
enmudecido, y fue Mateo el que susurró unas pocas palabras que expresaban el
sentimiento general.
—¡Hay que reconocer que tiene agallas!
El fraile gordo soltó una risita, y se tapó la boca en el acto, asustado por la
posibilidad de haber hablado demasiado alto.
—¡La señal! —gritó Mateo por encima del tumulto—. ¡Corred si queréis salvar
la vida! ¡Corred!
—¡No! —replicó el hermano Herschel aterrorizado, y los demás, excepto
Jankin, estuvieron de acuerdo.
—¡Oh, qué alegría poder sufrir tanto! —aulló el fanático, que se apresuró a salir
del túnel.
—¡Tenemos que escapar! ¡Nos va la vida en ello! —les recordó Mateo, al
tiempo que sujetaba a Jankin por el pelo para evitar que fuera en la dirección
equivocada.
Los otros frailes, al comprender que quizás ésta era la última oportunidad,
abandonaron el túnel con tanta prisa que resbalaron por la pendiente. Cuando se
pusieron de pie, comenzaron a dar vueltas, sin saber si debían volver al túnel o correr
hacia la salida. Intentaron subir sin éxito, sobre todo porque Mateo todavía trataba de
dominar a Jankin y les impedía el paso, así que el camino obligado era la salida.
Desesperados, los frailes corrieron a través de la sala.
Sin embargo, ni siquiera el terror impidió que cada uno de ellos, incluido Jankin,
se llenara los bolsillos con joyas a medida que corrían.
¡Nunca se había visto nada igual! Hephaestus, con los ojos cerrados, soltaba
llamas en un chorro interminable que desintegraba las paredes del nicho. El fuego
desbordaba el recinto —Drizzt estaba a punto de desmayarse por el calor— pero el
furioso dragón no cedía, dispuesto a humillar de una vez para siempre a su insolente
visitante.
Hephaestus espió una sola vez, para ver los efectos de su demostración. Los
dragones conocían sus salas de tesoros mejor que cualquier otra cosa en el mundo, y
Hephaestus no pasó por alto la imagen de cinco figuras que corrían a través de la sala en
dirección a la salida. Cesó el chorro de fuego, y el dragón dio media vuelta.
—¡Ladrones! —rugió con una fuerza capaz de partir piedras.
Drizzt comprendió que había acabado el juego.
La enorme boca con dientes como lanzas se lanzó contra el drow. Drizzt se hizo
a un lado y saltó hacia delante porque no podía hacerlo en ninguna otra dirección. Se
sujetó a uno de los cuernos del dragón, trepó para situarse sobre la cabeza y se aferró
con todas sus fuerzas mientras el monstruo intentaba hacerlo volar por los aires. El drow
quiso coger la cimitarra, pero en cambio metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado
de tierra. Sin la menor vacilación lanzó la tierra contra los ojos del dragón.
Hephaestus sacudió la cabeza de arriba abajo, enloquecido. Al ver que Drizzt
resistía con alma y vida, el astuto dragón escogió un método más eficaz.
El drow adivinó la intención de Hephaestus en cuanto la cabeza comenzó a subir
a gran velocidad. El techo era alto, pero no para el cuello del dragón. Era una caída muy
larga, pero preferible a morir aplastado, y Drizzt se dejó caer antes de que la cabeza se
estrellara contra la piedra.
El drow se levantó tambaleante en el momento en que Hephaestus, poco
afectado por el golpe, tomaba aire. Esta vez la suerte acompañó al drow. Un gran trozo
de piedra se desprendió del techo, fue a dar contra la cabeza del dragón, y Hephaestus
dejó escapar el aliento antes de convertirlo en llamas. Drizzt corrió por una de las
montañas de oro y se zambulló al otro lado.
Hephaestus rugió rabioso y, sin pensarlo, soltó el resto de aliento contra la pila.
Las monedas de oro se derritieron, y gemas enormes se quebraron por efecto del calor.
La montaña tenía un espesor de más de seis metros y era muy compacta, pero así y todo,
Drizzt notó que se le quemaba la espalda. Escapó de la pila, dejando atrás la capa
humeante mezclada con oro fundido.
Con las cimitarras en alto, Drizzt se lanzó contra el dragón, que retrocedía. En
una acción tan valiente como estúpida descargó las cimitarras con todas sus fuerzas,
pero sólo alcanzó a dar dos golpes; después se detuvo porque no podía soportar el dolor
en las manos. Era como pegar en una pared de piedra.
Hephaestus, con la cabeza bien alta, no prestó ninguna atención al ataque.
—¡Mi oro! —gimió el dragón. Entonces el monstruo miró hacia abajo, buscando
al drow—. ¡Mi oro! —repitió.
Drizzt encogió los hombros como disculpándose y echó a correr.
Hephaestus descargó un golpe con la cola, que chocó contra otra montaña de
tesoros, y una lluvia de monedas de oro y plata y gemas preciosas se dispersó por toda
la sala.
—¡Mi oro! —chillaba el dragón mientras derrumbaba las pilas a su paso.
Drizzt, agazapado detrás de una pila, cogió la estatuilla de ónice y llamó a la
pantera.
—¡Ayúdame, Guenhwyvar!
—¡Te huelo, ladrón! —anunció el dragón con una voz de trueno no muy lejos
del escondite del drow.
En respuesta al grito, la pantera apareció en lo alto de la pila, soltó un rugido y
se alejó de un salto. Drizzt, bien acurrucado, contó cuidadosamente los pasos de
Hephaestus.
—¡Te haré pedazos a dentelladas, transformista! —gritó el dragón, y abrió las
mandíbulas para engullir a la pantera.
Pero ni siquiera los dientes de un dragón podían morder la niebla insustancial en
que se había convertido de pronto la pantera.
Drizzt se embolsó unas cuantas gemas mientras corría hacia la salida, y los
rugidos de rabia del dragón ahogaron el ruido de sus pasos. La sala era muy grande, y
Drizzt no había llegado todavía a la salida cuando Hephaestus lo descubrió.
Desconcertado, pero no por ello menos furioso, el dragón se lanzó en su persecución.
A Drizzt se le ocurrió un último ardid al recordar que, según el libro, el dragón
rojo hablaba la lengua de los goblins.
—¡Cuando esa estúpida bestia salga detrás de mí, entrad y llevaos el resto! —
gritó en dicho idioma.
Hephaestus se detuvo en seco y se volvió para mirar desconfiado el agujero del
túnel que comunicaba con las minas. El estúpido dragón se enfrentaba a un dilema:
quería perseguir al drow pero al mismo tiempo tenía miedo de ser víctima de un robo.
Hephaestus se acercó al túnel, metió la cabeza en el agujero para comprobar si había
alguien en el interior, y después se apartó para pensar las cosas con más calma.
Los ladrones sin duda ya estarían lejos, pensó. Tendría que salir a cielo abierto si
quería atraparlos, algo de poco provecho en esta época del año, la más lucrativa. Al
final, Hephaestus resolvió el dilema de la misma manera que solucionaba todos los
otros problemas. Juró que se comería al próximo grupo de mercaderes que acudiera a
visitarlo. Recuperado el orgullo con esta decisión, que olvidaría en cuanto se fuera a
dormir, el dragón volvió a la sala para ordenar los tesoros y salvar lo que pudiera de las
pilas que había fundido sin darse cuenta.
22
—¡Nos has hecho pasar! —gritó el hermano Herschel. Todos los frailes excepto
Jankin abrazaron a Drizzt en cuanto éste se reunió con ellos en un valle rocoso, al este
de la entrada a la guarida del dragón—. ¡Si hay una manera de recompensarte por lo que
has...!
El drow vació el contenido de sus bolsillos como única respuesta, y cinco pares
de ojos codiciosos se abrieron como platos al ver las joyas de oro y piedras que
resplandecían a la luz de sol. Una gema en particular, un rubí grande como un huevo de
gallina, prometía riquezas para toda la vida.
—Para vosotros —explicó Drizzt—. Todas. No necesito tesoros.
Los frailes se miraron contritos, aunque ninguno estaba dispuesto a mostrar el
botín oculto en sus propios bolsillos.
—Quizá tendrías que guardar un poco —sugirió Mateo—, si todavía piensas en
marcharte.
—Así es —respondió el elfo.
—No puedes quedarte aquí—señaló Mateo—. ¿Adonde piensas ir?
Drizzt todavía no había pensado en un punto de destino. Sólo sabía que su lugar
no era con los frailes plañideros. Meditó durante unos momentos, recordando los
muchos callejones sin salida que había recorrido. De pronto tuvo una idea.
—Tú mencionaste el lugar —le dijo a Jankin—. Tú me dijiste el nombre del
lugar una semana antes de entrar en el túnel. —Jankin lo miró con curiosidad, sin
recordar la charla—. Diez Ciudades—añadió Drizzt—. Tierra de renegados, donde un
bribón puede encontrar su lugar.
—¿Diez Ciudades? —protestó Mateo—. Espero que recapacites, amigo. El valle
del Viento Helado no es un lugar muy placentero, y no creo que los asesinos de Diez
Ciudades te vayan a recibir con los brazos abiertos.
—El viento no cesa nunca —añadió Jankin con una mirada nostálgica en sus
negros ojos hundidos en las órbitas—. Siempre cargado de arena y muy frío. Te
acompañaré.
—¡Y los monstruos! —añadió otro, al tiempo que le daba un coscorrón a
Jankin—. ¡Yetis de la tundra, leones blancos, y bárbaros feroces! ¡No, yo no iría a Diez
Ciudades ni aunque me persiguiera el mismísimo Hephaestus!
—Cosa que el dragón bien podría hacer —replicó Herschel, con una mirada
inquieta hacia la cueva no tan distante—. Hay varias granjas en los alrededores. Quizá
nos dejen pasar la noche en alguna de ellas y regresar al túnel mañana.
—Yo no voy—repitió Drizzt—. Habéis dicho que Diez Ciudades es un lugar
poco acogedor, pero ¿me recibirían mejor en Mirabar?
—Pasaremos la noche en alguna granja —intervino Mateo, que había cambiado
de opinión—. Te compraremos un caballo, y las provisiones necesarias. No quiero que
te vayas —añadió—, aunque reconozco que Diez Ciudades es una buena elección... —
Miró a Jankin—. Para un drow. Muchos han encontrado allí un lugar. En realidad es un
hogar para aquel que no tiene ninguno.
—¿Cómo llego hasta allí? —preguntó Drizzt, que comprendió la sinceridad en la
voz del fraile y apreció su generosidad.
—Sigue las montañas —contestó Mateo—. Mantenías siempre a tu derecha.
Cuando rodees la cordillera, habrás entrado en el valle del Viento Helado. Un pico
solitario marca la llanura que se extiende al norte de la Columna del Mundo. Las
ciudades se levantan a su alrededor. ¡Ojalá todas respondan a tus esperanzas!
Dicho esto, los frailes se prepararon para la marcha. Drizzt cruzó las manos
detrás de la nuca y se apoyó contra la pared del valle. Sabía que era la hora de separarse
de los frailes, pero no podía negar la sensación de culpa y de soledad que esto le
producía. Las pequeñas riquezas que habían cogido en la cueva del dragón cambiarían
la vida de sus compañeros, servirían para procurarles cobijo y atender a sus necesidades.
En su caso, en cambio, no podían echar abajo las barreras a las que él se enfrentaba.
Diez Ciudades, la tierra que Jankin había mencionado como una casa para los
desamparados, un punto de reunión para aquellos que no tenían adonde ir, reanimó un
poco las esperanzas del drow. ¿Cuántas veces el destino se había vuelto en su contra?
¿A cuántas puertas se había acercado lleno de ilusión sólo para ser rechazado a punta de
lanza? Esta vez sería diferente, pensó Drizzt; porque, si no podía encontrar un lugar en
la tierra de los renegados, ¿qué otro sitio quedaba para él?
Para el drow, que había pasado tanto tiempo escapando de la tragedia, la culpa y
los prejuicios que no podía eludir, no era grato contar sólo con la esperanza.
—Los frailes plañideros —susurró Roddy McGristle, que espiaba al grupo desde
lo alto de un montículo mientras los frailes se dirigían otra vez hacia el túnel de
Mirabar.
—¿Qué? —exclamó Tephanis, que se apresuró a salir de su saco para unirse a
Roddy. Por primera vez en su vida, la velocidad del trasgo fue una desventaja. Sin darse
cuenta de lo que decía, añadió—: ¡No-puede-ser! El-dragón... —La furiosa mirada del
montañés cayó sobre Tephanis como la sombra de una nube de tormenta—. Quiero-
decir, suponía... —tartamudeó el trasgo, pero comprendió que Roddy, que conocía el
túnel mejor que él y también estaba enterado de su habilidad con las cerraduras, había
adivinado su estratagema.
—Se te ocurrió que podías matar al drow —dijo Roddy, con calma.
—Por-favor, mi-amo —replicó Tephanis—. No-tenía-intención... Tenía-miedo-
por-ti. ¡El-drow-es-un-demonio! Los-envié-al-túnel-del-dragón. Pensé-que-tú...
—Olvídalo —gruñó Roddy—. Hiciste lo que creías mejor, y nada más. Ahora
vuelve a tu saco. Quizá podamos arreglar lo que has hecho, si el drow no está muerto.
—Tephanis asintió, más tranquilo, y se metió en el saco. Roddy lo recogió y llamó al
perro—. Conseguiré que los frailes hablen —prometió—, pero primero...
Roddy levantó el sacó y lo estrelló contra la roca.
—¡Amo! —gritó el trasgo.
—¡Maldito ladrón de elfos...! —chilló Roddy sin dejar de golpear el saco contra
la piedra. Tephanis resistió los primeros golpes, e incluso llegó a cortar la tela con la
daga. Pero pronto el saco se oscureció con la humedad de la sangre, y acabó la
resistencia del trasgo—. Maldito mutante ladrón de elfos —murmuró Roddy, arrojando
el saco—. Ven, perro. Si el drow está vivo, los frailes sabrán dónde encontrarlo.
El frío viento del este zumbaba en sus oídos como una canción interminable.
Drizzt lo escuchaba desde que había rodeado el extremo oeste de la Columna del
Mundo, para dirigirse primero hacia el norte y después al este, por la extensa y árida
llanura que llevaba el nombre del viento: el valle del Viento Helado. Aceptaba el
lamento y el mordisco helado del viento, porque eran un símbolo de libertad. Cuando
rodeó la cordillera encontró otro símbolo: el mar abierto. Había visitado la costa en una
ocasión anterior, durante el viaje a Luskan, y ahora quería hacer una pausa y recorrer los
pocos kilómetros que había hasta la playa. Pero el viento frío le recordó que estaba a las
puertas del invierno, y comprendió las dificultades que encontraría si recorría el valle
después de las primeras nevadas.
El primer día después de entrar en el valle divisó la cumbre de Kelvin, la
montaña que se erguía solitaria en la tundra, al norte de la gran cordillera. Se dirigió
hacia allí al galope; para él era la señal que le indicaba la tierra donde tendría su hogar.
Su corazón rebosaba de entusiasma cada vez que miraba el pico.
Adelantó a varios grupos pequeños, carretas solitarias o un puñado de hombres a
caballo, mientras se aproximaba a la región de Diez Ciudades por el sudoeste, la ruta de
las caravanas. El sol estaba en el ocaso, y Drizzt mantenía bien apretada la capucha de
su capa nueva, para ocultar la piel negra. Saludó con un movimiento de cabeza a cada
viajero que adelantó.
Tres lagos dominaban la región, junto con la cumbre de Kelvin, que se elevaba
hasta los trescientos cincuenta metros de altura por encima de la llanura; había nieve en
la cima incluso en el verano. De las diez ciudades que daban su nombre a la zona, sólo
la principal, Bryn Shander, se encontraba apartada de los lagos. La habían construido
sobre una. colina, y ahora su bandera ondeaba orgullosa en el viento. La ruta de las
caravanas, la ruta de Drizzt, conducía a esta ciudad, que temía el mercado más
importante.
Drizzt podía ver por las columnas de humo que había otras comunidades a pocos
kilómetros de la ciudad. Por un momento pensó si debía dirigirse a los pueblos más
pequeños en lugar de ir directamente a la ciudad.
—No —exclamó en voz alta.
Metió la mano en la bolsa para tocar la estatuilla de ónice, taloneó al caballo y
cabalgó colina arriba.
—¿Mercader? —le preguntó uno de los dos guardias que se aburrían delante del
portón de hierro—. Es un poco tarde para venir a hacer negocios.
—No soy mercader —contestó Drizzt, bastante nervioso ahora que había llegado
el momento decisivo.
Llevó las manos a la capucha, intentando disimular el temblor.
—Entonces, ¿de qué ciudad? —preguntó el otro guardia.
Drizzt bajó las manos, sorprendido por la pregunta.
—De Mirabar —respondió sinceramente, y entonces, antes de detenerse a sí
mismo y de que los guardias lo distrajeran con alguna otra pregunta, apartó la capucha.
Los guardias, boquiabiertos, acercaron las manos a las espadas—. No —exclamó
Drizzt, con un cansancio en la voz y la postura que los guardias no comprendían—. No,
por favor.
Ya no le quedaban fuerzas para sostener batallas motivadas por malentendidos.
Contra una horda de goblins o un gigante no vacilaba en empuñar las cimitarras; pero
frente a alguien que sólo peleaba por una falta de entendimiento, las armas le pesaban
en las manos.
—He venido a Diez Ciudades procedente de Mirabar con la intención de residir
en paz.
Mantuvo las manos bien apartadas del cuerpo, sin plantear ninguna amenaza.
Los guardias no sabían qué hacer. Ninguno había visto nunca a un elfo oscuro
—aunque no dudaban que Drizzt lo era— ni sabía algo más que las historias sobre la
antigua guerra que había dividido para siempre al pueblo elfo.
—Espera aquí —le susurró uno de los guardias a su compañero, al que no
pareció gustarle la orden—. Iré a informar al portavoz Cassius.
Golpeó el portón de hierro y se deslizó al interior en cuanto abrieron lo
suficiente para que pudiera pasar. El otro guardia mantuvo la mirada fija en Drizzt, sin
apartar la mano de la espada.
—Si me matas, un centenar de ballestas te acribillarán —declaró el hombre, en
un intento fracasado de simular confianza.
—¿Por qué iba a hacerlo? —replicó Drizzt, sin mover las manos.
Hasta ahora el encuentro había ido bastante bien. En todos los demás pueblos en
los que se había presentado, los primeros en verlo habían huido dominados por el terror
o lo habían echado con las armas en la mano.
El otro guardia regresó al cabo de unos minutos acompañado por un hombre
bajo y delgado, bien afeitado y con brillantes ojos azules de mirada penetrante, que no
perdían detalle. Vestía prendas de calidad y, por el respeto que le demostraban los
guardias, Drizzt comprendió que se trataba de alguien muy importante. El hombre
observó a Drizzt durante un buen rato.
—Soy Cassius —declaró por fin—, portavoz de Bryn Shander y del consejo
regente de Diez Ciudades.
—Soy Drizzt Do'Urden —respondió Drizzt con una ligera reverencia—, de
Mirabar y otras ciudades más lejanas, que ahora viene a Diez Ciudades.
—¿Por qué? —inquirió Cassius bruscamente, con la intención de pillarlo por
sorpresa.
—¿Hace falta una razón?
—Para un elfo oscuro, quizá —contestó Cassius con franqueza.
La sincera sonrisa de Drizzt desarmó al portavoz y tranquilizó a los guardias
apostados junto a él.
—No puedo ofrecer una razón para venir aquí, excepto mi deseo de venir —
añadió Drizzt—. He recorrido un camino muy largo, portavoz Cassius. Estoy cansado y
necesito reposo. Me han dicho que Diez Ciudades es el refugio de los renegados, y no
dudo que un elfo oscuro es un renegado entre los habitantes de la superficie.
Parecía una respuesta lógica, y la sinceridad de Drizzt resultó evidente para el
portavoz. Cassius apoyó la barbilla en la palma de la mano y pensó durante unos
minutos. No tenía miedo del drow, ni dudaba de sus palabras, pero no tenía la intención
de permitir el revuelo que provocaría la presencia de un elfo oscuro en la ciudad.
—Bryn Shander no es el lugar para ti —le comunicó Cassius sin rodeos, y los
ojos de Drizzt se entornaron ante la injusticia. Sin preocuparse de la reacción, Cassius
señaló hacia el norte—. Ve a Bosque Solitario, en la orilla norte de Maer Dualdon —
dijo. Después señaló hacia el sudeste—. O a Good Mead o a Dougan's Hole en el lago
de Aguas Rojizas. Son ciudades más pequeñas, donde no provocarás tanto alboroto y
tendrás menos problemas.
—Y cuando me rehusen la entrada, ¿qué? —preguntó Drizzt—. ¿Qué haré
entonces, justo portavoz? ¿Esperar la muerte en la llanura desierta?
—No sabes si...
—Lo sé —lo interrumpió Drizzt—. He jugado a este juego muchas veces.
¿Quién dará la bienvenida a un drow, aun cuando haya abandonado a su gente y sus
costumbres y no desee otra cosa que paz?
La voz de Drizzt era severa y no mostraba ninguna autocompasión, y una vez
más Cassius comprendió que decía la verdad.
En realidad, el portavoz se compadecía del drow. Él también había sido un
renegado y había tenido que venir hasta aquí, al lejano valle del Viento Helado, para
encontrar un hogar. No había nada más allá; el valle del Viento Helado era la última
parada. Entonces se le ocurrió otra solución, algo que podía resolver el dilema sin que le
remordiera la conciencia.
—¿Cuánto tiempo llevas en la superficie? —lo interrogó Cassius, con un interés
sincero.
—Siete años —contestó Drizzt después de pensar un momento, sin saber muy
bien qué pretendía el portavoz.
—¿En las tierras del norte?
—Sí.
—Sin embargo no has encontrado un hogar, ningún pueblo que quisiera acogerte
—dijo Cassius—. Has sobrevivido a la hostilidad del invierno y, sin duda, a enemigos
más directos. ¿Sabes cómo usar las cimitarras que llevas al cinto?
—Soy un vigilante —respondió Drizzt, tranquilo.
—Una profesión poco habitual para un drow —señaló Cassius.
—Soy un vigilante —repitió Drizzt, con un tono un poco más duro—, bien
entrenado en las cosas de la naturaleza y en el uso de mis armas.
—No lo dudo —murmuró Cassius. Hizo una pausa y añadió—: Hay un lugar
que ofrece refugio y aislamiento. —El portavoz guió la mirada de Drizzt hacia el norte,
en dirección a las laderas rocosas de la cumbre de Kelvin—. Más allá del valle de los
enanos está la montaña —explicó Cassius—, y todavía más lejos, la tundra. A Diez
Ciudades le convendría tener un explorador en la falda norte de la montaña. El peligro
siempre parece venir de aquella dirección.
—He venido a buscar mi hogar —exclamó Drizzt—, y me ofreces un agujero en
un montón de rocas y una obligación con aquellos a los que nada debo.
No obstante, la sugerencia era una tentación para su espíritu aventurero.
—¿Prefieres que te diga que las cosas son diferentes? —dijo Cassius—. No
permitiré la presencia de un drow vagabundo en Bryn Shander.
—¿Exigirías a un hombre demostrar su valía?
—Un hombre no carga con una reputación tan terrible —contestó Cassius
suavemente y en el acto—. Si me mostrara magnánimo, si te diera la bienvenida
confiando únicamente en tu palabra y abriera las puertas de par en par, ¿entrarías y
encontrarías un hogar? Los dos sabemos que no, drow. No todo el mundo en Bryn
Shander sería tan generoso, te lo aseguro. Causarías una conmoción allí donde fueras y,
por mucho que quisieras evitarlo, acabarías obligado a luchar. Sería lo mismo en
cualquiera de las otras ciudades —añadió el portavoz, consciente de que sus palabras
habían encontrado un eco en el drow—. Te ofrezco un agujero en un montón de rocas,
dentro de los límites de Diez Ciudades, donde tus acciones, buenas o malas, se
convertirán en tu reputación más allá del color de tu piel. ¿Te parece ahora tan
desagradable mi oferta?
—Necesitaré provisiones —repuso Drizzt, aceptando la verdad en las palabras
de Cassius—. ¿Qué haré con mi caballo? No creo que las laderas de una montaña sean
el mejor lugar para la bestia.
—Véndelo —ofreció Cassius—. Mis guardias te conseguirán un precio justo y te
traerán las provisiones que necesites.
El portavoz se marchó, convencido de que había actuado con inteligencia. No
sólo había evitado el problema inmediato, sino que además había convencido a Drizzt
para que vigilara las fronteras, en un lugar donde Bruenor Battlehammer y su clan de
enanos se encargarían de que el drow no provocara dificultades.
Drizzt se alejó de los portones aquella misma noche; prefería viajar en medio de
la oscuridad, a pesar del frío. La marcha en línea recta a la montaña lo llevó por el borde
oriental de la hondonada que los enanos habían reclamado como su hogar. Drizzt puso
mucha atención para evitar a cualquier centinela apostado por la gente barbuda. Sólo se
había encontrado una vez con los enanos, cuando pasó por la ciudadela de Adbar en una
de sus primeras salidas del huerto de Mooshie, y no había sido una experiencia
agradable. Las patrullas de los enanos lo habían perseguido sin esperar explicaciones, y
durante varios días.
Pese a lo que le dictaba la prudencia, Drizzt no pudo resistir la tentación al llegar
a un montículo con escalones cortados a golpes de pico. Sólo había recorrido la mitad
del camino, y le quedaban muchas horas de marcha, pero comenzó a subir los peldaños,
entusiasmado por el espectáculo de las luces de las ciudades a su alrededor.
Aunque la cuesta no era muy alta —unos quince o dieciséis metros—, su
ubicación en medio de la llanura y la noche clara le permitieron ver cinco ciudades: dos
en las riberas del lago más oriental; dos en el oeste, sobre el lago mayor; y Bryn
Shander, en su colina, unos pocos kilómetros hacia el sur.
Drizzt no se dio cuenta del paso del tiempo porque el panorama despertaba en él
un sinnúmero de fantasías y esperanzas. Llevaba menos de un día en Diez Ciudades y
ya se sentía a gusto, contento de saber que miles de personas tendrían noticias de sus
actos y quizá llegarían a aceptarlo.
Una voz que rezongaba arrancó a Drizzt de sus ensoñaciones. Adoptó una
posición defensiva y se ocultó detrás de una roca. La retahíla de quejas señalaba con
precisión la ubicación del recién llegado. Tenía los hombros anchos y era unos treinta
centímetros más bajo que Drizzt, aunque mucho más fornido. El drow comprendió que
se trataba de un enano incluso antes de que la figura se detuviera a ajustarse el casco...
con el sencillo procedimiento de golpear la cabeza contra la roca.
—Condenado cacharro —murmuró el enano «ajustando» el casco una segunda
vez.
Drizzt sintió curiosidad, pero era lo bastante listo para comprender que un enano
malhumorado no recibiría con los brazos abiertos a un drow en mitad de la noche.
Mientras el enano continuaba con sus problemas, el elfo se escabulló con pasos rápidos
y silenciosos por un lado del sendero. Pasó junto al enano y se alejó sin hacer más ruido
que la sombra de una nube.
—¿Eh? —murmuró el enano cuando por fin quedó satisfecho con el ajuste—.
¿Quién es? ¿Dónde estás?
Comenzó a saltar de aquí para allá, mirando en todas direcciones.
Sólo había oscuridad, piedras y viento.
23
Aquella misma noche, el invierno comenzó con toda su fuerza. El viento helado
del este sopló desde el glaciar Reghed y trajo consigo la nieve.
Catti-brie contempló la nevada con mirada ausente, convencida de que pasarían
muchas semanas antes de que pudiera regresar a la cumbre de Kelvin. No le había
mencionado a Bruenor ni a ninguno de los otros enanos la presencia del drow, por
miedo al castigo y a que Bruenor pudiera expulsar al elfo oscuro del valle. Mientras
miraba cómo se acumulaba la nieve, deseó haber sido más valiente, haberse quedado a
hablar con el extraño elfo. Cada aullido del viento aumentaba sus deseos, y la muchacha
se preguntó si no habría dejado pasar su única oportunidad.
—Voy a Bryn Shander —anunció Bruenor una mañana, dos meses más tarde. El
valle del Viento Helado disfrutaba de una inesperada racha de buen tiempo en el largo
invierno de siete meses, un enero de una bonanza muy poco habitual. El enano miró a su
hija con aire de sospecha durante un buen rato—. ¿Tienes la intención de salir? —le
preguntó.
—Tal vez —respondió Catti-brie—. Las cuevas me agobian y el viento no
parece muy frío.
—Le diré a un par de enanos que te acompañen —ofreció Bruenor.
—¡Están demasiado ocupados con el arreglo de las puertas de sus casas! —
replicó la muchacha, en un tono demasiado brusco. Catti-brie pensaba que ésta era una
ocasión perfecta para buscar al drow, y no quería perderla—. ¡No los molestes con algo
tan tonto como cuidar de una niña!
—¡Cada día eres más terca y respondona! —afirmó Bruenor, con una mirada
suspicaz.
—Lo aprendí de mi padre —dijo Catti-brie con un guiño que evitó nuevas
protestas.
—De acuerdo, cuídate —manifestó Bruenor—, y no...
—... pierdas de vista las cavernas —acabó Catti-brie por él.
Bruenor dio media vuelta y salió de la cueva, sin dejar de rezongar y
maldiciendo el día que había tomado a una humana por hija. La muchacha rió ante el
enojo simulado.
Una vez más fue Guenhwyvar la que encontró primero a la muchacha. Catti-brie
se había marchado sin perder un segundo hacia la montaña, y avanzaba por los senderos
más al oeste cuando vio a la pantera negra más arriba, que la vigilaba desde un espolón.
—Guenhwyvar —llamó la niña, recordando el nombre que había empleado el
drow. La pantera gruñó y bajó de un salto, para acercarse—. ¿Guenhwyvar?—repitió,
menos segura, cuando vio a la pantera mucho más cerca. Guenhwyvar levantó las orejas
ante la segunda mención de su nombre, relajó los músculos. Catti-brie avanzó cautelosa,
un paso a la vez—. ¿Dónde está el elfo oscuro, Guenhwyvar? —preguntó en voz baja—
. ¿Puedes llevarme a donde está él?
—¿Y por qué quieres ir a verlo? —inquirió una voz.
Catti-brie se quedó inmóvil, al recordar la voz suave y melódica, y se volvió
poco a poco para mirar al drow. Sólo estaba a tres pasos de distancia, y la mirada de los
ojos lila buscó la suya tan pronto como se enfrentaron. La muchacha no sabía qué decir,
y él, absorto otra vez en sus recuerdos, no dijo nada y esperó, sin dejar de mirarla.
—¿Tú eres un drow? —preguntó Catti-brie cuando el silencio se hizo
insoportable.
En el mismo momento de pronunciar las palabras se reprochó a sí misma el
haber hecho una pregunta tan estúpida.
—Lo soy —respondió Drizzt—. ¿Qué significa para ti?
—He escuchado decir que los drows son malvados, pero tú no lo pareces —dijo
Catti-brie, un tanto desconcertada por la extraña respuesta.
—Entonces has corrido un gran riesgo al venir hasta aquí sola —comentó
Drizzt—. Pero no temas —se apresuró a añadir al ver la súbita inquietud de la
muchacha—, porque no soy un malvado y no te haré ningún daño.
Después de muchos meses de soledad en su cueva, Drizzt no quería que el
encuentro acabara tan pronto.
—Me llamo Catti-brie —se presentó la muchacha, dispuesta a creer en la
palabra del elfo oscuro—. Mi padre es Bruenor, rey del clan Battlehammer. —Drizzt
torció la cabeza lleno de curiosidad—. Los enanos —explicó Catti-brie, señalando hacia
el valle. Comprendió el desconcierto de Drizzt en cuanto pronunció las palabras—. No
es mi padre verdadero. Bruenor me recogió cuando yo no era más que un bebé, porque a
mis padres los...
No pudo acabar la frase pero no hizo falta. Drizzt entendió perfectamente su
expresión de dolor.
—Mi nombre es Drizzt Do'Urden —manifestó el drow—. Encantado de
conocerte, Catti-brie, hija de Bruenor. Es bueno tener alguien con quien poder hablar.
Durante todas estas semanas de invierno, sólo he tenido la compañía de Guenhwyvar,
cuando la pantera está por aquí, y mi amiga no dice mucho, desde luego.
Catti-brie mostró una sonrisa de oreja a oreja. Echó una mirada por encima del
hombro a la pantera, que descansaba tendida en el sendero.
—Es una pantera muy hermosa —opinó Catti-brie, y Drizzt no dudó de la
sinceridad de sus palabras, o de la admiración en su mirada.
—Ven aquí, Guenhwyvar —la llamó Drizzt.
La pantera se desperezó y se levantó sin prisas. Después caminó hasta situarse
junto a Catti-brie, y Drizzt asintió al deseo obvio aunque no expresado de la muchacha.
Al principio con un poco de desconfianza, y luego con firmeza, Catti-brie
acarició la suave piel de la pantera, y sintió el poder y la perfección de la bestia.
Guenhwyvar aceptó las caricias sin protestar, e incluso empujó a Catti-brie pidiéndole
más mimos cuando ella se detuvo un momento.
—¿Has venido sola? —preguntó Drizzt.
—Mi papá dice que no debo perder de vista las cuevas —repuso la muchacha
con una carcajada—. Desde aquí se ven muy bien, ¿no crees?
Drizzt miró hacia el valle, a la lejana pared de piedra que se alzaba a varios
kilómetros de distancia.
—A tu padre no le gustará. Esta tierra no es muy pacífica. Llevo en la montaña
sólo dos meses, y ya he tenido que luchar en dos ocasiones contra una bestia peluda
blanca que no conozco.
—Yetis de la tundra —explicó Catti-brie—. Tú debes de vivir en la cara norte.
Los yetis no vienen a este lado de la montaña.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Drizzt, sarcástico.
—Nunca he visto a ninguno —declaró Catti-brie—, pero no los temo. Vine a
buscarte y te he encontrado.
—Así es. ¿Y ahora qué? —inquirió el drow. Catti-brie encogió los hombros y
volvió a acariciar a Guenhwyvar—. Ven —añadió Drizzt—. Busquemos un lugar más
cómodo donde poder hablar. El resplandor de la nieve me hace daño en los ojos.
—¿Estás habituado a los túneles oscuros? —lo interrogó Catti-brie, ansiosa por
escuchar relatos de las tierras más allá de la frontera de Diez Ciudades, el único lugar
que conocía.
Drizzt y la muchacha pasaron un maravilloso día juntos. El drow le habló de
Menzoberranzan, y Catti-brie le relató historias del valle del Viento Helado y de su vida
con los enanos. Drizzt tenía mucho interés en saber cosas de Bruenor y su gente, a la
vista de que los enanos eran sus más cercanos, y más temidos, vecinos.
—Bruenor habla con la aspereza de las piedras, pero yo lo conozco muy bien —
le aseguró Catti-brie al drow—. Es muy bueno, y también lo son todos los demás.
Drizzt se alegró al escuchar sus palabras, y también lo alegró este encuentro,
tanto por lo que significaba tener un amigo como porque disfrutaba con la compañía de
una muchacha tan vivaz. La energía y las ganas de vivir de Catti-brie eran admirables.
En su presencia, el drow se olvidaba de los episodios trágicos y se complacía de haber
salvado la vida de la niña elfa. La cantarina voz de Catti-brie y la manera despreocupada
en que movía los cabellos sobre los hombros lo aliviaba del peso de la culpa con la
misma facilidad con que un gigante arroja un guijarro.
Podrían haber continuado con las historias durante días y semanas, pero cuando
Drizzt observó que el sol se acercaba al horizonte, comprendió que había llegado el
momento de que la muchacha regresara a su casa.
—Te acompaño —ofreció el drow.
—No —dijo Catti-brie—. No es prudente. Bruenor no lo entendería y me vería
metida en un buen lío. ¡No te preocupes, volveré! ¡Conozco estos senderos mucho
mejor que tú, Drizzt Do'Urden, y no podrías seguirme, aunque lo intentases!
Drizzt se rió ante el desafío pero casi la creyó. Se pusieron en marcha de
inmediato en dirección a la estribación sur, donde se dijeron adiós y prometieron volver
a encontrarse en cuanto se produjera otra mejora en el tiempo, o, de no ser así, en
primavera.
La muchacha caminaba sobre nubes cuando entró en las cavernas de los enanos,
pero le bastó ver la agria cara de su padre para perder la alegría. Bruenor había ido
aquella mañana a Bryn Shander para tratar unos asuntos con Cassius. El enano no se
había sentido muy feliz cuando le informaron que un elfo oscuro había instalado su
hogar muy cerca del suyo, aunque suponía que a la muchacha —siempre tan curiosa—
le parecería fantástico.
—No te acerques nunca más a la montaña —le advirtió Bruenor en cuanto la vio
llegar.
—Pero papá... —intentó protestar Catti-brie.
—¡Nada de pero! —exclamó el enano—. No volverás a pisar la montaña sin mi
permiso. Me ha dicho Cassius que hay un elfo oscuro. ¡Prométeme que no irás!
Catti-brie asintió desconsolada, y siguió a Bruenor, consciente de que le costaría
mucho hacer cambiar de opinión a su padre, pero también segura de que Bruenor estaba
muy equivocado respecto al drow.
Revelaciones
Catti-brie oyó el gruñido del perro, pero no tuvo tiempo de reaccionar cuando el
hombretón salió de su escondite detrás de un peñasco y la sujetó rudamente por la
muñeca.
—¡Sabía que lo sabías! —gritó McGristle, echando su pestilente aliento contra
el rostro de la muchacha.
—¡Suéltame! —replicó Catti-brie al tiempo que le propinaba un puntapié en la
espinilla.
Roddy se sorprendió al advertir que en su voz no había el menor rastro de
miedo. La sacudió con fuerza cuando ella intentó patearlo otra vez.
—Has venido a la montaña por alguna razón —dijo Roddy, sin aflojar la
presión—. Has venido a ver al drow. Sabía que vosotros erais amigos. ¡Lo vi en tus
ojos!
—¡Tú no sabes nada! —afirmó Catti-brie—. No dices más que mentiras.
—Así que el drow te ha contado su historia de los Thistledown, ¿no? —
manifestó Roddy, que interpretó correctamente el significado de sus palabras.
Catti-brie comprendió que el enojo la había descubierto.
—¿El drow? —dijo la muchacha, con una indiferencia simulada—. No sé de qué
hablas.
—Has estado con el drow, muchacha —insistió Roddy, con una carcajada—. Lo
has dicho con toda claridad. Y ahora me llevarás a donde está él. —Catti-brie le hizo
una mueca, y el montañés la volvió a sacudir. De pronto la expresión de Roddy se
suavizó, y a Catti-brie le gustó todavía menos la expresión que apareció en sus ojos—.
Eres una muchacha muy animosa, ¿verdad? —ronroneó Roddy, sujetando a Catti-brie
por el otro hombro para obligarla a que lo mirase a la cara—. Llena de vida, ¿eh? Me
llevarás a donde está el drow, muchacha, de eso puedes estar segura. Pero quizás antes
podamos hacer algunas otras cosas, cosas que te enseñarán a no cruzarte en el camino
de gente como Roddy McGristle.
Su caricia en la mejilla de Catti-brie no sólo resultó grotesca, sino también
horrible y amenazadora. La muchacha pensó que iba a vomitar.
Catti-brie tuvo que apelar a toda su fortaleza para enfrentarse a Roddy en aquel
momento. No era más que una niña, pero se había criado entre los enanos del clan
Battlehammer, un grupo orgulloso y valiente. Bruenor era un guerrero y también lo era
su hija. Catti-brie descargó un rodillazo en la entrepierna de Roddy y, cuando éste aflojó
la presión, aprovechó para arañarle el rostro. Repitió el golpe en la entrepierna, con
menos efecto, aunque lo suficiente como para que el movimiento defensivo de Roddy le
permitiera casi escapar.
La mano de hierro de Roddy le apretó bruscamente la muñeca, y lucharon
durante un momento. Entonces Catti-brie sintió que alguien la cogía de la otra mano, y,
antes de que pudiese comprender qué ocurría, se vio libre y en compañía de una silueta
oscura.
—¿Conque has venido a enfrentarte con tu merecido? —exclamó Roddy,
encantado al ver a Drizzt.
—Vete —le dijo el elfo a Catti-brie—. Esto no es asunto tuyo.
La muchacha, temblorosa y muy asustada, no discutió.
Las manos de Roddy empuñaron el mango del hacha. El cazador de
recompensas había combatido antes con el drow y no tenía la intención de medirse con
los pasos ágiles y las fintas del elfo. Sin perder un segundo soltó al perro.
El sabueso sólo consiguió hacer un par de metros, antes de que Guenhwyvar lo
lanzara por los aires de un zarpazo. El animal se levantó, herido de poca consideración,
pero se mantuvo a una distancia prudente.
—Ya está bien —dijo Drizzt, muy serio—. Me has perseguido durante muchos
años y muchas leguas. Reconozco tu empeño aunque te hayas equivocado de persona.
Yo no maté a los Thistledown. ¡Nunca me hubiese atrevido a alzar mis armas contra
ellos!
—¡Al infierno con los Thistledown! —rugió Roddy—. ¿Crees que ellos son la
razón de todo esto?
—No hay ninguna recompensa por mi cabeza —replicó Drizzt.
—¡Al infierno con el oro! —vociferó Roddy—. ¡Me quitaste un perro y una
oreja, drow!
Con un dedo roñoso señaló el costado de la cara marcada.
Drizzt quería explicarse, quería recordarle a Roddy que había sido él quien había
iniciado la pelea, y que su hacha había derribado el árbol que le había desgarrado la
cara. Pero comprendió los motivos de Roddy y supo que las palabras no eran
suficientes. Había herido el orgullo del hombre, y para alguien como Roddy aquello era
mucho peor que cualquier dolor físico.
—No quiero peleas —manifestó Drizzt con firmeza—. Llama a tu perro y vete
de aquí. Sólo quiero que me des tu palabra de que no volverás a perseguirme.
La risa burlona de Roddy estremeció al drow.
—¡Te perseguiré hasta el fin del mundo, drow! —rugió Roddy—. ¡Y siempre te
encontraré! ¡No habrá ningún agujero lo bastante profundo para ocultarte! ¡Ni mares lo
bastante anchos! ¡Ya te tengo, drow! ¡Y, si escapas, te tendré después!
Roddy mostró los amarillentos dientes en una sonrisa repulsiva y avanzó con
precaución.
—Ya te tengo, drow —repitió casi para sí mismo.
De pronto cargó y lanzó un golpe horizontal con el hacha. Drizzt se apartó de un
salto.
Un segundo ataque obtuvo idéntico resultado, pero Roddy, en lugar de seguir el
movimiento, lo invirtió en un revés que rozó la barbilla de Drizzt. En el instante
siguiente, su hacha era un molinete que atacaba por los dos flancos.
—¡Quédate quieto! —gritó enfurecido mientras Drizzt esquivaba, saltaba por
encima o se agachaba al paso del arma.
El elfo sabía que corría un gran riesgo al no contestar a los golpes, pero confiaba
en que, si conseguía agotar al montañés, quizá pudiera encontrar una solución pacífica.
Roddy era muy ágil y rápido para ser un hombre tan corpulento; aun así, Drizzt lo
superaba y creía poder soportar el juego durante mucho más tiempo.
El hacha se movió en una trayectoria horizontal a la altura del pecho del drow.
El golpe era una trampa; Roddy pretendía que Drizzt se agachara para poder darle un
puntapié en la cara.
Pero el drow advirtió el engaño. Saltó en lugar de agacharse, dio una voltereta
por encima del hacha, y aterrizó suavemente, todavía más cerca de Roddy. Ahora Drizzt
pasó a la ofensiva, y estrelló las empuñaduras de las cimitarras contra el rostro del
hombre. El cazador de recompensas retrocedió tambaleante, con la nariz llena de
sangre.
—Vete —le dijo Drizzt, con toda sinceridad—. Vete con tu perro a Maldobar, o
a donde sea que tengas tu casa.
Si Drizzt pensaba que Roddy se rendiría después de sufrir una nueva
humillación, cometía un grave error. Roddy lanzó un grito de rabia y cargó con la
cabeza gacha, dispuesto a arrollar al drow.
Drizzt machacó la cabeza del hombre con los pomos y saltó por encima de la
espalda de Roddy. El montañés cayó de bruces, pero de inmediato se puso de rodillas,
sacó una daga y la lanzó antes de que Drizzt pudiera acabar de volverse.
El elfo vio el destello plateado en el último segundo y alzó la cimitarra para
desviarla. Otra daga siguió a la primera y después otra, y cada vez Roddy avanzaba un
paso más hacia el drow.
—Conozco tus trucos, drow —anunció Roddy, con una sonrisa malvada.
Con dos pasos más se puso a la distancia adecuada y descargó otro hachazo.
Drizzt se zambulló hacia un lado y se levantó unos pasos más allá. La confianza
del hombre en sus propias fuerzas comenzó a preocupar al elfo. Los golpes que le había
dado al montañés habrían bastado para derribar a la mayoría de los humanos, y se
preguntó hasta cuándo podría aguantar su rival. Este pensamiento lo llevó a la inevitable
conclusión de que tal vez tendría que emplear algo más que las empuñaduras.
Una vez más, el hacha atacó por el costado. Ahora, Drizzt no hizo un regate.
Avanzó para quedar dentro del arco de la trayectoria y la detuvo con una cimitarra,
dejando a Roddy indefenso al golpe con la otra. Tres rápidos puntazos con la derecha
cerraron uno de los ojos de Roddy, pero el cazador de recompensas sólo sonrió y se
abalanzó sobre Drizzt, consiguió sujetarlo y cayeron al suelo abrazados.
El drow se defendió como pudo, consciente de que él era el único culpable de
esta situación. En la lucha cuerpo a cuerpo no podía igualar la fuerza de Roddy, y la
falta de espacio borraba la ventaja de la rapidez. Roddy mantuvo la posición y alzó el
hacha para rematar a Drizzt.
Un ladrido del perro amarillo fue la única advertencia, pero no llegó a tiempo
para evitar el ataque de la pantera. Guenhwyvar apartó a Roddy y lo tumbó de costado.
El montañés conservó la serenidad suficiente para atacar a la pantera cuando pasó por
encima de él, y la hirió en la grupa.
El sabueso se sumó al ataque, pero la pantera se recuperó, rodeó el cuerpo de
Roddy y espantó al perro.
Cuando el montañés volvió la atención a Drizzt, recibió un vendaval de golpes
de cimitarras que no podía seguir ni replicar. Drizzt había visto el golpe que había
herido a la pantera, y el fuego en los ojos lila indicaba que ahora las cosas iban en serio.
Un pomo aplastó la cara de Roddy, seguido por un golpe de plano de la otra cimitarra.
Un pie lo golpeó en el pecho, el estómago y la entrepierna en lo que pareció un solo
movimiento. Imperturbable, Roddy lo aguantó todo con un gruñido, pero el enfurecido
drow no se contuvo. Una cimitarra enganchó la cabeza del hacha, y Roddy intentó
atacar, convencido de que podía tumbar al elfo.
La segunda cimitarra golpeó primero y abrió un profundo tajo en el antebrazo
del hombre. Roddy retrocedió, dejó caer el hacha, y sujetó con la mano libre el brazo
herido.
Drizzt no se detuvo. La ofensiva pilló a Roddy con la guardia baja, y una
sucesión de puñetazos y puntapiés lo hicieron tambalear. Entonces Drizzt dio un salto y
lanzó los dos pies juntos contra la mandíbula de Roddy, que se desplomó. Cuando éste
intentó levantarse, se lo impidieron los filos de las cimitarras cruzadas contra la
garganta.
—Te dije que te largaras —declaró Drizzt con una voz terrible, sin apartar las
armas ni un milímetro para que el hombre pudiera sentir el frío del acero contra la piel.
—Mátame —dijo Roddy muy tranquilo, al adivinar una debilidad en el
oponente—, si tienes agallas.
Drizzt vaciló, aunque no desapareció de su rostro la expresión de furia.
—Vete —repitió con toda la calma que pudo, una calma que disimulaba el
calvario por el que tendría que pasar.
Roddy se le rió en las barbas.
—¡Mátame, asqueroso demonio negro! —gritó provocador, aunque sin intentar
levantarse—. ¡Mátame o te cogeré! ¡No lo dudes, drow! ¡Te perseguiré hasta el último
rincón del mundo y debajo de la superficie si es preciso! —Drizzt palideció y miró a
Guenhwyvar en busca de apoyo—. ¡Mátame! —chilló casi histérico y, sujetando las
muñecas de Drizzt, las empujó contra él. Dos líneas de sangre aparecieron en el cuello
del hombre—. ¡Mátame como mataste a mi perro! —Horrorizado, el drow intentó
apartarse sin conseguirlo—. ¿No tienes estómago para hacerlo? —vociferó el cazador
de recompensas—. ¡Entonces deja que te ayude!
Sacudió las muñecas de Drizzt, y los cortes se hicieron más profundos. Si el
enloquecido hombre sentía dolor, la sonrisa fija lo desmentía.
Un sinfín de emociones contradictorias sacudieron a Drizzt. En aquel momento
quería matar a Roddy, más como una respuesta a la frustración que como venganza, y
sin embargo sabía que no podía hacerlo. Para él, el único crimen cometido por Roddy
era esta persecución implacable, y no era razón suficiente. De acuerdo con sus
principios, Drizzt tenía que respetar la vida humana, incluso la de alguien tan ruin como
Roddy McGristle.
—¡Mátame! —repetía una y otra vez Roddy, que disfrutaba con la repugnancia
del drow.
—¡No! —le gritó Drizzt a la cara con tanta fuerza que silenció al cazador de
recompensas.
Enfurecido hasta tal punto que era incapaz de contener el temblor de los
músculos, Drizzt no esperó a que Roddy volviese a gritar como un loco. Empujó la
cabeza de Roddy con la rodilla, liberó las muñecas de las manos del hombre, y lo
golpeó en las sienes con los mangos de las cimitarras.
Roddy puso los ojos bizcos, pero no perdió el conocimiento, y sacudió la cabeza,
empecinado por librarse de los efectos de los golpes. Drizzt lo aporreó una y otra vez,
hasta conseguir desplomarlo, horrorizado por sus acciones y el continuo desafío del
cazador de recompensas.
Cuando agotó su furia, permaneció de pie junto al hombre tendido, temblando de
emoción y con lágrimas en los ojos.
—¡Espanta a ese perro! —le gritó a Guenhwyvar.
Soltó las cimitarras y se agachó para comprobar que McGristle no había muerto.
Roddy abrió los ojos y vio al perro amarillo a su lado. Caía la noche, y el viento
volvía a soplar con fuerza. Le dolían la cabeza y el brazo, pero no hizo caso del dolor;
sólo deseaba reanudar la persecución, seguro de que Drizzt nunca tendría el coraje de
matarlo. El sabueso encontró el rastro, que iba hacia el sur, y se pusieron en marcha. El
entusiasmo de Roddy se enfrió un poco cuando, al rodear un saliente, se topó con un
enano de barba roja y la muchacha, que lo esperaban.
—No tendrías que haber tocado a mi niña, McGristle —manifestó Bruenor, con
voz tranquila.
—¡Ella es cómplice del drow! —protestó Roddy—. ¡Avisó al demonio asesino
de mi presencia!
—¡Drizzt no es un asesino! —gritó Catti-brie—. ¡Él no mató a los granjeros!
¡Dijo que sólo lo dices para que los demás te ayuden a capturarlo!
Catti-brie comprendió de pronto que acababa de admitir ante su padre que se
había reunido con el drow. Cuando la muchacha había encontrado a Bruenor, sólo le
había hablado del mal trato sufrido a manos de McGristle.
—Fuiste a verlo —dijo Bruenor, herido—. ¡Me has mentido, has estado con el
drow! Te dije que no, y tú me...
El reproche de Bruenor afectó profundamente a la muchacha, pero se mantuvo
firme en sus convicciones. Bruenor le había enseñado a ser honrada, y esto incluía ser
honrada con lo que era correcto.
—Una vez me dijiste que todo el mundo recibe lo que se merece —replicó Catti-
brie—. Que cada uno es diferente y que debe ser tratado por lo que es. He estado con
Drizzt y creo que es sincero. ¡Él no es un asesino! ¡Y él —la muchacha señaló a
Roddy— es un mentiroso! ¡No me enorgullezco de mi mentira, pero nunca permitiré
que atrape a Drizzt!
Bruenor pensó en las palabras de su hija por un momento, después le rodeó la
cintura con un brazo y la estrechó con fuerza. El engaño de la muchacha aún le dolía,
pero estaba orgulloso de que estuviera dispuesta a luchar por lo que creía. En realidad,
Bruenor había acudido allí, no en busca de Catti-brie, a la que creía en las minas
desahogando su malhumor, sino para encontrar al drow. No había dejado de pensar en la
batalla contra el remorhaz, y había llegado a la conclusión de que Drizzt se había
presentado con la intención de ayudarlo, no de pelear contra él. Ahora, a la vista de los
últimos acontecimientos, ya no quedaban más dudas.
—Drizzt vino y me libró de él —añadió Catti-brie—. Me salvó la vida.
—El drow la ha engañado —afirmó Roddy, al presentir el cambio de actitud de
Bruenor y sin ninguna gana de luchar con el peligroso enano—. ¡Te digo que es un
perro asesino, y también lo diría Bartholemew Thistledown si los muertos pudiesen
hablar!
—¡Bah! —exclamó Bruenor—. ¡No conoces a mi niña, o lo pensarías dos veces
antes de llamarla mentirosa! Y te lo he dicho antes, McGristle, ¡no me gusta que
maltraten a mi hija! Pienso que tendrías que salir de mi valle. Creo que deberías irte
ahora mismo.
Roddy gruñó y lo mismo hizo el perro, que saltó entre el montañés y el enano y
le mostró los dientes. Bruenor encogió los hombros, despreocupado, y le devolvió el
gruñido, cosa que provocó todavía más a la bestia.
El perro lanzó un mordisco contra el tobillo del enano, pero éste, con gran
agilidad, le metió la gruesa bota entre las fauces y le aplastó la mandíbula inferior contra
el suelo.
—¡Y llévate a tu sucio perro contigo! —rugió Bruenor, que, al admirar el
carnoso costillar del perro, pensó que él podía darle mejor uso al animal.
—¡Yo voy a donde me place, enano! —contestó Roddy—. ¡Voy a cazar al drow,
y, si el drow está en tu valle, nadie me sacará de aquí!
Bruenor advirtió la frustración en la voz del hombre, y entonces se fijó en las
marcas de los golpes en el rostro de Roddy y la herida en el antebrazo.
—El drow te ha dado una buena paliza y se ha ido —afirmó el enano, y su
carcajada le sentó a McGristle como una bofetada.
—No irá muy lejos —prometió Roddy—. ¡Y ningún enano se interpondrá en mi
camino!
—Vuelve a las minas —le dijo Bruenor a Catti-brie—. Avisa a los demás que tal
vez llegue un poco tarde para la cena.
El enano cogió el hacha que llevaba en el hombro.
—Dale una buena —murmuró Catti-brie, sin dudar ni por un instante de la
capacidad de su padre.
Le dio un beso en el casco, y echó a correr feliz. Su padre confiaba en ella: nada
podía ir mal.
De todas las razas de los Reinos, ninguna es más difícil de entender, o más
desconcertante, que la humana. Mooshie me enseñó que los dioses, más que entidades
exteriores, son la personificación de lo que hay en nuestros corazones. Si esto es verdad,
entonces los muchos y diversos dioses de las sectas humanas —deidades de
comportamientos muy diferentes— nos enseñan mucho sobre la raza.
Si te encuentras a un halfling, a un elfo, a un enano, o a cualquiera de las otras
razas, buenas o malas, tienes una idea bastante correcta de lo que puedes esperar. Hay
excepciones, desde luego, y me pongo como el mejor ejemplo. Un enano será duro,
aunque justo, y nunca conocí a un elfo dispuesto a cambiar los cielos abiertos por una
cueva. En cambio, las preferencias de un humano sólo las conoce él, si es que se aclara.
Por lo tanto, en términos de bien y mal, la raza humana debe ser juzgada con
mucho cuidado. He peleado contra viles asesinos humanos, he conocido a magos
humanos tan enloquecidos con su poder que destruían sin piedad a todos los seres que
encontraban a su paso, y he visto ciudades donde grupos de humanos explotaban a los
desafortunados de su propia raza, viviendo en grandes palacios mientras los otros
hombres y mujeres, e incluso los niños, morían de hambre entre la basura de las calles.
Pero también he conocido a otros humanos —Catti-brie, Mooshie, Wulfgar, Agorwal de
Termalaine— cuyo honor no puede ser cuestionado y cuyas contribuciones al bienestar
de los Reinos durante su corta vida superarán lo que han hecho la mayoría de los enanos
y los elfos, que pueden llegar a vivir quinientos años o más.
Desde luego es una raza desconcertante, y el destino del mundo está cada vez
más en sus manos. Puede ser una situación compleja, pero nada aburrida. La raza
humana es la única de las razas «buenas» capaz de sostener una guerra entre sus
miembros, con una frecuencia preocupante.
Los elfos de la superficie son los que tienen más esperanzas depositadas en ella.
Ellos, que viven tanto tiempo y han visto el nacimiento de muchos siglos, tienen fe en
que la raza humana madurará para el bien de todos, que desaparecerá el mal de su seno,
y dejará el mundo para los que queden.
En la ciudad donde nací fui testigo de las limitaciones del mal: la
autodestrucción y la incapacidad de conseguir grandes metas, incluso las metas basadas
en la adquisición de poder. Por esta razón, yo también tengo mis esperanzas puestas en
los humanos, y en los Reinos. Así como son los más diversos, también son los más
maleables, los que con mayor facilidad pueden estar en desacuerdo con aquello que
saben que es falso dentro de sí mismos.
Mi propia supervivencia ha estado basada en la creencia de que hay un propósito
superior en esta vida, que los principios son una recompensa en sí mismos. Por lo tanto,
contemplo el futuro con grandes esperanzas y con el convencimiento de que puedo
ayudarlos a alcanzar grandes objetivos.
Ésta es mi historia, tan completa como puedo recordarla y amplia hasta donde he
deseado. Mi vida ha sido un largo camino lleno de tropiezos y dificultades, y sólo ahora,
después de haber pasado tantas cosas, soy capaz de contarla con toda sinceridad.
Nunca podré recordar el pasado con una sonrisa, pues el precio ha sido
demasiado terrible. Sin embargo, recuerdo muy a menudo a Zaknafein, a Belwar, a
Mooshie, y a todos los otros amigos que dejé atrás.
También he recordado con frecuencia a los muchos enemigos con los que me
enfrenté, las muchas vidas que se truncaron por mis cimitarras. La mía ha sido una vida
violenta en un mundo violento, lleno de enemigos dispuestos a acabar conmigo y con
aquellos que estimaba. Me han alabado por el filo de mis cimitarras, por mis habilidades
en la batalla, y debo admitir que yo también me he sentido orgulloso de mi capacidad en
el combate.
De todos modos, en los momentos de calma, cuando reflexiono sobre lo
ocurrido, lamento que las cosas no hayan sido diferentes. Me duele recordar a Masoj
Hun'ett, el único drow que he matado; fue él quien comenzó la pelea y, por cierto, me
habría matado de no haber sido yo el más fuerte. Puedo justificar mis acciones en aquel
día aciago, pero nunca podré aceptar su necesidad. Tiene que existir una manera mejor
de resolver las cosas que no sea la espada.
En un mundo tan lleno de peligros, donde al parecer acechan los orcos y los
trolls a la vuelta de cada recodo del camino, aquel que es capaz de luchar a menudo es
saludado como un héroe y recibe grandes aplausos. Yo digo que hay algo más que el
manto del «héroe», que la fuerza del brazo o la capacidad para el combate. Mooshie era
un auténtico héroe, porque había superado la adversidad, porque nunca vacilaba ante las
situaciones más comprometidas, y sobre todo porque actuaba sometido a unos
principios bien definidos. ¿Se puede decir menos de Belwar Dissengulp, el enano sin
manos de las profundidades que hizo amistad con un drow renegado? ¿O de Clak, que
ofreció su vida para salvar la del amigo?
De la misma manera, nombro héroe a Wulfgar del valle del Viento Helado, que
se mantuvo firme a los principios por encima del ansia de batalla. Wulfgar superó las
malas enseñanzas de una infancia salvaje, y aprendió a ver el mundo como un lugar de
esperanza y no como algo que se debía conquistar. Y Bruenor, el enano que enseñó a
Wulfgar esta importante diferencia, es el rey de más pleno derecho de todos los Reinos.
Encarna los mandamientos que más estima su pueblo, y ellos lo defenderían con la vida,
dispuestos a morir dedicándole una canción mientras agonizan.
Al final, cuando mi padre encontró el valor para rechazar a la matrona Malicia,
también él fue un héroe. Zaknafein, que, a lo largo de casi toda su vida, había perdido la
batalla ante sus principios y su identidad, acabó por ser el vencedor después de muerto.
No obstante, ninguno de estos guerreros supera a la muchacha que conocí
cuando llegué a Diez Ciudades. Entre toda la gente que he conocido, ninguno vive de
acuerdo con unas normas de honor y decencia tan elevadas como las de Catti-brie. Ella
ha visto muchas batallas, pero sus ojos brillan con la claridad de la inocencia y su
sonrisa resplandece sin mácula. Triste será el día, y todo el mundo lo lamentará, cuando
una nota discordante de cinismo rompa la armonía de su melodiosa voz.
A menudo, aquellos que me llaman héroe se refieren sólo a mi capacidad para el
combate y no saben nada de los principios que guían mis cimitarras. Acepto el nombre
por lo que vale, para satisfacción de ellos, no mía. Cuando Catti-brie me llame héroe,
entonces dejaré que mi corazón se inflame con el orgullo de saber que he sido juzgado
por mis principios y no por mi brazo armado. Sólo entonces me atreveré a creer que el
título está justificado.
Y así acaba mi historia. Ahora me siento junto a mi amigo, el justo rey de
Mithril Hall, y todo es quietud, paz y prosperidad. Este drow ha encontrado su hogar y
su lugar. Pero debo recordar que soy joven, que todavía me quedan diez veces más años
de los que ya he vivido. Y que, a pesar de mi actual felicidad, el mundo no ha dejado de
ser un lugar peligroso, donde un vigilante no sólo debe sostener los principios sino
también empuñar las armas.
¿Puedo creer que lo he contado todo?
Pienso que no.
DRIZZT DO'URDEN
Título de la edición original: Sojourn
Traducción del inglés: Alberto Coscarelli,
cedida por Grupo Editorial Ceac, S. A.
Diseño: Araceli Ramos
Ilustración: Xavier Martínez
Foto de solapa: © TSR. Inc., 1998